martes, 27 de enero de 2009

Filosofía primera

28 Enero 2009


filosofía primera


La globalización es junto con el desempleo, el tema de los Foros Mundiales. Los mercados financieros alcanzan un nivel planetario y las autopistas de la información llegan hasta los últimos rincones de la tierra. Evitar la destrucción de la ecosfera, esquivar la desertización, exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que exceden las posibilidades de una nación y competen a la "Aldea Global" en la que vivimos.


En la "Exterioridad" -considerada por Lévinas, por Marx y por la filosofía de la Liberación- está el "pobre", como individuo, como marginal urbano, como etnias indígenas, como pueblos o naciones periféricas destinadas a la muerte. El pobre, que gracias a las mediaciones categoriales de Marx deja de ser el pobre "abstracto" de Lévinas y puede transformarse en el sujeto concreto y con respecto al cual se sitúa el argumentante "abstracto" de la filosofía del lenguaje de Apel, en el angustioso "¡Tengo hambre, por ello exijo justicia!".


Busca la condición absoluta, no meramente el acuerdo, del ser reconocido en el derecho de ser persona y no en la situación de marginales excluídos.


Para América Latina, un continente de "pobres", al igual que África y Asia, esta cuestión es central, esencial. La "pobreza" de estos continentes no es un punto de partida natural (debida a una incognoscible "inmadurez auto-culpable"), sino punto de llegada de cinco siglos de colonialismo dentro del "sistema-mundo" hegemonizado hoy por los países ricos.


En el plano individual el "pobre" es "alienado" (subsumido) en el capital como instrumento, mediación de la "valorización del valor".


En el plano mundial es la Periferia explotada por el Centro. Hay diversas maneras de acumular valor (como "plusvalor" o como "transferencia de valor" de la Periferia al Centro).


Esta es la relación social (no comunitaria) pero lo esencial para Marx es la relación persona-persona:


"La propiedad del hombre sobre la naturaleza tiene siempre como intermediario su existencia como miembro de una comunidad (Gemeinwesens) una relación con los demás hombres que condiciona (bedingt) sus relaciones con la naturaleza". Y también la objeción a lo que objetualiza el valor: "En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanto a la cualidad; como valores de cambio sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso".


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El paraíso debería ser un niño pobre pero sin hambre y sin frío arrullado por un inmenso cariño materno.


Porque todo valor es relativo, como dirá Amartya Sen, uno de los analistas actuales de la pobreza del mundo.


Según este autor: "Tenemos que considerar otras distinciones. Quizás el punto más importante a tener en cuenta es que la suficiencia de los medios económicos no puede juzgarse independientemente de las posibilidades reales de "convertir" los ingresos y los recursos en capacidades para funcionar. Si queremos identificar la pobreza en términos de ingresos, no podemos mirar solamente a los ingresos (sean éstos altos) independientemente de la capacidad de funcionar derivada de esos ingresos. La suficiencia de los ingresos para escapar de la pobreza varía paramétricamente con las características y las circunstancias personales."


También hay que añadir que la privación de capacidades puede ser bastante extensa en los países más ricos del mundo. El problema no se reduce sólo a "bolsas" de privación en un pequeño número de lugares.


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En 2007 había ochocientos sesenta millones de hambrientos y hoy la cifra se aproxima a los mil millones. Cuatrocientos millones de pequeños agricultores están en riesgo porque no pueden acceder a los mercados de los países desarrollados, que cada vez son más proteccionistas.





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postmodernidad y filósofos de la sospecha



Preferible un postmodernismo que no nos encierre en un idealismo neoplatónico ni neoaristotélico, en una comunidad encerrada y no nos exima de la moral kantiana.
Preferible es volver a la razón pero no a cualquier razón, a la Grecia que se llena de Tracia y de Fenicia, a los estoicos, por supuesto, incluso a los cínicos. A oriente también y a Pitágoras.

~ Siendo respetuosa con Aristóteles y exceptuando algún pensador de la corriente como Leo Strauss, mi propuesta por resumirla en dos palabras, propondría un "Mandemos a paseo a los neoaristotélicos”
(y por descartado se entiende también a los neoplatónicos)~
La razón, que la postmodernidad exclusivamente funda en el principio de subjetividad, y en que su transición al "nosotros" tiene un componente hegeliano, se reducirá para Nietzsche a “pervertida voluntad de poder” y, ya en nuestros días se ha visto sucesivamente sometida a la reivindicación de “lo heterogéneo” o irreductible a la razón como en Bataille, a la purga de toda pretensión racional de validez en el discurso que acompaña al “desenmascaramiento de las ciencias humanas” por parte de Foucault, o a la denuncia del “logocentrismo” a manos de Derrida.
El panorama con que se concluye es cualquier cosa menos alentador. Más bien se abre una predisposición abiertamente retrógrada a hacer fracasar el proyecto de la razón.
Pero para mí es preferible partir de aquí, de los “contrailustrados”, “antiilustrados” o “postilustrados”. En resumidas cuentas, postmodernos, a la cabeza de los cuales -en el papel de gozne, “tornavía” o guardaagujas responsable del cambio de dirección operado en el pensamiento de este siglo- habría que situar en el siglo pasado a Nietzsche.


Pero tal vez por eso una ética universal como la que Apel, el filósofo alemán, nos propone -esto es, intersubjetivamente válida- de la responsabilidad colectiva parece hoy tan necesaria como imposible.

Lo que equivale a decir que de acuerdo con una bien conocida caracterización de la tragedia como punto de confluencia de la "necesidad" y de la "imposibilidad", la mentada situación paradójica es lisa y llanamente una situación trágica.

Entre esos balbuceos de los que Wittgenstein llegó a decir que era la ética (pues su silencio acerca de la ética habría constituido la mejor expresión de lo que muchos intentaron articular y a lo sumo sólo lograron balbucir, ya que considera que la parte "no escrita" de su Tractatus era la importante, pues versaba sobre ética) y entre ellos Apel incluye los de tradiciones de pensamiento tan aparentemente alejadas de la que venimos considerando como el existencialismo, de Kierkegaard a Jaspers, de la misma manera que compara el decisionismo analítico con la ética sartriana de la situación, llegando incluso a hablar de “una complementariedad entre objetivismo ciencista y subjetivismo ético” -o, como alguna vez también se ha dicho, entre (neo)positivismo y (neo)romanticismo- en la que cabría ver una carácterística fundamental del pensamiento contemporáneo.

La acusada persistencia de actitudes neopositivistas en la filosofía de la ciencia y la presumible resurrección del existencialismo -o de actitudes existencialistas y en general neorrománticas, bajo otros ropajes filosóficos- en la filosofía moral de nuestra última hora contribuirían a confirmar, en opinión de Apel, aquella "complementariedad".

Yo no digo que filosofías intersubjetivas que tengan una responsabilidad colectiva no sean necesarias, pero tal vez ahora debamos avanzar un poco más en el plano de la realización subjetiva o intrasubjetiva. Y ahí es donde entraría también el saber del Tao.

En cuanto a todo lo que viene de Oriente, se encuentra también entre ese balbuceo de la ética y el silencio.
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Pero si la sospecha acerca de la ética no nos libera de ella, ¿qué podríamos decir de la sospecha acerca de su pretensión de universalidad?
La sospecha de Nietzsche y la de Marx parecen ir en esa dirección cuando el primero apunta que la moralidad podría no ser, después de todo, más que un recurso de los impotentes para evitar por medio de ella ser sojuzgados por los poderosos; o cuando el segundo la descalifica como un fraude haciendo ver que -aun así pudiera hablarse de principios morales universales- su puesta en ejercicio dentro de una sociedad concreta acabaría de modo inevitable desvirtuándolos y poniéndolos al servicio de la estrategia de la clase dominante, que tiende a la preservación de su dominio, y ello tanto más fraudulentamente cuanto más hincapié se haga en la presunta universalidad de esos principios.
Ninguna de tales objeciones merece ser tomada a la ligera ni cabe, por lo tanto, despacharlas en un par de palabras. Pero por lo que a mí respecta, me inclino a sospechar -también puedo tener modestamente derecho a la sospecha- que tanto la una como la otra se enderezan a poner de relieve que la pretensión de universalidad no es exactamente lo mismo que la universalidad consumada más bien que a arruinar la pretensión en sí de universalidad.
Al fin y al cabo, tanto el “superhombre” nietzscheano como el “hombre genérico” marxista pertenecen a la misma familia del “hombre en cuanto hombre”. Y todo lo que Marx y Nietzsche advierten es que las condiciones para su respectiva instauración no están dadas cuando ambos escriben, como por lo demás la propia historia de la ética se había encargado ya de demostrar cumplidamente para entonces.
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El poder constituyente y el poder constituido

El poder originario, constituyente, es el personal e individual.

Pero ese poder puede ir objetivándose, condensándose, en formas internas o externas que funcionan como fuentes de un nuevo poder. El trabajo de una persona es un poder constituyente que puede permitirle amasar un capital que es un poder constituido.

La fuerza física es un poder constituyente. El derecho es un poder constituido. Cuando alguien, movido por su deseo de hacer o de mandar, crea una organización, esa organización se convierte en una objetivación del poder, en una condensación de posibilidades de actuar, que puede desgajarse del poder que la constituyó y ser utilizada por otros sujetos, como ocurre cuando un empresario vende su empresa.

El poder deja de ser un medio para conseguir algo, para convertirse en deseable por sí mismo. Quiere dominar por el hecho de dominar. La prolongación de la realidad mediante la irrealidad, la explosión simbólica, introduce al ser humano en un mundo inventado por él. Los mecanismos del poder van haciéndose cada vez más simbólicos, más ficticios. Lo importante no es el poder que tienes, sino el que tu enemigo cree que tienes. Comienza el juego de la astucia y, también, el juego de las persuasiones y de las legitimaciones. El poder deja de ser instaurador de lo bueno, definidor del orden, y tiene que someterse a criterios ajenos de bondad. Sufre de dos maneras esa expansión dislocada del deseo.

En primer lugar, porque como señaló el imprescindible Hobbes dependemos de otras personas para satisfacer nuestros deseos, lo que significa que a más deseos más dependencia y, en sentido contrario, más necesidad de ejercer sobre ellas poder.

En segundo lugar, porque el mismo deseo de poder está sometido a la ley de expansión de los deseos, y al convertirse en un deseo autónomo, sin fin y sin objeto, adquiere multitud de formas, se vuelve contradictorio. Paralelamente, los modos de dominación se hacen extensos y retorcidos. Entramos en plena dramaturgia del poder. Dentro de la estuctura social, el poder aparece como una necesidad y como una amenaza.

Y esta ambivalencia pone en marcha una historia del poder y de la obediencia que puede interpretarse, como veremos en el último capítulo, no sólo como eje central de la historia política o de la historia social, sino también de la aventura metafísica del ser humano, de su empeño por rediseñarse como especie.
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prisioneros y gallinas



En su busca de mecanismos para resolver conflictos, la teoría de los juegos ha investigado unos curiosos modelos analíticos a los que denomina juego de la gallina y dilema del prisionero. El primero corresponde a una competición en que ambos jugadores pueden resultar dañados si no se retiran a tiempo. Así ocurre como ejemplo ilustrativo con las típicas carreras de coches emparejadas a dos y dirigidas contra un precipicio, que figura en cientos de películas para adolescentes y cuyo ejemplo más célebre es Rebelde sin causa, filme de Nicholas Ray mucho más conocido porque su más famoso intérprete, James Dean, protagoniza una competición de esas características. Se trata de no quedad como un cobarde (o un gallina) siendo el primero en abandonar la carrera. O mirado al revés, es una competición por ver quién de los dos competidores es más suicida, como una variante simultánea de la ruleta rusa.

En cuanto al dilema de los prisioneros, recibe este nombre por su ilustración mças conocida: la policía detiene con rpuebas insuficientes a dos sospechosos de un delito y les ofrece la libertad a cada uno por separado a cambio de que delaten a compañero que cargará con todas las culpas. Si los dos son leales y se niegan a delatar a su compinche, haciendo honor a la ley del silencio, sólo recibirán la pena máxima. ¿Qué eligirán hacer? ¿Primará su lealtad, negándose a delatar? ¿O tratarán de salvarse a costa del otro? En este último caso, si los dos son insolidarios, ambos saldrán perdiendo al quedar condenados para siempre. Algo parecido ocurre en el juego de la gallina, si ninguno se retira a tiempo y ambos caen por el precipicio perdiendo la vida.

Se trata de juegos de estrategia que fluctúan entre el conflicto y la cooperación, pues los jugadores cooperan como tratar de dañarse. Si los dos jugadores cooperan, el juego es de suma positiva porque ambos salen ganando algo. Si los dos se dañan, el juego es de suma negativa porque ambos salen perdiendo bastante. Y si uno daña mientras que el otro coopera, el listo gana mucho a costa del otro, mientras que el primo paga el pato comiéndose el marrón. En tal caso es un juegode suma nula o suma cero donde cada parte gana lo que pierde la otra. Por lo tanto, el listo sólo puede ganar si el otro está dispuesto a hacer el primo. Pero si ninguno quiere hacer el primo y los dos quieren hacerse los listos a costa del otro, ambos se destruyen mutuamente.

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Lo dijo ishtar

Como señaló el imprescindible Hobbes dependemos de otras personas para satisfacer nuestros deseos, lo que significa que a más deseos más dependencia y, en sentido contrario, más necesidad de ejercer sobre ellas poder.
Porque el mismo deseo de poder está sometido a la ley de expansión de los deseos, y al convertirse en un deseo autónomo, sin fin y sin objeto, adquiere multitud de formas, se vuelve contradictorio.
Dentro de la estructura social, el poder del comercio, de este sector terciario, del que Gustavo hablas, aparece como una necesidad y como una amenaza.
Y esta ambivalencia pone en marcha una historia del poder y de la obediencia que puede interpretarse no sólo como eje central de la historia política o de la historia social, sino también de la aventura metafísica del ser humano, de su empeño por rediseñarse como especie.
El poder originario, constituyente, es el personal e individual.
Pero ese poder puede ir objetivándose, condensándose, en formas internas o externas que funcionan como fuentes de un nuevo poder. El trabajo de una persona es un poder constituyente que puede permitirle amasar un capital que es un poder constituido.
Cuando alguien, movido por su deseo de hacer o de mandar, crea una organización, esa organización se convierte en una objetivación del poder, en una condensación de posibilidades de actuar, que puede desgajarse del poder que la constituyó y ser utilizada por otros sujetos, como ocurre cuando un empresario vende su empresa.
Lo importante no es el poder que tienes, sino el que tu enemigo cree que tienes. Comienza el juego de la astucia y, también, el juego de las persuasiones y de las legitimaciones.
El problema es cuando el poder sufre esa expansión dislocada, el comercio detallista en este sentido se ha convertido no ya en el instaurador de un orden o en un criterio de lo bueno, sino que ha tenido que someterse a criterios ajenos de otros, de ahí que aunque se ha producido un perfeccionamiento por alcanzar un refinado éxito, no obstante, en su dislocada amenaza por rediseñarnos de nuevo ha podido recrear una amenaza constante también para sí mismo.
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Lo djo lord daven
Maravilloso comentario. ¡Cómo deja en su sitio la filosofía nuestras pequeñas argucias!
Sobre la moral creo que Claussevitz fue lapidario: “En la guerra no existe fuerza moral, ésta solo aparece en el contexto de los estados y la convivencia social”
En el modelo neoliberal no existe moral, ni prescripción alguna salvo: Vence o muere. En el modelo liberal la eficiencia se mide en número de fracasos paralelos. También es falaz puesto que los puntos de equilibrio se obtienen bajo condiciones de contorno simétricas, la asimetría de la información y el poder financiero rompe la igualdad de oportunidades y, por tanto, los modelos de competencia perfecta son platónicos.








los malos filósofos, la crítica del punto de vista externo y de los pragmatistas

Aunque no lo dejan claro, aparentemente Rorty y otros sus seguidores distinguen dos niveles en la forma en que las personas supuestamente piensan y hablan. El primero es el nivel interno, en el que se desarrollan actividades prácticas como el derecho, la ciencia, la literatura o la moral. Éste es el nivel en el que la gente usa el vocabulario que les resulta útil, que la ciencia describe cómo es el mundo y que el derecho no es sólo aquello que sería útil pensar que fuera. El segundo nivel es el externo, en el que los filósofos y otros teóricos hablan acerca de estas actividades en lugar de participar en ellas. Según Rorty y los demás, éste es el nivel en el que algunos malos fiósofos del derecho sostienen que incluso en los casos difíciles los abogados y los jueces intentan averiguar qué es lo que dice el derecho. Éste es el nivel que Rorty quiere ocupar para, una vez ocupado, sostener que estas afirmaciones externas son metafíscias, fundacionales y otras tantas cosas malas. Según él, la refutación de estas descripciones externas erróneas no cambiará el pensamiento o el discurso en el nivel interno (el de las prácticas científicas y jurídicas reales), excepto en el sentido de liberarlas de cualquier confusión y oscuridad que se haya filtrado en la práctica desde las malas teorías externas. En definitiva, Rorty entiende que el triunfo del pragmatismo sólo ha limpiado el terreno conceptual para que la práctica real pueda proseguir, liberada ya de tal tipo de confusión.

El problema de esta defensa es que el nivel externo que Rorty espera ocupar no existe. No hay un nivel filosófico externo en el cual la frase “la ciencia intenta describir el mundo como es” pueda significar algo distinto de lo que esa frase significa en un tribunal. El lenguaje sólo puede tomar su sentido de los eventos sociales, expectativas y formas en las que aparece, un hecho resumido en el tentativo pero conocido eslogan según el cual el uso es la clave del significado. Esto no sólo es cierto en el caso de la parte ordianria y de uso común de nuestro lenguaje, sino que lo es en todo él, en el filosófico tanto como en el mundano. Sin duda podemos usar parte de nuestro lenguaje para discutir acerca del resto. Podemos por ejemplo decir lo que acabo de decir, que el significado está relacionado con el uso. Y ciertas prácticas o en una profesión en concreto. Los abogados penalistas usan “disfraz” de forma especial, por ejemplo. Pero no podemos escaparnos del lenguaje a otro plano trascendente en el que las palabras pueden tener significados completamente independientes de que les ha dado una práctica, sea ésta técnica u ordinaria.a

Así pues no basta con que Rorty apele a un misteriosos nivel filosófico o externo. Tiene que situar las malas formulaciones filosóficas en algún contexto de uso, mostrar que tienen un sentido especial, técnico o de otro tipo, de modo que cuando un filósofo del derecho afirma que las proposiciones jurídicas son verdaderas o falsas según cuál sea realmente e contenido del derecho no esté simplemente diciendo de modo más general lo que dice un abogado común cuando (él) dice que una sentencia concreta se equivocó al interpretar el derecho. Sin embargo, ni Rorty ni otros pragmatistas han intentado mostrar tal cosa. Es difícil imaginarse cómo podrían conseguirlo si se lo propusieran. Para extraer su supuesto significado especial habrían de parafrasear de algún modo las tesis dilosóficas, y al hacerlo tendrían que apoyarse en otras palabras e ideas que también tienen un uso totalmente ordinario y claro, y entonces tendría que decirnos por qué esas palabras tienen un significado distinto al que tienen en su uso ordinario.

Imaginemos por ejemplo que los pragmatistas nos dicen que las teorías de los malos filósofos tienen un significado especial porque afirman que el contenido del mundo real externo es independiente de las intenciones humanas, o de la cultura y la historia, o algo parecido. El problema es que estas nuevas frases acerca de la independencia de la realidad respecto de las intenciones también tienen significados ordinarios, y si le damos a las tesis de los filósofos tales significados entonces al final resulta que lo que están diciendo también es bastante ordinario. Utilizando también todas las palabras que siguen en su sentido ordinario, por ejemplo, es totalmente cierto que la altura del Everest no depende de las intenciones de los seres humanos, de la historia o de la cultura, aunque la métrica usada para describir su altura y el hecho de que nos importe saber cuánto mide dependen ciertamente de las intenciones y de la cultura. Así pues, el pragmatista tendría que proporcionar significados especiales a frases rales como “independiente de la intención” para intentar explicar por qué cuando el filósofo afirma que la realidad es independiente de la intención dice algo distinto de aquello que quiere decir la gente corriente cuando utiliza la misma frase. Y todo lo que el pragmatista diga a partir de ahí (cualquier nueva paráfrasis o traducción que ofrezca) se encontraría con la misma dificultad y así hasta el infinito. ¿Ayudaría en algo que el pragmatista dijera que aunque es por ejemplo verdad que la altura de una montaña es independiente de nuestras intenciones ello sólo es verdad dado cómo nos manejamos y que e mal filósofo niega o no entiende tal cosa? Resulta que no, porque, debido una vez más a cómo nos manejamos (entendiendo que las afirmaciones derivan su sentido y su fuerza de las prácticas que efectivamente hemos desarrollado), esta tesis es falsa. Dado como nos manejamos, la altura de una montaña no viene determinada por cómo nos manejamos, sino por masas de tierra y piedra.

Espero, por cierto, que nadie piense ahora que estoy afirmando que el pragmatismo no es suficientemente escéptico o que de algún modo paradójico se ve devorado por su propio éxito escéptico. Permitáseme repetirlo: las tesis filosóficas, incluyendo las tesis escépticas de diversa laya, son como el resto de las proposiciones. Tienen que entenderse antes de ser aceptadas y sólo pueden ser entendidas teniendo en cuenta cómo se usan los conceptos empleados Bajo esta interpretación, las tesis pragamtistas que hemos venido discutiendo no son triunfalmente ciertas, sino tan sólo clara y pedestremente falsas. Dado como nos manejamos, decir por ejemplo que no hay una realidad que pueda ser descubierta por los científicos no es cierto, sino falso, como también lo es que el derecho sea sólo una cuestión de poder o que no exista diferencia entre la interpretación y la invención. Estas proclamas suenan fascinantes, radicales y liberadoras. Pero sólo hasta que nos preguntamos, en el único lenguaje del que disponemos, si realmente significan lo que parece que significan.
Hace un momento dije que los nuevos pragmatistas de Rorty, sus predecesores y sus aliados no han hecho un auténtico esfuerzo de respuesta a la pregunta que planteé: ¿cuál es al diferencia de significado entre las tesis filosóficas o teóricas que rechazan y sus equivalentes ordinarios que aceptan? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo pueden creerse que han refutado planteamientos que no han descrito? Nunca hay que subestimar el poder de la metáfora y otros mecanismos de autoengaño.

Los pragmatistas utilizan las comillas que indican distanciamiento y la cursiva como si fueran confeti. Dicen que los malos filósofos no sólo piensan que las cosas existen sino que “realmente” o realmente existen, como si las comillas o la cursiva cambiaran el sentido de lo que se dice. Pero su artillería pesada es la metáfora. Dicen que los malos filósofos piensan que la realidad, o el significado, o el derecho, está “ahí fuera”, o que el mundo, los textos o los hechos “nos tienden la mano” y “dictan” su propia interpretación, o que el derecho es una “inmensa omnipresencia en el cielo”. Estas metáforas pretenden sugerir que los malos filósofos afirman haber descubierto una realidad nueva y metafísicamente especial, una realidad más allá de la ordinaria, un nivel nuevo y sobrenatural de discurso filosófico. Pero de hecho sólo los pragmatistas hablan de este modo. Se han inventado su propio enemigo. O, más propiamente, lo han intentado. Porque si el pragmatista explicase sus acaloradas metáforas tendría que regresar al mundano lenguaje de la vida cotidiana, y a fin de cuentas no habría distinguido el mal filósofo del abogado común, del científico o de la persona con convicciones. Si decir que el derecho “está ahí fuera” significa que existe una diferencia entre lo que el derecho dice y aquello que nos gustaría que dijera, por ejemplo, entonces la mayoría de los abogados entienden que el derecho está ahí fuera, y el pragmatista carece de un ángulo desde el que pueda afirmar sensatamente que no lo está.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, Marcial Pons, Madrid, 2007, Págs. 49-52






la igualdad liberal

Podemos distinguir al menos tres de esas ideas abstractas. Primero: ¿cuál es el origen de esa cuestión ética? ¿Por qé preocuparse sobre cómo hemos de vivir? ¿Existe alguna diferencia entre el hecho de que las personas vivan bien y que simplemente disfruten de a vida? Y si es así, ¿tan importante es que la gente viva bien y no sólo que disfrute de la vida? ¿Es importante sólo para la persona de cuya vida se trata? ¿O es importante en un sentido más amplio y objetivo, e forma que siga siendo importante incluso si, por alguna razón, no es importante para esa persona? ¿Es más importante que unas personas vivan bien en lugar de otras?

Segundo: ¿de quien es la responsabilidad de que la vida sea buena? ¿A quién se debe imputar que vele para que las personas vivan bien? ¿Es una responsabilidad social, colectiva? ¿ES parte de la responsabilidad de un estado bueno y justo que identifique la buena vida y que trate de inducir, o incluso forzar, a los miembros de ese estado para que lleven esa vida? ¿O es individual esa responsabilidad?

Tercero: ¿cuál es la métrica de una buena vida? ¿Mediante qué criterio se puede poner a prueba el éxito o el fracaso de una vida? ¿Hasta qué punto es cuestión de la diferencia que la vida de una persona marca sobre la de otra, o del acervo de conocimientos existentes, o del arte? ¿De qué otra forma o en qué otra dimensión se debe juzgar el éxito general o el valor de la vida de alguien?

Estos tres asuntos -el origen, la responsabilidad y la métrica- han generado mucha controversia, no sólo entre los filósofos, sino entre las distintas culturas y sociedades. Se trata, sin embargo, de cuestiones más abstractas que las cuestiones de detalle que tenemos presentes cuando decimos que las sociedades modernas son profundamente pluralistas en ética y moral. Cualquier conjunto admisible de respuestas a las cuestiones abstractas dejará abiertas nuevas respuestas sobre cómo debemo vivir, que dividen hoy en día a la gente en Estados Unidos, por ejemplo. Podríamos estar todos de acuerdo en que es objetivamente importante que las personas vivan bien, que asuman la principal responsabilidad, como individuos, respecto al éxito de sus propias vidas, y que vivir bien significa hacer que el mundo sea un lugar mejor, más valioso, sin que haya que ponerse del lado de aquellos que insisten en que una buena vida es, necesariamente, una vida religiosa, o del lado de aquellos que consideran que la religión no es más que una superstición peligrosa, entre los que insisten en que una vida valiosa echa raíces en a tradición y aquellos que creen que la única vida decente es la que se rebela contra la tradición.

No quiere decir que la respuesta a las cuestiones más abstracta no influya en las concretas. Al contrario, las teorías éticas abstracta exigen que las personas vean y pongan a prueba sus opiniones bajo un determinado enfoque. Quien acepte que es objetivamente importante el modo en que vive y que vivir bien significa mejorar el mundo no puede creer también que la mejor vida es la más placentera, a menos que piense que el pacer tiene valor intrínseco y objetivo, lo cual no puede resultarle admisible. Ni quiero decir tampoco que la gente, incluso en una misma sociedad, esté de acuerdo con las respuestas que hay que dar a las cuestiones abstractas. La gente muestra su desacuerdo sobre la ética abstracta -en concreto, como veremos, sobre su métrica-, incluso en las democracias occidentales. Pero ese desacuerddo no resulta tan impresionante ni tan acalorado como la mayoría de los deasacuerdos más concretos, y cabe esperar de forma más realista que se pueda transformar la opiniñon de la gente, mediante argumentos, respecto a esos asuntos abstractos que esperar que se transforme su opinión en relación con una serie de apasionantes temas concretos que dividen a las personas.

El hecho de que se identifiquen respuestas claramente liberales a las cuestiones éticas abstractas ¿le serviría de ayuda al liberalismo para replicar a las tres intrincadas objeciones que he descrito? Eso depende de cuán atractivas resulten esas respuestas liberales, una vez que se haya meditado sobre ellas. En la introducción aseguré que la igualdad liberal refleja y apoya dos principios que son ampliamente aceptados en las democracias occidentales actuales y que ofrecen respuestas atractivas a la cuestión del origen y la responsabilidad. El primero de esos principios sostiene que, en cuanto empezamos a vivir, es de una gran importancia objetiva que la vida prospere y que no se desperdicie, y que esto es importante por igual para todo ser humano. El segundo sostiene que la persona es la principal responsable de que su vida tenga éxito, y no puede delelgar esa responsabilidad. En este capítulo exploro la tercera cuestión abstracta que he identificado: la cuestión de la métrica. Distingo varios modelos de valor ético y defiendo uno de ellos, el modelo del “desafío”, que supone que una vida tiene éxito en la medida en que es una respuesta apropiada a las diversas circunstancias en que se vive. Considero que este modelo tiene más atractivo intuitivo que su principal rival, y nos ayuda a exponer lo que hay de verdad en la idea platónica de que la justicia no implica un sacrificio que impida a una persona ejercer su habiildad para tener éxito en la vida, sino más bien la precondición de ese éxito.

Sin embargo, he de admitir que creo que tenfo menos posibilidades de convencer a los lectores de que acepten el modelo del desafío de la étrica que de persuadirlos para que acepten el principio de la igual importancia objetiva y el de la responsabilidad individual que acabo de describir. Debo hacer hincapié, pues, en que si bien me parece convincente la defensa del modelo del desafío, y me parece, que se ajusta a mis intuiciones éticas y las explica, no pretendo que la defensa ética a favor de la igualdad liberal se apoye en este modelo. Creo que el argumento del libro que mencioné en la introducción, que no depende de respuesta alguna a la cuestión de la métrica, sino más bien de principios mucho menos controvertidos entre nosotros, es convincente en sí mismo. Si presiono a favor de la respuesta del reto a la cuestión de la métrica es, no obstante, por dos razones. En primer lugar, la cuestión de la métrica es importante en sí misma. Nuestras intuiciones comunes sobre cómo debemos vivir son confusas, como voy a tratar de demostrar, y creo que esa confusión refleja ambivalencia respecto a la respuesta correcta a esta cuestión. En segundo lugar, quiero mostrar el atractivo ético que se halla tras la perspectiva de Platón de que la justicia y la bondad no pueden estar en conflicto, y cómo esta perspectiva no sólo nos proporciona una poderosa defensa del liberalismo en general, sino de la igualdad liberal como la mejor concepción del liberalismo.

A lo largo de este capítulo asumo que se puede dar una respuesta positiva a la cuestión del origen que he descrito. Supongo que la pregnta ética en torno a cuál sería para mí una vida que tuviera éxito es una pregunta importante, genuina y diferente, al menos en su contenido (aunque quizá no lo sea la respuesta que invita a dar), a la pregunta psicológica sobre con qué vida disruto más o qué vida hallo más satisfactoria, y a la pregunta moral sobre las obligaciones o responsabilidades que tenemos hacia los demás. Rechazo sin comentarla aquí lo que en otro lugar he descrito como la perspectiva “externamente” escéptica de que la pregunta ética carece de sentido. Pero me tomo muy en serio la afirmación de los escépticos “internos” sobre la ética, que insisten en que, de hecho, ninguna vida es realmente buena o tiene éxito. No abordo por separado la pregunta sobre si la vida humana tiene sentido o es significativa, y cuándo lo tiene. No puedo entender esa pregunta de forma que no se considere que, esencialmente, es la misma pregunta que la que yo discuto, esto es, qué, cuándo y por qué una vida concreta es buena o tiene éxito.

Voy a finalizar esta sección introductoria con un reto distinto. Como he dicho, los diversos rivales de la igualdad liberal que son ahora populares -romanticismo posmoderno, conservadurismo económico, comunitarismo, perfeccionismo y otros- proclaman las elevadas razones de la ética. Denigran el liberalismo por su falta de autoridad ética. Pero sorprende que los trabajos de esas escuelas hayan prestado tan poca atención a los temas de la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica más admisible descansa en la fe liberal; que la igualdad liberal no impide, ni amenaza ni desatiende a la bondad de la vida de la gente, sino que más bien fluye y refluye a partir de una atractiva concepción de lo que es la buena vida. Los rivales del liberalismo deberían aceptar el reto de intentar dar respuesta a las profundas cuestiones de la ética que les alejan del liberalismo en la dirección que desean. Mientras no lo hagan, su acusación de que los liberales prestan poca atencion a la buena vida seguirá siendo una bravuconada.

Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 261-264





















la igualdad y la buena vida




He defendido una concepción particular del liberalismo. Esa concepción -la igualdad liberal- insiste en que la libertad, la igualdad y la comunidad no son tres virtudes políticas distintas que, a menudo, están en conflicto (como aseguran otras teorías políticas tanto de las derechas como de las izquierdas), sino que son aspectos complementarios de una sola concepción política, de forma que no podemos proteger, ni siquiera entender, esos tres ideales de manera independiente. Éste es el nervio emocional del liberalismo, la idea que resulta tan atractiva hoy en día en Europa del Este y en parte de Asia y que pareció tan natural a los revolucionarios de Europa y Amércia hace dos siglos. Sin embargo, esa idea sólo se ve realizada cuando se entienden la libertad, la igualdad y la comunidad como he sistenido que deben entenderse Hay que medir la igualdad en términos de recursos y oportunidades, no en términos de bienestar. La libertad no es libertad para hacer lo que se quiera, sin que importe qué se hace, sino para hacer lo que se quiera respetando los derechos de los demás. La comunidad no se debe basar en una concepción desdibujada o diluida de la libertad y la responsabilidad individuales, sino en un respeto efectivo y compartido por esa libertad y responsabilidad.

En este capítulo voy a tratar de responder a una objeción especialmente poderosa contra la igualdad liberal. Desde la época de la Ilustración, en la que muchos de los ideales políticos del liberalismo se formaron, sus críticos han imputado a esos ideales el ser sólo adecuados para gente que no sabe cómo vivir. Nietzzsche y los iconoclastas románticos dijeron que la moralidad liberal era una prisión construida por loes envidiosos para encerrar a los grandes. Sólo las almas pequeñas, pensaban, se interesarían por la igualdad liberal; los poetas y los héroes, ocupados en inventar nuevas vidas y dominar nuevos mundos, la tratarían con desdén. Luego esta crítica se invirtió. Los marxistas imputaron al liberalismo el ocuparse demasiado, no demasiado poco, de los triunfos individuales, y los conservadores dijeron que el liberalismo desatendía la importancia de la estabilidad y la raigambre sociales generadas por la moralidad convencional. Esta tres lanzas críticas comparten, sin embargo, una objeción global que se presenta a menudo como un eslógan misterioso: el liberalismo presta demasiada atención a lo correcto (es decir, a los principios de justicia) y demasiado poca al bien (es decir, a la calidad y al valor de la vida que lleva la gente). Los románticos piensan que el liberalismo es insensible a la importancia de la creatividad emprendedora de los individuos emancipados de una moral pequeña y mezquina. Los marxistas piensan que el liberalismo pasa por alto el carácter alienado y depauperado de la vida en las democracias liberales capitalistas. Los conservadores sostienen que el liberalismo no acaba de entender que la vida sólo puede resultar satisfactoria cuando echa raíces en normas y tradiciones definidoras de la comunidad. Todos están de acuerdo en que el liberalismo lixivia la poesía de nuestra vida.

En esta retórica cabe distinguir tres imputaciones latentes. La primera declara que una genuina vida buena sería imposible en una sociedad liberal. Si esta objeción no se supera resulta mortal. Si la vida en una sociedad liberal lleva por fuerza a la mezqquindad -lleva a todo el mundo por fuerza al fracaso más deseperante, a una vida atrofiada- entonces el liberalimso es una concepción política perversa, apta sólo para masoquistas y para personas ciegas éticamente.

La segunda objeción no acusa al liberalismo de impedir totalmente la posibilidad de una buena vida, sino de subordinar ese obetivo privado a la justicia social, al insistir en que la justicia siempre es previa, aun cuando ello signifique que algunas personas tienen que sacrificar la calidad y el éxito general de sus vidas. Ésta es una objeción menos amenazadora, pero sigue siendo importante, pues si los liberales la aceptan, tendrán que encontrar una justificación de su concepción política que sea lo suficientemente convincente como para explicar por qué las personas tienen que sacrificar a veces -incluso a menudo- lo que se les impone como su responsabilidad dominante, esto es, de suponer que una teoría de la justicia política se puede desarrollar con independencia de lo que se considere que es vivir bien.

Esta tercera objeción parece aún más débil: en realidad, los liberales proclaman a menudo que el liberalismo es éticamente neutral y que esto es una virtud, y no un defecto. Pero esta supuesta virtud trae consigo un coste práctico. Si resulta que casi cualquier teoría de la buena vida es compatible con el liberalismo, entonces el liberalismo no puede apelar a ninguna teoría semejante en su propia defensa: no puede hacer campaña a favor de un estado liberal basándose en que sólo en ese estado puede llevar la gente una vida buena y justa.

¿Es culpable el liberalismo de alguno de estos cargos? ¿Impide el liberalismo vivir bien, o acaso subordina ese objetivo a otros o los pasa por alto? No; pero no podremos entender por qué hasta que no reconozcamos que una teoría de la buena vida, como cualquier otro ámbito del pensamiento, es algo complejo y muy estructurado. En ciertos niveles de la ética, el liberalismo puede y debe ser neutral. Pero no puede ni debe ser neutral en los niveles más abstractos en los que hacemos el esfuerzo de pensar, no sobre los detalles de cómo hemos de vivir, sino sobre el carácter, la fuerza y la importancia de la pregunta misma sobre cómo debemos vivir.


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Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 259-261











































Los modelos éticos, el modelo del impacto y el modelo del desafío



Estos distintos enigmas e inquietudes surgen, creo, porque nuestros instintos e impulsos éticos reflejan formas diferentes y, en cierto sentido, antagónicas de concebir la métrica de valor ético. Describiré dos modelos claramente diferentes de valor que usamos en otras ofertas o que utilizamos para fomrar juicios más limitados, los cuales, en mi opinión, desempeñan tamibén un papel en la formación de nuestras convicciones éticas. Ambos modelos tienen su atractivo para nosotros y nuestras intuiciones éticas seguirán divididas e inconcluyentes hasta que nos asentemos en uno o en otro, o en algún modelo diferente o en uno más amplio. El primero de esos modelos -el modelo del impacto- sostiene que el valor de una buena vida consiste en su producto, esto es, en sus consecuencias para el resto del mundo. El segundo -el modelo del desafío- afirma que el valor de una buena vida radica en el valor inherente de sus resultados. Intentaré mostrar el modo en que estas dos ideas abstractas acerca del carácter fundamental de la ética orientan nuestras reacciones a las inquietudes y a los enigmas consignados, y hasta qué punto la perplejidad que nos produce la naturaleza misma de la ética surge de conflictos no percibidos entre ambos, de nuestros errores, o quizá de nuestra incapacidad a la hora de resolverlos.

Ninguno de los dos modelo filosóficos de valor ético consigue ofrecer argumentos generales y profundos en favor de un concepto de valor ético, es decir, argumentos en contra de alguien que tiene la firme e indiscutida convicción de que aquello que haga con su vida no es importante mientras la disfrute.

Los dos modelos no son sino interpretaciones de la experiencia ética de aquellos de nosotros -la gran mayoría- cuyas convicciones o insinuaciones presuponen que sí importa lo que se haga. Los dos modelos intentan organizar nuestras convicciones, en la medida de lo posible, en una descripción coherente. Los enigmas descritos surgen del hecho de que tenemos demasiadas -no demasiado pocas- convicciones éticas, y algunas de ellas parecen estar en conflicto con otras. Creemos, por un lado, que nada que tenga dimensiones infinitesimales en relación con el universo puede ser realmente importante. Por otro lado, creemos -muchos de nosotros no podemos evitarlo- que, a pesar de nuestra insignificancia, la cuestión de cómo vivimos tiene una importancia crucial. Cualquier escepticismo con respecto a estos y otros enigmas que he descrito no es externo, son interno a la ética: usa un conjunto de convicciones para atacar a otro, no ataca a la ética desde fuera como a un todo. Los modelos filosóficos intentan defenderla de ese ataque interno mostrando cómo la mayor parte de nuestras convicciones puede rescatarse del hostigamiento de sus vecinas si las miramos bajo una determinada luz.

El modelo del impacto.

El impacto producido por la vida de una persona es la diferencia que su vida produce en el valor objetivo del mundo. Es manifiesto que el impacto figura en nuestros juicios sobre qué vidas hasn sido buenas. Admiramos las vidas de Alexander Fleming, de Mozart y de Martin Luther King, y explicamos nuestra admiración mencionando la penicilina, Las bodas de Fígaro y lo que Luther King hizo por su raza y por su país, El modelo del impacto se generaliza a partir de esos ejemplos; sostiene que el valor ético de una vida -su éxito en el sentido crítico- depende enteramente del valor de sus consecuencias para el resto del mundo y es medido por él. El modelo espera disipar los misterios del valor ético ligándolo a otro tipo de valor, sostiene el modelo, no porque sea intrínsecamente más valioso vivir la propia vida de una forma más que de otra, sino porque vivir de una determinada manera acarrea mejores consecuencias que vivir de otra.

Todos tenemos opiniones formadas acerca del mundo, de si va mejor o a peor, aunque, evidentemente, esas opiniones difieren. La mayoría de nosotros pensamos que el mundo va mejor cuando se cura una enfermedad, o cuando se crean grandes obras de arte, o cuando se cura una enfermedad, o cuando se crean grandes obras de arte, o cuando se mejora la justicia social. Algunas personas -normalmente filósofos- piensasn que el mundo va mejor cuando la suma de la felicidad o del placer humanos incrementa. El modelo del impacto no se manifiesta ni a favor ni en contra de esas varias opiniones acerca de qué estados del mundo son objetivamente valiosos. Se limita meramente a fundir las opiones de la gente acerca del valor crítico de sus vidas o de las vidas de otros con cualesquiera otras opiniones que tenga acerca del valor objetivo de los estados del mundo. Si yo pienso que una pintura concreta añade valor al mundo, entonces, de acuerdo con el modelo del impacto, tendré que pensar que la vida de su autor se ha hecho mejor por el hecho de haberla pintado. Si pienso -y esto es más controvertido- que el mundo es mejor cuando el comercio prospera, pensaré que las vidas de los empresarios emprendedores son distinguidas por esa razón. El modelo no vincula al tipo, sino la cantidad de valor ético, con el valor de las consecuencias de la vida. Si yo pienso que la obra de un artista, considrada globalmente, tiene mayor grandeza que la de otro, entonces debo pensar que la vida del primero es una vida de mucha mayor grandeza, al menos en la medida en que sea el arte el que confiera valor a sus vidas.

El modelo de impacto se apoya, como queda dicho, en buena parte de la opinión y la retórica ética convencional. Le es muy difícil, sin embargo, explicar y dar acomodo a otras concepciones y prácticas éticas comunes. Muchos de los objetivos éticos que la gente considera importantes no son en absoluto cuestiones de consecuencia. Ya dije antes que, en mi opinión, mis intereses críticos incluyen el tener relaciones de intimidad con mis hijos, así como consegir formarme al menos una idea remota del estado de la ciencia contemporánea. Otras personas tienen convicciones paralelas: creen que es importante hacer por lo menos algo bien, que es importante dominar algún campo de conocimiento, o algún oficio, o aprender a tocar un instrumento musical, por ejemplo, no porque considgan con ello mejorar el mundo (qué puede importar que una persona más consiga realizar algo con una destreza media si otros pueden hacerlo mucho mejor), sino sólo porque ellos mismos lo han hecho. Mucha gente se fija objetivos completamente adverbiales: quieren vivir, dicen, con integridad, haciendo las cosas a su modo, valerosamente, de acuerdo con sus propias convicciones. Y este tipo de ambiciones no tiene sentido en el léxico del impacto. Yo sé que el que yo tenga algunas ideas acerca del estado actual de las cosmología no afectará positivamente a nadie más: en cualquier caso, no contribuirá para nada al conocimiento del universo. El modelo del impacto hace que muchas nociones populares acerca de los intereses críticos parezcan necias y autoindulgentes.


El modelo del desafío.

El modelo del impacto no niega el fenómeno del valor ético: no niega que la gente tenga intereses críticos y que sus vidas sean mejores o peores según el grado de satisfacción que se dé a esos intereses. Pero describe esos intereses de un modo que, como hemos visto, resulta constrictor del valor ético, pues sostiene que las vidas van a mejor sólo en virtud de su impacto en el valor objetivo de los estados del mundo. El modelo alternativo que desarrollé a continuación -el modelo del desafío- rechaza tal limitación. Adopta el punto de vista aristotélico de que una buena vida tiene el valor inherente de un ejercicio ejecutado con destreza. De modo que sostiene que los acontecimientos, los logros y las experiencias pueden tener valor ético aun si no tienen el menor impacto más allá de la vida en la que ocurren. La idea de que algo ejecutado con destreza tiene un valor inherente es perfectamente famililar como tipo de valor en la vida. Admiramos una zambullida complicada y elegante, por ejemplo cuyo valor persiste tras el último giro en el aire, y admiramos a la gente que escaló el Everest porque, como ellos mismos dijeron, la montaña estaba allí. El modelo del desafío sostiene que vivir una vida es, en sí mismo, ejercitar algo que requiere destreza, que la vida es el reto más importante y global al que nos enfrentamos, y que nuestros intereses críticos consisten en los logros, los acontecimientos y las experiencias que dan testimonio significativo de que hemos superado vein ese reto.

El modelo del desafío, pues, ofrece un margen para las convicciones acerca del interés crítico que el modelo del impacto rechazaba como autoindulgentes. Tiene sentido sostener, aunque no sea desde luego obvio o indiscutible que parte del bien vivir consiste en adquirir alguna idea del estado de conocimiento en nuestra época. Por otra parte, el modelo del desafío tampoco rechaza las intuiciones que acepta el modelo del impacto, pues tienen también sentido pensar (en realidad, podría parecer obvio) que una manera de superar brillantemente el reto de vivir bien es reducir el sufrimiento del mundo erradicando una enfermedad.. El carácter ecuménico del modelo del reto quizá les sorprenda a ustedes como una debilidad, como si revelara su vaciedad o, al menos, que es poco informativo. El modelo del impacto liga el valor ético al valor objetivo del mundo, y así parece al menos ofrecer alguna pista sobre la sustancia real de la buena vida. En cambio, el modelo del desafío deja fotar la idea del valor ético de un modo completamente libre respecto de cualquier otro valor. Si somos libres para pensar que cualquier cosa que hagamos, o que tengamos, cuenta como señal de que hemos superado el reto de vivir bien, entonces (podría parecer que) el modelo no es tanto un modelo cuanto una perogrullada: vivir bien sería hacer cualquier cosa que pase por vivir bien.

Esta crítica estaría mal concebida. Los dos modelos descansan en convicciones que se supone que ya tenemos. El modelo del impacto supone que tenemos convicciones acerca de estados del mundo que son independientemente evaluables; no se ofrece a juzgarlos, sino simplemente a explicar nuestros valores mostrando el vínculo entre nuestras opiniones acerca de los dos tipos de valor. El modelo del desafío también supone que tenemos convicciones acerca de cómo vivir: y no las juzga, sino que declara que entenderemos mejor nuestra vida ética si la contemplamos del modo por él recomendado, como opiniones acerca de la diestra realización de una tarea autoimpuesta, más que como opiniones acerca de la diestra realización de una tarea autoimpuesta, más que como opiniones acerca de cómo podemos cambiar el mundo para mejor. Es verdad que, como hemos tenido ocasión de ver, el modelo del impacto hace aparecer como necias ciertas convicciones éticas que alguna gente tiene: esas convicciones no sobrevivirían si el modelo se tomara seriamente como modelo exclusivo. Pero también el modelo del desafío hace que ciertas convicciones parezcan singulares, como tendremos ocasión de ver. La diferencia entre los dos modelos, a este respecto, es que las convicciones que el modelo del desafío hace aparecer como singulares son de todos modos convicciones que realmente muy pocas personas, en caso de que las haya, albergan.

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Ronald Dworkin, Virtud soberana, ibid, Pags. 273-276








Acerca de la relación entre ética, utopía y crítica de la utopía. ¿Es la ética de la comunidad ideal de comunicación una utopía?

Por lo pronto me parece que el primer aspecto parcial de la concepción popperiana, es decir, la propuesta de la “técnica social fragmentaria” sobre la base de “pronósticos condicionados”, sigue adherida a la dialéctica no comprendida de sujeto-objeto, propia de la utopía cientificista-tecnológica. Pues, como el propio Popper lo ha reconocido, en principio no es posible predecir, por ejemplo, el proceso de progreso de la ciencia porque toda predicción a través de la autorreflexión ingresa en este proceso y modifica en forma irreversible las condiciones de la predicción. Pero esto significa que, al menos por lo que respecta a todas las modificaciones sociales que son mediadas a través de discursos públicos y, por lo tanto, también a través de los resultados de la ciencia, tampoco son posibles “pronósticos condicionados” en el sentido de los experimentos repetibles de la ciencia natural. En esta medida, tampoco es posible aprender de la historia en el sentido del “trial and error” sino que más bien sólo es posible un aprendizaje en el sentido del -siempre renovado pero nunca estrictamente repetible- intento de la reconstrucción crítica del proceso histórico único como si fuera un proceso de progreso, tal como se intenta, por ejemplo, en la historia de la ciencia y en otras reconstrucciones de procesos de racionalización. Pero, en el ámbito de la historia puede haber algo ta como las -muy problemáticas- predicciones sólo bajo la forma de extrapolaciones de tendencias, sobre la base de auténticas leyes naturales y suposiciones, ad hoc plausibles pero no examinables en experimentos repetibles, sobre el comportamiento de las personas (en parte) sobre la base de suposiciones no falseables sobre principios de racionalidad (cfr. por ejemplo, los modelos sobre el desarrollo del mundo del “Club of Rome” y Global 2000).
Pero si este juicio sobre el primer aspecto parcial de la concepción popperiana es correcto y por otra parte Popper ha refutado definitivamente la pretensión historicista de pronósticos históricos incondicionados, es decir, la “superación” científica de la utopía a través de la filosofía de la historia, entonces se refuerza de manera peculiar la carga de la responsabilidad ética por las consecuencias primarias y secundarias de las acciones colectivas de las personas, es decir, en la actualidad: del proceso de industrialización y sus consecuencias para la bioesfera humana y para la convivencia de los diferentes pueblos y culturas dentro del marco de la amenazada bioesfera. Si no es posible obtener, en experimentos sociales repetibles, un creciente saber sobre las consecuencias deseables y no deseables de las acciones colectivas, si finalmente hay que suponer un proceso irreversible, en el que ingresan también todas las predicciones mismas, entonces parece muy dudoso que la constatación “ad hoc” de inconvenientes particulares por parte de los respectivamente afectados en los diferentes países -en as democracias occidentales, prácticamente a través de los electores potenciaels- baste para proporcionar pautas normativas del jucio crítico del proceso irreversible de industriaización en su totalidad. ¿No se necesita una pauta ético-normativa constante para la reconstrucción, que siempre hay que intentar de uevo, del proceso de civilización y el juicio crítico de sus magnitudes de fines inmanentes? Dicho de otra manera: ¿no tienen que ser también discursivamente fundamentables las valoraciones espontáneas de las consecuencias primarias y secundarias de la política social en los diferentes países, en el sentido de una macro-ética de la posible supervivencia y convivencia de los diferentes pueblos y culturas?
El dilema más arriba indicado de la dialéctica sujeto-objeto cientificista-tecnocrática es, en mi opinión, un motivo central del apartamiento del neomarxismo occidental -especialmente de Marcuse y de la Escuela de Francfort- del marxismo-leninismo ortodoxo (“objetivista”) y además de diagnóstico -en Horkheimer y Adorno muy pronto pesimista- de la “dialéctica del Iluminismo” en la moderna sociedad industrial en su totalidad. Desde el punto de vista de la teoría de la ciencia, el alejamiento de la Escuela de Francfort con respecto al “objetivismo” encontró su expresión posterior en la llamada “polémica del positivismo” de la sociología alemana. Pues, en esta polémica, de lo que se trataba no era de la cuestión pendiente y difícil de decidir, es decir, si Karl Popper, en contra de su propia autocomprensión, tenía o no que ser considerado como “positivista”. Por el lado de la Escuela de Francfort, de lo que se trataba era más bien de desconectar la fundamentación teórico-científica de una “teoría crítica” de las ciencias sociales histórico-reconstructivas, del programa cientificista ade la unidad metodológica -determinada por intereses tecnológicos- de a explicación y predicción nomológicas de los procesos naturales y sociales. Como se ha dicho, este programa había dominado el marxismo ortodoxo y el antiguo positivismo y, según parece, fue también sostenido por Popper y Albert en el sentido de la “unidad metológica de las ciencias reales” (a pesar de que irónicamente Popper Y Lakatos en aquellos años, bajo la impresión del debate histórico-científico, dieron pasos decisivos en dirección de la eliminación del programa de la unidad metodológica).
Bajo la creciente influencia de Jürgen Habermas comenzó entonces la “Teoría crítica”, siguiendo la tradición hermenéutica y el “pragmatic turn” de la filosofía analítica del lenguaje, a considerar la posibilidad de una fundamentación normativa dialógica y teórico-comunicativa de las ciencias sociales reconstructivas y -lo que es mucho más difícil- de la organización democrática de la praxis social. Y en este contexto se desarrolló por parte de Habermas y también por el autor de este estudio, la concepción de una ética de la “situación ideal del discurso”, es decir, de la “comunidad ideal de comunicación”.

Pero en conexión con nuestra pregunta acerca del concepto de utopía de a actual crítica al utopismo, hay que registrar el hecho de que el neomarxismo que ya no es cientificista-tecnocrático -en primer lugar Bloch y Marcuse, pero también Habermas- se encuentra aún más que el marxismo ortodoxo en e centro de la crítica al utopismo. Más aún, circunstancialmente, se llega a un acuerdo entre los críticos burgueses-conservadores de la utopía y los representantes del “socialismo real” por lo que respecta a la evaluación negativa de “nuevo utopismo”, de su “déficit de realidad”, de su desconocimiento de la función de orden del Estado y de las instituciones y eventualmente de su peligrosidad como una ideología de exaltados que hasta promueve el terrorismo. ¿Cómo puede comprenderse este fenómeno?

Me parece que aquí hay que volver, por una parte, a los presupuestos de la crítica neoconservadora-pragmática de la utopía en la actualidad, que curiosamente convergen en el Este y en el Oeste. Por otra, hay que tener en cuenta las especiales motivaciones ideales e histórico-tradicionales que en Bloch, Marcuse y finalmente en Habermas, han conducido a una revitalización de la dimensión utópica del marxismo.
Con respecto, a la primera indicación, baste lo siguiente: En la actualidad, la cuestión ya no es que el pensamiento conservador del estatus quo de los llamados pragmáticos, que absolutiza un progreso que noes disctado por la llamada “coacción fáctica” de lo técnica y económicamente realizable. Este progreso cuasi automático e inmanente al sistema de la moderna sociedad industrial es considerado en la actualidad como el ámbito de lo real-posible; y consecuentemente es considerado como utopista todo aquel que -por ejemplo en vista de la crisis ecológica- cree que puede apartarse de la dirección de la marcha general a fin de, por ejemplo a través de discursos públicos, analizar objetivos posibles, que no están impuestos como objetivos evidentes a través del proceso de industrialización.
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Esta acitud explica, por ejemplo, la tesis de Hermann Lübbe en el sentido de que no tenemos ningún nuevo problema de objetivos, sino sólo problemas de conducción en tanto compensación técnica de las consecuencias secundarias negativas del proceso de industrialización, y de que la revuelta estudiantil de fines de los años sesenta debe ser entendida como una huida de una juventud recargada por el progreso, en una utopía social estática, por ejemplo en el sentido de una Edad Dorada. Ya antes, Erwin Scheuch habia catalogado a los estudiantes como “anabaptistas de la sociedad de bienestar”, siguiendo la tradición de los movimientos cristinaos de los exaltados. Es evidente que esta crítica al utopismo por parte de los pragmáticos está muy alejada de aquella crítica a la utopía de la Epoca Moderna mencionada más arriba, que ve en las coacciones de pensamiento cientificista-tecnológicas del proceso de industrialización oriental y occidental, una inconsciente anticipación utópica de un dudoso futuro de la humanidad. Toda la apertura de la actual crítica a la utopía y la cuestionabilidad de su concpeto de “utopía” se manifiesta claramente en esta oposición.

Una catalogización de la Nueva Izquierda en la tradición de los exaltados cristianos tiene sin embargo un cierto valor heurístico para la peculiaridad del concepto de utopía que los críticos, no sin razón, suponen en el llamado “neomarxismo utópico”. Con esto llego a mi segunda indicación con respecto a las razones específicas de esta crítica. Merece ser tenido en cuenta el hecho de que en el neomarximos -por ejemplo, en Ernst Bloch- la línea de la tradición de la secularización de la escatología judeo-cristiana en el sentido del chilianismo especulativo- desde Joaquín de Fiore y la Cábala hasta la filosofía de la historia alemana desde Lessing- ha inspirado el “principio de la esperanza” por lo menos tanto como la línea de la tradición de la utopía social racional que otrora fue reconstruida por Karl Kautsky, partiendo de su “superación” por parte de Marx, pasando por los primeros socialistas, hasta Thomas Morus. Y en este cambio de acento va acompañado en Bloch -pero también en Horkheimer, Adorno y Marcuse, para no hablar de Walter Benjamin- de la profesión de una esperanza mesiánico-utópica, que de ninguna manera había sido “superada” científicamente por Marx.

También en Marcuse, y hasta en Habermas, la crítica actual al utopismo ha descubierto la huella de la tradición chiliástica de los exaltados y, con ello, de la escatología secularizada. En lo que sigue, no puedo entrar a tratar en detalle la utopía de la “existencia pacificada” de Herbert Marcuse, con sus tonos erótico-anarquistas y de sicología profunda, sino que debo concentrarme en la correspondiente concepción de Habermas, quien ya tempranamente trató de comprender desde Kant, como “postulado de la razón práctica”, el científicamente no “superable” “excedente” escatológico-utópico de la teoría marxiana. Efectivamente con Habermas la problemática neomarxista de la fundamentación de la filosofía de la historia -o mejor: de la reconstrucción crítica de la historia social con intención práctica- adoptó aquel giro que hizo pasar a primer plano el problema de la ética. Consecuentemente en época reciente la crítica del utopismo se ha dirigido contra una determinada concepción de la ética que fuera esencialmente sostenida por Habermas y por mí. Usando mi propia terminología y en el sentido de una formulación que efectivamente provoca la crítica de la utopía, quisiera llamarla la ética de la “comunidad ideal de comunicación”.

Con respecto a Habermas, la crítica al utopismo se ha encendido, sobre todo, en la fórmula de la “comunicación libre de dominación” en el sentido de la formación del consenso a través de la fuerza no coactiva de los argumentos en el discurso; con respecto a mi propia contribución, sobre todo, en la pretensión de que la norma ética ´basica -es decir, el principio de la formación de consenso sobre normas en el discurso argumentativo de una comunidad ideal de comunicación- es demostrable como indiscutible válida (obligatoria) en el sentido de una fundamentación última pragmático-trascendental. Síntomáticamente, contra ambos aspectos de la ética comunicativa se dirige no sólo un reproche específico de utopismo sino, en conexión con ello, hasta la sospecha manifiesta de que la exigencia de una ética de este tipo y la pretensión de su fundamentación última, conduce en la praxis a una especie de terror del ideal à la Robespierre. No se toma aquí en cuenta, se dice, la circunstnaica de que en un orden social pluralista, democrático-liberal, la “validez social” de las normas tiene que ser un asunto de procedimientos institucionalizados de sanción de las mismas.

Pero más allá del reconocimiento de los resultados de tales procedimientos, en una democracia, el reconocimiento de normas -por ejemplo, de normas morales a diferencia de las normas jurídicas- tendría que ser, al igual que la religión, un asunto de tradiciones convencionales coluntariamente seguidas o -en última instancia- de decisiones privadas de conciencia. Por ello, en un orden social democrático no puede ni debe haber ninguna exigencia de legitimación ético-discursiva, intersubjetivamente válida, de las instituciones legales y de los procedimientos para la sanción de normas. Y tampoco puede ni debe en ningñun caso suceder que una parte de la sociedad -es decir los intelectuales (de izquierda)- pretenda poner en tela de juicio crítica-ideológicamente la “competencia comunicativa” de los demás, por ejemplo, de los representantes del “complejo industrial-militar”.

¿Qué puede decirse contra estas objeciones? Dicho en general y de acuerdo con el sentido de nuestro tema: ¿Cómo se comporta la ética de la fundamentación discursivo-consensual de las normas, es decir, de la legitimación y su concepción de la comunidad ideal de comunicación o del discurso libre de dominación con respecto a la intención utópica del hombre y a la crítica al utopismo?

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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ed. Fontamara, 2004, Págs. 190-198
















la etica como utopia

Hoy, aunque se imponga, la
moral dogmática, el fundamentalismo tecnoeconómico se incumple todos los días.

La sociedad lo desdeña; el mundo marcha impulsado por los disidentes, como tú y
también como ella.

Creo por tanto que el liderazgo y la comunicación debe existir pero que no debe estar sólo localizado en la posición del Presidente de una nación, necesariamente en democracia, sino que tiene que estar en aquellos sectores de la sociedad que por su interés, por su necesidad están demandando cada día y según la evolución de la vida una atención, y a veces una urgente demanda, en esto casos, los líderes de los diferentes sectores de la sociedad deben coordinarse para actuar.

Pues creo, como dijo recientemente Jose Luis Sampedro, que esta crisis no sólo es financiera. También lo es de liderazgo. Repasa las figuras políticas que había en los años 40 y 50: Churchill, Stalin, Mao, Adenauer... Cada cual con lo suyo, claro. Y ahora qué: pues un Berlusconi, enredado en un montón de causas judiciales; o un Sarkozy, que es el paradigma del adolescente hiperactivo, siempre a lo que salta. Por no hablar de Bush... Personajes todos de segunda clase. ¿Qué podemos esperar?
El anarquista ético que mueve el pistón ideológico eso es lo que necesitamos, Daven.
Creo que el liderazgo es una cuestión por tanto que no puede eludirse, el que se entrega a fondo: te conozco mejor que tú, el que goza de
la embriaguez de todos los adelantados, los descubridores de lo antes nunca conocido. Aunque hablemos sólo del atomismo biomolecular, no se trata de hablar sólo de Presidentes, sino necesitamos buenos guías, precursores de la evolucion de la Vida, en todos los niveles estratégicos de la vida y la sociedad.

nos alimentamos de filosofía crepuscular, aunque la lechuza filosófica también trabaja con la aurora y es capaz de volar también de madrugada.

Y los filósofos no sólo están llamados a la desinteresada contemplación cuando no a la defensa interesada de lo que hay: de ellos cabría esperar que contribuyan a cambiarlo, interesándose por lo que todavía no hay pero pudiera y debiera haberlo.
Una vez que por medio del sacerdocio filosófico logra la comprensión de sí mismo, Hegel enuncia la frase que suspende admirativamente a Weil: “la realización de una comprensión es a la vez su enajenación y tránsito”, que es paralela al aviso que se nos diera en el prólogo: “la filosofía, por lo menos, llega siempre demasidado tarde”. Frases ambas que, como dos columnas, nos dan el non plus ultra del sistema.
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La filosofía siempre habla de fundamentaciones últimas, de legitimaciones tal vez por eso siempre llega demasidado tarde, y ademas siempre va por detrás de la ciencia, debe esperar a que los fenómenos se muestren a la ciencia empírica. Y ella misma se debe plegar a una base empírica de conocimiento pero en cuanto atisba algo del futuro y de la utopía integra además algo de la racionalidad ética y de un principio ético que se encuentra en la llamada racionalidad del discurso.

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No basta dejar las cosas como estaban, ¡el deber de la filosofía es cambiarlas!”
hace 5 horas - Comentar - Me gusta - Ocultar - Más
La filosofía siempre habla de fundamentaciones últimas, de legitimaciones tal vez por eso siempre llega demasidado tarde, y ademas siempre va por detrás de la ciencia, debe esperar a que los fenómenos se muestren a la ciencia empírica. ( Hegel enuncia la frase que suspende admirativamente a Weil: “la realización de una comprensión es a la vez su enajenación y tránsito”,) =) Y ella misma se debe plegar a una base empírica de conocimiento pero en cuanto atisba algo del futuro y de la utopía integra además algo de la racionalidad ética y de un principio ético que se encuentra en la llamada racionalidad del discurso. - sylphide * (modificar | eliminar)
Y los filósofos no sólo están llamados a la desinteresada contemplación cuando no a la defensa interesada de lo que hay:)





Y ni siquiera es casual que el horizonte sólo nos parezca alcanzable cuando estamos parados. Lejos de inducirnos al quietismo, la ética como utopía -la utopía ética- nos podría, en cambio, seguir dando -incluso si la noche y la niebla de la disutopía han hecho desaparecer de nuestro campo de visión todo horizonte- más de una razón, tal vez las únicas razones, para no estarnos quietos.
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La distinción entre elección y circunstancia, una teoría de la justicia “continua”

La distinción entre elección y circunstancial no sólo es familiar, sino que resulta esencial para la ética en primera persona. Imaginemos que hemos sido seducidos intelectualmente por una tesis que afirma que las personas no tienen una voluntad libre y que, desde el punto de vista causal, no somos más responsables por nuestro destino cuando éste es el producto de nuestras elecciones que cuando es el simple resultado de nuestras discapacidades o de la distribución de la riqueza en nuestra sociedad. No podemos llevar a cabo una vida basándonos en esa convicción filosófica. No podemos planear o juzgar nuestras vidas a menos que podamos discernir entre aquello ante lo cual debemos asumir responsabilidad, porque lo hemos elegido, y aquello por lo cual no podemos responsabilizarnos porque estuvo fuera de nuestro control.
Necesitamos otra distinción adicional entre dos tipos de teorías de la justicia. Las teorías éticamente sensibles (o “continuas”) son el resultado de nuestras vidas internas porque sus juicios sobre la justicia o la injusticia de una distribución de recursos impersonales o incluso sobre la atribución de responsabilidades están fundados en la ética -atribución que distingue entre elección y circunstancia en el modo que acabo de describir-. La teoría de la justicia distributiva que estoy defendiendo en este libro -la igualdad de recursos- es continua. Su objetivo es lograr que los recursos impersonales de las personas sean sensibles a sus elecciones, pero insensibles frente a las circunstancias. Las teorías políticas éticamente insensibles (“discontinuas”), por otro lado, desarrollan parámetros de distribución justa específicos para la política que no reflejan las distinciones o los modos en que asignamos responsabilidad cuando conducimos nuestra vida desde el interior. Una teoría de la justicia, por ejemplo, es discontinua porque no deja espacio -en el nivel último de distribución- para ninguna distinción entre elección y circunstancia, entendidas ambas como determinantes causales. Una teoría política utilitarista recomendaría que si el bienestar agregado resulta maximizado mediante un esquema de bienestar que asigne a todos los desempleados los mismos beneficios, entonces esto es lo que se debe hacer -sin tomar en consideración si un desempleado en particular está en condiciones de conseguir un trabajo, si así lo desea.
Deberíamos insistir en una teoría de la justicia continua, fundada en dos principios éticos fundamentales y respetuosa con ellos. El primero sostiene que -desde un punto de vista objetivo apropiado para el gobierno de una comunidad política- es importante que la vida de la gente vaya bien, así como es igualmente importante que a cada una de las personas les vaya bien en la vida. El segundo afirma, no obstante, que cada persona tiene una responsabilidad especial ante su propia vida, que incluye decidir qué es una vida apropiada para sí, y cuál es la mejor manera de usar los recursos para asegurarla. Cualquier sociedad que sea fiel a estos dos principios deberá diseñar estructuras legales e institucionales que reflejen una igualdad de consideración para todos aquellos que forman una comunidad, pero también deberá insistir, por respeto al segundo principio, en que el destino de cada uno deba ser sensible a sus propias elecciones.
No obstante, la distinción entre elección y circunstancia es problemática en varios sentidos. Por ejemplo, muchas veces resulta sumamente complejo decidir si el fracaso de alguien para conseguir un empleo con un salario decente es producto de su falta de aptitud para obtener riqueza o de su falta de aplicación y diligencia, por ejemplo. En algunos casos la dificultad no es sólo epistémica. Ciertos rasgos del carácter son tan acentuados e incapacitantes que pueden ser considerados discapacidades: muchos de ellos -la extrema indolencia, por ejemplo- pueden ser síntomas o consecuencias de una enfermedad mental. Por otro lado, la mayor parte de los recursos personales de la gente están condicionados por elecciones pasadas y actitudes asuidas ante el cuidado de la salud, los riesgos físicos, la educación y la formación. Pero estas eleccioness y actitudes están deterinadas, mayoritariamente, por influencias domésticas y culturales que no han sido elegidas. Con frecuencia, estas infuencias puede ser superadas, pero es absurdo suponer -como lo hacen algunos conservadores- que el trabajo duro puede rediir a cada cual, con independencia de las circunstancias, aunque es igualmente obvio que el trabajo duro y la dedicación pueden ayudar a muchos que de otro modo no conseguirían empleo. Estas interacciones presentan un problema estratégico para una teoría política continua. ¿Cómo debemos trazar la distinción entre aquellas influencias en el destino de un agente ante las cuales tiene que asumir responsabilidad y aquellas cuya influencia la comunidad tiene la responsabiidad de mitigar? ¿Cómo es posible poner en práctica esa distinción?
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Los destinos de las personas están determinados por sus elecciones y circunstancias. Sus elecciones son reflejo de su personalidad y ésta, en sí misma, es una combinación de dos elementos: la ambición y el carácter. La palabra ambición, en este caso, debe tomarse en un sentido amplio. Las ambiciones de una persona incluyen tanto sus gustos, preferencias y convicciones como su plan general de vida: sus ambicioes le proporcionan las razones o motivos para tomar una decisión en lugar de otra. El carácter de una persona consiste en aquellos rasgos de su personalidad que, si bien no le proveen de motivos, sin embargo, afectan al modo en que se persiguen las ambiciones: éstas incluyen la manera en que se emplea una persona, su energía, su diligencia y tenacidad, la habilidad para realizar un trabajo con vistas a metas futuras, cada una de las cuales puede ser -para cualquiera- o una cualidad positiva o una negativa. Las circunstancias de alguien consisten en los recursos personales e impersonales que posee. Los recursos personales son su salud física y mental, así como sus habilidades -sus aptitudes generales y capacidades, incluido su talento para generar riqueza, esto es, la capacidad innata para introducir bienes o servicios que otros pagarán para obtener-. Sus recursos impersonales son os que pueden ser transferidos de una persona a otra -por ejemplo, su riqueza y las otras propiedades que controla- y las oportunidades que se ofrecen para usar dicha propiedad bajo el sistema legal imperante.

Ronald Dworkin, Virtud soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Págs. 351-354










argumento a favor de la emocracia






Diversos temores justifican el rechazo de una estretegia “equilibradora” de la democracia
Versus la estrategia “discriminatoria” que prohibe cualquier regulación del discurso que dañe tanto a la soberanía como a la igualdad de los ciudadanos.
En primer lugar, las distintas dimensiones de la democracia no pueden ser reducidas a una meta dominante que admita un balance que provoque algún tipo de violación de una dimensión en beneficio de la democracia en su conjunto. En particular, la igualdad de los ciudadanos es una cuestión de derecho individual, y no podríamos justificar un conjunto de violaciones a este derecho -censurando a los grupos racistas en virtud de que esto mejoraría el discurso democrático, por ejemplo- a través de un cálculo agregativo.
En segundo lugar, cualquier excepción de ese tipo podría originar distintos tipos de abusos:existiría un peligro latente de que, en nombre del discurso democrático o de la igualdad de los ciudadanos, el gobierno intentara silenciar a nuevos partidso con opiniones discordantes o a críticos poderosos, como después de todo han hecho algunos gobiernos totalitarios en otros lugares. Por ejemplo, el Congreso o una legislatura estatal podrían descalificar a un partido cuyo mensaje, por ser confuso, fuera declarado peligroso para la soberanía popular.
Estos temores justifican el rechazo de una estrategia “equilibradora”. ¿Debemos entonces aceptar la apuesta democrática? ¿Resultan los peligros que acabo de describir tan grandes como para insistir en que, aunque el gobierno pueda regular el discurso político por una serie de razones convincentes, nunca podría hacerlo para -de acuerdo con su punto de vista- mejorar la democracia misma?
Nuestra Constitución, podríamos afirmar, debería conducirnos al enfoque profilácticoo que sostiene que la democracia resultará beneficiada, a largo plazo, mediante una regla que niegue al gobierno el poder para intentar mejorarla, periódicamente, comprometiendo la libertad de la gente de expresar lo que quiera, cuando quiera y tan a menudo como quiera. El juez de la Corte Suprema Scalia presentó ese argumento en un lenguaje especialmente vívido en el año 1990. Refiriéndose a la idea según la cual “demasidado es un mal que la mayoría democrática puede proscribir”, declaró que “resulta incompatible con la verdad absolutamente central de la Primera Enmienda: que al gobierno no se le puede confiar la protección, a través de la censura, de la “equidad” del debate político”. Si aceptáramos esta advertencia, tomaríamos la apuesta democrática como parte de nuestro derecho internacional.
Este argumento a favor de la apuesta democrática tiene dos partes. La primera es un diagnóstico de peligro. Según éste, la amenaza más significativa para la democracia, aún hoy, radica en el deseo del gobierno de protegerse y de engañar a los ciudadanos en su soberanía democrática, filtrando y eligiendo aquello que ellos pueden ver, leer o aprender, e intentando justificar ese control ilegítimo sosteniendo, como muchas tiranías lo han hecho, que resulta necesario para proteger la democracia en alguna otra dimensión. La segunda parte, es una máxima de estrategia: supone que la mejor protección contra esa amenaza radica en un exceso profiláctico, esto es, en un principio que prohíaba absolutamente al gobierno apelar a esa clase de justificación para limitar el discurso, incluso cuando la legitimidad de dicha apelación parezca obvia. Pero aunque la historia apoya tanto la plausibilidad de ese temor como la sabiduría de uns estrategia semejante, no podemos ya permitirnos el lujo de ignorar los peligros que -particularmente en la era electrónica- con lleva un discurso político completamente desregulado. Debemos comparar el peligro de que una garantía constitucional menos rígida permita a un gobierno ingenioso ocultar a la gente las discusiones e información con los que podría contar, aun si los tribunales estuvieran alerta para prevenir el abuso, con el peligro rival de que una protección más rígica haga que la riqueza y el privilegio tengan un poder repulsivamente antidemocrático, permitiendo que el discurso político resulte tan envilecido como para perde su carácter argumentativo.
Los signos de una decadencia como la puntualizada resultan hoy demasiado obvios como para que sean dejados de lado: nuestra democracia es en parte una democracia en sí misma y en parte una parodia de ella. En las elecciones de 1996 y 1998, los gastos de campaña ascendieron a sumas hasta ese momento increíbles, y los políticos de todos los niveles, incluyendo al presidente y al vicepresidente, fueron obligados a humillarse frente a ciertos donantes ricos. Los políticos continúan llevando a cabo su persistente y agotadora búsqueda de dinero, incluso cuando ellos mismos solicitan el establecimiento de reglas que lo harían innecesario. Para muchos políticos a situación constituye un ejemplo del clásico dilema del prisionero. Cada uno de ellos preferiría que los gastos fueran limitados, pero en la medida en que no lo sean, cada uno deberá luchar para recaudar y gastar tanto como pueda. Los posibles candidatos peor financiados resultan expulsados del terreno de juego en todos los niveles, y aquellos grupos que representan convicciones impopulares entre los ricos no son ni siquiera capaces de comenzar a luchar para la obtención de un apoyo político más amplio. Los funcionarios electos deben comenzar a búsqueda de dinero fresco a la mañana siguiente a su elección, y este esfuerzo intenso y continuo se hace a costa del tiempo que dedican a los asuntos públicos. El dinero que recaudan se gasta bajo la dirección de encuestadores y consultoras que no tienen interés alguno en sus principios o programas, y cuyas habilidades radican sólo en la seducción de los consumidores por medio de cancioncillas, anuncios y declamaciones.
Esto último trae como consecuencia que el discurso político sea el más degradado y negativo del mundo democrático. La participación pública en la política, aun midiéndola por el número de ciudadanos que se molestan en ir a votar, se ha hundido por debajo del nivel en el que podemos sostener, con seriedad, que nos estamos autogobernando. La gente adjudica su propia indiferencia al proceso mismo: hacen refeencia a que el poder del dinero en la política la ha hecho cínica y la vulgaridad de la política televisiva la ha enfermado. El exceso profiláctico que conlleva la apuesta democrática es hoy demasidado costoso en una democracia genuina. Más que cauto, resulta tonto; más que sabio, resulta ciego.
Tenemos entonces poderosas razones para intentar construir una estrategia de protección del discurso político que incorpore algo de la flexibilidad, pero no de los riesgos, de la estrategia equilibradora. La estrategia “discriminatoria” (como voy a llamarla) reconoce este peligro y prohibe cualquier regulación del discurso que dañe apreciablemente tanto a la soberanía como a la igualdad de los ciudadanos. No permite que el gobierno comprometa la soberanía popular prohibiendo a la prensa discutir la vida sexual de los funcionarios, por ejemplo, aun cuando sea altamente plausible que la tercera dimensión de la democracia -el discurso democrático- resulte perfeccionada como consecuencia de esa limitación. Dicha estrategia rechaza como incompatible con la igualdad de los ciudadanos el argumento que, tal como mencioné, sostiene que el discurso sexista o racista debería prohibirse para evitar “silenciar” a los grupos minoritarios o a las mujeres, o para mejorar el carácte del discurso democrático.
En cambio, la estrategia discriminatoria sí permite regulaciones en el discurso político que mejoren la democracia en alguna de sus dimensiones, cuando el defecto que intenta reparar es sustancial y cuando la limitaicón no entraña ningún daño genuino para la igualdad y la soberanía de los ciudadanos. Permite, así pues, establecer límites en los gastos de campaña cuando éstos contribuyan a reparar significativas desigualdades políticas entre los ciudadanos, siempre que dichos límites resulten establecidos en un nivel lo suficientemente alto como para que no reduzcan la crítica al gobierno ni introduzcan ninguna desigualdad, excluyendo a los partidos o candidatos nuevos.

Ronald Dworkin, Virtud soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 398-401

Ciudadanía social

Cuando la historia de un concepto empieza en Grecia hace al menos veinticuatro siglos, no es raro que venga cargado de un conjunto de connotaciones difíciles de sintetizar en una definición. Y, sin embargo, un camino parece útil para lograrlo: tmar como punto de partida alguna caracterización que hoy en día se haya ganado e reconocimiento de “canónica”, para pasar después a señalar qué contenido permenente e irrenunciable hay en ella, cómo realizarlo en nuestros días, habida cuenta del cambio social, y qué limitaciones urge esperar.
En este sentido, el concepto de “ciudadanía social”, tal como Thomas H. Marshall lo concibió hace medio siglo. Desde esta perspectiva, es ciudadano aquel que en una comunidad política goza no sólo de derechos civiles (libertades individuales), en los que insisten las tradiciones liberales, no sólo de derechos políticos (participación política), en los que insisten los republicanos, sino también de derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud, prestaciones sociales en tiempos de especial vulnerabilidad). La ciudadanía social se refiere entonces también a este tipo de derechos sociels, cuya protección vendría garantizada por el Estado nacional, entendido no ya como Estado liberal, sino como Estado social de derecho.
Sin embargo, históricamente ha sido el llamado “Estado de bienestar”, del que hemos disfrutado sobre todo en algunos países europeos, la figura que mejor ha encarnado el Estado social y mejor ha contribuido, por tanto, a reconocer la ciudadanía social de sus miembros. Lo cual ha sido sin duda un gran avance, pero que hoy no deja de tener sus problemas, porque el Estado del bienestar ha entrado en crisis y las críticas que a él se dirigen, coo figura histórica, están afectando también a la posibilidad de un Estado social que satisfaga las exigencias de la ciudadanía social.
Ciertamente, satisfacer esas exigencias es indispensable para que las personas se sepan y sientan miebros de una comunidad política, es decir, ciudadanos, porque sólo puede sentirse parte de una sociedad quien sabe que esa sociedad se preocupa activamente por su supervivencia, y por una supervivencia digna, Pero esto, a mi juicio, puede lograrlo un Estado de justicia, no un Estado de bienestar, por eso asistiremos brevemente al nacimiento y desarrollo histórico del Estado del bienestar, atenderemos a sus críticos, y trataremos de mostrar cómo -apesar de todo- sigue siendo posible e irrenunciable proteger los derechos sociales, propios de la ciudadanía social, en un Estado de justicia.
Y no sólo en nuestro país sino en una Europa Social, que debería tener por tarea histórica llevar al nivel cosmopolita la ciudadanía social.
El surgimiento del Estado de bienestar
Si el Estado nacional ha sido el elemento nuclear de la política en los últimos 400 años, la conversión del Estado en “Estado de bienestar” se inicia en las décadas finales del siglo XIX.
El primer paso es la creación de un Estado del bienestar en la década de 1880, de la mano de Bismarck, deseoso de contrarrestar al socialismo. Medidas como el seguro de enfermedad, el seguro contra accidentes laborales o las pensiones para la vejez, asumidas por un Estado que hasta entonces sólo había tenido funciones políticas, fomentan el bienestar de los trabajadores y debilitan las reivindicaciones de los menos favorecidos por el sistema. Con lo cual preciso es reconocer que el también llamado “Estado-providencia” más nace por estrategia política que por exigencia ética. Estas medidas claramente paternalistas, que exigen el agradecimiento de quienes las reciben, sientan las bases de una política social, que tiene su traducción académica en la Escuela Histórica Alemana y su versión político-económica en la Verein für Sozialpolitik.
Otro paso en la configuración de este tipo de Estado es la Welfar-Theorie, representada por obras como las de Pareto y Pigou, que pone las bases de la Escuela del Bienestar, preocupada por los criterios con los que medir y aumentar el bienestar colectivo.
En tercer lugar, es el pensamiento keynesiano el que, como plataforma teórica, influye de modo decisivo en la creación del Estado del bienestar. Frente al principio clásico de explicar las variaciones de los precios en términos de demanda, que está a su vez en fución de la tasa de empleo: la insuficiencia de demanda efectiva será paliada por una política de pleno empleo y de redistrución de riqueza, lo cual exige la intervención del Estado en el campo económico y social, frente a la doctrina liberal del laissez faire, Ahora bien, conviene recordar que el reformismo keynesiano tiene una meta bien clara: mantener el sistema capitalista, que podía quedar desmantelado si seguían vigentes los principios de la teoría económica clásica.
El último paso hacia el Estado-proviencia es el Informe Beveridge, en plena Segunda Guerra Mundial, que trata de afrontar las circunstancias de la guerra y suavizar desigualdades sociales, proponiendo un sistema universal de lucha contra la pobreza que proteja a toda la población frente a cualquier clase de contingencias, incluyendo la percepción de unos ingresos mínimos.
Tras esta evolución el Estado del bienestar se configura con elementos como los siguiente.
1)Intervención del Estado en los mecanismos del mercado para proteger a determinados grupos de un mercado dejado a sus reglas.
2)Política de pleno empleo, imprescindible porque los ingresos de los ciudadanos se perciben a través del trabajo productivo o de la aportación de capital.
3) Institucionalización de sistemas de protección, para cubrir necesidades que difícilmente pueden satisfacer salarios normales.
4) Institucionalización de ayudas para los que no pueden estar en el mercado de trabajo.
Contando con estas claves, a partir de la Segunda Guerra Mundial el gobierno pasa a ser en las democracias un gestor en vez de ser un proveedor. Y a partir de los sesenta empieza a surgir lo que Peter F. Drucker llama el megaestado, ese tipo de Estado que se considera a sí mismo “hacedor adecuado para todas las tareas sociales y todos los problemas sociales”.
De donde va surgiendo la idea del Estado fiscal, es decir, la idea de que “no hay límites económicos a lo que un gobierno puede gravar o tomar prestado y, por tanto, que no hay límites económicos a lo que un gobierno puede gastar.”
Críticas a la solidaridad “institucionalizada”
Pág. 71 y ss.










Una razón pública domesticada

El liberalismo político de J. Rawls recoge la doble línea apuntada por Kant en el concepto de publicidad, aunque con expresas matizaciones: en el nivel de legitimación del orden político urge “promulgar” unos principios de la justicia que puedan resistir la prueba de la publicidad, pero además la realización de tales principios en la vida cotidiana exige que una ciudadanía madura haga uso público de su razón, ejerciendo con ello -como veremos- un deber moral de civilidad.
En efecto, la estructura de la sociedad ha cambiado desde el siglo XVIII, sobre todo en dos aspectos: la forma política de gobierno es la democracia y, por ende, los ciudadanos son tanto gobernados como gobernantes, de ahí que ejerzan públicamente su razón, no para criticar al soberano, sino para construir juntos un orden legítimo y justo. Y, por otra parte, no solo la esfera política precisa legitimación pública, sino que paulatinamente va necesitándola cuanto tiene repercusiones públicas: las empresas o las actividades profesionales. Cambios cmo éstos varían sustancialmente, como es lógico, el doble concepto de publicidad en el siguiente sentido.
En lo que respecta al principio basico de publicidad, entiende Rals que la estabilidad de un orden político exige promulgar unos principios de la justicia que puedan ser publicados y aceptados por todos los miembros de la comunidad política. De ahí que idee el experimento mental de la “posición originaria”, desde la que se entiende que cualquier ciudadano, es decir, cualquiera de los miembros libres e iguales de una comunidad política, en su condición de libre e igual, podría estar de acuerdo con tales principios. Importa, pues, aquí una noción de ciudadano, y no de hombre, porque está en juego la base de la convivencia política y no la felicidad de los hombres concretos. Una vez decididos los principios públicos de la justicia, serían aplicados en sucesivas etapas a las instituciones. ¿Cómo lograr que en la vida cotidiana vayan siendo encarnados?
En este punto entra en juego el segundo concepto de publicidad: el uso público de la razón. Utiliza públicamente su razón el ciudadano maduro que trata de aducir en su comunidad política aquellas razones que los demás ciudadanos pueden aceptar, sea cual fuere su concepción de vida buena, su teoría comprehensiva del bien. Quien así procede cumple el deber moral de civilidad, que consiste en intentar reforzar el consenso que ya existe en una sociedad democrática en torno a unos mínimos de justicia. Precisamente la convivencia en una sociedad pluralista es posible porque todos van compartiendo unos mínimos que componen el célebre “consenso entrecruzado”, ese acuerdo en unos valores básicos entre la cultura política de als democracias liberales y la cultura social de esas mismas sociedades, generada desde las distintas doctrinas comprehensivas de bien. Fortalecer el consenso es un deber moral civil para reforzar con ello la cohesión de la comunidad política.
La razón pública lo es en un triple sentido: 1) porque, como razón de los ciudadanos iguales, es la razón del público; 2) porque su objeto es el bien público y las cuestiones fundamentales de justicia, y 3) porque su contenido es público, dado por los principios expresados por la concepción de justicia política.
El contenido de la razón pública está integrado por la concepción política de la justicia, que contiene ciertos derechos, libertades y oportunidades básicas y han de referirse a contenidos aceptables por todos los ciudadanos ya que en caso contrario no ofrecerían una base pública de justificación.
Ciertamente, Rawls insitirá en que esta idea de razón pública es esencialmente política; sin embargo, también es cierto que ejercerla es un deber moral (no legal): el deber moral de la civilidad. Serán ciudadanos maduros. (...)
Ciertamente, el concordismo liberal de Rawls en lo que ya se comparte tiene sin duda una dimensión positiva: la de destacar que la construcción de la vida común exige aunar esfuerzos en sociedades pluralistas o multiculturales. Pero tiene también el inconveniente de ser conformista con lo ya fácticamente existente, como también de establecer una indudable primacía de la cultura política liberal frente a la cultura social, lo cual puede conducir a un imperalismo político liberal.
A mi juicio, el uso público de una razón concordista en un liberalismo político, no ya filosófico, con ser valioso, ha perdido la capacidad crítica de la que gozaba en la propuesta kantiana. Esta capacidad vuelve a en parte recuperarse en el concepto de publicidad que presenta a Teoría del Discurso de Habermas.

Las antenas de la sociedad civil (J. Habermas)

La publicidad política crítica es, según Habermas, un factor indispensable en una teoría deliberativa de la democracia, como la que ñel propone, porque sin ella es imposible una democracia auténtica, es decir, radical. La publicidad forma parte de la sociedad civil, iugal que en la filosofía de Kant, y representa el elemento mediador entre la sociedad civil y el poder político. Sin embargo, los cambios estructurales sufridos tanto por la sociedad civil como por el poder político nos llevan a modificar considerablemente el concepto de publicidad crítica.
En lo que respecta al poder político, ya no se legitima mediante un hipotético contrato social, sino comunicativamente. No es el soberano quien debe representar la voluntad del pueblo, sino que el pueblo ejerce su soberanía comunicativamente, en el marco de procedimientos aceptados por él, lo cual hace que el poder administrativo haya de legitimarse a través de la comunicación. Y no recurriendo a supuestos tradicionales o autoritarios, sino a argumentos capaces de convencer a los afectados por sus metas y efectos. De ahí que al poder político convenga escuchar a una ciudadanía, que se expresa a través de canales institucionaliados, pero también a través de una opinión pública no institucionalizada.
La opinión pública la componen ahora no únicamente los sabios ilustrados, sino aquellos “ciudadanos cívicos”, que son a la vez “ciudadanos del Estado” y poseen unas antenas especiales para percibir los efectos de los sistemas, ya que son los afectados por ellos. Sobre todo, aquellas redes de ciudadanos capaces de preocuparse, no por intereses grupales o sectarios, sino por aquellas cuestiones que a todos afectan, por aquellas que tocan intereses universalizables.
Ciertamente serán las instituciones las que tomarán las decisiones, y el influjo de la publicidad política se transformará en poder político sólo a través del poder institucional. Pero sólo si los afectados realizan su tarea de percibir los problemas sociales y de elaborarlos de forma que pueda manejarlos el poder institucionalizado será posible una democracia radical. Por eso es necesario que el poder político cree el marco institucional necesario para un espacio público autónomo, garantizado los derechos que hagan posible su desarrollo. Pero la opinión pública crítica es en principio un fenómeno social elemental, una estructura de comunicación enraízada en el espacio social creado por la acción comunicativa. Se trata de un espacio público, construido lingüísticamente, en el que es posible encontrarse con libertad.
De este modo continúa la tradición kantiana de una publicidad preocupada por la res publica, que funciona como “conciencia moral” del poder político, porque le recuerda que debe tomar las decisiones atendiendo a “lo que todos podrían querer”: a intereses universalibles. Y, como en la tradición kantiana, pertenece la publicidad a la sociedad civil. Sin embargo, tres cambios sustanciales al menos se han producido en relación con la publicidad kantiana.
El primero de ellos se refiere al concepto de la “sociedad civil” (Zivilgesellschaft), que ha sufrido una notable variación. La sola expresión indica un cambio considerable con respecto a la “sociedad civil burguesa” (bürgerliche Gesellschaft) caracterizada por Hegel como “sistema de necesidades”, como sistema de mercado del trabajo y del intercambio de mercancías. La “sociedad civil”, por el contrario, no incluye el poder econóico, sino que la configuran -según Habermas- aquellas asociaciones voluntarias, no estatales y no económicas, que arraigan las estructuras comunicativas de la opinión pública en el mundo de la vida.
Como en el caso de Gorz, Walzer o Keane, de la sociedad civil forman parte, constituyendo su núcleo, las asociaciones y movimientos que perciben os problemas de los ámbitos privados del mundo vital, los trabajan, y los llevan a la publicidad política. Estas asociaciones forman el sustrato organizativo de aquel público de ciudadanos, que surge de la vida privada y busca interpretaciones públicas para sus intereses y experiencias sociales, y que influye en la formación institucionalizada de la opinión y la voluntad.
En segundo lugar, yendo más allá de Kant, pretenderá Habermas que las exigencias generadas por la opinión pública se institucionalicen, al mneso en parte, convirtiéndose en un auténtico poder comunicativo a través del poder político.
Y, por último, los sujetos de esta opinión pública no son, como en el caso de Kant, los sabios ilustrados, sino los ciudadanos, afectados por el sistema político y el económico, que defienden intereses universalizables y colaboran, por tanto, en la tarea de formar una voluntad común discursivamente. Se trata, pues, de un espacio público creado comunicativamente desde el diálogo de quienes defienden intereses universalizables, es decir, en el sentido del principio de la ética discursiva antes expuesto.

Opinion pública civil

Sin embargo, tampoco Habermas considera explícitamente la necesidad de legitimar desde la opinión púbica actividades no políticas, como la económica o las actividades profesionales y voluntarias. Cuando ésta es -a mi juicio- una de las grandes tareas de una sociedad civil responsable: exigir a cuantas actividades sociales se desarrollen en su seno que lo hagan de acuerdo con los bienes internos que les prestan sentido y legitimidad social.
Como ya apuntamos, la moral de una actividad social no consiste sino en desarrollarla teniendo en cuenta dos puntos de referencia al menos: el bien interno que debe proporcionar, por ser el específico de esa actividad, y el nivel de conciencia moral propio de la sociedad en que se desarrolla. Este nivel se expresa hoy -continuábamos- a través del principio de la ética discursiva, según el cual, toda persona es un interlocutor válido y ha de tenerse en cuenta al decidir normas que le afetan. De lo cual se siguen consecuencias, no sólo para la vida política, sino también para la económica y para los distintos ámbitos profesionales y voluntarios.
En efecto, para ejercerse con dignidad una actividad profesional precisa contar con al menos dos tipos de ciudadanos: los que desde una opinión pública crítica le plantean exigencias, al recordarle cómo esperan los beneficiarios que la profesión les proporcione el bien por el que la consideran legítima, y los ciudadanos que desde dentro de os diversos campos profesionales están dispuestos a ejercer su profesión de una forma excelente y, por lo mismo, a escuchar las voces procedentes de la opinion pública crítica, a atender a los ciudadanos “desde fuera”, tomándolos como beneficiarios y colaboradores, no como adversarios.
Se trataría, pues, de entablar un diálogo continuo entre los afectados por las actividades profesionales y una especie de “quinta columna”, en el buen sentido, dispuesta a mantener ese diálogo desde dentro de la profesión. Por lo tanto, es indispensable una opinión pública crítica, que recuerde a los profesionales, cuando sea preciso, que las exigencias sociales no están satisfechas o que los efectos externos son perversos. Pero necesitamos a la vez profesionales dispuestos a satisfacer esas exigencias y a expresar ellos mismos públicamente qué principios y prácticas debe seguir su actividad a través de códigos de conducta o de declaraciones públicas, que satsfagan las aspiración de autorregulación expresada a menudo por los profesionales, pero de una autorregulación anticorporativista, alérgica al gremialismo.
En caso contrario, no quedan sino el corporativismo por parte de los profesionales y la exigencia por parte de la opinión pública de quese multipliquen las leyes y las sanciones.
Podemos decir entonces que si no hay una remoralización desde dentro de las profesiones, si los profesionales no hacen también un uso público crítico de su razón, no hay ética profesional posible, porque la moral, a diferencia del derecho, no puede imponerse, sino que debe ser asumida desde dentro. Y tampoco hay ciudadanía civil, integración de las personas en la sociedad civil de la que son miembros.
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Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, ibid, Pág. 165-175


La forma ética del Estado, el liberalismo radical

Afirmar que existen diversas modalidades del liberalismo es algo tan poco original como asegurar que hay distintas formas de socialismo. Sin embago, autores como Dworkin, Charles Larmore o Rawls, han puesto especial empeño en intentar descubrir el núcleo moral del liberalismo, aquella clave que distingue básicamente a un pensamiento liberal. Y han creído encontrarla en la neutralidad del Estado, es decir, en la convicción de un Estado liberal debe ser neutral a las distintas concepciones de hombre y de vida buena mantenidas por los grupos sociales que en él conviven. Lo cual exige practicar una “política de elusión” de las discrepancias: el Estado no puede pronunciarse sobre lo que los hombres son, especificar las características que distinguen a los seres humanos, y pasar a potenciarlas políticamente, porque entonces se pronunciaría por una antropología determinada, tratando a las restantes de forma discriminatoria. A este tipo de liberalismo se denomina “liberalismo político”.
El liberalismo político renuncia abiertamente a considerar doctrinas filosóficas como las de Kant o Mill como adecuadas para componer la base ética de un Estado liberal, porque no son en modo alguno neutrales. La filosofía liberal kantiana considera que la esencia de la persona es la autonomía, y Mill subraya el carácter individual de los hombres; características ambas que otros grupos sociales no consideran como definitorias de los seres humanos ni como especialmente valiosas. Tradicionalistas, comunitarios, ciertas sectas religiosas, progresistas colectivistas aprecian poco la autonomía y la individualidad, por eso un Estado liberal neutral -entiende el liberalismo político- debe eludir afirmaciones antropológicas y conformarse con proteger la libertad privada, el bienestar personal y la seguridad de los ciudadanos.
Que esta neutralidad sea o no posible no es lo que nos importa ahora, sino más bien intentar averiguar cómo pueden elegir su identidad los ciudadanos en sociedades modernas si el Estado no intenta proteger al máximo su autonomía. Porque así como otras características pueden muy bien quedar al buen saber y entender de cada grupo, la autonomía personal es imprescindible para forjar la propia identidad, sin la que una persona es incapaz de situarse en la vida, saber qué valora realmente y qué no. No se me alcanza cómo podemos tomar en serio que cada individuo es quien debe elegir y negociar su identidad, si no goza de la autonomía suficiente para hacerlo.
Y, en ese sentido, entiendo que la forma ética propia del Estado debería ser la de un “liberalismo radical”, dispuesto a defender como irrenunciable para una convivencia pluralista la autonomía de los ciudadanos. Si los sujetos han de elegir su identidad y negociarla, el Estado ha de optar por aquella forma que permita la coexistencia del más amplio número de formas de vida, como es el caso de la defensa de la autonomía, desde la que una persona adulta puede elegir también una forma de vida heterónoma, siempre que el ingreso en ella no sea irreversible.
Junto a la libertad privada, el bienestar persona y la seguridad de los ciudadanos, el poder político estaría obligado a proteger su autonomía, lo cual no significa adjurar de la tolerancia, ya que -como hemos dicho- quien desee optar por una forma de vida heterónoma puede hacerlo, siempre que no fuerce a otros y mantenga abierta la posibiidad de abandonarla él mismo.
No creo que a este tipo de liberalismo, defensor de la autonomía, se le pueda calificar de “comprehensivo”, porque “comprehensivas” serían las doctrinas que diseñan todo un proyecto de vida buena, serían doctrinas acerca de lo bueno. La autonomía -pese a Rawls- no esboza un proyecto de vida buena, sino que asegura únicamente que cada persona debe forjar su identidad, obviamente con el concurso de los otros que para ella son significativos. A la forma de Estado liberal que proteja la autonomía conviene, pues, más el nombre de “radical” que el de “comprehensivo” ¿Qué papel juega en la configuración de esa identidad elegida la pertenencia a una cultura?
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Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza editorial, 2005, Pág. 204-206



Libertad de expresión en una democracia asociativa

Para la concepción asociativa, cada una de las tres dimensiones de la democracia de una nación se encuentra afectada por los arregos constitucionales y legales que aquélla diseña para incentivar y proteger el discurso político. La soberanía popular demanda que el pueblo -y no los funcionarios- tenga e poder final de gobierno. Pero si a los dirigentes se les permite castigar las críticas de sus decisiones tipificándolas como “sedición”, impedir la publicación de información que podría dar lugar a dichas críticas o prohibir nuevos partidos o periódicos que podrían sacar a la luz sus errores o crímenes, entonces el pueblo no es quien manda, o no lo es completamente. Por lo tanto, una estructura constitucional que garantice la libertad de expresión contra la censura oficial protege a los ciudadanos en su papel democrático como soberanos.
La libertad de expresión ayuda también a proteger la igualdad de los ciudadanos. Resulta esencial para la asociación democrática que éstos sean libres, en principio, de expresar cualquier opinión relevante que tengan, sin importar si dichas opiniones son rechazadas, odiadas o temidas por otros ciudadanos. Una buena parte de la presión a favor de la censura en las democracias contemporáneas no está generada por un intento oficial de mantener ciertos secretos lejos de la gente, sino por el deseo de una mayoría de ciudadanos de silenciar a otros cuyas opiniones detestan. Ésta, por ejemplo, es la ambición de los grupos que desean que las leyes prohíban marchar a los neonazis o desfilar a los racistas dentro de sus sábanas blancas. Pero dichas leyes desfiguran la democracia, porque si una mayoría de ciudadanos tiene el poder de negar a un conciudadano el derecho de hablar cuando considere que sus ideas resulten peligrosas u ofensivas, entonces éste no es un igual en la competición argumentativa por el poder. Debemos permitir que todos los ciudadanos que se encuentran obigados por nuestras leyes tengan una voz igual en el proceso que las produce, aun cuando tengamos razones para detestar sus convicciones o cuando sacrifiquemos nuestro derecho a imponer nuestras leyes sobre ellos. La libertad de expresión pone en juego ese principio, protegiendo así la igualdad de los ciudadanos.
Algunas personas sostienen que la expresión de opiniones ofensivas contra una raza, grupo étnico o género -lo que usualmente se denomina “discurso de odio”- menoscaba en sí misma la igualdad de los ciudadanos, porque no sólo ofende a los individuos que constituyen sus blancos, sino que también daña su propia capacidad de participar en la política como iguales. Se dice, por ejemplo, que el discurso racista “silencia” a las minorías raiales a las que se dirige. La fuerza empírica de esta generazliación es incierta: resulta poco claro cuán grande resulta e impacto de un discurso semejante y sobre quién recae. Pero en cualquier caso sería una visión equivocada de la igualdad de los ciudadanos, así como de la concepción asociativa de la democracia en general, suponer que el hecho de permitir una libre circulación de opiniones políticas, inclsuo de aquellas psicológicamente dañinas, ofende a la igualdad en cuestión. Dicha igualdad no puede exigir que los ciudadanos sean protegiso por medio de la censura de aquellas creencias, convicciones o juicios que dañan su propis opinión de sí mismos o que les hace más difícil captar la atención hacia sus puntos de vista en una competencia política que de otro modo resultaría justa. No podríamos generalizar un derecho a una protección semejante -un cristiano fundamentalista, por ejemplo, no podría ser protegido de esta forma- sin prohibir también el discurso o la expresión de opiniones. Debemos atacar colectivamente el prejuicio y la parcialidad, pero no de esta forma.
No obstante, la igualdad antes mencionada requiere que los diferentes grupos de ciudadanos no resulten desaventajados en sus esfuerzos por captar la atención y el respeto a favor de sus puntos de vista por una circunstancia tan lejana del valor de una opinión o un argumento, o de las fuentes legítimas de influencia, como la riqueza. La experiencia ha demostrado -y nunca tanto como en las elecciones recientes- que el éxito político de cualquier grupo está tan directamente relacionado con la magnitud total de sus gastos, particularmente en la televisión y la radio, que este factor oscurece a otros a la hora de dar cuenta de aquél. Éste es el núcleo del argumento democrático a favor de los límites impuestos a los gastos en las campañas políticas. La conexión entre la libertad de expresión y la tercera dimensión de la democracia -el discurso democrático- resulta también compleja. Ciertas regulaciones de las expresiones que un gobierno podría estar tentado a adoptar, incluyendo las leyes que limitan los poderes de investigación de los medios, dañarían el discurso democrático al negarle información y diversidad. Pero la degradación de nuestro discurso público en virtud de la existencia de anuncios políticos tontos, que no ofrecen argumentos, sino sólo eslóganes y cancioncillas repetitivas, también compromete el carácter argumentativo del discurso, y ciertas formas de regulación indirecta del mismo, tal como la última propuesta de mi lista, podrían ayudar a prevenir ese daño.
La conexión entre una garantía constitucional a favor de la libertad de expresión y la calidad de una democracia asociativa en sus diferentes dimensiones resulta, entonces, complicada y delicada. Si fuéramos a construir una garantía semejante como parte de una nueva Constitución, tendríamos que elegir entre tres estrategias: la apuesta democrática que describí antes; una aproximación “equilibradora” que permitiera regulaciones del discurso político que dañasen la democracia en una de sus dimensiones pero la beneficiaran en otra, cuando se considera que el efecto combinado iba a redundar en una mejora general de la democracia, o bien una aproximación más discriminatoria que combinara elementos de cada una de estas dos estrategias.
¿Podríamos admitir una aproximación “equilibradora” que permitiera llevar a cabo una serie de regulaciones que dañaran la democracia en su conjunto? La justificación de un balance semejante podría parecer, en abstracto, sólida. Una garantía de la libertad de expresión no puede, en ningún caso, ser absoluta: no podemos prohibir aquellas regulaciones razonables que resulten necesarias para proteger la seguridad nacional o, quizá, la reputación privada. Podríamos, además, estar dispuestos a apoyar otro tipo de regulaciones por razones menos urgentes: posiblemente permitiríamos ciertas restricciones de “tiempo y lugar”, como las que prohíben e uso de vehículos propagandísticos con megafonía durante la noche. Si limitaciones como éstas resultan aceptables, puesto que sirven a un propósito útil y no menoscaban la democracia en su conjunto, ¿por qué no podmeos hacer excepciones en favor de otras regulaciones que de hecho la mejoran en su conjunto?
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Ronald Dworkin, Virtud soberana, la teoría y la práctica de la iguadad, ed. Paidós, Barclona, 2003, Pág. 396-398




La democracia asociativa, las tres dimensiones de la democracia

La primera dimensión de la domocracia asociativa es la soberanía popular, la que implica una relación entre la comunidad o el pueblo en su conjunto y los distintos funcionarios que forman su gobierno. La democracia asociativa exige que el pueblo -y no los funcionarios- gobierne. Los eslóganes revolucionarios que demandaban la igualdad en el nacimiento de la democracia moderna en el siglo XVIII tenían esa clase de igualdad en mente: el enemigo de la democracia, entonces, era el privilegio hereditario o de casta. La concepción mayoritaria también demanda la soberanía popular, pero la define no como una relación entre el pueblo en su conjunto y sus funcionarios, sino como el poder del mayor número de ciudadanos posible para imponer finalmente sus políticas.
La segunda dimensión de la democracia asociativa es la igualdad de los ciudadanos. En una democracia los ciudadanos son, además de colectivamente soberanos, partícipes como individuos en las contiendas que deciden en forma colectiva. Esa igualdad exige que los ciudadanos participen como iguales. La clara importancia de esta dimensión de la igualdad se hizo evidente sólo tardíamente en la historia de la democracia, cuando el hecho de que el pueblo en su conjunto, más que algún monarca o déspota, debía tener el poder final de gobierno dejó de ser una cuestión controvertida. De todas formas, continuó estando poco claro cómo ese poder colectivo debía ser distribuido entre los ciudadanos individualmente, esto es, a quién debía permitírsele votar y hablar en los distintos procesos a través de los cuales las decisiones políticas colectivas eran adoptadas y se formaba la opinión pública y la cultura Existe hoy un acuerdo en las democracias modernas en cuanto a que, en principio y con muy pocas excepciones, todos los ciudadanos maduros deben tener un impacto igual en cuanto al voto. La concepción mayoritaria de la democracia insiste en la igualdad de sufragio porque sólo de esa forma puede esperase que las elecciones midan la voluntad de la mayor cantidad de ciudadanos. La concepción asociativa también insiste en la igualdad de sufragio, pero requiere que los ciudadanos sean iguales no sólo como jueces del proceso político, sino también como participantes en él. Esto no significa que cada ciudadano deba tener la misma influencia sobre las opiniones de los otros ciudadanos. Es inevitable y aun deseable que algunos tengan mayor influencia, ya sea porque sus voces resultan particularmente convincentes o emotivas, porque son especialmente admirados, porque han dedicado sus vidas a la política y al servicio público o bien porque han construido sus carreras en el seno del periodismo. La especial influencia que se gana en alguna de las formas enunciadas no es en sí misma incompatible con la concepción asociativa de la democracia.
En una sociedad con una enorme desigualdad de riqueza y de otros recursos, algunos ciudadanos tendrán una oportunidad mucho mayor de ocupar cada una de estas posiciones de encumbrada influencia sólo porque son más ricos y esto es, de hecho, un insulto a la igualdad de los ciudadanos. Pero no podría ponerse fin a esta desigualdad más general sino a través de una vasta redistribución de la riqueza y de lo que ella conlleva. La desigualdad más específica que otorga influencia a los ricos sólo porque ellos pueden hacer frente a grandes contribuciones en favor de políticos podría ser llevada a su fin -o minimizada- a través del simple expediente de los límites impuestos a los gastos.

(Al contrario, la democracia no podría triunfar en su tercera dimensión, la que será introducida en el párrafo siguiente, si no favoreciera una influencia especial en al menos algunos de estos ámbitos). Pero la democracia asociativa resulta menoscabada cuando ciertos grupos de ciudadanos no tienen ninguna (o tienen sólo una prfundamente disminuida) oportunidad de luchar a favor de sus convicciones, porque carecen de los fondos necesarios para competir con donantes ricos y poderosos. Nadie puede considerarse plausiblemente a sí mismo como socio en la empresa de autogobierno cuando queda fuera del debate político a causa de su incapacidad para ahcer frente a un derecho de admisión grotescamente alto.
La tercera dimensión de la democracia es el discurso democrático. La acción genuinamente colectiva requiere interacción: si el pueblo va a gobernarse colectivamente, de una manera que haga a todos y cada uno de los ciudadanos socios en la empresa política, entonces éstos deben deliberar juntos como individuos antes de actuar colectivamente, y la deliberación debe centrarse en razones a favor y en contra de esa acción colectiva, de manera que los ciudadanos que sean derrotados en una cuestión puedan estar satisfechos de haber tenido la oportunidad de convencer a los demás -pese a no haber tenido éxito en su intento-y no sentir que meramente han sido sobrepasados numéricamente. La democracia resulta incapaz de proporcionar una forma genuina de autogobierno si los ciudadanos no son capaces de dirigirse a la comunidad en una forma y en un clima que fomenten la atención a los méritos de lo que dicen. Si el discurso público es restringido por la censura, o sólo intenta distorsionar u oscurecer lo que las otras dicen, entonces no hay autogobierno colectivo ni empresa colectiva de ninguna clase, sino sólo un mero recuento de votos equiparable a una guerra.
Esta breve reseña de la democracia asociativa constituye, por supuesto, una triple idealización. Ninguna nación ha logrado -ni podría lograr- un control perfecto de sus funcionarios por parte de sus ciudadanos, una igualdad política perfecta entre éstos ni un discurso político no contaminado por la irracionalidad. Los Estados Unidos no cuentan con una soberanía popular completa, pues su gobierno cuneta todavía con amplios poderes para mantener en la oscuridad lo que no desea que nosotros, como ciudadanos, conozcamos o sepamos. Por su parte, no gozamos de una igualdad completa porque el dinero, que está injustamente distribuido, tiene una influencia demasiado grande en la política. Ni siquiera tenemos un discurso democrático respetable, ya que nuestra política se encuentra más cerca de la guerra que he descrito anteriormente que de una discusión cívica. No obstante, debemos tener ese ideal tripartito en mente al juzgar, como debemos hacer ahora, cuál es el papel que, según la concepción asociativa, puede ser sensatamente asignado a la Primera Enmienda para el perfeccionamiento de la democracia a fin de lograr por lo menos acercarla un poco más al inaccesible modelo puro mencionado.
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Ronald Dworkin, Virtud soberana, la teoría y la práctica de la iguadad, ed. Paidós, Barclona, 2003, Pág. 393-396







un telos ético a través de la exigida estrategia ética a largo plazo.

abogados de una determinada concepción de la racionalidad sistemática funcional: desde Maquiavelo y Bodino
Versus
una filosofía de la historia- de objetivos a largo plazo a partir de principios éticos universales


Sólo desde aquí me parece que es posible enfrentar la en mi opinión mayor dificultad que está vinculada con la norma básica de la ética discursiva y justamente también con la complementación estratégica de esta norma básica. Más arriba la hemos indicado, bajo la forma del segundo presupuesto idealizante de la función de la norma: La capacidad de lograr consenso de las normas depende, dentro del marco de una ética de la responsabilidad, de la capacidad de lograr consenso de las consecuencias de las normas que hay que aceptar y con ello, en las praxis, de la posibilidad de una predicción suficiente de las consecuencias esperables. Pero esta condición designa exactamente la dificultad ante la que tenían que fracasar la filosofía especulativa del siglo XIX y los planes sociales utópicos en ella basados. Y aquí no se trata tan sólo de la imposibilidad de los “pronósticos incondicionados” del “historicismo” (Popper) si no, como hoy lo vemos con mayor claridad, también de a imposibilidad de una planificación que, en estricta analogía con la técnica basada en las ciencias naturales, quería apoyarse en experimentos sociales repetibles y en esta medida en “pronósticos condicionados” (Popper). La “heteronomía” de las consecuencias, y en esta medida también de los posibles fines de nuestras acciones, no es, en última instancia, eliminable ya sólo porque nuestras intelecciones científicas en la legalidad de la naturaleza y, en un caso dado, en las regularidades cuasinaturales de los procesos sociales influyen en la marcha de la historia de una forma no predecible e irreversible.
Desde el punto de vista de la teoría de la racionalidad, la imposibilidad de la planificación de la historia se expresa sobre todo en el hecho de que la racionalidad teleológica de nuestras acciones en el nivel de los sistemas sociales -por ejemplo, en el nivel del sistema económico, pero también, en el sistema educativo- puede transformarse en irracionalidad funcional, contrastada, por así decirlo, irónicamente por el hecho conocido desde Mandeville y Adam Smith, de que viceversa las acciones irracionales -especialmente también las acciones moralmente dudosas- pueden contribuir a la llamada “racionalidad sistemática”, por ejemplo, de la economía. Este problema de ninguna manera queda superado renunciando a su solución en el sentido de la “astucia del espíritu universal” hegeliana; pues precisamente después del fracaso de esta “superación” positiva del conflicto entre racionalidad de la acción y racionalidad sistemática funcional queda, por así decirlo, la intelección dolorosa en la siempre eficaz astucia negativa del espíritu universal.
Expresamente no he distinguido aquí entre racionalidad teleológica (inclusive la racionalidad estratégica) y racionalidad consensual-comunicativa como formas de la racionalidad de la acción. En efecto, ambas formas, en el nivel de la “racionalidad sistemática” funcional pueden convertirse en irracionalidad, dicho más exactamente: tanto acciones directamente racionales estratégico-teleológicas de los individuos y de os grupos de intereses, como acciones teleológicas que fueron coordinadas consensual-comunicativamente sobre la base de la racionalidad discursiva. Si no me equivoco, esto tiene como consecuencia que los individuos, en su actuar estratégico (pero también en su contribución a los cuasidiscursos) se convierten en abogados de una determinada concepción de la racionalidad sistemática funcional: desde Maquiavelo y Bodino, por ejemplo, en abogados de la “razón del Estado”, y en la actualidad además en abogados de diferentes concepciones competitivas de la racionalidad sistemática de la economía. (Quizás uno debería hablar de “racionalidad sistemática” sólo en la medida en que las personas, en tanto actores y hablantes en el discurso, pueden convertirse en abogados de esta racionalidad funcional.)
¿En qué medida puede suponerse que uno puede solucionar más fácilmente las dificultades que están vinculadas con los posibles conflictos entre la racionalidad de la acción y la “racionalidad sistemática”, bajo las condiciones que hemos indicado de la ética discursiva y su complementación estratégica? Me parece que una respuesta también a esta pregunta resulta de la reflexión sobre el fracaso de la filosofía especulativa de la historia (la “superación” historicista de la utopía social) y de todas las formas de la tecnología social cientificista en las cuales la sociedad tiene que ser dividida en sujetos y objetos del “social engineering”. Si uno ve claramente las aporías -en no poca medida éticas- de estas concepciones de la planificación social, se infiere, según mi opinión, que sólo una forma de la teleología referida a la historia es hoy plausible: la fundamentación -ya insinuada por Kant en sus escritos sobre filosofía de la historia- de objetivos a largo plazo (como, por ejemplo, una sociedad jurídica de ciudadanos del mundo) a partir de principios éticos universales que en tanto tales, independientemente del éxito o del fracaso de intentos particulares de realización histórica, son susceptibles de obtener consenso.
Justamente porque la marcha de la historia no puede ser predicha ni en pronósticos “incondicionados” ni “condicionados”, las personas necesitan objetivos a largo plazo que puedan apoyar en todo momento. Me parece que estos objetivos no deben ser inferidos de “imperativos sistemáticos” funcionales -por ejemplo, de política del poder o económicos- porque a través de ellos tendencialmente los sujetos humanos de la acción son degradados a meros medios. Naturalmente, en una “ética de la responsabilidad”, las personas transitoriamente tienen que transformarse también en abogados de la racionalidad funcional de los “sistemas”: pues manifiestamente la supervivencia de la comunidad real de comunicación humana depende de la autoafirmación de sistemas sociales funcionales. Pero el desarrollo a largo plazo de aquella racionalidad consensual-comunicativa que -desde el surgimiento del lenguaje y del pensamiento- está dada en el mundo de la vital de todos los hombres y que caracteriza el objetivo por lo menos del entendimiento no violento sobre fines y objetivos, tiene que conservar prioridad teleológica frente a una “colonización del mundo vital” a través de estructuras y mecanismos y de conducción tendencialmente anónimos de la llamada racionalidad sistemática.


Se trata aquí de la complementación de la norma básica ética de la racionalidad discursiva a través de un principio de racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de una tal complementación de la racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de un tal complementación de la racionalidad teleológica discursiva con la racionalidad estratégica resulta de la circunstancia de que todavía no es posible solucionar todos los conflictos entre las personas (sus sistemas de autoafirmación, cuasinaturales) a través de discursos prácticos. Con todo, nuestra época está caracterizada por la circunstancia -en modo alguno evidente- de que casi todas las empresas primariamente estratégicas de comunicación (por ejemplo, las egociaciones comerciales y políticas) de mayor importancia deben por lo menos, pretender ante el pñublico satisfacer las normas procesales de un discurso sobre los intereses de todos los afectados. Es, por así decirlo el excedente estratégico -ante el público en gran medida silenciado- más allá de las normas procesales de la racionalidad discursiva, que es subordinado también a un telos ético a través de la exigida estrategia ética a largo plazo.

La diferencia entre comunicación estratégicamente distorsionada y comunicación transujetivamente orientada (y por lo tanto: interacción proporcionada a través de la comunicación) no debe ser pero, al mismo tiempo, tiene que ser tenida en cuenta en todo momento como un hecho por parte de una ética de la responsabilidad. De aquí resulta, en mi opinión, el deber de una estrategia ética a largo plazo de ocntribuir (políticamente, en el más amplio sentido de la palabra) a la creación de tales situaciones sociales -y con ello de condiciones reales de acción- en las cuales son exigibles las normas de la ética discursiva (por ejemplo, entre otras, de situaciones jurídicas a nivel internacional, tales como las que ya exigiera Kant en su escrito “Sobre la paz perpetua”).
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Kar-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 102-105

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Hay mucha más gente perjudicada por la tendencia estructural bajista de los mercados de la que hablan los analistas "técnicos". Por un lado la credibilidad de los analistas que no hayan sabido preservar el capital. Por otro, el crédito de todos los "expertos" que han venido solicitando la desregulación de los mercados y la disminución de la información pública. También salen perjudicados los ejecutivos cuyos salarios variables dependen de la cotización bursátil de su empresa (stock options); los que esperan conseguir plusvalías en las privatizaciones y OPV pendientes de ejecución; los negocios de capital riesgo. Pero sobre todo va a perder solvencia la idea de un "capitalismo bursátil popular" que se creía instalado al socaire de varios años seguidos mercados alcistas que eran vendidos como mercados "sin riesgo".

A mí me parece estupendo todo esto. No me alegro por la gente que pierde dinero, pero sí que creo positivo que se depure el mercado de cantamañanas, vendedores de avaricias y estafadores. Y cuanto más se depure, mejor será para el dinero de los que tienen poco. La historia de la bolsa, que incluso cuenta con un refranero recopilado por Kostolany, enseña que alguien tiene que ganar, en un mercado "suma cero", a costa de alguien que pierda. Y suelen ser los inversores que llegan últimos los que estén más expuestos a perder más.

Ahora hay más pesimistas que optimistas. Por eso es que el fondo de mercado está más cerca. Muchos inversores avariciosos, que no se resignan a que sus ahorros produzcan en renta fija poco más que el crecimiento de la inflación, van a seguir yendo de burbuja en burbuja en busca de los ilógicos, pero bien reales que fueron, fabulosos beneficios de hace pocos años.

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El problema de una ética de la responsabilidad y la necesidad de una estrategia ética de la conciliación de la racionalidad comunicativo-consensual y estratégica de la interacción

Después de esta defensa de la racionalidad discursiva como fundamento de la razón no-estratégica de la ética, tengo ahora por último que indicar un problema que nos obliga, una vez más, a conciliar las formas de racionalidad de la comunicación consensual-comunicatica y de la interacción estratégica, hasta ahora distinguidas ideal-típicamente, justamente en nombre de la razón ética. Para aclarar el problema al que aquí me refiero puedo referirme a la concepción weberiana de la “ética de la responsabilidad” y en este contexto también al núcleo de verdad hasta ahora no considerado que se encierra en la referencia de Karl Heinz Ilting a las condiciones del “actuar real” y a la pregunta acerca de la “exigibiidad” de las normas morales.
El problema planteado por Max Weber recurriendo al ejemplo de la política -y que se refiere a la incondicionabilidad de la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”- afecta, en mi opinión, no sólo a la aporética racional de una ética del Sermón de la Montaña, del pacifismo o del anarcosindicalismo sino también -así opina igualmente Max Weber- justamente la ética racional de Kant. Los kantianos ortodoxos suelen no dar mucha importancia a esto, indicando que en Kant el concepto de la (únicamente) “buena voluntad” naturalmente no significa sólo la “mera convicción” sino la seria intención de actuar de acuerdo con la máxima distinguida por la ley ética. Pero esta indicación deja de lado el problema aquí planteado. Pues es justamente el actuar de acuerdo con la máxima distinguida por el imperativo categórico el que, según Max Weber, puede entrar el conflicto con el actuar responsable.
La razón de ello reside en la circunstancia de que el criterio formal de la adecuabilidad de la máxima para transformarse en ley universal -a diferencia del principio de la responsabilidad- es concilizable con y hasta obliga a prescindir de la averiguación y evaluación de las consecuencias concretas que han de esperarse de la acción. (Según Kant, esta evaluación de las consecuencias es hasta moralmente reprochable cuando se trata de consecuencias -y en ello piensa Kant casi exclusivamente- beneficiosas o perjudiciales para el propio actor).
Parecería ahora obvio ver en el principio básico de la ética discursiva -en el principio de la capacidad de las consecuencias de todas las normas que han de ser fundamentadas discursivamente de lograr el consenso de todos los afectados- una reconstrucción y transformación del imperativo categórico, que lo convierte también en principio de la ética discursiva y tambie´n bajo el presupuesto (1) de que todos siguieran el principio de la ética discursiva y también bajo el presupuesto (2) de que pudiéramos prever suficientemente las consecuencias de nuestras acciones- es básicamente posible superar el abismo entre el principio formal de la justicia del experimento mental, al que invita el imperativo categórico a todo individuo, y el principio del bien común del utilitarismo clásico. El principio de superación o de puente reside en el hecho de que todos los individuos afectados en el discurso de fundamentación de las normas, averiguan sus intereses y, en la medida en que son universalizables, los exponen como pretensiones de validez normativamente obligatorias. En realidad yo creo -al igual que Habermas- que aquí reside una idea regulativa de la razón que, frente al imperativo categórico que universaliza la reciprocidad de las pretensiones humanas sin exigir averiguación y conciliación discursiva, representa una nueva y más alta grada de la conciencia moral.
(El principio de la ética discursiva desigma no sólo, como se indicara, la idea regulativa de la mediación entre el principio abstracto de la justicia y el principio abstracto del utilitarismo, sino también una mediación entre Kant y Hegel. Me parece que hay que conceder a Hegel que la “eticidad substancial” de las instituciones históricamente desarrolladas no puede ser inferida a partir del imperativo categórico sino que prácticamente tiene que preceder a su aplicación; porque ella representa ya siempre exactamente la comprensión convencional de las pretensiones de reciprocidad de las personas de una época, que Kant presupone irreflexivamente en el imperativo categórico (por ejemplo, la comprensión de la pretensión de que se respete la propiedad privada en el sentido de la sociedad burguesa de la Época Moderna). Sin embargo, el principio de la formación de consenso de la ética discursiva ofrece la idea regulativa según la cual las normas de la “eticidad subjetiva” no sólo tienen que ser concebidas como “racionales” -a partir de la comprensión especulativa de la historia sustentada por Hegel- sino que han de ser reconstruidas críticamente y legitimadas como susceptibles de lograr consenso o -en un caso dado- hasta revisadas.

Finalmente, el principio de la ética discursiva es también adecuado para reflejar desde el comienzo como tales las distorsiones estratégicamente condicionadas, de la relación de reciprocidad entre las personas y, denunciarlas como obstáculo para la aplicación de la normas de la comunicación consensual. En esta medida, Benjamín Constant, por ejemplo, estaba en el camino correcto cuando -en contra de Kant- objetaba la exigencia de veracidad, también frente al asesino presunto: “Allí donde no hay ningún derecho tampoco hay ningún deber. Decir la verdad es pues un deber; pero sólo frente a quien tiene un derecho a la verdad. Pero nadie tiene derecho a una verdad que perjudica a los demás”. (I. Kant)

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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 96-98







Nótese bien ya no se trata de si la propia comunicación lingüística puede ser entendida como interacción estratégica, sino de si la coordinación de acciones teleológicas referidas al mundo se realiza con respecto a su motivación racional en las tres dimensiones indicadas sobre la base del entendimiento acerca de las pretensiones de validez o sobre la base de mecanismos de coordinación de la influencia recíproca y del equilibrio de intereses. Pero conduce nuevamente a los anteriores mecanismos diferentes de la comunicación lingüística. Pues estos mecanismos -del uso del lengauje primariamente perlocucionario y primariamente ilocucionario- fueron distinguidos, en útima instancia, de acuerdo a cómo a través de ellos debían lograrse los fines habitualmente siempre extralingüísticos del uso del lenguaje: a cualquier precio, por así decirlo, es decir, bajo la condición de que a nivel del efecto ilocucionario de los actos lingüísticos, se alcance, por lo menos implícitamente, un consenso acerca de la conveniencia, justificación, obligatoriedad de los actos lingüísticos (de las comunicaciones, advertencias, promesas, invitaciones, etc.) con respecto a la situación dada y su respuesta.
Si no me equivoco, el problema de distinción que aquí se presenta es solucionado por Habermas con la ayuda de una interesante, pero también problemática, modificación de la distinción clásica entre los efectos o fines ilocucionarios y perlocucionarios del discurso: con la ayuda de una modificación que, como señalamos más arriba, había sido insinuada aunque no expresada por Strawson. En la teoría clásica del acto lingüístico -en Austin y Searle- el fin o efecto ilocucionario del acto lingüístico consiste exclusivamente en la comprensión del discurso de acuerdo con las convenciones lingüísticas (de su sentido proposicional e ilocucionario) por parte de los destinatarios. Toda reacción del destinatario que vaya más allá de esto -sea una acción o simplemente una emoción o una convicción sobre el mundo- representa un efecto perlocucionario. Naturalmente -según las indicaciones originarias de Austin- esto puede ser (1) puramente casual o (2) puede ser intencionado en una -ocultamente estratégica- “acción perlocucionaria” -en el sentido precisado por Strawson- o (3), finalmente, puede ser un “efecto perlocucionario” que está vinculado con el acto ilocucionario de acuerdo con su sentido de regla convencional.
Manifiestamente, estos últimos efectos (3), a diferencia de los fines de uso del lenguaje perseguidos de una manera ocultamente estratégica, son incluidos por Habermas en los efectos o fines ilocucionarios del discurso; y ello en virtud de una nueva fundamentación pragmática universal: Las convicciones que uno obtiene en la comunicación normal sobre la base de informaciones sinceras o los sentimientos que uno supone en los destinatarios en virtud de una manifestación sincera de agradecimiento, de felicitación o de pesar, o finalmente hasta que demuestra ser justificada en virtud de las circunstancias de la situación y de normas válidas: todas estas reacciones constituyen, por así decirlo, los resultados normales sde “acciones comunicativas”, es decir, los resultados de coordinación de acción que no se producen a través del suo estratégico del lenguaje sino sólo bajo la condición de la comprensión y aceptación de las pretensiones de validez que necesariamente están vinculadas con el discurso.

Karl-Otto Apel, ibid, Pág. 73-76















La racionalidad de la ética como fundamento de la razón ética

En este lugar tengo que recordar nuevamente que en lo anterior hemos ya con todo presentado la prueba pragmático-trascendental de que -para que sea posible al menos la discusión de estas cuestiones- tiene que haber una racionalidad no instrumental-estratégica sino consensual-comunicativa de la interacción a nivel del discurso argumentativo.
También Habermas supone básicamente que las pretensiones de validez problematizadas -y a fortiori los conceptos problematizados de las pretensiones de validez- pueden y tienen que ser demostradas en el nivel del discurso argumentativo. Sin embargo, una dificultad reside en el hecho de que esta “esotérica” racionalidad de formación del consenso, que tenemos que presuponer necesariamente por exigencias de sentido en el discurso “libre de la carga de la acción”, parece tener poco o nada que ver con la regulación normativa de acciones reales, por ejemplo, con la solución de reales conflictos de intereses de la interacción humana. En realidad, en contra del intento de una fundamentación pragmático-trascendental, es decir, discursiva-reflexiva de la ética se ha objetado siempre lo siguiente: Aun cuando uno tenga que conceder que a las reglas de la racionalidad consensual-comunicativa, que tienen que ser siempre reconocidas ya en el discurso, pertenecen también normas de una ética del discurso, en el mejor de los casos se trata aquí de una ética mínima o especial del discurso libre de la carga de la acción. Una “ética” de este tipo -así reza la objeción- no puede decir a las personas a qué deben obigarse en el nivel de los conflictos reales de intereses de la interacción social; si, en general, para estos casos existen deberes o normas racionalmente fundamentables.
En este contexto, Karl Heinz Ilting ha llegado hasta poner en duda el sentido de una ética discursiva: Según Ilting, las llamadas normas éticas del discurso argumentativo -por ejemplo, la “norma de la veracidad”- deben ser consideradas simplemente como presupuestos instrumentales de esta empresa especial funcional-racional, es decir, como imperativos hipotéticos. En esta medida, por ejemplo, habría que distinguir básicamente la “norma discursiva” de la veracidad, de la auténtica norma moral que prescribe no mentirle a una persona cuando con ello se le infiere una injusticia. En este contexto, Ilting señala también que las obligaciones morales en el campo de la interacción humana siempre son relativas con respecto a aquello que puede pretenderse de una persona en vista de la respectiva situación social, por ejemplo, en vista de la seguridad jurídica.
Estos me parecen ser argumentos de peso. Sin embargo, creo que -al menos tal como son intencionados- se basan en una falsa evaluación de la función del discurso argumentativo y consecuentemente también del sentido de una ética discursiva. Pero veamos más exactamente este punto:
Es correcto que la función del discurso argumentativo en la ciencia y en la fiosofía se basa en que el discurso -tal como lo ha expresado Habermas- está libre de la carga de la acción, es decir, que no coordina inmediatamente acciones teleológicas referidas al mundo, sobre la base de a fuerza obligante de normas vital-mundanalmente reconocidas. Pero ¿qué se quiere decir en realidad con esta caracterización, a qué estado de cosas fenoménico se apunta con ella? ¿Es el discurso argumentativo un contexto de “juego” del lenguaje separado de la seriedad de la vida, en cierto modo un “juego cooperativo” en el sentido de la teoría estratégica de los juegos que, por una convención, se encuentra bajo la finalidad común de la solución argumentativa del problema y por esta razón, entre otras, está sujeta a la regla del juego que prohibe mentir? En este caso, la violación de esta regla del juego a través de una mentira -al igual que, por ejemplo, la negativa a argumentar- sería moralmente relevante sólo como violación de un acuerdo, presuponiendo que exista una norma moralmente obligatoria según la cual hay que cumplir los acuerdos; pero en todo caso, en el contexto de un juego de sociedad en el cual, según lo acordado, el juego consiste en evitar a través de mentiras que se pueda establecer la identidad de los jugadores.
Me parece que esta concepción del discurso argumentativo como un juego cooperativo -entre innumerables otros juegos posibles de este tipo- en el que se puede o no participar, tiene una cierta justificación externa. Ella se encuentra, como habrá de mostrarse, en el nivel de la forma de organización necesaria para todo discurso real. Pero si con la característica esbozada se hubiera acertado el sentido verdadero del discurso argumentativo y de sus reglas necesariamente presupuestas, habría entonces que dejar sin efecto nuestra anterior invocación al carácter no estratégico de la racionalidad del discurso (y con ello de nuestro análisis de la cuestión de la esencia de la racionalidad); pues la “necesidad” de reemplazar en el discurso argumentativo el principio de racionalidad del discurso (y con ello de nuestro análisis de la cuestión de la esencia de la racionalidad); pues la “necesidad” de reemplazar en el discurso argumentativo el principio de racionalidad del equilibrio estratégico de intereses por un principio de transubjetividad incondicionado, en el sentido de la formación argumentativa de consenso que se persigue -al menos sobre el sentido y la verdad de las proposiciones- esta ¿aparente? necesidad no sería otra cosa que una regla técnico-instrumentalmente fundamentable (= “imperativo hipotético”) en el marco de una cooperación estratégicamente útil para el comportamieto de solución del problema.
Y debería ser claro que en este caso el intento de fundamentar -siguiendo a Kant- las normas de la ética en un principio de razón incondicionado -o al menos, no instrumental-estratégicamente condicionado- (en el sentido de la reciprocidad que hay que universalizar, de todos los seres racionales como seres de fines en sí mismos en el “reino de los fines”) carecería de sentido desde el comienzo. (Me parece que es característico de la actual situación del problema el que muchos filósofos -¿por razones de piedad?- aceptan el discurso kantiano de la autonomía moral legisladora de la razón práctica y, al mismo tiempo, dan a conocer que conciben naturalmente la racionalidad de la acción en el sentido del concepto hobbesiano de racionalidad y del correspondiente concepto de libre albedrío, es decir, en el sentido de la moderna teoría de la decisión, y de la teoría estratégica de los juegos.)
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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 76-83



Estas pretensiones de validez deben ser no sólo comprendidas sino también aceptadas, es decir, no se trata en realidad de una intención arbitraria, subjetiva-perlocucionaria, que el destinatario deba cumplir, posiblemente a raíz del conocimiento de esta intención (como sostiene Grice), sino que, según Habermas, se trata aquí de la “fuerza obigante” de las pretensiones universales de validez, incluida en la estructura del discurso y que inevitablemente tiene que poseer todo hablante. Por eso, en ella debe basarse la coordinación normal de las acciones a través de la comunicación lingüística, que tiene que tomar en cuenta (es decir, utilizar parasitaria-instrumentalmente) también quien está primariamente interesado en la obtención -ocultamente estratégica- de un efecto perlocucionario.
(Por ello también, por ejemplo, los textos publicitarios o los oradores de propaganda política tienen que procurar el efecto perlocucionario que quieren sugerir bajo la condición de que, a nivel del uso del lenguaje públicamente comprensible, parezcan realizables las inevitables pretensiones de validez del discurso: sentido, verdad, sinceridad y corrección jurídica o moral; pero esto no significa que los efectos perlocucionarios a los que ellos aspiran tengan que ser consecuencias normales de las pretensiones de validez aceptadas y en esta medida se encontrasen como fines bajo condiciones de comprensión.)

Me parece que Habermas, con la concepción del “actuar comunicativo” (que en última instancia se basa en la fuerza vinculante de las cuatro pretensiones de validez del discurso humano que se requieren recíprocamente) que se acaba de esbozar, ha logrado mostrar que as interacciones mediadas lingüísticamente, en el caso paradigmático normal, se basan en una específica coordinación consensual-comunicativa (“comprensión”). Ésta puede ser claramente distinguida de la pura función instrumental.estratégica de lo que suele llamarse “conducción del comportamiento a través de signos”. Con esto me parece que Habermas ha mostrado al mismo tiempo que -mejor dicho cómo- en el mundo vital, pueden realizarse la tradición cultural transmitida comprensivamente y la integración social en el sentido de normas válidas, primariamente sobre la base de presupuestos que no descansan en la racionalidad estratégico-instrumental. Pero ¿se ha mostrado ya con ello también que la coordinación comunicativa de la acción -que se basa en la comprensión, es decir, en el acuerdo sobre el sentido y las pretensiones de validez- es racional, es decir, se basa en una racionalidad especial (en el sentido de las indicadas pretensiones de validez del discurso), que sea diferente de la racionalidad estratégico-instrumental' Hemos presentado esto por cierto como la suposición heurística de la arquitectónica tricotónica, pero con ello todavía no se ha demostrado la correspondencia entre las pretensiones de validez del discurso referidas al mundo y las tres dimensiones de racionalidad que son coordinadas con ellas.

Tengo que recordar aquí que en mi investigación se trata especialmente de la cuestión de saber si hay una racionalidad ética que pueda ser distinguida de la racionalidad teleológica estratégica. Especialmente para dar respuesta a esta pregunta acabo de referirme a Habermas; pues creo haber presentado ya la demostración de que tiene que haber una racionalidad consensual-comunicativa, a través del recurso reflexivo a la ya siempre recurrida, y en esta medida necesariamente presupuesta, racionalidad del discurso filosófico. Pero, como el discurso argumentativo puede recurrir a la racionalidad de una comunicación libre de la carga de la acción, he introducio la teoría de Habermas del “actuar comunicativo”; pues aquí se trata de una coordinación de acción con relevancia práctica inmediata; y en este contexto también justamente de la fuerza moralmente legitimable, normativamente obligante de la comunicación consensual.
Ahora bien, me parece que Habermas efectivamente ha demostrado que sólo se puede comprender el actuar comunicativo si, al mismo tiempo, se toma en serio la pretensión de validez moral, en la que en última instancia se basa la fuerza normativa vinculante de los actos lingüísticos regulativos, por ejemplo, las invitaciones. Efectivamente, el actuar comunicativo supone siempre que hay normas válidas a través de las cuales puede justificarse el actuar humano y no sólo motivos empíricos de los actores, por ejemplo, intereses subjetivos. Pero con esto, naturalmente, todavía no se ha demostrado que pueda ser justificada racionalmente la suposición vital-mundanal de normas válidas, es decir, a través de una racionalidad ética especial de la interacción, que no sea estratégico-instrumental. Justamente esto fue puesto en duda por Max Weber. Según él, la suposición de normas válidas, es decir, de los valores que a ellas subyacen -suposición que debía ser tomada bien en serio- se basaba en la autoridad de las imágenes del mundo religioso-metafísicas. Pero esto significaba para él que después del proceso de “desencantamiento”, que está vinculado con el “proceso de racionalización occidental”, tenía que basarse en decisiones pre-racionales de la conciencia. Ya he subrayado que esta conclusión posee gran plausibilidad para los protestantes secularizados y para los liberales sinceros.
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En este contexto quisiera todavía llamar especialmente la atención acerca de que el recurso pragmático al trasfondo de certeza vital-mundanal de la “eticidad” no puede aducir nada contra Max Weber y en general en contra del moderno historicismo. Por cierto que es correcto lo siguiente: Toda orientación humana en el mundo -no sólo el llamado Common sense, sino también las “evidencias paradigmáticas” de la ciencia, que en tanto “criterios” de posibles comprobantes empíricos hacen que sean posibles algo así como hipótesis examinables -presupone que al mundo vital pertenece un trasfondo de certeza, que fácticamente no puede ser sometido a la duda real. Pero esta intelección de Peirce, Collinwood, Wittgenstein y Gadame es puramente formal y no excluye, como al menos lo ha reconocido agudamente Collingwood, la intelección historicista en el cambio histórico de los contenidos del trasfondo de certeza del mundo vital.
Finalmente, ha habido un tiempo en el que, por ejemplo, todos los hombres consideraban que la naturaleza en su totalidad estaba dotada de vida y alma. Sin embargo, este trasfondo de certeza del mundo vital arcaico ha sido dejado de lado por la ciencia natural moderna. No otra es la situación de muchos trasfondos de certeza moral del mundo vital. En esta medida, el recurso a ellos in concreto conduce a declarar como sacrosantas las evidencias aún existentes de a propia tradición cultural. En Europa, después del “proceso de desencantamiento” descrito por Max Weber, este tradicionalismo valorativo ha adoptado e ca´racter de una reacción obstinada y decisionista, justamente entre los neoconservadores actuales. En todo caso, este intento de recurrir a lo vital-mundanalmente no ya cuestionable no debe ser confundido con el intento de lograr una fundamentación racional de las normas éticas universales a través de la vuelta a la estructura de reciprocidad de la comunicación lingüística. En todo caso, me parece indiscutible por lo menos lo siguiente: En el nivel de las “acciones comunicativas” del mundo vital no puede demostrarse que la “fuerza vinculante” de las normas, que constituyen el respectivo trasfondo de certeza de la comunicación consensual, pueda ser fundamentado racionalmente.
¿Tenemos pues, en última instancia, que abandonar el intento de demostrar, a través del recurso a los presupuestos de la comunicación lingüística, la existencia de una racionalidad ética específica y esto significa al mismo tiempo, la existencia de una razón práctica legisladora en el sentido de Kant?


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el problema no es que se haya impuesto Hamas por la fuerza frente a Al fatah, el problema es que a Israel le interesa este desgaste que se produce de guerrilla y está jugando con los dos, pues nunca va a consentir que se rearmen más del límite que imponga Israel. Es una lucha interna de poder y exterior que quiere dominar Israel con sus aliados. - sylphide * (modificar | eliminar)
y ¿qué gana además Israel, aparte de un poco más de desierto y tierra desértica para sus colonos? Israel sigue soñando su sueño imperialista y mesiánico para no ver la realidad que tiene, a sus reales vecinos, y está comprometiendo a todos los países de la zona, dándose nuevamente en sacrificio, inmolándose para volver a ser la sacrificada que sueña con devolverle el poder del petróleo a sus hermanos los buenos americanos que le salvaron del holocausto nazi! - sylphide * (modificar | eliminar)
No es suficiente ese presupuesto, hay algo financiando esto - Lord Daven
Lo que es evidente es que empieza a cansar esta miserable guerra suicida en la que lo único que va a encontrar Israel es un pozo de agua más si acaso pero nada más, porque la comunidad internacional no se lo va a permitir. - sylphide *



La concepción mayoritaria y asociativa de la democracia
La concepción mayoritaria de la democracia resulta muy popular -es la concepción defendida con más frecuencia por filósofos y científicos políticos-, y resulta por ello poco sorprendente que la decisión del caso Buckley en contra de limitar los gastos fuera considerada correcta por muchos abogados y jueces.
La Corte Buckley subrayó esta cuestión con una claridad tal que convierte su decisión en una firme adhesión a la concepción mayoritaria: “En la sociedad libre establecida por nuestra Constitución no es el gobierno, sino el pueblo -integrado individualmente por ciudadanos y candidatos y colectivamente por asociaciones y comité políticos-, quien debe retener el control sobre la cantidad y el nivel del debate acerca de cuestiones públicas en una campaña política”. Para la concepción mayoritaria, el único argumento para limitar la cantidad de debate político es el que sugiere, de forma paternalista e inaceptable, que el pueblo va a pensar más claramente si el gobierno limita lo que aquél puede oír (ninguna suposición de este tipo resulta necesaria en la concepción asociativa, pues ésta justifica los líites impuestos a los gastos apelando a una preocupación independiente por la igualdad entre los competidores políticos).
Sin embargo, la igualmente difundida impresión de que la decisión en este caso resulta errónea sugiere que muchos otros abogados y legos rechazan, al menos intuitivamente, esa concepción de la democracia. En otro lugar he argumentado que la concepción mayoritaria resulta radicalmente defectuosa. Casi todos nosotros pensamos que la democracia es una forma de gobierno valiosa, incluso indispensable. Pensamos, asimismo, que vale la pena luchar, y tal vez morir, para protegerla. Por lo tanto, necesitamos una concepción que concuerde con este sentido del valor de la democracia: necesitamos una noción que nos muestre qué es tan bueno acerca de ella. La concepción mayritaria fracasa al hacer esto, ya que no hay nada inherentemente valioso en un proceso que permite a un grupo muy numeroso de ciudadanos imponer su voluntad sobre un grupo menor. La regla de la mayoría no es justa o valiosa en sí misma; lo es sólo cuando se observan algunas condiciones, incluyendo ciertos requisitos de igualdad entre los participantes del proceso político a través del cual la voluntad de la mayoría resuta determinada.
Por lo tanto, debemos explorar la concepción rival, la asociativa, que insiste en reconocer estas condiciones como esenciales para una verdadera democracia. Para la concepción asociativa, las instituciones son democráticas si permiten a los ciudadanos gobernarse a sí mismos colectivamente a través de una asociación en la cual cada uno es un socio activo e igual. Ese objetivo, como he admitido, es muy abstracto y podría especificarse adecuadamente a través de grupos de instituciones diferentes. La democracia británica está estructura de forma diferente de la norteamericana, y ambas, a su vez, están organizadas de manera distinta a la democracia sudafricana. Pero todas ellas otorgan algún espacio a a democracia asociativa, aunque ninguna le concede un espacio completo. La medida en la que una sociedad ha triunfado al crear una democracia asociativa no puede ser juzgada confinando sus instituciones a un único estándar, como el que construí para ilustrar la concepción mayoritaria, sino analizándola a la luz de un juego más complejo de ideales que abarquen diferentes dimensiones.

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Ronald Dworkin, Virtud soberana, la teoría y la práctica de la igualdad, ed. Paidos, 2003, Barcelona, Págs. 392-394




“¿es la intencionalidad más fundamental que el significado lingüístico? intencionalismo semántico de la filosofía de la conciencia objeciones”
hace 1 hora - Comentar - Me gusta - Ocultar - Más
lo que aqui se trata es de explicar la fuerza ilocucionaria del lenguaje por medio del concepto de las condiciones de validez - sylphide * (modificar | eliminar)
la filosofía me está condenando al "solipsismo" con su metalenguaje =) pero voy pasando por encima y voy cogiendo las ideas positivas y que conectan en cierto modo con la filosofía pragmática - sylphide * (modificar | eliminar)
“estudiando la nueva retórica y los estados de conciencia intencional, la teoría de los actos de habla a la luz de una pragmatica universal”








Pragmatismo y Derecho, el nuevo pragmatismo

(La teoría jurídica estadounidense lleva más de una década demasiado ocupada en debates metateóricos sobre su propia naturaleza o posibilidad. Parte (pero sólo parte) de esta preocupación vino inspirada por encomiables aspiraciones políticas. Pero a fin de cuentas ni siquiera de dichas aspiraciones se sacó nada en claro; quienes analizaban el nihilismo y la deconstrucción con la justicia social en mente podrían haber hecho más por tal causa tratando sus problemas de manera directa, como son una pérdida de importantes recursos y energía.)
Ahora debemos dejar de lado los grandes debates sobre si el derecho es todo poder, ilusión o fuerza, o si los textos interpretan sólo otros textos, o sobre si hay respuestas correctas, mejores, verdaderas o sólidas, o sólo útiles, poderosas o populares. En vez de ello podríaos analizar cómo deben tomarse decisiones que en cualquier caso hay que tomar, y cuáles de las respuestas que de cualquier modo se pensará que son correctas, mejores, verdaderas o sólidas realmente lo son.

Algunos de los juristas que se autodenominan pragmatistas tan sólo quieren decir que son gente práctica, más interesada en las consecuencias reales de las concretas decisiones políticas y legales que en la teoría abstracta. Pero “pragmatismo” es también el nombre de un tipo de teoría filosófica abstracta. El profesor Rorty, que se considera un pragmatista filosófico, incluye dentro de tal tradición no sólo a William James, Charles Sanders Peirce y John Dawey, sino también a Ludwig Wittgenstein, W. V. O. Quine y Donald Davidson, aunque estos tres últimos más que apoyar han refutado la versión rortiana de tal tradición.
Rorty dice que debemos abandonar la idea de que la indagación jurídica, moral e incluso la científica sean intentos de descubrir qué es lo que realmente hay, qué es realmente el derecho, qué quieren decir realmente los textos, qué instituciones son realmente justas o cómo es realmente el universo. Debemos abandonar la idea de que un vocabulario de conceptos, un conjunto de proposiciones, pueda ser más fiel que otro a una “realidad” que existe con independencia de ambos. En lugar de ello, debemos aceptar que el vocabulario que tenemos es sólo el que tenemos, el que parece irnos bien o sernos útil. También deberíamos aceptar que cuando ese vocabulario de ideas o proposiciones ya no nos parece útil (ya no parece irnos bien) podemos y debeos cambiarlo para ver “cómo nos apañamos” con otro distinto. La indagación así entendida es experimental. Ponemos a prueba nuestras ideas para ver cómo funcionan, para ver qué idea o vocabularios demuestran ser útiles o interesantes.
Todo esto suena muy interesante. Sin embarg, como a estas alturas ya han puesto de manifiesto muchos filósofos, filosóficamente es un desastre. Para mostrarlo citaré el escueto estado de la cuestión hecho por Bernard Williams al resumir la devastadora crítica de Hilary Putnam: (los puntos de vista de Rorty) “sencillamente se hacen pedazos a sí mismos. Si, como a Rorty le gusta decir, la descripción correcta (para nosotros) del mundo depende de qué entendemos que nos resulta útil decir que la ciencia descubre un mundo preexistente, entonces simplemente no hay ningún ángulo desde el que Rorty pueda afirmar, como también hace, que la ciencia en realidad no descubre un mundo preexistente, sino que (más o menos) se lo inventa” (Williams 1991).
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Este razonamiento también vale para el derecho y la moral. En el ejercicio de su profesión los abogados comunes entienden que algunas decisiones judiciales interpretan el derecho adecuada o correctamente y otras no. Los ciudadanos comunes piensan que la Guerra del Golfo fue justa o que no lo fue. No entienden que decir tal cosa sea entretenido, interesante o útil, sino que realmente matar civiles inocentes siempre es injusto. Afirmar que la distinción entre lo que el derecho realmente dice o lo que la justicia realmente exige y aquello que de alguna forma sería útil decir o pensar es una distinción que nos resulta importante, sería una subestimación: nos resulta crucial. No podríamos pasar sin ella, y menos aún nos podría ir bien si lo hiciéramos. Si pensásemos que el pragmatista nos estuviera aconsejando abandonar tal distinción rechazaríamos su consejo por ser pragmáticamente autorrefutatorio: seguir su consejo haría nuestro “vocabulario” no más, sino mucho menos útil para nosotros.
Como puede verse, el pragmatismo se autodestruye allí donde aparece: nos ofrece consejos que nos dice que no aceptemos. Así las cosas, algunos lectores se habrán sorprendido al saber que Rorty afirma que al menos en el derecho ya hemos hecho los cambios que demanda su estilo de pragmatismo, que el pragmatismo y sus aliados prácticamente han barrido el campo, que la larga batalla está en gran parte ganada y que, al menos en la teoría jurídica, ya somos todos pragmatistas. Pero todavía hablamos como si las proposiciones jurídicas de los abogados fueran proposiciones sobre lo que dice el derecho y no sobre aquello que sería útil afirmar que dice, y todavía entendemos que las proposiciones formuladas por los abogados pueden interpretar el derecho tanto adecuada como inadecuadamente: ¿cómo puede ser que seamos todos pragmatistas? La respuesta se encuentra en un diagnóstico que ya he efectuado antes de forma más extensa.
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Ronald Dworkin, La justicia con toga, ed. Marcial Pons, 2006, Madrid, Págs. 47-49


Normas y sanciones

¿Es necesario que las reacciones crítica adopten la forma de sanciones institucionalizadas, formales, en todos los sistemas jurídicos? ¿Podría haber un sistema jurídico basado únicamente en las conciencias de los ciudadanos? Algunos autores, especialmente Hans Oberdiek y Neil MacCormick, han sostenido que un sistema jurídico no necesita basarse en la coacción organizada. Aquí son necesarias algunas restricciones. Anarquistas, marxistas, positivistas jurídicos y sociólogos weberianos están de acuerdo en que el Derecho se basa en el monopolio de la coacción física organizada. Pero las sanciones y la coacción física no son equivalentes. No toda coacción física ejercida por los órganos del Estado constituye una sanción. Ni lo son todas las sanciones físicamente coactivas. La privación del derecho a votar, por ejemplo, puede funcionar como una sanción (era así en el antiguo Código penal de Finlandia) pero no implica coacción, al menos en el sentido físico.
En las sociedades modernas el Estado posee el monopolio legítimo de la coacción física, pero la existencia del Derecho no depende conceptualmente de la existencia de tal monopolio.
Por ejemplo, en la época feudal no había tal monopolio pero, no obstante, había Derecho. El Derecho no exige necesariamente un monopolio de la coacció, exige supremacía en el ámbito de la autoridad. El Derecho puede dejar el respaldo de sus exigencias a los ciudadaos pero pretende tener la última palabra respecto a cuándo y cómo los individuos tienen derecho a respaldarlas. Si la norma es ojo por ojo, la tarea del Derecho es comprobar que no se arranquen dos ojos en vez de uno. Incluso individuos tiene que contener otros deberes sobre las acciones de respaldo. De este modo, todo sistema jurídico contiene algunas noras sobre sanciones. Pero de aquí no se sigue que todo sistema jurídico necesite tener instituciones específicas para ejecutar las sanciones. Es concebible un sistema jurídico sin carceleros ni inspectores de policía.
El problema conceptual tiene sólo una relevancia limitada. Las cuestiones más importantes son si las sanciones coactivas formalizadas son socialmente necesarias y si pueden justificarse moralmente. Quienes, como Hobbes, Bentham, Olivecrona y Kelsen, creen que el Derecho es coactivo por razones conceptuales tienden también a enfatizar el papel del miedo a la coacción como la razón psicológicamente más importante para que la gente cumpla las normas. Sin embargo, estas creencias son conceptualmente distintas. Podemos creer que las sanciones coactivas son una propiedad necesaria de los sistemas jurídicos pero que no son psicológicamente importantes. Tambiñen podemos creer que mientras la presencia de sanciones es psicológicamente importante, no lo es porque la gente tenga miedo a las sanciones sino porque su sentido de la justicia exige que los malhechores sean castigados, y porque una razón importante para obedecer el Derecho es que se lo considere justo.
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En todo sistema jurídico constitucional hay algunos deberes jurídicos imperfectos. Son parte del sistema; pueden tener fuentes jurídicas y pueden ser modificados por medios legislativos. Por esta razón, no son simplemente “moralidad positiva” como diría Austin (1954). Su existencia muestra que as obligaciones jurídicas no pueden ser definidas en términos de sanciones institucionalizadas.
Todas las teorías aquí analizadas son reduccionistas en algún sentido. Austin quiso reducir los deberes jurídicos a hechos sociales de mandato y obediencia; Anderson y los realistas trataron de reducir los deberes a sanciones; Kelsen quiso reducir las normas de deber a normas dirigidas a órganos jurídicos. Las anteriores críticas muestran que estos intentos están equivocados. Pero todos ellos reflejan un hecho importante, La propiedad peculiar de los sistemas jurídicos es que son instituciones específicas. Mi crítica sólo muestra que hay límites conceptuales para esta institucionalización.
Estos comentarios no muestran que no exista conexión conceptual entre la noción de deber y la de sanción en sentido amplio. Siguiendo a Hart (1961), sustituyamos la noción de sanción por la noción más general de reacción crítica. Una reacción crítica puede implicar críticas verbales, ostracismo social, condenas rituales, venganza privada, vigilancia privada, exigencias de reparación o compensación, etc. Una sanción jurídica puede ser vista como una forma institucionalizada de reacción crítica. Me parece convincente decir que una violación de un deber siempre ofrece justificaciones prima facie para las reacciones críticas de agún tipo. No diríamos que algo es un deber en una sociedad si siempre puede ser violado sin ninguna reacción. Más exactamente: Cuando se dice que alguien tiene un deber u obigación de hacer p, ello implica que no hacer p es una justificación prima facie para alguna reacción crítica. Si hacer p es tomado realmente como un deber en una comunidad, aquellos que no hacen p están, a menudo, sometidos a reacciones críticas, y estas reacciones son generalmente aceptadas como justificadas. Si, en un sistema jurídico, hay un deber jurídico de hacer p, es posible que no se produzca ninguna reacción crítica, formal o informal. Quizá la policía o los tribunales no son eficaces, o son descuidados o están siendo sobornados. Sigue siendo verdad que el sistema proporciona una justificación jurídica para tales reacciones. Si un sistema jurídico es eficaz -si existe en una sociedad- entonces violación de los más importantes deberes jurídicos, al menos, es frecuentemente seguida por reacciones críticas formales e informales. Más aún, si el sistema tiene una Constitución eficaz, es decir, sus órganos supremos están limitados por deberes jurídicos, al menos algunos de estos deberes tienen que ser imperfectos, en el sentido de que solamente están respaldados por reacciones críticas informales.
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Eerick Lagerspetz, “Normas y sanciones”, La normatividad del Derecho, Ernesto Garzón Valdes (comps.), ed. Gedisa, 1997, págs. 60-62.




En esta medida, la distinción ideal-típica de Habermas entre la coordinación consensual-comunicativa de la acción y la coordinación stratégica depende, en realidad, siempre del presupuesto de que la racionalidad no-estratégica de la primera pueda ser básicamente demostrada como racionalidad por la racionalidad del discurso. Pues sólo en este nivel de la metacomunicación libre de la carga de la acción pueden, al mismo tiempo, ser incluidas, con las vinculaciones de intereses, también las prevenciones dogmáticas de la comprensión comunicativa en el sentido de los trasfondos de certeza del mundo vital. Por ello, además, es una de las características teórico-comunicativas del discurso libre de la carga de la acción el que a este nivel, en todo caso la aceptación de las pretensiones de validez del discurso libre de la carga de la acción el que a este nivel, en todo caso la aceptación de las pretensiones de validez del discurso que va más allá de la pura comprensión lingüística, no debe ser incluida entre el fin o efecto ilocucionario del discurso; pues aquí tiene que ser puesta en tela de juicio y fundamentada racionalmente la fuerza vinculate de las pretensiones de validez, que normalmente funciona. Dicho brevemente: el estar libre de la carga de la acción del discurso es la condición y el medio de una libre disposición de la racionalidad del discurso al servicio de la posible solución de conflictos de la praxis vitaal exclusivamente a través de la satisfacción consensual o justificación de las pretensiones de validez del discurso humano.
La posibilidad y necesidad del paso del actuar comunicativo al discurso argumentativo, que se acaban de esbozar, sobre todo desde el punto de vista del discurso, no pueden ser entendidas como un paso, que dependa de un acuerdo, hacia un juego especial de cooperación sobre la base del libre albedrío y del prudente cálculo de utilidades del actuar estratégico. Por ello, esta concepción de la teoría de los juegos, a la que hemos recurrido basándonos en Ilting, tan sólo puede dar cuenta de un aspecto suprficial del fenómeno ya que, en caso contrario, podría demostrarse una autocontradicción pragmática del argumentante. Pues cada cual que analiza esta cuestión es necesariamente ya un argumentante y, en esta medida, nopuede tomar en cuenta seriamente una alternativa, relevante desde el puto de vista de la teoría de la decisión, a la participación en el discurso. (Naturalmente, la justificación “esotérica” de la concepción del discurso como un juego cooperativo con reglas aceptables o no aceptables reside en que el afectado puede decidir todavía en el nivel de la obligatoriedad institucional si desea o no participar en un seminario o en una discusión públicamente organizada. Sobre esto habré de volver más adelante).
Dicho brevemente: no se puede ir más allá del discurso en un sentido trascendental, y por esa razón, sus reglas no pueden ser consideradas ni como meras convenciones ni como “imperativos hipotéticos” en el sentido de Kant, es decir, como reglas prudenciales fundamentables técnico-instrumentales o estratégicamente, al servicio de la realización de un fin contingente, motivado por el autointerés. Más bien, el cumplimiento del principio de transubjetividad de las reglas de la formación argumentativa del consenso constituye un tipo sui generis de racionalidad que, en tanto siempre cumplidos por el pensamiento, no puede ser ya referido por el mismo pensamiento a las reglas si-entonces de la racionalidad estratégico-instrumental.
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Págs. 85-87

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Ahora bien, ¿cuál es la posibilidad de inferir de la demostración de la racionalidad no estratégica del discurso también la existencia de una racionalidad ética (una razón práctica legisladora en el sentido de Kant) ¿No es, más bien, la circunstancia de que las reglas del discurso de todas maneras tienen que se obedecidas por el pensamiento válido una objeción en contra de la posibilidad de que aquí pueda encontrarse el fundamento racional para la justificación de normas aplicables al actuar real y a sus conflictos de intereses?
Aquí uno podría responder con la siguiente contrapregunta: ssuponiendo que se considere como posible una fundamentación racional de la ética: ¿Cómo habría de ser posible una fundamentación sin regreso al infinito de una ética racional, como no sea a través de a demostración reflexiva de que la razón en tanto tal, de acuerdo con su estructura comunicativa, tiene que haber aceptaddo ya siempre un principio ba´sico racional de ética? Me parece que efectivamente en una demostración de este tipo (que es posible en el momento en que la filosofía trascendental deja de estar presa en los límites del solipsismo metódico de la filosofía de la conciencia) reside la única posibilidad de reconstruir de una manera puramente filosófico-trascendental y en esta medida justificar, la idea -en Kant presupuesta todavía metafísciamente- de una razón autónoma, moralmente legisladora, que a priori está referida a una comunidad de seres racionales con igualdad de derechos en tanto seres de fines en sí mismos.
En Kant todavía no se establece ninguna relación a nivel filosófico-trascendental entre el “yo pienso” “que tiene que poder acompañar todas mis representaciones” y el “reino de los fines” en tanto la comunidad éticamente decisiva de seres racionales autónomos. La libertad qua autonomía de a razón moralmente legisladora todavía no está fundamentada filosófico-trascendentalmente -por ejemplo, como condición de sentido del pensamiento que argumentar- sino metafísicamente: como posibilidad inteligible sobre la base de la teoría de los dos mundos y como realidad a postular a partir de la validez, que no puede ser ya fundamentada, de la ley ética como “hecho de la razón”. Esta situación se modifica decisivamente cuando se muestra que el pensamiento intersubjetivamente válido, en tanto ligado al discurso, tiene ya la estructura del discurso. Ahora, a través de la autorreflexión trascendental del “yo pienso”, se puede demostrar que con la estructura del discurso: se presupone una -en principio ilimitada- comunidad de seres racionales finitos y la también ilimitadamente universaliable reciprocidad de las pretensiones (es decir, de los intereses o necesidades argumentativamente sostenibles) y de la competencia de examen de los argumentos; brevemente: se presupone una comunidad de comunicación ideal contrafácticamente anticipada en la comunidad de comunicación real.
Con esto, se reconoce la capacidad de lograr el consenso de la comunidad de argumentación ideal, ilimitada, como idea regulativa de la validez intersubjetiva, tanto de argumenots relevantes desde el punto de vista teórico como de los con relevancia ético-práctica.
Naturalmente, para esta demostración se presupone que uno está dispuesto a llevar a cabo la autorreflexión -no sicológica- a la que aquí se hace referencia.Y en mi opinión, quien acepta inmediatamente limitaciones pragmáticamente necesarias o funcionales de la temática relevante y diferenciaciones entre participantes más o menos competentes, como características esenciales del discurso, no está dispuesto a una reflexión trascendental de los presupuestos discursivos de su pensamiento. Pues todas las limitaciones pragmáticas del apriori de la igualdad básica de derechos de todos los miembros del discurso y de la en principio ilimitada tematizabilidad de los intereses vitales en el discurso necesitan a su vez una justificación que en principio presupone que las razones pueden contar con el consenso de todos los afectados (al igual que en Kant la constitución de un Estado presupone no de facto pero sí de acuerdo con la idea regulativa, la voluntad unificada de todos los ciudadanos). Debido a la indicada introducción -en principio presupuesta como susceptible de lograr el consenso de todos los afectados- de cualificaciones de las condiciones o reglas del discurso, pragmáticamente necesarias o funcionales, se constituye desde luego el carácter de un juego cooperativo, que es indispensable para el discurso real (institucionalizable), como una empresa especial, teleológico-racional, en el mundo.
Pág. 88-90

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Pero, ¿hasta qué punto pueden ser consideradas las reglas indicadas de la reciprocidad uiversalizada de una comunidad ideal de comunicación como normas básicas en el sentido del principio de racionalidad ético de una fundamentación posible de normas prácticamente aplicables? Una vez más quisiera volver a la objeción según la cual a nivel del discurso libre de la carga de la acción todavía no pueden haber deberes o normas éticamente relevantes. Y quisiera conceder en principio lo siguiente:
Efectivamente, de manera inmediata, a través de la reflexión pragmático-trascendental sobre las condiciones normativas del discurso libre de la carga de la acción, no es posible derivar normas concretas, referidas a la situación, como son ya siepre presupuestas en el sentido de certeza del trasfondo vital-mundanal en el “actuar comunicativo”. Pero ésta es justamente la condición para que haya que encontrar aquí el principio racional de la fundamentación procesal de normas referidas a la situación en los discursos prácticos que hay que institucionalizar: el principio de la capacidad necesaria de las consecuencias previsibles de las normas que hay que fundamentar, de lograr el consenso de todos los afectados.
El que en este principio procesal formal hemos también ya reconocido siempre una obligación ética, y hasta una norma básica de contenido no empírico, se explica sin embargo por la circunstancia de que en tanto “seres racionales finitos” (Kant) sólo podemos reflexionar sobre las condiciones normativas del discurso libre de la carga de la acción si tenemos en cuenta, al mismo tiempo, su tensión con las condiciones de acciçon de nuestra existencia real. En esta medida, el principio racional de la ética, reconocido en el pensamiento mismo, demuestra su fuerza normativa ya en el nivel de la reflexión sobre la fundamentación última, por ejemplo, como norma que posiblemente impide al pensador solitario, que trata de internalizar el discurso ilimitado de la comunidad ideal de comunicación, el mentirse a sí mismo en aras de un resultado de la reflexión, que en secreto desea.
(En este sentido, no veo por qué, en el nivel del discurso libre de la carga de la acción, la mentira no ha de ser un fenómeno éticamente relevante sino simplemente absurdo o simplemente disfuncional. Por el contrario, considero que sólo a nivel del discurso -en la medida en que el individuo está referido a la comunidad ideal de comunicación contrafácticamente anticipada- el omitir la mentira, es decir, la veracidad incondicionada, es un “deber indispensable” en el sentido de Kant. En cambio, el no mentir -o la veracidad como disposición ilimitada de información- es a nivel del “actuar comunicativo” un deber básicamente limitado, tal como se verá claramente en lo que sigue).
Pero, en mi opinión, la respuesta propiamente dicha a la cuestión acerca de la función ética de la racionalidad discursiva reside en que ella contiene el principio o la metanorma procesal de la fundamentación de las normas en los discursos prácticos. Esto significa que la función ética de la racionalidad discursiva puede hacerse valer sólo en un procedimiento de dos gradas para la fundamentación de las normas. En el nivel pragmático-trascendental de la fundamentación racional última, resulta sólo el principio procesal formal de la ética discursiva, que en tanto idea regulativa, promueve la averiguación y la transmisión puramente discursiva de los intereses de todos los afectados, que son sostenibles como pretensiones. Justamente esto -ni más, ni menos- hemos reconocido necesariamente como argumentantes sinceros. La prueba reflexiva al respecto reside en que no podemos, en tanto argumentantes, objetar esta exigencia sin caer en una autocontradicción pragmática; y por eso tampoco naturalmente podemos demostrarla deductivamente ya que toda demostración de este tipo tendría que presuponerla en el nivel pragmático de la argumentación. El intento de objeción podría rezar de la siguiente manera: “Yo sostengo con esto (=propongo como susceptible de lograr consenso universaal en la comunidad ideal de comunicación) el que no todas las normas discursivamente fundamentables -inclusive las limitaciones discursivas pragmáticamente funcionales- tengan que ser susceptibles de lograr consenso universal”.
Todavía hoy puede tener sentido y hasta ser necesario anticipar los ordenamientos de la convivencia que son susceptibles de lograr consenso deibdo a las condiciones de la vida humana, en proyectos globales de sistemas normativos no sólo jurídicos sino también morales. Pero, desde el punto de vista de la racionalidad discursiva de la ética, en principio, todo proyecto global de un sistema normativo puede ser considerado sólo como una contribución a la formación de consenso sobre normas en el nivel de la “opinión pública razonante” (Kant). Y, naturalmente, a este nivel el filósofo o el teólogo tiene, en principio, el mismo derecho de voto que caulquier otro que invoque el derecho a la libertad de opinión. Especialmente, en este nivel -dentro de lo posible bajo condiciones no distorsionadas del discurso- tiene que ser presentado el conocimiento de los expertos con respecto a las condiciones reales de las normas iponibles que a menudo son decisivamente importantes en la época de la ciencia y la técnica.

Kar-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, págs. 90-92




El recurso al estatus del lobo en el sentido de Hobbes enraizadas en las imágenes míticas y metafísico-religiosas del mundo

(El recurso al estatus del lobo en el sentido de Hobbes enraizadas en las imágenes míticas y metafísico-religiosas del mundo
Versus un ser “racional”que no sólo posee intereses empíricos sino que vincula al lenguaje necesariamente pretensiones de validez universal.)


Sin embargo, la concepción del discurso como una empresa cooperativa y teleológico-racional bajo el presupuesto sólo de los intereses empíricos y del libre albedrío de quienes la organizan no da cuenta de la función (pragmático-trascendental) que necesariamente tiene el discurso para un ser “racional”, que no sólo posee intereses empíricos sino que vincula al lenguaje necesariamente también pretensiones de validez universal. Ahora bien, en los casos en los que se niegan estas pretensiones de validez, para los participantes en la comunicación existe sólo una posibilidad de no buscar un equilibrio estratégico de intereses sino aceptar el desafío que implica la problematización de las pretensiones de validez e intentar su cumplimiento racional: la continuación de la comunicación a través del discurso argumentativo. Este suspende, por así decirlo, la función normal “perlocucionaria” de la comunicación lingüística -la coordinación de las acciones referidas al mundo- y eleva explícitamente a la categoría de objetivo de la comunicación, al formación de consenso sobre las pretensiones de validez de actos lingüísticos que normalmente en las acciones de comunicación funciona sólo implícitamente como condición de la comprensión y de la coordinación de las acciones.
Con esto efectivamente se ha establecido un objetivo común de los participantes en el discurso; pero éste no surge como un objetivo arbitrariamente elegible a partir de los intereses empíricos de los actores, sino del objetivo común a priori de la formación de consenso sobre las pretensiones de validez que está incluido en el lenguaje como medium del pensamiento intersubjetivamente válido. Por cierto que, a pesar de ello, en caso de diferencias de opinión, el discurso puede ser visto como una empresa teleológica contingente y a la participación en ella preferirse una forma estratégica del equilibrio de intereses. Sin embargo, quien básicamente quisiera hacer esto -en cierto modo, en el sentido del recurso al estatus del lobo en el sentido de Hobbes- tendría que terminar renunciando a su identidad como ser racional (y al respecto existen evidencias sicopatológicas). Dicho brevemente: primariamente, el discurso no es ningún objetivo empírico del actuar teleológico-racional por intereses subjetivos, sino la condición de la posibilidad de la realización del pensamiento intersubjetivamente válido.
(Sólo con fines de ilustración cabe señalar aquí que la realización en la historia universal del paso ideal-típicamente caracterizable de la comunicación referida a la acción, al discurso argumentativo coincide con la historia de los movimientos de ilustración, especialmente con el desarrollo de la filosofia y de las ciencias, que en el discurso están internamente vinculadas con aquélla. Aquí, por lo pronto, estaba en primer plano la problematización de las pretensiones de verdad -enraizadas en las imágenes míticas y metafísico-religiosas del mundo- y de las pretensiones normativas de corrección; pero, al menos a partir de Marx, Nietzsche, Kierkegaard y Freud, también la pretensión de veracidad o de autenticidad del discurso humano (y consecuentemente, de la autocomprensión en el pensamiento) fue puesta deiberada y sistemáticamente en duda; y a partir de Wittgenstein -cuando no desde Peirce- fue puesta también en duda la pretensión de validez de sentido del discurso; curiosamente, no la del actuar comunicativo en el mundo vital sino la del discurso argumentativo de la filosofía).
Con la insinuada interpretación de la función del discurso argumentativo ya se ha iluminado también el sentido del “discurso libre de la carga de la acción”. Este sentido no consiste en eliminar del discurso toda referencia a la praxis, es decir, toda relación con los conflictos de intereses de la interacción humana, sino en posibilitar una solución racional pero no-estratégica de las diferencias de opiniones y de los conflictos de intereses de la praxis de la interacción, es decir, una solución de los conflictos exclusivamente a través del cumplimiento de las pretensiones de validez porblematizadas. Para esto justamente se necesita una descarga de aquellos intereses de autoafirmación de la praxis vital-mundanal que están también siempre en juego a nivel de las “acciones comunicativas” y por ello imposibilitan en el mundo vital prediscursivo una separación real entre el actuar “orientado hacia la comprensión” y el “orientado hacia el éxito”.
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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 82-85




los procedimientos democráticos como puros procedimientos decisionistas de compensación de intereses: un escepticismo o pluralismo normativo.


Así pues, nuestra investigación sobre el tipo de racionalidad éticamente relevante de la comunicación consensual, que fuera provocada por la monopolización weberiana de la (entre otras estratégica) racionalidad teleológica, ha llegado a un resultado que, en parte, da la razón a Max Weber aun cuando rechaza su irracionalismo ético: El “proceso de desencantamiento” que está vinculado con el “proceso de racionaliación occidental”, afecta en realidad la autoridad de todos los sistemas de normas metafísico-religiosos de la moral. En realidad, éstos pueden ejercer su decisiva función de orientación ya sólo a nivel de las decisiones privadas de conciencia.
En cambio en el nive de la opinión pública -por ejemplo, en el análisis de los “valores fundamentales” que están establecidos en una Constitución democrática- no pueden ya pretender ninguna validez intersubjetivamente obligatoria sino que, en todo caso, tienen sólo es status de trasfondos subjetivos de certeza para las constribuciones a la discusión.

Sin embargo, de esta constatación no se infiere que los procedimientos relevantes de fundamentación de normas de una democracia liberal excluyan la obligatoriedad intersubjetiva de absolutamente todas las normas morales, por ejemplo, porque los procedimientos democráticos de votación tuvieran que ser considerados como puros procedimientos decisionistas de compensación de intereses. (Desde Max Weber, los autodesignados defensores de la democracia liberal han inferido siempre esta conclusión y no pocas veces la han vinculado con la sugestión de que la “neutralidad ideológica” del Estado moderno en cierto modo obliga a todos los buenos demócratas a un fundamental escepticismo o pluralismo normativo. La analogía a nivel internacional reside, por ejemplo, en la actualmente muy difundida opinión de que la superación del imperialismo cultural eurocentrista implica el necesario reconocimiento del relativismo ético de normas culturalmente condicionadas).

Pero el recurso a la racionalidad discursiva de la fundamentación comunicativo-consensual -en dos gradas- de las normas muestra que las consecuencias que se acaban de indicar se deben a una falacia; dicho más exactamente: al no tomar en cuenta una premisa que resulta de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de acuerdos obligatorios a nivel nacional e internacional. Este descuido se muestra, por ejemplo, ya en el notorio desconocimiento del principio moral y “iusnaturalista” “pacta sunt servanda” por parte de los iuspositivstas. Por una parte, este principio presenta una condición necesaria de todos los acuerdos obligatorios -y con ello también justamente de los procedimientos democrático-liberales de fundamentación de normas-; pero justamente por ello no puede él mismo ser fundamentado (puesto en vigencia), a través de acuerdos sino que manifiestamente tiene siempre que ser reconocido ya como intersubjetivamente válido en tanto elemento de una racionalidad discursiva no-estratégica.
Pero, en un sentido más profundo, esto vale manifiestamente también para la exigencia de procurar, en caso de conflicto, en principio un acuerdo obligatorio en el sentido de la norma básica de la formación discursiva de consenso; y ya se ha subrayado que todas las limitaciones pragmáticamente necesarias de la realización institucional de esta idea regulativa (por ejemplo, la limitación temporal del discurso, la limitación temática, la limitación de participantes en el sentido de la representación de intereses o de la elección de expertos, etc.) están sometidas ellas mismas al postulado de la posibilidad de lograr consenso y por ello son, en principio, revisables. Me parece que, a partir de esta intelección, es posible comprender los elementos “cuasidecisionistas” de los procedimientos democráticos de formación de la voluntad y de la toma de resoluciones, sin que uno tenga que negar que los procedimientos democráticos del equilibrio de intereses -a diferencia, por ejemplo, de los que sucede en los Estados totalitarios- están también sujetos a la idea regulativa del discurso argumentativo. Que tal opinión, se muestra clarísimamente en el ámbito de la “opinión pública razonante”, que e Estado democrático se permite también como instancia de la autocrítica y en la que libera, por así decirlo, de coacciones pragmáticas al principio discursivo que en él está ínsito. Efectivamente, todos aquellos críticos desilusionados de la utopía de la “comunicación libre de dominación” (Habermas), que quieren ver en el Estado democrático sólo procedimientos especiales del equilibrio del pder entre grupos de intereses, recurren ellos mismos siempre a este ámbito. Es, por así decirlo, la representación del discurso ideal sancionada por la función de dominación del propio Estado democrático, en la realidad social.
Me parece que desde el punto de vista de la teoría de la racionalidad, puede inferirse como resumen que no solamente la racionalidad teleológico-estratégica del equilibrio de intereses sino también -como limitación básica de la persecución puramente estratégica de intereses competitivos- el principio formal de la racionalidad discursiva comunicativo-consensual han sobrevivido al “proceso de desencantamiento” weberiano. Esto se muestra en el hecho de que, a nivel de la democracia liberal y a nivel internacional o intercultural, no es el relativismo normativo sino sólo la norma básica universalmente válida de la fundamentación consensual-normativa de las normas, la que puede posibilitar la convivencia de las personas o de pueblos y culturas con diferentes intereses y tradiciones valorativas de mundos vitales. Justamente el reconocimiento intersubjetivo del principio de la racionalidad discursiva como metanorma es la condición de posibilidad del tantas veces invocado pluralismo valorativo del mundo moderno.

Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 92-95



Los límites de la ciudadanía ateniense

El ideal de un ciudadano participativo, que aprecia la implicación en la cosa pública como la forma de vida más digna de ser vivida, ha seguido inspirado a lo largo de la historia cuantos modelos de democracia participativa han tenido por auténtica democracia únicamente aquella en la que el pueblo gobierna, y también diferentes propuestas de republicanismo cívico. Desde Rousseau, pasando por el boceto marxiano de la Comuna de París, hasta llegar a la democracia participativa de Pateman o Bachrach; desde la politeia aristotélica hasta Hannah Arendt o los comunitarios hodiernos, y muy especialmente, Benjamin Barber, la participación directa en los asuntos públicos es la marca de la ciudadanía. Sin embargo, todos ellos se han visto obligados a superar al menos cuatro de las grandes limitaciones del modelo ateniense originario.
La primera de ellas es el hecho de que la ciudadanía ateniense fuera exclusiva, y no inclusiva. Ciudadanos eran sólo los varones adultos, cuyos progenitores hubieran sido a su vez ciudadanos atenienses, quedando excluidos de tal privilegio las mujeres, los niños, los metecos y los esclavos.
En segundo lugar, “libres e iguales” eran sólo los ciudadanos atenienses, no los seres humanos por el hecho de serlo. El universalismo de la libertad es el gran “descubrimiento” moderno. En tercer lugar, la libertad del ciudadano ateniense, lo que Constant llamaría más tarde la “libertad de los antiguos”, consiste en la participación, pero no protege frente a las injerencias de la Asamblea en la vida privada. Por el contrario, la Asamblea puede intervenir en la vida privada, en el quehacer doméstico.
Por último, la participación directa -lo que se ha llamado también “democracia congregativa”- sólo es posible en comunidades reducidas, no en los grandes imperios ni en los Estados nacionales. Ésta es una de las razones por las cuales la noción de ciudadanía va desplazándose desde la participación activa a la protección: el ciudadano es aquel al que la comunidad política protege legalmente, más que aquel que participa directamente en los asunots públicos. Así lo reconocerá el mundo romano, que extiende su imperio a toda la tierra conocida. Pero antes de entrar en él, conviene recordar hasta qué punto el retrato del ciudadano ateniense, diseñado por Pericles y Aristóteles, no pasa de ser un ideal, desmentido por algunas observaciones del propio Aristóteles, y que sólo el tiempo ha convertido en un mito.

Adela Cortina, “Ciudadanos del mundo”, Alianza Editorial, 2005, págs. 49-51





La ciudadanía cosmopolita

La ciudadanía como relación política, que lleva un vínculo entre un ciudadano y una comunidad política, parte de una doble raíz -la griega y la romana- que origina, a su vez, dos tradiciones, la republicana, según la cual, la vida política es el ámbito en el que los hombres buscan conjuntamente su bien, y la liberal, que considera la política como un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad.

Ambas tradiciones, a su vez, se reflejan en dos modelos de democracia que recorren la historia, con matices diversos, y que se alinean bajo los rótulos “democracia participativa” y “democracia representativa”. Cierto que un buen número de participacionistas rechazarían esta última distinción, afirmando que también ellos entienden que el poder político se ejerce a través de representantes y no de forma directa, cosa imposible e indeseable, y que lo que les distingue frente a otros modelos de democracia es su afán de fomentar la participación ciudadana.

Mientras que otros modelos se contentarían con que los representantes elegidos se ocupen de la vida pública, dejando a los ciudadanos que se recluyan en su vida privada, el participacionista insiste en aumentar los cauces de participación ciudadana desde los ayuntamientos y desde las subunidades federales o autonómicas. Todo ello con el objetivo de lograr que en verdad la democracia sea el gobierno del pueblo y no sólo, como en el representacionismo puro, el gobierno querido por el pueblo.

En este sentido la propuesta participacionista más radical de nuestro momento es la que ofrece Benjamin Barber en su libro “Strong Democracy”, en el que apuesta sin restricciones por la participación directa como única forma de evitar las patologías de la democracia liberal o débil: el auténtico ciudadano es quien participa directamente en las deliberaciones y decisiones públicas.
(Pág. 42-43)
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The citizenship as a political relation takes a link between a citizen and a political community, as a part of a double root - the Greek and the Roman - who originates two traditions, the “republican” one, according that, the “political” life is the area the men look together for his good, and the “liberal” one, who considers the politics to be a “way” to be able to fulfil in the private life the own ideal ones of happiness.

Both traditions reflect in two models of democracy who cross the history, with diverse kinds, under the labels: “participative democracy " and " representative democracy ".

The participative members affirming that also they understand that the political power is exercised across representatives and not of direct form, impossible and undesirable thing, and what they distinguishes opposite to other models of democracy is his zeal to foment the “civil participation”.
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Whereas other models would content that the chosen representatives deal with the public life, leaving the citizens who are imprisoned in his(her,your) private life, the participacionista he(she) insists in auentar the riverbeds of civil participation from the town halls and from the federal or autonomous subunits.
All this with the aim(lens) to achieve that really the democracy is the government of the people(village) and not only, like in the pure representacionismo, the government wanted by the people(village).

In this respect the offer participacionista more radical of our moment is the one that Benjamin Barber offers in his(her,your) book "Strong Democracy", in which he(she) bets(stations) without restrictions for the direct participation as only(unique) way of avoiding the patologías of the liberal or weak democracy: the authentic citizen is the one who takes part directly in the deliberations and public decisions.
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El advenimiento de la jurisprudencia traslada el concepto de “ciudadano” del polites griego al civis latino, del zoón politikón al homo legalis.

La ciudadanía es entonces un estatuto jurídico, más que una exigencia de implicación política, una base para reclamar derechos, y no un vínculo que pide responsabilidades.

De alguna forma liberalismo y republicanismo prolongarán cada una de las dos tradiciones, aunque en nuestros días ninguna se mantenga en estado puro.
La “fusión de horizontes” de que hablaba Gadamer, la fusión de diversas tradiciones, es una realidad que no hace sino acentuarse con el tiempo y el “hibridismo”, del que yo misma he hablado, suele ser la forma de cualquier teoría relevante. Ninguna teoría de la ciudadanía relevante está dispuesta a prescindir de los derechos subjetivos, a los que hace acreedora la ciudadanía legal, ninguna rebaja la importancia de la deliberación en los asuntos públicos.
En este sentido, resultan paradigmáticas las nociones de ciudadanía de Rawls y Habermas, la primera de las cuales insiste en el valor de las libertades civiles y políticas y reclama la participación ciudadana a través del ejercicio de la razón pública, mientras que la “teoría deliberativa de la democracia” de Habermas toma del modelo liberal la defensa irrenunciable de los derechos subjetivos, y del modelo republicano, la importancia del poder comunicativo, único capaz de legitimar la vida política.
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Adela Cortina, “Ciudadanos del mundo”, Alianza Editorial, 2005, págs. 54 y sig.



Deflación

En estos momentos la crisis de las subprime ha provocado, literalmente, la "evaporación" del capital en unas cantidades monstruosas. Así se ha vuelto a resucitar oficialmente el fantasma de la deflación, el mecanismo por el cual los precios de hoy son inferiores a los de ayer y superiores a los de mañana. Hasta ahora la gente, que "siempre ha vivido con inflación" nunca ha sido consciente de haber vivido en una deflación, aunque a veces ha vivido con ella como sucede con el gasto en Internet, automóviles y otros bienes de consumo.

Todavía no está muy claro que haya deflación en la economía mundial. La preocupación parece muy superior a lo visible. Hay ráfagas inconstantes tanto de inflación como de deflación. Lo máximo que dicen las cifras es que, por ahora, sólo es una realidad en partes importantes del sector industrial, en menor medida en el de bienes de consumo y que se está contagiando al sector servicios (precisamente a través de la tan alabada "externalización").

La deflación presenta tres grandes riesgos. Por un lado, incentiva la liquidez al retrasarse las decisiones de compra de los consumidores y empresarios interesados en los precios más bajos de mañana. Por otro lado agudiza el problema del endeudamiento porque aumenta el valor real de las deudas al incrementarse los tipos de interés reales. Por último las empresas, sin capacidad para fijar precios, se encuentran con presiones a la baja en los márgenes de beneficios que disminuyen el interés por hacer inversión nueva.












En nuestros días nos encontramos con múltiples dificultades que obstaculizan la realización de un marco de empresa ética, más bien volvemos a inercias antiguas como la de creer que una empresa está hecha para proporcionar el mayor beneficio material posible a los accionistas, y que éste se consigue bajando los salarios, reduciendo las prestaciones sociales y disminuyendo la calidad del producto. Pero otras son nuevas, como la globalización o la financiarización de los mercados y otras dificultades a considerar como la precarización del trabajo en una sociedad del trabajo escaso, la nueva división en clases tal como se presenta en la llamada “sociedad del saber” y, por último, la nueva tendencia a cargar la responsabilidad social por las actividades que requieren solidaridad a un “tercer sector”, exonerando o librándoles a las empresas de la responsabilidad de convertirse en “empresas ciudadanas”.

Una auténtica ciudadanía económica exigida por el êthos de nuestras sociedades demanda al poder político realizar la tarea de la justicia que le corresponde y a las empresas asumir su responsabilidad social en las relaciones internas y externas.

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El sentimiento resulta fácilmente manipulable y unas relaciones paternalistas pueden provocar un sentimiento de pertenencia por parte de quienes son objeto de ellas, y lo que determina efectivamente el éxito de una empresa no es el precio del trabajo sino la productividad de esa empresa, que depende de la eficiencia más que del precio.

Pero es bueno por ello “saberse” integrado y no solo “sentirse”, es decir, saberse miembro de una empresa, ser parte importante de un proyecto. Y esto mal se consigue con los trabajos precarios y los trabajos faltos de protección social.

El valor de los “recursos humanos” para la empresa es destacado por autores como Robert B. Reich que recuerdan que el trabajo constituye “la riqueza de las naciones”, el factor decisivo para recuperar la rentabilidad de las empresas. El verdadero desafío económico consiste en fomentar las capacidades de los miembros de las empresas y en compatibilizarlas con los requerimientos del mercado mundial.

Siguiendo la lectura de Adela Cortina desde aquí se urge añadir al “imperativo tecnológico” otros dos tipos de imperativos, si es que deseamos incrementar la productividad y competitividad de las empresas: el imperativo de “capacitación” de los miembros de la empresa, por el que aumenta su formación y cualificación, y el imperativo de la “incorporación” de tales miembros en el proyecto común, que exige, entre otras cosas, trabajos estables y protección social. La supresión de los costes sociales no reduce la competitividad necesariamente, como lo muestra el hecho de que justamente los países con más elevada protección social sean los más competitivos.

Las empresas más inteligentes no son entonces las que se pliegan a una “reingeniería social” que consiste en reducir plantilla y bajar los gastos salariales y de protección social, sino las que son capaces de aunar la eficiencia productiva con la eficiencia social.

El trabajo es el principal medio de sustento, pero además uno de los cimientos de la identidad personal, un vehículo insustituíble de participación social y política y una forma de educación y humanización difícilmente sustituíble.

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Todo ello, querido profesor, conecta con tus enseñanzas sobre estrategia y estudios de empresa, aunque esta no es mi especialidad, pero sin duda todo ello supone un reto que hay que integrar y una labor para ti que sigues haciendo con agrado y estando abierto al saber contemporáneo. Creo que, por eso, sí puedo agradecer éste tu espacio que nos permite ejercer nuestro derecho de opinión como ciudadanos.

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Las reglas en serio, las tesis de la demarcación fuerte y la débil, la naturaleza de principios y reglas


Durante más de una década se ha discutido intensamente en la teoría jurídica acerca de la distinción entre normas y principios. A grandes rasgos, las opiniones pueden dividirse en doa, formulables en términos de la tesis de la demarcación fuerte y la tesis de la demarcación débil.

(a) Según la tesis de la demarcación fuerte, la diferencia entre reglas y principios es cualitativa. Pertenecen a categorías diferentes. Es bien sabido que Ronald Dworkin ha sido un representante de esta tesis y una figura clave en el debate que ella provocara.

La tesis de la demarcación fuerte está basada en el concepto wittgeinsteiniano de regla: las reglas se siguen o no. Las reglas pueden compararse a las vías del tren: se siguen o no. No hay tercera alternativa. Esto se aplica a todas las regas y, por lo tanto, también a las reglas jurídicas. Las reglas pueden tener excepciones y, al menos en principio, es posible hace una lista de excepciones. Si las reglas entran en conflicto unas con otras, el conflicto puede decidirse, por ejemplo, con la máxima lex posterior. La regla que cede deja de formar parte del orden jurídico.

La naturaleza vinculante de los principios es diferente. Pueden seguirse más o menos. Por lo tanto, a diferencia de las reglas, no determinan la solución del caso y no se puede hablar de violación de principios en el mismo sentido que de las reglas.

Los principios sólo proporcionan bases o criterios para la decisión. Por esta razón, han sido llamados mandatos de optimización. Otros principios y reglas (contraejemplos) pueden desautorizar el principio original. Por esta razón se ha dicho que los principios tienen únicamente una dimensión de peso. Esto se ve claramente de dos maneras.

Como base para decisiones, un principio solamente muestra la dirección (“dimensión”) en que debería buscarse la decisión. A su vez, cuando existe un conflicto entre principios, la dimensión “peso” significa que el principio con el mayor peso desplaza al menos importante. Por lo tanto, cuando hay un conflicto entre principios, no hay un orden jerárquico vinculante dado con anterioridad que muestre cómo debería resolverse el conflicto. Entre los principios existe el llamado orden de preferencia débil, determinado por el orden de preferencia de los valores y fines subyacentes.

(b) También la tesis de la demarcación débil está conectada con la tradición de pensamiento wittgeinsteiniana: las reglas y los principios tienen una relación de parecido de familia. Hay una diferencia de grado (y no cualitativa) entre ellos. Según esta tesis, tanto las reglas como los principios pertenecen a la categoría de las normas y juegan un papel similar o análogo en la discreción judicial. Típicamente, los principios tienen una mayor generalidad que las reglas pero, por otra parte, no existen características especiales que permitan distinguirlos de las reglas.

Sin embargo, algunas veces se enfatiza el hecho de que el contenido valorativo está presente más específicamente (más “claramente”) en los principios que en las reglas. Los principios expresarían valores. Sin embargo, dado que las reglas tienen contenido valorativo también aquí sería más apropiado considerar a las reglas y a los principios como miembros de una misma familia. Como sucede con los familiares, las reglas y los principios se parecen sin ser completamente idénticos.

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En lo que sigue trataré de justificar la concepción según la cual, como tales, ni la tesis de la demarcación fuerte ni la débil son válidas. Ambas captan algunos aspectos relevantes del problema pero fracasan a la hora de proporcionar una imagen genuina.

Para demostrarlo, en lo que sigue consideraré tres formulaciones de las tesis de demarcación: (I) los principios sólo pueden seguirse “más o menos”, (II) los principios son mandatos de optimización que exigen sopesar y balancear por parte del decisor, y (III) los principios sólo se aplican a los casos que requieren discrecionalidad (casos difíciles).

No tomaré posición, ni en la amplia discusión sobre el tema de las relaciones entre principios y derechos ni en el problema de la respuesta correcta. Analizaré en cambio el problema de la plausibilidad de las tesis de demarcación fuerte y débil.
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Sobre la discusión de los principios en la teoría jurídica ha pesado, a menudo, una ambigüedad en cuanto al propio concepto de principio. Generalmente, parece que la palabra “principio” se usa para referirse a los llamados principios valorativos o principios de finalidad. A su vez, algunas veces se llaman “principios” a cuestiones que claramente son como reglas. Ta es el caso, entre otros, de Dworkin cuando se refiere al “principio” de que nadie debe beneficiarse de su propio delito. Sin embargo, esto implica, claramente, un tipo de norma que supone alternativas exluyentes, en otras palabras, una regla.

Para superar tales dificultades conceptuales, distinguiré los siguientes tipos de principios:

(1)Principios que son parte de los valores ideológicos básicos del orden jurídico.
Todo orden jurídico se construye sobre valores fundamentales, finalidades y principios. Entre ellos figura, en los Estados occidentales modernos, el principio del imperio de la ley (rule of law) y el de la suposición del legislador racional. A su vez, el orden jurídico de los países con economía de mercado se basa en el principio de la propiedad privada. Los valores ideológicos básicos también incluyen, entre otros, aquellos principios morales que expresan las opiniones generales sobre la familia, las relaciones sexuales, el cuidado y educación de los hijos.

Es posible que estos principios también se hayan expresado en las disposiciones jurídicas en vigor y en las instituciones jurídicas centrales basadas en ellos. Sin embargo, rara vez sirven como base para resolver conflcitos individuales.

(2)Principios jurídicos positivos.
En este trabajo, los “principios jurídicos positivos” se refieren a los principios para la toma de decisiones que están específicamente contenidos en el derecho vigente o son asumidos por él. Precisamente aquí la discusión se refiere a los principios valorativos y a los principios de finalidad. Sin embargo, como veremos después, la categoría es más amplia. Los ejemplos que siguen son ejemplos de principios jurídicos positivos:

(a) Principios formalmente válidos. Incluyen principios directamente expresados en el derecho, tales como las normas que regulan los derechos políticos y sociales básicos: libertad de expresión, libertad de asociación, igualdad, etcétera. Estos principios se encuentran también en el derecho privado: en Finlandia el principio de igual distribución en el derecho de sucesiones, el principio de protección de los trabajadores en el derecho laboral y el principio de buena fe en el derecho contractual.

(b) Generalizaciones jurídicas. No han sido específicamente incorporadas al derecho del mismo modo que los principios de la categoría anterior. Un principio más general que el expresado en reglass concretas se generaliza por medio de estas reglas con la ayuda del razonamiento inductivo. La suposición es que tal principio es válido como principio general, y que no es´ta específicamente vinculado con las reglas jurídicas. Un buen ejemplo lo tenemos en la discusión que tuvo lugar en Finlandia en los años setenta sobre si un principio general de reajuste de los contratos era ya válido en el derecho contractual finlandés antes de que se adoptase una disposición específica (Sección 36 de la Ley de contratos). Otros ejemplos incluyen el principio pacta sunt servanda y el de buena fe en el derecho contractual.

Los principios derivados de este modo encuentran, así, apoyo institucional de las reglas formalmente válidas, pero ninguno de estos principios ha recibido confirmación legislativa en su forma general.

(c)Principios para la toma de decisiones. Tanto en la discrecionalidad judicial como en la decisión de oportunidad de carácter adinistrativo, el decisor debe apoyarse en pautas del discurso que pueden caracterizarse de forma más precisa como principios jurídicos generales. Como ejemplos tenemos la máxima audiatur et altera pars, así como el principio de legalidad en el derecho penal (al menos en Finlandia, en la medida en que está relacionado con el principio praeter legem) y la prohibición de usar la analogía.

Algunos principios para la toma de decisiones han sido expresados en el derecho; en Finlandia tenemos los ejemplos de audiatur et altera pars y praeter legem. A su vez, la prohibición del uso de la analogía en el derecho enal es un ejemplo de u principio no específicamente consignado en el derecho finlandés. Los principios de este último tipo tampoco se derivan, generalmente, de las disposiciones jurídicas vigentes. Son aceptados tácitamente por la comunidad jurídica y, en este sentido cultural, han sido institucionalizados en la tradición jurídica de Occidente. Como tales, de algún modo, se hallan a un cierto nivel del propio sistema jurídico, por encima de la reglas, y desde allí justifican la discrecionalidad judicial.

(3)Principios extrasistemáticos. Prima facie, el derecho y la moralidad son cosas distintas. Solamente las reglas jurídicas son formalmente vigentes. Aún así, los principios morales puede tener importancia para la discrecionalidad judicial como bases para la toma de decisiones al elegir entre diferentes significados alternativos de una formulación normativa ambigua. Al hacer esto, los principios morales “se vuelven” jurídicamente relevantes. El propio discurso confiere a los principios morales status jurídico. -De algún modo, el derecho y la moral se entrelazan.

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Desde el nivel de la estructura de la norma, los principios jurídicos han sido caracterizados como mandatos de optimización. Un mandato, de acuerdo con el concepto, es como una regla: o se sigue o no se sigue. De este modo, el mandato de optimización es también una regla que no puede ser aplicada “más o menos”. O se optimiza o no se optimiza. Por ejemplo, en caso de conflicto entre dos principios valorativos, los principios deben ser armonizados de manera óptima y sólo de esta manera.

Por lo tanto, al igual que en el caso de los principio, las reglas tienen una naturaleza normativa (deóntica) similar. Ambos tipos de normas contienen un operador deóntico y, teniendo esto presente, es irrelevante cómo se determine semánticamente el ámbito de aplicación de la norma. Es simplemente una cuestión de normas para las que todas la leyes de la lógica deóntica son validas. El hecho de que la lógica deóntica funcione sobre la base de la llamada lógica bivalente no nos impide que tratemos los principios como normas. Todas las normas, tanto las reglas como los principios, se expresan en un lenguaje y las expresiones pueden requerir interpretación. La ambigüedad no afecta la estructura de la norma. Desde el punto de vista de la interpretación tanto los principios como las reglas son fenómenos axiológicos, no deónticos. Así, respecto a la estructura normativa de las reglas y los principios, ni la tesis de la separación fuerte ni la débil son válidas.

(La interpretación, entendida de este modo, es siempre una cuestión lingüística. Para ser exactos, no interpretamos normas sino formulaciones de normas. Como se ha dicho, al especificar una formulación de norma demostramos qué norma expresa. Si el enunciado interpretativo es válido, la interpretación es válida en algún sentido relevante del término. Si es así, entonces también la proposición normativa no-genuina que expresa algo acerca de las normas en vigor, es válida. De esta manera, la interpretación de los textos jurídicos permite presentar enunciados y puntos de vista por lo que respecta a las normas jurídicas válidas, es decir, sobre los contenidos del orden jurídico.)

En cuanto al problema de la validez, tiene que ver con la forma cómo las reglas y los principios son parte del orden jurídico, en otras palabras, con la forma cómo están en vigor. Para usar la terminología de H. L. A. Hart, éste es un problema de saber cuál regla de reconocimiento se aplica a las reglas y cuál a los principios.

La respuesta a esta cuestión requiere una distinción entre tres conceptos de validez, tres formas de hablar sobre cómo una norma es parte del orden jurídico. Ellas muestran tres diferentes juegos de lenguaje, y ninguno de ellos tiene una prioridad incondicional respecto a los demás. Estos tres conceptos de validez son: validez formal, eficacia (es decir, aceptación de la norma por la sociedad) y validez axiológica, en otras palabras, la aceptabilidad de la norma.

Las reglas jurídicas son formalmente válidas. La Constitución indica qué reglas son parte de la jerarquía de normas sometida a la Constitución. Lo mismo es verdad con respecto a las reglas como principio, a los principios como regla y a los principios siempre que se hayan manifestado en la legislación. Si no hay tal manifestación, la Constitución por sí misma no constituye una regla de reconocimiento que pudiera decidir acerca de la validez de la norma. Esto es especialmente cierto con respecto a los principios valorativos y de finalidad que no han sido incorporados al derecho. Para ellos hay que encontrar una regla de reconocimiento en alguna parte, más allá de las normas de la Constitución.

El problema es diferente si además de la validez formal prestamos atención a la validez material, en otras palabras, a la aceptación y la aceptabilidad. La cuestión puede ejemplificarse examinando la forma como las reglas y los principios son desautorizados en diversas situaciones conflictivas.

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En cuanto a la argumentación jurídica, tanto las reglas como los principios son argumentos para ciertas consecuencias jurídicas. Se utilizan para justificar una decisión. Esto quiere decir que una interpretación o una decisión recibe específicamente un cierto contenido porque está basada en una cierta regla o en un cierto principio.

Sin embargo, como argumentos los diferentes tipos de normas se encuentran en una posición diferente. Las reglas jurídicas inequívocas y los principios como reglas inequívocos ofrecen una solución inmediata al problema jurídico. La decisión ya está justificada por medio de su referencia. Si son ambiguos no decidirán el problema de forma inmediata, dado que primero han de ser interpretados. La decisión puede tomarse sólo mediante deliberación jurídica. Las reglas como principios y los principios están en la misma posición, dado que también son ambiguos. Los ejemplos incluyen una regla como principio cognitivamente abierto y un principio valorativamente abierto.

Por esta razón, es engañoso pedir que las reglas jurídicas sean siempre definitivas y que los principios jurídicos sólo puedan ser caracterizados como normas. También las reglas juegan un papel en el discurso y, por ejemplo, una regla jurídica flexible es cualquier cosa menos definitiva antes de la deliberación. Por otra parte, una regla como principio, en una cierta situación de decisión, puede ser aplicable no sólo como norma sino también “categóricamente” si proporciona la solución sin necesidad de posteriores argumentos. Sin embargo, lo que es esencial es que a pesar de que todos los tipos de normas jurídicas sean razones para las decisiones jurídicas, poseen diferentes grados de precisión. Una clase es del tipo de reglas o lo uno/o lo otro, otra clase se refiere a reglas de las que no es posible decir si son aplicables o no. Finalmente, una tercera clase está formada por principios de los que no sabemos hasta qué punto pueden ser aplicados.

Si y sólo si tenemos en mira los límites extremos de la escala puede parecer que la tesis de la demarcación fuerte es válida. Hay, realmente, diversos tipos de normas por lo que se refiere a la aplicabilidad. Por otra parte, la tesis no es válida para el área situada entre los dos extremos. En relación a la aplicabilidad, no hay diferencia esencial entre los principios y las reglas abiertas. La situación es la misma que se mostró en conexión con las distinciones a nivel lingüístico.

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Si se examinan las tesis de la demarcación fuerte y débil desde el punto de vista de la estructura de la norma, ninguna es válida. Ambas reglas y los principios tienen la naturaleza deontológica de normas. Siguen las mismas leyes de la lógica deóntica.

El papel de la reglas y de los principios en el discurso jurídico -su aplicabilidad- no es radical e inequívocamente diferente del exigido por la tesis de la demarcación fuerte. Hay reglas y principios que se comportan de la misma forma en el discurso jurídico.

Sólo cuando colocamos una regla clara y un principio ambiguo la una frente al otro, podemos justificadamente decir que la primera será seguida o no, mientras que el último será seguido más o menos.

Por otra parte, las reglas son una base jurídica central para la aplicación del Derecho. Un principio es una base para la toma de decisión, un criterio que indica la dirección de la interpretación o la aplicación.

Después de la interpretación tanto las reglas como los principios expresan siempre una norma del tipo o lo uno/o lo otro. Por tanto, cuando se toma en cuenta el resultado final, no es posible demostrar una diferencia entre estas categorías de normas.

Así, la tesis de la demarcación fuerte sólo se refiere a una cierta situación prima facie, pero nunca a una norma que toma en consideración todos los factores.

En resumen, la tesis de la demarcación fuerte y también la débil son, pues, problemáticas en una medida tal que tenemos motivos para no olvidar que hay que tomar las reglas en serio.


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Aulis Aarnio, “Las reglas en serio”, La normatividad del Derecho, (comps. Ernesto Garzón Valdés), ed. Gedisa, Barcelona, 1ª ed. 1997, 2005, Págs. 17-33

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las premisas cuasi-axiomáticas de la argumentación analítica estándard, la negación cientificista


http://ishtar-sylphide.livejournal.com/15034.html


Refutacion a Tarsky y otros, falacia naturalista”
hace 5 horas - Comentar - Me gusta - Ocultar - Más
todavia queda por refutar la tercera premisa, la autorreferencia del discurso, y la autorreflexion del pensamiento con base empírica, el caso del mentiroso, pero tambien me gustaria ver antes algo de lógica de las normas o logica deóntica - sylphide * (modificar | eliminar)
ya van 5 copias del mismo mensaje, yo creo que con un poco mas de esfuerzo consigues meter a los bots estos en un bucle infinito, jajajajaja! - Fermin Saez
en cierta manera, también ya contesté a la refutación de la 3ª premisa con este artículo al que me adelanté: http://ishtar-sylphide.livejou... ;la mentira en sentido moralmente significativo y el modelo paradigma de un principio ético =) esto parece un círculo lógico inacabable pero no lo es; y tambien el articulo anterior http://ishtar-sylphide.livejou... ;) La respuesta a la objecion a las reglas de juego de cooperación abstractivamente limitada del discurso - sylphide


Pienso que en el mundo de hoy hay muchas "estructuras" más entre la gente y reglas(jefes), y que, además, hay modos más sutiles de dominar a la gente aún en un estado democrático: el principal es por la publicidad. Somos considerados no como votantes, pero como el consumidor, esto es todo: el problema para nosotros no debe votar en realidad a la gente nosotros está como lo mejor para gobernar nuestros estados (esto es un problema debido a las paradojas ya mencionadas) pero en realidad si somos conscientes de quien votamos y por qué nosotros choosed ellos, si nosotros realmente choosed al menos. Tal vez, las cosas que compramos tienen un impacto más profundo sobre nuestras vidas que las acciones de nuestras reglas(jefes), al menos en la carrera corta.


















http://sylfide.blogspot.com/2008/03/la-falacia-naturalista.html





1.Tremenda ironía verdad? Una cierta contraposición entre racionalismo y empirismo.
La distinción entre los principios lógicos seguros y vacíos y los principios científicos informativos y falibles. La lógica no es sino un conjunto de vaciedades -o de tautologías, relaciones de implicación: de igualdad, negación y tercio excluso-, pero vaciedades tan importantes que -de no ser por la seguridad que nos ofrecen- toda ciencia sería imposible.
El neopositivismo -o “empirismo lógico” , como también se le llamó- aspiraba así a hacer justicia tanto a la lógica como a las ciencias empíricas, superando la vieja contraposición entre racionalismo y empirismo que durante unos cuantos siglos había dividido a la teoría moderna de la ciencia.
Se trata como vemos de una concepción jorística de la lógica, pero una concepción jorística “al día” (khorismós, igual a división), concepción que a través de su énfasis en la conexión entre lógica y lenguaje -permitiría recuperar toda una tradición de larga antigüedad en la historia del pensamiento.
Que los principios lógicos conquisten de nosotros un generalizado grado de consenso sólo quiere decir que, en tanto miembros de la comunidad de comunicación que constituimos los seres racionales, echamos mano de ellos por ninguna necesidad de tipo sobrehumano.
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1.Aunque el problema de la ciencia sea insoluble, podemos siempre discutir sobre él, ponernos del lado de la contingencia o de la necesidad… Nuestros temperamentos y nuestros prejuicios nos facilitan una opción que zanja y simplifica el problema sin resolverlo.
Sólo una intuición privilegiada nos instala en el corazón mismo de una teoría, a despecho de todos los argumentos inventados contra ella.
La teoría, concebida en sus implicaciones últimas siempre proporciona un marco de referencias, pero siempre va por detrás de la realidad y lo que hace es integrarla en un universo de significados, intentando orientarla o adecuarse a ella postulando para ello un paradigma que pueda tomarse como bueno por la experiencia así acumulada hasta ese momento. Pero esta teoría como bien decís vosotros, maestros los dos, puede también introducir modificaciones en la realidad, por “logificación” de la realidad, por lo que se termina creando una nueva realidad y en ocasiones una perversión de la misma, como ha sucedido ahora.
Esto también sucede por ejemplo en el campo del Derecho como ciencia social con el fenómeno de la institucionalización. Decimos que es una ciencia social porque se introducen parámetros de racionalidad y existen en él sistemas de códigos normativos.

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El bloqueo cientificista de la ética normativa puede en verdad ser quebrado





Naturalmente, los argumentos presentados hasta ahora en contra del positivismo-cientificista concuerdan con las consecuencias de la posición popperiana sólo en la medida en que el presupuesto de una ética normativa por parte de una ciencia valorativamente neutra (como condición de la posibilidad de su pretensión de validez intersubjetiva) que aquí hemos sostenido, fuera interpretado por Popper como primado de una decisión última ética pre-racional frente a todas las posibles pretensiones de fundamentación última de la validez intersubjetiva de pretensiones teóricas de la razón.

Por lo tanto, el resumen del cuestionamiento de la segunda premisa se presenta ante todo de la siguiente manera: El bloqueo cientificista de la ética normativa puede en verdad ser quebrado (hasta en alianza con el “racionalismo crítico” de Popper); pues puede demostrarse que, conjuntamente con el cuestionamiento de la validez de las normas éticas, se derrumba también el cientificismo qua absolutización de la objetividad valorativamente neutra; pero este resultado no permite todavía salir del sistema de complementariedad ideológico sino que, según parece, conduce nuevamente sólo al cambio del cintificismo en el decisionismo existencialista: La validez de la ciencia y de la ética depende -así parece ahora- en última instancia de nuestra decisión de voluntad pre-racional.

Efectivamente, la argumentación precedente sólo consigue conferir obligatoriedad a la siguiente conclusión: Si queremos ciencia -más exactamente: si queremos ciencia -más exactamente: si queremos considerar como posible la validez intersubjetiva de los resultados científicos, que ha de obtenerse in the long run- entonces consecuentemente tenemos que considerar posible, al mismo tiempo, la validez intersubjetiva de una ética que ya está presupuesta en la comunidad de los científicos.

Pero entonces queda por responder la pregunta de si y, en caso afirmativo, en virtud de qué razones debemos querer la ciencia, es decir, considerar posible su posible validez intersubjetiva y la de la ética presupuesta. Si no se da respuesta a esta pregunta, entonces automáticamente todas las normas dela ética ya presupuestas por la ciencia se transforman en “imperativos hipotéticos” en el sentido de Kant; de esta manera se concede que todavía no se ha logrado ninguna fundamentación última de las normas éticas. Se puede intentar ahora fundamentar racionalmente el comprometimiento ético por la ciencia como exigencia de la razón práctica en el sentido de una ética de la responsabilidad. Pero, aun cuando esto se lograra, se plantearía por último la pregunta radical de saber por qué se debe ser racional y responsable. Y, según Popper, esta última pregunta puede ser respondida sólo a través de un “act of faith”, es decir, de una decisión pre-racional y justamente en esta medida, moral.

Si planteamos ahora la cuestión de por qué desde el comienzo ha de estar condenada al fracaso también la fundamentación racional de la opción por la razón crítica, entonces la respuesta -no sólo de los popperianos sino de todos los filósofos que se orientan por el paradigma de la semántica lógica- reza de la siguiente manera: Una fundamentación racional de la opción por la “ratio” no es posible porque manifiestamente una tal fundamentación tendría ya que presuponer lo que hay que fudamentar, es decir, la “ratio”, o sea, sería un razonamiento circular, una petitio principii.

En este lugar se ve claramente que el intento de una fundamentación última de la ética depende para su éxito del cuestionamiento de la tercera premisa de la actual argumentación estándard: la equiparación restrictiva de fundamentación filosófica con la deducción lógica de proposiciones, tal como puede ser reflejada y controlada en el cálculo de enunciados semánticamente interpretado. Pues, en mi opinión, no es difícil comprender que si a través de esta tercera preisa está adecuadamente explicitado el concepto de fundamentación última filosófica, no existe entonces ninguna posibilidad de fundamentación última sino sólo el “trilema de Münchhausen” de a fundamentación última, tal como lo formulara Albert.

Pero, ¿cómo ha de ser concebible un concepto de fundamentación última filosófica que no sea idéntico con el de la deducción lógica? ¿No conduce esta concepción desde el primer momento a la exigencia exagerada de no respetar los criterios de la lógica y con ello también la “ratio” y, de esa manera, a poner en lugar del decisionismo abiertamente confesado un oculto irracionalismo, es decir, un “oscurantismo”? Me parece que estas objeciones serían sostenibles si desde el primer momento fuera claro que una argumentación de fundamentación última que no sea idéntica con la deducción lógica en el sentido indicado, tiene que no respetar los criterios de la lógica formal y entrar en conflicto con ella. Sin embargo, creo que éste no tiene por qué ser el caso.

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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Pág. 138-140






las premisas cuasi-axiomáticas de la argumentación analítica estándard, la negación cientificista


De estas observaciones acerca del “racionalismo crítico” de Popper, volvemos a nuestro planteamiento general: ¿Puede ponerse en tela de juicio la negación cientificista-logicista de la posibilidad de una fundamentación última de las normas éticas (tal como se expresa en las premisas cuasi-axiomáticas de la argumentación analítica estándard que aquí han sido expuestas)? ¿Existe una posibilidad de demostrar que no es posible sostener una o varias de a tres premisas presentadas?

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Me parece que las tres siguientes preisas pueden ser identificadas como presupuestos cuasi-axiomáticos reciprócamente independientes desde el punto de vista lógico, de la meta-ética (lingüístico-) analítica y, con ello, de la elaboración de la situación de la argumentación en el campo de la ética que actualmente tiene más significación en Occidente:
1.Exclusivamente a partir de hechos (a partir de proposiciones descriptivas sobre lo que es) no es posible derivar ninguna norma (ninguna proposición prescriptiva sobre lo que debe ser). Todo intento de ignorar esta intelección que se remonta a D. Hume conduce a una “naturalistic fallacy” (una falacia naturalista).
2.Objetiva, es decir, intersubjetivamente válidas pueden sólo ser:
a) Constataciones empíricas, valorativamente neutras de la ciencia, que pueden ser formuladas en juicios fácticos examinables y discutibles (de la forma “Es el caso que...”);
b) inferencias lógicas (por ejemplo, aquellas a través de las cuales se posibilita una transferencia de verdad de juicios fácticos elementales a juicios normativos -”deónticos”- a juicios normativos más complejos).
3.La fundamentación fiosófica de la validez tiene que ser (ella misma) equiparada a la deducción lógica de proposiciones a partir de proposiciones (tal como puede ser reflejada y controlada en un lenguaje formalizado, es decir, en un cálculo proposicional semánticamente interpretado).
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Con respecto a la primera premisa -el principio de Hume y la crítica de G.E. Moore a la “naturalistic fallacy”- creo que esta posibilidad no es digna de ser tomada en cuenta.
(Al respecto mi polémica con J. R. Searle en “Sprechkttheorie und Begründung ethischer Normen”).


Más arriba he tratado de mostrar que una re-interpretación dialéctica del hiatus lógico entre ser y deber ser no eliminaría su importancia práctica: Quien tenga que actuar y pregunte “¿Qué debo hacer?” o “¿De acuerdo con cuáles criterios debo orientar mis decisiones?” no puede inferir una orientación suficiente para la determinación autónoma de su voluntad ni a partir del ser en el sentido humeano de los hechos existentes, ni a partir de una concepción especulativa de la automediación dialéctica total del ser para el ser en y por sí, ni tampoco a partir de una objetivación dialéctico-científica del progreso necesario de la historia. Además, hay que observar que la reinterpretación dialéctica del hiatus entre el ser y el deber ser no conduce a una negación de la tesis de la no derivabilidad lógico-formal de las normas a partir de los hechos, sino que más bien se apoya en una concepción básicamente distinta de la relación ontológica entre el ser y el deber ser, que incluye una reinterpretación del sentido conceptual que ambos relata.

Supongo que una concepción adecuada -es decir, no especulativa-anticipativa y tampoco cientificista-objetivista de la mediación dialéctica de teoría de la historia y continuación de la historia a través de la praxis subjetiva no es otra cosa que una concepción-marco heurísticamente valiosa para la detallada constatación y vinculación de las normas con condiciones situacionales empíricas de su aplicabilidad bajo el presupuesto de la norma básica, es decir, de la estrategia básica de una ética de la responsabilidad.
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(Hasta el propio Thomas Hobbes, quien quería referir la validez de las normas jurídicas en última instancia a la libre decisión y a la en ella expresada “recta ratio” estratégica de quienes por razones prudenciales celebraban el contrato social, se vio obligado a recurrir a las “leyes naturales” (“natural laws”) en el sentido de que hay que cumplir las promesas y los contratos (Leviathan, 15). Cuán poco estas condiciones normativas de la posibilidad de convenciones y acuerdos válidos pueden ellas mismas ser referidas a convenciones o decisiones en el sentido de a “recta ratio” estratégica puede verse claramente si se piensa que la pura consideración prudencial puede sugerir en cualquier momento la conveniencia de dispensarse, al menos transitoriamente, del cumpliiento de los tratados firmados o de las promesas dadas, no obstante su aceptación por razones de principio. Por lo tanto, el que esto no deba ser constituye una norma -al igual que la prohibición de firmar un contrato como un acuerdo de las partes a costa de los afectados- que remite a una dimensión de la necesaria fundamentación de las normas, que no ha sido reflexionada por el convencionalismo liberal.)

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¿Qué pasa con la sostenibilidad de la segunda de las premisas que hemos presentado, de la equiparación restrictiva de validez intersubjetiva con la objetividad valorativamente neutra de a constatación científica de hechos y de inferencias lógicas?

En contra de esta premisa estándard del positivismo-cientificista, se puede argumentar, dentro de determinados límites, en una alianza estratégica con el “racionalismo crítico” de Popper. Este sentido, habría por lo pronto que limitar el discurso de la validez intersubjetiva de la constatación científica de hechos, en el sentido del falibilismo, es decir, que se refiere a una posibilidad que nunca puede realizarse definitivamente y en la que uno tiene que creer como científico. En la medida en que la fe que aquí se exige incluya, según Popper -como ya también según C. S. Peirce-, un compormiso ético-normativo, puede sostenerse -siempre en concordancia objetiva con la posición de Popper- que la posibilidad de una objetividad científica valorativamente neutra no excluye la validez intersubjetiva de las normas éticas -como se supone en el positivismo cientificista- sino que más bien la prespupone.

Esta constatación tiene ya consecuencias que, por lo menos hasta ahora, no han sido explicitamente aceptadas por los popperianos: por ejemplo, que la suposición de la posibilidad de validez intersubjetiva de una ciencia valorativamente neutra (es decir, la ciencia natural y la ciencia social cuasi-nomológica practicada de acuerdo con el modelo de aquella) ya presupone que se considera posible una reconstrucción normativamente comprometida del porgreso interno de la ciencia; pero esto significa: “ciencia del espíritu” histórico-hermenéutica, no neutra al valor. En realidad, no tiene sentido propiciar la neutralidad valorativa de la ciencia empírica en nombre del ideal de objetividad sin presuponer que la objetividad debe alcanzarse a través del proceso del conocimiento científico, de donde resulta a su vez, por lo menos con respecto al proceso de progreso interno de la ciencia, la posibilidad y la tarea de una ciencia de la historia no empírica-explicativa (es decir, que explique hechos a partir de leyes o regularidades) sino empírica y normativamente reconstructiva (es decir, comprendiendo a posteriori buenas y malas razones y en esta medida “hermenéutica”).

(Este argumento en contra del concepto cientificista de una ciencia unitaria orientada nomológicamente y valorativamente neutra puede ser esgrimido ya ocntra Max Weber, en la actualidad -no obstante toda la resistencia sicológicamente comprensible en contra del abandono expreso del durante tanto tiempo defendido concepto de la unidad metodológica- ello debería ser reconocido por los popperianos en su propio interés por ejemplo en la polémica con la primariamente externalista-relativista teoría de la ciencia de Thomas Kuhn).


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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 127-137

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davengeo http://ping.fm/aBEac THE SEMANTIC CONCEPTION OF TRUTH AND THE FOUNDATIONS OF SEMANTICS”
hace 8 horas - Comentar - Me gusta - Ocultar - Más
la verdad es semántica pero todavía en esta concepción no se incluye la pragmática, que es lo que despues hará avanzar la filosofía analítica del lenguaje - sylphide * (modificar | eliminar)
la evaluación de la autorreflexión: se sugiere que el lenguaje natural que funciona pragmáticamente -llamado a veces lenguaje ordinario- puede ser equiparado a un lenguaje semántico formalizable y en tanto tal es incoherente ya que, como dice Tarski, en tanto sistema semántico “cerrado” permite la autorreferencia del discurso y, por lo tanto, no excluye la aparición de antinomias. - sylphide * (modificar | eliminar)
De esta manera, justamente aquella propiedad de los lenguajes naturales que, desde el punto de vista de una antropología filosófica, como expresión del pensamiento humano, los distingue de todos los llamados “lenguajes animales” y con ello de los “lenguajes simbólicos” técnicos, estructuralmente comparables -la circunstancia de que, en cierto modo, es su propio metalenguaje-, es denunciada como defecto principal de los lenguajes naturales. - sylphide


la evaluación de la autorreflexión:

se sugiere que el lenguaje natural que funciona pragmáticamente -llamado a veces lenguaje ordinario- puede ser equiparado a un lenguaje semántico formalizable y en tanto tal es incoherente ya que, como dice Tarski, en tanto sistema semántico “cerrado” permite la autorreferencia del discurso y, por lo tanto, no excluye la aparición de antinomias.

De esta manera, justamente aquella propiedad de los lenguajes naturales que, desde el punto de vista de una antropología filosófica, como expresión del pensamiento humano, los distingue de todos los llamados “lenguajes animales” y con ello de los “lenguajes simbólicos” técnicos, estructuralmente comparables -la circunstancia de que, en cierto modo, es su propio metalenguaje-, es denunciada como defecto principal de los lenguajes naturales.
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La teoría de la “acción comunicativa” de Habermas y la cuestión acerca de la racionalidad ética de la interacción social.


Por dos razones la teoría de Habermas -al menos el aspecto de la teoría de la acción contenido en el primer tomo de su libro- se presenta, por así decirlo, como un puente entre la teoría de la comunicación y la ética:

La primera razón reside en que la teoría de Habermas, como debería notarse, no es una teoría de la comunicación en sentido estricto sino una teoría de la acción comunicativa, es decir, de la interacción humana a través de la mediación comunicativa.

Esto significa, entre otras cosas, que aquí no se trata primariamente de actos de comunicación -es decir, por ejemplo de actos lingüísticos y actos de comprensión- sino de la “coordinación” de las acciones extralingüísticas teleológicas por la vía de una racionalidad que no es la racionalidad weberiana de medio-fin, sino la de la comprensión a través de actos lingüísticos de comunicación. Sobre esta idea básica de la obra de Habermas, no muy fácil, sino la de la comprensión a través de actos lingüísticos de comunicación. Sobre esta idea básica de la obra de Habermas, no muy fácil de entender, habré de volver más adelante.

Ahora bien, el aspecto de la teoría de Habermas que se acaba de indicar es éticamente relevante ya sólo porque las normas morales en su función vital-mundanal no están referidas primariamente a la comunicación lingüística (o al discurso de la filosofía) sino a las acciones teleológicas, extralingüísticas. Sin embargo, la circunstancia de que estas acciones extralingüísticas pueden ser coordinadas por la vía de una racionalidad no estratégica sino consensual-comunicativa, podría tener la mayor relevancia ética.

El segundo aspecto básico de la teoría de Habermas que, me parece, podría servir como puente entre la teoría de la comunicación y la ética, reside en la concepción de una correspondencia entre los tipos de la racionalidad de la acción y las pretensiones de validez del discurso humano.

Habermas parte del hecho de que tanto a nivel de las acciones extralingüísticas y sus referencias al mundo, como a nivel de los actos lingüísticos, hay que suponer tres dimensiones de la racionalidad y de la posible racionalización que pueden ser distinguidas ideal-típicamente:

(1) la dimensión de la racionalidad medio-fin del actuar orientado hacia el éxito, cuya posible eficiencia técnica, en última instancia, se basa en la verdad del conocimiento de las ciencias naturales, en el sentido de la referencia al mundo de la relación sujeto-objeto;
(2) la dimensión de la corrección normativa del actuar social, en el sentido de la referencia, al mundo, por así decirlo, de la relación sujeto-cosujeto, cuya legitimación racional, en última instancia, se basa en la moral;
(3) la dimensión de la adecuada autopresentación en el llamado actuar dramatúrgico cuyo criterio de racionalidad reside, por una parte, en la veracidad y, por otra, en la estéticamente relevante autenticidad de la autoexpresión.

Según Habermas, la clave de esta tricotomía de tipos de racionalidad de la acción de acuerdo con los tres tipos de referencia al mundo de los actores, reside en la pragmática universal o formal del lenguaje; es decir, en una reconstrucción lingüístico-teórica de las tres funciones del lenguaje que ya había distinguido Karl Bühler: la función de presentación vinculada a las proposiciones y referida a estados de cosas, la función social de apelación realizada a través de los actos ilocucionarios y la en parte performativamente explicitable función de expresión del lenguaje.

Naturalmente, al respecto cabe señalar lo siguiente: En el nivel de la reconstrucción de la teoría de las funciones del lenguaje sobre la base de la teoría del acto lingüístico ya no cabe decir que la función de “apelación” y la función de “expresión”, en tanto funciones de meras “señales” o “síntomas”, serían las “funciones lingüísticas inferiores”, que compartiríamos con los animales, mientras que sólo la función de “presentación”, vinculada a proposiciones, en tanto función de “símbolos”, sería la función lingüística propiamente humana.

Me parece que esta evaluación de las “sólo pragmáticamente” relevantes funciones del lenguaje, sostenida por Bühler y también por Carnap y Popper, ha sido superada por el descubrimiento de las expresiones o frases performativas del lenguaje, realizado por Austin. Pues así se mostró que justamente también la creación vinculante de relaciones sociales -por ejemplo en una promesa- y la autoexpresión subjetiva -por ejemplo en una confesión- pueden ser expresadas a nivel de los símbolos lingüísticos y esto significa, de manera semánticamente vinculante.

En mi opinión, la importancia de esta revolución filosófico-lingüística se expresa en la idea sistemática central de la pragmática universal o formal de Habermas, que ahora se ha vuelto también decisiva para la teoría de la acción comunicativa.

Consiste en la siguiente intelección: No sólo en la pretensión de verdad de la función de presentación del lenguaje ligada a proposiciones, sino también en la pretensión de corrección o de obligatoriedad normativamente legitimable de los actos ilocucionarios y en la pretensión de veracidad de la autoexpresión lingüística, se encuentran potencialmente universales pretensiones de validez del discurso humano, que en tanto tales son también problematizables. Y a todas las tres funciones del lenguaje y pretensiones de validez subyace la simbólicamente articulable pretensión de validez de la comprensibilidad o del sentido del discurso humano en general (en el sentido de su doble estructura performativo-proposicional). Todas estas cuatro pretensiones de validez tomadas conjuntamente -y no solamente la pretensión de verdad ligada a las proposiciones- testimonian, por así decirlo, el logos o la característica como logos del lenguaje humano.

Me parece que es claro que para Habermas, en las potencialmente universales pretensiones de validez del discurso humano aquí, presentadas, más exactamente: en las tres pretensiones de validez especiales, que responden a las tres distinguibles referencias al mundo por parte del discurso, en cierto modo se vuelven transparentes las ideal-típicamente distinguibles dimensiones de racionalidad y racionalización de las acciones extralingüísticas.

Esto se expresa, sobre todo, en la constatación de que en las tres pretensiones de validez del discurso se han vuelto reflexivas las tres posibles referencias al mundo por parte del actuar. (Justamente esto se testimonia a su vez en el hecho de que las tres pretensiones de validez pueden ser explicitadas lingüísticamente sólo performativamente). En este volverse lingüísticamente reflexivas de las pretensiones de validez se basa manifiestamente la posibilidad de una coordinación racional de las acciones extralingüísticas a la luz de un entendimiento sobre su posible racionalidad: por ejemplo, acerca de si se basan en un conocimiento natural verdadero y por ello pueden ser técnicamente eficaces; o si son legitimables a través de normas reconocidas y en esta medida son correctas o moralmente sostenibles; o, finalmente, acerca de si se expresan veraz o auténticamente vivencias o necesidades subjetivas o se basan en el autoengaño o en una deficiente autopresentación.

Según Habermas, la aquí insinuada posibilidad de una coordinación racional de las acciones humanas depende de que la coordinación realmente se realice en el sentido de un actuar orientado hacia la comprensión, es decir, de un actuar comunicativo y no en el sentido de un actuar orientado hacia el éxito o estratégico. Dicho de otra manera: los criterios normativos de racionalidad que deben determinar la racionalidad procesal de actuar comunicativo (y esto significa: de la coordinación del actuar extralingüístico a través de la comunicación ligüística) racionalidad de la variante estratégica de la racionalidad técnico-instrumental. ¿Cómo puede mostrarse que es posible ua coordinación no-estratégica de la acción?

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Karl-Otto Apel, “Estudios éticos”, ed. Fontamara, 2004, Mexico, Pág. 68-72


















utopía y la crítica del utopismo, el centro de la crítica del neomarxismo




El dilema de la dialéctica sujeto-objeto cientificista-tecnocrática es, en mi opinión, un motivo central del apartamiento del neomarxismo occidental -especialmente de Marcuse y de la Escuela de Francfort- del marxismo-leninismo ortodoxo (“objetivista”) y además del diagnóstico -en Horkheimer y Adorno muy pronto pesimista- de la “dialéctica del Iluminismo” en la moderna sociedad industrial en su totalidad. Desde el punto de vista de la teoría de la ciencia, el alejamiento de la Escuela de Francfort con respecto al “objetivismo” encontró su expresión posterior en la llamada “polémica del positivismo” de la sociología alemana. Pues, en esta polémica, de lo que se trataba no era de la cuestión pendiente y difícil de decidir, es decir, si Karl Popper, en contra de su propia autocomprensión, tenía o no que ser considerado como “positivista”. Por el lado de la Escuela de Francfort, de lo que se trataba era más bien de desconectar la fundamentación teórico-científica de una “teoría crítica” de las ciencias sociales histórico-reconstructivas, del programa cientificista de la unidad metodológica -determinada por intereses tecnológicos- de la explicación y predicción nomológicas de los procesos naturales y sociales.

Como se ha dicho, este programa había dominado el marxismo ortodoxo y el antiguo positivismo y, según parece, fue también sostenido por Popper y Albert en el sentido de la “unidad metodológica de las ciencias reales” (a pesar de que irónicamente Popper y Lakatos en aquellos años, bajo la impresión del debate histórico-científico, dieron pasos decisivos en dirección de la eliminación del programa de la unidad metodológica).

Bajo la creciente influencia de Jürgen Habermas, comenzó entonces la “Teoría crítica”, siguiendo la tradición hermenéutica y el “pragmatic turn” de la filosofía analítica del lenguaje, a considerar la posibilidad de una fundamentación normativa dialógica y teórico-comunicativa de las ciencias sociales reconstructivas y -lo que es mucho más difícil- de la organización democrática de la praxis social. Y en este contexto se desarrolló por parte de Habermas y también por el autor de este estudio, la concepción de una ética de la “situación ideal del discurso” es decir, de la “comunidad ideal de comunicación”.

Pero en conexión con nuestra pregunta acerca del concepto de utopía de la actual crítica al utopismo, hay que registrar el hecho de que el neomarxismo que ya no es cientificista-tecnocrático -en primer lugar Bloch y Marcuse, pero también Habermas- se encuentra aún más que el marxismo ortodoxo en el centro de la crítica al utopismo.

Más aún, circunstancialmente se llega a un acuerdo entre los críticos burgueses-conservadores de la utopía y los representantes del “socialismo real” por lo que respecta a la evaluación negativa del “nuevo utopismo”, de su “déficit de realidad”, de su desconocimiento de la función de orden del Estado y de las instituciones y eventualmente de su peligrosidad como una ideología de exaltados que hasta promueve el terrorismo. ¿Cómo puede comprenderse este fenómeno?

Me parece que aquí hay que volver, por una parte, a los presupuestos de la crítica neoconservadora-pragmática de la utopía en la actualidad, que curiosamente convergen en el Este y en el Oeste. Por otra, hay que tener en cuenta las especiales motivaciones ideales e histórico-tradicionales que en Bloch, Marcuse y finalmente en Habermas, han conducido a una revitalización de la dimensión utópica del marxismo.

Con respecto a la primera indicación, baste lo siguiente: En la actualidad, la cuestión ya no es que el pensamiento conservador del status quo se oponga en todo respecto a la idea de progreso. Más bien, tanto en el Este como en el Oeste, hay un pensamiento de status quo de los llamados pragmáticos, que absolutiza un progreso que nos es dictado por la llamada “coacción fáctica” de lo técnica y económicamente realizable. Este progreso cuasi automático e inmanente al sistema de la moderna sociedad industrial es considerado en la actualidad como el ámbito de lo real-posible; y consecuentemente, es considerado como utopista todo aquel que -por ejemplo en vista de la crisis ecológica- cree que puede apartarse de la dirección de la marcha general a fin de, por ejemplo a través de discursos públicos, analizar objetivos posibles, que no están impuestos como objetivos evidentes a través del proceso de industrialización.

Esta actitud explica, por ejemplo, la tesis de Hermann Lübbe en el sentido de que no tenemos ningún nuevo problema de objetivos, sino sólo problemas de conducción en tanto compensación técnica de las consecuencias secundarias negativas del proceso de industrialización, y de que la revuelta estudiantil de fines de los años sesenta debe ser entendida como una huida de una juventud recargada por el progreso, en una utopía social estática, por ejemplo en el sentido de una Edad Dorada. Ya antes, Erwin Scheuch había catalogado a los estudiantes como “anabaptistas de la sociedad de bienestar”, siguiendo la tradición de los movimientos cristianos de los exaltados. Es evidente que esta crítica al utopismo por parte de los pragmáticos está muy alejada de aquella crítica a la utopía de la Época Moderna mencionada más arriba, que ve en las coacciones de pensamiento cientificista-tecnológicas del proceso de industrialización oriental y occidental, una inconsciente anticipación utópica de un dudoso futuro de la humanidad. Toda la apertura de la actual crítica a la utopía y la cuestionabilidad de su concepto de “utopía” se manifiesta claramente en esta oposición.

Una catalogación de la Nueva Izquierda en la tradición de los exaltados cristianos tiene sin embargo un cierto valor heurístico para la peculiaridad del concepto de utopía que los críticos, no sin razón, suponen en el llamado “neomarxismo utópico”.

Con esto llego a mi segunda indicación con respecto a las razones específicas de esta crítica. Merece ser tenido en cuenta el hecho de que en el neomarxismo -por ejemplo, en Ernst Bloch- la línea de la tradición de la secularización de la escatología judeo-cristiana en el sentido del chilianismo especulativo- desde Joaquin de Fiore y la Cábala hasta la filosofía de la historia alemana desde Lessing- ha inspirado el “principio de la esperanza” por lo menos tanto como la línea de la tradición de la utopía social racional que otrora fue reconstruida por Karl Kautsky, partiendo de su “superación” por parte de Marx, pasando por los primeros socialistas, hasta Thomas Morus. Y este cambio de acento va acompañado en Bloch -pero también en Horkheimer, Adorno y Marcuse, para no hablar de Walter Benjamin- de la profesión de una esperanza mesiánico-utópica, que de ninguna manera había sido “superada” científicamente por Marx.


También en Marcuse y en Habermas, la crítica actual al utopismo ha descubierto la huella de la tradición chiliástica de los exaltados, y con ello, de la escatología secularizada. En lo que siuge, no puedo entrar a tratar en detalle la utopía de la “existencia pacificada” de Herbert Marcuse, con sus tonos erótico-anarquistas y de sicología profunda, sino que debo concentrarme en la correspondiente concepción desde Habermas, quien ya tempranamente trató de comprender desde Kant, como “postulado de la razón práctica”, el científicamente no “superable” “excedente” escatológico-utópico de la teoría marxiana. Efectivamente, con Habermas la problemática neomarxista de la fundamentación de la filosofía de la historia -o intención práctica- adoptó aquel giro que hizo pasar a primer plano el problema de la ética. Consecuentemente, en ápoca reciente la crítica del utopismo se ha dirigido contra una determinada concepción de la ética que fuera esencialmente sostenida por Habermas y por mí. Usando mi propia terminología y en el sentido de una formulación que efectivamente provoca la crítica de la utopía, quisiera llamarla la ética de la “comunidad ideal de comunicación”.

Con respecto a Habermas, la crítica al utopismo se ha encendido, sobre todo, en la fórmula de la “comunicación libre de dominación” en el sentido de la formación de consenso a través de la fuerza no coactiva de los argumentos en el discurso; con respecto a mi propia contribución, sobre todo, en la pretensión de que la norma ética básica -es decir, el principio de la formación de consenso sobre normas en el discurso argumentativo de una comunidad ideal de comunicación- es demostrable como indiscutiblemente válida (obligatoria) en el sentido de una fundamentación última pragmático-trascedental. Sintomáticamente, cotra ambos aspectos de la ética comunicativa se dirige no sólo un reproche específico de utopismo sino, en conexión con ello, hasta la sospecha manifiesta de que la exigencia e una ética de este tipo y la pretensión de su fundamentación última, conduce en la praxis a una especie de terror del ideal à la Robespierre. No se toma aquí en cuenta, se dice, la circunstancia de que en un orden social pluralista, democrático-liberal, la “validez social” de las normas tiene que ser un asunto de procedimientos institucionalizados de sanción de las mismas. Pero más allá del reconocimiento de los resultados de tales procedimientos, en una democracia, el reconocimiento de normas -por ejemplo, de normas morales a diferencia de las normas jurídicas- tendría que ser, al igual que la religión, un asunto de tradiciones convencionales voluntariamente seguidas o -en última instancia- de decisiones privadas de conciencia.

Por ello, en un orden social democrático no puede ni debe haber ninguna exigencia de legitimación ético-discursiva, intersubjetivamente válida, de las instituciones legales y de los procedimientos para la sanción de normas. Y tampoco puede ni debe en ningún caso suceder que una parte de la sociedad -es decir los intelectuales (de izquierda)- pretenda poner en tela de juicio crítica-ideolçogicamente la “competencia comunicativa” de los demás, por ejemplo, de los representantes del “complejo industrial-militar”.

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Karl-Otto Apel, “Estudios éticos”, Biblioteca de Etica, Filosofia del Derecho y Politica, Distribuciones Fontamara, 1991, 2ª ed. 2004, México, Pág. 192-197







responsabilidad y equidad



John Rawls (1971) y otros técnicos modernos de la justicia, como Ronald Dworkin (1981), han tendido a subrayar la necesidad de ver a acada persona como especialmente responsable de aquello sobre lo que tiene control. En cambio, no se atribuye responsabilidad ni mérito a una persona por lo que no podría haber cambiado, como el tener padres ricos o pobres, o tener o no dotes naturales. La frontera es a veces difícil de trazar, pero la diferenciación es plausible. En este libro he usado a menudo esta distinción.

De hecho, mi crítica de la teoría de Rawls de “la justicia como equidad” desde el punto de vista de la capacidad nació en parte de mi intento de tomar en cuanta las dificultades de una persona, fuesen éstas naturales o sociales, en la conversión de “los bienes primarios” e libertades de lograr. Una persona menos capaz de usar bienes primarios para conseguir libertades o menos dotada para ello, por razón de incapacidades físicas o mentales, o constricciones biológicas o sociales relacionadas con el sexo, está en desventaja con respecto a otra más favorablemente situada, aunque ambas tengan la misma dotación inicial de bienes primarios. Una teoría de la justicia, sostengo, tiene que tomar en cuenta adecuadamente esa diferencia. Tal es la razón por la que el enfoque aquí presentado se inspira en la teoría de Rawls y la crítica. Concretamente se inspira en el luminoso análisis de Rawls de la equidad y responsabilidad para criticar la particular dependencia de su teoría de la tenencia de bienes primarios, en ves de libertades y capacidades de las que gozan las personas.

La distinción tiene importancia para otra cuestión disputada, a saber, la elección entre logros y libertades para juzgar la situación relativa de una persona. Al tratar con adultos responsables es más apropiado interpretar los derechos que tienen sobre la sociedad, es decir sus demandas equitativas y justas, en términos de libertades de lograr en vez de logros conseguidos. Si la sociedad está organizada de tal forma que un adulto responsable de sus actos goza de no menos libertades que otros (sobre bases preestablecidas), pero desperdicia sus oportunidades y acaba en peor situación que los demás, puede decirse que no ha habido injusticia. Si se adopta este punto de vista, entonces será fácil defender la pertinencia de las capacidades frente a los funcionamientos en los juicios de equidad y justicia.

Pueden hacerse sin embargo algunas reflexiones que reducen la fuerza de este argumento. Para empezar, la cosa es muy distinta en presencia de incertidumbres. Las consecuencias de la mala suerte no se pueden pasar por alto en nombre de la responsabilidad personal.

El argumento de responsabilidad es más aplicable cuando la persona en cuestión corre el riesgo a sabiendas. Pero incluso aquí la cuestión puede complicarse por la dificultad de conseguir información adecuada que permitiera tomar decisiones inteligentes en situaciones arriesgadas. Por ejemplo, la quiebra de una compañía de seguros o un banco de buena reputación no debería dar lugar a un frío rechazo de las desafortunadas víctimas, por razón de que las víctimas eligieron la compañía de seguros o el banco. De hecho, una de las razones que pueden llevarnos a fijar la atención en los logros realizados en vez de en las libertades de realizar es la capacidad de las personas para comprender las alternativas que se le presentan y para elegir inteligentemente entre ellas.

Una cuestión relacionada con la anterior se refiere a la manera en que la contabilidad de las capacidades ha de tomar en cuenta las libertades reales de que gozan de hecho las personas, no sólo de las que gozan “en principio”. Si un condicionamiento social lleva a una mujer a carecer del valor de elegir, e incluso a “desear” lo que valoraría si no se le denegara, entonces no sería justo que realizara la evaluación social partiendo del supuesto de que podría elegir. Es importante concentrar la atención en las libertades de las que realmente se goza, tomando nota de todas las barreras incluídas las de la “disciplina social”.

Una de las limitaciones de la ética utilitarista es el peso excesivo que concede a lo que la gente “consigue desear”, lo que dejan de lado los títulos de quienes están demasiado reprimidos o rotos para tener valore de desear nada. Sería una desgracia el equivocarse de esta manera en a contabilidad de las capacidades. Pero el problemas no aparece si las capacidades que hay que contabilizar son las que la gente tiene realmente y no las que podrían haber tenido de estar menos reprimidos por la “disciplina social”. Esto tiene una importancia particular al enfrentarnos con desigualdades arraigadas, que las víctimas apoyan por aceptación condicionada, como es el caso de la aceptación por la mujeres de una subordinación tradicional.

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Amartya Sen, “Nuevo exámen de la desigualdad”, ibid, Pág. 165 y sig.



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El enfoque exclusivo de los logros ha sido puesto en cuestión recientemente con argumentos en favor de basar la valoración social en los medios de alcanzar objetivos, tales como la preocupación rawlsiana por la distribución de los bienes básicos, la de Dworkin por la distribución de recursos y así sucesivamente. Puesto que los medios en forma de los recursos, bienes elementales, etc., sin duda alguna aumentan la libertad para alcanzar los objetivos caeteris paribus, es razonable pensar que estos movimientos nos llevan hacia la libertad, y nos alejan de centrar la atención exclusivamente en la realización de objetivos. Si aspiramos a la igualdad en el ámbito de los recursos o en el de los bienes básicos, esto puede verse como un aproximarse la evaluación a la consecución de la libertad y un alejarse de la consecución del objetivo como tal.

Pero al mismo tiempo tenemos que reconocer que el crear la igualdad de la propiedad de recursos o de la posesión de bienes básicos no equipara necesariamente las libertades fundamentales de que disfrutan unos y otros, puesto que puede haber variaciones significativas en la transformación de los recursos y de los bienes básicos en niveles superiores de libertades. Los problemas de transformación pueden conllevar algunas cuestiones sociales extremadamente complejas, especialmente cuando los logros en cuestión están influidos por intrincadas relaciones e interacciones en el seno de cada grupo.

Pero como discutimos anteriormente las variaciones de transformación puede nacer de meras diferencias físicas. Repetiré como ejemplo un caso referido anteriormente: la libertad de un pobre para no morirse de hambre dependerá no sólo de sus recursos y de sus bienes básicos (por ejemplo, el efecto de los ingresos para poder comprar comida), sino también de sus niveles metabólicos, su sexo, el embarazo, la exposición a enfermedades parsitarias y así sucesivamente. Entre dos personas con ingresos semejantes y los mismos bienes básicos y recursos, como han expuesto Rawls y Dworkin, una puede estar en situación de evitar la inanición y otra ser completamente incapaz de librarse de ella.

El paso desde la consecución de los objetivos a los medios para alcanzarlos, a la manera de Rawls enfocando la cuestión desde los bienes básicos, o de Dworkin centrándose en los recursos, puede haber ayudado a hacer que los estudiosos empiecen a volver la vista en la dirección de prestar importancia a la libertad, pero el cambio no es suficiente para atrapar lo importante que es la amplitud de la libertad. Si nuestra preocupación es la libertad como tal, entonces no hay modo de escapar de la necesidad de buscar una representación de la libertad en forma de conjuntos alternativos de objetivos que podemos realizar.

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Diversas innovaciones importantes en la filosofía política y moral contemporánea, como el enfoque de Rawls de los bienes básicos en su teoría de la justicia, o los argumentos de Dworkin en favor de la igualdad de los recursos, que en gran parte se han suscitado por una preocupación por la importancia de la libertad, tienden a centrarse en el control del individuo sobre los recursos, tengan éstos la forma que tengan, como la base de las comparaciones interpersonales de la ventaja individual.

Esto ha sido un cambio en la buena dirección en cuanto a la libertad se refiere. Pero la distancia entre los recursos que nos ayudan a alcanzar la libertad y la extensión de la libertad en sí misma es importante en principio y puede ser crucial en la práctica. No sólo hay que mantener la distinción entre la libertad y las realizaciones alcanzadas, sino también entre la libertad y los recursos y medios para alcanzar la libertad.

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Puede argumentarse que la pobreza no es una cuestión de escaso bienestar, sino de la incapacidad para conseguir bienestar precisamente debido a la ausencia de medios. Si el señor Ricohombre tiene unos ingresos elevados y puede comprarse cualquier cosa que necesite, y aún así desperdicia las oportunidades y termina bastante tristemente, sería raro llamarle “pobre”. Tenía medios para vivir bien y para llevar una vida sin privaciones, y el hecho de que a pesar de ello se las arreglara para no evitar cierta privación no le sitúa entre los pobres. Vista así la cosa, le nacen a uno dudas sobre el enfoque de la pobreza como privación de ingresos, después de todo.

Esa línea de razonamiento tiene ciertamente su peso. De hecho, nos conduce hacia una visión de la pobreza en términos de la privación de ingresos pero no nos lleva exactamente allí. Tenemos que considerar otras distinciones. Quizás el punto más importante a tener en cuenta es que la suficiencia de los medios económicos no puede juzgarse independientemente de las posibilidades reales de “convertir” los ingresos y los recursos en capacidades para funcionar. La persona con el problema de riñón que necesita diálisis, en el ejemplo discutido anteriormente en este capítulo, podrá tener más ingresos que la otra persona, pero sigue sin suficientes medios económicos, ni de hecho suficientes ingresos, dado su dificultad de convertir ingresos y recursos en funcionamientos. Si queremos identificar la pobreza en términos de ingresos, no podemos mirar solamente a los ingresos (sean éstos altos) independientemente de la capacidad de funcionar derivada de esos ingresos. La suficiencia de los ingresos para escapar de la pobreza varía paramétricamente con las características y las circunstancias personales.

El fracaso básico que supone la pobreza es el de tener capacidades claramente inadecuadas, aunque además la pobreza sea, inter alia, una cuestión de insuficiencia de los medios económicos de la persona, de los medios para evitar el fracaso de las capacidades. Considérese el ejemplo sugerido anteriormente de la persona con un nivel metabólico alto o un gran tamaño corporal o una enfermedad parasitaria que le roba nutrientes.

Está menos capacitada para colmar sus necesidades nutritivas mínimas con el mismo nivel de ingresos que otra persona libre de esas desventajas. Sí podemos considerarle más pobre que la segunda persona a pesar de que ambos tienen los mismos ingresos, por razón de su mayor carencia de capacidades, el centro de nuestra atención. El mismo conjunto de hechos pude también interpretarse como que indica una menos suficiencia de ingresos dadas sus características y circunstancias personales. El tener unos ingresos insuficientes no es cuestión de encontrarse en un nivel de ingresos por debajo de una línea de pobreza establecida externamente, sino el de contentarse a la fuerza con unos ingresos inferiores a lo que es necesario para generar los niveles de capacidades especificados para la persona en cuestión.

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desigualdad y pobreza, la pobreza en los países ricos


La privación de capacidades puede ser bastante extensa en los países más ricos del mundo. El problema no se reduce sólo a “bolsas” de privación en un pequeño número de lugares.

La cuestión de la privación de alimento en la próspera América también plantea una cuestión de profunda importancia para comprender la naturaleza de la pobreza americana. Con frecuencia se sorprende uno ante el hecho de que pueda haber hambre real en un país tan rico como Estados Unidos, donde incluso los grupos más pobres suelen tener ingresos mucho más altos que las clases medias de países pobres, que sin embargo no sufren particularmente del hambre como tal. En parte la diferencia podría deberse a que el dinero tiene menos capacidad de compra de algunos tipos de bienes en los países más ricos. Pero incluso después de hacer las correcciones de estas diferencias de precios, permanece todavía esa paradójica característica. Además la comida no es uno de los artículos que sean típicamente mucho más baratos en los países pobres que en Estados Unidos.

La perspectiva de las capacidades puede ayudarnos a explicar esa aparente paradoja de dos maneras diferentes. Primero, el hambre y la desnutrición están relacionadas ambos con la ingestión de alimentos y con la capacidad para hacer un uso nutritivo de esa ingestión; ésta se ve afectada profundamente por las condiciones generales de salud, que dependen mucho de la atención sanitaria de la comunidad y de las provisiones públicas de salud. Aquí es precisamente donde los problemas cívicos de deficientes servicios de salud y desigualdades en la atención sanitaria pueden dar lugar a fallos en las capacidades de salud y de nutrición, incluso cuando los ingresos personales no son tan bajos en comparación con los niveles internacionales.


Segundo, ser pobre en una sociedad rica supone por ello una reducción de capacidades, por razones que he tratado de discutir en otra parte. La privación relativa en el ámbito de las capacidades. En un país que en general es rico, se necesitan más ingresos para comprar suficientes bienes y alcanzar los mismos funcionamientos sociales, tales como “aparecer en público sin tener que avergonzarse”. Lo mismo se aplica a la capacidad de “participar en la vida de la comunidad”. Estos funcionamientos sociales generales imponen como requisitos bienes de consumo, que varían según lo que otros tienen normalmente en esa comunidad.

Mientras en la India rural no causa problemas el aparecer en público sin avergonzarse con una vestimenta relativamente modesta y es posible participar en la vida de la comunidad sin tener teléfono o televisión, los requisitos de bienes de tales funcionamientos generales son mucho más exigentes en un país donde la gente utiliza normalmente una ceste de bienes mayor. Esto no sólo hace más caro el alcanzar esos funcionamientos sociales, sino reduce los recursos utilizables para la salud y la nutrición, La aparente paradoja del hambre en los países ricos no es difícil de explicar una vez que nuestra atención se aparta del ámbito de los ingresos y se traslada al ámbito de la conversión de ingresos y otros recursos en capacidades.

La distinción entre “bajos ingresos” y “fracaso de capacidades” es importante. Un análisis de la pobreza que se concentre sólo en los ingresos puede quedar muy lejos de lo que principalmente nos preocupa en la pobreza, a saber, la limitación de las vidas que algunas personas se ven forzadas a llevar. También puede no forecer orientación empírica en cuánto a la génesis y extensión de la privación. El centrarnos en el ámbito adecuado importa tanto para el estudio de la pobreza como para la investigación general sobre la desigualdad social.

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Amartya Sen, “Nuevo exámen sobre la desigualdad”, Alianza Editorial, Madrid, 1995, 3ª ed. 2004, pág. 130 y ss.

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Cuando el 20 por ciento de la población mundial consume el 80 por ciento de la riqueza mundial, ¿no te sientes culpable? ¿Cuando le compramos sus materias primas a precios bajos para que despues el intermediario de la cadena lo multiple por tres o por cuatro no te sientes culpable?

Por esa regla de tres no vamos a ser nunca amigos, cyrano, aferrado a esos novelones apocalípticos de batallas contra el Mal, no me extraña que piense en esas ideas y que te sientas un malvado.

No hablas nunca de progreso sino de patria, democracia, familia y seguridad, tronando contra laicos, extranjeros, eutanasia, y homosexuales.
Aquí no vengas para hacer campaña de neoconservador o neocristiano.

Y no te olvides de la consigna, "Libertad Duradera", el lema de la Cruzada de Bush para salvar la Humanidad.

Tú le has entregado tu alma a los tiburones financieros del imperio, eso y el pavoroso efecto del terror que impulsa a la gente tras los atentados que hubieron, hace que todo se cambie por la prometida seguridad.

Bajo el miedo se renuncia a todas las garantías y se traiciona al mejor amigo. Y eso es lo que yo leo de tu discurso.

Yo lo que veo es ignorancia en usted y confusión.

Occidente es una cultura lanzada por la vía de la ciencia y la técnica y en eso es superior y se cree superior a todo, pero no lo es. A los fanáticos de la productividad podrá parecerles un dogma sagrado pero no lo es. Hay mucha mas sabiduría y saber hacer en Asia.

Pero hace ya tiempo que la economía sólo rige para un solo fin el del beneficio material de unos pocos, no darse cuenta de esto, y mas con lo que está cayendo es ser de tontos y alcornoques.


Suya nunca!!! neverthelessss!!!

Ishtar with Cartas de Iwo Jima!!!!


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Y añadiré algo más:

criticar al capitalismo no significa ensalzar a su contrario, la planificación generalizada de la economía.

Desde este discurso ambos no son opuestos, sólo discrepan en el grupo social que obtendrá de ellos los mayores beneficios y en cambio ambos tienen como valor supremo el beneficio material.

Y ese objetivo aun siendo indispensable para vivir no es a mis ojos la suprema finalidad para nuestras vidas.

Por ello hablo de la necesidad de una superior sabiduría.

Para establecerla no se trata de disponer de una escala única de comparación ya que no la hay, occidente es una cultura lanzada por la vía de la ciencia y la técnica y en eso es superior si se elige ese criterio. Pero en cuanto a la experiencia interior y el arte de vivir en armonía con el mundo, la sabiduría oriental aventaja al occidente.


Ishtar, brandishing an arch in a car thrown by seven lions!!! Sumerian lady!!!






se desmorona la noche, empieza la tiniebla a diluirse, asoman promesas de luz.

Como vagos jirones de niebla flotan invisibles revelaciones.

La realidad es inimaginable.
Emergi aquí como el naufrago que recupera la vida a bocanadas
renazco cada día, subiendo al alba, para vivir este intervalo augural.
Entre dos tiempos, el ayer y el hoy, en esa divisoria vislumbro mejor lo esencial. Siempre escondido bajo lo urgente.

Lo que abajo me corroe y a ratos me atosiga se hace aquí insignificante entre la infinidad celeste y el abismo marino.
Entre esos dos polos y la cesura del tiempo soy serenidad expectante.

Desde que la muerte me arrojó a esta orfandad por primera vez me atrevo a reconocer mi soledad gracias a esta salvación.

Un hormiguero humano en fin flotando tiempo adelante en este navío. Occidente ese es su nombre.

Viajando ¿hacia dónde?, ¿cuál es nuestro destino?

De impensable coexistencia con la rítmica trepidación de la poderosa maquinaria en marcha bajo las planchas metálicas que piso.

El mundo actual es la nave de los Locos y no podría ser perfecta tu organización del comercio, pero me extraña que te obliguen a levantarte tan temprano.

Hace tiempo que estamos adevertidos, el autor aleman Oswald Spengler constatando la Decadencia de Occidente, y Fukuyama, el fin de la Historia.

Y en la Edad Media lo explicaba un moro casi de nuestra tierra, Aben Jald´un, los sabios lo discuten pero la cosa es sencilla: a todo lo que vive en este mundo acaban agotándosele las pilas, es fatal.

En la cristiandad les fastidió la ciencia, la imprenta propagó el humanismo y la nave creció.

El paraíso de un niño pobre pero sin hambre y sin frío arrullado por un inmenso cariño materno.

Pero esos subterráneos aun siendo verdaderos y dolorosos no anulan la grandeza de la vasta creación social que llamamos occidente aunque coexistan bajo ella. La impresionante máquina rueda a plena marcha.
Se comprende que muchos defiendan el sistema de vida occidental como insuperable pues aun teniendo defectos, no parece posible hacerlo mejor.

El sistema rechina porque pretende armonizar sectores incompatibles.
Ahora la iglesia estorba queriendo imponer su mitología a todos, pero la sociedad ya no la sigue como antes, hoy mandan las grandes empresas globalizadoras, imponiendo una ideología económica del siglo XVIII. Cada sector es de su tiempo, tienen distintos fines y hablan lenguajes diferentes, como en la imposible Torre de Babel.
Y dejándolas a todas atrás el progreso técnico derrama una constante catarata de innovaciones que nos colman de medios sin saber para qué van a usarse, porque no tenemos claros los fines, con el resultado de que vamos a la deriva. El sistema se ha vuelto ingobernable, pero la gente se aferra a él porque teme el cambio. Ya no tiene gusto por la aventura.

Mi tierra natal la de mis raíces por esas raíces recibo mi savia y con ellas intuyo y siento.

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Pero es posible subsistir en la época nuclear sintiéndose de antes? ¿No es como querer un pez vivir fuera del agua y respirar con agallas?

Vivimos a contrapelo, en un ambiente de disgusto, nos vemos forzados a llevar una doble vida. Los cristianos en la Roma imperial se ganaban el pan como tenderos, o albañiles, o lo que fueran y salían a diario a sus tareas como dóciles súbditos, pero se reunían secretamente en sus catacumbas, esperando y preparando el otro mundo que ellos ansiaban, lo mismo pasa ahora. Yo no quiero este mundo me da asco.

Ha perdido hasta las maneras que ante lubrificaban las relaciones humanas, ha mercantilizado todo.

Ya no disimula como cuando la Rochefoucauld observaba que la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud, porque ya no se valora el decoro sino el cinismo. Aunque sólo sea por estética ya que no por dignidad el actual estilo de vida es condenable y en mi juventud luché en contra.
Hay que seguir en las batallas aun sin esperanza de victoria.

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El taoísmo afirma que la intervención humana para mejorar el mundo siempre es dañosa, pues perturba la armonía cósmica natural. El sabio debe abstenerse y dejar que fluyan las cosas por sí mismas, un verso de esa escuela dice: Organizar es destruir, del autor Chang-Tsu, si quieres ser feliz no analices.

Los mandalas con sus círculos exteriores de fuego y de diamantes sus diose guardianes y sus cinco bodhisattvas ayudan a comprender y a meditar.

China lleva la quinta parte de la humanidad, casi otro tanto lleva la India.El islam con la media luna en la bandera es el terror de Bush o mejor dicho el pretexto de Bush para la invasión pero el Islam es una de la grandes civilizaciones de la historia y en nuestra tierra la gozamos.
Y Africa con todos sus colores y su bandera mitad blanca mitad negra, ahí navegan todos los pueblos con grandes dificultades.

America Latina tambien está condicionada, bajo aparente independencia en las cubiertas inferiores de Occidente, cuánto movimiento, es el tráfico, comerico, turismo, viajes, contrabando, y migraciones.

Inmigrantes es una patera llegan agotados de tanto andar, con hipotermia de la navegación nocturna, con quemaduras por el combustible y el sol con el agua salda, les duele la cabeza. Están cmo atontados parecen cosas muchos están acabados, otros llorarn de dolor, desesperados, nerviosos, no estan en su ser, se entregan a la suerte. A veces han recogido mujeres embarazadas.

Mientras en Occidente viven tantos despilfarradores una ultitud vive penosamente o ensayando escapatorias de la miseria tan desesperadas como esta de las pateras., esta es la nave de los locos.+


estoy sola y sin estrellas unos nubarrones la ocultan tenazmente. Sólo con el ritmico latido de las maquinas, el susurro del viento, de vez en cuando los crujidos los rechinamientos dela nave, lo atribuyo a mi estado de ánimo, el comienzo del otoño, el cielo desapacible.

Se comenta la actitud insolidariza de EEUU que pretende mas apoyo de la ONU para sus fines propios y al encontrar resistencias aprieta en los cordones de la bolsa y regatea sus aportaciones. Estoy preguntandome si eso puede amenazar la estabilidad laboral de mi país.

Cito al presidente Bush sosteniendo que “el comercio es el motor del desarrollo” . Bush se refería al desarrollo de los Estados Unidos, en lo cual tiene razón. Y antes anunció sus acciones “preventivas” contra las armas de destrucción masiva en manos de terroristas. Acusa a Irak donde nadie ha visto esas armas salvo la Cia pero donde abunda el petróleo, en cambio no alude a otros países con armamento nuclear. O sea que terrorista es aquel a quien Bush califica de terrorista. Por eso Israel no es terrorista, aunque cometa asesinatos selectivos para prevenir, según la doctrina Bushista. Asusta y vencerás.
Domina por el terror, como el matón del barrio.

¿te atreverías tu pequeño funcionario a discutirle al supremo definidor del terrorismo su cruzada por la libertad duradera?

Imposible dormir hirviendo como estoy de ideas y emociones.

Tambien está China y su interesante emergencia reciente. Aunque hablar de mergencia y de reciente resulta incongruente para un país milenario.

La Américas lo mas seguro del mundo, cómo pueden no estarlo con todas sus armas y dinero, pero por que entonces viven tan preocupados por la seguridad? Por el terrorismo, eso es distinto, una plaga que se cuela en todas partes y hay que destruirla.


Estamos ante el argumento típico este es de los que no cambian:

Son gentes incapaces, siempre quieren q los de arriba les resolvamos los problemas, protestan, forecejean, pero van a echar abajo nada.

Nos sacan dinero de ayuda y no lo aprovechan, porque se lo quedan sus gobiernos. No tienen arreglo, toda la vida ha sido igual, dios hizo a los ricos y a los pobres, pocos salen adelante, de todos esos que llegan aquí en sus pateras. Es como las ayudas sociales, entre nosotros dinero perdido para sostener vagos.

Té hornimans rojo eso es lo único que bebo. Pruebo la bebida, imitándoles, el aroma es provocativo y el sabor estimulante, primero algo astringente, luego deja un recuerdo de suave fortaleza.

No te olvides de la consigna, Libertad Duradera, el lema de la Cruzada de Bush para salvar la Humanidad.


Los medios y las fuentes donde beben a diario lo que deben pensar vierten ahora nuevos licores.

Desde la elección de Roosvelt en 1933 floreció en Estados Unidos una actitud política abierta con élites culturales concentradas en las grandes ciudades y en las costas de los dos océanos. Pero en el sur y el medio oeste primaba la adhesión a estilos de vida tradicionales, recelosos de las innovaciones. Pues bien este otro país de más atrasado de opinión republicana se ha reforzado últimamente con los neoconservadores y los neocristianos aferrados a la biblia y devoradores hoy de novelones apocalípticos sobre batallas contra el Mal. Dadas esas premisas en la campaña electoral los candidatos no hablan de progreso sino de patria, democracia familia y seguridad, tronando contra laicos, extranjeros, eutanasia, y homosexuales.

Condicionados por los medios de comunicación al servicio del dinero, el centro y el sur votan por esas grandes palabras pero al hacerlo, entregan el poder a los tiburones financieros , a todo ello se añade desde el desplome de las Torres Gemelas en Nueva York el pavoroso efecto del terror que impulsa a la gente a aceptar lo que sea, a cambio de la prometida seguridad.

Cómo se puede sentir miedo teniendo el ejército mas poderoso del mundo? No podeis imaginaros lo que ha sido la caída de las World Towers para un pueblo que se consideraba protegido por dios y a salvo de todo. Mucho peor que pearl harbour, ocurrido al cabo en unas islas lejanas.

Bajo el miedo se renuncia a todas las garantías y se traiciona al mejor amigo.
Cuando a la gente le aseguran que Irak amenaza con armas atómicas y biológicas cómo va a importarle nada guerrear contra un país considerado pequeño y salvaje?

La planificación generalizada de la economía no trae muy buenos resultados, criticar al capitalismo no implica necesariamente ensalzar el comunismo. Además ambos no eran opuestos, sólo discrepaban en el grupo social que obtenía de ellos los mayores beneficios y en cambio

ambos tenían como valor supremo el beneficio material. Y ese objetivo aun siendo indispensable para vivir no es a mi ojos la suprema finalidad para nuestras vidas.

Ahora me recordarás la superior sabiduría de asia.

No hablo de superioridad para establecerla haría falta disponer de una escala única de comparación y no la hay, occidente es una cultura lanzada por la vía de la ciencia y la técnica y en eso es superior si se elige ese criterio. Pero en cuanto a la experiencia interior y el arte de vivir en armonía con el mundo, la sabiduría oriental aventaja al occidente.

A los fanáticos de la productividad tecnológica podré parecerles exagerado pero a los ojos de mis maestros mongoles y tibetanos el estilo de vida occidental, con sus artefactos admirables no es más que un torbellino de ignorancia y confusión.

Karma palabra a veces traducida como destino es al contrario un despertar desde la confusión en que nos retiene la ignorancia, un impuso hacia la iluminación.
El budismo no cree en ningun dios, nosotros cometemos los actos y estos recaen sobre nosotros esto es el karma, un despertar.















1.“Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas necesarias, convenientes y gratas de la vida. Será rico o pobre según la cantidad de trabajo ajeno de que pueda disponer”, dice Adam Smith.
A lo que responde Marx con la cuestión del valor:
“Nuestro posesor de dinero tendría que ser tan afortunado como para descubrir dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar propiedad de ser fuente de valor (Quelle von Werth), creación de valor (Wetschöpfung).” (Marx, El capital, -1873-, I, 4, 3)
El posesor del dinero se enfrenta al posesor del trabajo, estableciendo asi una relación práctica entre dos personas, pero sin ser miembros de una “comunidad” previa, sino personas individuales aisladas, libres, iguales, propietarias. El enfrentamiento “cara-a-cara” entre el que tiene dinero y el “pobre” nos remite a la “situación originaria” de la que parte Marx:
“En el estado primitivo y rudo de la sociedad, que precede a la acumulación de capital el producto íntegro del trabajo pertenece al trabajador”.
Para Hayek, Friedman, y para el mismo Rawls, el que haya ricos y pobres es un hecho cuasi-natural, de la suerte o el azar, pero no objeto de crítica económica o filosófica. Evidentemente, esta no es la posición de Marx.
Este tema lo trata Marx, sistemáticamente. Se ocupa de las condiciones de posibilidad del “contrato” y describe dicho enfrentamiento entre dos propietarios como “desigual”, no-equivalente, producto de una historia previa violenta.
Se trata de la cuestión práctica de la relación interpersonal, desde donde Marx describe la situación alienada del trabajo. Por ello le dio tanta importancia al presupuesto del contrato.
La separación entre la propiedad (del dinero) y (la propiedad de) el trabajo se presenta como ley necesaria del intercambio entre capital y trabajo. Lo sería positivamente el trabajo como actividad, como fuente viva (lebendige Quelle) del valor. El trabajo, que por un lado es la pobreza absoluta como objeto, por otro es la posibilidad universal de la riqueza como sujeto y actividad”. (Marx, Manuscritos, 61-63).
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La relación de interacción y de intercambio es por ello tan importante, para que no se aliene la acción ni el trabajo, y para que haya una verdadera dialéctica social.
De lo contrario, se imponen otras relaciones de dominio, de superioridad de la técnica y de sometimiento del trabajo. Se impone otro marco de otra ideología, que es no sólo la del capital, sino la de la despolitización, la neutralidad de las reglas para dominar con la técnica.
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Al abrigo de estas ideas que voy estudiando recientemente te dejo con estas reflexiones y cuestiones, al menos con un esbozo de ellas.
También me llegan desde México algunas ideas de la “filosofía de la liberación”, por eso estoy citando el pensamiento de Marx, pero desde esta filosofía se acentúa en la idea de que la “relación” práctica entre posesor-capital (“rico” para Smith) versus posesor-trabajo (“pobre”) es una “relación” cuasi-natural para la filosofía vinculada al capitalismo.
El “pobre” (para Smith y para Marx), antes que asalariado subsumido o alienado en el capital, es la condición de posibilidad de la existencia del mismo capital. El capital es, en último término, una “relación social (gesellschaftliche)”, no comunitaria, justificada por el modelo legitimador de la economía política capitalista (en el que debe incluirse a Rawls, y en parte a Ricoeur y Apel, en cuanto no críticos del todo de un tal modelo).
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Hoy día todo esto se encubre quizá con otras filosofías, que apuestan por otro tipo de relaciones o que intentan legitimar la relación de otra manera, seguiremos por ello tratando este tema.
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Te mando un saludo muy grande, querido amigo!!





1.El sentimiento resulta fácilmente manipulable y unas relaciones paternalistas pueden provocar un sentimiento de pertenencia por parte de quienes son objeto de ellas, y lo que determina efectivamente el éxito de una empresa no es el precio del trabajo sino la productividad de esa empresa, que depende de la eficiencia más que del precio.
Pero es bueno por ello “saberse” integrado y no solo “sentirse”, es decir, saberse miembro de una empresa, ser parte importante de un proyecto. Y esto mal se consigue con los trabajos precarios y los trabajos faltos de protección social.
El valor de los “recursos humanos” para la empresa es destacado por autores como Robert B. Reich que recuerdan que el trabajo constituye “la riqueza de las naciones”, el factor decisivo para recuperar la rentabilidad de las empresas. El verdadero desafío económico consiste en fomentar las capacidades de los miembros de las empresas y en compatibilizarlas con los requerimientos del mercado mundial.
Siguiendo la lectura de Adela Cortina desde aquí se urge añadir al “imperativo tecnológico” otros dos tipos de imperativos, si es que deseamos incrementar la productividad y competitividad de las empresas: el imperativo de “capacitación” de los miembros de la empresa, por el que aumenta su formación y cualificación, y el imperativo de la “incorporación” de tales miembros en el proyecto común, que exige, entre otras cosas, trabajos estables y protección social. La supresión de los costes sociales no reduce la competitividad necesariamente, como lo muestra el hecho de que justamente los países con más elevada protección social sean los más competitivos.
Las empresas más inteligentes no son entonces las que se pliegan a una “reingeniería social” que consiste en reducir plantilla y bajar los gastos salariales y de protección social, sino las que son capaces de aunar la eficiencia productiva con la eficiencia social.
El trabajo es el principal medio de sustento, pero además uno de los cimientos de la identidad personal, un vehículo insustituíble de participación social y política y una forma de educación y humanización difícilmente sustituíble.
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Todo ello, querido profesor, conecta con tus enseñanzas sobre estrategia y estudios de empresa, aunque esta no es mi especialidad, pero sin duda todo ello supone un reto que hay que integrar y una labor para ti que sigues haciendo con agrado y estando abierto al saber contemporáneo. Creo que, por eso, sí puedo agradecer éste tu espacio que nos permite ejercer nuestro derecho de opinión como ciudadanos.
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2.ishtar terra
16 de Enero, 2009 a las 4:36 am
En nuestros días nos encontramos con múltiples dificultades que obstaculizan la realización de un marco de empresa ética, más bien volvemos a inercias antiguas como la de creer que una empresa está hecha para proporcionar el mayor beneficio material posible a los accionistas, y que éste se consigue bajando los salarios, reduciendo las prestaciones sociales y disminuyendo la calidad del producto. Pero otras son nuevas, como la globalización o la financiarización de los mercados y otras dificultades a considerar como la precarización del trabajo en una sociedad del trabajo escaso, la nueva división en clases tal como se presenta en la llamada “sociedad del saber” y, por último, la nueva tendencia a cargar la responsabilidad social por las actividades que requieren solidaridad a un “tercer sector”, exonerando o librándoles a las empresas de la responsabilidad de convertirse en “emresas ciudadanas”.
Una auténtica ciudadanía económica exigida por el êthos de nuestras sociedades demanda al poder político realizar la tarea de la justicia que le corresponde y a las empresas asumir su responsabilidad social en las relaciones internas y externas.
Citando a Cortina en sus ideas sobre una ciudadanía ética de la empresa.
Un cordial saludo!!
3.Gustavo Mata
16 de Enero, 2009 a las 10:45 pm
Tus comentarios son los verdaderos posts de este blog. Mis posts parecen los comentarios a lo que nos escribes tú.
Gracias gentil Ishtar por todo lo que nos aportas.
Un saludo.































En la “Exterioridad” -considerada por Lévinas, por Marx y por la filosofía de la Liberación- está el “pobre”, como individuo, como marginal urbano, como etnias indígenas, como pueblos o naciones periféricas destinadas a la muerte. El pobre, que gracias a las mediaciones categoriales de Marx deja de ser el pobre “abstracto” de Lévinas y puede transformarse en el sujeto concreto con respecto al cual se sitúa el argumentante “abstracto” del discurso de la filosofía del lenguaje de Apel.

En efecto, la filosofía del lenguaje debería igualmente hacerse cargo de ciertos enunciados (speech acts) que se expresan, por ejemplo, en el angustioso “¡Tengo hambre, por ello exijo justicia!”. Se trata de un enunciado que irrumpe “desde fuera” de la “comunidad de comunicación real”. “Desde fuera” por definición, ya que se trata del “presupuesto excluido”, que fácticamente no tiene lugar “en” la comunidad de argumentación. Ese enunciado del pobre no busca, primera ni directamente, un posible “acuerdo (Verständigung)”. Busca algo previo, anterior; exige la “condición absoluta trascendental de posibilidad” de todo argumentar: busca el ser “reconocido” en el derecho de ser persona, para poder “ser parte”, en el futuro, de la “comunidad de comunicación histórico-posible” (que llegará a ser “real”; ya que la “real” actual fue “histórico-posible” en el pasado). Llamaremos “interpelación” a ese tipo de acto lingüístico (speech act) que tiende a producir las condiciones de posibilidad, el presupuesto absoluto de la argumentación como tal: el poder participar (“ser parte” fácticamente en la comunidad.

Todo esto, lo hemos visto, no es negado por Apel, ni mucho menos; pero interesa ser desarrollado en nuestra situación de marginales excluidos de la historia -tema “central” de la filosofía de la liberación:

Pero súbitamente se alza la voz (Stimme) del obrero, que en el estrépito y agitación del proceso de producción había enmudecido. Bien puedes -exclama el obrero- ser un ciudadano modelo, miembro tal vez de la Sociedad Protectora de Animales y por añadidura vivir en olor de santidad, pero a la cosa que ante mí representas no le late un corazón en el pecho. Exijo el valor de mi mercancía”. (Marx, El Capital I, cap 8, 1).

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Kar-Otto Apel y Enrique Dussell, Etica del dicurso y ética de la liberación, ed. Trotta, Madrid, 2004






En la “Exterioridad” -considerada por Lévinas...

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Podemos ahora comenza a considerar la crítica de Apel: la cuestión del valor. Apel cita unas líneas que sin, exactamente, el inicio del desarrollo de la crítica de todo el sistema de las categorías de la economía política burguesa:

“Nuestro posesor de dinero tendría que ser tan afortunado como para descubrir dentro de la esfera de la circulación, en el mercado, una mercancía cuyo valor de uso poseyera la peculiar propiedad de ser fuente de valor (Quelle von Werth), creación de valor (Wetschöpfung).” (Marx, El capital, -1873-, I, 4, 3)

El posesor del dinero se enfrenta al posesor del trabajo, estableciendo asi una relación práctica entre dos personas, pero sin ser miembros de una “comunidad” previa, sino personas individuales aisladas, libres, iguales, propietarias. El enfrentamiento “cara-a-cara” (piénsese en Lévinas y la filosofía de la liberación) entre el que tiene dinero y el “pobre” nos remite a la “situación originaria” de la que parte Marx ( y no Rawls), real histórica, en oposición con Adam Smith cuando escribe:

“En el estado primitivo y rudo de la sociedad, que precede a la acumulación de capital el producto íntegro del trabajo pertenece al trabajador. Mas pronto como el capital se acumula en poder de personas determinadas, algunas de ellas procuran regularmente emplearlo en dar trabajo a gentes laboriosas (Smith, 1884).

Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas necesarias, convenientes y gratas de la vida. Será rico o pobre según la cantidad de trabajo ajeno de que pueda disponer (Smith, cap. 5).

Para Hayek, Friedman, y para el mismo Rawls, el que haya ricos y pobres es un hecho cuasi-natural, de la suerte o el azar, pero no objeto de crítica económica o filosófica. Evidentemente, esta no es la posición de Marx.

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Este tema lo trata Marx, sistemáticamente, al menos en seis ocasiones. Se ocupa de las condiciones de posibilidad del “contrato” y describe dicho enfrentamiento entre dos propietarios como “desigual”, no-equivalente, producto de una historia previa violenta. Se trata de la cuestión práctica de la relación interpersonal, desde donde Marx describe la situación alienada del trabajo. Por ello le dio tanta importancia al presupuesto del contrato:

“La separación entre la propiedad (del dinero) y (la propiedad de) el trabajo se presenta como ley necesaria del intercambio entre capital y trabajo. Como no-capital, no-trabajo objetivado, la capacidad de trabajo aparece:
1) Negativamente, no-materia prima, no-instrumento de trabajo. Este despojamiento total es la posibilidad del trabajo privado de toda objetividad. La capacidad de trabajo como pobreza absoluta (absolute Armut).

2) Positivamente el trabajo como actividad, como fuente viva (lebendige Quelle) del valor. El trabajo, que por un lado es la pobreza absoluta como objeto, por otro es la posibilidad universal de la riqueza como sujeto y actividad”. (Marx, Manuscritos, 61-63).

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El “pobre” (para Smith y para Marx), antes que asalariado subsumido o alienado en el capital, es la condición de posibilidad de la existencia del mismo capital. El capital es, en último término, una “relación social (gesellschaftliche)”, no comunitaria, justificada por el modelo legitimador de la economía política capitalista (en el que debe incluirse a Rawls, y en parte a Ricoeur y Apel, en cuanto no críticos de un tal modelo).

La “relación” práctica entre posesor-capital (“rico” para Smith) versus posesor-trabajo (“pobre”) es una “relación” cuasi-natural para la filosofía vinculada al capitalismo, un factum de la razón práctica que no se pone en cuestión (y al que se le aplica el maximin). Para Marx, en cambio, es fruto de estructuras históricas que la determinan: no es el punto de partida natural, es un punto de llegada histórico. Para América Latina, un continente de “pobres”, al igual que África y Asia, esta cuestión es central, esencial. La “pobreza” de nuestros continentes no es un punto de partida natural (debida a una incognoscible “inmadurez auto-culpable”), sino punto de llegada de cinco siglos de colonialismo europeo (dentro del “sistema-mundo” hegemonizado hoy por Estados Unidos), del cual Ricoeur, pienso, tendría aspectos de los que debiera avergonzarse (el holocausto de quince millones de indio-americanos, de los trece millones de esclavos africanos, de los asiáticos objetos de guerras coloniales, de la “Guerra del opio”..., de la de Argelia...). En el plano individual el “pobre” es “alienado” (subsumido) en el capital como instrumento, mediación de la “valorización del valor”. En el plano mundial es la Periferia explotada por el Centro. Hay diversas maneras de acumular valor (como “plusvalor” o como “transferencia de valor” de la Periferia al Centro). Esta “relación social” (no comunitaria) es interpersonal, es una relación que informa las relaciones de “individuos aislados” en la vida cotidiana (Lebenswelt) anterior al “sistema” habermasiano. Marx se sitúa en un nivel constitutivo de la misma Lebenswelt, y de ahí su pertinencia como filósofo de la vida cotidiana en el capitalismo.

Para concluir este punto, deseamos repetir que lo esencial para Marx es la relación persona-persona:

“La propiedad del hombre sobre la naturaleza tiene siempre como intermediario su existencia como miembro de una comunidad (Gemeinwesens) una relación con los demás hombres que condiciona (bedingt) sus relaciones con la naturaleza”.

Ahora podemos tocar la objeción de Apel, quien parte del siguiente texto de Marx:

“En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanto a la cualidad; como valores de cambio sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso”.


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Kar-Otto Apel y Enrique Dussell, Etica del dicurso y ética de la liberación, ed. Trotta, Madrid, 2004, pág. 232-234

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La relación práctica abstracta (donde debe situarse la acción comunicativa, la frónesis o acción política, y es el ámbito de la ética o moral) es, en la relación económica capitalista, la “relación social” entre el capital-trabajo (capitalista-trabajador; clase capitalista-clase trabajadora); es relación persona-persona. Constituye la esencia última o determinación primera de la “relación social de producción” (base material por excelencia, para Marx, de la vida humana social en general). La relación productiva (persona-naturaleza) es tecnológica (de la razón instrumental).

Esta última, abstractamente, no es económica; sólo subsumida en la relación práctico-social, en concreto, deviene el momento productivo de la relación social (momento de la razón práctica).

Pensar que Marx es un productivista (o que dio prioridad absoluta a la relación persona-naturaleza) es no comprender que lo económico es relación práctico-productiva. Lo moral o ético, por ello, es el momento fundamental de lo económico (en el capitalismo “relación de explotación” o “dominación”). Pero, además, esta relación concreta práctico-productiva proporciona el “lugar” a los agentes también en la Lebenswelt y en los “sistemas” (habermasianos); es un momento esencial de la estructura del mundo de la vida cotidiana (Lebenswelt), de la forma de vida, y no un mero “sistema” yuxtapuesto -eso podría quizá ser el objeto de una Wirtchaftswissenshaft, pero no de la “economía” en el sentido ético-antropológico y trascendental de Marx-. El “mundo” de las personas (del “yo” y del “nosotros”) queda situado como una “perspectiva” desde el “lugar” que se tiene en dicha relación práctica -y también siempre productiva: la legua, ella misma, es un momento productivo-semiótico; a la lengua se la “produce” desde esa “posición”: los “juegos del lenguaje”, la forma de vida, el mundo, tienen como momento constitutivo, constituyente y constituido, dicha “relación social de producción”, que determina y es determinada mutuamente en el movimiento de la “reproducción” de la vida humana como totalidad.

Por ello es por lo que la “comunidad de comunicación real” no puede dejar de determinar y ser determinada por y en la “comunidad de vida real”. Pero la reflexión filosófica de dicha “comunidad de vida” exige categorías que no pueden ya ser aportadas sólo por una filosofía del lenguaje. Aquí las categorías construidas por Marx son todavía insustituibles. Dejarlas de lado como no-pertinentes es efecto de una ceguera de “lo económico” (y de la confusión del marxismo dogmático con Marx mismo; distinción esta última que se conoce, pero que no se utiliza fecundamente). El análisis sólo político (de la legitimación, de “lo público”, etc.) puede caer en un “politicismo” idealista, desarrollista, por ignorar la pertinencia de un análisis concreto del capitalismo como horizonte ontológico concreto de la Lebenswelt y los “sistemas” ónticos que puedan darse dentro de dicho horizonte. Ante la miseria del Tercer Mundo, al menos, no tenemos otro sistema categorial más pertinente hoy en día. Ya que sólo Marx ha podido formular la causa ontológica (y trans-ontológica) de una tal miseria:

La ley (de la acumulación) encadena el obrero al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefeso aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de miseria proporcionada a la acumulación de capital.

[El Capital I, cap. 23; MEGA II/6, 588, 13-18. Por “ley” debe entenderse, no en su sentido positivista o naturalista, la regulación que la esencia ejerce sobre su propio movimiento (tal como lo define Hege en la Lógica). La “ley del valor”, ley fundamental del capital, enuncia que todo valor es efecto de la causa creadora del valor: el trabajo vivo -y no existe ninguna otra causa: ni la tierra da renta, ni el capital produce ganancia-. Es una “antropología” (todo es en la economía trabajo humano objetivado) y una “ética” (toda ganancia es trabajo “impagado”: justicia). Éste es el desarrollo lógico del punto de partida de Smith y Ricardo -pero ellos rápidamente se contradijeron y no desarrolaron hasta sus últimas consecuencias su sistema categorial-. Por ello, la tarea de Marx consistió en la “crítica general (allgemeine Kritik) de todo el sistema (Gesamtsystem) de las categorías económicas” (Manuscritos). Es decir, “el trabajo es la única fuente (Quelle) del valor de cambio y el único creador activo del valor de uso. Afirmáis que el capital es todo y el trabajador nada. El capital no es sino una estafa hecha al obrero. El trabajo es todo (Die Arbeit ist alles)”. En esto consiste la posición antropológica y ética trascendental-ontológica (en realidad trans-ontológica) de Marx. Nada de materialismo dialéctico; nada de productivismo...]

La acumulación de capital (momento final de la “realización” del “ser”) en el mundo desarrollado, entonces, es acumulación de miseria (el “no ser”) en el Tercer Mundo. El “liberalismo” o el “capitalismo tardío” es también, aunque no sólo, un sistema fruto de quinientos años de explotación de las naciones periféricas.

Hemos así articulado la exterioridad de Lévinas con el “trabajo vivo” en Marx -la Exterioridad o el “No ser”, la “Nada”, fuente creadora del “Ser” de la totalidad-. Heidegger y Wittgenstein efectuaron una crítica de la metafísica, como muestra ejemplarmente Apel. Lévinas y Marx efectuaron una crítica a la “totalidad” ético-económica desde la exterioridad trans-ontológica del Otro (Autrui abstracto, en Lévinas; “trabajo vivo” indeterminado antes de la subsunción en la “totalidad” del capital, en Marx). Sin embargo, al releer desde la filosofía de la liberación a Lévinas y Marx, los actualiza, continuándolos y transformándolos, desde la realidad de la concreta miseria latinoamericana.



La interpelación del “pobre” desde la intención liberadora

El Otro “ya-siempre” presupuesto por la “comunidad de comunicación” y excluido también ya siempre de la comunidad “real”, el silenciado, el que no habla ni argumenta “fácticamente”, en la exterioridad de la “comunidad de vida real” -en el Tercer Mundo también por las estructuras del capitalismo periférico-, es el explotado, dominado, el “pobre” (como categoría que nos proponen Lévinas y el mismo Marx). En efecto, es “pauper ante festum”, explica Marx:

“No trabajo objetivado. La capacidad de trabajo como pobreza absoluta (absolute Armut). El trabajo no como objeto, sino como actividad, como fuente viva de valor”. (Manuscritos).

El Otro como pobre es la condición trascendental de posibilidad de toda comunidad de vida, lo económico, cuando el trabajo vivo (el trabajador, la clase) es subsumido en el capital; aunque es la fuente creadora del “ser”, se lo pone como “no-ser”:

“Este proceso de realización es al mismo tiempo el proceso de desarrollo del trabajo. Él se pone a sí mismo objetivamente (en el producto), pero pone su objetividad (Objektivität) como su propio no-ser (Nichtsein), o como el ser de su no-ser (das Sein ihres Nichtsseins): el del capital”.

El Otro como pobre es el supuesto a priori. Sin embargo, cuando el capital ya ha usado, consumido en su corporalidad, vitalidad, personalidad al trabajo vivo, lo expulsa a posteriori si lo cree conveniente, si no lo necesita, “pauper post festum”:

“En el concepto de trabajador libre está ya implícito que el mismo es pauper: pauper virtual. Si ocurre que el capitalista no necesita el plusvalor del obrero, éste no puede realizar su trabajo necesario, producir sus medios de subsistencia. Entonces los obtendrá sólo por la limosna. Por tanto, virtualiter es un pauper” (Marx, 1974).
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Kar-Otto Apel y Enrique Dussell, Etica del dicurso y ética de la liberación, ed. Trotta, Madrid, 2004, pág.115-117






Una nueva zona de conflictos, en lugar del virtualizado antagonismo de clases y prescindiendo de los conflictos que las disparidades provocan en los márgenes del sistema, sólo puede surgir allí donde la sociedad del capitalismo tardío tiene que inmunizarse por medio de la despolitización de la masa de la población contra la puesta en cuestión de la ideología tecnocrática de fondo: precisamente en el sistema de la opinión pública administrada por los medios de comunicación de masas.

Pues sólo ahí puede quedar afianzado el encubrimiento que el sistema exige de la diferencia entre el progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines y las mutaciones emancipatorias en el marco institucional -entre cuestiones prácticas y cuestiones técnicas-. Las definiciones permitidas públicamente se refieren a qué es lo que queremos para vivir, pero no a cómo querríamos vivir si en relación con los potenciales disponibles averiguáramos cómo podríamos vivir.

Resulta muy difícil pronosticar quién podría aviviar esas zonas de conflicto. Ni el viejo anatagonismo de clases ni el subprivilegio de nuevo cuño contienen potenciales de protesta que por su propio origen tiendan a la repolitización de esta opinión pública disecada. El único potencial de protesta que a través de intereses reconocibles se dirige a las nuevas zonas de conflicto surge principalmente entre determinados grupos de estudiantes. Voy a referirme a tres tipos de constataciones:

1. El grupo de protesta que constituyen los estudiantes es un grupo privilegiado. No representan ningún interés que surja de forma inmediata de su posición social y que pudiera ser satisfecho de modo conforme con el sistema con un aumento de compensaciones sociales. Las primeras investigaciones americanas sobre los activistas estudiantiles confirman que no se reclutan en las capas del estudiantado en ascenso social, sino en capas del estudiantado que gozan de una posición favorable en lo que se refiere a status y que provienen de estratos sociales económicamente favorecidos.

2. Las ofertas de legitimación que hace el sistema de dominio no parecen resultarles convincentes a estos grupos por razones plausibles. El programa sustitutorio con que el Estado social reemplaza a las ideologías burguesas tras el desmoronamiento de éstas comporta una orientación hacia el status y el rendimiento. Pues bien, según las mencionadas investigaciones, los activistas estudiantiles parecen menos privatísticamente orientados hacia la carrera profesional y a la creación de una familia que el resto de los estudiantes.

Sus rendimientos académicos están por lo general por encima dela media y su proveniencia familiar no fomenta un horizonte de expectativas que estuviera determinado por la anticipación de las coacciones previsibles del mercado de trabajo. Los activistas estudiantiles, que con frecuencia provienen de las especialidades de ciencias sociales, las de historia y filología, resultan más bien inmunes frente a la conciencia tecnocrática, ya que las experiencias primarias hechas en su propio terreno de trabajo universitario no concuerdan con los supuestos fundamentales de la tecnocracia.

3. En un grupo así constituido el conflicto no puede versar sobre la proporción de disciplina y cargas que se le exigen, sino solamente sobre el tipo de renuncias que se le imponen Por lo que los estudiantes luchan no es por una mayor participación en las compensaciones sociales del tipo disponible, como son los ingresos y el tiempo libre.

Su protesta se dirige más bien contra la categoría misma de “compensación”. Los pocos datos de que disponemos abonan la sospecha de que la protesta de estos jóvenes provenientes de familias burguesas no concuerda ya con el modelo del conflcito de autoridad. Los estudiantes activos tienen más bien padres que comparten sus actitudes críticas; con relativa frecuencia han crecido en un ambiente de más comprensión psicológica y de unos principios educativos más liberales que los grupos de control no activos.

Su socialización parece haberse llevado a cabo en subculturas exentas de premuras económicas inmediatas, en las que las tradiciones de la moral burguesa y de sus derivaciones pequñoburguesas han perdido su función, de tal forma que el “training” para a sintonización con las orientaciones valorativas de la acción racional con respecto a fines, no incluye ya la fetichización de este tipo de acción.

Estas técnicas de educación pueden posibilitar experiencias y favorecer orientaciones que chocan frontalmente con la conservación de una forma de vida propia de una economía de la pobreza. Sobre esta base puede cristalizar una incomprensión y rechazo de principio de la reproducción absurda de virtudes y sacrificios que se han hecho ya supérfluos; un no entender por qué la vida del individuo, pese al alto grado de desarrollo tecnológico, sigue estando determinada por el dictado del trabajo profesional, por la ética de la competitivdad en el rendimiento, por la presión de la concurrencia de status, por los valores de la cosificación posesiva, y por los sucedánes de satisfacción ofertados, ni por qué han de mantenerse la lucha institucionalizada por la existencia, la disciplina del trabajo alienado y la eliminación de la sensibilidad y de la satisfacción estéticas.

Para esta sensibilidad tiene que resultar insoportable la eliminación de las cuestiones prácticas del espacio público despolitizado. Pero de todo ello sólo puede resultar una fuerza política si esa sensibilización afecta a algún problema sistemático insoluble. Y a mi entender en el futuro puede plantearse un tal problema. Efectivamente, la proporción de riqueza social que crea un capitalismo industrialmente desarrollado y las condiciones tanto técnicas como organizativas bajo las que se produce esta riqueza, hacen cada vez más difícil vincular la atribución de status, aunque sólo sea de forma subjetivamente convincente, al mecanismo de la evaluación del rendiiento individual. Por eso, la protesta de los estudiantes podría acabar destruyendo a la larga esta ideología del rendimiento que epieza a resquebrajarse, y, con ello, derrumbando el fundamento legitimatorio del capitalismo tardío, que ya es frágil, pero que está protegido por la despolitización.

~(1968)

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pág.108-112.




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Las legitimaciones tradicionales se hacen criticables al ser cotejadas con criterios de la racionalidad propia de las relaciones fin-medio



Si se confirmara esta relativización del ámbito de aplicación del concepto de ideología y de la teoría de las clases, también sería menester reformular el marco categorial en el que Marx desarrolló los supuestos fundamentales del materialismo histórico. La conexión de fuerzas productivas y relaciones de producción tendría que ser sustituida por la relación más abstracta de trabajo e interacción. Las relaciones de producción se refieren a un nivel en el que el marco institucional ha estado ciertamente anclado, pero tan sólo durante la fase del despliegue del capitalismo liberal -pero no antes ni tampoco después.

Por otra parte, no cabe duda de que las fuerzas productivas, en las que los sistemas de acción racional con respecto a fines acumulan procesos de aprendizaje organizados, han sido desde el principio el motor de la evolución social, pero, en contra de lo que Marx supuso, parece que no en todas las circunstancias representan un potencial de liberación ni provocan movimientos emancipatorios -en cualquier caso han dejado de provocarlos desde que el incremento continuo de las fuerzas productivas comenzó a depender de un progreso científico-técnico que cumple también funciones legitimadora del dominio. Tengo la sospecha de que un sistema de referencia desarrollado en términos de la relación análoga, pero más general, de marco institucional (interacción) y subsistemas de la acción racional con respecto a fienes (“trabajo” en el sentido amplio de acción instrumental y estratégica) resulta más adecuado para reconstruir el umbral sociocultural de la historia de la especie.

Algunos indicios abonan la sospecha de que durante el largo período inicial hasta principios del mesolítico, las acciones racionales con respecto a fines sólo pudieron ser motivadas por medio de una vinculación ritual con las interacciones. Un ámbito profano de subsistemas de acción racional con respecto a fines sólo parece haberse diferenciado de las interpretaciones y formas de acción del tráfico comunicativo entre sujetos en las culturas sedentarias que se dedicaban a la cría de animales y al cultivo de plantas. Y sólo en las condiciones que presentan las culturas superiores de una sociedad de clases estatalmente organizada debió poder producirse una diferenciación tan amplia del trabajo y la interacción, que los subsistemas dan lugar a un saber técnicamente utilizable que pudo ser almacenado y empleado con relativa independencia de las interpretaciones sociales del mundo; entretanto, las normas sociales se separaron de las interpretaciones legitimadoras del dominio, de forma que la “cultura” obtuvo una cierta autonomía frente a las “instituciones”.

El umbral de la modernidad vendría entonces caracterizado por ese proceso de racionalización que se pone en marcha con la pérdida de la “inatacabilidad” del marco institucional por los subsistemas de acción racional con respecto a fines. Las legitimaciones tradicionales se hacen criticables al ser cotejadas con criterios de la racionalidad propia de las relaciones fin-medio; las informaciones provenientes del ámbito del saber técnicamente utilizable penetran en las tradiciones y compiten con ellas, y de esta forma obligan a una reconstrucción de las interpretaciones tradicionales del mundo.

Nosotros hemos seguido este proceso de “racionalización desde arriba” hasta el punto en que la cienica y la técnica mismas, en la forma de una conciencia positivista imperante -articulada como conciencia tecnocrática- asumen el papel de una ideología que sustituye a las ideologías burguesas destruidas. Es el punto a que se llega con la crítica de las ideologías burguesas: y aquí es donde radica el origen de esa equivocidad en el concepto de racionalización. Esa equivocidad fue diagnosticada por Horkheimer y Adorno como dialéctica de la ilustración, y la tesis de la dialéctica de la ilustración queda extremada por Marcuse en la tesis de que la ciencia y la técnica se convierten ellas mismas en ideológicas.

El modelo de la evolución sociocultural de la especie ha estado determinado desde el principio por un creciente poder de disposición técnica sobre las condiciones externas de la existencia, por un lado, y, por otro, por una adaptación más o menos pasiva del marco institucional a la extensión de los subsistemas de la acción racional con respecto a fines. La acción racional con respecto a fines representa la forma de adaptación activa que distingue la autoconversación colectiva de los sujetos socializados de la conservación característica de las especies animales. Nosotros sabemos cómo someter a control las condiciones fundamentales de la vida, lo que significa: cómo acomodar culturalmente el entorno a nuestras necesidades, en lugar de limitarnos a adaptarnos nosotros a la naturaleza externa.

Por el contrario, los cambios producidos en el marco institucional, en la medida en que derivan de forma inmdiata o de forma mediata de nuevas tecnologías o de perfeccionamientos de estrategias (en los ámbitos de la producción, del intercambio, de la defensa, etc.) no han asumido la misma forma de adaptación activa. Por lo general esas mutaciones siguen el modelo de una adaptación pasiva.

No son el resultado de una acción planificada, racional con respecto a fines y controlada por el éxito, sino producto de una evolución espontánea. Sin embargo, esta desproporción entre adaptación activa por un lado y acomodación pasiva por el otro, no pudo venir a la conciencia mientras la dinámica de la evolución capitalista quedó encubierta por las ideologías burguesas. Sólo con la crítica de las ideologías bueguesas aparece esa desproporción abiertamente ante la conciencia.

El testimonio más impresionante de esta experiencia sigue siendo todavía el Manifiesto Comunista. Marx ensalza en encendidos términos el papel revolucionario de la burguesía: “La burguesía no puede existir sin revolucionar permanentemente los instrumentos de producción, y con ello, las relaciones de producción, y por consiguiente, la totalidad de las relaciones sociales”. Y en otro pasaje: “La burguesía en su apenas cien años de dominación de clase a creado fuerzas productivas más masivas y colosales que todas las anteriores generaciones juntas. El sometimiento de las fuerzas naturales, la maquinaria, la agricultura, la navegación a vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la apertura y aprovechamiento de regiones enteras del planeta, la navegabilidad de los ríos, poblaciones enteras como surgidas de debajo de la tierra...” Marx se da cuenta también de la repercusión de todo ello sobre el marco institucional: “Quedan disueltas todas las sólidas relaciones tradicionales con su cohorte de representaciones venerables y todas las nuevas envejecen antes de que puedan llegar a asentarse. Todo lo estamental y estable se evapora, todo lo santo se desacraliza, y los hombres se ven obligados a mirar descarnadamente sus relaciones recíprocas”.

A esta desproporción entre adaptación pasiva del marco institucional y sometimiento activo de la naturaleza responde también la famosa frase de que los hombres hacen su historia, pero no con voluntad y conciencia. El propósito de la crítica de Marx era a conciencia. El propósito de la crítica de marx era la de transformar también esa adaptación secundaria del marco institucional en una adaptación activa y poner bajo control el cambio estructural de la sociedad misma. Con ello habría de quedar superada una fundamental situación de toda la historia transcurrida hasta ese momento y quedar consumada la autoconstitución de la especie: el fin de la prehistoria. Pero esta idea era equívoca.

Ciertamente que Marx consideró el problema de hacer la historia con voluntad y conciencia como la tarea de una dominación práctica de los procesos de evolución social, incontrolados hasta ese momento. Pero otros lo han entendido como una tarea técnica. Quieren poner bajo control a la sociedad de la misma forma que a la naturaleza, es decir, reconstruyéndola según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo. Y esta intención no solamente la podemos encontrar entre los tecnocrátas de la planificación capitalista, sino también entre los tecnócratas del socialismo burocrático. Sólo que la conciencia tecnocrática echa una cortina de humo sobr el hecho de que el marco institucional sólo podría ser disuelto como contexto de interacción mediado por el lenguaje ordinario al precio de cancelar la dimensión que más importa por ser la única accesible a la “humanización”.

En el futuro se ampliará notablemente el repertorio de técnicas de control. En la lista que da Herman Kahn de los descubrimientos técnicos probables en los próximos 33 años encuentro entre los primeros cincuenta títulos un gran número de técnicas de control del comportamiento y de modificación de la personalidad:

30. new and pervasive techniques for surveillance, monitoring and control of individuals and organizations: 33. new and more reliable “educational” and propaganda techiniques effecting human behaviour -public and private; 34. practical use of direct electronic communication ith ans stimulation o f the brain; 37. new and relatively affective counterinsurgency techniques; 39. new and more varied drugs for control of fatigue, relaxation, alertness, mood, personality, perceptions and fantasies; 41. improved capability to “change” sex; 42. other genetic contorl or influence over the basic constitution of and individual. Un pronóstico de este tipo es extremadamente controlvertible. Pero de todos modos indica un ámbito de futuras oportunidades de disociar el comportamiento humano de un sistema de normas vinculadas a la gramática de los juegos del lenguaje e integrarlo en lugar de eso en sistemas autorregulados del tipo hombre-máquina por medio de un influenciamiento psicológico inmediato. Las manipulaciones psicotécnico del conocimiento pueden ya hoy eludir el rodeo que pasa por la interiorización de unas normas susceptibles de reflexión.

Las intervenciones biotécnicas en el mecanismo de reacción endocrino y sobre todo las intervenciones en la transmisión genética de las informaciones hereditarias podrían mañana penetrar más prfundamente en el control del comportamiento. Entonces, las viejas zonas de la conciencia desarrolladas en la comunicación en el lenguaje ordinario, tendrían que secarse por completo. A este nivel de la “human technique”, si pudiera hablarse del fin de las manipulaciones psicológicas en un sentido parecido a como hoy se habla del fin de las ideologías políticas, quedaría superado el extrañamiento natural, el rezagamiento incontrolado del marco institucional. Pero la autosubjetivación del hombre se habría consumado en un extrañamiento planificado. Los hombres harían su historia con voluntad, pero no con conciencia.

No quiero decir que esta fantasía cibernética de una autoestabilización de las sociedades en términos análogos a los del instinto, éste en trance de cumplirse, ni tan siquiera que sea realizable. Pero pienso que sí lleva a sus últimas consecuencias en forma de utopía negativa lo que no son más que vagos supuestos básicos de la conciencia tecnocrática, y que en este senitdo apunta a una línea evolutiva que se perfila bajo el suave dominio de la ciencia y la técnica como ideología. Y sobre este trasfondo queda sobremanera claro que hay que mantener bien separados dos conceptos de racionalización. A nivel de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, el progreso científico y técnico ha obligado ya a una reorganización de las instituciones y de determinados ámbitos sociales, y parece estarla exigiendo a mayor escala todavía.

Pero este proceso de despliegue de las fuerzas productivas sólo podría convertirse en un potencial de liberación a condición de que no sistituya a la racionalización en el otro nivel. La racionalización a nivel del marco institucional sólo puede realizarse en el medio de la interacción lingüísticamente mediada misma, consiguiendo que la comunicación se vea libre de las restricciones a las que está sometida.

La discusión pública, sin restricciones y sin coacciones, sobre la adecuadación y deseabilidad de los principios y normas orientadores de la acción, a la luz de las condiciones socioculturales del progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines: una comunicación de este tipo a todos los niveles de los procesos políticos, y de los otra vez repolitizados, de formación de la voluntad colectiva, es el único medio en el que es posible algo así como “racionalización”.

En tal proceso de reflexión generalizada, las instituciones se verían transformadas en su composición específica, más allá de los límites de un mero cambio de legitimación. Pues una racionalización de las normas sociales vendría entonces caracterizada por un decreciente grado de represividad (lo que a nivel de las estructuras de la personalidad elevaría la tolerancia frente a los conflictos de rol). Y también por un decreciente grado de rigidez (lo que redundaría en un incremento de las oportunidades de una autopresentación individual más adecuada en las interacciones cotidianas).

Y, finalmente, por la aproximación a un tipo de contrles del comportamiento que permitiera el distanciamiento con respecto a los roles y una aplicación flexible de normas bien internalizadas, pero accesibles a la reflexión. Una racionaliación de los subsistemas de acción racional con respecto a fines, a un incremento del poder de disposición sobre los procesos objetivados de la naturaleza y de la sociedad; no conduce per se a un mejor funcionamiento de los sistemas sociales; pero dotaría a los miembros de la sociedad de oportunidades de una emancipación más amplia y de una progresiva individuación. El aumento de las fuerzas productivas no coicide con la intención de una “vida feliz”, pero sí que puede servirla.

Ni siquiera creo que la idea de un potencial tecnológicamente excedente, que no puede ser utiliado dentro de un marco institucional mantenido represivamente (Marx habla de fuerzas productivas encadenadas) responda todavía al capitalismo regulado por el Estado. El aprovechamiento de un potencial aun no realizado puede conducir a la mejora de un aparato económico industrial, pero hoy no conduce ya eo ipso a un cambo del marco institucional con consecuencias emancipatorias. Pues la cuestión no es que agotemos las posibilidades de un potencial desponible o de un potencial aun a desarrollar, sino que elijamos aquello que podemos querer para llevar una existencia en paz y con sentido.

Mas tras decir eso, hay al punto que añadir que lo único que podemos hacer es plantear la pregunta, pero en absoluto adelantar una respuesta; pues lo que esa pregunta más bien exige es una comunicación sin restricciones sobre los fines de la práctica, fines frente a cuya tematización el capitalismo tardío, remitido estructuralmente a una opinión pública despolitizada, se comporta ofreciéndole resistencias.

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pág. 100-108



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la nueva ideología frente a la vieja, la ilusión técnica y la relación de dominio


Sea como fuere, en la sociedad del capitalismo tardío, los grupos subprivilegiados y los grupos privilegiados, en la medida en que los límites de subprivilegio siguen siendo específicos de grupos y no corren transversalmente separando a categorías enteras de la población, ya no pueden enfrentarse como clases socio-económicas. Con esto queda mediatizada una relación fundamental que se ha dado en todas las sociedades tradicionales y que emerge como tal en el capitaliso liberal: la del antagoismo de clase entre oponentes que se encuentran en una relación institucionalizada de dominio, relación en la que la comunicación está tan distorsionada y restirngida, que las legitimaciones que ocultan ese hecho ideológicamente no pueden ser puestas en cuestión.

La totalidad ética que describe Hegel de un contexto de la vida que se ve desgarrado por el hecho de que un oponente no satisface en términos de reciprocidad las necesidades del otro, ya no constituye un modelo adecuado para la mediatizada relación de clases en el capitalismo de organización. La acallada dialéctica de lo ético genera la peculiar apariencia de una post-historia. Y la razón es que un relativo creciiento de las fuerzas productivas ya no representa eo ipso un potencial excedente con consecuencias emancipatorias, en virtud de las cuels las legitimaciones del orden de dominación vigente pudieran empezar a desmoronarse. Pues ahora, la primera fuerza productiva: el progreso científico-técnico sometido a control, se convierte él mismo en fundamento de legitimación. Esta nueva forma de legitimación ha perdido, sin embargo, la vieja forma de ideología.

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La conciencia tecnocrática es, por una parte, menos ideológica que todas las ideologías precedentes; pues no tiene el poder opaco de una ofuscación que sólo aparenta, sin llevarla a efecto, una satisfacción de intereses. Pero por otra parte, la ideología de fondo, más bien vidriosa, dominante hoy, que convierte en fetiche a la ciencia, es más irresistible que las ideologías de viejo cuño, ya que con la eliminación de las cuestiones prácticas no solamente justifica el interés parcial de dominio de una determinada clase y reprime la necesidad parcial de emancipación por parte de otra clase, sino que afecta al interés emancipatorio como tal de la especie.

La conciencia tecnocrática no es una fantasía desiderativa racionalizada, no es una “ilusión” en el sentido de Freud, en la que o bien se representa o sobre la que se construye o fundamenta una trama de relaciones de interacción. Todavía las ideologías burguesas podían ser reducidas a la figura fundamental de la interacción justa y libre de dominio, y satisfactoria para ambas partes. Precisamente ellas cumplían los criterios de una proyección desiderativa y de una satisfacción sustitutoria de deseos sobre la base de una comunicación de tal modo restringida por represiones, que, con la relación de capital, ya no podía ser llamada por su nombre la relación de poder que instituía en otro tiempo la base institucional de la sociedad. La causalidad de los símbolos escindidos y de los motivos inconscientes, que da lugar tanto a la falsa conciencia como a la fuerza de la reflexión a la que se debe la crítica de las ideologías, no subyace ya, empero, de la misma forma a la conciencia tecnocrática. Esta ofrece menos flancos a la reflexión, puesto que no es ya solamente ideología.

Pues ya no expresa una proyección de la “vida feliz”, que aunque no pretendiera identificarse con la “realidad mala”, sí que pudiera ponerse al menos en una conexión satisfactoria con ella.

Ciertamente que lo mismo la nueva ideología que la vieja sirven para impedir la tematización de los fundamentos sobre los que está organizada la vida social. En otro tiempo era el poder social el que subyacía de forma inmediata a la relación entre capitalistas y trabajadores; hoy son las condiciones estructurales las que definen de antemano las tareas del mantenimiento del sistema; a saber: la forma en términos de economía privada de la revalorización del capital y una forma política de la distribución de las compensaciones sociales que asegura el asentimiento de las masas. Pero hay dos aspectos en los que se distinguen la nueva y la vieja ideología.

Por un lado la relación de capital, precisamente por tener que ir asociada a una forma política de distribución que garantice la lealtad, no es hoy ya fundamento de una explotación y opresión irrectificables. La virtualización del persistente antagonismo de clases presupone que la represión que le subyace ha emergido históricamente en la conciencia y que, después, ha sido estabilizado de forma modificada como propiedad del sistema. La conciencia tecnocrática no puede por ello basarse en una represión colectiva de la misma forma que lo hacían las viejas ideologías. Pero, por otro lado, la lealtad de las masas sólo puede obtenerse por edio de compensaciones destinadas a la satisfacción de necesidades privatizadas.

La interpretación de las realizaciones en las que el sistema encuentra su justificación no puede, por principio, ser política. Se refiere inmediatamente a oportunidades de ingresos monetarios que se mantienen neutrales en lo que atañe a la utilización de los mismos, y de tiempo libre, y, mediatamente, a la justificación tecnocrática de la exclusión de las cuestiones prácticas.

De ahí que la nueva ideología se distinga de las antiguas en que a los criteiros de justificación los disocia de la organización de la convivencia, esto es, de la regulación normativa de las interacciones, y en ese sentido los despolitiza; y en lugar de eso los vincula a las funciones del sistema de acción racional con respecto a fines que se supone en cada caso.

En la conciencia tecnocrática no se refleja el movimiento de una totalidad ética, sino la represión de la “eticidad” como categoría de la vida. La conciencia positivista imperante abole el sistema de referencia de la interacción en el medio del lenguaje ordinario, sistema en el que el dominio y la ideología surgen bajo las condiciones de una distorsión de la comunicación y en el que también pueden ser penetrados pro la reflexión. La despolitización de la masa de la población, que viene legitimada por la conciencia tecnocrática, es al mismo tiempo una objetivación de los hombres en categorías tanto de la acción racional con respecto a fines como del comportamiento adaptativo: los modelos cosificados de la ciencia transmigran al mundo sociocultural de la vida y obtienen allí un poder objetivo sobre la autocomprensión. El núcleo ideológico de esta conciencia es la eliminación de la diferencia entre práctica y técnica -un reflejo, que no concepto, de la nueva constelación que se produce entre el marco institucional depotenciado y los sistemas autonomizados de la acción racional con respecto a fines.

La conciencia tecnocrática viola con ello un interés que es inherente a una de las dos condiciones fundamentales de nuestra existencia cultural: al lenguaje, o más exactamente, a una forma de socialización e individuación determinadas por la comunicación en el medio del lenguaje ordinario. Este interés se extiende tanto al mantenimiento de una intersubjetividad de la comprensión como al establecimiento de una comunicación libre de dominio. La conciencia tecnocrática hace desaparecer este interés práctico tras el interés por la ampliación de nuestro poder de disposición técnica. La reflexión que está exigiendo esta nueva ideología tiene que remontarse por detrás de un interés de clase determinado históricamente y sacar a la luz el complejo de intereses que como tal caracteriza a una especie que se constituye a sí misma.



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Jürgen Habermas, “Ciencia y técnica como 'ideología'”, ibid, Pág 95-100









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Como consecuencia de las dos tendencias evolutivas dichas, la sociedad capitalista ha cambiado de tal forma que dos de las categorías claves del pensamiento de Marx, a saber, la de lucha de clases y la de ideología ya no pueden ser aplicadas más.

La lucha de clases sociales sólo pudo constituirse como tal sobre la base de la forma de producción capitalista, dando lugar con ello a una situación objetiva, desde la que, en una visión retrospectiva, podía ser reconocida la estructura de clases de la sociedad tradicional, organizada de forma inmediata en términos políticos. El capitalismo regulado por el Estado, que surge como una reacción a las amenazas que representaba para el sistema el antagonismo abierto de las clases, acalla ese conflicto de clases. El sistema del capitalismo tardío está hasta tal punto determinado por una política de compensaciones que asegura la lealtad de las masas dependientes del trabajo, lo que significa, por una política de evitación del conflicto, que es precisamente ese conflicto, que sigue inscrito en la estructura misma de la sociedad con la revalorización del capital en términos de economía privada, el que con más probabilidad va a quedar en estado de latencia.

Decrece frente a otros conflictos, que ciertamente están asimismo determinados por la forma de producción, pero que no pueden adoptar ya la forma de confictos de clase.

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En la comunicación mencionada, Claus Offe se refiere a la paradójica situación consistente en que los conflictos en torno a intereses sociales se desatan con tanta mayor probabilidad cuanto menores son las consecuencias que en términos de amenazas al sistema tiene la violación de esos intereses. Fuentes potenciales de conflicto son las necesidades que quedan en la periferia del ámbito de la acción estatal, ya que están alejadas del conflicto central al que se mantiene en estado latente, y por eso no se les da prioridad en los procedimientos de prevención de riesgos.

Esas necesidades dan lugar a conflictos en la medida que la distribución no equilibrada de las intervenciones del Estado genera ámbitos retrasados en lo que al desarrollo se refiere, con las consiguientes tensiones que nacen de las disparidades así creadas.

Los intereses tendentes ahora al mantenimiento de la forma de producción ya no son “unívocamente localizables” dentro del sistema como intereses de clase. Pues precisamente un sistema de dominación que se endereza a la evitación de los peligros que amenazan al sistema, excluye un ejercicio del “dominio”, bien sea como dominio político, bien sea como dominio social mediado por la economía, que pudiera provocar que un sujeto de clase se enfrentara a otro como grupo especificable.

Esto no comporta una cancelación, pero sí una latencia de los confictos de clase. Siguen subsistiendo todavía diferencias específicamente derivables de la estructura de clases, en la forma de tradiciones subculturales y sus correspondientes diferencias no sólo de nivel de vida y de costumbres, sino también de actitudes políticas.

A esto hay que añadir la probabilidad socioestructuralmente condicionada, de que la clase de los asalariados se vea más duramente afectada por las disparidades sociales que otros grupos. Y finalmente el interés generalizado por el mantenimiento del sistema sigue teniendo todavía hoy una estructura de privilegios a nivel de las oportunidades inmediatas que ofrece la vida: el concepto de un interés por completo autonomizado frente a los sujetos vivientes debería cancelarse a sí mismo. Pero el dominio político en el capitalismo de regulación estatal ha asumido en sí, con la prevención de los peligros que amenazan al sistema, un interés por el mantenimiento de la fachada distributiva compensatoria, interés que trasciende los límites latentes de clases.
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El problema es cuando el dualismo trabajo e interacción pasa a segundo plano, por la creciente disposición técnica, al no existir ya dialéctica se produce una cosificación de la conciencia.

Y cuando esta apariencia se ha impuesto con eficacia, entonces el recurso propagandístico al papel de la ciencia y de la técnica puede explicar y legitimar por qué en las sociedades modernas ha perdido sus funciones una formación democrática de voluntad política en relación con las cuestiones prácticas y puede ser sustituida por decisiones plebiscitarias relativas a los equipos alternativos de administradores.

Las sociedades industriales avanzadas parecen aproximarse a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas.


The problem is that the dualism work and interaction passes to the second plane, for the increasing technical disposition, and when not existing already dialectics it produces a reification (enajenation) of the conscience.

And when this appearance has been imposed with efficiency, then the publicity resource to the role of the science and of the technology can explain and to legitimize why in the modern societies it has lost its functions a democratic formation of political will in relation with the practical questions and there can be replaced with decisions plebiscitaries relative the alternative teams of managers.

The industrial advanced societies seem to come closer a type of control of the behavior directed rather by external stimuli that by norms.


























la conciencia tecnocrática


Desde fines del siglo XIX se impone cada vez con más fuerza la otra tendencia evolutiva que caracteriza al capitalismo tardío: la de la cientifización de la técnica. Siempre se ha registrado en el capitalismo una presión institucional a elevar la productividad del trabajo por medio de la introducción de nuevas técnicas. Pero las innovaciones dependían de inventos esporádicos, que, por su parte, podían ciertamente estar inducidos económicamente, pero que no tenían un carácter organizado. Pero esto ha variado en la medida en que el progreso científico y el progreso técnico han quedado asociados y se alimentan mutuamente.

Con la investigación industrial a gran escala, la ciencia, la técnica y la revalorización del capital confluyen en un único sistema. Mientras tanto esa investigación industrisl ha quedado asociada además con la investigación nacida de los encargos del Estado, que fomentan ante todo el progreso técnico y científico en el ámbito de la producción de armamentos; y de ahí fluyen informaciones a los ámbitos de la producción civil de bienes. De este modo, la ciencia y la técnica se convierten en la primera fuerza productiva, y con ello, caen las condiciones de aplicación de la teoría del valor trabajo de Marx. Pues ya no tiene sentido computar las aportaciones al capital debidas a la inversiones en investigacion y desarrollo, sobre la base del valor de la fuerza de trabajo no cualificada (simple) si, como es el caso, el progreso técnico y científico se ha convertido en una fuente independiente de plusvalía frente a la fuente de plusvalía que es la única que Marx toma en consideración: la fuerza de trabajo de los productores inmediatos tiene cada vez menos importancia.

Mientras las fuerzas productivas dependían de manera intuitiva y evidente de las decisiones racionales y de la acción instrumental de los hombres que producían en sociedad, podían ser entendidas como un potencial de creciente disposición técnica, pero no podían ser confundidas con el marco institucional en el que estaban insertas. Sin embargo, con el progreso técnico y científico el potencial de las fuerzas productivas ha adoptado una forma que hace que en la misma conciencia de los hombres el dualismo trabajo y de interacción pase a un segundo plano.

Ciertamente que lo mismo antes que ahora son los intereses sociales los que determinan la dirección, las funciones y la velocidad del progreso técnico. Pero estos intereses definen al sistema social tan como un todo, que vienen a coincidir con el interés por el mantenimiento del sistema. La forma privada de la revalorización del capital y la clave de distribución de las compensaciones sociales que aseguran el asentimiento de la población, permanecen como tales sustraídas a la discusión. Como variable independiente aparece entonces un progreso cuasi-autónomo de la ciencia y de la técnica, del que de hecho depende la otra variable más importante del sistema, es decir, el progreso económico. El resultado es una perspectiva en la que la evolución del sistema social parece estar determinada por la lógica del progreso científico y técnico. La legalidad inmanente de este progreso es la que parece producir las coacciones materiales concretas a las que ha de ajustarse una política orientada a satisfacer necesidades funcionales.

Y cuando esta apariencia se ha impuesto con eficacia, entonces el recurso propagandístico al papel de la ciencia y de la técnica puede explicar y legitimar por qué en las sociedades modernas ha perdido sus funciones una formación democrática de voluntad política en relación con las cuestiones prácticas y puede ser sustituida por decisiones plebiscitarias relativas a los equipos alternativos de administradores.

A nivel científico, esta tesis de la tecnocracia ha recibido distintas versiones. Pero a mi entender, es mucho más importante el que esa tesis haya podido penetrar como ideologíia de fondo en la conciencia de la masa despolitizada de la población y desarrollar su fuerza legitimatoria. El rendimiento peculiar de esta ideología consiste en que disocia la autocomprensión de la sociedad del sistema de referencia de la acción comunicativa y de los conceptos de la interacción simbólicamente mediada y los sustituye por un modelo científico.

En la misma medida, la autocomprensión culturalmente determinada de un mundo social de la vida queda sustituida por la aautocosificación de los hombres bajo las categorías de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo.

El modelo conforme al cual habría de llevarse a cabo una reconstrucción planificada de la sociedad está tomado de la investigación de sistemas. En principio es posible entender a empresas y a organizaciones particulares y también a subsistemas políticos y económicos y a sistemas sociales en su conjunto según el modelo de sistemas autorregulados. Ciertamente que es muy distinto que el marco de referencia cibernético se emplee con fines analíticos o que, ajustándonos a este modelo, tratemos de organizar un sistema social dado como sistema hombre-máquina.

Pero esta transferencia del modelo analítico al nivel de la organización social está ya contenida en el planteamiento mismo de la investigación de sistemas. Y de atenernos a esta intención de una estabilización de los sistemas sociales análoga a la estabilización que representa la prgramamción instintual, resulta la peculiar perspectiva de que la estructura de uno de los dos tipos de acción, es decir, la estructura del círculo funcional de la acción racional con respecto a fines, no solamente mantiene un predominio frente al marco institucional, sino que va absorbiendo poco a poco a la acción comunicativa en tanto que tal.

Y si con Arnold Gehlen consideramos que la lógica inmanente de la evolución técnica estriba en que el círculo funcional de la acción racional con respecto a fines queda disociado progresivamente del sustrato del organismo humano y queda proyectado al nivel de las máquinas, entonces esa intención que alimenta la tecnocracia puede ser considerada como la última etapa de esa evolución.

Si se consigue simular a nivel de los sistemas sociales a la estructura de la acción racional con respecto a fines, el hombre no sólo podría ya, en tanto que homo faber, objetivarse íntegramente a sí mismo por primera vez y enfrentarse a sus propios productos autonomizados, sino que también podría quedar integrado a su porpio aparato técnico como homo fabricatus. El marco institucional, que hasta ahora se había sustentado en otro tipo de acción, quedaría a su vez, según esta idea, absorbido en los subsistemas de acción racional con respecto a fines que están insertos en él.

Ciertamente que esta intención tecnocrática no está realizada en ninguna parte ni tan siquiera en sus pasos iniciales, pero por un lado sirve como ideología para una política dirigida a la resolución de tareas técnicas que pone entre paréntesis las cuestiones prácticas y, por otra, responde en cualquier caso a ciertas tendencias evolutivas que pueden llevar a una lenta erosión de lo que hemos llamado marco institucional. El dominio manifiesto de un Estado autoritario se ve reemplazado por las coacciones manipulativas de una administración técnico operativa. La implantación moral de un orden sancionado, y con ello de la acción comunicativa, que se orienta de conformidad con un sentido articulado lingüísticamente y que presupone la interiorización de normas, se ve disuelta, cada vez con más amplitud, por formas de comportamiento condicionado, mientras que las grandes organizaciones como tales se presentan cada vez más con la estructura de la acción racional con respecto a fines.

Las sociedades industriales avanzadas parecen aproximarse a un tipo de control del comportamiento dirigido más bien por estímulos externos que por normas.

La reacción indirecta por estímulos condicionados ha aumentado sobre todo en los ámbitos de aparente libertad subjetiva (comportamiento electoral de aparente libertad, consumo y tiempo libre). La signatura psicosocial de la época se caracteriza menos por la personalidad autoritaria que por la desestructuración del superego. Pero este incremento del comportamiento adaptativo es sólo el reverso de la continua erosión de la esfera dela interaccion mediada lingüísticamente, bajo la presión de la estructura de la acción racional con respecto a fines. A esto responde, subjetivamente, que la diferencia entre acción racional con respecto a fines e interacción no solamente desaparezca de la conciencia de las ciencias del hombre, sino también de la conciencia de los hombres mismos. La fuerza ideológica de la conciencia tecnocrática queda demostrada precisamente en el encubrimiento que produce de esa diferencia.

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Jürgen Habermas, “Ciencia y técnica como 'idelogía'”, ibid, pág. 86-91









































La ideología básica del intercambio justo que Marx había desenmascarado teóricamente, se hundió también en la práctica. La forma de revalorización del capital en términos de economía privada sólo pudo mantenerse gracias a los correctivos estatales que supuso una política social y económica estabilizadora del ciclo económico. El marco institucional de la sociedad se repolitizó. Hoy ya no coincide de forma inmediata con las relaciones de producción , es decir, con un orden de derecho privado que asegura el tráfico económico capitalista y con las correspondientes garantías genrales de orden del Estado burgués.

Pero con eso se ha transformado la relación del sistema económico con el sistema de dominio. La política ya no es solamente un fenómeno superestructural. Y si la sociedad ya no es “autónoma”, es decir, ya no se mantiene, autorregulándose, como una esfera que precede y subyace al Estado -que era lo específicamente nuevo del modo de producción capitalista-, entonces el Estado y la sociedad ya no se encuentran en la relación que la teoría de Marx había definido como una relación entre base y superestructura.

Y si esto es así, tampoco es posible desarrollar ya una teoría crítica de la sociedad en la forma exclusiva de una crítica de la economía política. Pues un tipo de análisis, que aisla metódicamente las leyes del movimiento económico de la sociedad, sólo puede pretender captar en sus categrías esenciales el contexto de la vida social cuando la política depende de a base económica y no, al revés, cuando a esa base hay que considerarla ya como función de la actividad del Estado y de conflictos que se dirimen en la esfera de lo político. La crítica de la economía política era, según Marx, teoría de la sociedad buguesa sólo como crítica de las ideologías. Pero cuando la ideología del justo intercambio se desmorona, entonces tampoco el sistema de dominio puede ser ya criticado de forma inmediata en las relaciones de producción.

Después del desmoronamiento de esa ideología, el dominio político requiere una nueva legitimación. Ahora bien, como el poder ejercido indirectamente a través del proceso de intercambio es controlado a su vez por medio de un dominio preestatalmente organizado y estatalmente institucionalizado, la legitimación no puede ser deducida ya de un orden apolítico como son las relaciones de producción. En este sentido vuelve a registrarse esa coacción a la legitimación directa que caracterizaba a las sociedades precapitalistas. Pero por otra parte el restablecimiento de un dominio inmediatamente político (en la forma tradicional de una legitimación basada en la tradición cultural) es algo que ya no resulta posible. Pues por un lado, esas tradiciones han quedado ya disueltas, y, por otro, en las sociedades capitalistas avanzadas los resultados de las luchas de emancipación burguesas contra el dominio político inmediato (los derechos fundamentales del hombre y el mecanismo de las elecciones generales) sólo podrían ser ignorados por completo en períodos de reacción. Es decir, que la dominación en términos de democracia formal, propia de los sistemas del capitalismo regulado por el Estado, se ve ante una necesidad de legitimación que ya no puede ser resuelta recurriendo a la forma de las legitimaciones prebrguesas. De ahí que la ideología del libre cambio quede reemplazada por un programa sustitutorio que se centra en las consecuencias sociales no de la institución del mercado, sino de una actividad estatal que compensa las disfunciones del libre intercambio.

Ese programa vincula el momento de la ideología burguesa de rendimiento individual (no sin que la atribución de status según el rendimiento individual queda desplazada del mercado al sistema escolar) con la garantía de un mínimo de bienestar, de la estabilidad en el puesto de trabajo y de la estabilidad de los ingresos. Este programa sustitutorio obliga al sistema de dominio a mantener condiciones de estabilidad de un sistema global que garantiza la seguridad social y las oportunidades de promoción personal y a prevenir los riesgos del crecimiento. Esto exige un espacio de manipulación para intervenciones del Estado que al precio ciertamente del recorte de las instituciones del derecho privado, aseguran, sin embargo, la forma privada de la revalorización del capital y vinculan a esta forma el asentimiento de la masa de la población.

En la medida en que la actividad estatal se endereza a la estabilidad y crecimiento del sistema económico, la política adopta un peculiar carácter negativo: el objetivo de la política es la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la política no se orienta a la realización de fines prácticos, sino a la resolución de cuestiones técnicas.

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Offe se da cuenta de que, en virtud de esta orientación a la acción peventiva, la actividad estal se restringe a tareas-técnicas resolubles administrativamente, de forma que las cuestiones prácticas quedan fuera. Los contenidos prácticos quedan eliminados. La vieja política, aunque sólo fuera por la forma que tenía la legitimación de dominio, se veía obligada a definirse en relación con fines prácticos: las interpretaciones de la “vida feliz” se referían a relaciones de interacción, cosa que puede afirmarse todavía de la ideología de la “sociedad civil”. Por el contrario, el programa sustitutorio hoy dominante se endereza sólo al funcionamiento de un sistema regulado. Excluye las cuestiones prácticas y con ello la discusión sobre criterios que sólo podrían ser materia de una formación democrática de la voluntad política.

La solución de tareas técnicas no está referida a la discusión pública, ya que lo único que ésta haría sería problematizar las condiciones marginales del sistema dentro de las cuales as tareas de la actividad estatal se presentan como técnicas. La nueva política del intervencionismo estatal exige por eso una despolitización de la masa de la población.

Y en la medida en que quedan excluidas las cuestiones prácticas, queda también sin funciones la opinión pública política. En cualquier caso, el marco institucional de la sociedad sigue siendo todavía algo que no se identifica con los subsistemas de acción racional con respecto a fines. Su organizaicón sigue siendo una cuestión de la práctica ligada a la comunicación, y no solamente un problema técnico, aunque la técnica sea de cuño científico. De ahí que la suspensión de las cuestiones prácticas que lleva aneja la nueva forma de dominación política sea algo que no resulta comprensible sin más. El programa sustitutorio legitimador del dominio deja sin cubrir una decisiva necesidad de legitimación: ¿Cómo hacer plausible la despolitización de las masas a estas mismas masas? Marcuse podría responder: en este punto la ciencia y la técnica adoptan también el papel de una ideología.

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pág. 81 y ss.























Ciencia y técnica como “ideología”


Para mediados del siglo XIX la forma de producción capitalista se había impuesto en Inglaterra y en Francia hasta el punto de que Marx podía reconocer el marco institucional de la sociedad en las relaciones de producción y al mismo tiempo podía criticar el fundamento legitimatorio que representaba el intercambio de equivalentes; Marx llevó a cabo la crítica de la ideología burguesa en forma de economía política: su teoría del valor-trabajo destruyó la apariencia de la libertad con la que la institución jurídica del libre contrato de trabajo había hecho irreconocible la violencia social subyacente a la relación de trabajo asalariado. Lo que Marcuse critica a Max Weber es que éste, sin prestar atención a la idea de Marx, se atiene a un concepto abstracto de “racionalización” que no desvela sino que vuelve a ocultar una vez más lo específico que hay de clase en esa adaptación del marco institucional al progreso de los subsistemas de acción racional con respecto a fines. Marcuse sabe que el análisis marxiano no puede aplicarse ya sin más a la sociedad del capitalismo tardío, que es la que Max Weber tenía ya a la vista. Pero utilizando como ejemplo el análisis de Max Weber lo que quiere es mostrar que la evolución de la sociedad moderna en el marco de un capitalismo regulado por el Estado no puede ser comprendida adecuadamente si antes no ha sido traído a concepto el capitalismo liberal.

Desde el último cuarto del siglo XIX se hacen notar en los países capitalistas avanzados dos tendencias evolutivas: 1) un incremento de la actividad intervencionista del Estado, tendente a asegurar la estabilidad del sistema, y 2) una creciente interdependencia de investigación y técnica, que convierte a las ciencias en la primera fuerza productiva. Ambas tendencias destruyen esa constelación de marco institucional y subsistemas de acción racional con respecto a fines que caracteriza al capitalismo de tipo liberal. Ya no se cumplen determinadas condiciones para la aplicación de la economía política en la versión que Marx le había dado, no sin razón, al centrar su análisis en el capitalismo liberal. A mi juicio, la tesis fundamental de Marcuse de que la ciencia y la técnica cumplen también hoy funciones de legitimación del dominio nos proporciona la clave para analizar esa nueva constelación.

La regulación a largo plazo de proceso económico por la intervención del Estado se produce como una reacción frente a las amenazas que representan para el sistema las disfuncionalidades del proceso económico capitalista cuando queda abandonado a sí mismo, cuya evolución efectiva estaba manifiestamente en contradicción con su propia idea de una sociedad civil que se emancipa del dominio y neutraliza el poder.

Pág. 80-82


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La acción sobre la bse del reconocimiento recíproco sólo viene garantizada por la relación formal entre personas jurídicas. Hegel puede sustituir la determinación negativa del derecho abstracto por una positiva, pues mientras tanto se ha dado cuenta de la relación que existe entre el derecho privado y la moderna sociedad civil, y se ha percatado que en estos títulos jurídicos queda también recogida y fijada una liberación que es fruto del trabajo social. El derecho abstracto sella una emancipación que, en sentido literal, es resultado de trabajo.

Finalmente en la Enciclopedia y en la Filosofía del Derecho el derecho abstracto cambia una vez más de posición. Mantiene sus determinaciones positivas, pues solamente en el sistema de estas normas generales puede la voluntad libre obtener la objetividad de la existencia externa. La voluntad autoconsciente y libre, el espíritu subjetivo en su etapa suprema, aparece como persona jurídica bajo las sólidas determinaciones del espíritu objetivo. Sin embargo, queda disuelta la conexión entre trabajo e interacción, que es a la que el derecho abstracto queda integrado en una autorreflexión del espíritu, entendida como eticidad absoluta. La sociedad civil es entendida como la esfera de la eticidad desmoronada. Las categorías de trabajo social, de división del trabajo y de relaciones de intercambio, que hacen posible un trabajo abstracto para necesidades abstractas que se desarrollan bajo las condiciones de una circulación abstracta de competidores que actúa cada uno para sí, encuentran su lugar en el sistema desgarrado de las necesidades. Pero el derecho abstracto, pese a que determina la forma del tráfico social propio de esta esfera, es introducido en ella desde fuera bajo el título de jurisprudencia. Se constituye con indenpendencia de las categorías del trabajo social y sólo a posteriori entra en relación con los procesos a los que desde luego todavía en Jena debía el momento de libertad como resultado de una liberación por medio del trabajo social. La dialéctica de la eticidad sólo garantiza ella sola el “tránsito” de la voluntad, todavía interior, a la objetividad del derecho. La dialéctica del trabajo ha quedado desprovista del papel central que ocupaba.

Larl Löwith a quien debemos los análisis más penetrantes que existen sobre la ruptura espiritual entre Hegel y la primera generación de sus discípulos, ha estudiado también el parentesco subterráneo que existe entre las posiciones de esos discípulos de Hegel y los motivos que configuran el pensamiento del joven Hegel. Así Marx, sin tener conocimiento de los manucritos de Jena, redescubre en la dialéctica de fuerzas productivas y relaciones de producción esa conexión de trabajo e interacción, que había atraído esa conexión de trabajo e interacción, que había atraído durante algunos años el interés filosófico de Hegel incitado por sus estudios de Economía. Marx en una crítica al último capítulo de la Fenomenología del Espíritu afirma de Hegel que éste se sitúa en el punto de vista de la Economía política moderna, pues ha entendido al trabajo como la esencia, la esencia del hombre que se acredita a sí misma. En el mismo pasaje de los Manuscritos de Economía y Filosofía se encuentra también la famosa frase de que “lo grande en la fenomenología de Hegel y su resultado final... es que Hegel ha comprendido la autogeneración del hombre como un proceso, la objetivación como conversión en objeto, enajenación y cancelación de esa enajenación; que, por tanto, ha captado la esencia del trabajo y ha comprendido al hombre objetivo que es el verdadero or cuanto que es el real, como resultado de su propio trabajo”.

Bajo este punto de vista Marx mismo trató de reconstruir el proceso histórico de formación de la especie humana a partir de las leyes de la reproducción de la vida social. El mecanismo de mutación del sistema de trabajo social lo encuentra en la contradicción entre el poder de control sobre los procesos naturales acumulado por el trabajo y el marco institucional de interacciones reguladas de forma espontánea y no reflexiva. Sólo que, como demuestra un análisis más detallado de la primera parte de La ideología alemana, Marx no explica en realidad la conexión existente entre trabajo e interacción, sino que bajo el rótulo inespecífico de práctica social reduce lo uno a lo otro, es decir, la acción comunicativa a la instrumental. La actividad productiva que regula el metabolismo de la especie humana con la naturaleza entorno, de la misma manera que en la filosofía del espíritu de Jena el empleo de los instrumentos, establece una mediación entre el sujeto que trabja y su entorno natural; esta acción instrumental se convierte en el modelo que rige la obtención de todas las categorías; todo queda disuelto en el automovimiento de la producción. Por eso mismo, la genial visión de la conexión dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción pudo muy pronto quedar malinterpretada en términos mecanicistas.

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Hoy que se intenta reorganizar los contextos comunciativos de la interacción, aunque se trata de una interacción consolidada de forma no reflexiva, de acuerdo con el modelo del progreso técnico de los sistemas de acción racional con respecto a fines, tenemos razones más que suficientes para mantener estrictamente separads ambos momentos. De la idea de una progresiva racionalización del trabajo pende ciertamente una buena masa de las aspiraciones humanas expresadas a lo largo de la historia.

Aunque el hambre reina todavía sobre dos tercios de la población del planeta, la eliminación del hambre no es ya una utopía en el sentido negativo del término. Pero el desencadenamiento de las fuerzas productivas técnicas, incluyendo la construcción de máquinas capaces de aprender y de ejercer funciones de control, que simulan al entero círculo funcional de la actividad instrumental muy por encima de las capacidades de la conciencia atural y sustituyen el trabajo del hombre, no se identifica con la formación de ormas que pudieran consumar la dialéctica de la relación ética en una relación libre de dominio sobre el fundamento de una reciprocidad que se desarrolla sin coacciones. La emancipación con respecto al hambre y la miseria no converge de forma necesaria con la emancipación con respecto a la servidumbre y la humillación, ya que no se da una conexión evolutiva automática entre trabajo y la interacción. Sí que se da, empero, una relación entre ambos momentos. Mas ni la filosofía real de Jena ni La ideología alemana la han esclarecido de forma satisfactoria, aunquee, eso sí, aun son capaces de persuadirnos de su relevancia: de esa conexión de trabajo e interacción depende esencialmente tanto el proceso de formación del espíritu como el de la especie.

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Págs. 48 y ss.


























La dialéctica del trabajo y la dialéctica de la representación


La dialéctica del trabajo establece ciertamente una mediación entre el sujeto y el objeto, pero no de la misma forma que la dialéctica de la representación. Lo que aquí está al principio no es el sometimiento de la naturaleza a símbolos autogenerados, sino, al revés, el sometimiento del sujeto al poder de la naturaleza externa; el trabajo exige la suspensión de la satisfacción inmediata de los deseos; las energías que la actuación comporta las transfiere al objeto trabajado bajo leyes que la naturaleza impone al yo. En este doble aspecto habla Hegel de que en el trabajo el sujeto se convierte en cosa: “El trabajo es por este lado un convertirse en cosa. La escisión del yo en tanto que deseo (es decir: en una instancia que prueba la realidad y en las pretensines reprimidas de los instintos) es justamente este convertirse en objeto”.

Por la vía de la sumisión a la causalidad de la naturaleza se me acumula así en los instrumentos el resultado de una experiencia, a través de la cual puedo por mi parte hacer que la naturaleza trabaje para mí. La conciencia, al recoger con sus reglas técnicas, el fruto no pretendido de su trabajo se recobra de su cosificación y lo hace como conciencia astuta que en la acción instrumental es capaz de volver contra la naturaleza misma la experiencia adquirida en su contacto con los procesos de la naturaleza: “Aquí el deseo se retira por completo del trabajo. Deja que la naturaleza marche por sí misma; se cruza de brazos mirándola y es capaz de dirigir el todo con un leve esfuerzo: astucia. La ancha cara del poder se ve atacada por la sutil punta de la astucia” (Hegel, Realphilosophie).

El instrumento es, pues, lo mismo que el lenguaje, categoría de ese medio a través del cual el espíritu llega a la existencia. Pero esos dos movimientos corren en sentidos contrarios. La conciencia que da nombres adquiere frente a la objetividad del espíritu una posición distinta que la de la conciencia astuta que surge de los procesos de trabajo. Sólo en el caso límite de la convencionalización puede el hablante comportarse con especto a sus símbolos de forma similar a como el trabajador se comporta con sus instrumentos; los símbolos del lenguaje ordinario penetran y dominan la conciencia percipiente y pensante, mientras que la conciencia astuta domina por medio de los instrumentos los procesos de la naturaleza: La objetividad del lenguaje mantiene su poder sobre el espíritu subjetivo, mientras que la astuta superación de la naturaleza por medio del poder del espíritu objetivo amplía la libertad subjetiva, ya que el proceso de trabajo termina en una satisfacción mediada de las necesidades a través de los bienes de consumo producidos y en el cambio que de rechazo ello induce en la interpenetración de las necesidades mismas.

Los tres tipos de relación dialéctica entre sujeto y objeto que Hegel desarrolla en las lecciones de Jena subrayan contra el yo abstracto de Kant los procesos de formación de la identidad de la conciencia que da nombres, de la conciencia astuta y de la conciencia reconocida, identidad que como tal es siempre resultado.

A la crítica a la moralidad corre paralela una crítica a la cultura. En la metodología de la facultad del juicio teleológico Kant considera a la cultura como fin último de la naturaleza en la medida en que entendemos a ésta como un sistema teleológico. Kant llama cultura a la producción de la idoneidad de un ser racional para cualesquiera fines en general. Esto significa subjetivamente la habilidad en la elección racional con respecto a fines de los medios adecuados y objetivamente la cultura como suma del dominio técnico sobre la naturaleza.

Y lo mismo que en la moralidad se representa una actividad teleológica según máximas puras que hacen abstracción de la inserción del sujeto ético en na intersubjetividad que sólo puede ser resultado de un proceso de formación, de la misma manera concibe también Kant a la cultura como una actividad según las reglas técnicas, esta vez según imperativos condicionados, que hace asimismo abstracción de la inserción de los sujetos en los procesos de trabajo.

Al yo cultivado, al que Kant atribuye la idoneidad para la acción instrumental, lo entiende Hegel, por el contrario, como un resultado, y un resultado de un proceso de trabajo que, como tal resultado, cambia con el movimiento de la historia universal.

De esta forma en los estudios de Jena sobre la filosofía del espíritu nunca falta una referencia al curso que adopta la conciencia astuta, surgida del uso de los instrumentos en cuanto el trabajo queda mecanizado. Y lo dicho para la conciencia moral y la conciencia técnica, puede también aplicarse por analogía a la conciencia teórica. La dialéctica de la representación por medio de símbolos lingüísticos se dirige contra el concepto kantiano de unas realizaciones sintéticas de una conciencia trascendental en general, situada por encima de todo proceso de formación. Pues la crítica abstracta del conocimiento concibe la relación de las categorias y de las formas de intuición con el material de la experiencia, como estas mismas expresiones lo demuestran, de acuerdo con el modelo introducido por Aristóteles de la actividad artesanal, en el que un sujeto al trabajar da forma a una materia. Pero si la síntesis de la diversidad no solamente es resultado de la imposición de forma categoriales, sino que está primariamente vinculada a la función representativa de los símbolos autogenerados, entonces la identidad del yo puede ser hecha anteceder ni a los procesos de conocimiento, ni tampoco a los procesos de trabajo y de interacción, que es de donde surge la conciencia astuta y reconocida. La identidad de la conciencia cognoscente, al igual que la objetividad de los objetos conocidos, sólo se forma con el lenguaje, que es el único lugar donde es posible la síntesis de los momentos separados del yo y de la naturaleza como de un mundo del yo.

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Jürgen Habermas, “Ciencia y técnica como 'ideología'”, ed. Tecnos, 1984, 5ª ed. 2007, Madrid, Pág. 29 y ss.


































la mentira en sentido moralmente significativo y el modelo paradigma de un principio ético


Pero -se podría objetar todavía- con ello no se ha suministrado aún principio ético alguno para la fundamentación racional de las normas materiales. Eso ocurriría solamente si las normas de interacción reconocidas en la comunidad ideal de argumentación suministrasen a la vez el modelo obligatorio (paradigma) para el principio ético de la fundamentación de normas referidas a situaciones, por ejemplo, de las normas por las que debe regirse el arreglo de los conflictos de intereses. Pero en contra de ello -dice la objeción- habla la diferencia de principio entre la situación de la comunidad de argumentación “eximida de acción” y la situación que se da en la vida, situación de interacción entre sistemas de autoafirmación: ¿Por qué no se habría de llegar, sobre la base de discursos ideales consensual-comunicativos, al resultado de que los conflictos de intereses en el mundo de la vida -y, por consiguiente, también los de los argumentantes, como individuos con intereses en conflicto- precisamente no pueden arreglarse según el modelo de la cooperación en la comunidad de argumentación, sino en el sentido de la racionalidad estratégica? ¿Por qué no se habría de poder fundamentar, por ejemplo, basándose en una racionalidad de discurso consensual-comunicativa -¡y por tanto sin mentir!- la norma de que en el contexto de la interacción propia del mundo de la vida se debe mentir, siempre que esto sea estratégicamente provechoso? ¿Qué tiene que ver la obvia veracidad propia del argumentar eximido de acción con el no-engañar a un hombre en la situación de negociación, probidad que es signifciativa moralmente?

A mi modo de ver, esta argumentación pasa por alto una importante presuposición del discurso argumentativo, presuposición que hemos reconocido necesariamente en la reflexión sobre nuestro argumentar en serio: si bien nosotros, como argumentantes, tenemos la posibilidad y aun el deber de tomar cierta distancia reflexiva ante los intereses de autoafirmación propios del mundo de la vida, esto no quiere decir que dejemos de ser, en esa situación, hombres reales con intereses de autoafirmación, de modo tal que nuestra obediencia a las reglas normativas del discurso fuese compensible de suyo y, por tanto, moralmente indiferente.

Los argumentantes tienen una fuerte tendencia a engañar con astucia a otros, y en primer lugar a sí mismos, una tendencia, por consiguiente, a la mentira en sentido moralmente significativo. Esta tendencia a la mentira (de importancia ética) se presenta también en el discurso eximido de acción, precisamente porque en el argumentar serio se trata del cumplimiento (legitimación racional) o del no cumplimiento (crítica, refutación racional) de pretensiones de validez que entran en conficto, pretensiones sustentadas por hombres en la interacción real.

Expresado con mayor generalidad: los argumentantes que, como tales, han aceptado necesariamente las reglas del discurso y con ellas las normas de una comunidad ideal de argumentación, saben a la vez, sin embargo, que siguen siendo miembros reales de una comunidad real de comunicación, y que, por consiguiente, se han limitado a “anticipar por contraposición” la existencia de las presuposiciones ideales postuladas.

(Ciertamente pueden contar siempre, de manera empírico-psicológica, en la práctica, con un cumplimiento suficiente de las condiciones de discurso ideales).

Esto significa: los argumentantes, como sujetos de una posible fundamentación racional de las normas, siguen siendo hombres reales que posiblemente tengan que dominarse, en primer lugar, a sí mismos para poder cumplir, mal o bien, con aquellas condiciones del discurso normativas que ellos mismos anticipan por contraposición. Por eso mismo las normas ideales del discurso no son de ninguna manera moralmente indiferentes, sino que son apropiadas para suministrar el modelo (paradigma) de un procedimiento moralmente obligatorio para el arreglo interpersonal de cuestiones de importancia moral y jurídica.

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Ciertamente que no suministran ya el modelo de normas materiales, referidas a la situación, sino sólo el modelo de la fundamentación (por ejemplo, la legitimación) o de la crítica de normas materiales (fundamentación o críticas discursivas) que toman en cuenta los intereses de todos los afectados.

Sin embargo, con ello se ha fundamentado un principio ético y no meramente una norma operacional para un discurso racional que podría llegar también al resultado de que los conflictos de intereses entre los individuos -y también entre partes argumentales como individuos reales- deberían ser resueltos según puntos de vista puramente estratégicos. Una interpretación tal es imposible porque los hombres, como interlocutores en un discurso, sólo pueden alcanzar una solución de problemas que sea argumentativamente apta para lograr un consenso en la medida en que se reconocen a la vez mutuamente como personas que poseen los mismos derechos de representar argumentativamente intereses.

Una resolución argumentativa de problemas -y esto significa: pensar- no se puede lograr sin el reconocimiento del principio ético de la igualdad de derechos de todas las posibles partes argumentantes. Todo se puede comprender, ciertamente, apenas se abandona el venerable prejuicio del solipsismo metódico, en favor de la reflexión sobre el a priori gnoseológico y ético de la comunidad de comunicación, comunidad que no puede prescindir de compartir el significado y la verdad.

Precisamente allí reside la indicación para la concretización comunicativa del principio de universalización implícito en el “imperativo categórico” de Kant: aproximadamente en el sentido del siguiente principio de una Ética comunicativa de la responsabilidad: Obra sólo según aquella máxima que te ponga en condiciones, ya sea de tomar parte en la fundamentación discursiva de aquellas normas cuyas consecuencias para todos los afectados serían aptas para lograr un consenso, ya sea de decidir, solo o en colaboración con otros, según el espíritu de los posibles resultados del discurso práctico ideal.

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Karl-Otto Apel, “La globalización y una Ética de la responsabilidad”, ibid, págs. 75 y ss.




























La respuesta a la objecion de las regla de juego de la cooperación abstractivamente limitada que corresponde al discurso argumentativo.




Es cierto que el discurso argumentativo -a diferencia, por ejemplo, de la comunicación en el mundo de la vida, comunicación mediante la cual se coordinan acciones- está “eximido de acción” de una manera particular.

(Precisamente por eso el discurso argumentativo no se puede separar de la reflexión trascendental sobre la validez, reflexión efectuada por el pensar solitario; sino que acompaña a esta reflexión, por así decirlo, en todos los posibles distanciamientos de las circunstancias).

Esto quiere decir, entre otras cosas, lo siguiente: en el plano del discurso la racionalidad estratégica de la acción , racionalidad con la cual los hombres, como sistemas individuales de autoafirmación y como miembros de sistemas sociales de autoafirmación, persiguen sus intereses también en el contexto de la acción comunicativa, debe ser separada de la racionalidad consensual-comunicativa. Esta separación forma parte de las condiciones normativas del discurso argumentativo, que debemos haber reconocido necesariamente; pues podemos comprender a priori que, por ejemplo, no podríamos resolver nuestro actual problema de la fundamentación de la Ética negociando abiertamente (es decir, por ejemplo, intercambiando ofrecimientos y amenazas) ni intentando persuadirnos mediante el uso estratégico el lenguaje.

(En esto se diferencia la retórica buena de la mala, y las llamadas “estrategias de la argumentación” están naturalmente, a priori, al servicio de la investigación consensual-comunicativa de la verdad).

Por tanto, nosotros no somos, en efecto, como argumentantes, idénticos sin más a los hombres cuyos intereses pueden entrar en conflicto y hacen necesario algo así como normas morales, cuya función posible condicionan. Como argumentantes que cooperan en la busca de la verdad nos encontramos a una distancia reflexiva respecto de la autoafirmación propia del mundo de la vida. Esto parece hablar en favor de la tercera objeción.

Pero aquí hay que considerar lo siguiente: la función de discurso argumentativo serio no es la de un mero juego, sino que consiste precisamente en resolver auténticos problemas del mundo de la vida, por ejemplo, el de arreglar sin violencia conflictos entre individuos o grupos. Pues una resolución pacífica de conflictos es posible sólo si se mantiene la comunicación entre los hombres orientada hacia un entendimiento, (comunicación que reposa ya siempre en la fuerza cohesiva de las pretensiones de validez), y si se la mantiene como una comunicación tal, que esté separada del comportamiento estratégico; y esto quiere decir: si se la mantiene como discurso argumentativo acerca de la propiedad que tienen las pretensiones de validez de poder ser satisfechas.

(Hay que advertir aquí especialmente que el arreglo de un conflicto mediante negociaciones estratégicas no está libre de violencia, puesto que puede contener amenazas de violencia; precisamente por eso no puede producir decisión alguna sobre la propiedad que tienen las pretensiones de validez de poder ser satisfechas. Hay que diferenciar bien de ello la posibilidad y necesidad de resolver mediante compromisos justos, conflictos entre pretensiones de validez que no reposan en intereses universalizables).

Para la relación del discurso argumentativo con los problemas de importancia moral propios del mundo de la vida, es esencial que hayamos reconocido ya, necesariamente, también precisamente la función (que acabamos de indicar) que el discurso argumentativo desempeña en la vida, cuando hay una argumentación seria.

¿No hemos reconocido ya, con ello, que las normas del discurso ideal deben establecer el principio ideal operacional para la fundamentación de las normas morales destinadas al mundo de la vida?

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Karl-Otto Apel, “La globalización y la Ética de la responsabilidad”, ibid, págs. 73 y ss.


















mas que moralistas son neutralistas y gente oscura, que se guía solo por reglas de juego, por un codigo procedimental, de ahí que no tengan valores: sólo le dan importancia a lo instrumental - sylphide * (modificar | eliminar)
Exactamente eso es lo que me parece, por una parte es relativismo moral y por otra dogmatismo moral. La apariencia en las reglas del juego, ayer volví a ver la película, nos vuelven neuróticos. - Lord Daven
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son normas de cooperación pero que no se dirigen a ningun fin racional, no a la cooperación en la investigación de la verdad, =) de ahí la objeción: de que son reglas de juego de la cooperación abstractivamente limitada que corresponde al discurso argumentativo. - sylphide * (modificar | eliminar)
a veces la moral se confunde con un principio formal sin embargo vacío de sentido, a lo que sirven los procedimientos institucionalizados; pero la idea regulativa de la moral discursiva no puede deducirse de un principio formal, sino delegarse a las normas concretas referidas a la situación, pero esto solo se puede hacer valer mediante argumentos sobre las necesidades y los intereses y las pretensiones de los afectados. Es por tanto un discurso que no está cerrado a las consecuencias e informaciones.



de ahí, la función del discurso argumentativo "serio" no es la de un "mero juego", sino que consiste precisamente en resolver auténticos problemas del mundo de la vida, por ejem. el de arreglar sin violencia conflictos entre individuos o grupos; =) es una estrategia a priori al servicio de la investigación consensual-comunicativa de la verdad



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El planteo trascendental-pragmático para la
fundamentación última racional de una Ética de la responsabilidad

(1) La respuesta filosófica al desafío interno de la racionalidad de la ciencia a la razón práctica

Para empezar nuestra argumentación volvamos al que aparentemente era el más fuerte de los argumentos de la filosofía actual contra la posibilidad de una fundamentación última racional en general. El argumento de la imposibilidad decía: el punto de vista de la razón -ya sea en el sentido de la racionalidad teórica de la argumentación, ya en el sentido de su racionalidad ético-práctica- no puede ser fundamentado a su vez racionalmente, porque esto implicaría un círculo lógico (petitio principii).

Por consiguiente, en lugar de una fundamentación última racional debe ponerse una decisión última prerracional -y por tanto irracional- en favor de la razón; una decisión en “pro”, que en principio se puede denegar, por ejemplo, rehusándose a argumentar. Esto -me parece- es la quintaesencia del desafío, hoy significativo, de la racionalidad formal-lógica de la ciencia a la razón filosófica. ¿Qué se puede responder en nombre de la razón filosófica?

En primer lugar, lo siguiente: si “fundamentar” significa lo mismo que “deducir algo de otra cosa”, entonces el bosquejado argumento de la imposibilidad es efectivamente irrefutable. Pero este concepto de “fundamentación” podría ser ya un prejucio en el sentido de la racionalidad lógica de la ciencia objetivante. El que filosofa, empero, debería preguntarse si la razón, de la cual él se vale, requiere en general una fundamentación mediante deducción a partir de otra cosa, y si no es más bien algo que no puede ser trascendido argumentativamente en la reflexión. Pues por la reflexión sobre su propio obrar, él puede comprobar lo siguiente:

Quien argumenta seriamente -y esto significa, por ejemplo: quien plantea seriamente aunque sólo sea la pregunta de si hay algo así como normas de la moral universalmente válidas- ha admitido ya, necesariamente, el punto de vista de la razón: es decir, ha ingresado en el terreno del discurso argumentativo, y al impugnar la validez universal de las reglas del discurso incurriría en una autocontradicción pragmática (es decir, en una contradicción entre la proposición afirmada y la utilización realizativa de la validez de las reglas del discurso por el acto de argumentar).

Por consiguiente, la situación inicial presupuesta en el argumento de la imposibilidad no puede nunca darse: la situación en la cual, por una parte, se argumentase con seriedad y, por otra parte, se estuviese todavía ante la elección del punto de vista de la razón.

Pero si alguien se rehusase por principio a la argumentación (y por consiguiente, se rehusase a adoptar el punto de vista de la razón), entonces no podría, precisamente, argumentar. Sería, como lo ha expresado Aristóteles, “como una planta”, y esto quiere decir: su negativa a la argumentación carece de significación para la problemática de la posibilidad o imposibilidad de la fundamentación última (de modo semejante a la negativa a obedecer en la práctica a una norma fundamental de la posibilidad o imposibilidad de la fundamentación última (de modo semejante a la negativa a obedecer en la práctica a una norma fundamental de la ética, reconocida como válida).

Entiéndase bien: los que argumentan -y sólo ellos pueden formular teorías acerca de los demás- tienen todo el motivo para tomar por un problema pedagógico o psicopatológico muy serio una negativa de los hombres por principio a argumentar; pues quien se niega por principio a argumentar debe rehusarse también a sí mismo en el entendimiento consigo mismo en el sentido del pensamiento intersubjetivamente válido; y esto, según todas las experiencias de la psicopatología, conduce a la pérdida de la identidad del interesado. Por tanto, quizá haya que admitir que algo semejante a una decisión irracional contra la razón es posible como actitud autodestructiva.

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Pero en qué medida se puede ahora demostrar sobre la base de la argumentación de fundamentación última que acabamos de exponer, algo así como un principio de la Ética: una norma fundamental de la acción, independiente de hechos contingentes y, por tanto, obligatoria de modo indondicionado?

En el sentido de su intuición fundamental, la respuesta a esta pregunta se podría indicar más o menos de la siguiente manera:

Entre las presuposiciones indiscutibles (entre las condiciones normativas de la posibilidad) de la argumentación seria está el haber aceptado ya una norma fundamental en el sentido de las reglas de comunicación de una comunidad ideal e ilimitada de argumentación.

Este planteo fundamental de una fundamentación trascendental de la Ética era imposible en la época desde Descartes hasta Husserl si se presuponía el solipsismo metódico, es decir, era imposible mientras no se reconocía la estructura comunicativa (o estructura del discurso) del a priori intelectual (Denk- A priori).

De ahí los esfuerzos complicados, y al final inútiles, de Kant, por suministrar una fundamentación lógica-trascendental de su Ética, aáloga a la deducción trascendental de los principios del entendimiento en la Crítica de la Razón Pura.

Pero contra este planteo intuitivo de la ética trascendental del discurso se plantean las siguientes objeciones o reservas:

¿En qué medida le corresponde a una norma fundamental de la ética figurar entre las condiciones normativas de la argumentación (entre las reglas de comunicación necesariamente reconocidas de una comunidad ideal de argumentación)? ¿No se trata aquí sencillamente de las reglas de cooperación que se deben acordar implícitamente, por así decirlo, con todo interlocutor posible, si se lo quiere ganar como ayudante en la investigación de la verdad?

Según esto, las normas necesariamente reconocidas serían 1) meramente “hipotéticas” y no “categóricas” en el sentido de Kant; pues no tendrían validez incondicionada sino sólo en la medida en que se quiere alcanzar la verdad mediante el discurso argumentativo; 2) estas normas, las normas del discurso, concernirían no a normas concretas sino meramente a las reglas formales (reglas de procedimiento) de la argumentación correcta; y 3) estas reglas no tendrían nada que ver con normas morales, ya que no concernirían a la interacción moralmente significativa con los interlocutores, sino solamente a aquellas reglas (reglas de juego) que tienen importancia instrumental en la cooperación argumentativa.

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Karl-Otto Apel, “La globalización y una Ética de la responsabilidad”, ibid, págs. 69 y ss.














La ética de la responsabilidad en la era de la ciencia


En lo que sigue no quiero tomar partido de manera inmediata con respecto a los numerosos y actuales problemas de una evaluación, desde el punto de vista de una Ética de la responsabilidad, de las consecuencias y subconsecuencias de la ciencia: de la física atómica, de la biogenética y la medicina, del procesamiento electrónico de datos, etcétera. En mi opinión, las experiencias del presente más inmediato han mostrado que el mejor modo de tematizar tales problemas particulares es la cooperación interdisciplinaria entre los especialistas, juristas, teólogos y filósofos. Pero ¿en qué reside propiamente, en tales casos, la función racional de fundamentación, propia de una Ética filosófica de la responsabilidad? ¿Hay, en general, una tal función de fundamentación?

La razón de la necesidad de la cooperación interdisciplinaria me parece que reside ante todo en que a la luz de una Ética de la responsabilidad ha cobrado importancia decisiva la evaluación objetivamente adecuada de una situación, esto es, el establecimiento científicamente correcto de los hechos significativos y la averiguación de las consecuencias probables de las acciones (u omisiones). Este aspecto de las relaciones entre ciencia y ética ha de ser aclarado a su vez, sin embargo, por expertos científicos, y en la práctica adquiere por lo común un relieve tan grande que el aspecto propiamente ético de la evaluación -y de los criterios de evaluación- parecen algo que se da por sí mismo, en cuanto se han comprendido previamente de modo correcto los hechos que configuran la situación, y sus consecuencias. ¿Es efectivamente así?

Esta me parece ser una pregunta que se inscribe ya en mi propia temática filosófica, y la -provisoria- respuesta a ella puede conducir a que se precise más mi propia temática. En mi opinión, existen algunas respuestas significativas a la sugestiva pregunta de si la evaluación ética no se da por sí misma, en cuanto se comprenden previamente de modo correcto las circunstancias fácticas y sus consecuencias para la vida humana.

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La razón más profunda de esta posición reside, en mi opinión, e la convicción casi general de los filósofos modernos, de que es imposible por motivos lógicos aun tan sólo proponerse una fundamentación racional última de la Ética. Pues para este fin se debería -esta es la presuposición corriente- fundamentar como racional a la razón misma, con auxilio de la razón; y ello implicaría manifiestamente un círculo lógico (una petitio principii). Según ello, queda en todo caso, desde el punto de vista de la lógica, la posibilidad de derivar lógicamente las normas, o bien el principio normativo de la ética, a partir de hechos de la vida, conocidos científicamente. Pero tampoco esto es posible sin la presuposición -casi siempre tácita- de una premisa normativa, como ya lo advirtieron Hume y Kant.

Resultaría en un “paralogismo naturalista” como se dice en la filosofía analítica desde G. E. Moore. Y aún si fuese posible derivar el principio normativo de una ética a partir de circunstancias fácticas y de una premisa normativa -presuponiendo, por ejemplo, un fin último de la historia universal-, no habría allí ninguna fundamentación racional última; pues la premisa normativa supuesta -el admitido fin último del mundo- debería ser fundamentada racionalmente a su vez, es decir, debería ser deducida de una principio, y así ad infinitum.

Parece, por consiguiente, imponerse la conclusión de que presuponiendo la racionalidad lógica de la ciencia es imposible la fundamentación racional de un principio de la Ética. El popperiano Han Albert ha sistematizado esta tesis de la imposibilidad en su “trilema de Münchdhausen”: plantea, en efecto, que en el intento de fundamentación se produce una triple aporía:

o bien (1) un regreso infinito de la fundamentación a principios que a su vez requieren ser fundamentados;

o bien (2) un círculo lógico (como en el caso de la fundamentación racional del principio de la racionalidad);

o bien (3) una interrupción dogmática del procedimiento de fundamentación al llegar a un principio que se da por evidente en sí mismo, como en el caso de la metafísica tradicional.

Ahora bien, nosotros, por otra parte hemos comprobado que el problema de una evaluación de las consecuencias y subconsecuencias de la ciencia, desde el punto de vista de una Ética de la responsabilidad, no puede ser eliminado: no se lo puede reducir a algo trivial mediante el criterio obvio de la mera supervivencia, ni se lo puede resolver suficientemente mediante el recurso a un criterio a un criterio último tradicional, prerracional, es decir, de una Ética religiosa, ni se lo puede resolver en el sentido de Weber o de Popper, mediante una combinación de investigación racional de las consecuencias, despojadas de valoraciones, y una decisión valorativa irracional; pues esta decisión última, que hace de la moral una cuestión privada, tanto podría ser irresponsable como responsable, es decir, tanto podría ser moral como inmoral, según la presuposición de Weber y de Popper; en verdad deja, por tanto, sin respuesta la pregunta por el criterio de una evaluación responsable de la consecuencias y subconsecuencias de la ciencia; y en tal medida hasta condena al sin sentido la indagación científica de las consecuencias para la vida, pues esta indagación presupone siempre, en el contexto de una Ética de la responsabilidad, que hay un criterio obligatorio para la evaluación de las consecuencias.

Con ello se produce una situación problemática verdaderamente paradójica, y en ella reside, en mi opinión, el desafío para una Ética filosófica de la responsabilidad en la era de la ciencia. Si se la considera más exactamente, la paradoja de la situación se basa en un doble desafío de la ciencia a la ética filosófica: un desafío externo y un desafío interno.

El desafío externo reside manifiestamente en las consecuencias técnico-prácticas de la ciencia para la vida de la moderna sociedad industrial, inclusive hasta la crisis estratégico-nuclear y ecológica. Este desafío externo hace que por primera vez en la historia de la humanidad a esta se le aparezca como algo urgente algo así como una macroética de la responsabilidad solidaria, de extensión planetaria.

El desafío interno de la ciencia a la Ética filosófica reside en el modelo o paradigma de la racionalidad científica, que parece ser obligatorio también para la filosofía. Este paradigma de la racionalidad parece demostrar, sin embargo, que una fundamentación última racional de la evaluación ética de las consecuencias de la ciencia es imposible.

La paradoja de la situación problemática se basa, entonces, evidentemente, en la relación contradictoria entre el desafío externo y el interno. La estructura del desafío externo tiene aproximadamente este aspecto:

La racionalidad, en sí misma axiológicamente neutra, de la ciencia o de la técnica posibilita al hombre una eficacia de acción que exige con más urgencia que nunca la propuesta de metas razonables, o la evaluación racional de las posibles consecuencias y subconsecuencias de las acciones.

La estructura del desafío interno, empero, tiene este aspecto:

Si la racionalidad de la ciencia despojada de valoraciones (la lógica formal inclusive) es efectivamente el modelo o paradigma también de la racionalidad filosófica, entonces esta no puede servir de fundamento ni de criterio para una imposición razonable de metas ni para una evaluación de consecuencias. Por consiguiente, la misma ciencia que ocasiona una ética de la responsabilidad parece, como modelo absoluto de la racionalidad, demostrar la imposibilidad de una ética racional de la responsabilidad.

No puedo esperar que sea inmediatamente evidente esta característica dramática y extremada de modo paradójico de la situación problemática de la lógica filosófica. Incluso la estructura de la aparente paradoja es demasiado abstracta para que se la comprenda inmediatamente en su actual significación y en su actual gravedad. Por eso, intentaré reconstruir el origen de la situación problemática mencionada, y en primer lugar el origen del desafío externo de la era de la ciencia a la filosofía como ética de la responsabilidad; luego, el origen de la situación, aparentemente insoluble, de una ética bloqueada desde adentro por su racionalidad científica.

¿Hay una respuesta de la razón filosófica a este doble desafío? Mi respuesta a esta pregunta es: sí, con la condición de que la racionalidad de la razón filosófica, la racionalidad metódica de la fundamentación última, realizada en la reflexión trascendental, de aquello que es obligatorio normativamente, no sea idéntica a la racionalidad lógico-formal (libre de reflexión y, por tanto, inconsciente de sí misma) del “hacer científicamente disponible el mundo”. Pues entonces es posible responder, en primer término, al desafío interno que el paradigma de racionalidad de la ciencia presenta a la razón ética. Un problema adicional, mucho más urgente en la práctica, resulta entonces ciertamente cuando se trata de aplicar la norma fundamental de la Ética a la situación actual del mundo, caracterizada por el desafío externo que las consecuencias técnico-prácticas de la ciencia plantean a la razón ética.

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Karl-Otto Apel, “La globalización y una Ética de la responsabilidad”, ed. Prometeo, 2007, págs. 61 y ss.

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la construcción de un orden cosmopolita y la concepcion de un panintervencionismo malentendido


Antes de introducirme en el contexto especial de esta reflexión quiero tratar el argumento de modo general y desbrozar su núcleo problemático. Los dos enunciados decisivos son: que la política de los derechos humanos conduce a guerras que -ocultas como acciones de policía- adoptan un carácter moral; y que esta moralización marca al adversario como enemigo, de modo que esta criminalización abre las puertas de par en par a la inhumanidad: “Conocemos la ley secreta de este vocabulario y sabemos que la guerra más horrible se realiza hoy en nombre de la paz (...) y la inhumanidad más atroz en nombre de la humanidad” (C. Schmitt). Ambos enunciados parciales se fundamentan con la ayuda de dos premisas: a) la política de los derechos humanos sirve a la realización de normas que forman parte de una moral universalista; b) y dado que los juicios morales pertenecen al código de “lo bueno” y “lo malo”, la valoración moral negativa de un adversario bélico (o de un oponente político) destruye la delimitación institucionalizada jurídicamente de la lucha militar (o de la controversia política). Mientras que la primera premisa es falsa, la segunda sugiere un falso presupuesto en conexión con una política de los derechos humanos.

ad (a) Los derechos humanos en el sentido moderno remiten tanto a la Bill of Rights de Virginia y a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 como a la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen de 1789. Estas declaraciones están inspiradas por la filosofía política del derecho racional, en especial por Locke y Rousseau. Aunque no es ninguna casualidad que los derechos humanos adoptaran ya en el contexto de aquellas primeras constituciones una forma concreta, a saber: como derechos fundamentales que han de ser garantizados en el marco de un ordenamiento jurídico nacional. Sin embargo, tienen tal como parece un doble carácter: como normas constitucionales gozan de validez positiva, pero como derechos que le corresponden a cada persona como ser humano se les adscribe al mismo tiempo una validez suprapositiva.

En los debates filosóficos, esta ambivalencia ha provocado resquemores, -según una de las concepciones, los derechos humanos adoptan un estatuto intermedio entre derecho moral y derecho positivo; según otra, deberían poder presentarse con el mismo contenido en la forma tanto de derechos morales como de derechos jurídicos: “como derecho preestatalmente válido, aunque no por eso ya vigente”. Los derechos humanos “no son propiamente concedidos o negados, sino garantizados o despreciados”.

Estas fórmulas confusas sugieren que el constituyente tan sólo reviste las normas morales siempre dadas con la forma propia del derecho positivo. Con esta remisión a la clásica distinción entre derecho natural y derecho positivo se colocan, según mi entender, las agujas de un modo erróneo. El concepto de derechos humanos no tiene una procedencia moral, sino que representan una acuñación específica del concepto moderno de derechos subjetivos, es decir, de una terminología jurídica. Los derechos humanos poseen originariamente una naturaleza jurídica. Lo que le presta la apariencia de derechos morales no es su contenido y con mayor motivo tampoco su estructura, sino su sentido de validez que trasciende los ordenamientos jurídicos de los Estados nacionales.

Los textos constitucionales históricos se refieren a los derechos “innatos” y tienen a menudo la forma solemne de “declaraciones”: ambas fórmulas nos previenen sin duda, como hoy diríamos, de un malentendido positivista y expresan que los derechos humanos “no se encuentran a disposición” del legislador correspondiente. Pero esta reserva retórica no puede proteger a los derechos fundamentales del destino de todo derecho positivo: también pueden ser cambiados o derogados, por ejemplo, por un cambio de régimen. Como parte constitutiva de un ordenamiento jurídico democrático gozan, como el resto de normas jurídicas, claro está, de “validez” en el doble sentido de que valen no sólo fácticamente, esto es, que se imponen gracias al poder estatal de sanción, sino que reclaman también legitimidad, esto es, que deben ser susceptibles de una fundamentación racional. Bajo este aspecto de la fundamentación, los derechos humanos disfrutan ahora de hecho de un status destacado.

Los derechos fundamentales gozan, en cuanto normas constitucionales, de una preferencia que se muestra entre otras cosas en que como tales son elementos constitutivos del ordenamiento jurídico y en que estipulan un marco en el interior del cual debe moverse la legislación normal. Pero, entre el conjunto de normas constitucionales, destacan los derechos fundamentales. Los derechos fundamentales liberales y sociales tienen la forma de normas generales que se dirigen a los ciudadanos en su calidad de “seres humanos” (y no sólo como miembros de un Estado). Incluso aunque los derechos humanos se hacen efectivos en el marco de un ordenamiento jurídico nacional, fundamentan en ese marco de validez derechos para todas las personas, no sólo para los ciudadanos. Cuanto más se exprime el contenido de derechos humanos existente en la Ley Fundamental tanto más se asimila el status jurídico de los no ciudadanos que viven en la República Federal al status de los ciudadanos.

Estos derechos fundamentales comparten con las normas morales esa validez universal eferida a los seres humanos en cuanto tales. Como se muestra en la actual controversia acerca del derecho electoral de los extranjeros, esto también vale en determinados aspectos para los derechos fundamentales políticos. Esto remite igualmente a un segundo aspecto, aún más importante. Los derechos humanos están provistos de aquella validez universal porque pueden ser fundamentados exclusivamente desde el punto de vista moral. También otras normas jurídicas son fundamentales ciertamente con la auda de argumentos morales, aunque, en general, en la argumentación confluyen punots de vista ético-políticos y pragmáticos que hacen referencia a formas de vida concretas de una comunidad histórica de derecho o a objetivos concretos de determinadas orientaciones políticas. Los derechos fundamentales regulan, por el contrario, materias para cuya fundamentación, por la misma generalidad de éstas, bastan los argumentos morales. Éstos son argumentos que fundamentan por qué la garantía de tales reglas se encuentra en los intereses iguales de todas las personas en su calidad de personas en general, por qué tales reglas son, pues, buenas en igual medida para cualquiera.

Este modo de fundamentación no despoja en absoluto a los derechos fundamentales de su cualidad jurídica, ni hace de ellos normas morales. Las normas jurídicas -en el sentido moderno del derecho positivo- mantienen su juridicidad, y, de igual modo, su pretensión de legitimidad puede ser fundamentada con la ayuda de cualquier clase de razones, ya que ese carácter se debe a su estructura, no a su contenido. Y según su estructura, los derechos humanos son derechos subjetivos reclamables que tienen precisamente el sentido de descargar a las personas jurídicas de los preceptos morales bien determinados concediendo a los actores espacios legales para las acciones guiadas por sus propias preferencias. Mientras los derechos morales se basan en deberes, que vinculan a las voluntades libres de las personas autónomas, los deberes jurídicos se derivan sólo como consecuencia de la autorización para actuar de manera libre y espontánea, esto es, de la delimitación legal de esas libertades subjetivas.

Esta preeminencia conceptual de los derechos frente a los deberes se deriva de la estructura del moderno derecho coactivo puesta de relieve en primer lugar por Hobbes. Hobbes introdujo un cambio de perspectiva frente al derecho premoderno, todavía pensado desde una perspectiva religiosa o metafísica. A diferencia de la moral deontológica que fundamenta deberes, el derecho sirve para la protección del libre arbitrio del indviduo de acuerdo con el principio de que está permitido todo lo que no está explicitamente prohibido según leyes generales limitadoras de la libertad.

Si los derechos subjetivos derivados deben ser legítimos, la generalidad de estas leyes debería, sin embargo, satisfacer el punto de vista moral de la justicia. El concepto de derecho subjetivo que protege una esfera de libre arbitrio posee para el derecho moderno en su conjunto una fuerza estructurante. Por eso Kant concibe el derecho como “el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede coexistir con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad” (Rechtslehre, Werke IV, 337; MC, 39). Todos los derechos humanos especiales tienen según Kant su fundamento en el único derecho originario a iguales libertades subjetivas: “La libertad (la independencia con respecto al arbitrio onstrictivo de otro), en la medida en que puede coexistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal, es este derecho único, originario, que corresponde a todo hombre en virtud de su humanidad” (Kant).

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En Kant los derechos humanos encuentran de modo consecuente su lugar en la teoría del derecho y sólo ahí. Como otros derechos subjetivos, tienen -y ellos con mayor motivo- un contenido moral. Pero, a pesar de este contenido, los derechos humanos pertenecen según su estructura a un orden de derecho positivo y coercitivo que fundamenta pretensiones jurídicas subjetivas reclamables. En cuanto tales, forma parte del sentido de los derechos huanos que requieran es status de derechos fundamentales que deberían ser garantizados en el marco de un ordenamiento jurídico existente, sea nacional, internacional o global. De todas maneras, se da a entender una cierta confusión con los derechos morales, porque estos derechos, a pesar de su pretensión de validez universal, sólo han podido tener hasta ahora una forma positiva no ambigua en los ordenamientos jurídicos nacionales de los Estados democráticos. Mantienen además una débil validez según el derecho internacional y esperan aún su institucionalización en el marco de un orden cosmopolita que se encuentra tan sólo en proceso de formación.

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ad (b) Si, en cambio, esta primera premisa -que los derechos humanos son originariamente derechos morales- fuera falsa, se priva de fundamento al primero de los enunciados parciales: el enunciado de que la realización global de los derechos humanos conduce a una lógica moralista y por eso a intervenciones que tan sólo se camuflan como acciones de policía.

Al mismo tiempo se ve sacudido también el segundo enunciado que sostiene que una política intervencionista de los derechos humanos degenera necesariamente en una “lucha contra el mal”. Este enunciado sugiere el falso presupuesto de que el derecho internacional clásico perfilado para las guerras limitadas resulta suficiente para orientar los enfrentamientos militares hacia vías “civilizadas”. Aun cuando este presupuesto resultase adecuado, las acciones de policía de una organización mundial capacitada para la acción y legitimada democráticamente serviría al buen nombre de un arreglo “civil” de los conflictos internacionales, más aún que tales guerras limitadas. Pues el establecimiento de un orden cosmopolita significa que las violaciones de derechos humanos no son juzgadas y combatidas directamente desde el punto de vista moral, sino como acciones criminales en el marco de un ordenamiento jurídico estatal, esto es, según procedimientos jurídicos institucionalizados. Precisamente la juridificación del estado de naturaleza entre los Estados protege de la desdiferenciación moral del derecho y garantiza a los inculpados, también en los casos actualmente relevantes de criminales de guerra y crímenes contra la humanidad, la completa protección de guerra y crímenes contra la humanidad, la completa protección jurídica, esto es, la protección ante la discriminación moral.

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La diferencia entre derecho y moral, en la que insiste Günther, tampoco significa que el derecho positivo no posea contenido moral alguno. Sobre el procedimiento democrático de la legislación política fluyen también, entre otros, argumentos morales que se encuentran en la fundamentación de la creación de normas y por eso en el propio derecho. Como Kant ya había visto, el derecho se diferencia de la moral por medio de las propiedades formales de la legalidad. A través de ella, una parte de la conducta enjuiciable moralmente (como, p.ej., las intenciones y los motivos) son apartados de la regulación jurídica en general. Pero, ante todo, el código jurídico vincula las sentencias y las sanciones de las instancias competentes para la protección de los afectados a las condiciones revisables intersubjetivamente de los procedimientos del Estado de derecho. Mientras que la persona moral ante la instancia interna del examen de conciencia se encuentra ahí por así decir desnuda, la persona jurídica permanece recubierta al abrigo de los derechos de libertad -bien fundados moralmente-. La respuesta correcta al peligro de la moralizacion directa de la política de expansion es, más bien, “no la desmoralización de la política, sino la transformación democrática de la moral en un sistema positivizado de derechos con procedimientos jurídicos para su aplicación y ejecución”.

El fundamentalismo de los derechos humanos no se evita mediante la renuncia a la política de los derechos humanos, sino sólo mediante la transformación -en términos de derecho cosmopolita- del estado de naturaleza entre los Estados en un orden jurídico.

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Jürgen Habermas, “La inclusión del otro, (Estudios de teoría política)”, ibib, pág. 174 y ss.







La idea kantiana de la paz perpetua y retóricas del universalismo


Una reformulación adaptada a los tiempos actuales de la idea kantiana de una pacificación cosmopolita del estado de naturaleza entre los Estados sirve de inspiración, por una parte, a los enérgicos esfuerzos por reformar las Naciones Unidas y, en general, por establecer autoridades supranacionales con capacidad de acción en las diferentes regiones de la tierra. Se trata ahí de mejorar el marco institucional de una política de derechos humanos que tomó impulso bajo la presidencia de Jimmy Carter, pero que también ha sufrido serios reveses.

Esta política ha provocado, por otra parte, una fuerte oposición al plan que ve en el intento de implementación internacional de los derechos humanos una moralización autodestructiva de la política Los contraargumentos se apoyan, por cierto, en un confuso concepto de los derechos humanos que no diferencia de manera suficiente las dimensiones del derecho y la moral.

La retórica del universalismo contra la que se dirige esta crítica encuentra su expresión en las propuestas sobre la necesidad de que las Naciones Unidas se constituyan en una “democracia cosmopolita”. Las propuestas de reforma se concentran en tres puntos: en el establecimiento de un parlamento mundial, en la construcción de una justicia mundial y en la obligada reorganización del Consejo de Seguridad.

A las Naciones Unidas se las sigue concibiendo como un “congreso permanente de Estados”. Si se debe perder ese carácter de asamblea de las delegaciones gubernamentales, la Asamblea General tendría que transformarse en una especie de Consejo Federal y sus competencias deberían dividirse en dos cámaras. En este parlamento no estarían representados los pueblos a través de sus gobiernos, sino por medio de representantes elegidos por la totalidad de los ciudadanos del mundo. Los países que se negaran a la elección de los diputados según criterios democráticos (respetando a sus minorías nacionales), serían representados en el ínterin por organizaciones no gubernamentales que el propio parlamento mundial dispusiera como representantes de las poblaciones reprimidas.

Al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya le falta competencia para formular acusaciones, no puede dictar sentencias vinculantes y debe limitarse a asumir las funciones de un tribunal arbitral. Su jurisdicción está limitada por lo demás a las relaciones entre los Estados y no se extiende a los conflictos entre personas individuales o entre ciudadanos particulares y sus gobiernos. En todos estos aspectos deberían ampliarse las competencias del Tribunal de Justicia en la línea de las propuestas que Hans Kelsen había elaborado hace medio siglo (“Peace through Law”). La justicia penal internacional, que hasta ahora tan sólo se había establecido ad hoc para procesos singulares de crímenes de guerra, debería ser institucionalizada de manera permanente.

El Consejo de Seguridad fue concebido como contrapeso de la Asamblea General, configurada de una manera igualitaria; debía reflejar las relaciones fácticas de poder en el mundo. Después de cinco décadas este principio racional precisa de ciertas adaptaciones a la modificada situación del mundo que no deberían agotarse en la ampliación de la representación de los Estados nacionales más influyentes (como, por ejemplo, mediante la incorporación de Alemania y Japón como miembros permanentes). En vez de eso se propone que junto a las potencias mundiales (como los Estados Unidos), las organizaciones regionales (como la Unión Europea) mantengan un voto privilegiado. Por lo demás la coacción de la unanimidad entre los miembros permanentes debería sustituirse por la apropiada regla de la mayoría. En general, el Consejo de Seguridad podría ser configurado según el modelo de Consejo de Ministros de Bruselas con una capacidad de acción ejecutiva. Por lo demás los Estados coordinarán sólo su política exterior tradicional a los imperativos de una política interna mundial si la organización mundial puede emplear las fuerzas armadas bajo mando propio y ejercer funciones policiales.

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Estas reflexiones son convencionales en tanto que se orientan a las partes de carácter organizativo de las constituciones nacionales. La puesta en práctica de un derecho cosmopolita expuesto de manera conceptual requiere obviamente algo más de imaginación institucional. Pero, en cualquier caso, permanece como una intuición reguladora el universalismo moral que guió a Kant en su proyecto.

Contra esta autocomprensión práctico-moral de la modernidad se dirige, sin embargo, un argumento que en Alemania, desde la crítica hegeliana a la moral kantiana de la humanidad, ha tenido una historia de enorme eficacia y ha dejado hasta hoy profundas huellas. Su formulación más aguda y su fundamentación en parte ingeniosa y en parte confusa es la realizada por Carl Schmitt.

Schmitt reduce la sentencia “el que dice humanidad pretende engañar” a la contundente fórmula “humanidad, bestialidad”. El “engaño del humanismo” tiene raíces en la hipocresía de un pacifismo jurídico que bajo la etiqueta de la paz y el derecho internacional quiere llevar a cabo “guerras justas”: “Cuando el Estado combate a su enemigo en nombre de la humanidad entonces no se trata de una guerra de la humanidad, sino de una guerra en la que un determinado Estado busca apropiarse de un concepto universal frente a su adversario bélico, del mismo modo que se puede abusar de la paz, de la justicia, del progreso y de la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo y negárselos al enemigo. La “humanidad” es un instrumento ideológico especialmente manipulable (...)” (C. Schmitt, “El concepto de lo político”).

Este argumento, dirigido ya en 1932 contra los Estados Unidos y las potencias vencedoras de Versalles, lo extiende Schmitt más tarde a las acciones emprendidas por la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas. La política de una organización mundial, inspirada en la idea kantiana de la paz perpetua y dirigida a la construcción de un orden cosmopolita, pertenece según la concepción schmittiana a una misma lógica: el panintervencionismo conduce a la pancriminalización y con ello a la perversión del objetivo al que debería servir.

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Jürgen Habermas, “La inclusión del otro, (estudios de teoría política)”, ibid, pág. 170 y ss.




























La inclusión sensible a las diferencias, sobre la relación entre nación, estado de derecho y democracia

La interpretación liberal de la autodeterminación democrática desfigura, sin embargo, el problema de las minorías “nacidas” que desde la perspectica comunitarista se percibe de modo más claro que desde el ángulo del enfoque intersubjetivista de la teoría discursiva. El problema se plantea también en las sociedades democráticas cuando la cultura mayoritaria políticamente dominante impone su forma de vida y con ello fracasa la igualdad de derechos efectiva de ciudadanos con otra procedencia cultural. Esto tiene que ver con cuestiones políticas que afectan a la autocomprensión ética y la identidad de los ciudadanos.

En estas materias las minorías no se pueden mayorizar sin más. El principio de mayoría choca aquí con sus límites porque la contingente composición de la ciudadanía condiciona los resultados de un procedimiento aparentemente neutral: “El principio de mayoría mismo depende de suposiciones previas acerca de la unidad, a saber : que la unidad en cuyo seno opera es ella mismo legítima y que los temas acerca de los que se emplea entran propiamente en su jurisdicción. En otras palabras, si el fin y el dominio de la regla de la mayoría son apropiados en una unidad particular es algo que depende de supuestos que el principio de la mayoría mismo nada puede hacer por justificar. La justificación de la unidad está fuera del alcance de la misma teoría de la democracia” (Dahl).

El problema de las minorías “nacidas” se explica por el hecho de que los ciudadanos, considerados también como personas jurídicas, no son individuos abstractos, separados de sus referencias de origen. En la medida en que el derecho aborda cuestiones ético-políticas afecta a la integridad de las formas de vida en las que se asientan las formas de vida personales. Con ello entran en juego -junto a las ponderaciones morales, las reflexiones pragmáticas y los intereses negociables- las valoraciones fuertes que dependen de tradiciones intersubjetivamente compartidas pero culturalmente específicas.

Los ordenamientos jurídicos están también en conjunto “impregnados éticamente” porque interpretan en cada caso de modo diferente el contenido universalista de los mismos principios constitucionales, es decir, lo hacen en el contexto de las experiencias de una historia nacional y a la luz de una tradición, cultura y la forma de vida históricamente dominante. Por regla general, en las materias culturalmente sensibles como la lengua oficial, el currículo de la educación pública, el estatuto de las iglesias y las comunidades religiosas, las normas del derecho penal (como el aborto), pero también en asuntos menos llamativos que afectan al lugar de la familia y las comunidades de vida semejantes al matrimonio, la aceptación de los estándares de seguridad o la separación entre la esfera privada y la esfera pública, se refleja a menudo sólo la autocomprensión ético-política de una cultura mayoritaria dominante por razones históricas. Con dichas regulaciones que implícitamente someten también en el seno de una comunidad republicana que formalmente garantiza los derechos civiles iguales, puede encenderse una lucha cultural de las minorías despreciadas contra la cultura mayoritaria -como muestra, por ejemplo, la de la población francófona en Canadá, de los valones en Bélgica, de los vascos y catalanes en España, etc.

Una nación de ciudadanos se compone de personas que a consecuencia de su procesos de socialización encarnan al mismo tiempo las formas de vida en las que se ha formado su identidad -incluso cuando de adultos se han separado de sus tradiciones de procedencia-. Por lo que hace a su carácter las personas son, por así decirlo, nudos en una red adscriptiva de culturas y tradiciones.

La contingente composición de los pueblos dotados de Estado, la political unit en la terminología de Dahl, determina también el horizonte de orientaciones valorativas en el que tienen lugar las luchas culturales y los discursos de autoentendimiento ético-político. Con la composición social de la ciudadanía cambia también este horizonte de valores. Acerca de las cuestiones políticas que dependen de un trasfondo cultural específico, por ejemplo, tras una secesión, no se discute necesariamente otra cosa, sino que se vota con otros resultados; no hay siempre nuevos argumentos, sino nuevas mayorías.

Por el camino de la secesión es claro que una minoría perjudicada puede alcanzar la igualdad de derechos sólo en la improbable condición de su concentración espacial. En caso contrario retornan los viejos problemas aunque bajo otros signos. En general, la discriminación puede abolirse, no mediante la independencia nacional, sino sólo mediante una inclusión que sea suficientemente sensible a las diferencias específicas individuales y de grupo del trasfondo cultural. El problema de las minorías “nacidas” que puede aparecer en todas las sociedades pluralistas se agudiza en las sociedades multiculturales. Pero cuando estas están organizadas como Estados democráticos de derecho siempre se ofrecen diferentes caminos para el precario objetivo de una inclusión “sensible a las diferencias”: la repartición federal de poderes, un traspaso o descentralización de competencias estatales especificada funcionalmente, ante todo la autonomía cultural, los derechos específicos de grupo, políticas para la igualación y otros mecanismos para la protección efectiva de las minorías.

De este modo, las totalidades de base de ciudadanos que participan en el proceso democrático cambian en determinados territorios o en deterinados campos de la política sin que resulten afectados los principios de dicho proceso.

Es claro que la coexistencia en igualdad de derechos de diferentes comunidades étnicas, grupos lingüísticos, confesiones y formas de vida no se pueden comprar al precio de la fragmentación de la sociedad. El doloroso proceso de desacoplamiento no puede romper la sociedad en una pluralidad de subculturas que se desprecian mutuamente. Por un lado, la cultura mayoritaria tiene que desprenderse de su fusión con la cultura política general, compartida por todos los ciudadanos en igual medida; de lo contrario dicta de entrada los parámetros de los discursos de autoentendimiento. En tanto que parte, ya no debe aparentar la fachada del todo, si es que se trata de que no constituya un prejuicio para el procedimiento democrático en determinadas cuestiones existenciales relevantes para las minorías.

Por otra parte, las fuerzas vinculadoras de la cultura política común que, cuanto más abstracta es, tantas más subculturas trae a un mismo denominador, tiene que surgir siendo suficientemente fuerte para no permitir el desmoronamiento de la nación de ciudadanos: “El multiculturalismo, al sancionar la perpetuación de varios grupos culturales en una sociedad política singular, requiere también una cultura común. (...) Los miembros de todos los grupos culturales (...) habrán de adquirir un lenguaje político y convenciones de conducta comunes para poder participar de modo efectivo en la competición por los recursos y la protección de grupo así como por los intereses individuales en una arena política compartida”. (J. Raz, “Multiculturalism: A Liberal Perspective”).
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Jürgen Habermas, “La inclusión del otro. (Estudios de teoría política), ed. Paidós, 1999, Pág. 123 y ss



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Sobre la mediación entre soberanía popular y derechos humanos


No es, pues, sorprendente que las teorías del derecho racional hayan dado respuesta a la cuestión de la legitimación, por un lado, mediante la referencia al principio de la soberanía popular y, por otro lado, mediante la remisión al imperio de la ley garantizado por medio de los derechos humanos.

El principio de la soberanía popular se expresa en los derechos de comunicación y participación que aseguran la autonomía pública de los ciudadanos; el imperio de la ley, por su parte, en aquellos clásicos derechos fundamentales que garantizan la autonomía privada de los ciudadanos.

El derecho se legitima de este modo como medio para asegurar de forma paritaria la autonomía privada y la pública. La filosofía política, por supuesto, nunca se ha tomado en serio la tarea de equilibrar la tensión entre la soberanía popular y los derechos humanos, entre la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos”. La autonomía política de los ciudadanos debe tomar cuerpo en la autoorganización de una comunidad que se dé a sí misma sus leyes a través de la voluntad soberana del pueblo. Por su parte, la autonomía privada de los ciudadanos debe tomar cuerpo en derechos fundamentales que garanticen el imperio anónimo de la ley. Una vez que se han puesto estas vías, puede hacerse valer una idea a costa de la otra. El intuitivo e iluminador “carácter igualmente originario” (Gleichursprunglichkeit) de ambas ideas se quedaría entonces en el camino.

El republicanismo, que hunde sus raíces en Aristóteles y en el humanismo político del Renacimiento, ha concedido siempre prioridad a la autonomía pública de los ciudadanos frente a las libertades prepolíticas de las personas privadas. Por su parte, el liberalismo, que tiene su origen en el pensamiento de Locke, ha conjurado el peligro de las mayorías tiránicas y ha postulado la prioridad de los derechos humanos. En un caso, los derechos humanos deben su legitimidad al resultado de la autocomprensión ética y a la práctica de la autodeterminación soberana de una comunidad política; en el otro caso, esos mismos derechos por sí mismos deben constituir límites legítimos que impidan a la voluntad soberana del pueblo intervenir en la esfera intangible de la libertad subjetiva.

Aunque Rousseau y Kant pretendieron pensar ambas cosas (la voluntad soberana y la razón práctica) de una manera tan integrada en el concepto de la autonomía de las personas jurídicas que interpretaron la soberanía popular y los derechos humanos como elementos en relación recíproca, ellos mismos no mantuvieron el carácter igualmente originario de ambas ideas: Rousseau sugiere, sobre todo, una interpretación republicana, Kant, más bien, una interpretación liberal. Ambos equivocaron la intuición que querían llevar a concepto: la idea de los derechos humanos que se expresa en el derecho a iguales libertades subjetivas de acción no puede ser simplemente impuesta al legislador soberano como límite externo ni tampoco instrumentalizada como requisito funcional para los objetivos de ese soberano.

Para expresar correctamente esta intuición, resulta recomendable considerar desde el punto de vista de la teoría discursiva el procedimiento democrático que presta su fuerza legitimadora al proceso legislativo en las condiciones de pluralismo social y de formas de ver el mundo.

Parto del principio -que aquí no es preciso explicar de manera pormenorizada- de que pueden reclamar legitimidad precisamente aquellas regulaciones que todos los posibles afectados pudieran aceptar como participantes en discursos racionales.

Si ahora los discursos y las negociaciones -cuya justicia se basa en el procedimiento establecido discursivamente- constituyen el lugar en el que puede formarse una voluntad política racional, entonces aquella presunción de racionalidad que debe fundamentar el procedimiento democrático tiene que apoyarse, en último extremo, en un primoroso arreglo comunicativo: se trata de determinar las condiciones bajo las cuales las formas de comunicación necesarias para una producción legítima del derecho puedan ser, por su parte, institucionalizadas jurídicamente.

La buscada conexión interna entre derechos humanos y soberanía popular consiste, pues, en que a través de los derechos humanos mismos debe satisfacerse la exigencia de ls institucionalización jurídica de una práctica ciudadana del uso público de las libertades.

Los derechos humanos que posibilitan el ejercicio de la soberanía popular, no pueden ser impuestos a dicha práctica praxis como una limitación desde fuera.

Esta reflexión, claro está, sólo resulta directamente iluminadora para los derechos civiles de carácter político, esto es, para aquellos derechos humanos de comunicación y participación que aseguran el ejercicio de la autonomía política, y no, en cambio, para aquellos clásicos derechos humanos que garantizan la autonomía privada de los ciudadanos. Me refiero aquí, en primer lugar, al derecho fundamental al mayor grado posible de iguales libertades subjetivas de acción, pero también a aquellos derechos fundamentales que establecen tanto el status de pertenencia estatal como una amplia protección jurídica individual.

Estos derechos, que deben garantizar a cada cual una consecución de igualdad de oportunidades de sus objetivos privados de vida, poseen un valor intrínseco y, en cualquier caso, no se reducen a su valor instrumental para la formación de la voluntad democrática. Sólo podremos sostener la intuición acerca del carácter igualmente originario de los clásicos derechos de libertad y de los derechos políticos del ciudadano si precisamos a continuación nuestra tesis de que los derechos humanos posibilitan la praxis de la autodeterminación de los ciudadanos.


Sobre la relación entre la autonomía privada y la pública


Aunque los derechos humanos pudieran ser fundamentados en términos morales sin ningún problema, no pueden imponerse a un soberano, por así decir, de manera paternalista. La idea de la autonomía jurídica de los ciudadanos exige que los destinatarios del derecho puedan comprenderse al mismo tiempo como los aautores del mismo. Esta idea se vería replicada si el constituyente democrático encontrara ya los derechos humanos como si fueran hechos morales dados que tan sólo tendrían que positivizar. Pero, de otro lado, no debe pasarse por alto que la elección del medio, sólo mediante el cual los ciudadanos pueden realizar su autonoía no se encuentra a libre disposición de los mismos en su papel de colegisladores. En el proceso legislativo participan sólo en calidad de sujetos de derecho; ya no pueden disponer de qué lenguaje quieren servirse. La idea democrática de la autolegislación tiene que adquirir validez en el medio del derecho mismo.

No obstante, si los presupuestos comunicativos por los que los ciudadanos juzgan a la luz del principio discursivo si el derecho que ellos establecen es derecho legítimo deben ser, por su parte, institucionalizados en la forma de derechos civiles políticos, entonces el código jurídico como tal debe estar disponible. Para el establecimiento de este código jurídico es necesario, sin embargo, crear el status de personas jurídicas, que como portadores de derechos subjetivos pertenezcan a una asociación voluntaria de socios jurídicos y que en el caso dado reclamarán de manera efectiva sus derechos.

No hay derecho alguno sin la autonomía privada de las personas jurídicas. Por consiguiente, sin derechos fundamentales que aseguren la autonomía privada de los ciudadanos, no habría tampoco medio alguno para la institucionalización jurídica de aquellas condiciones bajo las cuales los individuos en su papel de ciudadanos podrían hacer uso de su autonomía pública.

De este modo, autonomía privada y pública se presuponen mutuamente, de modo tal que los derechos humanos no pueden reclamar ningún primado sobre la soberanía popular o ésta sobre aquéllos.

De esta manera se explicita la intuición de que, por una parte, los ciudadanos sólo pueden hacer uso apropiado de su autonomía pública si son suficientemente independientes en virtud de una autonomía privada asegurada de manera homogénea; pero que a la vez sólo pueden lograr una regulación susceptible de consenso de su autonomía privada si en cuanto ciudadanos pueden hacer uso apropiado de su autonomía política.

Esta conexión entre Estado de derecho y democracia ha sido ocultada durante mucho tiempo por la competencia existente entre los paradigmas jurídicos dominantes hasta hoy. El paradigma liberal del derecho cuenta con una sociedad centrada en la economía institucionalizada con técnicas propias del derecho privado -sobre todo, mediante los derechos de propiedad y la libertad contractual- que permanece entregada a la acción espontánea de los mecanismos de mercado.

Esta “sociedad de derecho privado” está cortada a la medida de la autonomía de los sujetos jurídicos, que en su papel de participantes en el mercado persiguen los propios planes de vida de manera más o menos racional. A esto se añade la expectativa normativa de que se puede producir justicia social mediante la salvaguardia de tal status jurídico negativo, esto es, sólo mediante la delimitación de las esferas de libertad individual. A partir de una crítica bien fundamentada a este presupuesto se desarrolló el modelo del Estado social. La objeción resulta evidente: si la libertad dada por la “facultad de tener y adquirir” debe garantizar la justicia social, entonces tiene que existir una desigualdad para ejercer esa “facultad jurídica”. Con la creciente desigualdad de las posiciones económicas de poder, de bienes de fortuna y de posiciones sociales de vida se destruyen, empero, los presupuestos fácticos para un aprovechamiento en igualdad de oportunidades de las competencias jurídicas repartidas de modo igualitario.

Si el contenido normativo de la igualdad jurídica no debe convertirse por completo en su contrario, entonces, por un lado, hay que especificar materialmente las normas existentes del derecho privado y, por otro lado, hay que introducir derechos fundamentales de carácter social, que fundamenten tanto el derecho a un reparto más justo de la riqueza producida socialmente como el derecho a una protección más eficaz ante los riesgos producidos socialmente.

Entretanto, esta materialización del derecho ha dado lugar, claro está, a los efectos no previstos de un paternalismo del Estado social. Evidentemente, la equiparación anhelada de las situaciones fácticas de vida y de posiciones de poder no debe conducir a intervenciones “normalizadoras” de forma que los presuntos beneficiarios se vean por eso limitados en su libertad para configurar autónomamente la vida. En el posterior transcurso de la dialéctica entre la libertad jurídica y la libertad fáctica se ha demostrado que ambos paradigmas del derecho están comprometidos de igual manera con la imagen productivista de una sociedad industrial de economía capitalista que debe funcionar de modo que la expectativa de justicia social pueda ser satisfecha mediante una persecución autónoma y privada asegurada de las respectivas concepciones de la vida buena. Ambas partes polemizan sólo sobre la cuestión de si la autonomía privada puede ser garantizada directamente por medio de los derechos de libertad o si la formación de la autonomía privada tiene que ser asegurada mediante la protección de derechos sociales de prestación. Pero en ambos casos desaparece de la mirada la interna conexión entre la autonomía privada y la pública.

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Jürgen Habermas, La inclusión del otro (Estudios de teoría política), ed. Paidós, 1999, Barcelona, Pág. 252 y ss.



Sobre la relación de complementariedad entre derecho positivo y moral autónoma


Los derechos subjetivos con los que se construye el ordenamiento jurídico moderno tienen el sentido de dispensar a las personas jurídicas de as obligaciones morales. Con la introducción de los derechos subjetivos, que otorgan a los actores un espacio de acción en el que actuar conforme a sus propias preferencias, el derecho moderno en su conjunto hace valer el principio general de que está permitido todo lo que no está explicitamente prohibido. Mientras que de suyo en la moral se da una simetría entre derechos y obligaciones, los deberes jurídicos se derivan únicamente como una consecuencia de la justificación de la limitación legal de las libertades subjetivas.

Esta situación de privilegio, en el plano de los conceptos fundamentales, de los derechos frente a las obligaciones se explica mediante los conceptos modernos de persona jurídica y comunidad de derecho. El universo moral, limitado en el espacio social y en el tiempo histórico, se extiende a todas las personas naturales en su complejidad biográfica; la moral incluso se extiende a las protección de la integridad de los sujetos plenamente individualizados. Frente a ello, una comunidad jurídica localizada en el espacio y en el tiempo protege la integridad de sus miembros exactamente en la medida en que éstos asumen el status, creado artificialmente, de portadores de derechos subjetivos.

Por eso, entre el derecho y la moral se da más bien una relación de complementariedad que de subordinación.

Esto vale también para una perspectiva más amplia. Las materias que precisan regulación legal son simultáneamente más limitadas y más amplias que los asuntos de relevancia moral: más limitadas porque a la regulación jurídica sólo le es accesible la conducta exterior, esto es, la conducta que puede ser sometida a coacción; más amplias porque el derecho, como medio de organización de la dominación política, no sólo se refiere a la regulación de los conflictos de acción interpersonales, sino también a la consecución de objetivos y programas políticos. Por ello, las regulaciones jurídicas no afectan sólo a las cuestiones morales en sentido estricto, sino también a las cuestiones pragmáticas y éticas, así como a la formación de compromisos entre intereses contrapuestos. Y, a diferencia de lo que sucede con la pretensión de validez de los preceptos morales, con claros contornos normativos, la pretensión de legitimidad de las normas jurídicas descansa en diversas clases de razones. La praxis legislativa de justificación depende de una extensa y densa red de discursos y negociaciones, y no solamente de discursos morales.


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La idea iusnaturalista de una jerarquía de derechos de diferente dignidad resulta bastante equívoca. El derecho puede comprenderse mejor como un complemento funcional de la moral, a saber: el derecho de validez positiva, reclamable y establecido legítimamente puede aliviar a las personas que juzgan y actúan moralmente de las considerables exigencias cognitivas, motivacionales y organizativas propias de una moral reorientada completamente hacia la conciencia subjetiva.

El derecho puede compensar las debilidades de una mora exigente que, sin embargo, cuando se consideran las consecuencias empíricas, sólo proporciona resultados cognitivamente indeterminados y motivacionalmente inciertos. Esto, por supuesto, no libera al legislador ni al poder judicial de la preocupación de armonizar el derecho y la moral. No obstante, las regulaciones jurídicas son demasiado concretas como para poder legitimarse sólo por el hecho de que no contradigan los principios morales. Pero, ¿de quién, si no de un derecho moral superior, puede el derecho positivo tomar prestado su legitimidad?

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Como la moral, así también el derecho debe proteger del mismo modo la autonomía de todos los participantes y afectados. De esta manera, el derecho tiene que mostrar su legitimidad bajo este aspecto del aseguramiento de la libertad. De un modo que resulta ciertamente interesante, la positividad del derecho obliga a una peculiar disociación de la autonomía para la que no existe ningún equivalente del lado de la moral. La autodeterminación moral en el sentido de Kant constituye un concepto unitario en la medida en que exige de cada individuo in propia persona que siga de manera precisa las normas que él se propone a sí mismo según su propio juicio imparcial -o el logrado en común con todos los demás-.

Ahora bien, el carácter vinculante de las normas jurídicas no se funda en los procesos de formación de la opinión y del juicio, sino en las disposiciones colectivamente vinculantes procedentes de las instancias que legislan y aplican el derecho. De ello se desprende, con el carácter de una necesidad conceptual, una división de papeles entre los autores que legislan (y aplican) el derecho y los destinatarios que se encuentran sometidos al derecho vigente. La autonomía que en el ámbito moral está hecha, por así decirlo, de una pieza, en el ámbito jurídico se presenta en la doble forma de autonomía privada y autonomía pública.

No obstante, estos dos momentos tienen que conciliarse de tal manera que una autonomía no perjudique a la otra. Las libertades subjetivas de acción del sujeto de derecho privado y la autonomía pública del ciudadano se posibilitan recíprocamente. A esto contribuye la idea de que las personas jurídicas sólo pueden ser autónomas en la medida en que en el ejercicio de sus derechos ciudadanos puedan entenderse como autores precisamente de los derechos a los que deben prestar obediencia como destinatarios.

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Pág. 250 y sig.














Una ley es válida en sentido moral si puede ser aceptada por todos desde la perspectiva de cada cual. Puesto que sólo las leyes “universales” cumplen la condición de regular una materia en igual interés de todos, la razón práctica se hace valer en este momento de universalizabilidad de los intereses considerados en la ley. En consecuencia, una persona acepta el punto de vista moral si como legislador democrático hace un exámen de conciencia acerca de si la práctica que resultaría del seguimiento universal de una norma hipotéticamente ponderada pudiese ser aceptada por todos los posibles interesados en tanto que colegisladores potenciales. En el papel de colegislador todos participan en una empresa cooperativa y con ello aceptan una perspectiva ampliada intersubjetivamente desde la que se puede examinar si una norma conflictiva puede ser universalizable desde el punto de vista de cada interesado.

En esta deliberación se ponderan también razones pragmáticas y éticas que no pierden su relación interna con la constelación de intereses y la autocomprensión de cada persona individualmente considerada. Sin embargo, estas razones relativas al actor no cuentan ya como motivos y orientaciones de vaor de las personas individuales, sino como contribuciones epistémicas a un discurso en el que se examinan normas y que tiene lugar con el objetivo de lograr un acuerdo. No basta para ello aquel uso egocéntrico, y que procede monológicamente, del test de universalización representado por la Regla de Oro, puesto que una práctica de legislación sólo se puede ejercer en común.

Las razones morales vinculan la voluntad de un modo diferente a como lo hacen las razones pragmáticas y éticas. Tan pronto como la autovinculación de la voluntad adopta la forma de autolegislación, voluntad y razón se interpenetran completamente. Kant llama “libre”, por tanto, solamente, a la voluntad autónoma y determinada por la razón. Libre actúa únicamente quien determina su voluntad por el juicio acerca de lo que todos pueden querer: “Solamente un ser racional tiene voluntad, esto es, la facultad de actuar según la representación de la ley, es decir, según principios. Puesto que para la deducción de las acciones a partir de leyes se precisa razón, la voluntad no es otra cosa que razón práctica” (Kant). Por cierto que todo acto de autovinculación de la voluntad exige razones de la razón práctica; pero no se han cancelado todos los momentos de coacción, la voluntad no es verdaderamente libre, mientras sigan todavía en juego determinaciones subjetivas casuales de la misma y la voluntad actúe no sólo por razones de la razón práctica.

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La normatividad que dimana de la capacidad de autovincular la razón per se no tiene todavía ningún sentido moral. Cuando alguien que actúa hace suyas reglas técnicas de la habilidad o consejos pragmáticos de la sagacidad, determina ciertamente su arbitrio por medio de la razón práctica, pero las razones tienen fuerza determinante sólo en relación con preferencias y fines casuales. Esto vale en otro sentido también para las razones éticas. La autenticidad de las vinculaciones valorativas va más allá del horizonte de la mera racionalidad instrumental subjetiva; pero, a su vez, las valoraciones fuertes obtienen su fuerza objetiva, determinadora de la voluntad, sólo en relación con experiencias, prácticas y formas de vida que son casuales, aunque intersubjetivamente compartidas.

En ambos casos los respectivos imperativos y recomendaciones sólo pueden pretender una validez condicionada: valen una vez presupuesta la constelación de intereses subjetivamente dada o las tradiciones intersubjetivamente compartidas.

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Las obligaciones morales obtienen su validez incondicionada o categórica porque se deducen de leyes que, cuando la voluntad se compromete con ellas, la emancipan de todas las determinaciones casuales y al mismo tiempo la funden con la razón práctica misma. Y ello porque, a la luz de estas normas fundamentadas desde el punto de vista moral, aquellas metas, preferencias y orientaciones de valor, que de otro modo están forzadas desde fuera, se ven sometidas a juicio crítico.

La voluntad heterónoma también puede determinarse por medio de razones a seguir máximas; pero la autovinculación permanece atrapada por razones pragmáticas y éticas relacionadas con constelaciones de intereses dados y orientaciones valorativas dependientes del contexto. La voluntad se ha librado de determinaciones heterónomas tan sólo cuando, desde el punto de vista moral, ha sido examinada su compatibilidad con los intereses y orientaciones de valor de todos los demás.

La contraposición abstracta entre autonomía y heteronomía estrecha, sin duda, la perspectiva en el sujeto individual. Basándose en los supuestos trascendentales de fondo, Kant adscribe la libre voluntad a un yo inteigible integrado en el reino de los fines. Por tanto, pone la autolegislación, que en su sentido político originario es una empresa cooperativa en la que el individuo sólo tiene una “participación”, de nuevo entre las competencias exclusivas del individuo. El imperativo categórico se dirige de modo no casual a una segunda persona del singular, y da la impresión de que cualquiera podría emprender por sí mismo, en su foro interno, el exigible examen de las normas. De hecho, empero, la aplicación reflexiva del test de universalización precisa de una situación de deliberación en la que todos se ven forzados a tener en cuenta la perspectiva de todos los demás para examinar si una norma podría ser querida por todos desde el punto de vista de cada cual. Esta es la situación de un discurso racional dirigido al entendimiento en el que han participado todos los interesados. Esta idea de un entendimiento discursivo también impone al sujeto que juzga en solitario mayores cargas que un test de universalización que se deba realizar monológicamente.
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La reducción individualista del concepto de autonomía, concepto que se había establecido intersubjetivamente, puede verse bien en el hecho de que Kant no puede distinguir suficientemente los planteamientos éticos de los pragmáticos. Quien se toma en serio las cuestiones de autocomprensión ética choca con aquella obstinación cultural, que requiere interpretación, de las comprensiones del yo y del mundo históricamente variables de los individuos y los grupos. Kant, que fue un hijo del siglo XVIII y pensaba todavía ahistóricamente, pasa por alto este estrato de tradiciones en el que se forman las identidades. Supone tácitamente que en la formación del juicio moral cada uno se basta con su propia fantasía para ponerse en el lugar del otro. Pero cuando los interesados ya no pueden confíar en la precomprensión trascendental sobre condiciones de vida y constelaciones de intereses homogéneas, el punto de vista moral sólo se puede realizar en condiciones comunicativas que aseguren que todos examinan la aceptabilidad de las normas elevadas a práctica universal también desde la perspectiva de sus propias precomprensiones del yo y del mundo. Con ello el imperativo categórico experimenta una interpretación teórico discursiva. En su lugar tenemos el principio discursivo “D”, segñun el cual sólo pueden ser válidas aquellas normas que podrían suscitar la aprobación de todos los interesados en tanto que participantes en un discurso práctico.

Jürgen Habermas, La inclusión del otro (Estudios de teoría política), ed. Paidós, 1999, Págs. 62 y ss

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el engranaje derecho, dinero, poder administrativo y solidaridad


Y como de esta forma el derecho forma engranaje tanto con el dinero y con el poder administrativo, como con la solidaridad, en sus operaciones relativas a integración de la sociedad ha de elaborar y dar forma a imperativos de muy diversa procedencia. Las normas jurídicas no llevan ciertamente escrito en la frente a qué tipo de equilibrio se ha llegado entre esos imperativos. En las materias de los distintos ámbitos del derecho puede reconocerse, ciertamente, el origen de la necesidad de regulación, a la que reaccionan la política y la producción de normas. Pero en los imperativos funcionales del aparato estatal, del sistema económico y de otros ámbitos sociales se imponen con frecuencia constelaciones de intereses normativamente no filtradas, por la sola razón de que son las más fuertes y pueden servirse por tanto de la fuerza legitimadora que la forma jurídica posee, con el fin de disimular o encubrir que la capacidad que tienen de imponerse es puramente fáctica.

Como medio de organización de un poder político que está referido a los imperativos funcionales de un sistema económico diferenciado y atenido a su propia lógica, el cual acaba determinando la estructura del orden social, el derecho moderno resulta ser, precisamente por esa razón, un medio profundamente equívoco de integración de la sociedad. Muy a menudo el derecho presta al poder ilegítimo una apariencia de legitimidad. Y esa apariencia no permite a primera vista reconocer si lo que el derecho opera en lo tocante a integración de la sociedad, es decir, las operaciones del sistema jurídico en lo tocante a integración, vienen sostenidas por, o tienen su base en, el asentamiento de los ciudadanos asociados, o si resultan de la autoprogramación estatal y del poder socioestructural y, apoyadas sobre esa base material, generan ellas mismas la necesaria lealtad de la población.

Sin embargo, a tal autolegitimación del derecho, controlada o regulada en términos cuasinaturales, le vienen trazados límites tanto más estrechos cuanto menos el sistema jurídico puede apoyarse en conjunto en garantías metasociales e inmunizarse contra la crítica. Ciertamente, un derecho al que en las sociedades modernas le compete la carga principal en lo tocante a integración social, no tiene más remedio que verse sometido a la presión profana de los imperativos sistemáticos de la reproducción de la sociedad; pero simultáneamente, se ve sometido a una coerción, por así decir, idealista, que le obliga a legitimar esos imperativos. También las operaciones de integración sistemática que el sistema económico y el aparato estatal efectúan, respectivamente, a través del dinero y del poder administrativo, deben quedar conectadas con el proceso de integración social que representa la praxis de autodeterminación de los ciudadanos, a tenor de la comprensión que la comunidad jurídica plasma de sí en su derecho constitucional.

La tensión entre el idealismo del derecho constitucional y el materialismo de un orden jurídico, en particular de un derecho económico, que no hace sino reflejar la desigual distribución del poder social, encuentra su eco en los contrapuestos caminos que toman la consideración filosófica y la consideración empírica del derecho. Pero antes de retomar las consideraciones relativas a la tensión interna al sistema jurídico entre facticidad y validez, entraré en la relación externa entre la facticidad social y la aautocomprensión del derecho moderno, y ello tal como esa relación se refleja en los discursos sociológicos sobre el derecho y en los discursos filosóficos sobre la justicia.

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Jürgen Habermas, Facticidad y validez, (sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso), ed. Trotta, 1ª ed 1998, 5ª ed. 2008, Madrid, Pág. 102 y sig.

























el derecho moderno permite sustituir convicciones por sanciones



En condiciones modernas de sociedades complejas que en vastos ámbitos de interacción exigen una acción regida por intereses y, por tanto, normativamente neutralizada, surge esa situación paradójica en la que la acción comunicativa, suelta, deslimitada, liberada de sus viejos límites, es decir, suprimida en ellas toda barrera, ni puede quitarse de encima el encargo que ahora recibe de asegurar y operar de la integración social, ni tampoco puede pretender desempeñarlo en serio. Si se decide a echar mano de sus propios recursos, la acción comunicativa sólo puede domesticar el riesgo de disentimiento que lleva en su seno aumentando ese riesgo, a saber, estableciendo duraderamente.

Ahora bien, si se considera qué aspecto podría tener un mecanismo con el que una comunicación, ahora deslimitada, pudiese, sin desmentirse a sí misma, quedar descargada, o sustancialmente eximida, de operaciones relativas a integración social, entonces como salida plausible de este callejón sin salida ofrécese la completa positivación de ese Derecho que hasta entonces había venido entrelazado con una eticidad convencional apoyada en la dimensión de lo sacro: habría que inventar un sistema de reglas que asocie, a la vez que diferencie en términos de división del trabajo, ambas estrategias, a saber, la estrategia de limitar y la estrategia de deslimitar el riesgo de disentimiento que la acción comunicativa lleva en su seno.

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Por un lado, la garantía que el Estado asume de imponer el derecho ofrece un equivalente funcional de la estabilización de expectativas mediante una autoridad sacra. Mientras que las instituciones apoyadas en una imagen sacra del mundo fijan mediante delimitación y restricciones de la comunicación las convicciones rectoras del comportamiento, el derecho moderno permite sustituir convicciones por sanciones dejando a discreción de los sujetos los motivos de su observancia de las reglas, pero imponiendo coercitivamente esa observancia. En ambos casos, las desestabilización generada por un disenso fundado se evita haciendo que los destinatarios no puedan poner en cuestión la validez de las normas a que se ajustan en su comportamiento.

Este “no poder” cobra empero en el segundo caso un sentido distinto, a saber, un sentido articulado en términos de racionalidad con arreglo a fines, pues el modo de validez de la norma también ha cambiado. Mientras que el sentido de la validez de las convicciones asociadas con la autoridad de lo sacro facticidad y validez se fundían, en la validez jurídica ambos momentos se separan: la aceptancia impuesta del orden jurídico todos la distinguen de la aceptabiidad de las razones en que se apoya la pretensión de legitimidad de ese orden jurídico.

Esta doble codificación remite, por otro lado, a la circunstancia de que la positividad y la pretensión de legitimidad del derecho tienen también en cuenta esa deslimitación de la comunicación, que hace que por principio todas las normas y valores queden expuestos a un examen crítico. Los miembros de la comunidad tienen que poder suponer que en una libre formación de la opinión y la voluntad políticas ellos mismos darían su aprobación a las reglas a las que están sujetos como destinatarios de ellas. Por lo demás, este proceso de legitimación queda convertido en ingrediente del sistema jurídico, ya que frente a las contingencias que comporta el informe flotar de la comunicación cotidiana, necesita él mismo de institucionalización jurídica. A reserva de esta restricción o limitacion de la comunicación, el permanente riesgo que representa la contradicción, que representa el decir que no, queda institucionalizado en forma de discursos y convertido en la fuerza productiva de una formación de la opinión y la voluntad políticas presuntivamente racionales.

Jürgen Habermas, Ibid., Pág. 100

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Antes el derecho debe su fuerza vinculante a la alianza que entablan la positividad del derecho y su pretensión de legitimidad. En esta conexión se refleja ese entrelazamiento estructural de la aceptancia fundadora de hechos sociales y de la aceptabilidad que las pretensiones de validez pretenden, entrelazamiento que, como tensión entre facticidad y validez, venía ya alojado en la acción comunicativa y en los órdenes sociales más o menos espontáneos o cuasinaturales. Esta tensión ideal retorna intensificada en el plano del derecho y, por cierto, en la relación entre coerción jurídica, la cual asegura a la regla una aceptancia de tipo medio, y la idea de autolegislación -o la suposición de la autonomía política de los ciudadanos unidos-, la cual es la única capaz de desempeñar o resolver la pretensión de legitimidad de las reglas, es decir, de tornarlas racionalmente aceptables.

De esta tensión mantenida en la dimensión de validez del derecho resulta además la necesidad de organizar en forma de derecho legítimo el propio poder político, al que se recurre para imponer el derecho (y para aplicar autoritativamente el derecho) y al que el derecho debe su positividad. Al desiderátum de una transformación jurídica del poder que el derecho mismo presupone, responde la idea de Estado de derecho.

En éste la praxis ciudadana de la autolegislación cobra una forma institucionalmente diferenciada. Con la idea de Estado de derecho, la cual tiene por fin hacer valer la suposición internamente inevitable de la autonomía política frente a la facticidad del poder no jurídicamente domesticado que se introduce en el derecho. La configuración del Estado de derecho puede entenderse como la secuencia básicamente abierta de dispositivos, precauciones y cautelas aconsejados por la experiencia contra el avasallamiento del sistema jurídico por el poder ilegítimo de los estados de cosas, es decir, de las circunstancias y relaciones sociales y políticas, que contradiga la autocomprensión normativa del derecho. Se trata aquí de una relación externa (percibida desde el punto de vista del sistema jurídico) entre facticidad y validez, una tensión entre norma y realidad, que representa ella misma un desafío a que se la elabore normativamente.

Las sociedades modernas no sólo se integran socialmente, es decir, por medio de valores, normas y procesos de entendimiento, sino también sistemáticamente, es decir, a través de mercados y de poder empleado administrativamente. El dinero y el poder administrativo son mecanismos de integración de la sociedad, formadores de sistemas, que coordinan las acciones de forma no necesariamente intencional, es decir, no necesariamente a través de la conciencia de energías comunicativas, sino objetivamente, por así decir, a espaldas de esos participantes. La “mano invisible” del mercado es desde Adam Smith el ejemplo clásico de tal tipo de regulación o control. Por via de institucionalización jurídica ambos medios quedan anclados en los órdenes y esferas del mundo de la vida integrados a través de la acción comunicativa.

De este modo el derecho moderno queda asociado con los tres recursos de la integración social. A través de una práctica de la autodeterminación, que exige a los ciudadanos el ejercicio en común de sus libertades comunicativas, el derecho nutre en última instancia su capacidad de integración social de las fuentes de solidaridad social. Las instituciones del derecho público y privado posibilitan, por otro lado, el establecimiento de mercados y la organización del poder estatal; pues las operaciones del sistema económico y del sistema administrativo, diferenciadas de los componentes sociales del mundo de la vida, se efectúan en las formas que les presta el derecho.

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Pág. 101 y sig.

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Para Kant la relación entre facticidad y validez estabilizada en la validez jurídica, se presenta como la conexión interna que el propio derecho funda entre coerción y libertad El derecho está ligado de por sí con la facultad de ejercer coerción; pero esta coerción solo se justifica como “un impedir que se ponga un impedimento a la libertad”, es decir, sólo se justifica desde el propósito de oponerse y resistir a las intrusiones en la libertad de cada uno. Esta interna “conexión de la coerción general mutua con la libertad de cada uno” se expresa en el tipo de pretensión de validez del derecho.

Las reglas jurídicas establecen condiciones de coerción, “bajo las que el arbitrio de uno pueda concertarse o conciliarse con el arbitrio del otro conforme a una ley general de la libertad”.

Por un lado, pues, la legalidad del comportamiento puede ser urgida e impuesta como “la simple concordancia o conformidad de una acción con la ley”; de ahí que haya que quedar a discreción de los sujetos el seguir una ley por razones distintas que las morales.

Las “condiciones de coerción” sólo necesitan ser percibidas por los destinatarios como un motivo empírico para un comportamiento conforme con la regla; pues una acción por deber, es decir, la obediencia al derecho moralmente motivada, es algo que por razones analíticas no puede imponerse mediante coerción. Pero por otro lado una “conciliación” del arbitrio de cada uno con el arbitrio de todos los demás, es decir, la integración social, sólo es posible sobre la base de reglas normativamente válidas, que desde el punto de vista moral -”conforme una ley general de libertad”- merezcan el reconocimiento no coercitivo, es decir, el reconocimiento racionalmente motivado de sus destinatarios. Si bien las pretensiones fundadas en derechos van asociadas con facultades de ejercer coerción, han de poder ser seguidas también en todo momento por la pretensión normativa de validez que les es inherente, es decir, por “respeto a la ley”.

La paradoja, a que antes hacíamos referencia, de normas de acción que pese a merecer ser moralmente reconocidas, sólo exigen un comportamiento concordante con las normas, queda resuelta con el concepto kantiano de legalidad: las normas jurídicas son a la vez, aunque en aspectos distintos, leyes coercitivas y leyes de libertad.

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Este doble aspecto de validez jurídica que hemos empezado aclarando recurriendo a conceptos de la teoría kantiana del derecho, puede también explicarse desde la perspectiva de la teoría de la acción. Los dos componentes de la validez jurídica, es decir, coerción y libertad, dejan a discreción de los destinatarios la perspectiva que hayan de adoptar como actores. Para una consideración de tipo empírico, la validez del derecho positivo empieza quedando definida por la siguiente tautología: vale como derecho lo que conforme a procedimientos jurídicamente válidos queda establecido como derecho, es decir, cobra fuerza jurídica, y, pese a la posibilidad jurídicamente dada de quedar derogado en algún momento, mantiene mientras ello no ocurra dicha fuerza o vigor.

Pero el sentido de esta validez jurídica sólo se explica por la simultánea referencia a ambos polos, es decir, a la validez social o fáctica, es decir, a la vigencia, por un lado, y a la legitimidad o validez por otro.

La validez social de las normas jurídicas se determina por el grado de imposición, es decir, por la aceptación que cabe esperar en el círculo de los miembros de la comunidad jurídica de que se trate. Mas a diferencia de lo que sucede con la validez convencional de los usos y costumbres, el derecho positivo, establecido o puesto, no se apoya en esa facticidad cuasinatural de formas de vida transmitidas y a las que estamos habituados, sino en la facticidad artificialmente producida de la amenaza que representan unas sanciones jurídicamente definidas, cuya imposición puede reclamarse a los tribunales.

Por el contrario, la legitimidad de las reglas se mide por la desempeñabiidad o resolubilidad discursiva de su pretensión de validez normativa, y en última instancia atendiendo a si han sido producidas en un procedimiento legislativo que quepa considerar racional, o a si por lo menos hubieran podido ser justificadas desde puntos de vista pragmáticos, éticos y morales. La legitimidad de una regla es independiente de su imposición o implementación fáctica. Pero a la inversa, la validez social y el seguimiento fáctico de las normas varía con la fe en su legitimidad por parte de los miembros de la comunidad jurídica, y esa fe se apoya a su vez en la suposición de legitimidad, es decir, de la fundamentabilidad de las normas de que se trate. Otros factores cmo la intimidación, el poder de las circunstancias, los usos, o la mera y obtusa costumbre, habrán de encargarse de estabilizar sustitutoriamente un orden jurídico con tanta más fuerza cuanto menos legítimo sea éste o en todo caso cuanto menos sea éste tenido por legítimo.

En general, el sistema jurídico en conjunto tiene un mayor grado de legitimidad que las normas jurídicas sueltas. Como condiciones necesarias de la validez jurídica de un sistema jurídico, Deier señala que “primero, ese sistema jurídico, considerado en conjunto, ha de resultar socialmente eficaz y, segundo, que, también en conjunto, ha de estar éticamente justificado; condiciones necesarias de la validez jurídica de las normas particulares serían que hayan sido producidas conforme a una constitución que satisfaga los criterios antes mencionados y que, tomadas cada una de por sí, muestren un mínimo de eficacia scial o de posibilidad de ser socialmente eficaces y, segundo, un mínimo de justificación ética o de susceptibilidad de ser éticamente justificadas”.

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Pág. 92

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Ciertamente la filosofía práctica tomó sus cuestiones básicas: “¿Qué debo hacer?” o “¿Qué es a largo plazo y visto en conjunto lo bueno para mí?”, tomó, digo, estas sus cuestiones básicas directamente de la vida cotidiana sin practicar mediación sociológica alguna y las elaboró sin pasarlas por el filtro de la objetivación sociológica. La renuncia a la “razón práctica” como concepto básico, señaliza la ruptura con este normativismo. Pero también el concepto que hereda y sustituye al de razón práctica, es decir, el concepto de razón comunicativa, conserva todavía adherencias idealistas, que en el nuevo contexto, esto es, en el contexto de una teoría sociológicamente comprometida no sólo con la “comprensión” sino también con la “explicación”, en modo alguno representan solamente ventajas.

Por mucho que el concepto de razón se haya alejado hoy de sus orígenes platónicos y por mucho que haya cambiado a través de la mudanza de paradigmas, le sigue siendo constitutiva una referencia, si no a contenidos ideales e incluso a “idea” en sentido kantiano, sí a una conceptualización idealizadora, a una conceptuación que hace siempre alusión a límites. Esa idealización empuja a los conceptos por encima de la adaptación mimética a una realidad dada y necesitada de explicación. Ahora bien, cuando con el concepto de razón comunicativa tal operación idealizadora se adscribe incluso a la propia realidad social, cuando tal operación queda, por así decir, incorporada a la propia realidad social, crece la desconfianza bien fundada en las ciencias experimentales contra todo tipo de confusión entre razón y realidad. ¿En qué sentido podría plasmarse algo así como razón comunicativa en hechos sociales? ¿Y qué es lo que nos obliga a introducir tal suposición que, a todas luces, es enteramente contraintuitiva?

Sin pretender recapitular los elementos básicos de mi teoría de la acción comunicativa, no tengo más remedio que tratar de recordar brevemente cómo se plantea tras el giro lingüístico la relación entre facticidad y validez; esa relación empieza produciéndose incluso en el plano más elemental, cual es el de la formación de conceptos y juicios.

Pág, 71 y sig.











Desde Hobbes las reglas del derecho privado burgués, basado en la libertad de contrato y en la propiedad, se consideran prototipo de derecho en general. También Kant parte en su teoría del dereco de derechos subjetivos naturales que otorgan a toda persona la capacidad de ejercer coerción contra las vulneraciones de sus libertades de acción, que esos derechos aseguran. Con el tránsito del derecho natural al derecho positivo estas facultades de ejercer coerción, las cuales, tras la monopolización de todos los medios de coerción legítima por parte del Estado ya no pueden ser ejercitadas directamente por las personas jurídicas particulares, se convierten en facultades de ejercer una acción o demanda. Al mismo tiempo, los derechos subjetivos privados quedan complementados con derechos de defensa (estructuralmente homólogos), contra el poder del Estado. Estos protegen a las personas jurídicas privadas contra las intervenciones ilegales del aparato estatal en sus vidas, libertades y propiedades. En nuestro contexto nos interesa ante todo el concepto de legalidad con el que Kant, partiendo de los derechos subjetivos, explica el complejo modo de validez del derecho en general.

En la dimensión de validez jurídica se entrelazan una vez más facticidad y validez pero esta vez, a diferencia de lo que sucedía con las certezas de fondo del mundo de la vida o con aquella autoridad incontenible de las instituciones fuertes, sustraídas a toda discusión, no forman una amalgama indisoluble.

En el modo de validez del derecho la facticidad de la imposición del derecho por parte del Estado se entrelaza con la fuerza fundadora de legitimidad que caracteriza a un procedimiento de producción del derecho, que por su propia pretensión había de considerarse racional por ser garantizador de la libertad. La tensión entre estos dos momentos que permanecen distintos y separados se la intensifica a la vez que se la operacionaliza en términos eficaces para la regularidad del comportamiento.

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Escindidas y desgarradas entre facticidad y validez

Escindidas y desgarradas así entre facticidad y validez la teoría de la política y la teoría del derecho se disgregan hoy en posiciones que apenas tienen entre sí nada que decirse.

La tensión entre planteamientos normativistas, que siempre corren el riesgo de perder el contacto con la realidad social, y planteamientos objetivistas que eliminan todos los aspectos normativos, puede servir como advertencia para no empecinarse en ninguna orientación ligada a una sola disciplina, sino mantenerse abiertos a distintos puntos de vista metodológicos (participante vs. Observador), a diversos objetivos teoréticos (reconstrucción efectuada en términos de comprensión y de análisis conceptual vs. Descripción y explicación empíricas), a las diversas perspectivas que abren los distintos roles sociales (juez, político, legislador, cliente de las burocracias estatales, y ciudadano) y a distintas actitudes en lo que se refiere a pragmática de la investigación (hermenéutica, crítica, analítica, etc.) Las investigaciones que siguen, se mueven en este amplio campo.
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Pese a la distancia que la separa de los conceptos de razón práctica que nos resultan conocidos por tradición, no resulta en modo alguno trivial que una teoría contemporánea del derecho y de la democracia busque todavía conectar con los conceptos clásicos. Esta teoría parte de la fuerza de integración social que poseen procesos de entendimiento racionalmente motivantes, que sobre la base del mantenimiento de una comunidad de convicciones permiten conservar distancias y respetar diferencias reconocidas como tales. Desde esta perspectiva interna es desde la que los filósofos morales y los filósofos del derecho siguen desarrollando, igual que antes, e incluso de forma más viva y movida, sus discursos normativos.

Al adoptar la actitud realizativa de participantes y afectados y especializarse en cuestiones de validez normativa, caen, sin embargo, en la tentación de reducirse al limitado horizonte de los mundos de la vida, que hace ya mucho tiempo que quedó desencantado y desacralizado por el científico social.

Las teorías normativas se exponen así a la sospecha de no tomar debidamente en consideración esos hechos duros que desde hace ya tiempo se vienen encargando de desmentir la autocomprensión del Estado constitucional moderno, inspirada por el derecho natural.

Desde el punto de vista de la objetivación que practican las ciencias sociales, una conceptuación filosófica que todavía opera con la alternativa de orden estabilizado mediante violencia u orden racionalmente legitimado, ha de considerarse ingrediente de esa semántica de transición que caracterizó a la primera Modernidad, que supuestamente habría quedado obsoleta al consumarse la transición de las sociedades estratificadas a las funcionalmente diferenciadas. Y también quien, aun prescindiendo del concepto de “razón práctica”, le busca como sucesor el concepto de razón comunicativa, asegurándole un puesto central y estratégico en la articulación de la teoría, no tendrá más remedio, por lo menos así parece, que peraltar una forma especial y particularmente exigente de comunicación, la cual sólo podrá cubrir una pequeña parte del amplio espectro de comunicaciones observables.

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Jürgen Habermas, Facticidad y validez, ibid, pág 67 y sig.


























la razón práctica y quien en las ciencias sociales no quiera apostar incondicionalmente por lo contraintuitivo


El concepto de razón práctica como capacidad subjetiva es una acuñación moderna.

El paso desde la conceptuación aristotélica a premisas de la filosofía del sujeto tenía la desventaja de que la razón práctica quedaba desgajada de sus plasmaciones en formas culturales de vida y en instituciones y órdenes políticos.

Pero tenía la ventaja de que de ahora en adelante la razón práctica quedaba referida a la felicidad individualistamente entendida y a la autonomía moralmente peraltada del sujeto individuado, a la libertad del hombre como un sujeto privado que también puede asumir los papeles de miembro de la sociedad civil, de ciudadano de un determinado Estado y de ciudadano del mundo. En su papel de ciudadano del mundo el individuo se funde con el hombre en general, es a la vez yo como particular y yo como universal.

A este repertorio conceptual del siglo XVIII se añade en el siglo XIX la dimensión de la historia. El sujeto individual queda envuelto en su biografía, al igual que los Estados, en tanto que sujetos del derecho de gentes, quedan envueltos en la historia de las naciones. Hegel acuña a este propósito el concepto de espíritu objetivo. Ciertamente, Hegel, al igual que Aristóteles, está todavía convencido de que la sociedad encuentra su unidad en la vida política y en la organización del Estado. La filosofía práctica de la Edad Moderna sigue partiendo de que los individuos pertenecen a la sociedad lo mismo que a un colectivo pertenecen sus miembros o que al todo pertenecen las partes, aun cuando ese todo haya de constituirse por la unión de esas partes.

Pero las sociedades modernas se han vuelto mientras tano tan complejas, que estas dos figuras de pensamiento, a saber, la de una sociedad centrada en el Estado y la de una sociedad compuesta de individuos, ya no se les pueden aplicar sin problemas. Ya la teoría marxista de la sociedad había sacado de ello la consecuencia de renunciar a una teoría normativa del Estado.

Pero aun en este caso la razón práctica -ahora en términos de filosofía de la historia- deja sus huellas en el concepto de una sociedad que habría de administrarse democráticamente a sí misma y en la que, junto con la economía capitalista, habría de quedar absorbido, disuelto y extinguido el poder burocrático del Estado.

La teoría de sistemas borra incluso tales residuos y renuncia a toda conexión con los contenidos normativos de la razón práctica. El Estado constituye un subsistema entre otros subsistemas sociales funcionalmente especificados; éstos guardan entre sí relaciones sistema-entorno de forma similar a como lo hacen las personas y su sociedad. De la autoafirmación de los individuos que Hobbes entendiera en términos naturalistas sale una consecuente línea de eliminación de la razón práctica que conduce en Luhmann a la autopóieses de sistemas regulados autorreferencialmente. Ni las formas empiristas de reducción y eliminación, ni los esfuerzos de rehabilitación, parecen poder devolver al concepto de razón práctica la fuerza explicativa que ese concepto tuvo antaño en el contexto de la ética y la política, del derecho natural racional y la teoría moral, de la filosofía de la historia y la teoría de la sociedad.

De los procesos históricos la filosofía de la historia no puede extraer más razón que la que antes ha introducido en ellos con ayuda de conceptos teleológicos; y lo mismo que pasa con la historia, tampoco de la constitución que el hombre debe a su propia historia natural pueden extraerse imperativos de orientación normativa para un modo racional de vida.

Al igual que la filosofía de la historia, también una antropología del tipo de la de Scheler o la de Gehlen sucumbe a la crítica de aquellas ciencias que esa antropología trata en vano de tomar filosóficamente a su servicio: las debilidades de la primera (de la filosofía de la historia) resultan simétricas a las debilidades de la segunda (de la mencionada antropología). No más convincente es la renuncia contextualista a la fundamentación, que responde a las fracasadas tentativas de fundamentación por parte de la antropología y de la filosofía de la historia, pero que no logra ir más allá de una resignada apelación a la fuerza normativa de lo fáctico. La tan loada senda evolutiva que en el “Atlántico Norte” representó el Estado democrático de derecho, nos ha suministrado, ciertamente, resultados dignos de conservarse; pero quienes no han tenido la suerte de figurar entre los afortunados herederos de los padres fundadores de la Constitución americana, no pueden encontrar precisamente en sus propias tradiciones buenas razones que les permitan distinguir entre lo digno de conservarse y lo necesitado de crítica. Los residuos del normativismo del derecho natural se pierden, pues, en el “trilema” de que los contenidos de una razón práctica, que hoy es ya insostenible en la forma que adoptó en el contexto de la filosofía del sujeto, no pueden fundamentarse ni en una teología de la historia, ni en la constitución natural del hombre, ni tampoco recurriendo a los haberes de tradiciones afortunadas y logradas si se los considera resultado contingente de la historia.

Esto explica el atractivo que ofrece la única alternativa que, según parece, queda abierta: la intrépida y decidida negación de la razón, sea ello en las formas dramáticas de una crítica posnitzscheana de la razón, sea en la modalidad algo más somera de un funcionalismo sociológico que neutraliza todo lo que aún pudiese reclamar fuerza vinculante y relevancia desde la perspectiva del participante.

Pero quien en las ciencias sociales no quiera apostar incondicionalmente por lo contraintuitivo, tampoco encontrará atractiva esta solución. Por eso, en Teoría de la acción comunicativa emprendí un camino distinto: el lugar de la razón práctica pasa a ocuparlo la razón comunicativa. Y esto es algo más que un cambio de etiqueta.

Jürgen Habermas, “Facticidad y validez (Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso)”, ed. Trotta, 1998, 5ª ed. 2008, Madrid, págs, 63 y ss.
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el “deus maligno” que siempre nos engaña y la crítica del sentido


Puedo resumir del siguiente modo las consideraciones previas acerca del conjunto de las presuposiciones de fondo de la pragmática trascendental y del racionalismo crítico y sus límites: dado que el hombre es falible -incluso el Papa- se deduce que la pragmática trascendental también lo es, por lo demás con una limitación: si es posible enunciar la comprensión de la falibilidad, entonces es necesario presuponer metódicamente al argumentar que puede ser excluido el error en sentido psicológico (como en el caso de una equivocación). Sólo bajo este presupuesto idealizador se puede comprender que -en el supuesto de que “fundamentar” signifique tanto como “derivar de otra cosa”- el “trilema de Münchhausen”, deducido por H. Albert, se infiere con necesidad. Este argumento capital de Albert es incompatible con la tesis de que, posiblemente, el hombre se equivoca siempre, es decir, en todos los casos). En resumen: la suposición del deus malignus que siempre nos engaña, es refutable desde la crítica del sentido; como enunciado con pretensión de verdad, acaba en una autocontradicción performativa.

Ocurre algo parecido con la estrategia fundamental de la pragmática trascendental respecto al posible ámbito de validez del principio del falibilismo: en mi opinión, una filosofía cuidadosa y autocrítica debiera ponerlo tan lejos como fuera posible, lo cual significa tan lejos como sea posible sin superar el sentido del principio de falibilismo, es decir, la verdad necesaria de las presposiciones semánticas y pragmáticas que están implicadas en él. Investiguemos, pues, desde este punto de vista, la posición del racionalismo pancrítico.


Ibid, pág. 112 y sig.



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Desde la mutua correspondencia entre falibilismo y teoría consensual



No sólo desde la perspectiva popperiana del falibilismo sino también, precisamente, desde la perspectiva peirceana de la mutua correspondencia entre falibilismo y teoría consensual parece formularse la siguiente objeción contra la idea de una fundamentación última: el falibilismo y la teoría consensual presuponen que la teoría del conocimiento no puede recurrir a la evidencia privada de la conciencia como instancia última y autárquica de la certeza.

En lugar de este supuesto habría que asumir, según parece, la siguiente posición básica: el conocimiento con pretensión de validez es a priori público, es decir, impregnado de lenguaje y, potencialmente, de teoría, por lo que siempre es criticable y por principio falible.

De aquí es de donde parece resultar, necesariamente, el punto de vista del falibilismo ilimitado -y, por eso, también aplicable a sí mismo- en tanto que “falibilismo consecuente” (tal punto de vista excluye, obviamente, algo como la fundamentación última).

Teniendo en cuenta la reiteración de la exigencia de fundamentación y la prohibición de cometer petitio principii, la fundamentación última sólo sería posible -según parece- si se pudiera recurrir a la evidencia privada no criticable.

Esta es, de hecho, la posición del “racionalismo pancrítico”, según la representan entre otros William Warren Bartley III, Hans Albert y Gerard Radnitzky, como radicalización del criticismo de Popper.

Consideremos, en primer lugar, esta posición como objeción en contra de la posibilidad de una fundamentación filosófica última.

En primer lugar, quisiera afirmar que acepto expresamente los siguientes presupuestos de la posición que se ha esbozado:

No es aceptable el recurso a la evidencia privada de conocimiento. De hecho, cualquier tipo de conocimiento es público a priori y esto significa que está impregnado lingüísticamente y que es, en principio, criticable. Para mí, esto último quiere decir solamente que puede y debe ser expuesto a la crítica, pero no que sea falible en principio. Esto hay que indicarlo en primer lugar (también aquí), si es que todo debe exponerse a la crítica. El concepto de “criticable” parece ser, pues, ambiguo.

Para mí, es ambiguo también hablar de la imposibilidad del recurso a la evidencia. Ciertamente no hay, como se indicó antes, una evidencia privada de conocimiento, pues el conocimiento con pretensión de validez presupone ya siempre interpretación lingüística; pero sí hay, como ya intenté mostrar, evidencia como criterio objetivo de verdad no reducible al mero sentimiento de evidencia, en el sentido de la primeridad y segundidad peirceanas: criterio que, por lo demás, no es suficiente porque aún le falta la categoría constitutiva del conocimiento que es la terceridad. Así pues, en mi opinión hay una evidencia que, con mayor o menor peso, entra a formar parte de la formación de consenso sobre la validez intersubjetiva.

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Ibid, pág. 111 y sig.




























Disfrutando del dulce batir del oleaje en la música de Debussy; resplandores rosáceos excitan la epidermis de un gigantesco animal de edad inmemorial: el Océano.

En el instante del despertar, dos rojos abanicos de un kabuki realizan un gesto perfecto entre las nubes matutinas, cerrándose donde apunta el alba: Un iris anaranjado aparece en el horizonte refulgente. La piel del animal se tersa alrededor en señal de sumisión. Envueltos en la majestad de este sencillo paisaje, navegamos sobre el interior de una cavidad ocular. El mar y el vapor son su éter y, desde su redonda pupila, nos llega una luz tan cegadora que fuera, el cosmos, más allá de la acogedora retina azul, es un misterio de fuego abrasador.

Lord Daven 





































La problemática entre falibilismo y fundamentación última:
la pretensión de validez de carácter filosófico-universal y empírico-general


Pronto se advirtió que, en el primer caso -el de la Ordinary Language Philosophy- existe una diferencia entre el análisis empírico, descriptivo y generalizador de los lenguajes concretos, y el interés cuasi-trascendental del conocimiento por las reglas gramático-universales o pragmático-universales del uso lingüístico (y su “urdimbre” con actividades y formas de experiencia en el marco de las formas de vida); pero resultó extraordinariamente difícil diferenciar entre las reglas válidas universalmente (y las diferencias taxonómicas, por ejemplo, entre clases de actos de habla) y las reglas condicionadas empíricamente y por lenguajes particulares (y los puntos de partida de la taxonomía).

En mi opinión, sólo se puede conseguir una distinción -ciertamente- clara oponiendo al criterio de la anomalía lingüística, sólo heurísticamente relevante para la filosofía, el criterio de la autocontradicción performativa referido al discurso; y examinando la posibilidad de una violación de los principios filosófico-universales, que el primer criterio solamente indica, mediante el segundo criterio que hace valer la pretensión autorreflexiva de universalidad de la filosofía.

Con este procedimiento se pueden entresacar, en mi opinión, de entre los candidatos a principios filosóficos universales obtenidos por análisis del lenguaje, los principios que sean indiscutiblemente universales en el plano de la autorreflexión del discurso filosófico. Y viceversa, el criterio pragmático-trascendental puede caracterizar determinados enunciados como principios filosóficamente indiscutibles y, por ello, universalmente válidos, cuya negación meramente lingüística no incurre en ninguna violación.

Pero esto no impide que aquel que, en calidad de alguien que argumenta en serio, reflexiona sobre la pretensión implícita de validez de sus afirmaciones, se pueda sorprender de poder formular una afirmación y, al mismo tiempo, rechazar la fundamentación sin cometer autocontradicción performativa.

Quien infrinja la regla de uso que hemos analizado aquí indica sencillamente que no ha entendido la regla del juego lingüístico. Pero en el caso que se trata de una autocontradicción de la “razón” (Kant), éste se muestra cuando se intenta negar una obligación comunicativa. (Esta autocontradicción performativamente evidente de la razón práctica comunicativa, fue equiparada por Kant -y por su crítico Hegel- con una mera contradicción lógico-formal entre proposiciones, cuya evidencia depende de la definición previa del contenido proposicional).


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Mientras que la Ordinary Language Philosophy hace un uso exclusivamente heurístico de la función indicativa de las anomalías lingüísticas para fundamentar finalmente enunciados filosófico-universales, la lingüística teórica de Chomsky y Katz conecta las pretensiones de validez de una ciencia empíricamente falsable con la pretensión de una fundamentación universalista de la filosofía (del lenguaje).

De este modo, ha fascinado tanto como ha confundido las mentes, en especial a las que están cansadas de filosofía pero creen en la ciencia.

Pero, en este caso, me parece que es sistemáticamente más fácil aclarar la confusión que en el caso de la Ordinary Language Philosophy, así como clarificar la diferencia entre los “universales lingüísticos” empírico-generales de la lingüística teórica y los universales de una pragmática filosófico-trascendental del lenguaje.

Consideremos, para nuestro objetivo, sólo la famosa tesis del “Innateness” de Chomsky que debe fundamentar (o explicar) que hay determinadas condiciones universales de reglas para la competencia lingüística que los hombres pueden alcanzar en general, de modo que los niños no pueden aprender lenguajes estructurados de modo diferente (aunque sí los pueden construir los lingüistas). Ya por mi formulación de la tesis fundamental de Chomsky se advierte que estamos tratando con una hipótesis arriesgadamente empírica (en el sentido de la teoría popperiana de la ciencia) cuya posible falsación empírica es aceptada, expresamente, por Chomsky. (El experimentum crucis no es, en principio, difícil de imaginar, aunque noes realizable por razones éticas: consistiría en hacer que unos niños crecieran sin contacto con un lenguaje normal -como ya debió intentarlo el emperador Federico II- ofreciéndoles como medio de comunicación sustitutorio un lenguaje artificial de los que, según Chomsky, no se pueden aprender.)

Por otro lado, hay que tener en cuenta como universales pragmático-trascendentales a aquellos enunciados (principios, postulados) cuya validez hay que presuponer necesariamente aun en el examen empírico de los universales lingüísticos en el sentido de Chomsky: como candidatos hay que contar, obviamente, con los presupuestos (existenciales y de reglas) de la argumentación de la comunidad de interpretación y de experimentación de los científicos.

Siguiendo a Peirce y a Habermas, ésta tiene que presuponer en cualquier examen imaginable de hipótesis -también de hipótesis lingüísticas- que a los argumentos formulables lingüísticamente va unida una pretensión válida intersubjetivamente de sentido y de verdad y que, en principio, es posible alcanzar el consenso acerca de estas dos pretensiones de validez.

(Si son posibles los experimentos físicos habrá que presuponer además, por ejemplo, que se dispone de escalas de medida válidas intersubjetivamente -como instrumentos normalizados- para realizar mediciones y que se pueden producir situaciones, mediante intervenciones corporales o instrumentales en la naturaleza, que no podrían producirse sin ellas, con lo cual se fundamenta de manera pragmático-trascendental el presupuesto categorial de una cadena de sucesos causalmente necesaria).

Pero no se puede negar que también los enunciados (postulados, principios) de la filosofía que se han ejemplificado antes son objeto del discurso argumentativo y, por eso, precisan el consenso.

También es válida para ellos la definición peirceana del sentido de la verdad, según la cual la idea de la verdad queda representada, para nosotros, en el consenso de una comunidad ilimitada de argumentación, acerca del cual no es disponible ya discutir más.

Ahora se presenta el siguiente problema básico para nuestra investigación: ¿cómo se relaciona, en el caso de los enunciados específicamente filosóficos -por ejemplo en el caso del enunciado que se acaba de formular, en el que se explica la teoría consensual de la verdad y que puede aplicarse a sí mismo- la necesidad del consenso con el postulado del falibilismo, por una parte, y con la fundamentación última, por otra? ¿Significa la necesidad de consenso, también en el caso de los enunciados específicamente filosóficos, tanto como la dependencia de un examen empírico?

En este caso, quedaría obviamente excluida a priori una fundamentación última. Pero ¿tiene sentido querer examinar empíricamente los presupuestos razonables de todo examen empíricamente imaginable, por ejemplo, el propio principio de la necesidad de consenso? Si no: ¿se puede concebir la necesidad del consenso, respecto a los enunciados filosóficos, independientemente de la idea de un examen empírico, de modo que sea compatible con la fundamentación última aunque ya no lo siga siendo con el principio del falibilismo ilimitado?

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Ibid, pág. 108 y ss.



Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, comparando las dos proposiciones siguientes:

1) “Prometió venir mañana, pero no se comprometió a ello”
2) “Afirma que nuestra hipótesis es falsa, pero no se comprometió a fundamentar la afirmación si se le pedía”.

Según mi intuición del idioma, sólo la primera de estas dos proposiciones es anómala ( y apunta a la posibilidad de que en ella se haya vulnerado algún principio universal); la segunda, por el contrario, no incurre en ninguna violación lingüística como proposición. Pero en el plano de la autorreflexión del discruso argumentativo se puede mostrar tanto este enunciado: “Quien promete algo, se compromete por ello -ceteris paribus- a cumplirlo”, como también este otro: “Quien afirma algo (¡en un discurso argumentativo!), se compromete también a fundamentarlo si se le pide”.

Si la regla que se va a fijar lingüísticamente -es decir, empíricamente mediante consulta a los native speaker- fuera normativa para la validez del principio filosófico correspondiente, entonces el principio “Hay que mantener las promesas” o “Pacta sunt servanda” sería, sólo por eso, éticamente vinculante (es decir, no se podría fundamentar más), porque sería “analítico”.

Esta respuesta artificiosa, que gusta a los positivistas del derecho (para los que el principio “Pacta sunt servanda”, no fundamentable mediante convenciones, debe parecer un acertijo) se basa en una confusión: la evidencia lógico-formal (analítica) de la explicación del signficado convencional de “prometer” o “pacta” se confunde con la evidencia reflexiva que está ligada a la comprensión del fundamento de la convención lingüística: la coincidencia performativa entre prometer y comprometerse.

En el primer caso se trata de un análisis de la regla de uso de las palabras, que podría darse también del mismo modo para palabras como “traición”, “engaño”, etc. (Quien infrinja la regla de uso que hemos analizado aquí indica sencillamente que no ha entendido la regla del juego lingüístico). Pero en el segundo caso se trata de la autocontradicción de la “razón” (Kant), que se muestra cuando se intenta negar una obligación comunicativa. (Esta autocontradicción performativamente evidente de la razón práctica comunicativa, fue equiparada por Kant -y por su crítico Hegel- con una mera contradicción lógico-formal entre proposiciones, cuya evidencia depende de la definición previa del contenido proposicional).




El problema de una teoría consensual de la verdad para los enunciados universales y autorreflexivos de la filosofía



Para preparar el paso del problema de la teoría de la verdad al de la fundamentación filosófica última -de la teoría de la verdad, entre otras- tengo que indicar la existencia de una clase de enunciados que, en mi opinión y en cuanto a su pretensión de validez -y, correspondientemente, también respecto a las posibilidades de realización de esta pretensión-, son esencialmente diferentes no sólo de los enunciados de las ciencias empíricas de la naturaleza, sino también de los de una ciencia hermenéutica social o del espíritu (y en este sentido también son diferentes de los de una “teoría crítica”).

No estoy pensando en los enunciados de la lógica formal o de la matemática, que también se podrían citar aquí, sino en los enunciados típicos de la filosofía que -como por ejemplo los enunciados de este trabajo- intentan decir algo verdadero acerca del sentido de la verdad de los enunciados y, en este contexto, acerca de las diferentes clases de enunciados, de sus respectivas pretensiones de verdad y de sus condiciones de realización.

Me parece que lo esencialmente característico de los enunciados a los que nos estamos refiriendo estriba en que, en ellos, la reflexión sobre las pretensiones de validez (pretensión de sentido, de verdad, de veracidad y de corrección) que ya diferencia a las ciencias hermenéuticas sociales o del espíritu frente a las ciencias de la naturaleza -a pesar de la pretensión empírica de conocimiento que es común a ambas-, dicha reflexión está radicalizada de nuevo, de tal modo que los enunciados típicamente filosóficos son reflexivos respecto a su propia pretensión de validez y deben ser incluidos en el ámbito de validez de su pretensión universal de validez.

De este modo, se diferencia esta pretensión universal de validez no sólo de la pretensión empírico-general de validez de los enunciados de leyes en las ciencias de la naturaleza, sino también de la pretensión universal a priori de validez de los enunciados matemáticos (y metamatemáticos) que, desde luego, no pueden ser autorreflexivos.

Ejemplos característicos de la no observancia de la diferencia que acabamos de establecer son, en mi opinión, los teoremas de Russell y Tarski, que tienen que convertir en objeto de la reglamentación lingüística metamatemática (o metalógica) el lenguaje filosófico que ellos mismos tienen que utilizar para introducir sus teorías.

En el intento de llevar a cabo una ordenación concreta del lenguaje filosófico de la metalógica, que actualmente se utiliza en la jerarquía de los metalenguajes -en el sentido de los estratos realizados ultimamente de forma transitoria- se llega también a la misma confusión de la pretensión filosófica de validez con las pretensiones metamatemática y empírica de validez; pues se intenta indicar el lugar condicionado transitoriamente del enunciado sobre la serie indefinida a priori de los metalenguajes dentro de la serie de metalenguajes realizable transitoriamente. La aporía de la reducción metamatemática o metalógica de la pretensión filosófica universal de validez se muestra en la inevitabilidad de un paralenguaje filosófico que contradiga performativamente la reglamentación metamatemática o metalógica del lenguaje y que, por eso, no puede tomarse en serio (el ejemplo es el lenguaje “escalera” de Wittgenstein en el Tractatus).

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Pero, a continuación -dada la problemática de la relación entre falibilismo y fundamentación última- nos van a interesar, ante todo, las confusiones entre la pretensión de validez de carácter filosófico-universal y la de carácter empírico-general. Esta confusión ha sido sugerida, recientemente, por el linguistic turn de la filosofía analítica; dicho con mayor precisión: en primer lugar por la función heurística de la descripción del uso fáctico del lenguaje en la Ordinary Language Philosophy y, después, por la pretensión aparentemente filosófico-universal de validez de la lingüística teórica de N. Chomsky y J. Katz.

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Karl-Otto Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso: “Teoría consensual de la verdad”, ed. Paidós, pág. 103 y ss.







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El problema de las ciencias sociales y del espíritu, que ya no se refiere solamente a la verdad factual


Pero si el caso es el de la problemática de la verdad del comprender en las ciencias sociales y del espíritu, tal y como se ha indicado, entonces se plantea el auténtico problema de una teoría consensual de la verdad que ya no se refiere solamente a la verdad factual. Así pues, sería necesario en principio, además de la idea reguladora -conectada con la racionalidad metódica de la ciencia empírica- de un consenso definitivo acerca de la verdad, suponer también una posibilidad de consenso -conectada con la racionalidad metódica de una reconstrucción hermenéutico-crítica de la evolución cultural- sobre las normas morales universalmente válidas. Una teoría consensual de la verdad del comprender hermenéutico presupondría, pues, la posibilidad básica de resolver el problema de una teoría consensual de la corrección de las normas éticas. Precisamente ahí estaría la conexión interna, acentuada una y otra vez desde Gustav Droysen -y también por H. G. Gadamer, por ejemplo- entre el sentido de las “ciencias comprensivas del espíritu” y la “razón práctica”.

Por descontado, el presupuesto que se ha indicado de una teoría consensual que consolidara la hermenéutica, fundamentaría una pretensión metóica que, más allá de la sugerencia gadameriana de “comprender la tradición cada vez de manera distinta” -referida al contexto y, por eso, fundamentada sólo en la “fusión del horizonte” histórico- apuntaría al postulado, también metodológicamente relevante de un progreso en la reconstrucción, comprendida críticamente, de la historia.

Tal progreso debiera estar estrechamente unido a un progreso prácticamente relevante en el acuerdo interhumano -e intercultural- acerca de las normas y los valores.

Ibid, pág. 102 y sig.












El problema de la complementación de la teoría consensual de la verdad de las ciencias empíricas de la naturaleza (orientada a Peirce) con respecto a las ciencias hermenéuticas del espíritu o ciencias sociales crítico-reconstructivas.

La interpretación pragmático-trascendental de la teoría consensual de la verdad de Peirce que se ha esbozado no es suficiente para reconstruir la totalidad de la problemática de la teoría consensual o discursiva de la verdad formulada por Habermas, o para reconstruir la realización de las pretensiones de validez del discurso humano. Pues hay que subrayar que hasta ahora sólo se ha tratado la problemática de la verdad referida a las ciencias empíricas de la naturaleza.

Ha quedado sin considerar el problema más complejo de los enunciados verdaderos que deben fundarse en el comprender y el juzgar acerca de fenómenos de experiencia estructurados simbólicamente, es decir, fundados en una realidad experiencial que contiene ya en sí misma enunciados lingüísticos con pretensión de sentido y validez que pueden ser apoyados con buenas razones (o que contiene, al menos, acciones, obras e instituciones de hombres, tras las cuales hay intenciones, motivos, convenciones y pretensiones de validez que pueden ser, de nuevo, legitimadas y explicadas lingüísticamente).

Aquí -en la cuestión de la posible verdad de las ciencias hermenéuticas sociales y del espíritu- se plantea, ante todo, el siguiente problema adicional en comparación con el problema de la verdad en las ciencias de la naturaleza: ¿se puede pensar la formación de consenso acerca de la verdad de la comprensión del sentido bajo la que se forma, en este caso, la comunidad de los investigadores, sin presuponer que los científicos establecen (tanto entre sí como con los sujetos de exteriorizaciones, acciones, obras e instituciones que hay que comprender simbólicamente) una comunidad abarcante de comunicación? Pues no puede tratarse -puesto que hablamos de ciencias del espíritu-simplemente de una comunidad de interacción comunicativa en el mundo de la vida, en la que se comprender ya siempre sobre la base de los presupuestos de fondo en los que se participa (por ejemplo, la imagen del mundo o las normas reconocidas); más bien, debe tratarse también -al menos virtualmente- de una comunidad de discurso.

En ella, en el caso de la historia de la ciencia, los sujetos de la investigación hermenéutica debieran, en principio, enjuiciar, esto es, valorar sobre la base de la suposición de una racionalidad en principio común, las razones de las exteriorizaciones y acciones que se tratan de comprender, realizadas por sujetos de la ciencia que ya han muerto. Toda abstención metódica de valoración -como por ejemplo, en interés de la prioridad del comprender frente al enjuiciar (precipitadamente)- no puede hacer olvidar que las pretensiones de verdad de los hombres no pueden ser comprendidas en absoluto sin el presupuesto básico del juicio que hay que realizar (valoración) y sin una cierta prerrealización del juicio (valoración) que puede estar fundamentada, en parte en el acuerdo en el mundo de la vida y en parte en supuestos hipotéticos.

De hecho, el sentido de “abstención de valoración” presupone ya la valoración que hay que efectuar normalmente, de modo parecido al sentido de “silencio” que presupone el discurso que cabe esperar.

En todo caso, en las abstenciones de valoración -justificadas metódicamente- no se puede tratar, en modo alguno, de aquella neutralidad valorativa que, en el caso de las ciencias empíricas de la naturaleza -y de las ciencias sociales cuasi-nomológicas-, permite que el objeto de la investigación se convierta en tema de descripción y de explicación (analítico-causal).

Karl-Otto Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, pag. 99 y ss.

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Los perceptos, no se trata de un protocolo libre de interpretación del fenómeno


“Allí enfrente, bajo el sauce, nada un cisne negro”.

Pero, en este juicio perceptivo, no se trata de un protocolo de libre interpretación del fenómeno (con la subsunción del animal que se ha visto bajo la clase de los cisnes se está presuponiendo, más bien, un sistema -quizá problemático- de clasificación zoológica); pero, por otra parte, tampoco se trata de un enunciado proposicional abstracto, cuya verdad sólo puede ser afirmada. Se trata, más bien, de un enunciado que, por una parte pertenece como tal al discurso argumentativo, pero que por otra parte, no afirma solamente un hecho (o lo relaciona con otros hechos), sino que manifiesta un fenómeno dado como tal y lo interpreta en el sentido de un hecho proposicionalmente afirmable. Precisamente así, el juicio perceptivo efectúa la mediación -en principio revisable por reinterpretación del fenómeno y, por lo tanto, falible- (en el sentido de la categoría peirceana de la terceridad) entre la afirmación de hechos -establecida quizás a la luz de una teoría- mediante un enunciado proposicional y la pura evidencia del fenómeno -quizá fotografiable- (primeridad y segundidad). Interpretando ésta en el sentido de un hecho afirmable proposicionalmente, se produce evidencia para la correspondencia entre el enunciado proposicional abstracto y el fenómeno dado en la percepción.

Pierce llama a esto último “percepto”, determinando así, en mi opinión, el correlato, difícil de concebir fenomenalmente, del ser-así de la percepción, quem en el razonamiento abductivo del juicio perceptivo que se va a interpretar, hace las veces de premisa, fundamentando así -a través de la interpretación mediadora- la evidencia fenomenológica (phaneroscópica) para la correspondencia entre el enunciado y el “dato de experiencia” En mi opinión no tratamos aquí ni de un objeto localizable ni de un suceso datable, sino de aquel momento de la realidad dada que -aún antes de la diferenciación categorial entre objetos y sucesos (y personas)- posibilita la comprensibilidad de algo a través de la percepción (Wahr-nehmung).*

Que debe haber algo semejante -y, por tanto, evidencia objetiva del fenómeno- se infiere, en mi opinión, del argumento aducido anteriormente para la diferencia -marcable semióticamente- entre enunciados proposicionales abstractos y juicios perceptivos. Dicho de otra manera: sin la primeridad del ser-así dada en el encuentro (segundidad) (también del ser-así de las relaciones y, por tanto, de los estados de cosas que ocurren intramundanamente), la mediación interpretativa mediante la universalidad del concepto (terceridad) que se realiza en el juicio de percepción, no se podría pensar con sentido.

Ibid, pág. 89 y sig.





La primeridad tanto de la certeza sensible como de la intuición categorial


Los poetas me parece por el uso que hacen de las palabras, pueden renovar, en cierto modo, su fundamento de sentido mediante la primeridad y, así, pueden “refrescar” el lenguaje (Hölderlin); y los filósofos -fenomenólogos- pueden llegar a constituir en objeto de una “reducción eidética” (Husserl, Scheler) de experiencias o representaciones, la primeridad del fenómeno, inherente a las experiencias originales y a las representaciones mediadas lingüísticamente. Aquí está, por otra parte, el peligro de la hipostatización y la confusión de la primeridad fenomenal con la terceridad de la universalidad del concepto que está mediada lingüísticamente. Pero el intento de evitar los peligros de la “visión de la esencia” platonizante no debiera, desde mi punto de vista, hacer olvidar que difícilmente es posible pensar la obviedad de los argumentos filosóficos sin algo parecido a la evidencia de la “intuición categorial” (Husserl).

(...) Por lo demás, me parece que el puro ser-así del fenómeno, en el sentido de primeridad, precede a la distinción usual entre singularidad y universalidad. Su valoración como certeza sensible particular debiera basarse en la contingencia del encuentro eventual (segundidad) con el objeto o con el suceso (o con la persona) y no en el ser-así que constituye la evidencia del fenómeno puro. Este, en tanto que primeridad libre de relaciones -es decir, entendido como lo hace Pierce, como posibilidad en el sentido de la pura intuición- correspondería más bien a la “idea” propiamente descubierta por Platón (y desde luego hipostasiada metafísicamente): es decir, al sentido totalmente irreducible y fulgurante en la vivencia noética de la evidencia, que -incluso de forma independiente a toda generalización- entra a formar parte en la introducción ejemplar de los predicados, constituyendo así la universalidad eidética del sentido; y sólo a la luz de esta universalidad lingüísticamente “superada” del sentido es identificable como algo “eso de ahí” con lo que nos encontramos.

Ibid, pag. 91 y sig.

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Una complementación necesaria de la teoría habermasiana del discurso.


Me parece que esta es la consecuencia de una fundamentación, en la línea de Pierce, de la teoría consensual de la verdad.

La teoría que he esbozado aquí la concibo como una complementación necesaria de la teoría habermasiana del discurso. Sin dicha complementación, esta última no está en situación de diferenciarse, de forma criteriológicamente relevante, de una teoría de la verdad como coherencia. Pues un discurso, en el plano de los enunciados proposicionales abstractos, que recurriera en todos los casos a experiencias prediscursivas, pero no suministrara evidencia para la correspondencia con los fenómenos mediante juicios perceptivos referidos al discurso y que las hiciera valer inmediatamente como razones para la afirmación de los hechos: tal discurso sólo podría, propiamente, relacionar entre sí enunciados aceptados como igualmente verdaderos en potencia -por ejemplo, hipótesis con teorías, en el sentido de su posible integrabilidad- o, en todo caso, “proposiciones de base” supuestas convencionalmente como empíricamente verdaderas, con proposiciones de base potenciales que se puedan deducir de teorías. El posible conflicto entre el criterio de verdad de la coherencia (compatibilidad, probablemente, con muchas proposiciones o teorías que ya han sido aceptadas -provisionalmente- como verdaderas o que son útiles debido a su gran capacidad explicativa) y el criterio de verdad de la evidencia de la experiencia (que se basa, en último término y a pesar de toda interpretación, en el encuentro con el ser-así de la realidad) quedaría suavizado ya siempre, es decir, reducido a un conflicto entre enunciados o teorías que compiten entre sí. Pero con esto se deja de lado uno de los motivos fundamentales por los que se caracteriza la teoría consensual como englobadora de todos los criterios de verdad de que se dispone: la necesidad de una mediación -que sea al mismo tiempo inductiva e inferencial-abductiva- entre la evidencia del fenómeno, referida a la realidad, y los criterios de verdad como la coherencia (y la consistencia), que se refieren meramente al espacio lógico de la argumentación.


Ibid, Pág, 96 y sig.


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tres referencias al mundo


En conexión con la distinción de Habermas de tres referencias al mundo (mundo objetivo, mundo subjetivo interno y mundo social) y con las correspondientes funciones del lenguaje según Bühler (la de “representación”, la de “expresión” y la de “apelación”), mi propuesta de complementación fenomenológico-semiótica de la teoría discursiva de la verdad podría caracterizarse también de la siguiente manera: entre una argumentación en forma de “discurso de seminario” en la que la fundamentabilidad de afirmaciones mediante la experiencia sólo se anuncia como una razón entre otras para la realización de la pretensiones de verdad, y una consecución deíctica de la evidencia en el marco de un “discurso de laboratorio”, existe una diferencia de orientación al mundo. En el primer caso -al igual que en caso de una afirmación-, el que argumenta se dirige hacia un mundo circundante (Mitwelt) -el de los cosujetos de la argumentación- y busca hacer valer su pretensión de verdad -en la línea de su afirmación- como pretensión de la capacidad intersubjetiva de consenso. En el segundo caso, por el contrario, el que argumenta se dirige primariamente al mundo objetivado y busca desempeñar su pretensión de verdad -en la línea de un juicio perceptivo- como interpretación lingüística de la autodonación de un fenomeno.

Pero entre estas dos dimensiones diferentes, la de orientación al mundo y la de puesta en marcha de la pretensión de verdad, está mediando de antemano el lenguaje, como condición de posibilidad de la experiencia objetiva en el sentido del conocimiento intersubjetivamente válido. (La tercera referencia al mundo, que corresponde a la función expresiva del lenguaje, entra en función en este contexto sólo como pretensión natural de veracidad en la formulación lingüística de intenciones de sentido).


Ibid, Pág. 97 y ss.

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A mi parecer, difícilmente se puede discutir el argumento de Strawson acerca de que el hecho de que César fuera asesinado en el Senado no sea idéntico al suceso que tuvo lugar en el año 44 a. C. y del cual se tuvo experiencia. El hecho de que..., que se pueda afirmar y negar en el discurso, no es algo en el mundo de la experiencia. No es localizable ni datable, sino que pertenece, en cierto modo, al ámbito lógico-lingüístico al que pertenecen también las “proposiciones en sí” -verdaderas o falsas- de Bolzano, las “ideas” de Frege, las proposiciones (las lekta de los estoicos) y las entidades popperianas del “tercer mundo”. Así hablar de la correspondencia o coincidencia entre enunciados y hechos es hablar criteriológicamente en el vacío, pues los hechos se han definido a priori como aquello con lo que se corresponden los enunciados verdaderos. Aquí está en mi opinión la aporía de toda restauración ontosemántica-formal -proveniente de Tractatus del primer Wittgenstein o de Tarski- de la teoría de la verdad como correspondencia.

Pero ¿de qué modo una teoría consensual de la verdad, en tanto que teoría del discurso, debe poder superar la aporía de la teoría onto-semántico-formal de la verdad como correspondencia? ¿Acaso mediante la previsión de que en la aceptación argumentativa de las pretensiones de verdad porque hay buenas razones también se recurre a la experiencia prediscursiva (es decir, a la experiencia que se logró, o que puede ser lograda, en los contextos de acción del mundo de la vida? Ciertamente, así debiera ser la respuesta en el sentido de los presupuestos de Habermas. Y de hecho, esta respuesta correspondería, en principio, a lo que podría ocurrir en el discurso de un historiador, por ejemplo, acerca de la muerte de César, a pesar de todos los esfuerzos de la crítica de las fuentes: no se podría prescindir en principio de la referencia a experiencias prediscursivas transmitidas por tradición.

Por supuesto se podría considerar que el recurso a la experiencia como fundamentación para los enunciados afirmados es, de alguna manera, la búsqueda metódica de la evidencia fenómenica para una correspondencia, epistemológicamente relevante, entre los enunciados y los “datos factuales”; pero visto desde la distinción de Strawson entre sucesos experimentables y hechos afirmables en enunciados, parece difícilmente posible pensar la presunta correspondencia sin caer en un error categorial.
Dejemos hablar a Peirce en este punto.

(Karl Otto Apel, "Teoría de la verdad y ética del discurso", ed, Paidós
(Pag 90 y ss.)



En el caso de la teoría de la verdad como consenso o como discurso.

Habermas sigue a Strawson sólo en la medida en que no explica como posible la relación, comprensible epistemológicamente, entre enunciados y entidades intramundanas. En su lugar, interpreta las vacilaciones de Ramsey y de Strawson en el sentido de una teoría pragmático-universal del discurso. Esta parte de que los hombres, en los contextos de experiencia y acción del mundo de la vida realizan actos de habla para los que reclaman pretensiones performativas de validez: la pretensión de sentido o de inteligibilidad, la pretensión de veracidad, la pretensión de corrección normativa y -sobre la base de experiencias con cosas, sucesos y personas- una pretensión de verdad para “enunciados declarativos”.

Normalmente -en el marco de la comunicación en el mundo de la vida- las pretensiones de validez permanecen implícitas -como la pretensión de verdad en el caso de la simple afirmación de “p”-, pues no son cuestionadas por los participantes en la comunicación, sino que -como en el caso de la coordinación de la acción mediante la comprensión lingüística- son aceptadas, como ocurre con el enunciado “p”, como información orientadora de la acción.

Pero, si a pesar de ello, se llegara a cuestionar, por ejemplo, la pretensión de verdad, entonces el metaenunciado aparentemente “redundante” “p es verdadero” cobraría sentido, desde el metaplano reflexivo del discurso; sin embargo -tanto según Habermas como según Strawson- no tiene sentido como enunciado acerca de una relación de correspondencia entre el enunciado “p” y hechos intramundanos (según Strawson en el mundo de la experiencia sólo hay objetos y sucesos que no se pueden afirmar como hechos), sino como explicitación de la pretensión implícita de verdad de enunciado “p”; es decir tiene sentido como explicitación de la afirmación del hecho abstracto de “p”, en tanto que afirmación justificada.

Ahora bien, el hecho afirmado -por ejemplo, que el gato está o estaba sobre la esterilla, o que a César lo mataron en el Senado- no debe ser confundido con un objeto o un suceso del mundo, por lo que, según Habermas, la pretensión de verdad reclamada para “p” no puede examinarse inmediatamente en el mundo de la experiencia; sólo puede ser inmediatamente discutida y posiblemente aceptada en el plano del discurso argumentativo mediante buenas razones: que, en todo caso, pueden apoyarse también en la experiencia.

Ibid, págs, 85 y sig.

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Los bienes de la Tierra

Los bienes de la Tierra -ésta sería la primera afirmación- son bienes sociales. Y no es ésta una concesión bienintencionada, sino un reconocimiento de sentido común, porque cada persona disfruta de una buena cantidad de bienes por el hecho de vivir en sociedad. El alimento, el cariño, la educación, el vestido, la cultura, y todo lo que nos separa de un “niño lobo”, son bienes de los que disfrutamos por ser sociales.

De ahí que resulte insostenible la teoría del “individualismo posesivo” con la que se inició la economía moderna, según la cual, cada hombre es dueño de sus facultades y del producto de éstas, sin deber por ello nada a la sociedad. Por contra, fuerza es reconocer que el desarrollo de las facultades humanas (inteligencia, voluntad, corazón) debe muy mucho a la familia, la escuela, el grupo de amigos, la comunidad religiosa, las asociaciones voluntarias, la sociedad política. Incluso a la sociedad internacional, en estos tiempos de economía global, en los que cada producto es resultado del esfuerzo conjunto de quienes trabajan en distintos lugares de la Tierra. Determinar de qué lugar en exclusiva surge una mercancía es prácticamente imposible, gracias al fenómeno de la mundialización de la economía. De ahí que afirmar que una persona es dueña de sus facultades y del producto de ellas no sólo es una muestra de egoísmo, sino también de ignorancia.

Los bienes del universo, por contra, son producto de personas que viven en sociedad y, por lo tanto, son bienes sociales. Bienes que, en consecuencia, deben ser también socialmente distribuidos para que podamos llamar a esa distribución justa. ¿Y cuáles son los bienes que una sociedad distribuye?

Conviene aquí recordar que los bienes de la Tierra son de diverso tipo, porque algunos de ellos pueden caracterizarse como materiales y otros, como inmateriales o espirituales. De ahí que para distribuir unos y otros con justicia resulte indispensable la aportación de los tres sectores de la sociedad: del sector social, del económico y del político. Sin el concurso de todos ellos la distribución será irremediablemente injusta.

Cuando entran en conflicto necesidades biológicas y deseos psicológicos, exige la justicia atender prioritariamente a las primeras sean cuales fueren quienes las experimenten.

Por tanto para ser hoy un buen ciudadano de cualquier comunidad política es preciso satisfacer la exigencia ética de tener por referentes a los ciudadanos del mundo. Exigencia que no se satisfará sólo a través de la educación, ni adoptando medidas jurídicas, sino cambiando el orden internacional en diversos niveles. En la economía política, sin ir más lejos, universalizando cuando menos la ciudadanía social, puesto que sociales son los bienes de la Tierra y ningún ser humano puede quedar excluido de ellos.

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La globalización es junto con el desempleo, el tema estrella en las más recientes publicaciones sobre economía, en las reflexiones medioambientales y en Foros Mundiales. Los mercados financieros alcanzan un nivel planetario y las autopistas de la información llegan hasta los últimos rincones de la tierra. Evitar la destrucción de la ecosfera, esquivar el riesgo de desertización del planeta, exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que exceden con mucho las posibilidades de una nación. Vivimos -esto es innegable- en una “Aldea Global”, que ha dejado chiquitos a los estados-nación y requiere para sus problemas soluciones globales.

Ante hechos irreversibles como éste suelen producirse al menos tres reacciones: la timorata y catastrofista, deseosa de hacer marcha atrás, asustada ante cambios a su parecer apocalípticos, situados muy por encima de cualquier intervención humana: la oportunista, que en el río revuelto del desconcierto general trata de desvíar las aguas hacia su provecho individual o grupal, que es el que al cabo le importa; la ética, convencida de que las innovaciones deben convertirse en oportunidades de progreso para todos, y de que para eso hemos de coger el toro por los cuernos.

“Coger el toro por los cuernos” significa en nuestro caso abandonar discursos catástrofistas, acoger con optimismo lo nuevo y orientarlo hacia metas tan antiguas ya, pero no estrenadas, como la realización de mayor libertad, igualdad y solidaridad. Para eso será necesario asumir globalmente los problemas que globalmente se presentan, abandonando, por retrógrados tanto el catástrofismo como el egoísmo oportunista.

En una Aldea Global el egoísmo es actitud pasada de moda, como lo son las pequeñas endogamias, los vulgares nepotismos y amiguismos, las aldeítas locales, la defensa de “los míos”, “los nuestros”, sea en política, sea en la economía, en la universidad o en el hospital. Ante retos universales no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista, que tiene por horizonte para la toma de decisiones el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local. Lo otro, los oportunismos miopes, es cosa no sólo trasnochada, sino suicida y homicida.

Bregar por una globalización ética, por la mundialización de la solidaridad y la justicia, es la única forma de convertir una “Jungla Global” en una comunidad humana, en la que quepan todas las personas y todas las culturas humanizadoras.

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Lo que en ultima instancia cuenta para la gente -llega a decir Huntington-no es la ideología política ni los intereses económicos. Los problemas se identifican con la fe y la familia, la sangre y las creencias, y por eso lucharán y morirán. Y ésta es la razón por la que el conflicto entre civilizaciones está sustituyendo a la Guerra Fría como fenómeno central de la política mundial; ésta es también la razón por la cual el paradigma de las civilizaciones nos proporciona, mejor que cualquier otra alternativa, un punto de partida para entender y hacer frente a los cambios que tienen lugar en el mundo.

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El debate del multiculturalismo planteado a escala mundial aumenta prodigiosamente los problemas que se presentan en las comunidades políticas concretas, porque exige de cada una de ellas el respeto hacia culturas que apenas se encuentran dentro de los límites de su comunidad; y no sólo el respeto, sino también el diálogo.

Un diálogo que, al decir de Huntington, viene exigido incluso por el deseo de supervivencia: por el deseo de evitar futuras guerras mundiales. Recordemos que, según él, la fuente fundamental de conflictos en el futuro será cultural, que tales conflictos tendrán lugar entre grupos de diversas civilizaciones, porque las mayores diferencias que existen entre los grupos humanos son -a su juicio- las diferencias de civilización.

Como es obvio, el multiculturalismo puede suponer un problema, tanto a la hora de diseñar una ciudadanía política, como a la de esbozar un ideal de ciudadanía cosmopolita. Porque si afirmamos que en las democracias liberales existe una cultura dominante -la liberal- y las restantes se sienten relegadas, de suerte que los ciudadanos “de segunda” mal van a sentirse miembros suyos, el problema aumenta desmesuradamente cuando tenemos por referente la comunidad humana en su conjunto. ¿Cómo conseguir que se sientan ciudadanos de una misma comunidad humana aquellos cuya cultura es relegada, si no es que está en trance de extinción? ¿Qué sentido tiene una ciudadanía cosmopolita con una jerarquía de culturas, que condena algunas de ellas a ocupar el escalón último?

Es en este sentido en el que resultan sumamente fecundos esfuerzos por descubrir los elementos comunes a todas las religiones, como los del Parlamento de las Religiones Mundiales; elementos que, por cierto, son abundantes. Como también los esfuerzos de autores como Rawls por garantizar unos mínimos comunes a la mayor parte de sociedades.

Si de lo que se trata -dirá Rawls- no es de asegurar la estabilidad política de una sociedad liberal con pluralismo razonable, sino de establecer un derecho de los pueblos, entonces es preciso proponer unos mínimos que podrían aceptar sociedades no liberales (jerárquicas), con tal de que sean “bien ordenadas”: que sean pacíficas, que su sistema jurídico esté guiado por una concepción de la justicia basada en el bien común, de forma que imponga deberes y obligaciones morales a todos sus miembros, que respete derechos humanos básicos (como el derecho a la vida, a la libertad frente a la esclavitud o los trabajos forzados, a la propiedad y a una igualdad formal).

Partir de estos mínimos de justicia, compartidos por distintos Estados, partir de lo que ya tienen en común las diferentes culturas, los diferentes credos religiosos, sería un buen camino para construir esa paz duradera soñada desde mucho antes que nacieran los proyectos ilustrados de paz.
Sin embargo, y aun concediendo toda la importancia que pueda tener a la diferencia cultural, quisiera dejar constancia de que los grandes conflictos y las dificultades de construir tanto una ciudadanía política como una ciudadanía multicultural siguen teniendo también en su raíz, y con gran fuerza, las desigualdades económicas y sociales. A pesar del empeño por asegurar que los grandes problemas sociales son hoy el racismo y la xenofobia, sigue siendo cierto que el mayor de ellos es la aporofobia, el odio al pobre, al débil, al menesteroso. No son los extranjeros sin más, los diferentes (que somos todos), los que despiertan animadversión, sino los débiles, los pobres.

Podríamos decir, por tanto, que el reconocimiento de la ciudadanía social es conditio sine qua non en la construcción de una ciudadanía cosmopolita que, por ser justa, haga sentirse y saberse a todos los hombres ciudadanos del mundo.

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Esto sí que es un vulgar nepotismo, de aldea local, la defensa de "los míos", de "los nuestros"; no sé quién va a parar esto.

Pero mucha culpa la tiene el Estado Fiscal, recaudador, pues mucho se parece a él; al final cada uno tira para lo suyo.

Destruir la maldición de la pobreza, eso es lo que debemos hacer entre todos, desde una verdadera Aldea Global, el día que destruyamos la pobreza, ya no habrá ningun enclave en que el negocio de la droga se pueda ocultar, ni imponer su nepotismo y su paternalismo a los demás.

A modo de Pedagogía aquí sí vendría bien la profecía que se cumple a sí misma, porque no hay mejor modo de materializar un ideal que educar para alcanzarlo, ayudando a convertirlo en realidad. Obviamente ese ideal debe estar de algun modo entrañado en la naturaleza humana ya que, en caso contrario mal podría extraerse de ella, pero afortunadamente lo está y consiste en fraguar un mundo en que todas las personas se sientan y se sepan ciudadanas, un universalismo moral.

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Ishtar, blandiendo un arco para sacar a los "humanimales" de la imposición desde fuera!!!

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Del corporativismo mal entendido se debiera rescatar un verdadero concepto de “cultura corporativa”, algo que rescatase aquella parte del servicio y de aspiración a la excelencia.

La corrupción de las actividades, la raíz última reside en la pérdida de vocación, en la renuncia a la excelencia.

La corrupción se produce cuando aquellos que participan en las actividades profesionales no las aprecian en sí mismas porque no valoran el “bien interno” que con ellas se persigue y las realizan exclusivamente por los “bienes externos” que por medio de ellas pueden conseguirse. Con lo cual esa actividad y quienes en ellos cooperan acaba perdiendo su legitimidad social y con ella toda credibilidad.


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En este sentido la profesión exige prestar un servicio a la sociedad. El profesional debe aspirar tanto a la excelencia física como a la excelencia moral, ya que una profesión no es un oficio sino una ocupación.
Pero la burocratización de buena parte de las profesiones ha destruido en muy buena medida la aspiración a la excelencia porque, desde una perspectiva burocrática, el “buen profesional” es el que cumple las normas legales vigentes, de forma que no se le puede acusar de “negligencia”, el que logra ser irreprochable desde el punto de vista “legal”.
Sin embargo, es preciso distinguir entre la legalidad y la ética, entre el ethos burocrático y el ethos profesional.
Las leyes exigen un mínimo indispensable para no incurrir en negligencia, un mínimo que, en el caso de las profesiones, entre ellas la judicatura especialmente, resulta insuficiente para ejercerlas como exige el servicio que han de prestar a la sociedad.
Además a ello se añade el corporativismo que reina en algunas profesiones, entre ellas todavía más en la judicatura, que les lleva a defenderse mutuamente ante las denuncias y que se protege bajo esa exigencia de cubrir unos mínimos para resguardarse ante cualquier problema legal.
Por eso este castigo me parece que se ha quedado en puro corporativismo y la sanción no es todo lo ejemplar que debiera esperarse de la gravedad misma del acto negligente que se ha cometido, que creo no estarían incardinado en una simple negligencia sino más bien en una imprudencia temeraria, pues ha producido el resultado de una muerte, en el hecho concadenado de las circunstancias criminales, con lo que la sanción ya no sería la culpa simple o la falta o al menos se situaría en el ultimo grado de la culpa.

No son tiempos de repudiar o de despreciar la aspiración a la excelencia o a una bien entendida aristocracia como virtud y aspiración que se puede universalizar, pues es una aspiración personal que nadie puede forzar, y que consiste en lo que tú, Gustavo, me exponías en un anterior comentario, que reside en el concepto griego de “virtud” de sobresalir, superar la media en alguna actividad, y que, al mismo tiempo, es una meta que se puede universalizar, pues no es cosa de unos pocos, sino de todos los que emplean parte de su esfuerzo en una actividad profesional o laboral. Así como precisaría el concurso de voces críticas también para no errar la dirección y quedar, en el caso de las profesiones, en puro corporativismo.

Gracias, Gustavo, por mantener siempre el peso de la información y de la denuncia.
Muchos saludos cordiales!
Blandiendo un arco for ethics of virtue!

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Sí, me gustaría añadir que lo que más me asombró en mi ultimo viaje a Londres fue el interculturalismo universal que yo viví allí, fue extraordianario mezclarse con tantas culturas y ver la integración real que tenían, parejas o matrimonios entre personas de color con otra de raza blanca, así como la cultura india oriental tiene una presencia muy importante, la comunidad judía también la vi muy integrada al ambiente, y no se preocupaba de vestir en su forma o traje de chaqueta azul marino, igualmente la mujer. También vi mezcla de grupos culturales, etnias, así como de subgrupos o subculturas, todo era posible, todo se basaba en el diálogo, la tolerancia y una gran comunicación, por supuesto el Carnaval de Notting hills, eso ya puso el colofón, puesto que las culturas sur o centroamericanas están algo menos reflejadas, así como una presencia también de japonesas vistiendo a la ultima moda Zara, todo estaba destacado.

Lo que yo en mi ciudad que es de capital de provincias veo a rasgos pequeños allí lo veía desarrollado a un nivel cosmopolita extraordinario. La ciudadanía cosmopolita era posible allí, ¿por qué no aquí?

La defensa de "lo mío", de "lo nuestro" por tanto esto no va con el inglés que se ha abierto al mundo. Por eso resulta mas chocante que desde esa nación nos vengan con prejuicios y miradas retrógradas, cuando no catastrofistas de nosotros. Me resulta una contradicción, estar viviendo en Londres y no asumir ese reflejo de la realidad de un mundo global.

Las oportunidades de progreso tendrán que ser para todos, y no solo para unos pocos privilegiados. Y esto lo han entendido así. El egoísmo es una actitud pasada de moda, los vulgares amiguismos. Lo otro, los oportunismos miopes, es cosa no sólo trasnochada, sino suicida y homicida.



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1.Por casualidades y azares de la vida, me llega un trabajo universitario relacionado con el libro de Yoneji Masuda en el que está investigando un alumno de Brasil que está haciendo una estancia temporal aquí en Sevilla.
Es interesante exponer algunas de las conclusiones que se vierten:
Habla de varias fases en el desarrollo de la informatización. Y se refuerza el hecho que debe existir una visión a largo plazo, en la que el Gobierno establece un diálogo o discusión sobre el hecho de que la democratización del acceso a la información mejorará a medida que aumente la productividad de información.
El problema del derecho a la intimidad atañe también a un grado mayor de proyección de su fase. La información ahora esta proyectada sobre el bien social y en los campos sociales, compilando datos acerca del control de tráfico, asistencia sanitaria y educación. El propone que, para no afectar la privacidad del ciudadano, el gobierno debería crear una comisión compuesta de personas civiles y representantes publicos a fin de controlar el uso de estas informaciones, a bien de la toma de medidas sociales y económicas para impedir posibles discriminaciones sociales.
La última fase apuntada por Masuda es sobre las unidades productoras de información que desempeñarán un papel decisivo, cercano del que vivimos hoy. Habrá la posibilidad de obtener información y resolver problemas desde un terminal doméstico que tiene contacto con un servidor central, y es lo que nos posibilita hoy hacer transacciones bancarias y ver nuestro correo electrónico desde un ordenador personal.
Alude a que “la privacidad” pasará por un cambio cualitativo radical. El tema de la intimidad, que surgió como un derecho humano fundamental en el curso del desarrollo de la moderna sociedad civilizada, perderá gran parte de su significación histórica. Incluso el derecho humano a la “información” cambiará drásticamente de carácter.
El derecho humano “a saber” se transformará en el derecho humano a “utilizar la información”, y el derecho humano de protección de los secretos se transformará en un “deber” humano o en el “compromiso ético” de compartir la información. Esto es lo que se puede llamar, con gran precisión, el giro copernicano en la privacidad de las personas.
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Os he elaborado este pequeño resumen que desde la filosofía del derecho y la teoría social tiene interés en la definición que produce sobre estos nuevos conceptos.
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Un saludo!!
Deseando que estéis pasando un tiempo precioso navideño junto a la familia y amigos, bendencido por algo mágico en las vidas de todos vosotros, y tus contertulios!!
2.ishtar terra
26 de Diciembre, 2008 a las 5:34 am
Me interesa también conectar con una nueva idea que descubro a partir de Peter Drucker porque está en consonancia final con la idea, Gustavo, de la transformación de la información en Conocimiento, que da lugar a la parte central de tu artículo.
En un libro de Adela Cortina, “Ciudadanos del mundo, hacia una teoría de la ciudadanía”, se habla de este autor y de su obra “La sociedad postcapitalista; la gestión en un tiempo de grandes cambios”.
Drucker viene defendiendo desde hace algún tiempo que la sociedad de futuro es la sociedad del saber, en ella la verdadera riqueza será el saber y concretamente lo que denomina “conocimientos”, en virtud de los cuales una persona es capaz de aplicar el saber al saber.
Por eso entiende Drucker que al obrero industrial que era el grupo de trabajadores más numeroso de los años cincuenta sucederá el “trabajador del saber”, que a fines de este siglo representará en Estados Unidos un tercio, o más, de la fuerza laboral.
Se trata de lo que Cortina define como una nueva clase dirigente: los “trabajadores del saber”.
Ahora bien, esta “sucesión” no significa que los obreros industriales podrán convertirse en trabajadores del saber adquiriendo esos conocimientos por medio de la experiencia, porque no se adquieren a través de la experiencia, sino mediante un aprendizaje convencional permanente, que no está al alcance de todas las fortunas mentales.
Se producira entonces -vaticina Drucker- una nueva “división de clases”, que ya no tendrá como elemento distintivo la posesión de los medios de producción, sino la posesión del saber.
La clase poseedora lo será de un saber práctico, aplicable, sin el cual una empresa no puede valerse de las nuevas tecnologías, y las clases desposeídas lo estarán a su vez de ese tipo de saber.
Por eso en los países en vías de desarrollo quedará anulada la “ventaja” de los bajos salarios, y tendrán que adquirir el saber para lograr desarrollarse.
La cuestión no es entonces que los grupos sociales estén dispuestos a distribuir las horas de trabajo, sino que existirá un tipo de trabajo no susceptible de ser distribuido.
Y sobre todo que los nuevos trabajadores no constituirán el grupo más numeroso de la población, ni se convertirán en gobernantes, pero sí compondrán -afirma Drucker- la clase dirigente.
Un nuevo conflicto de clases parece, pues, abrirse camino entre trabajadores del saber y quienes se ganan la vida por medios tradicionales y un nuevo reto se presenta al ideal de la ciudadanía ética y democrática.
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Este tema es tan interesante y comprometido y se adentra tanto en ese sentido que tú elogias de las ideas de este pensador y de hacerle justicia, que no me he resistido a transmitíroslo.
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Muchos saludos fraternos!!
3.Gustavo Mata
26 de Diciembre, 2008 a las 5:07 pm
Dilecta Ishtar, como siempre poniendo tu inteligente dedo en la llaga de mi ignorancia, como un bálsamo.
Siempre he rechazado, tal vez incoscientemente o mejor subconscientemente, la idea de pertenecer a la élite de los que poseen las cosas, pero no me produce rechazo la idea de intentar petenecer a la élite de los que saben y de ahí mi interés por las ideas y la permanente lucha que tengo planteada contra mi ignorancia. Pese a que cada día soy más consciente de lo que ignoro, mi curiosidad no para de acrecentarse. Me temo que me van a faltar varias vidas para poder saciarla.
No sé a dónde va el mundo, pero la idea de que la información esté al alcance de todos y que la ventaja de unos sobre otros consista en quién sea más capaz de convertir ésta en conocimiento me encanta. Ya sé que eso sería algo así como un nuevo despotismo ilustrado pero si todos pudieran acceder a la educación y tuvieran a su alcance la información, cualquiera, según su capacidad, podría convertirse en parte de la élite de los más sabios o los menos ignorantes. Es una utopía.
De todas formas encuentro que cada vez hay más información pero menos conocimiento. Faltan estructuras formales para integrarlo y falta, como decía en mi artículo, criterio. El criterio es eso que te queda después de haber sabido mucho, cuando ya se te ha olvidado una gran parte. Tú si lo tienes amiga.
Un saludo muy afectuoso y muy navideño con un haiku inspirado en las creencias de los mexicas.
Rueda el tiempo
La vida se repite
¿A dónde vamos?




1.La cultura se origina por la experiencia compartida, por el aprendizaje en grupo, son los éxitos y los fracasos compartidos de un grupo los que van configurando su cultura. Y ésta es la base de su cohesión como grupo y la pauta con la que interpretan la realidad circundante y sus cambios. Por eso es a la vez imprescindible para el grupo, pues le permite entender qué pasa, y planear estrategias para interactura adecuadamente con el entorno y puede ser una trampa al impedirle interpretar adecuadamente algunos cambios que no se adaptan a sus prejuicios y paradigmas. El éxito pasado cimenta una cultura, una forma de hacer que fué exitosa, pero que no garantiza exactamente el éxito futuro.
Todas las culturas que han desaparecido ha sido por su éxito. Han muerto de éxito. Tanto éxito les acabó impidiendo entender algunos cambios que se produjeron en el entorno y que no supieron interpretar.
La base de la cultura está en la participación del grupo, sin grupo no hay cultura y sin participación no hay grupo. La clave de que esa cultura siga siendo exitosa está también en la participación. Sólo las culturas participativas son capaces de sobrevivirse porque se adaptan. De momento es casi una utopía porque cuando tienen éxito se rigidizan casi siempre y empiezan a ser poco participativas y ese es el cominezo de su final.
Hayek bien, pero su “Camino de servidumbre” lo escribió pensando en Hitler y no en Lenin. Por cierto ambas formas de cultura política desaparecidas. ¿Murieron de éxito? ¡Seguro!
Me robaron el sueño las lecturas que me recomendaste, sí. Espero que no me sequen el cerebro como los libros de caballerías le hicieron a nuestro ingenioso hidalgo: Alonso Quijano el bueno, más conocido a causa de sus maravillosos desvaríos como D. Quijote de la Mancha.
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1.En su día tuve que leerme este libro de Yoneji Masuda por recomendación de mi profesor de sociología del derecho.
En aquel momento muchos de sus conceptos me parecían nuevos y sabíamos que estábamos asistiendo a la definición de un nuevo modelo de sociedad. Pero en la traducción al español del libro no se habla de sociedad de la información sino de sociedad “informatizada”.
La sociedad informatizada como sociedad post-industrial, Fundesco-Tecnos, Madrid, 1984
Y es interesante la transformación de esta información en Conocimiento, los criterios que operan. Los sistemas de legitimación de las instituciones creo que deben operar una gran parte de dicha transformación, en la forma de cómo se definen sus estructuras organizativas, las etapas del desarrollo, las especificaciones formales, de las mismas, como usted mismo cita del pensamiento de Drucker.
Lo que a mí me preocuparía es que estas estructuras de organización de conocimiento se apartaran de la vida.
Constituyen universos simbólicos de legitimacion, y la sociedad se explica a traves de ellos, en su caracter nómico y ordenador y su fucion es la de “integración” entre su propósito típico y el que motiva a los legitimadores.
Pero esta faceta de la cultura que reside precisamente en dar tanto poder al imperio de la técnica como algo neutro, puede llevar a ciertas regresiones sectarias, a la desintegración social y cultural que experimentamos, a los diversos imperialismos monocráticos, etc.
El mundo evoluciona pero en nuestros días, su evolución parece entrañar un riesgo para la vida y la creación de valores. De estos últimos subsisten a menudo los sometidos al reino del dinero y al reino de la comunicación, pero esperemos que emerjan medios de comunicación vinculados a la vida y a su cultura.
Gracias y un saludo!


1.Gracias Klytemmnestra por este brillante comentario.
La vida es un ejercicio permanente de adaptación del ADN al medio.
La cultura de las sociedades humanas es una integración de suposiciones elementales integradas en paradigmas que sirven para interactuar eficazmente con el entorno y para mantenernos cohesionados (Edgard H. Schein). La cultura nos ayuda a interpretar el entorno de acuerdo con la experiencia acumulada en el pasado, llevada a valores y creencias, pero, a veces, eso mismo nos impide entender bien qué está pasando en el presente y hacia dónde camina el futuro.
La cultura es imprescindible para los grupos humanos pero es a la vez una trampa porque nos condiciona. Lo único que lo arreglaría todo sería la participación de todos en todo. Y eso es una utopía. Pero seamos realistas, pidamos lo imposible.
Un saludo muy afectuoso.




1.Buenas noches Don Gustavo:
Me alegra tener entre nosotros a tan sabios contertulios. En mi ignorancia intento captar que es lo se oculta tras el significado de “cultura” y que es una “trampa” porque nos “condiciona”.
Como soy un pragmático, en teoría, y en la práctica un tarambana, solo acierto a pensar en la genealogía de la cultura: La transmisión cultural que procede del Homo Habilis, el primer Homínido que transportaba sus utensilios y enseñaba su confección a sus vástagos. Estos “artefactos” son, a mi parecer, la génesis de lo “cultural”.
En todo caso, si lo “cultural” nos condiciona, nacimos condicionados, ya que nacimos en el siglo que iluminó las pinturas de Picasso, el reloj calculadora y los ensayos de Michael Porter.
Una actividad derivada de la transmisión, vía enajenación mediante trueque o por valor de cambio, de éstos “artefactos” es la mercantil.
Así pues la “cultura”, antropológicamente y de acuerdo con mis escasos conocimientos, es la simiente del comercio y la economía.
Son las creencias, los valores y formas de expresión artefactos quiméricos, no materiales, que se transmiten con igual importancia que los abalorios o los alfileres. Atrapan porque nacimos atrapados por el pasado de nuestra especie. ¿Qué otra puede presumir de tal condena?
Espero que el señor Hayek, fuera del cambio de ciclo económico proviniente de von Mises, no te robe el sueño.
Un fuerte abrazo
Lord Daven
Desde un punto de vista filosófico necesitamos una cierta abstracción para evitar referencias locales (democracia de los E.E.U.U. o modelo del suizo).

1) Para tener sentido, un sistema político se debe basar en leyes.
2) Acordando con esta blanco, allí debe ser tres energías desemparejadas: Legislativo, ejecutivo y judicial: De la energía legislativa creamos los leyes, de la energía ejecutiva que imponemos los leyes, de la energía judicial decidimos en el caso de la infracción de la ley.
4) La regla para cualquier acción del gobierno en cualquier energía debe acordar con la mayoría de los responsables (gente, jueces, ejecutivo).
5) La gente debe ser soberana en la energía legislativa. Todo el alcohol de los leyes debe proceder de la voluntad libre de la gente.
6) La energía ejecutiva (la regla) se debe elegir o deponer por la voluntad libre de la gente.
7) La gente tiene la derecha de repasar cualquier ley que ella hubiera aprobado previamente.
8) El juez debe ser elegido o ser depuesto por la voluntad libre de la gente que acuerda con sus méritos y moralidad.

Esto es un bosquejo para una mejora de la democracia

Señor Daven









Los modelos éticos, el modelo del impacto y el modelo del desafío


Estos distintos enigmas e inquietudes surgen, creo, porque nuestros instintos e impulsos éticos reflejan formas diferentes y, en cierto sentido, antagónicas de concebir la métrica de valor ético. Describiré dos modelos claramente diferentes de valor que usamos en otras ofertas o que utilizamos para fomrar juicios más limitados, los cuales, en mi opinión, desempeñan tamibén un papel en la formación de nuestras convicciones éticas. Ambos modelos tienen su atractivo para nosotros y nuestras intuiciones éticas seguirán divididas e inconcluyentes hasta que nos asentemos en uno o en otro, o en algún modelo diferente o en uno más amplio. El primero de esos modelos -el modelo del impacto- sostiene que el valor de una buena vida consiste en su producto, esto es, en sus consecuencias para el resto del mundo. El segundo -el modelo del desafío- afirma que el valor de una buena vida radica en el valor inherente de sus resultados. Intentaré mostrar el modo en que estas dos ideas abstractas acerca del carácter fundamental de la ética orientan nuestras reacciones a las inquietudes y a los enigmas consignados, y hasta qué punto la perplejidad que nos produce la naturaleza misma de la ética surge de conflictos no percibidos entre ambos, de nuestros errores, o quizá de nuestra incapacidad a la hora de resolverlos.

Ninguno de los dos modelo filosóficos de valor ético consigue ofrecer argumentos generales y profundos en favor de un concepto de valor ético, es decir, argumentos en contra de alguien que tiene la firme e indiscutida convicción de que aquello que haga con su vida no es importante mientras la disfrute.

Los dos modelos no son sino interpretaciones de la experiencia ética de aquellos de nosotros -la gran mayoría- cuyas convicciones o insinuaciones presuponen que sí importa lo que se haga. Los dos modelos intentan organizar nuestras convicciones, en la medida de lo posible, en una descripción coherente. Los enigmas descritos surgen del hecho de que tenemos demasiadas -no demasiado pocas- convicciones éticas, y algunas de ellas parecen estar en conflicto con otras. Creemos, por un lado, que nada que tenga dimensiones infinitesimales en relación con el universo puede ser realmente importante. Por otro lado, creemos -muchos de nosotros no podemos evitarlo- que, a pesar de nuestra insignificancia, la cuestión de cómo vivimos tiene una importancia crucial. Cualquier escepticismo con respecto a estos y otros enigmas que he descrito no es externo, son interno a la ética: usa un conjunto de convicciones para atacar a otro, no ataca a la ética desde fuera como a un todo. Los modelos filosóficos intentan defenderla de ese ataque interno mostrando cómo la mayor parte de nuestras convicciones puede rescatarse del hostigamiento de sus vecinas si las miramos bajo una determinada luz.

El modelo del impacto.

El impacto producido por la vida de una persona es la diferencia que su vida produce en el valor objetivo del mundo. Es manifiesto que el impacto figura en nuestros juicios sobre qué vidas hasn sido buenas. Admiramos las vidas de Alexander Fleming, de Mozart y de Martin Luther King, y explicamos nuestra admiración mencionando la penicilina, Las bodas de Fígaro y lo que Luther King hizo por su raza y por su país, El modelo del impacto se generaliza a partir de esos ejemplos; sostiene que el valor ético de una vida -su éxito en el sentido crítico- depende enteramente del valor de sus consecuencias para el resto del mundo y es medido por él. El modelo espera disipar los misterios del valor ético ligándolo a otro tipo de valor, sostiene el modelo, no porque sea intrínsecamente más valioso vivir la propia vida de una forma más que de otra, sino porque vivir de una determinada manera acarrea mejores consecuencias que vivir de otra.

Todos tenemos opiniones formadas acerca del mundo, de si va mejor o a peor, aunque, evidentemente, esas opiniones difieren. La mayoría de nosotros pensamos que el mundo va mejor cuando se cura una enfermedad, o cuando se crean grandes obras de arte, o cuando se cura una enfermedad, o cuando se crean grandes obras de arte, o cuando se mejora la justicia social. Algunas personas -normalmente filósofos- piensasn que el mundo va mejor cuando la suma de la felicidad o del placer humanos incrementa. El modelo del impacto no se manifiesta ni a favor ni en contra de esas varias opiniones acerca de qué estados del mundo son objetivamente valiosos. Se limita meramente a fundir las opiones de la gente acerca del valor crítico de sus vidas o de las vidas de otros con cualesquiera otras opiniones que tenga acerca del valor objetivo de los estados del mundo. Si yo pienso que una pintura concreta añade valor al mundo, entonces, de acuerdo con el modelo del impacto, tendré que pensar que la vida de su autor se ha hecho mejor por el hecho de haberla pintado. Si pienso -y esto es más controvertido- que el mundo es mejor cuando el comercio prospera, pensaré que las vidas de los empresarios emprendedores son distinguidas por esa razón. El modelo no vincula al tipo, sino la cantidad de valor ético, con el valor de las consecuencias de la vida. Si yo pienso que la obra de un artista, considrada globalmente, tiene mayor grandeza que la de otro, entonces debo pensar que la vida del primero es una vida de mucha mayor grandeza, al menos en la medida en que sea el arte el que confiera valor a sus vidas.

El modelo de impacto se apoya, como queda dicho, en buena parte de la opinión y la retórica ética convencional. Le es muy difícil, sin embargo, explicar y dar acomodo a otras concepciones y prácticas éticas comunes. Muchos de los objetivos éticos que la gente considera importantes no son en absoluto cuestiones de consecuencia. Ya dije antes que, en mi opinión, mis intereses críticos incluyen el tener relaciones de intimidad con mis hijos, así como consegir formarme al menos una idea remota del estado de la ciencia contemporánea. Otras personas tienen convicciones paralelas: creen que es importante hacer por lo menos algo bien, que es importante dominar algún campo de conocimiento, o algún oficio, o aprender a tocar un instrumento musical, por ejemplo, no porque considgan con ello mejorar el mundo (qué puede importar que una persona más consiga realizar algo con una destreza media si otros pueden hacerlo mucho mejor), sino sólo porque ellos mismos lo han hecho. Mucha gente se fija objetivos completamente adverbiales: quieren vivir, dicen, con integridad, haciendo las cosas a su modo, valerosamente, de acuerdo con sus propias convicciones. Y este tipo de ambiciones no tiene sentido en el léxico del impacto. Yo sé que el que yo tenga algunas ideas acerca del estado actual de las cosmología no afectará positivamente a nadie más: en cualquier caso, no contribuirá para nada al conocimiento del universo. El modelo del impacto hace que muchas nociones populares acerca de los intereses críticos parezcan necias y autoindulgentes.


El modelo del desafío.

El modelo del impacto no niega el fenómeno del valor ético: no niega que la gente tenga intereses críticos y que sus vidas sean mejores o peores según el grado de satisfacción que se dé a esos intereses. Pero describe esos intereses de un modo que, como hemos visto, resulta constrictor del valor ético, pues sostiene que las vidas van a mejor sólo en virtud de su impacto en el valor objetivo de los estados del mundo. El modelo alternativo que desarrollé a continuación -el modelo del desafío- rechaza tal limitación. Adopta el punto de vista aristotélico de que una buena vida tiene el valor inherente de un ejercicio ejecutado con destreza. De modo que sostiene que los acontecimientos, los logros y las experiencias pueden tener valor ético aun si no tienen el menor impacto más allá de la vida en la que ocurren. La idea de que algo ejecutado con destreza tiene un valor inherente es perfectamente famililar como tipo de valor en la vida. Admiramos una zambullida complicada y elegante, por ejemplo cuyo valor persiste tras el último giro en el aire, y admiramos a la gente que escaló el Everest porque, como ellos mismos dijeron, la montaña estaba allí. El modelo del desafío sostiene que vivir una vida es, en sí mismo, ejercitar algo que requiere destreza, que la vida es el reto más importante y global al que nos enfrentamos, y que nuestros intereses críticos consisten en los logros, los acontecimientos y las experiencias que dan testimonio significativo de que hemos superado vein ese reto.

El modelo del desafío, pues, ofrece un margen para las convicciones acerca del interés crítico que el modelo del impacto rechazaba como autoindulgentes. Tiene sentido sostener, aunque no sea desde luego obvio o indiscutible que parte del bien vivir consiste en adquirir alguna idea del estado de conocimiento en nuestra época. Por otra parte, el modelo del desafío tampoco rechaza las intuiciones que acepta el modelo del impacto, pues tienen también sentido pensar (en realidad, podría parecer obvio) que una manera de superar brillantemente el reto de vivir bien es reducir el sufrimiento del mundo erradicando una enfermedad.. El carácter ecuménico del modelo del reto quizá les sorprenda a ustedes como una debilidad, como si revelara su vaciedad o, al menos, que es poco informativo. El modelo del impacto liga el valor ético al valor objetivo del mundo, y así parece al menos ofrecer alguna pista sobre la sustancia real de la buena vida. En cambio, el modelo del desafío deja fotar la idea del valor ético de un modo completamente libre respecto de cualquier otro valor. Si somos libres para pensar que cualquier cosa que hagamos, o que tengamos, cuenta como señal de que hemos superado el reto de vivir bien, entonces (podría parecer que) el modelo no es tanto un modelo cuanto una perogrullada: vivir bien sería hacer cualquier cosa que pase por vivir bien.

Esta crítica estaría mal concebida. Los dos modelos descansan en convicciones que se supone que ya tenemos. El modelo del impacto supone que tenemos convicciones acerca de estados del mundo que son independientemente evaluables; no se ofrece a juzgarlos, sino simplemente a explicar nuestros valores mostrando el vínculo entre nuestras opiniones acerca de los dos tipos de valor. El modelo del desafío también supone que tenemos convicciones acerca de cómo vivir: y no las juzga, sino que declara que entenderemos mejor nuestra vida ética si la contemplamos del modo por él recomendado, como opiniones acerca de la diestra realización de una tarea autoimpuesta, más que como opiniones acerca de la diestra realización de una tarea autoimpuesta, más que como opiniones acerca de cómo podemos cambiar el mundo para mejor. Es verdad que, como hemos tenido ocasión de ver, el modelo del impacto hace aparecer como necias ciertas convicciones éticas que alguna gente tiene: esas convicciones no sobrevivirían si el modelo se tomara seriamente como modelo exclusivo. Pero también el modelo del desafío hace que ciertas convicciones parezcan singulares, como tendremos ocasión de ver. La diferencia entre los dos modelos, a este respecto, es que las convicciones que el modelo del desafío hace aparecer como singulares son de todos modos convicciones que realmente muy pocas personas, en caso de que las haya, albergan.

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Ronald Dworkin, Virtud soberana, ibid, Pags. 273-276












La igualdad y la buena vida

He defendido una concepción particular del liberalismo. Esa concepción -la igualdad liberal- insiste en que la libertad, la igualdad y la comunidad no son tres virtudes políticas distintas que, a menudo, están en conflicto (como aseguran otras teorías políticas tanto de las derechas como de las izquierdas), sino que son aspectos complementarios de una sola concepción política, de forma que no podemos proteger, ni siquiera entender, esos tres ideales de manera independiente. Éste es el nervio emocional del liberalismo, la idea que resulta tan atractiva hoy en día en Europa del Este y en parte de Asia y que pareció tan natural a los revolucionarios de Europa y Amércia hace dos siglos. Sin embargo, esa idea sólo se ve realizada cuando se entienden la libertad, la igualdad y la comunidad como he sistenido que deben entenderse Hay que medir la igualdad en términos de recursos y oportunidades, no en términos de bienestar. La libertad no es libertad para hacer lo que se quiera, sin que importe qué se hace, sino para hacer lo que se quiera respetando los derechos de los demás. La comunidad no se debe basar en una concepción desdibujada o diluida de la libertad y la responsabilidad individuales, sino en un respeto efectivo y compartido por esa libertad y responsabilidad.

En este capítulo voy a tratar de responder a una objeción especialmente poderosa contra la igualdad liberal. Desde la época de la Ilustración, en la que muchos de los ideales políticos del liberalismo se formaron, sus críticos han imputado a esos ideales el ser sólo adecuados para gente que no sabe cómo vivir. Nietzzsche y los iconoclastas románticos dijeron que la moralidad liberal era una prisión construida por loes envidiosos para encerrar a los grandes. Sólo las almas pequeñas, pensaban, se interesarían por la igualdad liberal; los poetas y los héroes, ocupados en inventar nuevas vidas y dominar nuevos mundos, la tratarían con desdén. Luego esta crítica se invirtió. Los marxistas imputaron al liberalismo el ocuparse demasiado, no demasiado poco, de los triunfos individuales, y los conservadores dijeron que el liberalismo desatendía la importancia de la estabilidad y la raigambre sociales generadas por la moralidad convencional. Esta tres lanzas críticas comparten, sin embargo, una objeción global que se presenta a menudo como un eslógan misterioso: el liberalismo presta demasiada atención a lo correcto (es decir, a los principios de justicia) y demasiado poca al bien (es decir, a la calidad y al valor de la vida que lleva la gente). Los románticos piensan que el liberalismo es insensible a la importancia de la creatividad emprendedora de los individuos emancipados de una moral pequeña y mezquina. Los marxistas piensan que el liberalismo pasa por alto el carácter alienado y depauperado de la vida en las democracias liberales capitalistas. Los conservadores sostienen que el liberalismo no acaba de entender que la vida sólo puede resultar satisfactoria cuando echa raíces en normas y tradiciones definidoras de la comunidad. Todos están de acuerdo en que el liberalismo lixivia la poesía de nuestra vida.

En esta retórica cabe distinguir tres imputaciones latentes. La primera declara que una genuina vida buena sería imposible en una sociedad liberal. Si esta objeción no se supera resulta mortal. Si la vida en una sociedad liberal lleva por fuerza a la mezqquindad -lleva a todo el mundo por fuerza al fracaso más deseperante, a una vida atrofiada- entonces el liberalimso es una concepción política perversa, apta sólo para masoquistas y para personas ciegas éticamente.

La segunda objeción no acusa al liberalismo de impedir totalmente la posibilidad de una buena vida, sino de subordinar ese obetivo privado a la justicia social, al insistir en que la justicia siempre es previa, aun cuando ello signifique que algunas personas tienen que sacrificar la calidad y el éxito general de sus vidas. Ésta es una objeción menos amenazadora, pero sigue siendo importante, pues si los liberales la aceptan, tendrán que encontrar una justificación de su concepción política que sea lo suficientemente convincente como para explicar por qué las personas tienen que sacrificar a veces -incluso a menudo- lo que se les impone como su responsabilidad dominante, esto es, de suponer que una teoría de la justicia política se puede desarrollar con independencia de lo que se considere que es vivir bien.

Esta tercera objeción parece aún más débil: en realidad, los liberales proclaman a menudo que el liberalismo es éticamente neutral y que esto es una virtud, y no un defecto. Pero esta supuesta virtud trae consigo un coste práctico. Si resulta que casi cualquier teoría de la buena vida es compatible con el liberalismo, entonces el liberalismo no puede apelar a ninguna teoría semejante en su propia defensa: no puede hacer campaña a favor de un estado liberal basándose en que sólo en ese estado puede llevar la gente una vida buena y justa.

¿Es culpable el liberalismo de alguno de estos cargos? ¿Impide el liberalismo vivir bien, o acaso subordina ese objetivo a otros o los pasa por alto? No; pero no podremos entender por qué hasta que no reconozcamos que una teoría de la buena vida, como cualquier otro ámbito del pensamiento, es algo complejo y muy estructurado. En ciertos niveles de la ética, el liberalismo puede y debe ser neutral. Pero no puede ni debe ser neutral en los niveles más abstractos en los que hacemos el esfuerzo de pensar, no sobre los detalles de cómo hemos de vivir, sino sobre el carácter, la fuerza y la importancia de la pregunta misma sobre cómo debemos vivir.


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Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 259-261

















la igualdad liberal

Podemos distinguir al menos tres de esas ideas abstractas. Primero: ¿cuál es el origen de esa cuestión ética? ¿Por qé preocuparse sobre cómo hemos de vivir? ¿Existe alguna diferencia entre el hecho de que las personas vivan bien y que simplemente disfruten de a vida? Y si es así, ¿tan importante es que la gente viva bien y no sólo que disfrute de la vida? ¿Es importante sólo para la persona de cuya vida se trata? ¿O es importante en un sentido más amplio y objetivo, e forma que siga siendo importante incluso si, por alguna razón, no es importante para esa persona? ¿Es más importante que unas personas vivan bien en lugar de otras?

Segundo: ¿de quien es la responsabilidad de que la vida sea buena? ¿A quién se debe imputar que vele para que las personas vivan bien? ¿Es una responsabilidad social, colectiva? ¿ES parte de la responsabilidad de un estado bueno y justo que identifique la buena vida y que trate de inducir, o incluso forzar, a los miembros de ese estado para que lleven esa vida? ¿O es individual esa responsabilidad?

Tercero: ¿cuál es la métrica de una buena vida? ¿Mediante qué criterio se puede poner a prueba el éxito o el fracaso de una vida? ¿Hasta qué punto es cuestión de la diferencia que la vida de una persona marca sobre la de otra, o del acervo de conocimientos existentes, o del arte? ¿De qué otra forma o en qué otra dimensión se debe juzgar el éxito general o el valor de la vida de alguien?

Estos tres asuntos -el origen, la responsabilidad y la métrica- han generado mucha controversia, no sólo entre los filósofos, sino entre las distintas culturas y sociedades. Se trata, sin embargo, de cuestiones más abstractas que las cuestiones de detalle que tenemos presentes cuando decimos que las sociedades modernas son profundamente pluralistas en ética y moral. Cualquier conjunto admisible de respuestas a las cuestiones abstractas dejará abiertas nuevas respuestas sobre cómo debemo vivir, que dividen hoy en día a la gente en Estados Unidos, por ejemplo. Podríamos estar todos de acuerdo en que es objetivamente importante que las personas vivan bien, que asuman la principal responsabilidad, como individuos, respecto al éxito de sus propias vidas, y que vivir bien significa hacer que el mundo sea un lugar mejor, más valioso, sin que haya que ponerse del lado de aquellos que insisten en que una buena vida es, necesariamente, una vida religiosa, o del lado de aquellos que consideran que la religión no es más que una superstición peligrosa, entre los que insisten en que una vida valiosa echa raíces en a tradición y aquellos que creen que la única vida decente es la que se rebela contra la tradición.

No quiere decir que la respuesta a las cuestiones más abstracta no influya en las concretas. Al contrario, las teorías éticas abstracta exigen que las personas vean y pongan a prueba sus opiniones bajo un determinado enfoque. Quien acepte que es objetivamente importante el modo en que vive y que vivir bien significa mejorar el mundo no puede creer también que la mejor vida es la más placentera, a menos que piense que el pacer tiene valor intrínseco y objetivo, lo cual no puede resultarle admisible. Ni quiero decir tampoco que la gente, incluso en una misma sociedad, esté de acuerdo con las respuestas que hay que dar a las cuestiones abstractas. La gente muestra su desacuerdo sobre la ética abstracta -en concreto, como veremos, sobre su métrica-, incluso en las democracias occidentales. Pero ese desacuerddo no resulta tan impresionante ni tan acalorado como la mayoría de los deasacuerdos más concretos, y cabe esperar de forma más realista que se pueda transformar la opiniñon de la gente, mediante argumentos, respecto a esos asuntos abstractos que esperar que se transforme su opinión en relación con una serie de apasionantes temas concretos que dividen a las personas.

El hecho de que se identifiquen respuestas claramente liberales a las cuestiones éticas abstractas ¿le serviría de ayuda al liberalismo para replicar a las tres intrincadas objeciones que he descrito? Eso depende de cuán atractivas resulten esas respuestas liberales, una vez que se haya meditado sobre ellas. En la introducción aseguré que la igualdad liberal refleja y apoya dos principios que son ampliamente aceptados en las democracias occidentales actuales y que ofrecen respuestas atractivas a la cuestión del origen y la responsabilidad. El primero de esos principios sostiene que, en cuanto empezamos a vivir, es de una gran importancia objetiva que la vida prospere y que no se desperdicie, y que esto es importante por igual para todo ser humano. El segundo sostiene que la persona es la principal responsable de que su vida tenga éxito, y no puede delelgar esa responsabilidad. En este capítulo exploro la tercera cuestión abstracta que he identificado: la cuestión de la métrica. Distingo varios modelos de valor ético y defiendo uno de ellos, el modelo del “desafío”, que supone que una vida tiene éxito en la medida en que es una respuesta apropiada a las diversas circunstancias en que se vive. Considero que este modelo tiene más atractivo intuitivo que su principal rival, y nos ayuda a exponer lo que hay de verdad en la idea platónica de que la justicia no implica un sacrificio que impida a una persona ejercer su habiildad para tener éxito en la vida, sino más bien la precondición de ese éxito.

Sin embargo, he de admitir que creo que tenfo menos posibilidades de convencer a los lectores de que acepten el modelo del desafío de la étrica que de persuadirlos para que acepten el principio de la igual importancia objetiva y el de la responsabilidad individual que acabo de describir. Debo hacer hincapié, pues, en que si bien me parece convincente la defensa del modelo del desafío, y me parece, que se ajusta a mis intuiciones éticas y las explica, no pretendo que la defensa ética a favor de la igualdad liberal se apoye en este modelo. Creo que el argumento del libro que mencioné en la introducción, que no depende de respuesta alguna a la cuestión de la métrica, sino más bien de principios mucho menos controvertidos entre nosotros, es convincente en sí mismo. Si presiono a favor de la respuesta del reto a la cuestión de la métrica es, no obstante, por dos razones. En primer lugar, la cuestión de la métrica es importante en sí misma. Nuestras intuiciones comunes sobre cómo debemos vivir son confusas, como voy a tratar de demostrar, y creo que esa confusión refleja ambivalencia respecto a la respuesta correcta a esta cuestión. En segundo lugar, quiero mostrar el atractivo ético que se halla tras la perspectiva de Platón de que la justicia y la bondad no pueden estar en conflicto, y cómo esta perspectiva no sólo nos proporciona una poderosa defensa del liberalismo en general, sino de la igualdad liberal como la mejor concepción del liberalismo.

A lo largo de este capítulo asumo que se puede dar una respuesta positiva a la cuestión del origen que he descrito. Supongo que la pregnta ética en torno a cuál sería para mí una vida que tuviera éxito es una pregunta importante, genuina y diferente, al menos en su contenido (aunque quizá no lo sea la respuesta que invita a dar), a la pregunta psicológica sobre con qué vida disruto más o qué vida hallo más satisfactoria, y a la pregunta moral sobre las obligaciones o responsabilidades que tenemos hacia los demás. Rechazo sin comentarla aquí lo que en otro lugar he descrito como la perspectiva “externamente” escéptica de que la pregunta ética carece de sentido. Pero me tomo muy en serio la afirmación de los escépticos “internos” sobre la ética, que insisten en que, de hecho, ninguna vida es realmente buena o tiene éxito. No abordo por separado la pregunta sobre si la vida humana tiene sentido o es significativa, y cuándo lo tiene. No puedo entender esa pregunta de forma que no se considere que, esencialmente, es la misma pregunta que la que yo discuto, esto es, qué, cuándo y por qué una vida concreta es buena o tiene éxito.

Voy a finalizar esta sección introductoria con un reto distinto. Como he dicho, los diversos rivales de la igualdad liberal que son ahora populares -romanticismo posmoderno, conservadurismo económico, comunitarismo, perfeccionismo y otros- proclaman las elevadas razones de la ética. Denigran el liberalismo por su falta de autoridad ética. Pero sorprende que los trabajos de esas escuelas hayan prestado tan poca atención a los temas de la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica más admisible descansa en la fe liberal; que la igualdad liberal no impide, ni amenaza ni desatiende a la bondad de la vida de la gente, sino que más bien fluye y refluye a partir de una atractiva concepción de lo que es la buena vida. Los rivales del liberalismo deberían aceptar el reto de intentar dar respuesta a las profundas cuestiones de la ética que les alejan del liberalismo en la dirección que desean. Mientras no lo hagan, su acusación de que los liberales prestan poca atencion a la buena vida seguirá siendo una bravuconada.

Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 261-264

































Aunque no lo dejan claro, aparentemente Rorty y otros sus seguidores distinguen dos niveles en la forma en que las personas supuestamente piensan y hablan. El primero es el nivel interno, en el que se desarrollan actividades prácticas como el derecho, la ciencia, la literatura o la moral. Éste es el nivel en el que la gente usa el vocabulario que les resulta útil, que la ciencia describe cómo es el mundo y que el derecho no es sólo aquello que sería útil pensar que fuera. El segundo nivel es el externo, en el que los filósofos y otros teóricos hablan acerca de estas actividades en lugar de participar en ellas. Según Rorty y los demás, éste es el nivel en el que algunos malos fiósofos del derecho sostienen que incluso en los casos difíciles los abogados y los jueces intentan averiguar qué es lo que dice el derecho. Éste es el nivel que Rorty quiere ocupar para, una vez ocupado, sostener que estas afirmaciones externas son metafíscias, fundacionales y otras tantas cosas malas. Según él, la refutación de estas descripciones externas erróneas no cambiará el pensamiento o el discurso en el nivel interno (el de las prácticas científicas y jurídicas reales), excepto en el sentido de liberarlas de cualquier confusión y oscuridad que se haya filtrado en la práctica desde las malas teorías externas. En definitiva, Rorty entiende que el triunfo del pragmatismo sólo ha limpiado el terreno conceptual para que la práctica real pueda proseguir, liberada ya de tal tipo de confusión.

El problema de esta defensa es que el nivel externo que Rorty espera ocupar no existe. No hay un nivel filosófico externo en el cual la frase “la ciencia intenta describir el mundo como es” pueda significar algo distinto de lo que esa frase significa en un tribunal. El lenguaje sólo puede tomar su sentido de los eventos sociales, expectativas y formas en las que aparece, un hecho resumido en el tentativo pero conocido eslogan según el cual el uso es la clave del significado. Esto no sólo es cierto en el caso de la parte ordianria y de uso común de nuestro lenguaje, sino que lo es en todo él, en el filosófico tanto como en el mundano. Sin duda podemos usar parte de nuestro lenguaje para discutir acerca del resto. Podemos por ejemplo decir lo que acabo de decir, que el significado está relacionado con el uso. Y ciertas prácticas o en una profesión en concreto. Los abogados penalistas usan “disfraz” de forma especial, por ejemplo. Pero no podemos escaparnos del lenguaje a otro plano trascendente en el que las palabras pueden tener significados completamente independientes de que les ha dado una práctica, sea ésta técnica u ordinaria.a

Así pues no basta con que Rorty apele a un misteriosos nivel filosófico o externo. Tiene que situar las malas formulaciones filosóficas en algún contexto de uso, mostrar que tienen un sentido especial, técnico o de otro tipo, de modo que cuando un filósofo del derecho afirma que las proposiciones jurídicas son verdaderas o falsas según cuál sea realmente e contenido del derecho no esté simplemente diciendo de modo más general lo que dice un abogado común cuando (él) dice que una sentencia concreta se equivocó al interpretar el derecho. Sin embargo, ni Rorty ni otros pragmatistas han intentado mostrar tal cosa. Es difícil imaginarse cómo podrían conseguirlo si se lo propusieran. Para extraer su supuesto significado especial habrían de parafrasear de algún modo las tesis dilosóficas, y al hacerlo tendrían que apoyarse en otras palabras e ideas que también tienen un uso totalmente ordinario y claro, y entonces tendría que decirnos por qué esas palabras tienen un significado distinto al que tienen en su uso ordinario.

Imaginemos por ejemplo que los pragmatistas nos dicen que las teorías de los malos filósofos tienen un significado especial porque afirman que el contenido del mundo real externo es independiente de las intenciones humanas, o de la cultura y la historia, o algo parecido. El problema es que estas nuevas frases acerca de la independencia de la realidad respecto de las intenciones también tienen significados ordinarios, y si le damos a las tesis de los filósofos tales significados entonces al final resulta que lo que están diciendo también es bastante ordinario. Utilizando también todas las palabras que siguen en su sentido ordinario, por ejemplo, es totalmente cierto que la altura del Everest no depende de las intenciones de los seres humanos, de la historia o de la cultura, aunque la métrica usada para describir su altura y el hecho de que nos importe saber cuánto mide dependen ciertamente de las intenciones y de la cultura. Así pues, el pragmatista tendría que proporcionar significados especiales a frases rales como “independiente de la intención” para intentar explicar por qué cuando el filósofo afirma que la realidad es independiente de la intención dice algo distinto de aquello que quiere decir la gente corriente cuando utiliza la misma frase. Y todo lo que el pragmatista diga a partir de ahí (cualquier nueva paráfrasis o traducción que ofrezca) se encontraría con la misma dificultad y así hasta el infinito. ¿Ayudaría en algo que el pragmatista dijera que aunque es por ejemplo verdad que la altura de una montaña es independiente de nuestras intenciones ello sólo es verdad dado cómo nos manejamos y que e mal filósofo niega o no entiende tal cosa? Resulta que no, porque, debido una vez más a cómo nos manejamos (entendiendo que las afirmaciones derivan su sentido y su fuerza de las prácticas que efectivamente hemos desarrollado), esta tesis es falsa. Dado como nos manejamos, la altura de una montaña no viene determinada por cómo nos manejamos, sino por masas de tierra y piedra.

Espero, por cierto, que nadie piense ahora que estoy afirmando que el pragmatismo no es suficientemente escéptico o que de algún modo paradójico se ve devorado por su propio éxito escéptico. Permitáseme repetirlo: las tesis filosóficas, incluyendo las tesis escépticas de diversa laya, son como el resto de las proposiciones. Tienen que entenderse antes de ser aceptadas y sólo pueden ser entendidas teniendo en cuenta cómo se usan los conceptos empleados Bajo esta interpretación, las tesis pragamtistas que hemos venido discutiendo no son triunfalmente ciertas, sino tan sólo clara y pedestremente falsas. Dado como nos manejamos, decir por ejemplo que no hay una realidad que pueda ser descubierta por los científicos no es cierto, sino falso, como también lo es que el derecho sea sólo una cuestión de poder o que no exista diferencia entre la interpretación y la invención. Estas proclamas suenan fascinantes, radicales y liberadoras. Pero sólo hasta que nos preguntamos, en el único lenguaje del que disponemos, si realmente significan lo que parece que significan.
Hace un momento dije que los nuevos pragmatistas de Rorty, sus predecesores y sus aliados no han hecho un auténtico esfuerzo de respuesta a la pregunta que planteé: ¿cuál es al diferencia de significado entre las tesis filosóficas o teóricas que rechazan y sus equivalentes ordinarios que aceptan? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo pueden creerse que han refutado planteamientos que no han descrito? Nunca hay que subestimar el poder de la metáfora y otros mecanismos de autoengaño.

Los pragmatistas utilizan las comillas que indican distanciamiento y la cursiva como si fueran confeti. Dicen que los malos filósofos no sólo piensan que las cosas existen sino que “realmente” o realmente existen, como si las comillas o la cursiva cambiaran el sentido de lo que se dice. Pero su artillería pesada es la metáfora. Dicen que los malos filósofos piensan que la realidad, o el significado, o el derecho, está “ahí fuera”, o que el mundo, los textos o los hechos “nos tienden la mano” y “dictan” su propia interpretación, o que el derecho es una “inmensa omnipresencia en el cielo”. Estas metáforas pretenden sugerir que los malos filósofos afirman haber descubierto una realidad nueva y metafísicamente especial, una realidad más allá de la ordinaria, un nivel nuevo y sobrenatural de discurso filosófico. Pero de hecho sólo los pragmatistas hablan de este modo. Se han inventado su propio enemigo. O, más propiamente, lo han intentado. Porque si el pragmatista explicase sus acaloradas metáforas tendría que regresar al mundano lenguaje de la vida cotidiana, y a fin de cuentas no habría distinguido el mal filósofo del abogado común, del científico o de la persona con convicciones. Si decir que el derecho “está ahí fuera” significa que existe una diferencia entre lo que el derecho dice y aquello que nos gustaría que dijera, por ejemplo, entonces la mayoría de los abogados entienden que el derecho está ahí fuera, y el pragmatista carece de un ángulo desde el que pueda afirmar sensatamente que no lo está.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, Marcial Pons, Madrid, 2007, Págs. 49-52




































El fárrago de la respuesta correcta
 
Como tengo dicho, mi propuesta sobre las respuestas correctas en los casos difíciles es una tesis jurídica muy débil y de sentido común. Es una tesis formulada desde el interior de la práctica jurídica y no desde otro nivel filosófico, supuestamente externo y alejado. Me pregunto si en los casos difíciles puede en alguna ocasión decirse que resulta sensato, correcto o preciso afirmar, en el sentido en que los abogados podrían hacerlo, que el derecho correctamente entendido le da la razón al demandante (o al demandado). Y contesto que sí, que en algunos casos difíciles algunas afirmaciones como las anteriores resultan sensatas, correctas o precisas. (De hecho, sostengo que alguna afirmación de tal tipo es carácterística o generalmente sensata en los casos difíciles. Pero en esta discusión sobre el tipo de tesis que sostengo podemos prescindir de esta más ambiciosa afirmación).

Obsérvese que no estoy diciendo que todos los juristas estén de acuerdo en qué parte del litigio tiene los mejores argumentos (malamente podría decirlo, ya que los casos difíciles son precisamente casos en los que los juristas no se ponen de acuerdo). Tampoco sostengo que exista algún procedimiento algorítimico de decisión que establezca cuál es la respuesta correcta. En otros lugares he descrito cómo deben razonar los juristas en los casos difíciles, y mi descripción subraya la densidad de juicio individual que caracteriza tal proceso.

La forma más natural de apoyar esta tesis jurídica es mostrar cuál es la respuesta correcta en un caso difícil concreto, y por supuesto eso es algo que sólo puedo hacer mediante una argumentación jurídica común. De hecho, e efectuado tales argumentaciones para casos muy difíciles. He sostenido, por ejemplo, que la adecuada comprensión de la Constitución exigía que el Tribunal Supremo anulase la sentencia del Tribunal Supremo de Missouri en el caso Cruzan. Cuatro jueces estuvieron de acuerdo conmigo y cinco disintieron porque entieron que los mejores argumentos disponibles exigían la solución opuesta, que tenían que aceptar la sentencia del tribunal de Misouri. Acabo de mencionar diez juristas muy distintos, todos los cuales pensaron (al menos dijeron) que en términos corrientes había una respuesta correcta en el caso Cruzan. Y, por supuesto, otros muchos miles de juristas compartían tal opinión. Ahora le toca al lector. ¿Alguna vez ante algún tipo de caso difícil ha pensado que un argumento jurídico corriente era el más sólido globalmente? Si lo ha hecho, también ha rechazado la noción de la inexistencia de una solución correcta, que entiendo es el objetivo de mi propia tesis.
Sin embargo, los juristas teóricos parecen sufrir un irrefrenable impulso de insistir en que la tesis de la única respuesta correcta tiene que significar algo más que aquello que se recoge en la opinión común de que una parte tenía las mejores razones en Cruzan. Piensan que debo no sólo decir que hay respuestas realmente correctas, respuestas correctas realmente reales, respuestas correctas ahí fuera o alguna otra cosa situada en algún peldaño superior de la escalera de la inflación verbal. Cometen el mismo error que Rorty: piensan que pueden añadir o cambiar el sentido de la posición que critican insertándole estas redundancias o metáforas. No hay ninguna perspectiva desde la que estas tesis infladas y decoradas puedan tener un sentido distinto del que tienen cuando están desinfladas y sin decorar, y dicho sentido es el que tienen en la vida jurídica ordinaria. De modo que en lo que he dicho no hay nada que puedan negar, excepto aquello que la mayoría de ellos entendería que es perverso negar.

En atención a lo anterior, si la tesis escéptica que niega la existencia de una respuesta correcta tiene alguna importancia práctica debe ser considerada en sí misma no como una tesis metafísica, sino como una tesis jurídica que sostiene que, a pesar de lo que entienden los abogados comunes, pensar que los casos difíciles tienen respuestas corectas es un error jurídico. En estos términos, la tesis se sostiene o no conforme a la argumentación jurídica. Los positivistas jurídicos, por ejemplo, han sostenido que la tesis de la única respuesta correcta es errónea por razones lógicas o semánticas (argumentos a los que he intentado responder en un artículo anterior). Los partidarios del movimiento Critical Legal Studies (Estudios jurídicos críticos) señalan lo que entienden que son contradicciones internas muy extendidas en la doctrina jurídica que, de existir, excluirían las respuestas correctas (sin embargo, he intentado mostrar que esta idea confunde la contradicción con la competición). Los escépticos en temas de moral, incluyendo a John Mackie, defienden un tipo de escepticismo mora interno que, en caso de ser razonable, también frustaría la posibilidad de que hubiera respuestas correctas. Sin duda se pueden desarrollar y se desarrollarían otros argumentos jurídicamente relevantes a favor de la visión internamente escéptica. Pero se trata de argumentos jurídicos. Si tienen éxito exigirán cambios y podrán ser presentados sin la muleta de la metáfora inexplicable. No son como la objeción pragmatista, que no puede efectuarse si no es redescribiendo lo que sostengo en términos metafóricos, intentando secuestrarme a algún mítico nivel filosófico donde los escépticos externos andan dando vueltas como buitres desesperados por una presa.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, ibid, Págs. 52-54




 
Fish y la sutileza de la práctica
 
Hace ya mucho tiempo que el profesor Fish (como él diría) "anda sobre mi caso". Ha escrito no menos de tres artículos muy críticos sobre mi obra, en los que me acusa, entre otros vicios, de ser "resbaladizo" y de sufrir una "espectacular confusión". Se negó a que se publicara la contestación que me fue solicitada a uno de tales artículos y acaba su entusiasta reseña del libro del juez Posner informando de forma gratuita sobre la "en cierto modo grosera" crítica que éste hizo sobre mí en una conversación informal. No tengo ningún deseo de seguir provocando a tan enérgico oponente. Pero sus muchos artículos sobre interpretación, incluyendo aquellos en los que me critica, ilustran tan claramente los rasgos del pragmatismo que he estado discutiendo que sería cobarde por mi parte no llamar la atención del lector hacia ellos.
 
Ya he dicho que los pragmatistas se inventan a sus oponentes a través de la estrafalaria transformación metafórica de afirmaciones normales seguida por la defensa de tal maniobra mediante la insistencia en que estos supuestos oponentes no están hablando de modo normal, sino intentando ocupar algún nive de discurso externo y especial que el pragmatista no logra describir pero que, insiste, de cualquier modo está ahí. La oeuvre de Fish confirma tal diagnóstico, pero éste añade un nuevo e importante giro: en la interpretación tiene que haber un segundo nivel, uno externo, porque desde dentro de una práctica intelectual no se puede decir nada interesante sobre la misma. Las afirmaciones a priori siempre resultan indecorosas para quienes se proclaman contrarios a la teoría, pero ésta supone un error particularmente grave, porque quien desconoczca el carácter críticamente argumentativo y reflexivo de las prácticas intelectuales no entenderá prácticamente nada más sobre ellas.
 
Tal temor se ve confirmado en la explicación que da Fish sobre la verdadera naturaleza del que él considera el gran enemigo del pragmatismo (el fundacionalismo): "entiendo por fundacionalismo cualquier intento de apoyar la indagación y la comunicación en algo más firme y estable que la mera creencia o la práctica no examinada". Obsérvese el contraste: de un lado, la práctica sin examinar (hacer lo primero que se nos ocurra); de otro, "algo más firme y estable". El contraste se autodestruye al igual que hacen los pronunciamientos similares de Rorty, ya que forma parte (indispensable) de la práctica no examinada pensar que alguna indagación y alguna comunicación realmente se apoyan en algo más sustancial que la mera opinión: en hechos, por ejemplo. Fish oscurece este extremo sacando rápidamente la conocida lista de malas ideas que supuestamente debe aceptar alguien que cree en "algo más sustancial". En ella encontramos a toso los suspechosos habituales. Está el terreno invariado en diversos contextos e incluso culturas", el "mundo de hechos brutos", el "conjunto de valores eternos", el "yo libre e independiente" y un método de indagación que "producira por sí solo el resultado correcto" (énfasis en el original de Fish). Pero el hecho de que ninguna de las anteriores tonterías forma parte de nuestra práctica ordinaria no significa que tampoco lo haga la distinción entre la simple creencia y algo más sustancial. Simplemente signifcia que Fish no entiende, o mejor dicho intenta olvidar, qué significa realmente en términos de "cómo nos manejamos".
 
Su primer artículo sobre mi obra hizo un amplio uso de la ya familiar estrategia metafórica. Les dijo a sus lectores que para mí los significados están "simplemente ahí", que son "autoejecutivos", "ya existen" o vienen "ya dados" en el texto, que las obras literarias "anuncian su afiliación" a la forma y al género y que las novelas tienen un "núcleo sin interpretar" que guía su propia interpretación. Para acabar, sin embargo, informó escrupulosamente de un curioso dato: yo mismo había tomado la precaución de negar todo aquello que estas metáforas podrían significar, y de hecho podría pensarse que había anticipado todo lo que él había dicho. Pero añadió que mis precauciones, lejos de mostrar que sus espantosas metáforas estuvieran fuera de lugar, sólo revelaban confusión. Da igual lo que luego diga que está haciendo, asumiendo o pensando, dijo: alguien que afirma que existe una diferencia entre interpretar un texto e inventarse uno nuevo tiene que asumir una idea del significado como algo que está "simplemente ahí" o con un "núcleo no interpretado".
 
En su segundo artículo, la estratagema de los dos niveles se hizo explícita. Según él, lo resbaladizo de mi trabajo y mi espectacular confusi´n consistían en ir saltando de uno a otro nivel de discurso sin avisar a mis lectores de que lo estaba haciendo. El primer nivel es el interno a una práctica como interpretar o juzgar, el nivel en el que los académicos y jueces normales tienen creencias y toman decisiones. El segundo es el nivel externo, más “general y abstracto” en el que podríamos intentar “caracterizar la actividad judicial de forma decisiva y clarificadora” o elaborar tesis “prescriptivas o normativas” acerca de ella. Aplicó entonces esta distinción a mi idea de que existe una diferencia entre el hecho de que los jueces sigan los precedentes o prescindan de ellos, una diferencia que él había negado de plano.

Aunque en el nivel de la práctica existe la distinción entre continuar la historia jurídica y tirar en otra dirección, es una distinción entre métodos para justificar argumentos y no entre acciones cuya diferencia sea evidente con independencia de cualquier argumento. La diferencia, en resumen, es interpretativa, y por eso no puede usarse para resolver nada, porque es ella misma la que está siendo continuamente resuelta. Dorkin está atado con un nuedo perfecto: puede seguir sosteniendo su diferenciación original [que, recordemos, a pesar de mi protesta para Fish consiste en que los textos se defienden], en cuyo caso no puede distinguir con sentido (de forma que pueda ser consultada o usada) entre la actividad judicial y cuaquier otra cosa; o puede invocarla como una distinción dentro de la práctica, caso en el cual carece de fuerza prescriptiva o normativa porque es una distinción entre formas discutibles de autodescripción o acusación. (Fish, 1989)

Hemos de observar con detalle este extraordinario párrafo. Comienza negando que la distinción entre interpretación e invención sea “evidente con independencia de cualquier argumento”. Esta negación es el típico elemento de distracción, otra instancia de la charla acerca de cosas que “simplemente están ahí”. Nadie nunca ha pensado que la distinción fuera perspicua con independencia de cualquier argumento, sea lo que sea que esto signifique. Las afirmaciones relacionadas con la anterior (que la distinción entre seguir y prescindir del precedente supone una tesis interpretativa, que acusar a un juez de haber prescindido de un precedente es una acusación “discutible” y que la distinción no resuelve nada y que ella misma está siepre siendo discutida) tan sólo significan, supongo, que los abogados a menudo disienten sobre si una forma concreta de argumento cuenta como interpretación o invención, y que las opiniones sobre estos temas, tanto las de los abogados como las de los filósofos del derecho, cambian constantemente. Esto tampoco lo ha negado nunca nadie. Pero hasta el momento no hay nada en el razonamiento que sea pertinente para la cuestión de la que se supone que está hablando Fish: si la distinción entre interpretar e inventar puede ser usada de forma clarificadora y crítica dentro de la práctica interpretativa, esto es, dándole a tal distinción entre interpretar e inventar puede ser usada de forma clarificadora y crítica dentro de la práctica interpretativa, esto es, dándoe a tal distinción sólo el sentido que Fish ahora reconoce que tiene dentro de dicha práctica. ¿Puede tener sentido decir, usando la distinción usual, que algún juez no está interpretando un precedente sino que está leyendo por libre? ¿Puede ello considerarse una crítica a tal juez?

Claro que sí. Pongamos que la distinción ordinaria no se puede usar de esta forma prescriptiva y crítica. Entonces, ¿cómo puede usarse? Por supuesto que caracterizamos la práctica judicial de modo “clarificador” cuando decimos (si es cierto) que los jueces aceptan la responsabilidad de interpretar los precedentes en lugar de prescindir de ellos. Y decir que aunque no acepten tal responsabilidad deberían hacerlo es desde luego una afirmación normativa importante. ¿Cómo pueden rebajar la fuerza o el poder de convicción de estas tesis el hecho sin duda cierto de que se trate de afirmaciones interpretativas o el que sean inherentemente controvertidas y a menudo no sea muy probables que se “resuelvan” en el sentido de lograr consenso? ¿Por qué interpretar una práctica no puede ser parte de tal práctica? La tesis de los dos niveles de Fish parece un ejemplo de libro de lo que Wittgenstein diagnosticaba como “embrujamiento filosófico” (philosophical bewitchment): los teóricos se enredan más allá del sentido común debido a un compromiso previo que permanece oculto. La asunción crucial de Fish de que una práctica interpretativa no puede ser consciente de sí misma y reflexiva es presupuesta en cada una de sus innumerables acusaciones sobre cómo me muevo de manera confundida entre un nivel y otro. Tal asunción, que no se defiende y aparece por doquier, es contraintuitiva y debilitante.

La fuerza de esta asunción va siempre en descenso. Hace que la práctica interpretativa parezca automática e irreflexiva. Genera una grave falsa comprensión de las dos actividades que tan férreamente separa. Abandona la teoría interpretativa en un metanivel externo de enemigos imaginarios y deja a la práctica interpretativa actual desinfalda y pasiva, privada del tono reflexivo, introspectivo y argumentativo que de hecho le es esencial. Ambas consecuencias se muestran de forma conspicua en el tercer trabajo que Fish dedica a mi obra. En este repitió primero que debe entenderse que la batalla entre ambos se desarrolla en un plano lógico externo, por completo independiente de la práctica interpretativa. Según él, yo intento ocupar un punto arquidémico exterior a toda práctica. Mi “derecho como integridad” no es sino “un doble de la pretensión general de la filosofía de ser un modelo de reflexión que existe en un nivel superior a la mera práctica y revelador de ésta” La anunciada nueva razón para esta descripción fue que Law's Empire (El imperio del Derecho) pretende darles a los juristas un consejo que éstos no necesitan, poque en cualquier caso no podrían actuar de forma contraria a tal consejo. El argumento es erróneo incluso en sus propios términos. Pero aunque no lo fuera, tampoco serviría para el propósito que le quiere dar Fish. Aunque mis tesis sobre la interpretación fueran totalmente ociosas e innecesarias, de ello en ningún caso se seguiría que fueran arquidémicas o externas; la banalidad es demasiado interna y mundana. Lo que Fish (y como dije antes, cualquier pragmatista) tiene que mostrar es que puede darles a las afirmaciones que él considera ofensivas un sentido lo suficientemente distinto al que tienen en la práctica interpretativa común como para justificar su idea de que se desarrollan en un nivel de discurso distinto, extraño y separado. No me consta que tal cosa se haya siquiera intentado.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, “Pragmatismo y Derecho”, ibid, Págs. 54-59




cómo funciona la teoría dentro de prácticas interpretativas como el derecho


La segunda asunción de Fish, acerca del carácter pasivo e irreflexivo de las prácticas interpretativas, es la que domina su queja sobre cómo no sólo me quedo satisfecho con afirmar que los jueces piensan “dentro” de una práctica, sino que además insisto en que deberían pensar “con” una:

Pensar dentro de una práctica supone que la propia percepción de uno mismo y el sentido de la posibilidad y la adecuación de la conducta se derivan “naturalmente” (sin ulterior reflexión) de la propia situación cmo un agente profundamente situado (...) pensar con una práctica (manejando conscientemente algún modelo extrapolado de su funcionamiento) significa estar siempre calculando cuáles son las obligaciones que uno tiene, qué procedimientos son “realmente” legítimos y qué evidencia es realmente evidencia, etc. Significa ser teórico. (Fish, 1989)

Sin embargo, como todo jurista sabe, en el caso del derecho no hay diferencia alguna entre pensar dentro y con la práctica. Son lo mismo. Un buen juez comprenderá “naturalmente” y “sin ulterior reflexión” que forma parte de su trabajo ser autoconsciente y autocrítico, preguntarse cuáles son realmente sus “obligaciones”, qué “puebas son realmente pruebas” y así en adeante. Comprenderá de modo natural que, además de ser un participante en virtud de su rol, tiene que ser, en la terminología de Fish, un teórico. Esto no quiere decir, debería haber dicho, que los abogados o los jueces cada vez que hablan construyan desde cero teorías acerca de su labor. Significa más bien lo que dije cuando discutía los planteamientos de Grey sobre la teorización “omnicomprensiva”: que reconocen el carácter argumentativo que tienen incluso aquellas ideas que sostienen sin reflexionar, entienden que éstas son el pirncipio vulnerables a las objeciones teóricas y piensan que, si y cuando se presenten, tienen la responsabilidad de contestar a tales objeciones teóricas y piensan que, si y cuando se presenten, tienen la responsabilidad de contestar a tales objeciones de la manera más razonable que puedan. Aquí como en otros sitios, Fish subestima dramáticamente la complejidad de la estructura interna de las prácticas en las que las personas pueden verse envueltas de modo muy natural; no ve que, en algunas tareas, la teoría es algo que sale espontáneamente. Algunas de las cosas que hacemos son más argumentativas que lanzar una pelota de béisbol. Denny Martínez nunca escribió una sentencia. Incluso en el béisbol, sin embargo, la teoría tiene más que ver con la práctica de que reconoce Fish. El último jugador que consiguió un promedio del 40 por ciento, hace cincuenta años, fue el mejor bateador de la época moderna, y elabora una teoría antes de cada lanzamiento.
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Hay que dar la bienvenida a parte de la repuesta del profesor Fish a mi artículo. No sólo reconoce que la teoría es desde luego parte integrante de muchas prácticas, sino que también reconoce un aspecto clave de la mejor explicación de cómo funciona la teoría dentro de practicas interpretativas como el derecho. Afirma que en tales prácticas “los participantes competentes operan con una fuerte comprensión de cuál es el objetivo de la práctica en la que están involucrados”. Podía haber añadido que esto explica el carácter argumentativo y dinámico de estas prácticas. Los juristas a menudo se devanan los sesos y no se ponen de acuerdo respecto a qué es lo que el derecho rectamente entendido exige en una determinada situación porque, aunque comparten la idea de que el derecho tiene algún objetivo (que las distintas reglas y prácticas que forman la historia del derecho tienen algún sentido), tienen explicaciones distintas, rivales y controvertidas acerca de cuál es tal sentido, bien de modo general, bien respecto a concretas áreas o doctrinas o reglas jurídicas. De modo que la mejor interpretación del razonamiento jurídico lo entiende como interpretativo de la siguiente manera: los que piensan que es la mejor justificación de las anteriores reglas y prácticas y luego intentan extrapolar esa justificación a los nuevos casos. De tal forma interpretan y reinterpretan el pasado de su institución, formulando, reformulando, sometiendo a prueba e investigando las justificaciones rivales. Discrepan entre ellos cuando adoptan justificaciones de algún modo distintas para la misma historia o extrapolan básicamente la misma justificación pero de forma distinta. Este proceso no siempre es consciente o explícito: los casos “fáciles” son aquellos en los que cualquier interpretación anterior plausible arrojaría el mismo resultado también hoy en día y por lo tanto la decisión parece irreflexiva y casi automática. Pero por lo menos los jueces de apelación afrontan casos difíciles, en los cuales el proceso de justificación y extrapolación se hace más consciente y explícito, más cercano a la forma totalmente reflexiva y explícita que adopta, pongamos por caso, en las clases de derecho, que no son sino otro foro, diferentemente estructurado y con otro objetivo, en el que se desarrolla la misma práctica (los planteamientos soobre la aplicación judicial del derecho que he resumido en este párrafo los he trarao de defender en Dworkin, 1986).

De haber continuado así, Fish habría podido ofrecer una explicación precisa e inteligible de cómo la teoría jurídica “se introduce” en la práctica jurídica, y también de cómo pueden intentar ayudar en tal empresa los juristas académicos y los filósofos del derecho. Sin embargo, todavía no está preparado para conceder a la teoría un papel tan prominente en las prácticas interpretativas, de modo que continúa de un modo muy distinto, más cercano a su anterior planteamiento anti-teoría. Afirma que, aunque los juristas entiendan que el derecjo tiene algún objetivo, su comprensión “no es teórica de ningún modo interesantemente significativo” porque “sin ulteriores reflexiones crea la impresión de que algo resulta apropiado, útil o efectivo en la situación concreta”. En otras palabras, todavía quiere presentar a los abogados y jueces como atletas naturales e irreflexivos: artesanos instintivos que reaccionan irreflexivamente ante los problemas jurídicos decidiendo como han sido entrenados para decidir, como nadie que haya sido así entrenado puede dejar de hacer, obedeciendo las viejas prácticas de su profesión porque sería impensable no hacerlo, proporcionando justificaciones para esas reglas sólo cuando se les pide y repitiendo en tal caso las frases vacías que memorizaron en la facutad de derecho, justificaciones ociosas que nada tienen que ver con la práctica que realmente llevan a cabo, más allá de impresionar, com los libros de hidráulica en las estanterías de los fontaneros.
La anterior es una descripción excepcionalmente pobre de la práctica jurídica real. La exposición de Fish no deja espacio para la confusión, el progreso, la controversia o la revolución: no puede explicar por qué los juristas disenten, se preocupan o cambian de opinión respecto a lo que dice el derecho. Como afirmé, esta exposición de las prácticas interpretativas las convierte en algo pasivo y desinflado. Fish insiste, por ejemplo, en que los jueces son simplemente incapaces de cuestionar los procedimientos asentados de aplicación judicial del derecho: piensa que les resultaría tan “impensable” reconsiderar los principios convencionales de la jerarquía de los tribunales y del precedente como decidir los casos mediante la cita aleatoria de las obras de Shakespeare. Sin embargo, la historia del derecho está atiborrada de ejemplos de jueces que cuestionaron la ortodoxia. Algunos de estos desafíos fracasaron. Los jueces federales que afirmaron tener derecho a no seguir los precedentes del Tribunal Supremo cuando pensaran que éste iba a cambiar de opinión, por ejemplo, no consiguieron convencer a nadie más y su pretensión ha sido rechazada. En otros casos el desafío fue dramático y triunfó; hace unas pocas décadas, por ejemplo, la Cámara de los Lores, el más alto tribunal británico, anunció de repente que, contrariamente a la práctica consolidada, en el futuro no se consideraría vinculado por sus propias decisiones previas y, aunque la nueva práctica fue considerada escandalosa por algunos abogados británicos, hoy en día son pocos los que la cuestionan. Los anteriores son sólo unos ejemplos escogidos al azar: la historia del derecho o la actividad de os tribunales podría mostrar cientos más. En casi todos los casos el desafío a la ortodoxia y a la convención se envolvió en un argumento de igual estructura subyacente según el cual los fines de la aplicación judicial del derecho, el precedente, la jerarquía y el resto de instituciones de que se trate se verían mejor servidos (al menos en opinion de quienes proponían los cambios) mediante una ruptura más o menos radical con aquello que había venido pareciendo intocable.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, ibid, pág. 59-61






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el país de Nunca Jamás, la palabra “teoría” en su uso normal, el reino del meta-comentario y la abstracción

Fish efectúa afirmaciones similares sobre principios jurídicos sustantivos. Dice que los juristas se quedarían pasmados si se les pidiera una justificación de las “herramientas” que usan al considerar las disputas contractuales, como las doctrinas de la oferta y la aceptación, del error, la imposibilidad de cumplimiento, la frustración de la prestación, la ruptura, etc. Dice que al usar tales doctrinas los jursitas se apoyan en teorías o justificaciones tan poco como los carpinteros se apoyan en teorías a la hora de usar los clavos. Pero cualquier historia estándar de cómo se desarrolló el derecho de los contratos en los siglos posteriores al caso Slade muestra lo mala que es esta analogía, cuán profundamente yerra al describir el papel que la argumentación teórica y el disenso desempeñaron en tal proceso. Cada una de las doctrinas que menciona Fish cambiaron de contenido de un periodo a otro y todavía difieren en las distinas jurisdicciones del common law; los cambios y las difeencias reflejan, entre otras cosas, los distintos énfasis en la importancia relativa de la libertad contractual, la eficiencia del comercio, la imposición de la equidad en la práctica mercantil y la protección de quienes tienen un inadecuado poder de negociación, por citar cuatro de entre el gran número de tesis teóricas que los juristas han sostenido o rechazado sobre el sentido y la justificación del derecho de contratos. Hoy en día cualquier libro de derecho de contratos uestra lo intensas que siguen siendo estas controversias. Las doctrinas que Fish considera herramientas naturales son intensamente controvertidas. No sólo resulta controvertido qué debe contar como una oferta, una aceptación o un error, por ejemplo, sino también cuál debe ser la importancia de estas ideas en el reconocimiento legal de las transacciones consensuales, somo demuestra claramente el desarrollo de las doctrinas del cuasi-contrato y los cntratos de adhesión, y la relativa regresión desde el contraro al estatus, entre otras tendencias. De nuevo, el núcleo de estas controversias es el tipo de argumento teórico (impulsando y poniendo a prueba distintas justificaciones) que Fish quiere tratar como meramente decorativo. Como dije más arriba en este mismo artículo, los escépticos jurídicos cuestionan una asunción común de la argumentación jurídica: la que sostiene que las cuestiones jurídicas tienen respuestas correctas. Pero estos escépticos insisten, tanto como cualquiera, en que el argumento jurídico sigue siendo teórico justo del modo en que Fish niega que lo sea, porque lo describen como el intento consciente de ambas partes por imponer su propia vision del derecho privado.

Por lo tanto, pienso que, aunque la visión de Fish es ahora menos radical y escandalosa de lo que parecía antes, todavía malinterpreta gravemente el papel de la argumentación teórica en las prácticas interpretativas como el derecho y la crítica literaria. Pero debo referirme a un pasaje, casi al final de su respuesta, que puede sugerir otra conclusión. En él afirma que, si yo tengo razón en que el abogado o el juez tienen que reflexionar de forma teórica simplemente para llevar a cabo su trabajo de forma competente, entonces “parece que hay pocos motivos para llamarlo teoría”, ya que se trataría simplemente de la característica de estar cualificado para lo que uno hace. Pero si, por otro lado, “usamos el término “teoría” de un modo más elevado (...) volvemos a reino del meta-comentario y la alta abstracción”. La primera de estas afirmaciones debe haber sorprendido a todos los lectores. El poder efectuar argumentaciones teóricas muy complejas es sin duda parte de la “cualificación” del filósofo, cosmólogo o economista del bienestar, y en tal sentido no tenemos “pocas” sino razones muy poderosas para considerar teoría aquello que hacen. ¿Quiere Fish realmente decir que la teoría no juega un papel “significativo” en el desempeño de ningún tipo de profesión? ¿O quiere tan sólo decir que él, personalmente, no utilizará la palabra “teoría” para describir ninguna forma de pensamiento, por muy auto-consciente que sea, que forme parte de la cualificación para realizar un trabajo, sino que reservará la palabra para describir los procesos mentales que de algún modo flotan en ausencia de práctica en el país de Nunca Jamás del “meta-comentario y la alta abstracción”? Si es el caso, en realidad ya no quedaría nada acerca de lo que disentir. Excepto que yo, como no creo en el país de Nunca Jamás, seguiré utilizando la palabra “teoría” de modo normal.

Ronald Dworkin, La justicia con toga, ibid, Pág. 61-61







en alabanza de la teoría

En este capítulo voy a ocuparme del papel de la teoría en el razonamiento y la práctica jurídica. No hay nada mejor que los ejemplos, de modo que empezaré con algunos. Imaginemos que una mujer ha tomado unas pastillas genéricas que resultan tener efectos secundarios muy lesivos. Las pastillas eran elaboradas por muchos fabricantes diversos y no tiene ni idea de cuál de ellos produjo las que efectivamente compró y consumió año tras año, y por lo tanto no tiene ni idea de quién produjo las que le lesionaron. ¿Puede demandar a alguno o a todos los fabricantes o hemos de insisitr en que nadie es responsable de aquellos daños que no causó? Los juristas se han pronunciado en ambos sentidos. Algunos, incluyendo al Tribunal Supremo de California, han afirmado que os fabricantes de los medicamentos son responsables de forma solidaria. Otros insisten en que ninguno de ellos es responsable y que el perjuicio sufrido por la mujer, desgraciadamente, es una pérdida incompensable en derecho. Supongamos (por poner otro ejemplo distinto) que la gente quema banderas de los Estados Unidos con fines de protesta política y surge la pregunta de si el gobierno puede tipificar tal conducta como delito sin chocar contra la protección de la libertad de expresión de la Primera Enmienda. Como saber el lector, los juristas de nuevo han adoptado diferentes posiciones. El Tribunal Supremo contestó “no”, pero muchos juristas siguen pensando que con tal respuesta cometió un error de derecho constitucional. Hay otros miles ejemplos de profundas controversias acerca de qué es lo que dice el derecho. El Tribunal Supremo está a punto de considerar un caso que le llega en apelación desde el noveno circuito, en el que se presenta una cuestión incluso más compleja: la de si la Constitución concede, al menos en principio, el derecho al suicidio asistido. Los jueces, los abogados y la gente corriente dan a esta pregunta respuestas drásticamente distintas.

Ahora puedo plantear la cuestión principal. ¿Qué tipo de afirmación es aquella que sostiene, por ejemplo, que según el derecho los fabricantes de medicamentos son responsables solidarios o que la Decimocuarta enmienda concede el derecho al suicidio asistido? No son simples afirmaciones históricas, meros informes descriptivos de sucesos que ocurrieron en el pasado. Tampoco son sólo predicciones: alguien que afirma que la Constitución protege el suicidio asistido puede predecir (como hago yo) que el Tribunal Supremo decidirá lo contrario. Así que, ¿qué es lo que hace verdadera o falsa una afirmación acerca de o que el derecho dice sobre una cuestión?
Lo que sigue es, según creo, otra forma e preguntar básicamente lo mismo. ¿Cómo se puede razonar o discutir adecuadamente acerca de la verdad de las afirmaciones sobre el derecho? Empecemos por distinguir dos respuestas muy generales a tal pregunta. La primera la denominaré el enfoque “teorizado”. El razonamiento jurídico consiste en la utilización de una amplia red de principios jurídicamente derivados o de moral política en la resolución de problemas jurídicos como los que he descrito. En la práctica uno no puede pensar en la respuesta correcta a cuestiones de derecho a menos que haya reflexionado seriamente, o esté dispuesto a hacerlo, acerca de un amplio y elaborado sistema de principios complejos sobre la naturaleza del derecho de daños, por ejemplo, o acerca del papel de la libertad de expresión en una democracia, o sobre la mejor comprensión de la libertad de conciencia y las decisiones éticas personales.

El segundo tipo de respuesta (al que por oposición al enfoque teórico voy a llamar “práctico”) puede exponerse de la siguiente manera: todo lo que acabo de ecir sobre teoría amplias, generales y complejas es erróneo. La decisión judicial es un acontecimiento político y los jueces, los abogados y cualquiera que piense acerca del derecho debería dirigir su atención al problema práctico inmediato planteado por cualquier acontecimiento político. La única pregunta debe ser : ¿cómo podemos mejorar las cosas? Para responder las cuestiones prácticas de forma adecuada se tiene que saber mucho acerca de las consecuencias de las distintas decisiones (y quizá algo de economía para calibrarlas). Pero no se necesitan tomos y tomos de fiosofía política.

Me atrevo a afirmar que, según describiía ambos enfoques, el lector inmediatamente reconoció cuál era el suyo. El enfoque práctico parece tan directo, tan sensato, tan americano. En contraste, el enfoque teórico parece abstracto, metafísico y por completo fuera de lugar cuando hay problemas reales que resolver. Como el lector ya habrá supuesto, voy a intentar argumentar exactamente lo contrario. Voy a defender que el enfoque teórico (que he descrito como harían sus enemigos, pero que en seguida describiré de forma más refinada) no sólo es atractivo, sino también inevitable. Como explicaré, la alternativa práctica sufre un defecto fundamental: no tiene nada de práctica.

Empezaré por intentar describir de forma algo más detallada cómo entiendo la visión teorizada del razonamiento jurídico. En el transcurso de la exposición diré algo sobre Hércules y otros titanes. Luego consideraré dos ataques que recientemente ha sufrido la visión teorizada así entendida. El primero de ellos es el lanzado por Richard Posner. Ya saben: ese juez perezoso que escribe un libro antes de desayunar, dicta varias sentencias antes del mediodía, enseña toda la tarde en la facultad de derecho de la Universidad de Chicago y lleva a cabo operaciones de neurocirugía después de cenar. El segundo procede de Caso Sunstein, un colega suyo que es casi tan prolífico y también trabaja en la Facutad de derecho de la Universidad de Chicago. Juntos forman la Escuela de Chicago de ciencia jurídica sensata y antiteórica. Ambos critican la concepción teórica de razonamiento jurídico y apoyan la práctica, y ambos describen mi propia versión de la primera como un paradigma de los errores que esperan corregir. Por lo tanto, usaré sus trabajos para poner a prueba mi idea de que realmente no existe elección entre la visión teóricamente compleja y despreciablemente abstracta que denuncian y la visión práctica que reivindican.

El enfoque teorizado

Hace un rato hice una pregunta. ¿Qué tipo de afirmación es aquella que sostiene que según el derecho los fabricantes de medicamentos son (o no) responsables solidarios por los daños que algunos de ellos no causaron? Entiendo que nuestra mejor opción es considerar que tiene carácter interpretativo: afirma que dentro de nuestra práctica hay principios que, cuando son aplicados al caso en concreto, otorgan (o no) al demandante el derecho a una sentencia contra los fabricantes como grupo. Por supuesto, la frase “principios dentro de una práctica” es una metáfora y, aunque las metáfroas tienen su encanto, en la ciencia jurídica a menudo han funcionado como sustitutos antes que como incentivos del pensamiento, de modo que lo mejor es deshacerse de ellas tan pronto como sea posible. Mi metáfora pretende indicar que justificamos las tesis jurídicas mostrando que los principios que las apoyan ofrecen al tiempo la mejor justificación de una práctica jurídica más general en el área doctrinal en que surge tal caso. Por supuesto, lo juristas disentirán acerca de qué conjunto de principios proporciona la mejor justificación de la estructura general de cualquier parte considerable del derecho. Alguno podría pensar que la mejor justificación para el derecho de daños no intencionales es el principio de que las personas son responsables del daño que causan negligentemente, aunque sea de forma no intencional, pero no del que no causan. Si entendemos que tal principio proporciona la mejor justificación, entonces los fabricantes de medicamentos ganan y el demandante pierde, a que no se puede probar que uno de ellos en conreto le causara algún daño. Pero otros juristas podrían argumentar que esta parte del derecho de daños se justifica mejor siguiendo otro principio, segúne l cual, cuando los accidentes se producen como consecuencia casi inevitable de una actividad comercial valiosa, como la investigación, desarrollo y venta farmacéutica, los daños no deben recaer sólo en las desafortunadas víctimas concretas, sino que deben distribuirse entre la clase formada por quienes se benefician de la actividad. Ese principio presumiblemente apuntaría hacia la solucuón contraria. Por supuesto, podrían formularse otros principios pertinentes, algunos mucho más complejos y convincentes, pero estos dos nos bastarán para nuestro supuesto.

Por poner otro ejemplo, también podemos construir dos principios rivales en el caso de la quema de banderas. El primero sostiene que la especial protección que nuestra práctica otorga a la libertad de expresión se justifica por la importancia instrumental que tal libertad tiene para el funcionamiento de nuestra democracia. El segundo afirma que la práctica relativa a la libertad de expresión se explica mejor mediante un principio bien distinto: el que a nadie se le pueda prohibir la expresión de una convicción, opinión o preferencia simplemente por ser ofensiva forma parte integrante de la igualdad ciudadana (y es por lo tanto un principio constituyente de la democracia, antes que uno instrumental para ésta). Según entiendo, el primero de estos principios apoyaría una decisión en contra de afirmar que existe un derecho a quemar la bandera, mientras que el segundo apoyaría la decisión a favor.

De este modo, un juicio acerca del derecho (que la víctima del medicamento gana o pierde, o que conforme a la Constitución se puede o no prohibir la quema de banderas) es equivalente a la afirmación de que uno u otro principio provee la mejor justificación de una parte de la práctica jurídica. ¿Mejor en qué sentido? Interpretativamente mejor. Mejor, esto es, porque se ajusta mejor a la práctica jurídica y la presenta en una mejor luz. En tal caso, cualquier razonamiento jurídico resulta vulnerable a lo que podemos llamar “ascenso justificativo” (justificatory ascent). Pongamos que levantamos un poco la mirada de los casos particulares que parecen más apropiados de modo inmediato y que contemplamos nuestra áreas del derecho, o que incluso la levantamos bastante y contemplamos el derecho de accidentes, por ejemplo, o de modo aún más general el derecho constitucional, o nuestras asunciones acerca de la competencia o la responsabilidad judicial. En tal caso podríamos descubrir una seri amenaza para nuestra afirmación de que el principio que íbamos a apoyar nos permite ver nuestras prácticas jurídicas en su mejor luz. Porque podríamos descubrir que tal principio no es compaginable o de algún modo no se ajusta bien a otro en el que nos tenemos que apoyar para justificar una parte más amplia de derecho. Podríamos por ejemplo estar dispuestos a aceptar que las personas o las instituciones pueden ser obligadas a indemnizar sin necesidad de mostrar que sus actos causaran parte de alguna de la lesión que se les pide que ayuden a compensar. Pero alguien podría aducir que es posible que tal principio haya sido implícitamente rechazado en otro lugar, por ejemplo en aquellos casos en los que se niega la responsabilidad debido a que la conducta del demandado estaba demasiado alejada en la cadena causal que produjo la lesión del demandante. Puede que fuéramos nosotros mismos los aque nos planteásemos tal posibilidad. Por supuesto, es posible que fuéramos capaces de esquivar el peligro mostrando cómo pueden ser reconciliadas estas otras decisiones con el principio que entendemos aplicable a los casos de responsabilidad de empresa. Pero no podemos simplemente ignorar el peligro, porque las características del argumento interpretativo que estamos desplegando (y que debemos desplegar para sostener una tesis jurídica) hacen relevantes todos esos posibles peligros. No podemos simplemente ignorar la alegación de que nuestra supuesta justificación en realidad mostra´ria que nuestra práctica jurídica no procede conforme a principios porque apela a un principio concreto para justificar la coerción contra algunos ciudadanos y rechaza el mismo para denegar la compensación a otros. Si tal alegación está justificada, nuestra propuesta de decisión también sería objetable, no por razones de elegancia teórica, sino también en términos relativos a cómo debe gobernarse una comunidad comprometida con la ciudadanía igualitaria.

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Ronald Dworkin, La justicia con toga, “En alabanza de la teoría”, ibid, Págs. 63-68






Las Rosas de Piedra”, la rosa de vidrio

Para Daven

“Cincuenta y siete rosas u óculos, tres enormes rosetones, más de ciento veinticinco ventanales. La profusión de vidrio es tan fabulosa (mil ochocientos metros cuadrados, lee el viajero en sus guías) que éste no sabe adónde atender ni desde qué sitio mirar mejor ese juego infinito de figuras y colores que cubre toda la fábrica, desde la fachada al ábside”.


Esto lo escribe, Julio Llamazares, sobre la catedral de León en su libro “Las Rosas de Piedra”, él tambien procede de la provincia de León, de Vegamián, un pueblo creo que casi desaparecido por lo escarpado de su perfil rural.
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Se refiere a la ciudad. Y a su escasa actividad profesional. Como desde hace ya siglos, León sigue siendo una ciudad de tenderos y éstos no necesitan madrugar mucho, a lo que se ve.

-¡Pero a las nueve y media...! --dice el viajero, asombrado

A las nueve y media de la mañana, o, mejor dicho, a las diez, que es cuando vuelve a la catedral, ésta está tan solitaria y vacía como antes. Solamente dos turistas disfrutan del espectáculo que les ofrece esta gran caja de cristal que ilumina en sus ascensión el sol de la primavera.

Antes de entrar en ella, no obstante, el viajero se demora brevemente en su fachada. La del poniente, que es la más reconocida y por la que se accede al templo, cerradas como están las otras dos, la del norte por el claustro y la del sur por la hermosa reja que rodea todo el templo, aislándolo de la calle. La fachada de poniente, que comprende las dos torres, gemelas pero asimétricas (una es más alta que otra), la forma un hermoso hastial con rosetón y cuatro ventanas (eurítmicas, dicen los libros), y abajo, y a ras de suelo, lo mejor de la fachada: el atrio de triple cano y góticas esculturas que lleva el nombre de Virgen Blanca. Lo preside una copia de ésta (la original está dentro, en una capilla, para preservarla de la erosión) y lo componen tres grnades arcos que se abren a las tres naves y que representan, de norte a sur, escenas de la vida de Cristo y de San Juan, otra del Juicio Final y otras de la Coronación de la Virgen. Sobre ellas y entre medias, apóstoles, ángeles, vírgenes, reyes y, en la del Juicio Final, en el partenón de abajo, condenados que arden entre las llamas o se entrecallan como chorizos en las calderas del fuego eterno mientras que los elegidos les miran sin hacer nada. ¡Qué insolidarios!, piensa el viajero, observándolo.

Aunque se contradice. Él mismo, al cruzar la puerta, hace lo propio con el mendigo que le extiende su mano pedigüeña. Ni siquiera se fija en él.

Pero hay que perdonárselo. Hay que entender su actitud, que en modo alguno motivan la indiferencia o la falta de compasión, sino la emoción que siente por volver a entrar en un templo que es para él más que eso. Es el primero de todos, en el tiempo y en belleza. En el tiempo, porque fue el primero que vio, cuando tenía seis y ocho años, y, en belleza, porque sinceramente lo cree así. A lo largo de su vida, ha visto muchas iglesias y ninguna le ha parecido tan bella como esta catedral que parece suspendida, más que alzada, sobre el suelo, y que semeja un caleidoscopio de tanto cristal que tiene. Así al menos lo imagina mientras, desde el portalón de entrada, contempla una vez más este edificio que se abre esta mañana solamente para él.

Porque en su interior no hay nadie. La catedral está tan vacía que hasta se oye latir el aire. Cuando más las pisadas del viajero, que retumban en las losas como si fueran las de un ladrón que estuviera violando algo sagrado.

El viajero se dedica a ver el templo despacio. Sin nadie que le interrumpa, lo puede hacer a su antojo, demorándose en as naves y capillas y deteniéndose cada poco para admirar las vidrieras; esa sucesión de estampas grabadas sobre cristal que ocupan toda la fábrica (de ahí su impresión de fragilidad) y que componen uno de los más bellos conjuntos en su género en el mundo. Lástima que no pueda verlas, com le enseñó su padre, reflejadas en el agua de la pila de la entrada, que está completamente vacía, segñun las chicas del museo paa evitar que los drogadictos laven en ellas sus jerignuillas.

-¡No es verdad!...
_Pregúntele al sacristán -le responden las dos chicas que regentan la taquilla del museo al ver que aquél no les cree.


“Cincuenta y siete rosas u óculos, tres enormes rosetones, más de ciento veinticinco ventanales. La profusión de vidrio es tan fabulosa (mil ochocientos metros cuadrados, lee el viajero en sus guías) que éste no sabe adónde atender ni desde qué sitio mirar mejor ese juego infinito de figuras y colores que cubre toda la fábrica, desde la fachada al ábside”.

La impresión que produce es la de estar en un sueño. Un sueño que va creciendo a medida que la vista se desliza por los muros, de abajo arriba y de un lado a otro, descifrando los motivos de una iconografía que, como el mundo en la religión, se divide y se organiza en tres planos diferentes: abajo los vegetales, en medio el mundo animal y, en lo más alto de todo, el sobrenatural o místico. Es decir, la célebre pirámide religiosa tan del gusto de las gentes del medievo.

Y es que la mayoría de estas vidrieras son coetáneas del templo (del siglo XIII, por tanto). Trabajaron en ellas, según los historiadores, los mejores vidrieros españoles y extranjeros de la época, aunque, con el tiempo, lo harían también algunos menos brillantes. En conjunto, las más antiguas son las del claristorio, aunque las hay también de ese tiempo repartidas por el resto de los muros. Representan personajes del Antiguo Testamento, excepto la de la Cacería, de iconografía profana, detalle este muy novedoso en el arte relgioso medieval, lo que ha hecho pensar a algunos que quizá estuviera antes en un palacio real, posiblemente el de Alfonso X.


Con las manos en los bolsillos, caminando muy despacio y deteniéndose cada poco para volver a admirar lo visto, el viajero recorre una por una las vidrieras, que se deslizan ante sus ojos como si fueran un libro abierto. El viajero va embriagado por la luz que las alumbra (luz de Dios, diría un creyente) y la música que ahora suena, que parece elegida para ello. Al final, llegado ya ante el altar, se sienta a seguir mirándolas en un banco de la nave principal, en la que se ve ya gente. Mientras lo hace, lee su historia. Las guías hablan ahora de la construcción del templo, que comenzó, al parecer, en el 1205 un tal Manrique de Lara sobre el mismo solar en que se alzara la primitiva catedral románica (que, a su vez, había ocupado el del Palacio Real, construido, por su parte y a su vez, sobre unas termas romanas), en el lugar más alto y noble de la ciudad. Un solar, por lo tanto, lleno de historia (y disputado por todos los invasores) en torno al que ha girado desde siempre la de esta vieja ciudad en la que el viajero tiene también parte de su historia.

Pero su historia es casi un suspiro comparada con la de esta catedral. Desde que se concluyó, la catedral de Santa María, o la Pulchra Leonina, como la llaman los más redichos, ha vivido y conocido tantas cosas que es imposible sintetizarlas. El viajero recuerda, por ejemplo, aquel incendio que a punto estuvo de destruirla en 1966 (tenía él once años), pero, antes, la catedral ya había conocido terremotos y desplomes y diversas agresiones, entre las que no es la menor la enfermedad del mal de la piedra que roe sus estructuras y que amenaza con deshacerlas como si fuera un azucarillo. Aunque no todo han sido desgracias. A lo largo de su vida, como es lógico, la catedral de León ha conocido también momentos más jubilosos y épocas de esplendor. Esplendor que se manifiesta en su arquitectura, de gran pureza y belleza, pero también en sus dimensiones, que la hacen casi única en su género.

Porque, si las vidrieras son impresionantes (sobre todo una mañana como ésta), no lo es menos e tamaño de estas naves que parecen concebidas, más que para permanecer en ellas, para elevarse hacia las alturas. Desde el exterior, agujas, pináculos y arbotantes la convierten en un bosque fabuloso (un bello bosque de piedra), pero, por dentro, la catedral parece más una gran bodega en la que los rosetones hacen las veces de ojos de buey. Construida al estilo francés, siguiendo el mismo modelo delas de Reims o Chartres, es, junto con las de Toledo y Burgos, el edificio gótico más importante de cuantos se conservan en la Península, aunque tiene sobre éstas todavía una ventaja: casi la cuarta parte de su estructura es de vidrio, lo que la hace aún más esbelta y delicada. Lo cual contrasta con su tamaño y con la altura de su dos torres, que el viajero recuerda ahora desde dentro. Las recuerda y vuelve a verlas: cuadradas y puntiagudas, como flechas que apuntaran hacia el cielo de León. Ese cielo azul y puro que alumbra los ventanales y en el que se oyen ahora las campanadas que dan las once.

¿Dónde estará Teodorino? ¿E Ico, el viejo campanero enamorado de su oficio? El viajero os conoció ya hace años, cuando aún vivía en esta ciudad y visitaba la catedral a menudo. Ico se murió hace tiempo (y con él su viejo oficio: hoy las campanas se tocan mediante un sistema electrónico), pero Teodorino sigue viviendo y, aunque jubilado ya, vuelve aquí de cuando en cuando. El viajero se lo encontró hace algún tiempo, en una de sus visitas, y todavía le recordaba.

Pero el sustituto no le conoce, ni hace por conocerlo. El hombre, que debe tener mucho trabajo esta mañana apenas se detiene a hablar con él cuando le pregunta por su antecesor, al verlo salir de la sacristía.

-Vive. Claro que vive -le dice, sin entusiasmo.
-¿Y viene por aquí?
-Cuando le parece -responde el hombre, entrando en el presbiterio y dejando al viajero con la palabra en la boca.

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Julio Llamazares, Las Rosas de Piedra, ed. Alfaguara, Madrid, 2008, Págs. 99-104





Con la palabra en la boca, reanuda su paseo por la catedral de vidrio


Con la palabra en al boca, pero sin sorprenderse apenas (el viajero ya conoce a sus paisanos), reanuda su paseo por el templo, camino de la girola, donde se encuentran la mayoría de las capillas. Están todas abiertas, salvo una, que es la que guarda a la Virgen Blanca. A través de la reja, sin embargo, la talla compite con ventaja con las que la rodean, entre las que las hay también muy hermosas, cmo el Calvari renacentistas del Valmaseda o el Nacimiento hispano-flamenco del siglo XV que da nombre a la capilla en que se expone, y con la misma puerta del Cardo, llamada así por su decoración y que comunica la sacristía con la capilla mayor. La puerta, obra de Juan de Badajoz el Viejo, como el trascoro y parte del claustro, combina elementos mudéjares y góticos y está considerada por los expertos como uno de los trabajo decorativos mejores de la catedral.

Al viajero, sin embargo, le gustan más otras cosas. El retablo mayor, por ejemplo, aun a pesar de estar recompuesto (del original sólo quedan ya, y no enteras, cinco tablas). O el arca de San Froilán, que guarda bajo el altar las reliquias del santo que fue obispo de León antes de serlo de Lugo y que destella en la oscuridad como una barca de plata. Y por supuesto la colección de sepulcros que, empotrados en los muros de las naves y capillas, recuerdan al visitante lo efímera que es la vida y que son, junto con las vidrieras, las auténticas joyas de esta catedral. Los de los obispos Martín Fernández y Martín Rodríguez el Zamorano, ambos góticos, del siglo XIII, son los más bellos de todos, aunque el más monumental, como no podía ser de otro modo, es el de Ordoño II, el monarca que cediera su palacio para la construcción del templo y que por eso descansa en él, en lugar de ahcerlo en San Isidoro, como el resto de los reyes de la corte leonesa. Está en el trasaltar, en la girola, frente por frente de la Virgen Blanca.
La librería capitular hoy capilla de la Virgen del Camino, merece también un alto. Aunque sea solamente por su puerta y sus releives tardogóticos.

Pero el viajero necesita salir fuera para asimilar lo visto y regresar a la realidad, aunque sea solamente unos minutos. Así hace y agradece. La plaza está ahora tan bella, tan radiante bajo el sol de la mañana que parece, más que una plaza, un reflejo de aquél en la ciudad. Sobre todo a esta hora del mediodía en la que el sol está en lo más alto y cae con toda su fuerza sosbre los paseantes que la atraviesan y sobre los bancos de los jubilados. Una fuerza realtiva y soportable teniendo en cuenta que todavía estamos a 2 de abril.

La ciudad, por su parte, ya ha despertado del todo. Se agita con el ir y venir de sus vecinos y con el de los numerosos turistas que hoy la visitan y que confuyen tarde o temprano en la catedral.

Levanta la mirada, pero por necesidad, para poder ver entera la catedral, para contemplar sus torres, sus crestas y sus pináculos (sobre la mayoría de los cuales hay posada una cigüeña), no sólo hay que alejarse un poco, sino que hay que levantar la vista como para mirar al cielo. Y es que esta catedral es tan alta que parece, más que elevarse hacia el cielo, star pintada directamente sobre su fondo. Sobre todo, esta mañana en la que el cielo es tan azul que parece más pintado que real.

Pintado parece también el pórtico que le viajero observa ahora desde cerca. Es el de mediodía, también llamado de San Froilán por la figura que lo preside y que enfrenta las fachadas del Obispado y del Seminario. Compuesto de triple arco, como el de la fachada oeste, representa también varias escenas, una de ellas del Apocalipsis, y data del 1300. Aunque para pintado el reloj de aguja que campea a media altura en la torre a la que nombra (a la otra se lo han dado las campanas) y que, restaurado recientemente en Suiza, destella con su azul electrizante sobre el ocre de la piedra, por encima de la placa que señala la altitud de este lugar: 839,6 metros sobre el nivel medio de mar en Alicante.

Dentro de la catedral, no obstante, la altura desaparece, igual que la realidad. El viajero otra vez dentro se sumerge nuevamente en un gran sueño, que ahora es todavía bello.

-¡Qué maravilla!... ¿Verdad?

El que habla no es ningún ángel. Es un hombre como él que, en compañía de una muchacha, mira también las vidrieras y que le habla porque le conoce, dice, aunque comprende que él no le recuerde.

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Julio Llamazares, Las Rosas de Piedra, ibid, Págs. 104-107












































La justicia como parámetro, la buena vida y una vida mejor

El cuarto conjunto de enigmas que describí tenía que ver con el vínculo entre el bienestar y la moralidad. ¿Cómo se puede vivir mejor, en la virtud o en la injusticia? Quisiera distinguir ahora entre dos versiones distintas de esta cuestión. Primero: ¿cómo afecta el valor crítico de la vida de alguien su propia conducta injusta? Segundo: ¿cómo le afecta el hecho de que su sociedad sea injusta, aunque ello no se deba a su propia conducta? El modelo del impacto, en su forma abstracta, no adopta posición alguna en o que se refiere a la primera pregunta, pues podemos encontrar interpretaciones de ese modelo que son compatibles con cada una de las tres concepciones que describí antes. Según una interpretación, por ejemplo, sólo hacemos bien al mundo cuando lo hacemos menos injusto, y en esa interpretación nadie podría mejorar su vida produciendo más injusticia en el mundo. Pero, según otra interpretación, la mejor vida es a vida consagrada a la creación de un gran arte; en esa interpretación, la deserción de Cézanne mejoraría su vida aun en el supuesto de que desertar fuera cometer un acto irremisiblemente injusto.

Pero el modelo del impacto, incluso en su forma abstracta, toma posición respecto de la segunda pregunta. Sostiene que el hecho de que alguien viva en una sociedad injusta no afecta, en sí mismo, al éxito o fracaso de su propia vida. Resulta innegable que en los Estados Unidos de nuestros días algunas personas -les llamaré ricos- poseen más riqueza de lo que sería justo, y otros -los pobres-, menos. Sin embargo, un hombre rico puede usar su riqueza para producir un impacto positivo en el mundo. Puede usarla para crear o promover buen arte, o para financiar una investigación -propia o ajena- en el campo de los antibióticos, o incluso para reducir globalmente el nivel de injusticia en el mundo desprendiéndose de dinero. Interpretemos como interpretemos el valor objetivo, el impacto de su vida tiene más valor que el que habría tenido si sólo hubiera dispuesto de unos ingresos medios, y puesto que la situación injusta en la que está (según nuestro supuesto) no ha sido causada por él, no existe impacto axiológico negativo -en su vida- que contraponer al impacto positivo. Consideremos ahora al pobre. Casi con toda seguridad, tendrá una vida peor, en términos de impacto, que la que habría tenido si hubiera sido más rico. Pero eso no es de ningún modo consecuencia del hecho de que su menor riqueza sea ainjusta: no es la injusticia de los escasos recursos que se le asignan, sino el monto absoluto de esos recursos lo que limita e impacto que él pueda tener. No reputaríamos su vida mejor si cambiáramos nuestra noción de justicia y decidiéramos que, después de todo, la asignación que recibe es justa.

El modelo de desafío sugiere una aproximación muy distinta a estas dos cuestiones. A quien acepte ese modelo, aceptando así que algunos aspectos de nuestras circunstancias tienen que contar como parámetros normativos de la buena vida, le resutará difícil no considerar la justicia como uno de esos parámetros normativos. Ciertamente, los recursos deben figurar de alguna manera como parámetros. Los recursos no pueden contar sólo como limitaciones, porque no tiene sentido concebir que la mejor vida posible sea la de alguien que tiene a su disposición cuantos recursos quepa imaginar. De manera que tenemos que encontrar alguna descripción adecuada del modo en que los recursos entran en la ética como parámetros de la buena vida, y creo que no tenemos que encontrar alguna descripción adecuada del modo en que los recursos entran en la ética como parámetros de la buena vida, y creo que no tenemos otra alternativa que recurrir a la justicia, estipulando que una buena vida es una vida adecuada a las circunstancias en las que los recursos están distribuidos de una forma justa.

Si vivir bien implica que nos asignemos el desafío correcto y, a su vez, eso significa estipular, mediante los parámetros, qué recursos son adecuados, entonces cualesquiera convicciones normativas que tengamos acerca de la manera adecuada de distribuir los recursos resultarán pertinentes de forma ineludible. Sería extraño afirmar, como el juicio moral que hemos tenido en cuenta, que lo adecuado es que la gente reciba sólo la parte de recursos que le corresponde en justicia, definida de una forma concreta, y no pensar al mismo tiempo -al emitir un juicio ético sobre las circunstancias que consideramos apropiadas para decidir la vida que sería buena para nosotros- que las circunstancias justas, así definidas, son las apropiadas. No se puede evitar esta conclusión diciendo que lo moralmente apropiado puede que no sea éticamente apropiado, porque el concepto de parámetros normativos no tendría sentido si insistimos en esta distinción. Hasta donde sea posible, estamos obligados a estipular los parámetros de recursos de una vida bien vivida de manera tal que respeten nuestro sentido de la justicia.

Si vivir bien implica que nos asignemos el desafío correcto y, a su vez, eso significa estipular, mediante los parámetros, qué recursos son adecuados, entonces cualesquiera convicciones normativas que tengamos acerca de la manera adecuada de distribuir los recursos resultarán pertienentes de forma ineludible. Serí aextraño afirmar, como el juicio moral que hemos tenido en cuenta, que lo adecuado es que la gente reciba sólo la parte de recursos que le corresponde en justicia, definida de una forma concreta, y no pensar al mismo tiempo -al emitr un juicio ético sobre las circunstancias que consideramos apropiadas para decidir la vida que sería buena para nosotros- que las circunstancias justas, así definidas, son las apropiadas. No se puede evitar esta conclusión diciendo que lo moralmente apropiado puede que no sea éticamente apropiado, porque el concepto de parámetros normativos no tendría sentido si insistimos en esta distinción. Hasta donde sea posible, estamos obligados a estipular los parámetros de recursos de una vida bien vivida de manera tal que respeten nuestro sentido de la justicia.

Si vivir bien significa responder de manera adecuada al reto adecuado, entonces a una persona le va peor e la vida si engaña a otros para obtener una ventaja injusta. Asimismo, le va peor cuando vive en una sociedad injusta, aunque no sea culpa suya, porque no puede hacer frente al desafío correcto, ya sea rico, pues tiene más de lo que es justo, o pobre, pues tiene menos. Eso explica por qué la injusticia, por ella misma, es, en el modelo del desafío, mala para la gente. Alguien a quien se le niega lo que en justicia le correponde vive una vida peor precisamente por esa razón; vive una vida peor que la que habría vivido con idéntico monto absoluto de recursos en, digamos, una época más pobre en la que nadie hubiera tenido más que él. No quiero decir con ello, evidentemente, que el valor o la calidad absolutos de los recursos de que dispone una persona no influya en la vida que ésta pueda llevar, siempre que cuente con una porción justa de los recursos disponibles. Alguien que viva en una comunidad o en una época más rica, con un reparto justo de la riqueza, se enfrenta a un reto más interesante y valioso, y puede llevar una vida más excitante, más diversificada, más compleja y más creativa precisamente por esa razón, del mismo que alguien que juega al ajedrez tiene una oportunidad más valiosa que alguien que juega al parchís. Las vidas pueden ser mejores de diferentes maneras, y enfrentarse a un reto más valioso es una de ellas. Reconocer la justicia como un parámetro de la ética limita, sin embargo, la bondad de la vida que algunos pueden vivir sean cuales sean las circunstancias económicas dadas. Supongo que yo podría tener una vida mejor si las circunstancias cambiaran de tal forma que una distribución justa me asignara más recursos. Sin embargo, de aquí no se sigue que pueda tener ahora mismo una vida mejor gracias a una distribución injusta de los recursos.

Pero ¿es realmente cierto que nadie puede conseguir nunca, bajo ninguna circunstancia, vivir una vida mejor poseyendo más que lo que la justicia permite? La concepción platónica tiene cierta verosimilitud si interpretamos que trata a la justicia como un parámetro de la buena vida, de modo que nadie pueda mejorar su vida en sentido crítico empleando más recursos que los que en justicia le corresponden, de la misma manera que nadie puede mejorar un soneto añadiéndole líneas. Una vez que aceptamos que la mejor vida es aquella que responde bien a las circunstancias adecuadas y que dichas circunstancias son circunstancias de la justicia, tomamos conciencia de cuán difícil resulta vivir una vida más o menos parecida a la vida adecuada cuando las circunstancias distan mucho de ser justas. En realidad, tomamos conciencia de cuán difícil es imaginar incluso una buena vida en esas circunstancias.

Nuestra sociedad es injusta, de manera que nuestra cultura no ofrece ejemplos que podamos estudiar de vidas que hayan florecido, o que pudiéramos considerar de éxito, en las circunstancias normativamente adecuadas. Aquellos de nosotros que somos ricos no podemos establecer las relaciones con otras personas (particularmente con aquellos que son pobres porque nosotros somos ricos) que serían importantes para una buena vida en una sociedad justa. Podemos intentar vivir sólo con los recursos que pensamos que nos corresponderían en una sociedad equitativa, haciendo lo que podamos, con lo que nos quede, para reparar la injusticia a través de la caridad privada. Pero puesto que una distribución justa no puede establecerse contrafácticamente, sino sólo dinámicamente a través de instituciones justas, somos incapaces de estimar qué porción de nuestra riqueza es la equitativa. Por otro lado optar por ignorar lisa y llanamente el hecho de la injusticia y gastar lo que tenemos para satisfacción de los intereses volitivos que nuestra cultura recomienda a las personas con nuestros medios difícilmente parecerá una respuesta adecuada. Podemos trabajar políticamente, pero lo más probable es que no consigamos hacer el bien en una proporción apreciable, y esto, a su vez, hace nuestra vida peor, porque un fracaso de la comunidad es también un fracaso nuestro. De modo que, una vez que identifiquemos las condiciones para una vida realmente buena de una forma inteligente, sentiremos cierta simpatía por el punto de vista platónico de que la injusticia es un parámetro duro de la ética, de que nada puede redimir a una vida estropeada por la desgracia de vivir en un estado injusto.

Sin embargo, esto parece demasiado fuerte. El punto de vista alternativo de que la justicia es un parámetro blando haría de ella una parte constitutiva de la ética, pero resultaría menos destructivo en relación con las intuiciones éticas recalcitrantes. Según este punto de vista, aunque alguien aupado a una riqueza injusta no pueda tener éxito completo enfrentándose al reto apropiado, que es vivir una vida adecuada en una comunidad justa, no por ello su vida deja automáticamente de tener valor. Podría ser una vida muy buena, En realidad, lo mismo que un ejercicio de patinaje que se desvía de los movimientos obligatorios, podría incluso, en contados casos, tener una vida mejor que la que habría tenido en una sociedad perfectamente justa. Sin embargo, esto no será verdad con respecto a la mayoría de la gente que tiene más dinero del que debería. No harán nada tan brillante o tan misterioso con el excedente injusto puesto a su disposición que compense por su incapacidad para llevar una buena vida en una comunidad jsta. Algunos de ellos gozarán de su vida más de lo que lo habrían hecho en una comunidad justa, claro está. Pero eso no significa que sus vidas sean mejores en el sentido crítico. No obstante, algún genio financiado por una fortuna injusta -Miguel Angel, por los Medici- puede conseguir una vida mejor que cualquiera que viviera en un Estado más justo. (Como Harry Lime nos contó en El Tercer Hombre, el Quattro-cento italiano produjo dos cosas: la tiranía y el Renacimiento. Suiza, por la misma época, produjo la democracia y el reloj de cuco.) Y es muy probable que un niño salve su vida gracias a unos servicios médicos muy caros de los que puede disponer gracias a la injusta fortuna de sus padres -un tratamiento que no estaría disponible para adie en una sociedad justa- viva también una vida mejor. Nuestro sentido de la posibilidad ética parece requerir esas concesiones. Y su bien matiza la perspectiva de Platón, no la socavan. De acuerdo con el modelo del desafío, Platón estuvo muy cerca de la verdad.

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Ronald Dworkin, Virtud Soberana, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Págs. 286-289





WITCHYS WIKKED GRAPHIX

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¿aditiva o constitutiva?


Nuestro próximo conjunto de enigmas tiene que ver con la intrigante relación entre convicciones y buena vida. ¿Hasta qué punto y de qué forma depende el que yo tenga una buena vida de que la crea buena? No podemos dar sentido a la experiencia ética a menos que supongamos que es objetiva: una vida particular no puede ser buena para mí sólo porque yo piense que lo es, y yo puedo equivocarme al pensar que una vida particular es la buena. Pero las convicciones parecen desempeñar un papel más importante en la ética de lo que ese soso enunciado sugiere. Parece prepóstero suponer que podría estar en los intereses de alguien, incluso en el sentido crítico, llevar una vida que él desprecia y que considera indigna. ¿Cómo podría interesar a alguien, ni siquiera en un sentido crítico, llevar una vida a la que no concede valor? Nos asalta entonces la tentación de decir que el valor ético tiene que ser subjetivo, después de todo: llevar una buena vida debe ser una cuestión de satisfacción ética, lo que significa, a la postre, que debe ser cuestión de pensar que la vida de uno es buena. Pero entonces la tuerca da una nueva vuelta: no puedo pensar que mi vida es buena a menos que piense que su bondad no depende de lo que yo piense.

El modelo del impacto corta ese nudo insistiendo en que el valor ético es plenamente objetivo, de manera que alguien puede en realidad llevar una vida mejor a alguna vida alternativa, incluso cuando él mismo piensa que es mucho peor. El valor ético es aditivo, más que constitutivo, de acuerdo con el modelo del impacto, porque el valor ético es una cuestión de valor independiente que una vida añade al universo, y eso no puede depender de la cantidad de valor que una persona crea que está aportando. Crear un gran arte no requiere la creencia de que se está creando arte del grande. El hecho de aumentar la felicidad de los demás tampoco requiere la creencia de que se está actuando así, y mucho menos creer que la vida es mejor por eso. En algunos casos, las convicciones éticas del sujeto podrían añadirse al impacto de lo que hace. Quizá yo consiga crear aún más placer si los demás saben que yo creo que eso mejora mi vida también. Pero ese impacto extra es incremental. El modelo del impacto no tendría, pues, ningñun problema para explicar el sentimiento común al que me he referido antes: que la vida de Hitler habría sido mejor para él mismo y para el resto del mundo si hubiera sido encarcelado o incluso asesinado poco después de nacer. El impacto de la vida de Hitler habría sido entonces mucho más favorable, aun si no hubiera tenido impacto alguno, de modo que su vida habría sido mucho mejor, en el sentido crítico, también para él.

La concepción del desafío resuelve esos rompecabezas de un modo muy distinto. En cualquier interpretación plausible de este modelo, el vínculo entre convicción y valor es constitutivo: mi vida no puede ser mejor para mí en virtud de un rasgo o componente que yo piense que carece de valor. Aun en su forma abstracta, el modelo tiende a la concepción constitutiva, pues la intención forma parte del ejercicio: no otrogamos mérito a alguien que realiza un ejercicio por algún rasgo de dicho ejercicio que él procura evitar por todos los medios, o que no reconoce, aun retrospectivamente, como bueno o deseable. El ejercicio artístico de un pintor no resulta mejorado cuando un maestro empuja su mano a lo largo del lienzo, o cuando se la detiene evitando una pincelada que arruinaría lo que ya ha hecho. La vida del misántropo no es mejor por una amistad a la que él no confiere la menor importancia. Claro que habría sido mucho mejor para todo el mundo que Hitler hubiera muerto en su cuna. Pero, según el modelo del desafío, no tiene sentido decir que su propia vida habría sido mejor -como algo distinto a no peor- si hubiera sucedido eso. No hay nada comparable en este modelo a un impacto negativo en el mundo.

Podría resultar útil considerar, en este momento, cómo afecta esa diferencia entre los dos modelos a una cuestión de la filosofía política: la legitimidad del paternalismo crítico coercitivo. ¿Es adecuado que el Estado intente mejorar las vidas de los ciudadanos obligándoles a actuar de maneras que ellos piensan que empeoran su vida? Una buena parte del paternalismo coercitivo estatal no es de carácter crítico. El Estado obliga a la gente a usar los cinturones de seguridad para evitarles un daño que se supone que ellos mismos consideran tan malo como para justificar esas constricciones, incluso si no se abrochan el cinturón a menos que les obliguen. Pero algunos sostienen que el Estado tiene derecho a -o incluso obligación de- mejorar las vidas de los ciudadanos en el sentido crítico, esto es, no sólo contra su propia voluntad, sino también contra su propia convicción. Tal motivo para la coerción no ha sido de mucha importancia práctica en nuestros días. Los colonizadores teocráticos pretenden su propia salvación, no el bienestar de aquellos a quienes convierten a la fuerza, y los intolerantes sexuales actúan movidos por el odio, no por la solicitud hacia aquellos cuya conducta encuentran inmoral. Sin embargo, algunos filósofos sugieren motivos paternalistas: algunos de los que se denomian comunitaristas o perfeccionistas quieren obligar a la gente a votar, por ejemplo, aduciendo que las personas cívicas llevan mejores vidas.

El modelo del impacto acepta la base teórica del paternalismo crítico. No quiero decir con ello que cualquiera que acepte ese modelo apruebe el paternalismo. Podría pensar, por ejemplo, que los funcionarios harían un mal uso de su poder, o que establecerían juicios de valor ético peores que los de los ciudadanos a pie. Pero le vería su punta al paternalismo: para él tendría sentido, pongamos por caso, decir que la vida de las personas iría mejor si se les obligara a rezar, porque en tal caso podrían satisfacer más a Dios y así tener un mayor impacto, aun en el caso de que se tratara de ateos.

La concepción del desafío, en cambio, rechaza el supuesto más radical del paternalismo crítico: que la vida de una persona pueda ser mejorada forzándola a realizar una acción o a una abstención que ella piensa que carece de valor. Alguien que acepte el modelo del desafío podría muy bien pensar que la devoción religiosa es una parte esencial del modo en que los humanos deberían responder a su situación en el universo y, en consecuencia, que la devoción forma parte de la buena vida. Pero no puedo pensar que a observancia religiosa involuntaria, orar a la sombra del potro de tortura, tiene valor ético alguno. Puede pensar que un homosexual activo malogra su vida al no comprender el significado del amor sexual. Pero no puede pensar que un homosexual abstinente, en contra de sus propias convicciones y sólo por temor, ha conseguido superar ese defecto de su vida. Es decir, de acuerdo con el modelo de desafío, lo que cuenta es el ejercicio, no los meros resultados externos, y el tener un motivo o una percepción adecuados es condición necesaria de un ejercicio adecuadamente ejecutado.

Pero sería exagerado decir que el modelo del desafio excluye toda forma de paternalismo, porque el defecto que halla en el paternalismo puede subsanarse por aceptación si el paternalismo actúa en un plazo lo suficientemente corto y limitado como para no restringir significativamente las opciones en caso de que la aceptación del paternalismo debe ser genuina, y no lo es cuando se hipnotiza a alguien, o se le lava el cerebro, o se le atemoriza para que se convierta. La aceptación del paternalismo es genuina sólo cuando ella misma forma parte del ejercicio del sujeto, no es el resultado de bombardear su cerebro con los pensamientos de otra persona.

Los ejemplos del paternalismo crítico que he usado hasta ahora son casos de paternalismo quirúrgico: la coerción está justificada porque la conducta implantada es buena, o porque la conducta que ha sido extirpada es mala por la gente. Consideramos ahora una forma de paternalismo más refinada. El paternalismo sustitutivo no justifica una prohibición alegando la maldad de lo que prohíbe, sino el valor positivo de las vidas sustitutivas disponibles gracias a él. Supongamos que los que tienen poder piensan que una vida de devoción religiosa es una vida desperdiciada y que, como consecuencia de ello, prohíben las órdenes religiosas. Los ciudadanos que han consagrado hasta ahora sus vidas a las órdenes llevarán entonces otro tipo de vida, con otras experiencias y otros logros que a ellos les parezcan valiosos, aunque (y a no ser que cambien sus convicciones y acepten el paternalismo) no dejarán de pensar que sus vidas son peores que la vida que se les negó. Alguien que hubiera consagrado su vida a una orden monástica, por ejemplo, podría emprender una vida política que fuera eminentemente fructífera y valiosa para otros de una forma que él concede que hace de su vida una vida mejor. Bien, ahora el dilema que registramos antes reaparece.

Supongamos que nos ponemos de acuerdo en que una vida dedicada a la devoción religiosa es una vida desperdiciada. La vida del político, manifiestamente, no ha sido desperdiciada. Es verdad que no se le puede dar el mérito de haber tomado la decisión de preferir la política a la devoción, porque eso es algo que ni hizo ni admitió. Pero sí pueden imputársele méritos por los varios actos y decisiones exitosos de su vida política: él eligió esos actos y tomó esas decisiones percibiendo su valor. ¿Cómo podríamos no pensar que la buena vida que, de hecho, vivió fue una vida mejor que la vida que, según creemos, habría carecido de todo valor, piense él lo que piense?

Pero ahora viene de nuevo lo raro: ¿cómo puede ser mejor para él la vida que llevó si se fue a la tmba pensando que había sido peor? ¿En qué sentido pudo tener un mayor éxito en la vida si le dejó un sabor amargo por creer que fue una vida falsa, distorsionada, en pugna con su propio sentido ético?

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El modelo del desafío (pero no el modelo del impacto) tiene recursos para resolver ese dilema. Si aceptamos el modelo del desafío podemos insistir en la prioridad de la integridad ética en cualesquiera juicios que hagaos acerca del grado de bondad de la vida de alguien. La integridad ética es la condición a la que llega quien es capaz de vivir de acuerdo con la convicción de que su vida daría una respuesta claramente mejor a los parámetros de su situación ética correctamente estimados. La tesis de la prioridad de la integridad sostiene algo más fuerte que la afirmación de que la decepción y el arrepentimiento amargan una vida, que esos rasgos, por tanto, empeoran una vida. Si eso fuera todo, entonces esos componentes negativos podrían fácilmente ser contrapesados por los rasgos positivos de la vida sustitutiva. Podríaos decir cómodamente que, aunque el político hubiera preferido con mucho una vida en una orden religiosa, su carrera política, a pesar de ello, haciendo balance y tomando sus percepciones y opiniones en cuenta, fue una vida mejor que el desperdicio de vida que habría tenido. El hecho de dar prioridad a la integridad ética convierte en un parámetro de éxito ético la fusión de convicción y vida, y estipula que una vida que no logre nunca este tipo de integridad no puede ser críticamente mejor para alguien que una vida que la logre.

Claro que la integridad ética puede fallar por muchas razones. Falla cuando la gente vive mecánicamente, sin conciencia de poseer -y de responder a- convicciones éticas de ningún tipo. Falla cuando la gente deja sus convicciones de lado y se somete a sus intereses volitivos con una sensación vaga, pero persistente, de no estar viviendo como debería. Falla cuando, acertada o equivocadamente, la gente cree que no está rodeada de los parámetros normativos correctos, cuando tiene menos recursos que lo que sería justo, por ejemplo. Y falla superlativamente cuando alguien obliga a otros a vivir de un modo que lamentarán, que nunca llegarán a aceptar.

Así pues, reconocer la prioridad de la integridad ética no tiene por qué convertir a la ética en un asunto subjetivo en primera persona, es decir, en una reflexión acerca de cómo debería vivir uno mismo. No obstante, incluso en primera persona, la integridad ética adquiere a veces una fuerza independiente. No puedo pasarme la vida rizando el rizo de la ética; tengo que acabar llegando a convicciones que, al menos temporalmente, sobrevivan a un escrutinio decente y honesto. Entonces trato esas convicciones no ya como hipótesis acerca del valor ético, sino, correcta o incorrectamente, como convicciones que establecen o que la integridad ética exige de mí. Y al abrazarlas por esta razón, les confiero un carácter distinto.

Pero no puedo regodearme en esas decisiones previas sin límite, pues tener convicciones requiere, si no un permanente examen de conciencia, sí al menos tomarse en serio las dudas y remordimientos que puedan surgir, así como las amonestaciones de profesores y amigos.

El papel desempeñado por la integridad es muy distinto en tercera persona. Cuando considero qué vida es la mejor para alguien, tengo que tomar en cuenta, como hechos, las convicciones del sujeto en cuestión a la hora de formar un juicio acerca de qué tipo de vida debería levar. Si después de un autoexamen concienzudo, después de haber abierto su espíritu a argumentos contraros, mi amigo decide ingresar en una orden religiosa, yo puedo imaginar tres tipos de vidas que él podría vivir. Podría cambiar de opinión (quizá después de considerar argumentos ulteriores) y dedicarse con éxito a la política, para bien del país y con saisfacción y confianza plenas en el valor de lo que hace y en la prudencia de su elección. O bien, podría mantenerse en su idea y vivir una vida de evoción religiosa, de nuevo con satisfacción y confianza plenas en su elección. O podría plegarse por alguna razón al consejo de sus amigos y entrar en la vida política contrariando a sus propios instintos y convicciones; tendría éxito, pero no hallaría genuina satisfacción, ni paz consigo mismo, y nunca dejaría de lamentar su elección. Yo no tengo duda alguna de que la mejor vida para él sería la primera. Pero tampoco dudo de que la segunda es mejor que la tercera, y eso refleja mi compromiso con la prioridad de la integridad en tercera persona. No hay escepticismo en mi roden de preferencias. No quiero decir que la vida de devoción religiosa sea la mejor para él porque él lo crea así. Yo no he cambiado mi opinión de que su vida tendrá menos éxito, y continuaré discutiendo con él si creo que puedo convencerle de ello. Lo que quiero es que, dadas sus inconmovibles convicciones, es la única vida que puede vivir estando en paz consigo mismo, y por eso e elegirla es lo mejor que puede hacer para enfrentarse al reto de su situación, una situación que, tal como la entendemos ahora, incluye aquellas convicciones. Evidentemente, algunas convicciones éticas son tan terribles o ruines que no animaríamos a nadie que fuera incapaz de sacudírselas a vivir una vida conforme a ellas. Pero esto es porque una vida malvada es mala para otros, no porque pensemos que una vida que contrariara sus inclinaciones sería mejor para ellos.

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289-294







































valor y convicción, el asunto del paternalismo


Si aceptamos la prioridad de la integridad ética, ¿por qué habría de preocuparnos cuán buena es la vida de otros mientras ellos mismos la encuentren satisfactoria? ¿Por qué deberíamos intentar persuadir de que reflexionara más a alguien que sólo ve valor en la riqueza y en el poder, si para él no hay duda de que sus convicciones materialistas son correctas? Quizá la respuesta se halle en lo que parece una benevolencia muy abstracta: que creemos que la gente debería llevar vidas mejores, buscar la integridad en un nivel más elevado, aun si la satisfacción que les pueden proporcionar sus nuevas vidas no es mayor que la que les pueden proporcionaban sus vidas anteriormente. El principio de la prioridad, evidentemente, no ofrece ninguna razón que impida que intentemos mejorar las vidas de la gente mediante la persuasión o el ejemplo. Pero en la mayoría de circunstancias, el principio ofrece una razón más positiva para convencernos de que la benevolencia debería adoptar esa forma. Efectivamente sospechamos que, a la postre, el materialista y el misántropo no encontrarán plenas o satisfactorias sus vidas; sospechamos que, algún día, su sentido ético se despertará y les revelará que sus vidas son estériles y que no les compensan, aunque quizá sea ya trágicamente tarde. También sabemos que la integridad, hasta cierto punto, es una cuestión de grado: aun si ellos piensan que sus vidas van estupendamente ahora y parecen dispuestos a continuar así, creemos que conseguirían unir vida y convicción aún mejor si tuvieran unas convicciones diferentes.

¿Significa eso que la prioridad de la integridad recomienda una forma de paternalismo más profunda que las que hemos considerado hasta ahora?

Pienso en el paternalismo cultural: la sugerencia de que las personas deberían ser protegidas, evitando que eligieran vidas malas y desechables, no por medio de una prohibición lisa y llana del derecho penal, sino con decisiones y mecanismos educativos que eliminaran las malas opciones de su horizonte imaginativo. La gente responde de diversas maneras a lo que su cultura les ofrece: posibilidades, ejemplos, consejos. ¿Por qué, pues, no deberíamos intentar hacer este ambiente cultural lo mejor posible en interés de la gente que habrá de decidir cómo vivir influida por él?

Evidentemente, nuestras circunstancias -que incluyen el léxico y el ejemplo éticos de nuestra cultura- influyen en nuestras respuestas éticas. Pero, hasta cierto punto, esas circunstancias se encuentran, colectivamente hablando, bajo nuestro control, y cuando lo están tenemos que preguntarnos cómo deberían ser idealmente. Debemos preguntarnos, por ejemplo, qué circunstancias son adecuadas para aquella gente que concede valor a su vida exhibiendo destreza en el arte de vivir. Ya vimos en la sección anterior cómo, por esta vía, la justicia se convierte en una cuestión tan ética como política. Necesitamos parámetros normativos que definan el reto de vivir, y la justicia entra en el terreno de la ética cuando preguntamos qué recursos serían adecuados para que la gente comprendiera la naturaleza de este reto. Las cuestiones acerca del paternalismo crítico entran en la ética, en el modelo del reto, de un modo parecido. Quienes defienden el paternalismo sostienen, en efecto que las circunstancias adecuadas para la reflexión ética son aquellas en las que las vidas malas o desperdiciadas han sido colectivamente excluidas, de modo que las decisiones que puede tomar un individuo caben en un abanico deliberadamente restringido. Si fuera ésta una concepción adecuada de lo que debería ser la reflexión ética, entonces completamente fuera de lugar. Vivir bien significa elegir la mejor opción de una lista previamente escogida, y el paternalismo sería indispensable, no una amenaza, para el éxito ético. Pero esa concepción no resulta adecuada: no es posible que un reto sea más interesante, o que, de cualquier otra forma, resulte más valioso enfrentarse a él, cuando ha sido recortado, simplificado y domesticado con anterioridad por otros, y eso es cierto tanto si ignoramos lo que han hecho esos otros como si somos perfectamente conscientes de ello.

Supongamos que alguien replica que el reto es más valioso si aumentan las oportunidades de seleccionar una vida verdaderamente buena, y que e aumento de esas oportunidades depende de que unas personas sabias con poder filtren previamente la lista de posibilidades. Esa réplica malinterpreta gravemente el modelo del desafío porque confunde parámetros con limitaciones. Presupone que tenemos un patron definidor de lo que es la buena vida que trasciende la cuestión de qué circunstancias son adecuadas para que la gente decida cómo vivir, de modo que pueda utilizarse para responder a esa cuestión estipulando que las mejores circunstancias son aquellas que producirán más probablemente la respuesta correcta. De acuerdo con el modelo del desafío, vivir bien es responder de modo adecuado a circunstancias acertadamente juzgadas, y eso implica que la dirección del argumento debe ser la inversa. Debemos disponer de algún fundamento independiente para pensar que es mejor para la gente elegir ignorando la posibilidad de vidas que otros desaprueban; no podemos limitarnos a argumentar, sin incurrir en una petición de principio, que la gente vivirá mejores vidas si se recortan de esa forma sus elecciones.

Entender este punto equivale a eliminar cualquier tentación de paternalismo cultural. Esto no significa que el gobierno no tenga responsabilidad respecto del marco cultural que influye en las decisiones que toma la gente sobre cómo quiere vivir. Un gobierno que desee proporcionar las circunstancias correctas en las que los ciudadanos elijan cómo vivir bien se esforzará para que a cultura de su comunidad proporcione oportunidades y ejemplos que hayan sido considerados elementos necesarios del bien vivir en el pasado por personas reflexivas y que se podrían vivir ahora de forma sensata y adecuada, particularmente si la cultura popular proporciona contado ejemplos de esa vidas. Mis argumentos recogidos en el capítulo 11 de A Matter of Principle no incluían esta razón para el apoyo público al arte, porque lo que intentaba allí era contestar al argumento de que tal apoyo era injusto mientras que los fondos empleados pudieran usarse para aliviar enfermedades y corregir la pobreza injustificada. Pero fundándose en la idea de que el arte mejora el valor de las vidas en la comunidad, un Estado que ha satisfecho las exigencias de la justicia pueda usar propiamente fondos públicos para apoyar un arte que el mercado dejaría perecer.

Así pues, el asunto del paternalismo añade una dimensión nueva a las diferencias que hemos registrado entre los varios tipos de modelos de valor ético. El modelo del impacto permite una defensa quirúrgica del paternalismo, porque divorcia valor ético y elección ética. Pero el modelo del desafío funde valor y elección. Insiste en que nada puede mejorar el valor crítico de una vida a menos que se acepte como una mejora por parte de l apersona de cuya vida se trata, y esto convierte al paternalismo quirúrgico en contraproducente cuando la vida sustitutiva carece de integridad ética. El modeo del desafío socava el paternalismo cultural, finalmente, porque esta forma de paternalismo supone una imagen independiente, trascendente del valor ético, imagen que el modelo del desafío rechaza. El modelo no excluye la posibilidad de que la comunidad acepte y recomiende colectivamente ideales sostenidos de forma inadecuada o insuficiente por la cultura dominante. Tampoco excluye la instrucción obligatoria y otras formas de regulación que, según señala la experiencias, acabarán siendo aceptadas de una manera genuina, no manipulada, si actúan en un plazo lo suficientemente corto, de una manera no invasora y nos ujeta a otras objeciones independientes. Todo eso se sigue de papel central, constitutivo, que el modelo del desafío asigna a la convicción reflexiva o intuitiva. El valor ético es objetivo, pero sus rasgos nos tientan a considerarlo también subjetivo. Sin embargo, deberíamos resistir esa peligrosa tentación poniendo especial cuidado en registrar la compleja fenomenología de los jucios éticos, particularmente las diferencias que existen entre juzgar para nosotros mismos y juzgar para los demás.

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Ronal Dworkin, Virtud Soberana, ibid, Págs. 294-297




Etica y comunidad, las convicciones del impacto óptimo, el dilema del prisionero

El último conjunto de problemas que describí planteaba la cuestión de hasta qué punto puede la ética ser más social que individual. ¿Tiene sentido la integración ética, es decir, la idea de que los intereses críticos de alguien dependen no sólo de sus propios logros y experiencias, sino también del éxito de los grupos a que pertenece? El modelo del impacto supone que el buen crítico de cada persona consiste en el impacto que esa persona tiene en el mundo. Sólo puede, pues, defender la integración ética argumentando que un individuo tiene, de hecho, un impacto más valioso si piensa no en su propio impacto, sino en el impacto de un grupo al que él pertenece. La teoría de juegos y, a su amparo, la filosofía moral y política han defendido una situación, el llamado dilema del prisionero, en la cual eso es verdadero. En esa situación, aquellos individuos que actuaran racionalmente persiguiendo sus propios intereses llegarían a una situación colectiva que resultaría peor para cada uno de ellos, y es posible que eso sea cierto no sólo cuando los individuos persiguen intereses estrechos, volitivos, sino también cuando tratan de tener un impacto objetivamente valioso en el mundo.

En tales circunstancias, sería mejor para cada uno de ellos que se preguntaran no cómo podrían conseguir el máximo impacto, sino cómo podría conseguirlo el grupo para, a continuación, actuar sólo como parte del proyecto de éste. De ese modo cada uno asegura que su propia acción producira un mayor impacto en el mundo, llevando así, de acuerdo con el modelo del impacto, una vida críticamente mejor también él mismo.

Pero el modelo de impacto no uede explicar nuestras convicciones reales apelando al dilema del prisionero, pues las convicciones o intuiciones más comunes sobre la integración ética no se ajustan a esa estructura. Nos sentimos éticamente integrados en grupos a los que, de una manera u otra, ya pertenecemos, y sólo nos identificamos con actos colectivos que están ya establecidos como prácticas de grupo. Así, nos sentimos integrados éticamente sólo en comunidades políticas del grupo. Así, nos sentimos integrados éticamente sólo en comunidades políticas de las que ya somos ciudadanos, y únicamente nos identificamos con actos colectivos. De esa forma, reconocemos la integración ética en muchas ocasiones en las que, al menos aparentemente, eso no conlleva ventajas para nuestros propios proyectos. No existen razones expresables en términos de teoría de los juegos para pensar que mi vida va peor si mi comunidad hace lo que yo no deseo que haga: la racionalidad coletiva que soluciona el dilema del prisionero no puede dar cuenta de mi vergüenza personal por la intervención norteamericana en Vietnam. Además, a menudo no se nos despierta el sentido de la integración ética en situaciones en las que la cooperación resultaría manifiestamente apropiada. En el caso del dilema del prisionero, mi compañero de detención y yo tenemos razones muy poderosas para sellar el acuerdo vinculante de no confesar y, cada uno de nosotros tiene una razón oral para no confesar, incluso en el caso de que no se llegara a un acuerdo mutuo. Pero, a no ser que semoas amigos o parientes, o que estemos trabajando juntos en algún proyecto, ninguno de nosotros tenderá a percibir la razón de la integración ñetica: que su propia vida va peor si el grupo que formamos los dos no prospera. De manera que el tipo de explicación que de la integración ética: que su propia vida va peor si el grupo que formamos los dos no prospera. De manera que el tipo de explicación que de la integración ética ofrece el modelo del impacto va por mal camino. La integración ética proporciona a veces la motivación necesaria para la racionalidad colectiva, pero no al revés.

El modelo del desafío ve la integración ética bajo una luz enteramente diferente. No necesita mostrar, para darle sentido a esa integración, que un individuo tiene más impacto a través de la acción colectiva de su comunidad que a través de la suya propia. Sólo necesita mostrar que es admisible la idea de aceptar la integridad ética como una respuesta adecuada a un parámetro importante de as circunstancias individuales (el hecho de que los individuos vivan vinculados a otras personas en varias comunidades). De hecho, ése es un punto de vista comúnmente compartido acerca de la buena vida, de modo que el desafío se revela capaz de dar sentido a la idea de la prioridad ética de una manera natural, no forzada. Probablemente debería repetir una vez más que el modelo del desafío no es un mecanismo diseñado para dar fundamento a convicciones como ésta. No invoco la tesis abstracta de ese modelo -la tesis de que la bondad de la buena vida es una cuestión de ejercicio, no de impacto- como parte de argumento en favor de la integración ética. Sólo me limito a señalar, para acabar esta larga sección, que el hecho de interpretar las convicciones que tengamos en térmios de respuesta hábil a un reto complejo confiere a esas convicciones más sentido y las hace más coherentes que la interpretación general alternativa, según la cual son convicciones del impacto óptimo que podamos tener.

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Ronald Dworkin, Virtud Soberana, ibig, Págs. 297-299

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crítica de la teoría intencionalista del lenguaje, la evidencia perceptiva de la donación fenoménica de los estados de cosas


En primer lugar quisiera recordar el resultado de nuestra confrontación anterior entre el a priori del lenguaje proposicional de Wittgenstein y la defensa fenomenológica del a priori de la conciencia. Hemos constatado lo siguiente: con respecto a la evidencia perceptiva de la donación fenoménica de los estados de cosas que son afirmados en una proposición, existe una prioridad del a priori de la conciencia; pues en este respecto es a mí, al sujeto consciente, a quien corresponde comprobar si la intencionalidad de mi creencia acerca de la existencia de un estado de cosas es cumplida por el fenómeno dado. Esta constatación está, como es obvio, enteramente en la línea de la tesis de Searle de que es el estado intencional de a conciencia (aquí: la creencia en la existencia de un estado de cosas) el que determina en último término las condiciones de cumplimiento del acto de habla de la afirmación de ese estado de cosas.

Pero hemos constatado también que el punto central de Wittgenstein, que hace referencia al a priori lingüístico proposicional de la descriptibilidad de hechos de la experiencia, no resulta refutado por la dependencia que la evidencia perceptiva del cumplimiento tiene con respecto de la intencionalidad de la conciencia. De cara a la tesis de Searle, podemos formular esto ahora del siguiente modo: por lo que toca a la evidencia puramente fenoménica, ciertamente, el estado intencional de la conciencia impone la condición de cumplimiento -y ya antes el contenido intencional de la conciencia que cree en la existencia de un estado de cosas existente- es dependiente de la oración proposicional del lenguaje con el que el estado de cosas mentado puede ser descrito. Esto quiere decir que el significado fijado lingüísticamente decide como qué puedo mentar y (en caso de que exista) señalar un estado de cosas en cuya existencia creo.

Si se quisiera abstraer de esta mediación de la determinación de la condición de cumplimiento, y ya antes del contenido intencional de la conciencia, pormedio del a priori del lenguaje, entonces quedaría solamente una relación directa libre de interpretación entre la intencionalidad de la conciencia y el fenómeno dado. Yo podría, por ejemplo, pensar que detrás de mí hay algo igual a lo que aparecía en la foto del explorador que en un primer momento no era interpretable. Por medio de esa intencionalidad cuasi-independiente del lenguaje se determinaría efectivamente también una condición de cumplimiento. Yo podría confirmar su cumplimiento dándome la vuelta y constatando: “sí: justamente eso es lo que pensaba”. Pero, ¿qué habría pensado en este caso como estado de cosas existente? Esto no podría manifestarlo en una forma pública o intersubjetivamente comprensible. La determinación y comprobación, independientes del lenguaje, de la condición de cumplimiento de mi intención de que un estado de cosas es el caso se habrían llevado a cabo, en cierto modo, en el sentido del solipsismo metódico de la fenomenología de la evidencia, prelingüísticamente orientada, de Edmund Husserl. Y tal caso, como trato de mostrar en contra de Husserl, no sería todavía un caso de conocimiento o de verificación; aunque podría pensárselo en cierta medida como un modo deficiente de verificación. Por ejemplo, todos los participantes de una expedición, a los cuales se les enseñase una fotografía, podrían confirmar que vieron algo así, sin poder decir de qué se trata. El mentar intencional y las condiciones de satisfacción, determinadas por él, de la creencia en la existencia de un estado de cosas, serían explicitables en este caso -para hablar con Peirce- sólo en el sentido de la “Primeridad” (ser-así de la cualidades sensibles) y de la “Segundidad” (encuentro del yo con e no-yo), pero no en el sentido de la “Terceridad” (interpretabilidad como algo). Ciertamente, Searle no se refería a un caso así con su argumento acerca de la determinación de las condiciones de cumplimiento de una afirmación por una creencia. No obstante, sostengo que únicamente el caso descrito cumple, en sentido estricto, la condición indicada por Searle de su teoría del significado: la de una dependencia unilateral del significado lingúístico con respecto a la, presuntamente, más fundamental intencionalidad de la conciencia. En el sentido de los análisis que hemos llevado a cabo hasta ahora, quisiera, por el contrario, plantear, para el caso normal de las afirmaciones y las creencias que están a su base, la tesis de una dependencia recíproca del a priori de la conciencia y del a priori del lenguaje:

1.En lo que concierne a la determinación de la evidencia no interpretada de cumplimiento para mí, el significado proposicional de mi afirmación depende, en efecto, de contenido intencional consciente de mi creencia. (Y esta dependencia se corresponde con una prioridad empírico-genética de la intencionalidad de la conciencia frente al a priori del lenguaje. Antes de poder afirmar -legítimamente- algo, tengo ya que tener una creencia).
2.Pero en lo que concierne al posible significado intersubjetivamente válido del contenido intencional de mi creencia y, por consiguiente, en lo que concierne a la posible interpretabilidad de la evidencia de cumplimiento determinada por él, la intencionalidad de la conciencia depende, por el contrario, del a priori del lenguaje.
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Karl-Otto Apel, Semiótica trascendental y filosofía primera, ed. Síntesis, 1993, Madrid, Pag. 107-109




Al dar respuesta a la pregunta por la diferencia entre las condiciones de validez -y en esa medida también de la fuerza ilocucionaria- de los actos de habla asertivos y directivos, hemos utilizado evidentemente una referencia al mundo del lenguaje que no se dejar reducir a la representación de estados de cosas propia de las proposiciones. Se la podría denominar referencia al mundo de la validez intersubjetiva de las normas sociales; y se entiende que también es empleada ya en el aspectro performativo-ilocucionario del significado de os actos de habla asertivos, aunque el desempeño de esta pretensión de validez -es decir, de la pretensión de verad, en tanto que pretensión que la afirmación tiene a la validez intersubjetiva- no puede entrar en conficto con e cumplimiento de las condiciones de verdad proposicionales. A diferencia de ello, entre el desempeño de las condiciones de cumplimiento o satisfacción de los actos de habla directivos, por una parte, y el desempeño de sus condiciones de validez, por la otra, persiste en todo momento la posibilidad de un conflicto; por ejemplo, en el caso de la aceptación o no aceptación de órdenes o peticiones cuya pretensión de validez sea problemática.

Usando la terminología de Searle, podríamos decir: a la hora de entender la fuerza ilocucionaria de los actos de habla directivos, no se trata solamente de entender la world to wrd direction of fit, en el sentido de las condiciones de satisfacción proposicionales, sopesando si estas condiciones pueden ser cumplidas, sino también, a la vez, de entender la relation of fit que el hablante supone (o no) entre la pretensión directiva de su acto de habla y el mundo de las normas sociales, sopesando si la pretensión directiva debe ser respetada y aceptada como correcta, es decir, como conforme con las normas válidas intersubjetivamente.

¿Hemos agotado, mediante esta distinción entre las pretensiones de validez de os actos de habla asertivos y directivos, el campo de las posibles pretensiones de validez y referencias al mundo de los actos de habla?

Me parece en principio posible considerar los así llamados actos de habla conmisivos -como, por ejemplo, prometer algo- como equivalentes complementarios de los actos de habla directivos: su fuerza ilocucionaria presupone igualmente el reconocimiento intersubjetivo de la validez de normas sociales -sólo que de ellos no se infiere la pretensión de una obligación del destinatario, sino la validez de la autoobligación del hablante. Éste es, por ejemplo, el caso de todos los contratos -incluso del contrato social, mediante el cual muchos filósofos quieren fundamentar la validez de las normas en general. No obstante, es evidente que la norma de que las promesas -y también los contratos- deben ser cumplidas, no puede fundamentarse mediante promesas o contratos, sino que representa una condición de posibilidad de la validez de las promesas y los contratos. Aquí emerge en toda su nitidez la diferencia entre la vigencia social de las normas, que puede fundarse en contratos, y la validez universal de las normas, a la que hay que recurrir a priori para fundar el pacta sunt servanda. Volveré sobre este punto más adelante.

Los actos de habla denominados declarativos, finalmente, se podrían entender como institucionalización social e independización de aquella función que ejercen todos los actos de habla en su aspecto performativo: la función de la constitución de hechos sociales. En esta medida, también la fuerza ilocucionaria de los actos de habla declarativos depende básciamente de la validez intersubjetiva de las normas sociales- tienen world direction of fit y la world to word direction of fit.

Sin embargo, aun cuando estas coordinaciones están justificadas, me parece que la diferencia entre la pretensión de validez orientada normativo-socialmente (con su correspondiente referencia al mundo) y la pretensión de verdad orientada a los hechos del mundo externo (con su correspondiente referencia al mundo) no agota el campo de posibles pretensiones de validez y referencias al mundo. Pues, en el caso de los actos de habla expresivos, no las vemos con una pretensión de validez específica, perteneciente a la fuerza ilocucionaria, con una referencia al mundo específica, que como tal no uede ser reducida ni a la pretensión de verdad proposicional perteneciente a os actos de habla asertivos, ni a la pretensión de validez performativo-comunicativa de los actos e habla directivos. En el caso, por ejemplo, de las felicitaciones, condolencias, disculpas y, desde luego, de las confesiones, revelaciones íntimas, juramentos y afirmaciones solemnes, lo que proporciona su justificación al acto de habla no es ni la existencia de estados de cosas representados proposicionalmente o la verdad de las proposiciones que los representan, ni la validez intersubjetiva de normas del deber ser en el mundo social. Más bien, aquí se trata de la expresión veraz -y eventualmente auténtica- del mundo psíquico interno del hablante.

Que aquí también estamos ante una pretensión de validez se manifiesta en que la veracidad, pongamos por caso, de las condolencias, disculpas o declaraciones de amor, puede ponerse en cuestión; y, en este caso, podría ser garantizada también mediante actos de habla expresivos de diferente tipo, por ejemplo, confesiones o juramentos. En este caso, utilizando la terminología de Searle, podría decirse: la garantía o aseguramiento se refiere a que la relation of fit entre lo expresado lingüísticamente y el mundo interno del hablante existe efectivamente. (Es interesante, ciertamente, que en el caso de la pretensión de veracidad esto sólo puede asegurarse o aseverarse solemnemente, pero no, en cambio -como ocurre con la pretensión de verdad y la pretensión de corrección normativa-, justificarse mediante argumentos y, en esa medida, desempeñarse. Se puede, en todo caso, señalar que la pretensión de veracidad de los actos de habla expresivos se desepeña a través de la praxis del comportamiento. Este criterio muestra asimismo que sería equivocado considerar a las confesiones, afirmaciones solemnes y juramentos como formas especalmente intensas de actos de habla asertivos. Su peculiar intensidad no se refuerza -a diferencia, por ejemplo, de una demostración- aseverando la pretensión de verdad en el sentido estricto de la palabra, es decir, tationaliter, sino, son duda, aseverando únicamente la pretensión de veracidad de lo expresado lingüísticamente, en el sentido del aseguramiento de la concordancia del acto de habla expresivo con el mundo psíquico interno de hablante, esto es: con sus sentimientos y también con sus intenciones volitivos y sus convicciones. Si suponemos la validez del principio del fabilismo, no se puede jurar, en el sentido estricto de la palabra, que un determinado estado de cosas existe o que una afirmación es verdadera. Sólo es posible jurar que uno está convencido de la verdad de su afirmación o que uno cree “de la mejor fe” que su afirmación tiene fundamento).

Contra la introducción de la pretensión de veracidad como una clase especial de pretensiones de validez de los actos de habla, tal vez podría argumentarse indicando que la condición de veracidad (condition of sincerity) es una precondición del éxito de cualquier acto de habla. Sin embargo, no me parece en modo alguno que esta indicación sea inconciliable con la suposición de que hay una pretensión de veracidad peculiar de los actos de habla expresivos. Me parece que únicamente pone de manifiesto el hecho de que todas las pretensiones de validez y referencias al mundo que hasta ahora hemos introducido están presupuestas en cualquier acto de habla -y esto significa: en el lenguaje (speech) en general-, como condiciones pragmatico-trascendentales de su posibilidad; mientras que, a su vez, cada una de ellas constituye la pretensión de validez dominante de una clase de actos de habla (o, en el caso de los actos de habla directivos y promisivos, la pretensión de validez dominante de una clase de actos de habla (o, en el caso de los actos de habla directivos y promisivos, la pretensión de validez dominante de una clase de actos de habla). Por ejemplo el hecho de que los actos de habla asertivos, en tanto que aseveraciones de la verdad qua validez intersubjetiva en el contexto de la argumentación, presupongan siempre también la validez intersubjetiva de las normas morales de una comunidad ideal de argumentación, es de una importancia decisiva de cara a la fundamentación última de la ética, aunque es algo que aquí sólo puedo señalar.

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Karl-Otto Apel, Semiótica trascendental y filosofía primera, ibid, Págs. 119-124





De la ética a la política, la justicia como recurso

Como he dicho, en este capítulo tenía dos objetivos: estudiar el problema de la métrica de la ética, que es importante en sí mismo, y mostrar que una de las respuestas a esa cuestión -el modelo del desafío- proporciona una importante respuesta a los argumentos contra el liberalismo que cité al principio. Ahora me dirijo al segundo de esos problemas. En lo que sigue supondré que hemos asumido de forma consciente ese modelo ético del desafío y que hemos asumido también lo que llamé sus irresistibles consecuencias, a saber, que para nosotros la justicia es al menos un parámetro blando de la buena vida. (Voy a plantear que somos liberales éticos y políticos). Partiendo de estos supuestos, trataré de mostrar que tenemos muchas razones para adoptar la igualdad liberal como moralidad política, así como para rechazar a sus rivales.

La justicia como recurso

En los anteriores capítulos de este libro uno de los temas centrales ha sido que la justicia de una distribución económica depende de que se asignen recursos, no bienestar (irle bien y estar bien). Los liberales éticos no pueden aceptar que se definan de esa forma los objetivos de la justicia, pues el gobierno no puede lograr ese objetivo excepto de dos formas que la gente consideraría intolerables. Vivimos en sociedades pluralistas: no hay acuerdo sobre cómo vivir bien. El gobierno podría tratar de superar esa dificultad eligiendo una concepción dela buena vida -la concepción hedonista, por ejemplo- que emplearía para evaluar el éxito de cada cual. Pero los liberales éticos no pueden aceptarlo, porque el gobierno usurparía entonces e desafío más importante al que se enfrenta la gente al vivir: identificar por sí mismo el valor de la vida.

O el gobierno podría tratar de evitar la dificultad separando radicalmente la ética de la justicia mediante un procedimiento en dos etapas. En la primera etapa, cada ciudadano decidirá qué nivel de bienestar conseguiría -según su criterio de lo que es una buena vida- bajo distintos sistemas institucionales y económicos. En la segunda etapa, los funcionarios públicos seleccionarían aquellos sistemas en los que ellos considerasen (ignoro cómo podrían hacerlo) que el bienestar de las personas, tal y como ellas mismas lo miden, se adecua a lo que los funcionarios considerasen que es la distribución correcta; por ejemplo, que el bienestar medido así, es equitativo o se maximiza en general. Este procedimiento en dos etapas separa la ética de la justicia. En la primera etapa los ciudadanos deciden por sí mismos qué vida tiene éxito para ellos, y en la segunda los funcionarios se las ingenian para distribuir ese éxito de acurdo con una fórmula que consideren justa. Pero los liberales éticos no pueden participar en semejante proceso, porque no pueden separar la ética de la justicia de esa forma. En efecto, se tienen que apoyar en supuestos e intuiciones sobre la justicia -sobre si lo que tenemos o hacemos es justo dado su impacto en la vida de nuestros vecinos y conciudadanos- para decidir qué formas de vida son buenas.

Igualdad

Así pues, una vez que aceptamos el modelo del desafío, tenemos que insistir en que la justicia es cuestión de recursos, no del bienestar que procuran esos recursos. Pero ¿qué porción de recursos es una porción justa? ¿Acaso tenemos alguna razón, ínsita en el modelo del desafío, para aceptar que la única parte justa es una parte equitativa? ¿Es el modelo del reto intrínsecamente igualitario?

Sin embargo, antes de que podamos abordar la respuesta a esa pregunta sustantiva, nos enfrentamos a una difícil cuestión. ¿Con qué estrategias cuentan los liberales éticos para pensar la justicia? Buena parte de la filosofía política contemporánea se construye en torno a un supuesto que parece natural, incluso convincente: los intereses de los distintos ciudadanos que conforman la comunidad política se pueden identificar antes de tomar una decisión sobre qué distribución de recursos es justa. Ésta es la premisa de las teorías contractualistas de la justicia, que suponen que los principios de justicia se pueden derivar de experimentos mentales en os que se plantea qué principios acordarían las personas en su propio interés, o en virtud de algún motivo que es llevase a buscar una solución de compromiso razonable entre los distintos intereses de la gente. La argumentación de Rawls a favor de su principio de “diferencia” supone, por ejemplo, que los intereses de las personas se pueden definir al menos de forma “tenue”, antes de que se tome cualquier decisión sobre qué es lo que requiere la justicia. Incluso las personas que ignoran cuáles son sus intereses más concretos pueden asumir, según Rawls, que cuantos más recursos tengan, mejor para ellos. De esa forma, procuran protegerse, incluso detrás del velo de ignorancia que cae sobre sus intereses más concretos, de sacrificios desmedidos de sus intereses “tenues”, concebidos de esa manera.

Pero los liberales éticos creen que el carácter de los intereses críticos de las personas depende, por lo menos, de la justicia: no pueden saber con detalle cuáles son sus intereses críticos hasta que no saben al menos, de forma aproximada, qué distribución de recursos es justa. Todo liberal ético puede albergar la esperanza de que la parte justa que le toque sea grande, pero sabe que es improbable que una parte grande sea buena para él si no es también justa. Por eso no puede aceptar siquiera una teoría “tenue” del bien que assuma que cuantos más recursos tenga, mejor para él; ni tampoco una teoría que le plantee qué es aquello a lo que puede renunciar, en relación con sus propios intereses, por respeto a los intereses de los demás.

El impacto del modelo ético del desafío en la filosofía política es profundo. Si somos liberales éticos, nos encontraremos con que los supuestos y estrategias básicos de la teoría política liberal contemporánea resultan tan antinaturales como inmanejables, pues nuestro modelo del desafío integra justicia y ética de una forma que contradice esas estrategias y supuestos. Debemos pensar en la justicia y en la buena vida de una forma más integrada: debemos llegar a una concepción de lo que exige la justicia y de cuáles son nuestros intereses mediante una argumentación que no presuponga que cabe responder de una forma plenamente satisfactoria a una de estas cuestiones, con independencia de la respuesta que se dé a las otras. Por tanto, debemos empezar desde el principio (se puede decir), desde una teoría más general del valor. Los liberales éticos suponen que es importante saber cómo vive la gente -es importante que su vida tenga éxito o que sea buena, no mala o desperdiciada-. ¿Se puede pensar de forma sensata que esto es más importante en el caso de unas personas que en el de otras (no que les parezca más importante a ellas o qe sea más importante para ellas, sino que lo sea como una cuestión de valor objetivo)?

Es cierto que, durante siglos, algunas personas han reclamado una atención especial para sus propias vidas señalando por ejemplo que pertenecen a una nación elegida por Dios, o que se trata de personas de alta alcurnia, o de especial talento, belleza o incluso riqueza. Felizmente, esas exigencias están pasadas de moda para nosotros y no tenemos que hacer un gran esfuerzo para refutarlas. No obstante, merece la pena destacar que los liberales éticos tienen un motivo especial para rechazar esas exigencias. El modelo del impacto establece una rotunda reivindicación -a saber, que el valor de una buena vida no depende de las circunstancias previas, sino de cómo se ejecuta la vida misma-, y esa reivincación no permite comerciar con la idea de que las circunstancias previas añadan o resten valor a la vida. Un judío que acepte el modelo del reto podría considerar que le resulta crucial determinar si su religión debe ocupar un lugar central en su vida. Pero no puede creer que tenga que determinarlo correctamente sólo porque sea judío. Esto es, el carácter envolvente de reto en el modelo del desafío sólo tiene sentido si entendemos que el desafío se dirige a las personas en general, a todo el que tenga una vida por delante. Los liberales éticos cuentan, pues, con una poderosa razón para insistir en que la distribución de recursos sea igualitaria. Si la forma de vida de cada persona es igualmente importante, entonces la vid que llevamos debe reflejar este importante supuesto, y sólo podrá reflejarlo si los recursos se distribuyen de una manera que sea compatible con esa forma de vida.

La argumentación que nos ha llevado aquí a posee cierta simetría. Comienza por la idea de que la justicia limita la ética, de que alguien lleva una vida menos buena con los mismos recursos cuando -y porque- éstos son injustamente bajos o elevados. Luego hemos visto que la ética pone límites a la justicia. Un esquema de justicia debe encajar con nuestro sentido de la naturaleza y de la profundidad del reto ético, y esto redunda en la idea de que la igualdad es la mejor teoría de la justicia. No quiero decir que una concepción diferente de la ética -la del impacto, por ejemplo- no pudiera redundar también en la igualdad, aunque, como ya he apuntado, la igualdad estricta tenderá a perecer, en esos modelos de la ética, una posición extremista y doctrinaria. Sólo quiero decir que la concepción del desafío desemboca directamente en la igualdad de recursos, como si ésta se siguiera naturalmente del sentido que la gente misma tiene de sus mejores intereses, entendidos críticamente. Vivir bien tiene una dimensión social, y no vivo tan bien si vivo en una comunidad en a que otros consideran que mis esfuerzos por llevar una buena vida son empeños que carecen de importancia. En realidad, resulta insultante para todo el mundo un sistema político y económico consagrado a la desigualdad, incluso para aquellos cuyos recursos se benefician de la injusticia. En el modelo del desafío, el autointerés crítico y la igualdad política van de la mano. Hegel dijo que amos y esclavos están en la misma cárcel; la igualdad abre las puertas de su celda.

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Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Págs. 299-302







igualdad y capacidad, dos objeciones

Ahora debo discutir dos objeciones a la teoría general de la igualdad que hemos construido. En el capítulo 1 hice una distinción entre dos formas de comparar la situación entre diferentes personas. Podríamos comparar los recursos que tienen a su disposición para llevar a acabo su vida o podríamos comparar el bienestar (irle bien y estar-bien) que cada uno ha obtenido, sean cuales fueren los recursos de los que dispone. A su vez hice uso de esta distinción para separar dos propósitos políticos muy diferentes, cada uno de los cuales se podría juzgar como una meta igualitaria. Una comunidad política puede aspirar a que sus miembros sean iguales en sus recursos o en su bienestar.

La descripción de las dos metas, sin embargo, es muy abstracta y muchos ideales diferentes se pueden ordenar en torno a esos dos objetivos generales. De hecho, la igualdad del bienestar (irle bien y estar bien) se puede interpretar de diversas maneras. Las personas no están de acuerdo sobre qué es realmente un bienestar (estar-bien) genuino. Por ejemplo, algunas piensan que lo alcanzan uando llevan vidas plenas de experiencias excitantes; otras, en cambio, creen que el binestar (estar -bien) consiste más en la obtención de logros permanentes que de instantres transitorios de goce extremo. Mientras no se especefique la comprensión o la concepción particular de bienestar a la que se alude, la igualdad de bienestar no se convertirá en una meta política concreta.

En el capítulo 1 sostuve que cualquiera que sea el grado de aceptación que la igualdad de bienestar haya concitado, se be a que se mantuvo como una noción abstracta y, en consecuencia, abigua: sin embargo, el ideal pierde la fuerza de adhesión en la medida en que se especifica alguna concepción particular de bienestar, y esto explica, probablemente, por qué quienes lo defienden, por lo general, evitan precisarlo.

La igualdad de recursos también necesita una especificación ulterior. Los recursos de una persona pueden ser evaluados o bien sólo en función de la riqueza, o bien teniendo en cuenta la riqueza junto con las cualidades personales de fortaleza, talento, carácter y ambición, o todas ellas unidas a oportunidades legales y de otro tipo. En el capítulo 2 y los capítulos subsiguientes he definido la igualdad de recursos de tal modo que incluye, de distintas maneras, todas esas categorías de recursos y he tratado de proporcionar una métrica de la igualdad mediante las subastas hipotéticas, los mercados de seguros y las estructuras legales descritas en los capítulos 2 y 3, con el fin de aunarlas en una descripción exhaustiva de recursos iguales. He realizado, sin embargo, otra distinción crucial dentro de la categoría amplia de cualidades personales: he distinguido entre la personalidad de una persona entendida en un sentido amplio, esto es, incluyendo su carácter, convicciones, preferencias, motivaciones, gustos y ambiciones, por un lado, y sus recursos personales de salud, fortaleza y talento, por el otro. He dicho que una comunidad política debería tender a erradicar o mitigar las diferencias entre los individuos relacionadas con sus recursos personales; esto es, debería tender a mejorar, por ejemplo, la posición de los físicamente incapacitados, o de quienes no tienen la capacidad necesaria para obtener unos ingresos satisfactorios, pero también dije que tal comunidad no debería intentar mitigar o compensar a las personas por las diferencias que presentaran en relación con su personalidad; por ejemplo, las resultantes del hecho e que algunas personas tengan ambiciones y gustos costosos y otras, en cambio, modestos.

Las objeciones que analizo insisten en que la igualdad de bienestar y de recursos no agotan las alternativas posibles y en que, frente a ambas, es preferible un tercer ideal -la igualdad de “oportunidades” o de “capacidades”-. Como veremos, estas supuestas alternativas no son genuinas. Un grupo de críticos -hago referencia aquí a la versión de G. A. Cohen como la más representativa- ha sostenido que los ciudadanos no deben ser igualados en relación con el bienestar que puedan obtener, sino respecto a las oportunidades que cada uno de ellos tenga a su alcance para lograr el bienestar. Como tendremos ocasión de ver, este ideal supuestamente diferente termina siendo, en última instancia, una forma de igualdad de bienestar, pero bajo otro nombre. Amartya Sen, otro crítico destacado, propone un ideal diferente: los ciudadanos no deben ser iguales en los recursos, sino en las “capacidades” para lograr distintos “funcionamientos” -esto es, en su capacidad para actuar y realizarse en contextos específicos-. Sin embargo, la formulación que hace Sen es ambigua. Uno de los modos de resolver la ambigüedad implica que la igualdad de capacidades y la igualdad de bienestar significan lo mismo. El otro, por su parte, termina identificando la igualdad de capacidades con la igualdad de recursos. La imposibilidad de ambas objeciones, a la hora de alinear una alternativa genuina frente a las dos concepciones de igualdad que describí al comienzo, indica que la diferencia entre las dos concepciones es particularmente profunda. Argumentaré que esto es una señal de la drástica división que existe entre dos concepciones distintas acerca del papel que la filosofía política debe desempeñar en la democracia.

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Ronald Dworkin, Virtud soberana, ibid, Págs. 309-310


























Balance apresurado de su primer día:
·        Obama quiere hacer de la transparencia la bandera del mandato. Ha dado instrucciones para revisar la actividad de los lobbies -grupos de presión- y la Ley de Información, para hacer más transparente su mandato. “A partir de hoy se establecerán mayores restricciones para los lobbies, más que en cualquier administración anterior.  Los miembros de grupos de presión no podrán ocupar puestos en el Gobierno relacionados con áreas que ellos hayan representado durante los últimos dos años”
·        Obama ha ordenado la congelación de salarios de los altos cargos de su Gobierno, los funcionarios de la Casa Blanca que cobren más de 100.000 dólares anuales. “Las familias están ajustando sus cinturones, y Washington también debería”.
·        Obama habla ya claramente de poner fin a Guantánamo, una vergüenza para cualquier humano, en donde casi doscientos cincuenta “combatientes enemigos” están en una horrible prisión, siendo torturados al antojo de sus carceleros en un limbo legal.  
·        Obama ha logrado el primer respaldo del Congreso a su plan económico, una comisión de la Cámara de Representantes de EE UU aprueba 358.000 de los 825.000 millones de dólares de ayudas propuestos. 
·        Obama pone en marcha el plan de retirada de Irak: si no se producen sorpresas, las tropas podrían estar fuera de Irak en el plazo de 16 meses que el presidente había prometido durante su campaña, o incluso antes.
·        Obama puso de manifiesto su determinación para lograr consolidar el alto el fuego en Gaza.
Los bienes del universo, por contra, son producto de personas que viven en sociedad y, por lo tanto, son bienes sociales. Bienes que, en consecuencia, deben ser también socialmente distribuidos para que podamos llamar a esa distribución justa. ¿Y cómo estos bienes una sociedad los distribuye?
Para distribuir unos y otros con justicia resulta indispensable la aportación de los tres sectores de la sociedad: del sector social, del económico y del político. Sin el concurso de todos ellos la distribución será irremediablemente injusta.
Cuando entran en conflicto necesidades biológicas y deseos psicológicos, exige la justicia atender prioritariamente a las primeras sean cuales fueren quienes las experimenten.
Exigencia que no se satisfará sólo a través de la educación, ni adoptando medidas jurídicas, sino cambiando el orden internacional en diversos niveles. En la economía política, sin ir más lejos, universalizando cuando menos la ciudadanía social, puesto que sociales son los bienes de la Tierra y ningún ser humano puede quedar excluido de ellos.
Ante hechos irreversibles suelen producirse al menos tres reacciones: la timorata y catastrofista, deseosa de hacer marcha atrás, asustada ante cambios a su parecer apocalípticos, situados muy por encima de cualquier intervención humana:
la oportunista, que en el río revuelto del desconcierto general trata de desvíar las aguas hacia su provecho individual o grupal, que es el que al cabo le importa;
la ética, convencida de que las innovaciones deben convertirse en oportunidades de progreso para todos, y de que para eso hemos de coger la situación por el centro y pararla.
Exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que requieren soluciones globales.
Citando a Jose Luis Sampedro: “En el mejor de los casos, volverán a dejar las cosas como estaban en lo monetario pero con una degradación de la economía real, del medio ambiente y de la producción”. Y esto sólo porque hemos entrado en un grado de barbarie, y hemos olvidado la civilización.
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De ahí que resulte insostenible la teoría del “individualismo posesivo” con la que se inició la economía moderna, según la cual, cada hombre es dueño de sus facultades y del producto de éstas, sin deber por ello nada a la sociedad. Por el contrario, es de reconocer que el desarrollo de las facultades humanas (inteligencia, voluntad, corazón) debe muy mucho a la familia, la escuela, el grupo de amigos, la comunidad religiosa, las asociaciones voluntarias, la sociedad política. Incluso a la sociedad internacional, en estos tiempos de economía global, en los que cada producto es resultado del esfuerzo conjunto de quienes trabajan en distintos lugares de la Tierra.
Los bienes de la Tierra son bienes sociales. Y esto es un reconocimiento de sentido común, porque cada persona disfruta de una buena cantidad de bienes por el hecho de vivir en sociedad. El alimento, el cariño, la educación, el vestido, la cultura, y todo lo que nos separa de un “niño lobo”, son bienes de los que disfrutamos por ser sociales.
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ishtar, que sigue estudiando las teorías de la igualdad, y blandiendo un arco por todo lo que nos separa del lobo!!
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Producto es cualquier bien, servicio o idea susceptible de satisfacer una necesidad. Los productos no tienen sentido por sí mismos, sólo son productos en función de su capacidad de satisfacer necesidades, de resolver problemas de los individuos o grupos de individuos.
El valor de los productos no se deriva de su coste, sino de su capacidad para satisfacer necesidades.
Por lo tanto, producir no es añadir coste, producir es añadir valor.
La producción consume factores y crea productos. Algunos de los factores son otros productos -las primeras materias y los productos intermedios- y otros factores son trabajo o bienes de capital. El proceso de producción no es añadir coste a los productos que se compran por los productores como factores, producir es, como decíamos, añadir valor. Cuando el valor añadido sea superior al coste incurrido habrá beneficios para el productor.
Las tiendas compran bienes materiales que después venden; ¿cuál es, entonces, su producción?; ¿cuál sería, el valor añadido por la tienda?; si la tienda compra mercancías y vende mercancías, ¿qué valor añade? Si compra y vende lo mismo ¿produce algo o no produce nada? Yo soy ingeniero y, durante años, consideré que el comercio era una actividad parasitaria: ¡eran otros tiempos, pero, que tontería!
Las mercancías son productos que satisfacen necesidades -vestir, comer, etc,- pero ¿qué necesidad satisface la tienda?



La necesidad cubierta por el comercio es la necesidad que las personas tenemos de comprar mercancías o servicios; claro que eso pasa por las mercancías o los servicios vendidos, pero en el servicio que da la tienda hay algo más que mercancías.
El comercio pertenece al sector terciario, es un servicio; aunque las mercancías que venden casi todas las tiendas sean bienes materiales: bien ropa, alimentos, calzado, o juguetes, etc., algunas tiendas venden servicios: pólizas de seguro, conexiones telefónicas, pasajes de avión, vacaciones, etc.; una tienda vende mercancías o servicios, pero el producto de una tienda no son ni las mercancías que vende ni los servicios que vende, su producto es diferente: ¿podrimos decir que es la propia tienda, el servicio que da? El producto, en este caso, no es un bien material, es un servicio: el servicio de hacer posible el acto de compra; poner las mercancías al alcance de los consumidores, sí, pero también algo más, facilitar la comparación entre diferentes variedades, ofrecer una gama de mercancías complementarias, hacer posible la transacción de las mercancías por dinero, etc. La necesidad que se satisface en una tienda es la de comprar; se trata de facilitar el acto de compra; ese es el servicio.
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Mientras los antropólogos británicos como Alfred Reginald Radcliffe-Brown sostenían que los parentescos estaban basados en la ascendencia de un ancestro común, Lévi-Strauss pensaba que estos parentescos tenían más que ver con la alianza entre dos familias, cuando la mujer de un grupo se casaba con el hombre de otro.
































Poder “social” y noción de control


En este libro voy a trata fundamentalmente del “poder social”, del que va dirigido a imponerse a otro, una de cuyas variedades, pero sólo una, es el poder político. Hay poder en las relaciones afectivas, en los amores y odios, en las familias, en las empresas, en las iglesias, y una de las limitaciones de las actuales teorías sobre el poder es su obsesión por el poder político.

Como punto de partida voy a reseñar algunas definiciones conocidas. Max Weber -en su obra Economía y Sociedad- dio una definición que se ha convertido en canónica: “Poder significa la probabilidad de imponer la propis voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Según Robert Dahl: “Es la relación entre actores, en la que un actor induce a otro a actuar de modo diferente a como de otra manera actuaría.” Esta definición me parece confusa porque la respuesta puede no ser de sumisión, sino de rebeldía. No podemos considerar una prueba del poder de Napoleón su capacidad de movilizar a las guerrillas españolas, que señalaron el declive de su imperio.

Me interesan más las definiciones que introducen la idea de control o de decisión. “Poder es la habilidad para controlar el proceso de toma de decisiones en una comunidad” (William V. D'Antonio y William H. Form). “Poder es la producción de los efectos proyectados sobre otros hombres” (Bertrand Russell). “El problema del poder consiste en determinar quiénes intervienen en las decisiones” (C. Wright Mills). “Poder es el control ejercido sobre la actividad de otro mediante la utilización estratégica de recursos” (Giddens) Estas definiciones suelen olvidar que el poder no sólo consiste en conseguir que otro haga lo que yo deseo, sino también en impedir que el otro haga lo que desea. Metiendo a una persona en la cárcel se pretende impedir no dirigir su conducta.

En conclusión, tiene poder quien puede determinar, dirigir, decidir la acción de otra persona. Aunque estas tres “des” (determinar, dirigir, decidir) describen claramente el poder, me gusta utilizar la idea de control, que la incluya a todas, por razones que explicaré en el siguiente apartado.

Un paréntesis autobiográfico

A lo largo de mis investigaciones me he ido tropezando una y otra vez con el concepto de control. Cuando estudié la obre de Norbert Wiener, siendo yo un pipiolo filosófico, no pensé que medio siglo después recordaría esas lecturas. Me interesaron sin apasionarme. Wiener inventó una ciencia -la “cibernética”- que trataba de los sistemas de control, pero en aquel momento mi corazón estaba más cercano a los análisis sartrianos de la libertad, y pensé que el concepto de control valía para las máquinas, pero no para el ser humano. No me di cuenta de la importancia que iba a tener el concepto de feedback, de retroalimentación, para explicar nuestros comportamientos.

Pocos años después, me encontré de nuevo el tema del control al estudiar a B. F. Skinner. Toda su obra estuvo dirigida a estudiar el control de la conducta. Su teoría era tan sencilla, tan eficaz, que ejerció una rígida dictadura en el mundo académico durante decenios. Al estudiar el comportamiento, prescindía de toda referencia a la conciencia, a los propósitos, deseos, miedos del sujeto, porque, a su juicio, era una “caja negra” de la que no podíamos saber nada con certeza. Lo importante era estudiar cómo un estímulo produce una respuesta. Su tesis principal era que el ambiente determina el comportamiento y que si controlo el ambiente controlo en comportamiento. El método para conseguirlo era el “condicionamiento operante”. Todo organismo tiende a repetir el comportamiento premiado y a evitar el castigado. Skinner intentó aplicar este método a las sociedades, recomendando una “ingeniería social” que resolvería todos los conflictos. En su obra Más allá de la libertad y la dignidad defendió que estos conceptos aparentemente tan nobles habían sido perjudiciales para la humanidad, porque prohibiían la utilizaicón de la ingeniería social a gran escala, con lo que nunca nos libraríamos de los enfrentamientos. En una curiosa novela, titulada Walden Dos, desribía esa sociedad de autómatas humanos. Aunque estudié con minuciosidad la obra de Sknner, tampoco me interesó mucho porque acababa de aparecer la “psicología cognitiva”, que reivindicaba el estudio de la “caja negra”, y el imperio conductista tocaba su fin. Además, en esos momentos mi interés estaba orientado hacia aquellas conductas innovadoras, creadoras -como por ejemplo las lingüísticas- que resultaban difíciles de explicar con las propuestas de Skinner. Sin embargo, Skinner resulta imprescindible para conocer los mecanismos más elementales del poder.

Curiosamente, la psicología cognitiva también retomó la idea de control. Se inspiraba en la metáfora del ordenador, y la informática, que ya había progresado muhco, al diseñar las complejas arquitecturas de os ordenadores llegó a la conclusión de que unos niveles tenían que controlar a otros. Uno de los padres de la inteligencia artificial _Herbert Simon- mostró en Las ciencias de lo artificial que todos los sistemas ultracomplejos necesitan tener estructura jerárquica. Y uno de los padres de la psicología cognitiva, Ulric Neisser, extendió esta idea a la psicología y concluyó que el funcionameinto mental, por ejemplo el uso de la memoria, exigiía admitir algún control de tipo superior. No paraba ahí la cosa, porque en esa época yo estudiaba neurología y el problema del control de la acción me apasionaba. Leí con fascinación los trabajos de Luria, Fuster y Damasio sobre el lóbulo frontal, que juega el papel de controlador de nuestro complejísimo sistema cerebral.

Éstas son la razones de mi interés actual en el concepto de control.

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Jose Antonio Marina, La pasión del poder, teoría y práctica de la dominación. ed. Anagrama, Barcelona, 2008, págs. 30-33
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Posiblemente el lector compartirá mi reticencia hacia ese término, porque parece muy tosco para explicar los fenómenos del poder y la dominación. Esto se debe, en parte, a que solemos utilizar la palabra para designar procesos de verificación o vigilancia -control de calidad, control de pasaportes, control de nacimientos-, pero este uso es metonímico: designa una parte del proceso con la palabra que designa el proceso entero. Control es un término seco, antipático, que no tiene la auras gloriosas que tiene la palabra poder, y que al desvanecer las nieblas mágicas permite un estudio más objetivo del fenómeno.

En un sentido muy amplio, control significa un proceso que rige o determina otro proceso. En un automóvil el acelerador y el freno controlan la velocidad de giro de las ruedas. Quien tiene el control de algo introduce las señales (inputs) que van a desencadenar o a modular la actividad (outputs). En sistemas complejos, el equilibrio se mantiene por un sistema de controles recíprocos. El número de conejos controla el número de aves rapaces, y el número de aves rapaces controla el número de conejos. Pero si por alguna razón externa -el exceso de caza, o la mixomatosis- cambia uno de los elementos -en este caso el número de conejos-, el otro elemento queda afectado. La prohibición, tras la epidemia de las vacas locas, de dejar en el campo el ganado muerto es otra razón externa que presiona, esta vez sobre los buitres.

El control tiene la misma ambivalencia que el poder. Aplicado a uno mismo es fuente de libertad. Cuando una persona pierde el control, no está siendo dueña de sus actos. Puede caer bajo el dominio de sus pasiones -como decían los moralistas clásicos- o de automatismos fisiológicos, como por ejemplo en una borrachera. La libertad va de la mano con la construcción de los sistemas psicológicos de autocontrol. La lucha por la libertad -psicológica o política- consiste en librarse de controles externos, afianzando los controles propios. Por ello, la psicología evolutiva presta cada vez más atención a la construcción por el niño de estos sistemas de autocontrol, que son el fundamento de la libertad.

Pero estamos hablando del poder sobre todo, del poder social, afectivo, político, económico. Quien ejerce poder social quiere controlar la conducta de los subordinados, para que colaboren en las metas señaladas por el controlador. El poder consiste, precisamente, en obtener un objetivo que depende de la acción de otro, bien porque su colaboración sea necesaria, bien porque sea necesaria su inhibición. El poder del imperio inglés durante siglos se basaba en la capacidad de su armada para controlar los mares, es decir, para impedir la navegación de los barcos competidores. Los grados de control pueden ser muy variados, e ir desde la coacción física total a la mera infuencia. Conviene añadir que la acción de control puede ser conocida o no por el controlado. En ocasiones -por ejemplo, cuando se ejerce mediante la amenaza- conviene que se conozca, pero en otras es más eficaz pasar desapercibido, porque de esa manera no se producen movimientos de rechazo o rebeldía. La mayor sutileza en el control se da cuando podemos suscitar en otra persona, como decisión propia, aquello que nosotros sabemos que es decisión nuestra.

Jose Antonio Marina, La pasión del poder, teoría y práctica de la dominación, Anagrama, 2008, Págs.

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Hay que entender no sólo las relaciones primitivas de poder, es muy importante también las relaciones que fueron perfeccionadas durante la edad media, siglo XII, a través de la “creencia”, por medio del deseo o del imaginario y del artilugio de la Palabra y su mito pontifical, el sujeto se autorrepresenta y es capturado en esa red imaginaria del deseo, por lo que no tiene que matar ya al otro, de este modo, y hoy día, esto empieza a resurgir en la moderna idea de control, de la que habla este artículo, a través de la ciencia y la técnica y tambien de la publicidad.






la edad media ahí es donde nace la organización jerarquica del poder, precisamente para separarse de la sociedad primitiva a la que censura tan profundamente a traves de los libros. Creo que la jerarquía de poder y tambien hoy dia la idea de control, que es otra forma de poder mediante procesos de capturación, es lo que hay que estudiar, no sólo el problema del lider

¿Quién controla la marcha de la economía? ¿Quién controla al poder político? Cuando el Presidente Clinton luchaba por equilibrar el presupuesto federal en 1993, uno de sus consejeros dijo desesperado que si volviera a nacer le gustaría reencarnarse en el "mercado", porque es claramente el elemento más poderoso. Sin embargo, aunque parece que el mercado es el resultado anónimo de infinitas decisiones individuales, no todas las decisiones tienen el mismo valor.

La idea de control permite describir también las tensiones entre el "poder formal" y el "poder informal". Tomemos el caso de los monarcas y los validos. ¿Quién dependía de quién? Había un control y una dependencia circulares. En último término, el control, la toma de decisiones, lo tenía el poder formal, pero ¿cuántas veces se atrevió a ejercerlo?

La historia nos enseña que para protegerse de los excesos del poder no es solución intentar eliminarlo, porque sería inútil. Todas las revoluciones han derrocado un poder para sustituirlo por otro. La solución es controlarlo. Y ahora comprendemos los principios políticos que los antiguos desconocían o conocían de forma imperfecta, entre ellos el de los frenos, equilibrios y controles legislativos.

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Genealogía del poder social

El poder deja de ser un medio para conseguir algo, para convertirse en deseable por sí mismo. Quiere dominar por el hecho de dominar. La prolongación de la realidad mediante la irrealidad, la explosión simbólica, introduce al ser humano en un mundo inventado por él. Los mecanismos del poder van haciéndose cada vez más simbólicos, más ficticios. Lo importante no es el poder que tienes, sino el que tu enemigo cree que tienes. Comienza el juego de la astucia y, también, el juego de las persuasiones y de las legitimaciones. El poder deja de ser instaurador de lo bueno, definidor del orden, y tiene que someterse a criterios ajenos de bondad. Sufre de dos maneras esa expansión dislocada del deseo.

En primer lugar, porque como señaló el imprescindible Hobbes dependemos de otras personas para satisfacer nuestros deseos, lo que significa que a más deseos más dependencia y, en sentido contrario, más necesidad de ejercer sobre ellas poder. En segundo lugar, porque el mismo deseo de poder está sometido a la lay de expansión de los deseos, y al convertirse en un deseo autónomo, sin fin y sin objeto, adquiere multitud de formas, se vuelve contradictorio. Paralelamente, los modos de dominación se hacen extensos y retorcidos. Entramos en plena dramaturgia del poder. Dentro de la estuctura social, el poder aparece como una necesidad y como una amenaza. Y esta ambivalencia pone en marcha una historia del poder y de la obediencia que puede interpretarse, como veremos en el último capítulo, no sólo como eje central de la historia política o de la historia social, sino también de la aventura metafísica del ser humano, de su empeño por rediseñarse como especie. Pero no adelantemos acontecimientos.

Los antropólogos han estudiado la evolución del poder en todo tipo de sociedades. Marvin Harris distingue entre “cabecillas”, líderes que no tienen poder coercitivo, y el poder político que puede controlar el acceso a los recursos básicos y expulsar a cualquier disidente. Entre los esquimales, el liderazgo es especialmente difuso, estando relacionado con el éxito de la caza. El grupo seguirá a un cazador notable en las cacerías, pero no en las demás cuestiones..

En los semai de Malasia, según Robert Dentan, el cabecilla mantiene la paz mediante la conciliación en vez de la coacción. Debe ser personalmente respetado. Los semai sólo reconocen dos o tres ocasiones en las que puede hacer valer su autoridad: cuando trata como representante de su pueblo con los que no seon semai; cuando sirve de intermediario en una disputa, pero sólo si es invitado a ello por las partes; y cuando seleccionar y reparte la tierra a cultivar. Además, la mayoría de las veces, un buen cabecilla evalúa el sentimiento general sobre una cuestión y basa en él su decisión, de tal modo que es más bien un portavoz de la opinión pública que un modeador de ella.

Claude Lévi-Strauss encuentra una situación parecida en los nambikwara de Brasil: “El jefe no puede buscar apoyo ni en poderes claramente definidos ni en una autoridad públicamente reconocida”. Cletus Gregor hace un curioso retrato de los atributos personales que debe tener el jefe mehinacu: tiene que destacar en oratoria. Cada tarde se pone en el centro de la plaza a exhortar a sus compañeros de tribu a comportarse bien, a trabajar con ahínco, a bañarse frecuentemente, a no ser violentos. Debe ser también generoso y repartir la caza, e incluso desprenderse de sus posesiones, nunca debe alterarse en público.

Algunas veces, los cabecilla más afortunados se ganan la reputación de “grandes hombres”. Douglas Oliver realizó un estudio clásico del “sistema de grandes hombres” entre los siuai de Bougainville, en las islas Salomón. Ser mumi es la mayor aspiración de cualquier joven. Lo consigue ofreciendo grandes festines. Eran también terribles guerreros. Éste es un canto de alabanza de los mumis:

Trueno que hace temblar la tierra
Hacedor de muchos festines
¡Qué vacíos de sones de gong quedarán
todos los lugares cuando nos dejes!
Guerrero, gallarda flor
Matador de hombres y de cerdos
Que traerá renombre a nuestros lugares
Al dejarnos.


El mumi tenía que pagar una indemnización por cada uno de los hombres que cayera en batalla, y también proporcionar prostitutas a sus seguidores (D. Oliver, A Solomon Island Society: Kindship and Leadership among tne Sinai of Bougainville, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1955). Este esquema se repite en muchas sociedades: proveedor, guerrero, distribuidor. El poder se concentra en “figuras de poder” y también, correlativamente, en “figuras de sumisión”.

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J. A. Marina, La pasión del poder, teoría y práctica de la dominación, ibid, Págs. 39-41








Poder constituyente y poder constituido

Quiero introducir una distinción cuya relevancia tal vez no se vea ahora, pero que se impondrá a lo largo de mi exposición. Se trata de la existente entre “poder constituyente” y “poder constituido”. Es algo parecido a lo que desde el punto de vista metafísico expuso Spinoza con su distinción entre natura naturans y natura naturata. El poder originario, constituyente, es el personal e individual.

Pero ese poder puede ir objetivándose, condensándose, en formas internas o externas que funcionan como fuentes de un nuevo poder. El trabajo de una persona es un poder constituyente que puede permitirle amasar un capital que es un poder constituido.

La fuerza física es un poder constituyente. El derecho es un poder constituido. Cuando alguien, movido por su deseo de hacer o de mandar, crea una organización, esa organización se convierte en una objetivación del poder, en una condensación de posibilidades de actuar, que puede desgajarse del poder que la constituyó y ser utilizada por otros sujetos, como ocurre cuando un empresario vende su empresa.

¿Por qué he dicho que ese poder constituido podía ser también interior? Porque en eso consisten los hábitos. El poder de jugar bien al tenis que tiene Rafael Nadal no es un poder originario, sino un poder constituido mediante el entrenamiento. Desde el punto de vista político, la distinción entre “poder constituyente” y “poder constituido” es de extrema importancia, y da lugar a gravísimos y -parcialmente irresolubles- problemas.

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Even the politicians argue to benefit money-lords according with a fallacy top-down theory. If the state benefits the bankers (the top of the pyramid) they are going to lend to the people (The bottom line). There is no moral or logic force to hold this theory.

Ivana, you has said something important: Let the people to take part every X years in elections does not ensure the power of the people. I like this line: the more participative democracy, the lesser intermediates we need, the lesser marketing we need in politics (politics and marketing should be an antagonism), the more responsibility in our decisions locally, national wide, international wide. We need to follow this line. I think the democracy will be improved in this sense if we let the people can be responsible of the actions of the governments, the draw up of the laws, or the election and disposal of any public position.

The entrenching of the powers itself is the friction to improve democracy in the participative sense. But we have the media and the instruments to increase our participations. Internet is the most valuable gift for democracy.

The leadership is just a common place to avoid our responsibility: We can choose comfort versus responsibility. From an anthropological point of view, we choose leaders, kings, presidents for eating them (basically there is a link between cannibalism and leadership in primitive societies). We need leaders for transfer our concerns in somebody and then we break them without mercy when other concerns arise. A leader only remarks our weakness. This is not the way for the emancipation of the society.

Currently money-lords have a dangerous link with politics. Many government actions are driven for benefit them. This is an usurpation of our own sovereign. When we delegated power to a closed class (such as politics) they are tempted to follow the money way. Corruption is well known threat for our democracies. The election campaigns get funds from bankers, rich powers, lobbies, et so. This is debt for any public position.

Even the politicians argue to benefit money-lords according with a fallacy top-down theory. If the state benefits the bankers (the top of the pyramid) they are going to lend to the people (The bottom line). There is no moral or logic force to hold this theory.
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1.Como señaló el imprescindible Hobbes dependemos de otras personas para satisfacer nuestros deseos, lo que significa que a más deseos más dependencia y, en sentido contrario, más necesidad de ejercer sobre ellas poder.
Porque el mismo deseo de poder está sometido a la ley de expansión de los deseos, y al convertirse en un deseo autónomo, sin fin y sin objeto, adquiere multitud de formas, se vuelve contradictorio.
Dentro de la estructura social, el poder del comercio, de este sector terciario, del que Gustavo hablas, aparece como una necesidad y como una amenaza.
Y esta ambivalencia pone en marcha una historia del poder y de la obediencia que puede interpretarse no sólo como eje central de la historia política o de la historia social, sino también de la aventura metafísica del ser humano, de su empeño por rediseñarse como especie.
El poder originario, constituyente, es el personal e individual.
Pero ese poder puede ir objetivándose, condensándose, en formas internas o externas que funcionan como fuentes de un nuevo poder. El trabajo de una persona es un poder constituyente que puede permitirle amasar un capital que es un poder constituido.
Cuando alguien, movido por su deseo de hacer o de mandar, crea una organización, esa organización se convierte en una objetivación del poder, en una condensación de posibilidades de actuar, que puede desgajarse del poder que la constituyó y ser utilizada por otros sujetos, como ocurre cuando un empresario vende su empresa.
Lo importante no es el poder que tienes, sino el que tu enemigo cree que tienes. Comienza el juego de la astucia y, también, el juego de las persuasiones y de las legitimaciones.
El problema es cuando el poder sufre esa expansión dislocada, el comercio detallista en este sentido se ha convertido no ya en el instaurador de un orden o en un criterio de lo bueno, sino que ha tenido que someterse a criterios ajenos de otros, de ahí que aunque se ha producido un perfeccionamiento por alcanzar un refinado éxito, no obstante, en su dislocada amenaza por rediseñarnos de nuevo ha podido recrear una amenaza constante también para sí mismo.
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La obeciencia, la obeciencia religiosa, la obediencia a la ley, la obediencia “debida”




Me preocupa la facilidad con que podemos ser “colaboracionistas inconscientes” y ayudar a la reproducción de sistemas de poder injustos.

Edmund Burke lo dijo con una frase desolada: “Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”. Esto es colaboracionismo. La identificación se da cuando el sometido asimila completamente las propuestas del dominador. En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud subraya que los vínculos de identificación con la “persona central” generalizados en un grupo constituye el aglutinante que lo mantiene unido.

Y hay un modo de relación muy importante: la obediencia, que implica algún tipo de aceptación interior, aunque sea forzada (en la docilidad y la sumisión todavía hay más grado de dependencia).

Jouvenal considera que la esencial del poder es la obediencia, y al hacer su historia comprueba que no siempre la obediencia se ha exigido de la misma manera. Los reyes Capeto no podían exigir impuestos ni los Borbones el servicio militar. En cambio, tras la revolución, los gobiernos franceses pudieron movilizar a la población entera, porque al estar la nación consttuida por todos los ciudadanos, el ejército no era un cuerpo profesional sufragado por el monarca, sino “el pueblo en armas”. “Todos los franceses están en permanente conscripción a servicio de las armas”: esta decisión de la Convención de 23 de agosto de 1793 hizo que un año después, 1.169.000 hombres figuraran en los registros militares franceses. Lo nunca visto.

La obediencia ha protagonizado una parte importante de la vida espiritual de Occidente.

Cuando Antígona, en la tragedia de Sófocles, desobedece las leyes de la ciudad por seguir las de su conciencia, el coro la critica llamándola la “autónoma”, algo que debía de sonar como “insolidaria” y “soberbia”. Todas las sociedades han formado sujetos obedientes, mediante muchos procedimientos, porque el anarquismo produce una desazón universal.

Giovanni Botero, al hablar de la influencia que tiene la religión en la buena marcha de los Estados, dice: “Entre todas las leyes no hay ninguna que sea más a favor de los príncipes que la cristiana, porque ésta no solamente les somete los cuerpos y las haciendas de los vasallos para lo que conviene, pero también los ánimos y las conciencias, y liga las manos, los estados y los pensamientos de ellos; quiere que se obedezca no sólo a los príncipes sabios, pero aun a los muy desconcertados, y que sufra cualquier cosa por no perturbar la paz, no hay cosa ninguna por la cual el súbdito se pueda desobligar de la obediencia que debe a su señor.” Kant, enrocado en su puritanismo, consideraba que la anarquía es peor que la injusticia.


Ciertamente la obediencia religiosa plantea problemas importantes, de los que sólo propondré un ejemplo.

El 26 de marzo de 1553, Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, escribe una famosa carta sobre la obediencia dirigida a los padres y hermanos jesuitas de Portugal. Comienza citando a San Gregorio: “La obediencia introduce en el alma el resto de las virtudes y la smantiene”. El ejemplo señere es Jesús, “hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. El tema central es que al superior no se le debe obedecer porque sea prudente y bueno, ni se le debe dejar de obedecer si es imprudente y malvado. El superior religioso está representando a Dios, y donde se encuentra la perfección es en el acto formal de la obediencia, y no en el contenido material de la obediencia. Esto, por supuesto, sólo se mantiene dentro de una absoluta confianza en que Dios no abandonará a los que son capaces de sacrificar su voluntad y su inteligencia por obedecer.

La única garantía de que esa obediencia acrítica al superior no llevará al desastre es Dios. “La obediencia -dice- es un holocausto en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su criador y Señor o a alguno de sus ministros”. Esta obediencia es necesaria, “porque, como en los cuerpos celestes, para que el inferior reciba el movimiento e influjo del superior, es menester le sea sujeto y subordinado con conveniencia y orden de un cuerpo a otro; así, en el movimiento de una criatura racional por otra (cual se hace por la obediencia) es menester que la que es movida sea sujeta y subordinada, para que reciba la influencia y cirtud de la que mueve. Y esta sujeción y subordinación no se hace sin conformidad del entendimiento y voluntad del inferior”.

Es conmovedora la historia del gran poeta inglés Gerard Manley Hopkins, que se hizo jesuita, y al que su superior le prohibió seguir escribiendo, orden que aceptó por su voto de obediencia. Supongo que ese superior pensaría que la soberbia es frecuente en personas espirituales, y que, como dice Casiano: “Con ningún otro vicio trae tanto el demonio al monje a despeñarle en su perdición, como cuando le persuade de que, despreciados los consejos de los más ancianos, se fíe en su juicio, resolución y ciencia”.

Esta concepción de la obediencia -que incluye el sacrificio del intelcto- se transfirió al mundo político, que al fin y al cabo se consideró durante siglos que estaba instaurado por Dios. La obediencia a la ley se fundaba en la obediencia al legislador, que era, en última instancia, Dios.

Pero estas ideas chocaron frontalmente con el pensamiento ilustrado, basado precisamente en la autonomía.

Marat escribió un libro cuyo larguísimo título sirve de resumen: Las cadenas de la esclavitud, obra destinada a explicar los negros atentados de los príncipes contra el pueblo, los resortes secretos, las astucias, los artificios, los golpes de estado que emplean para destruir la libertad y las escenas sangrientas que acompañan al despotismo (ha sido reeditado en 1988).

Lector del Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne de la Boétie, cree que existe una respuesta a la pregunta que éste se hacía acerca de “las razones que llevan a los hombres a inventarse sus propio amos y a poner su vida en sus manos”. Observa la presencia simultánea y discordante de un doble deseo: el de ser libres y el de servir voluntariamente. Para Marat, la máxima de abyección y degradación objetiva se produce cuando el oprimido no sólo no se da cuenta de su propia condición, sino que se transforma en cómplice y soporte de ese poder que perpetúe la miseria, la ignorancia y la humillación de todos sus semejantes. Se convierte en un homo patiens. Quien está por debajo a menudo ni siquiera se atreve a imaginar una situación distinta de aquella en la que ha vivido siempre y por la cual se ha visto inducido a inhibir sus deseos. La Revolución inauguraba el futuro. Prometía la felicidad mediante un conatus colectivo de liberación. En el caso de que todos los hombres unan sus débiles conatus para sacudirse de encima la opresión y de que lleguen a comprender que no existe ninguna jerarquía natural, entonces la “mala suerte” resultará políticamente reversible. El déspota gobierna tradicionalmente mediante el temor y la arbitrariedad: por eso no hay que tener miramientos en usar las mismas armas, en meter miedo a quien infunde miedo.

Sabemos, por supuesto, que la obediencia acrítica puede dar lugar a horrores injustificable, y no podemos olvidar que muchos criminales nazis se escudaron en la “obediencia debida”. Hace un par de décadas, durante el juicio que se siguió contra el teniente Calley, responsable de la matanza de My Lay, un trágico suceso de la guerra de Vietnam en el que se asesinó a hombres, mujeres y niños, el acusado se defendió diciendo: “Se me ordenó dirigirme hacia allá y destruir a enemigo. Ésa era mi tarea ese día. No me senté a pensar en las mujeres, hombres y niños. Todos eran clasificados por igual, y eso es lo que yo aprendí: a considerarlos estrictamente enemigos” (T. Tiende, Calley: Soldier or Likker?, Pinnacle Books, Nueva York, 1971).

Este tipo de educación parece monstruosa. Hace unos años causó impresión conocer los métodos de entrenamiento de tropas de élite americanas. Se intentaba conseguir una despersonalización total, para convertirlos en eficaces cumplidores de las órdenes, por muy duras y arriesgadas que fueran. El asunto provocó un escándalo y airadas protestas, hasta que un militar de alta graduación preguntó a la ciudadanía: “Si usted estuviera en peligro, ¿quién querría que le defendiera, un soldado así, dispuesto a matar ciegamente para defenderle, u otro que se pusiera a pensar los pros y los contras de la orden?” Mucha gente se calló, sorprendida en impostura.

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J. A. Marina, La pasión del poder, ibid, págs. 53-57

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Las parejas con éxito dice Gottman están compuestas por “personas que cuando no están de acuerdo son capaces de permanecer conectadas y comprometidas entre sí. En vez de ponerse a la defensiva y mostrarse malignas, salpican sus disputas con relámpagos de afecto, intenso interés y respeto mutuo. De forma sorprendente, parecen tener acceso a su sentido del humor incluso cuando se pelean, con lo que sus conflictos se convierten de hecho en provechosos y fuentes de descubrimiento y resolución de problemas”.

Ibid, Pág. 166










Hércules y Minerva

Al llamar la atención sobre el peligro constante del ascenso justificativo no estoy desde luego queriendo decir que la amenaza se vaya a materializar siempre o siquiera a menudo. La mayor parte de tiempo no lo hará, al menos de forma seria y que requiera mucho tiempo, y podremos proceder alegremente en nuestra argumentación sobre la base de lo que podemos llamar “prioridad muy local”, mirando de hecho no más allá de las leyes o los casos que traten directamente del asunto que tenemos entre manos. Sin embargo, por así decirlo, el ascenso justificativo es una carta que siempre está en la baraja: no podemos prescindir de él a priori porque nunca sabemos cuándo una tesis jurídica que parecía pedestre e incluso indiscutible puede ser de repente desafiada por un nuevo y potencialmente revolucionario ataque desde un nivel superior. Intenté capturar ral vulnerabilidad, que existe por principio, a través de mi imagen del heroico juez Hércules, quien, dados sus talentos, bien podría proceder de modo inverso.

En lugar de pensar de dentro hacia fuera, de los problemas más específicos a los más amplios y abstractos, como hacen otros juristas, podría operar al revés, de fuera para dentro. Antes de sentarse a decidir su primer caso podría construir una gigantesca teoría omnicomprensiva que valiera para todas las circunstancias. Podría decidir todos los temas más destacados de la metafísica, la epistemología y la ética, y también de la moral, incluyendo la oralidad política. Podría decidir qué hay en el universo y por qué está justificado pensar que eso es lo que hay; lo que requieren la justicia y la equidad; qué significa la libertad de expresión bien entendida y cómo y por qué quienes llevan a cabo una actividad que está conectada con las pérdidas sufridas por otros pueden ser correctamente sompelidos a compensarlos. Podría tejer todo esto y todo lo demás en un sistema maravillosamente aequitectónico. Cuando surgiera un caso nuevo estaría muy bien preparado. Desde fuera (comenzando quizás en el tramo intergaláctico de su maravillosa creación intelectual) podría proceder firmemente hacia el problema a resolver: encontrar las mejores justificaciones para el derecho, en general, para la práctica jurídica y constitucional estadounidenses como especies del derecho, para la interpretación constitucional, para el derecho de daños y, finalmente, para la pobre mujer que tomó demasiadas pastillas y el hombre iracundo que quemó su bandera.

La gente corriente, los abogados y los jueces no pueden hacer muchas de estas cosas. Razonamos de dentro para fuera: comenzamos con problemas concretos que se nos plantean por nuestra ocupación, responsabilidad o por casualidad, y el alcance de nuestra indagación está severamente limitado, no sólo por el tiempo del que disponemos, sino también por los argumenots que encontramos o nos imaginamos. Un juez razonando desde dentro hacia fuera raramente encontrará el tiempo y la necesidad de ambarcarse en una larga y laboriosa búsqueda de razones. Sin embargo, algunas veces lo hará. Benjamin Cardozo entendió que hacerlo era necesario en el caso MacPherson v. Buick Motor Co., y cambió la naturaleza de nuestro derecho. Todos podemos pensar en otras sentencias en las que los jueces se sintieron llamados a emprender un ascenso justificativo que quizás no habían anticipado cuando empezaron a pensar sobre el caso. El ascenso puede ser poco común, pero lo que resulta absolutamente crucial es que no tenemos un baremo general o a priori para decidir cuándo va a ser necesario. El abogado o el juez puede estar bien adentrado en la reflexión sobre un asunto antes de saber si será sentado o arrastrado hacia una argumentación más teórica de lo que en principio creía o esperaba.

No existe inconsistencia alguna entre estas dos imágenes (la de Hércules pensando de fuera hacia dentro). Subrayo la compatibilidad de estas dos descripciones porque a muchos de los críticos del enfoque teorizado les gusta señalar que los jueces reales no son Hércules. Con ello no sólo quieren decir que los jueces no son criaturas sobre humanas, son que mis bografías de Hércules están fuera de lugar. Las analogías siempre son peligrosas (casi tanto como las metáforas) y espero mantener atada muy en corto la que voy a eectuar. Pero una analogía con la ciencia puede ayudar a mostrar cómo la visión de fuera hacia dentro de un campo intelectual puede ser útil incluso para quienes desde el interior de éste piensan de dentro hacia fuera. Creemos que el cuerpo de conocimientos que de modo compendiado denominamos ciencia es una red de conocimiento sin fisuras (o al menos esperamos que lo sea). Todavía hay fisuras y los científicos y los filósofos se preocupan por ellas. Pero no nos crea ningún problema la pretensión de que nuestra física sea al menos compatible con nuestra química, cosmología, microbiología, metalurgia e ingeniería. Esperamos algo más, que entendemos que en parte ya hemos conseguido. No sólo queremos que cada una de estas ramas de conocimiento, convencionalmente distintas, sea compatible con el resto, sino que estas ramas puedan ordenarse jerárquicamente, de modo que quizás la física sea considerada la más abstracta y las demás sean vistas como áreas de conocimiento progresivamente más concretas que se extraen de ella. Podemos ilustrar estas ambiciones teóricas y estructurales imaginando, al estilo de Hércules, una diosa Minerva, que antes de empezar a construir un puente concreto dedica los siglos necesarios a dominar la biografía del espacio y el tiemp y las fuerzas fundamentales de la teorías de partículas. Si alguien le preguntara si un metal determinado podría soportar cierto peso, podría deducir la respuesta de su maravillosa y completa teoría. Entendemos esta imagen porque recoge cómo pensamos acerca de los conocimientos de nuestra ciencia.

Desde luego que ningún científico podría tan siquiera comenzar a seguir el ejemplo de Minerva. El ingeniero que construye un nuevo tipo de puente trabaja desde dentro hacia fuera. No sabe qué problemas va a encontrarse hasta que los descubre, y no puede decir, al menos hasta entonces, si los problemas que de modo inevitable se le presentarán le obligarán a repensar algún principio de la metalurgia, o si, en el caso de que lo hagan, su excursión en la metalurgia le obligará (a ella o a otra persona) a repensar la física de partículas. La historia de Minerva es una forma de mostrar s supuestos básicos que a su vez explican la muy distinta historia del ingeniero: que explican por qué la escalera del ascenso explicativo siempre está ahí, entre las cartas, aunque nadie se vea tentado a subir tan siquiera el primer peldaño. Esto es lo que esperaba capturar para el derecho mediante la historia de Hércules. Mi tesis repito es que el razonamiento jurídico presupone un enorme campo de justificación, incluyendo principios muy abstractos de moralidad política y que tendemos a dar por asumida tal estructura del mismo modo que el ingeniero da por asumido la mayor parte de lo que sabe, pero que de tanto en tanto podríamos vernos forzados a reexaminar alguna parte de la estructura, aunque nunca podemos estar seguros de antemano de cuándo y de qué manera habremos de hacerlo.

El enfoque teorizado que he estado intentando explicar es una teoría del razonamiento jurídico (de cómo razonamos adecuadamente sobre afirmaciones acerca de cuál es el derecho aplicable). Es también una explicación de en qué consiste la verdad de tales afirmaciones. No es automáticamente una tesis sobre las responsabilidades de los jueces en los casos ordinarios o incluso en aquellos de contenido constitucional. Digo esto aquí porque son muchos los que se han opuesto a este enfoque alegando que permite a los jueces, como a menudo lo expresan subrayando (que la correcta identificación de cualquier tipo de derecho conlleva un ejercicio interpretativo y que es por tanto vulnerable al ascenso justificativo) no se sigue que agún tipo concreto de autoridad deba tener la responsabilidad de efectuar ese ejercicio en algún tipo concreto de situación. Si la comunidad le dice a un juez: “La Constitución es la norma jurídica superior y tu trabajo consiste en estableer qué quiere decir ésta”, entonces, tal y como he intentado argumentar en numerosas ocasiones, tal instrucción a su vez requerirá una “excursión” muy considerable en la moralidad política. Pero no tenemos que instruir a nuestros jueces en tal sentido. Es perfectamente razonable insistir en que a nuestros jueces no debe dárseles el poder de interpretar la Constitución de modo último y dotado de autoridad. Esto es lo que el lector debe decir si le preocupa el exceso de poder judicial.

Es una grave confusión disfrazar el rechazo a que los jueces tengan un gran poder (algo que, al menos en teoría, puede ser remediado modificando su poder jurisdiccional) mediante la afirmación de estar ante una falsa teoría del razonamiento jurídico. En aras de la prudencia, todavía debo hacer una puntualización. Ni por un momento pretendo sugerir que los abogados, los jueces o cualquier otra persona se pondrán de acuerdo respecto de cualesquiera problemas teóricos de gran envergadura que el ascenso justificativo les plantee. Por supuesto que nse pondrán de acuerdo. Por eso tenemos votos particulares y buenos razonamientos en las aulas. Sólo quiero decir qu el derecho está calado hasta los huesos de teoría, y que los juristas reflexivos entienden esto aunque no se pongan de acuerdo en qué teoría concreta es aquella de laque están calados.
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Ronald Dworkin, La justicia con toga, ibid, Págs. 68-71








La ciudadanía social, del Estado de bienestar al Estado de justicia

Cuando la historia de un concepto comienza en Grecia hace al menos veinticuatro siglos, no es raro que venga cargado de un conjunto de connotaciones difíciles de sintetizar en una definición. Y sin embargo, un camino parece útil para lograrlo. En este sentido, el concepto de “ciudadanía” que ha venido a convertirse en canónico es el de “ciudadanía social”, tal como Thomas H. Marshall lo concibió hace medio siglo. Desde esta perspectiva, es ciudadano aquel que en una comunidad política goza no sólo de derechos civiles (libertades individuales), en los que insisten las tradiciones liberales, no sólo de derechos políticos (participación política), en los que insisten los republicanos, sino también de derechos sociales (trabajo, educación, vivienda, salud, prestaciones sociales en tiempos de especial vulnerabilidad). La ciudadanía social se refiere entonces también a este tipo de derechos sociales, cuya protección vendría garantizada por el Estado nacional, entendido no ya como Estado liberal, sino como Estado social de derecho.

Sin embargo, históricamente ha sido el llamado “Estado de bienestar”, del que hemos disfrutado sobre todo en algunos países europeos, la figura que mejor ha encarado el Estado social y mejor ha contribuido, por tanto, a reconocer la ciudadanía social de sus miembros. Lo cual ha sido sin duda un gran avance, pero que hoy no deja de tener sus problemas, porque el Estado del bienestar ha entrado en crisis y las críticas que a él se dirigen, como figura histórica, están afectando también a la posibilidad de un Estado social que satisfaga las exigencias de la ciudadanía social.

Ciertamente, satisfacer esas exigencias es indispensable para que las personas se sepan y sientan miembros de una comunidad política, es decir, ciudadanos, porque sólo pueden sentirse parte de una sociedad quien sabe que esa sociedad se preocupa activamente por su supervivencia, y por una supervivencia digna. Pero esto, a mi juicio, puede lograrlo un Estado de justicia, no un Estado de bienestar, por eso asistiremos brevemente al nacimiento y desarrollo histórico del Estado de bienestar, atenderemos a sus críticos, y trataremos de mostrar cómo -a pesar de todo- sigue siendo posible e irrenunciable proteger los derechos sociales, propios de la ciudadanía social, en un Estado de justicia.

Y no sólo en nuestro país, sino en una Europa Social, que debería tener por tarea histórica llevar al nivel cosmopolita la ciudadanía social-

El surgimiento del Estado de bienestar

Si el Estado nacional ha sido el elemento nuclear de la política en los últimos 400 años, la conversión del Estado en “Estado de bienestar” se inicia en las décadas finales del siglo XIX.

El primer paso es la creación de un Estado del bienestar en la década de 1880, de la mano de Bismarck, deseoso de contrarrestar al socialismo. Medidas como el seguro de enfermedad, el seguro contra accidentes laborales o las pensiones para la vejez, asumidas por un Estado que hasta entonces sólo había tenido funciones políticas, fomentan el bienestar de los trabajadores y debilitan las reivindicaciones de los menos favorecidos por el sistema. Con lo cual preciso es reconocer que el también llamado “Estado-providencia” más nace por estrategia política que por exigencia ética. Estas medidas claramente paternalistas, que exigen el agradecimiento de quienes las recben, sientan las bases de una política social, que tiene su traducción académica en la Escuela Histórica Alemana y su versión político-económica en la Verein für Sozialpolitik.

Otro paso en la configuración de este tipo de Estado es la Welfare-Theorie, representada por obras como las de Pareto y Pigou, que pone las bases de la Escuela del Bienestar, preocupada por los criterios con los que medir y aumentar el bienestar colectivo.

En tercer lugar, es el pensamiento keynesiano el que, como plataforma teórica, influye de modo decisivo en la creación del Estado del bienestar. Frente al principio clásico de explicar las variaciones de los precios en términos de cariaciones de dinero, Keynes las explica en términos de demanda, que está a su vez en función de la tasa del desempleo: la insuficiencia de demanda efectiva será paliada por una política de pleno empleo y de redistribución de riqueza, lo cual exige la intervención del Estado en el campo económico y social, frente a la doctrina liberal del laissez faire. Ahora bien, conviene recordar que el reformismo keynesiano tiene una meta bien clara: mantener el sistema capitalista, que podía quedar desmantelado si seguían vigentes los principios de la teoría económica clásica.

El último paso hacia el Estado-providencia es el Informe Beveridge, en plena Segunda Guerra Mundial, que trata de afrontar las circunstancias de la guerra y suavizar desigualdades sociales, proponiendo un sistema universal de lucha contra la pobreza que proteja a toda la población frente a cualquier clase de contingencias, incluyendo a percepción de unos ingresos mínimos.

Tras esta evolución el Estado del bienestar se configura con elementos como los siguientes:

1)Intervención del Estado en los mecanismos del mercado para proteger a determinados grupos de un mercado dejado a sus reglas.
2)Política de pleno empleo, imprescindible porque los ingresos de los ciudadanos se perciben a través del trabajo productivo o de la aportación de capital.
3)Institucionalización de sistemas de protección, para cubrir necesidades que difícilmente pueden satisfacer salarios normales.
4)Institucionalización de ayudas para los que no pueden estar en el mercado de trabajo.

Contando con estas claves, a partir de la Segunda Guerra Mundial el gobierno pasa a ser en las democracias un gestor en vez de ser un proveedor. Y a partir de os sesenta empieza a surgir lo que Peter F. Drucker llama el megaestado, ese tipo de Estado que se considera a sí mismo “hacedor adecuado para todas las tareas sociales y todos os problemas sociales”. De donde va surgiendo la idea del Estado fiscal, es decir, la idea de que “no hay límites económicos a lo que un gobierno puede gravar o tomar prestado y, por tanto, que no hay límites económicos a lo que un gobierno puede gastar.”

Críticas a la solidaridad “institucionalizada”

En los últimos tiempos se ha convertido ya en un tópico de la vida política y económica, pero también de la filosofía práctica, afirmar que el “Estado del bienestar” se encuentra en crisis y que es preciso sustituirlo por otra forma de Estado más adecuada a las necesidades de los tiempos “postcapitalistas” que corren. Aducen los estudiosos razones diversas para explicar la etiología de la enfermedad que ha consumido las fuerzas del “Estado benefactor”, y apuntan en ocasiones sugerencias para superar la crisis, más o menos prometedoras. En lo que respecta a la dimensión moral del problema, suelen tales sugerencias producir la sensación entre los lectores y los ciudadanos de que el valor que ha fracasado estrepitosamente es la solidaridad, institucionalizada de algún modo en el Estado-providencia, y que las posibles salidas a la crisis pasan por recuperar aquel “sano egoísmo” que dio lugar al nacimiento y auge del capitalismo. “¡Beveridge ha muerto, viva Adam Smith!” -sería pues la consigna.

Porque la solidaridad -viene a decirse de forma más o menos explícita- es una vitud loable cuando la practican los individuos en las relaciones interpersonales, pero cuando los Estados intentan asumirla y encarnarla en las instituciones se producen inexorablemente un paternalismo y un intervencionismo malsanos que acaban por socavar los fundamentos mismos del Estado democrático por razones bien diversas.

En principio -según los autores a que me refiero-, porque las democracias modernas nacieron como un medio para defender a los ciudadanos frente a as rapacidad de los gobernantes, poniendo en sus manos el mecanismo del voto que les permite hacer frente a los gobiernos. El Estado benefactor sin embargo desvirtúa este recurso de los ciudadanos frente al gobierno, hasta el punto de que puede usar los recursos económicos de que dispone para “comprar” votos, de suerte que la ciudadanía queda de nuevo a merced de los gobiernos, y además a costa de su propio dinero.

En efecto, como recordamos, las reflexiones de autores como Jeremy Bentham o James Mill sugieren denominar al modelo de democracia que proponen “democracia como protección”, precisamente porque la entienden como un mecanismo político que permite al hombre de mercado defenderse de la rapacidad de los gobernantes. Los hombres -entienden ambos autores- tienen una natural tendencia a apropiarse de cuanto pueden y, si los ciudadanos no dispusieran del mecanismo del voto para defenderse de los gobernantes, estos los despojarían de todos sus bienes. Parece, pues, así las cosas, que si la democracia nació también como un modo de proteger a los ciudadanos frente a los gobernantes, el Estado-providencia elimina los frenos de la democracia originaria y entra “a saco” en aquel ámbito que los individuos se habían reservado como sagrado.

El Estado nacional -afirmará Drucker-, que nació para ser el guardián de la sociedad civil, se ha convertido en los últimos cien años en ese megaestado, que se adueña de la sociedad civil, hasta el punto de que el “megaestado” llega a creer que los ciudadanos tienen sólo lo que es Estado, expresa o tácitamente, les permite conservar. La expresión “exención fiscal” es suficientemente expresiva al respecto, ya que da a entender que en principio todo pertenece al estado, a menos que haya sido designado especialmente para ser retenido por el contribuyente. El megaestado degenera, necesariamente, en estado electorero, porque dispone de los medios necesarios para comprar los votos.

Habitualmente suele concluirse de análisis semejante que urge recuperar de algún modo la forma liberal del Estado de derecho, que parece ser la alternativa más clara al Estado benefactor, y sustituir, en lo que a valores morales se refiere, la institucionalización de la solidaridad por la promoción de la eficiencia y la competitividad y por el respeto a la libertad individual y a la libre iniciativa. El Estado del bienestar habría ahogado a los individuos en un colectivismo perverso, siendo así que -según estos autores- el individualismo, como paradigma moral, es insuperable; el individuo es la clave de cualquier organización social, política o económica y por eso urge restaurar una suerte de Estado liberal, bien provisto de individuos inteligentes, competitivos, “excelente”, alérgicos a esa mediocridad gris generada por la solidaridad puesta en instituciones: necesitamos -vienen a deicr los críticos del Estado del bienestar- ciudadanos creativos más que solidarios; empresarios, más que ideólogos “excelentes” en sus empresas, más que dotados de buena voluntad.

Cn toda la parte de razón que pueden tener quienes así se expresan, existen -a mi juicio- en lo dicho un buen número de confusiones, que conviene aclarar porque nos jugamos demasiado en ello como para dejarlo en proclamas más o menos provocativas. De hecho, cualquier político que en la vida cotidiana pretendiera arrasar sin mas el vituperado “megaestado” y sustituirlo, sin conservar nada de él, por un Estado liberal construido en exclusiva sobre los pilares de la iniciativa y la competencia, no sólo resultaría regresivo en relación con conquistas sociales ya irrenunciables sino que a la corta o a la larga perdería las elecciones porque hay una dimensión del Estado del bienestar qe nadie está dispuesto a tirar por la borda.

La jubilación es un derecho reconocido, los ciudadanos consideran esa conquista irrenunciable; como también la de la universalización de la enseñanza y la asistencia sanitaria con cargo a fondos públicos, el sistema de pensiones no contributivas para los incapacitadso y algún tipo de ingreso básico o “ingreso de ciudadanía”. En suma: lo que llamamos derechos humanos económicos, sociales y culturales, o bien “derechos de segunda generación”.

Los ciudadanos critican, por supuesto, cómo se gestiona la satisfacción de esos derechos, pero no desean perderlos, sino que se gestionen correctamente.

Por eso, a mi modo de ver, una crítica al Estado del bienestar que conservara de el lo que de ineliminable tiene -aunque transformándolo, porque la historia no pasa en vano-, debería considerar los siguientes puntos:

1)El Estado de derecho puede revestir formas diversas, entre ellas el Estado liberal de derecho, el Estado social de derecho o el Estado del bienestar; y, aunque en la práctica las dos últimas puedan haberse dado juntas urge -sin embargo- distinguirlas con claridad. Porque si el Estado del bienestar ha degenerado en “megaestado” y, por eso mismo, ha entrado en un proceso de descomposición, los mínimos de justicia que pretende defender el Estado social de derecho constituyen una exigencia ética, que en modo alguno podemos dejar insatisfecha.

En efecto, el Estado social de derecho tiene por presupuesto ético la necesidad de defender los derechos humanos, al menos de las dos primeras generaciones, con lo cual la exigencia que presenta es una exigencia ética de justicia, que debe ser satisfecha por cualquier Estado que hoy quiera pretenderse legítimo.

La justicia fundamento de un Estado social de derecho no es lo mismo que el bienestar. La primera debe procurarla un Estado que se pretenda legítimo; la segunda han de agenciársela los ciudadanos por su cuenta y riesgo, cada uno según sus deseos y según sus posibles. De ahí que urja aclarar a qué ha de referirse el término “bienestar” que aparece en el artículo 25 de la Declaració Universal de los Derechos humanos de 1948 de forma bien poco afortunada por las consecuencias indeseables que ha tenido su uso y abuso.

2)La protección de los derechos humanos no demanda una institucionalización de la solidaridad, entre otras razones porque la solidaridad no puede institucionalizarse; y precisamente una de las funestas secuelas de su presunta institucionalización en el Estado del bienestar ha sido generar una fuerte alergia contra ella, porque se le imputan erróneamente la mediocridad, pasividad e improductividad de la ciudadanía de los megaestados.
3)El antídoto contra el colectivismo de los países comunistas o de las democracias del “mayor bienestar para el mayor número” no es el individualismo ni el retorno a un liberalismo salvaje, porque el individualismo puro y duro carece de sensibilidad para compadecerse con el Estado social. Ahora bien, puesto que la solidaridad no puede institucionalizarse, será preciso recordar que sólo una sociedad civil motu propio solidaria hace realmente posible un Estado social de derecho.
Todo ello exige revisar de nuevo los conceptos de “Estado” y “sociedad cvil”, conceptos que son móviles y no fijos, y ver de qué modo sociedad civil y Estado han de cooperar en la tarea de crear una sociedad libre y justa; asunto del que nos ocuparemos en el capítulo dedicado a la ciudadanía civil.
4)Obviamente en nuestros días, aunque el Estado nacional sigue siendo el núcleo de la vida política, es imprescindible situar su acción en ese contexto transnacional y mundial en el que realmente juega y, frecuentemente -como sabemos-, con las cartas marcadas.


El Estado social: una exigencia ética

El Estado liberal, como comentamos al final del capítulo anterior, se compromete a garantizar la libertad de los ciudadanos, pero sobre todo entendida como independencia con respecto a los demás ciudadanos, de ahí que pretenda presentarse como un instrumento neutral, garante del libre juego de los intereses económicos, identificado con la defensa de lalegalidad. Desde esta perspectiva, el Estado liberal renuncia a cualquier implicación “material” y se preocupa por establecer claramente los límites con una sociedad civil, que no se ocupa sino de satisfacer sus intereses individuales sin que el Estado interfiera en ella. Por contra, la auténtica clave de esa otra forma de Estado social de derecho consiste en incluir en el sistema de derechos fundamentales, no sólo las libertades clásicas, sino también los derechos económicos, sociales y culturales: la satisfacción de ciertas necesidades básicas y el acceso a ciertos bienes fundamentales para todos los miembros de la comunidad se presentan como exigencias éticas a las que el Estado debe responder. Y es desde esta exigencia ética básica desde la que cobra su sentido que se difuminen los límites entre sociedad civil y Estado y que este último vea como tarea legitimadora suya también la protección de los derecos de la segunda generación -los derechos económicos, sociales y culturales-, lo cual le obliga a convertirse en Estado interventor.

Llegados a este punto, quisiera mantener -con otros autores- la distinción entre Estado social de derecho, que respondería a exigencias ético-políticas, y su encarnación histórica en un Estado del bienestar de cuño keynesiano, que tiene también por móvil el empeño en fomentar el consumo para mantener la acumulación capitalista.

En efecto, según Francisco Laporta, entre otros, en el surgimiento del Estado social concurren dos tipos de justificación: una de tipo ético, que consiste en percatarse de que la satisfacción de ciertas necesidades fundamentales y el acceso a ciertos bienes básicos exige la presencia del Estado bajo formas diversas; y otra que surge por criterios de eficiencia económica. La acumulación capitalista que necesitaba la gran sociedad anónima exige la producción en masa y, por tanto, la expansión indefinida de la demanda interna, lo cual parece imposible sin una distribución relativa de los recursos en forma de salarios, y sin la presencia del Estado en la economía como regulador de la distribución, como productor e incluso como consumidor. La justificación ética da lugar al Estado social, que venía gestándose por distintos caminos desde mediados del siglo XIX al menos, y la justificación también económica da lugar al Estado del bienestar.

A mi juicio, si bien ambos se han dado unidos en la práctica, ls exigencias éticas del Estado social siguen siendo irrenunciables, sea cual fuera el mecanismo apto para satisfacerlas, mientras que el segundo está en crisis y tal vez en buena hora porque, como haremos más adelante, conviene distinguir entre “justicia” y “bienestar”.

Ahora bien, en cualquier caso, lo que no es de ley por parte de quienes detentan el poder político es anunciar que el Estado del bienestar está en crisis, afirmar a continuación que el Estado social sigue siendo una exigencia ética y, por lo tanto, que el Estado sigue necesitando intervenir para satisfacer los derechos de la segunda generación, y utilizar de nuevo esta su intervención ineludible por exigencias éticas con fines “electoreros” espurios, es decir, de compra de votos.

Ciertamente resulta bien difícil determinar qué es una exigencia de justicia, hasta dónde llega el “mínimo decente” que una sociedad debe cubrir. Pero si existe voluntad política de descubrirlo y de dejar en un segundo plano motivaciones electoralistas, resultará bastante más sencillo y, sobre todo, el Estado funcionará de forma legítima.

Tergiversar ambas cosas, dar gato -Estado del bienestar electorero- por liebre -Estado social de derecho- no puede tener a la larga sino dos resultados: perder legitimidad por no cumplir la función propia del Estado social y perder credibilidad por parte de los votantes que, a la corta o a la larga, se percatan de la añagaza. Creer que los ciudadanos son siempre tontos no es una política legítima, pero tampoco inteligente.

Por eso urge denunciar las patologías del Estado del bienestar y sugerir para el futuro posibles “recetas” que no sean mortales también para las exigencias éticas del Estado social. Tirar al niño con el agua sucia de la bañera ha sido, y sigue siendo, no sólo una estupidez sino también una atrocidad.

Institucionalizar los mínimos de justicia, no de bienestar

Ciertamente la crítica al Estado fiscal es hoy un lugar común. Desde el punto de vista económico, no parece ser el intervencionsimo estatal la medida más adecuada para reactivar la riqueza; y desde la perspectiva social, un estado paternalista no fomenta a la larga sino la pasividad de los ciudadanos. Parece, pues, que el Estado del bienestar, degenerado en megaestado, en Estado fiscal y por ultimo en “Estado electorero” es hoy incapaz de encarnar en la realidad social al menos dos de los valores éticos que han sido el estandarte de la Modernidad: la igualdad y la libertad.

La igualdad, porque la intervención estatal a distintos niveles ha sido un freno para la productividad, y de ahí que en nuestro momento pensadores y políticos de distinto signo vean el aumento de la productividad como el único camino incluso para lograr una sociedad más igualitaria. Y en lo que hace a la libertad, porque el megaestado no sólo ha traspasado la barrera de la libertad negativa (de la independencia individual), sino que también ha arrebatado en realidad a los ciudadanos su libertad positiva, es decir, su autonomía, a través de una presunta institucionalización de la solidaridad.

En efecto, el megaestado, con la excusa de lograr el mayor bienestar del mayor número, alegando para ello motivos de solidaridad, ha asumido con respecto a los ciudadanos una actitud paternalista, que tiene sin remedio nefastas consecuencias.

El paternalismo consiste -recordemos- en imponer determinadas medidas en contra de la voluntad del destinatario para evitarle un daño o para procurarle un bien, y está justificado cuando puede declararse que el destinatario de las medidas paternalistas es un “incompetente básico” en la materia de que se trate y, por lo tanto, no puede tomar al respecto decisiones racionales. Esta es en definitiva la justificación de cualquier despotismo ilustrado, en el que el gobernante cree conocer sobradamente en qué consiste el bien del pueblo, mientras que éste es a sus ojos un incompetente básico en la materia.

Concluir de estas premisas que al paternalismo de los gobernantes corresponde la convicción de que los ciudadanos no son autónomos, sino heterónomos, no parece un despropósito sino, por el contrario, perfectamente coherente. De ahí que pueda decirse que, no sólo el despotismo ilustrado, sino también el Estado benefactor, generan ciudadanos heterónomos y dependientes, con las consiguientes secuelas psicológicas que ello comporta.

Porque el sujeto tratado como si fuera heterónomo acaba persuadido de su heteronomía y asume en la vida política, económica y social la actitud de dependencia pasiva, económica y social la actitud de dependencia pasiva propia de un incompetente básico. Ciertamente reivindica, se queja y reclama pero ha quedado incapacitado para percatarse de que es él quien ha de encontrar soluciones, porque piensa, con toda razón, que si el Estado fiscal es el dueño de todos los bienes, es de él de quien ha de esperar el remedio para sus males o la satisfacción de sus deseos.

Puede decirse pues que el Estado paternalista ha generado un ciudadano dependiente, “criticón” -que no “crítico”-, pasivo, apático y mediocre. Lejos de él queda todo pensamiento de libre iniciativa, responsabilidad o empresa creadora. Como se ha dicho, es este un ciudadano que prefiere ser funcionario a ser empresario, prefiere la seguridad al riesgo.

Sin embargo, y siendo esto cierto, lo que resulta injusto es cargar estas nefastas herencias del megaestado a la cuenta de las aspiraciones modernas a la igualdad y la solidaridad, como si la búsqueda de estos valores hubiera encontrado su realización en el Estado benefactor y resultaran por tanto incompatibles con la bregaa por la libertad, la creatividad, el riesgo y la iniciativa. Como hemos querido decir, el keynesianismo más buscaba asegurar el capitalismo que ligrar la igualdad por motivos éticos. Y en lo que respecta a la solidaridad, ocurre con ella lo que con la libertad: que no puede ser impuesta.

¿Será bastante poderoso el Estado para obligar a ser solidario a quien no quiera serlo? Tendrá que hacerlo, pues si se empecina en la imposición no sólo no logrará una ciudadanía solidaria sino una alérgica a la solidaridad. Si el Estado fiscal es el que recauda los impuestos por se el dueño de los dienros, a él toca resolver los problemas sociales, obligación de presunta “solidaridad”; bastante hace al ciudadano -sigue pensando el hombre de la calle- con desembolsar la parte alícuota cuando le llega el plazo, para que le anden reclamando un plus de solidaridad. Que pague el que cobra -concluye el contribuyente-, y no el que ya ha pagado antes.

Y es que la solidaridad, como la libertad, es cosa de los hombres, no de los Estados. Pueden los Estados diseñar un marco jurídico en que ejercite su libertad quien lo desee, en que sea solidario quien así lo quiera. Pero deber intransferible de cualquier Estado de derecho que hoy quiera pretenderse legítimo -y hoy lo son casi todos los de la Union Europea- es asegurar universalmente los mínimos de justicia, y no intentar arrebatar a los ciudadanos su opción por la solidaridad; satisfacer los derechos básicos de la segunda generación, y no empeñarse en garantizar el bienestar.

Decía P.J.A. Feuerbach que la felicidad es cosa del hombre, no del ciudadano, y yo quisiera puntualizar por mi cuenta y riesgo que los mínimos de justicia son de los Estados, mientras que el bienestar págueselo cada quien de su peculio. La cuestión estriba entonces en delimitar qué necesidades y bienes básicos han de considerarse como mínimos de justicia, que un Estado social de derecho no puede dejar insatisfechos sin perder su legitimidad.

Del Estado del bienestar al Estado de justicia.

En su ensayo En torno al tópico: “tal vez eso sea corecto en teoría pero no sirve para la práctica” y concretamente en la II parte, escrita explícitamente contra Hobbes, intenta Kant mostrar, entre otras cosas, que la felicidad no puede ser un fin de la razón práctica aplicada esta vez al derecho político porque misión del Estado es asegurar un marco jurídico basado en los principios de libertad, igualdad e independencia, y no procurar a los súbditos una felicidad que ellos son muy dueños de procurarse a su modo. Precisamente la libertad como principio legal tiene una doble faz ya que consiste en “no obedecer a ninguna otra ley más que a aquella a la que he dado mi consentimiento”, y también en que “nadie me puede obigar a ser feliz a su modo (tal como él se imagina e bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no perjudique la libertad de los demás para pretender un fin semejante”.

El primer concepto de libertad reclama a mi juicio la participación de os ciudadanos en la cosa pública; el segundo condena el paternalismo político, en virtud del cual los gobernantes deciden en qué consiste el bien del pueblo sin contar con él.

Ciertamente el término “felicidad” es un término polisémico y ya Aristóteles anunciaba que no todos lo entienden de igual modo pero parece bastante claro que Kant lo identificaba con el bienestar es decir con el conjunto de todos los bienes sensibles a los que puede aspirar un hombre. Y si cifrar en el bienestar la meta del derecho político le parecía corromper los fundamentos mismos del Estado de derecho, se debía entre otras cosas al hecho de que el bienestar sensible sea un ideal de la imaginación, y no de la razón. ¿Qué significa esto?

Significa que si como ha venido a ocurrir en el Estado benefactor, el fundamento del orden politico y económico y su fuente de legitimidad es el individuo con sus deseos psicológicos -es decir, el bienestar- y no la persona con sus necesidades básicas -es decir, la justicia-, ningún Estado imaginable será capaz de satisfacer tales deseos porque son infinitos; ninguno podrá ser, por tanto, egítimo. Y además todos correrán el riesgo de ser injustos, porque en la indefinida maraña de deseos individuales que componen el bienestar, tenderán a atender aquellos que proporcionan votos, y no los que son exigencias básicas de justicia.

Por eso, a mi juicio, es sumamente desafortunada la expresión que aparece en el Artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar”, si bien a continuación queda mejor aclarado qué se incluye en tal derecho (alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica y los servicios sociales necesarios, seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia, educación, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental, etc.)

Esto, unido a la declaración en el Articulo 22 de que la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, es obligatoria “habida cuenta de la organización y los recursos del Estado”, ha hecho de la tabla de derechos de la segunda generación algo así como un conjunto de buenas intenciones, con el que cada Estado puede hacer lo que bien le parezca. Tomando de un lado los deseos que puedan componer el bienestar de los ciudadanos y considerando la satisfacción de cuáles puede proporcionar más votos, queda legitimada cualquier opción electorera.
Por eso, es urgente la tarea de intentar determinar en cada Estado qué necesidades considera lo que algunos llaman un mínimo decente, otros, un mínimo absoluto, por debajo de cual no puede quedar ese Estado si pretende legitimidad. Ese mínimo no compone, ni lo pretende tampoco, el bienestar de los ciudadanos, sino que es una exigencia de justicia.

El llamado “Estado del bienestar” ha confundido, a mi juicio, la protección de derechos básicos con la satisfacción de deseos infinitos, medidos en términos del “mayor bienestar del mayor número”. Pero confundir la justicia, que es un ideal de la razón, con el bienestar, que lo es de la imaginación, es un error por el que podemos acabar pagando un alto precio: olvidar que el bienestar ha de costeárselo cada quien a sus expensas, mientras que la satisfación de los derechos básicos es una responsabilidad social de justicia, que no puede quedar exclusivamente en manos privadas, sino que sigue haciendo indispensable un nuevo Estado social de derecho -un Estado de justicia, no de bienestar- alérgico al megaestado, alérgico al “electorerismo”, y consciente de que debe establecer unas nuevas relaciones con la sociedad civil.

Ese es el tipo de Estado capaz de satisfacer las exigencias planteadas por esa noción de ciudadanía social, que es la que comúnmente se acepta como canónica y a la vez recibe toda suerte de críticas.

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La forma ética del Estado, el liberalismo radical

Afirmar que existen diversas modalidades del liberalismo es algo tan poco original como asegurar que hay distintas formas de socialismo. Sin embago, autores como Dworkin, Charles Larmore o Rawls, han puesto especial empeño en intentar descubrir el núcleo moral del liberalismo, aquella clave que distingue básicamente a un pensamiento liberal. Y han creído encontrarla en la neutralidad del Estado, es decir, en la convicción de un Estado liberal debe ser neutral a las distintas concepciones de hombre y de vida buena mantenidas por los grupos sociales que en él conviven. Lo cual exige practicar una “política de elusión” de las discrepancias: el Estado no puede pronunciarse sobre lo que los hombres son, especificar las características que distinguen a los seres humanos, y pasar a potenciarlas políticamente, porque entonces se pronunciaría por una antropología determinada, tratando a las restantes de forma discriminatoria. A este tipo de liberalismo se denomina “liberalismo político”.
El liberalismo político renuncia abiertamente a considerar doctrinas filosóficas como las de Kant o Mill como adecuadas para componer la base ética de un Estado liberal, porque no son en modo alguno neutrales. La filosofía liberal kantiana considera que la esencia de la persona es la autonomía, y Mill subraya el carácter individual de los hombres; características ambas que otros grupos sociales no consideran como definitorias de los seres humanos ni como especialmente valiosas. Tradicionalistas, comunitarios, ciertas sectas religiosas, progresistas colectivistas aprecian poco la autonomía y la individualidad, por eso un Estado liberal neutral -entiende el liberalismo político- debe eludir afirmaciones antropológicas y conformarse con proteger la libertad privada, el bienestar personal y la seguridad de los ciudadanos.
Que esta neutralidad sea o no posible no es lo que nos importa ahora, sino más bien intentar averiguar cómo pueden elegir su identidad los ciudadanos en sociedades modernas si el Estado no intenta proteger al máximo su autonomía. Porque así como otras características pueden muy bien quedar al buen saber y entender de cada grupo, la autonomía personal es imprescindible para forjar la propia identidad, sin la que una persona es incapaz de situarse en la vida, saber qué valora realmente y qué no. No se me alcanza cómo podemos tomar en serio que cada individuo es quien debe elegir y negociar su identidad, si no goza de la autonomía suficiente para hacerlo.
Y, en ese sentido, entiendo que la forma ética propia del Estado debería ser la de un “liberalismo radical”, dispuesto a defender como irrenunciable para una convivencia pluralista la autonomía de los ciudadanos. Si los sujetos han de elegir su identidad y negociarla, el Estado ha de optar por aquella forma que permita la coexistencia del más amplio número de formas de vida, como es el caso de la defensa de la autonomía, desde la que una persona adulta puede elegir también una forma de vida heterónoma, siempre que el ingreso en ella no sea irreversible.
Junto a la libertad privada, el bienestar persona y la seguridad de los ciudadanos, el poder político estaría obligado a proteger su autonomía, lo cual no significa adjurar de la tolerancia, ya que -como hemos dicho- quien desee optar por una forma de vida heterónoma puede hacerlo, siempre que no fuerce a otros y mantenga abierta la posibiidad de abandonarla él mismo.
No creo que a este tipo de liberalismo, defensor de la autonomía, se le pueda calificar de “comprehensivo”, porque “comprehensivas” serían las doctrinas que diseñan todo un proyecto de vida buena, serían doctrinas acerca de lo bueno. La autonomía -pese a Rawls- no esboza un proyecto de vida buena, sino que asegura únicamente que cada persona debe forjar su identidad, obviamente con el concurso de los otros que para ella son significativos. A la forma de Estado liberal que proteja la autonomía conviene, pues, más el nombre de “radical” que el de “comprehensivo” ¿Qué papel juega en la configuración de esa identidad elegida la pertenencia a una cultura?
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Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, Alianza editorial, 2005, Pág. 204-206




¿Tienen todas las culturas igual dignidad?

En su libro sobre multiculturalismo plantea Taylor un segundo problema, ligado estrechamente al de la forja de la identidad personal: la cuestión de si puede decirse que todas las culturas son iguales en dignidad como razón para que no se les deje perecer.
En realidad -viene a decir Taylor con razón- cuando una persona se identifica desde una cultura y exige que esa cultura se proteja, no desea simple condescendencia con ella, no desea sólo que se le deje vivir aunque se la considere inferior, sino que está pidiendo que se reconozca a su cultura una dignidad. ¿Podría decirse entonces que todas las culturas son igualmente dignas, puesto que lo son las personas que cobran su identidad desde ellas?
Esta cuestión, a mi juicio, puede abordarse desde distintos ángulos, con muy diferentes resultados. Desde una perspectiva estrictamente jurídica se puede decir que el problema no es de dignidad, sino de derechos de las personas a poder seguir identificandose con su cultura , derechos que un Estado liberal debería proteger. En tal caso o bien reconocemos ya ciertos derechos a las minorías culturales, sea cual fuere el valor de su cultura (Kymlicka) con tal de que no presionen a su miembros internamente. O bien invitamos a los distintos grupos a que luchen por el reconocimiento de sus derechos que es lo que a fin de cuentas hace Habermas. Sólo que en este caso nos conformamos con la facticidad, con la “fuerza de los hechos”, más que con la validez, con la auténtica racionalidad, porque los grupos potentes lograrán el reconocimiento., los débiles, no.

Y es que enfocar los problemas sólo desde el derecho tiene inconvenientes como éstos, y además es un modo de proceder que nos sumerge sin remedio en el ámbito de las colisiones. En efecto determinadas culturas mantienen prácticas que el liberalismo considera intolerables, como puede ser la discriminación de la mujer, la negativa a que los niños reciban a determinada edad una educación que no sea la dada por el grupo exclusivamente, etc. En tales casos las discusiones jurídicas se desplazan a ese espinoso terreno del “¿hasta donde?” siempre conflictivo, porque si hemos reconocido que los individuos de esas culturas cobran su identidad a través de ellas y que ésa es la razón por la que queremos defenderlas reconociendo derechos colectivos, nos hemos quedado sin argumentos coherentes con nuetra posición para prohibir determinadas prácticas.
Por eso yo propondría enfocar la cuestión de la supervivencia o no de las culturas desde una perspectiva no primariamente jurídica sino hermenéutica y ética, enraizada en el mundo de la vida. Para eso conviene recordar en primer lugar algunos rasgos de la naturaleza de las culturas.
En principio, la idea de la pureza de las culturas y de la presunta incompatibilidad de los ideales de vida buena que presentan resulta descabellada. Cada cultura es, en realidad, muticultural, igual que cada uno de nosotros es, en realidad, multicultural.
Las culturas, igual que las tradiciones nacen se transforman y pueden morir cuando carecen de capacidad para responder a los nuevos retos que el entorno plantea. Pero no nacen y se transforman radicalmente separadas entre sí sino todo lo contrario. Algunas nacen de otras o bien se transforman cuando se sienten incapaces de responder al entorno, tomando de otras elementos que resultan más apropiados para hacer frente a los nuevos retos. La “fusión de horizontes” de que habla Gadamer es una realidad y una cultura muestra su superioridad frente a otras en algún punto cuando las restantes se sienten obligadas a tomar elementos de ella para responder a los retos sociales, porque no encuentran en su propio seno elementos suficientes; no cuando tratamos de determinar a priori cuál de ellas es superior a las restantes.
Por eso entiendo que no se trata de averiguar si las culturas tienen o no una fignidad iugal, o si hay culturas inferiores y superiores. Más bien sería aconsejable tomar como punto de partida para continuar más adelante aquella afirmación de Taylor, según la cual “se necesitaría una arrogancia suprema para descartar a priori la posibilidad de que las culturas que han aportado un horizonte de significado para gran cantidad de seres humanos de diveros caracteres y temperamentos durante un largo periodo -en otras palabras, que han articulado su sentido del bien, de lo sagrado, de lo adirable- tengan algo que merezca nuestra admiración y nuestro respeto, aun si éste se acompaña de lo mucho que debemos aborrecer y rechazar.”
En efecto, en las diferentes culturas también en la propia encuentra cada persona rasgos respetables, rasgos “a proteger” y otros indeseables. Un occidental muy bien puede calificar de indeseables rasgos de una cultura sin tiempo para lo importante, sólo para lo urgente, embarcada en un presunto progreso indefinido, que nunca puede obstruirse con una ley “de pnto final” dispuesta a destruir la ecoesfera con tal de aumentar el bienestar de unos pocos, ciega ante el hambre de buena parte de la humanidad. A fin de cuentas la autocrítica es un buen camino hacia la sabiduría. Pero ¿no sería todavía mejor recurrir también a otro procedimiento para descubrir los rasgos respetables, los indeseables y los que universalizamos? ¿No sería bien prometedor acudir a un diálogo intercultural, que en realidad ha existido desde siempre y sigue existiendo?

Ciertamente mantener y fomentar el diálogo intercultural de modo que no se pierda riqueza humana es un deber para cualquier sociedad que se tome en serio a sus propios ciudadanos y a los ciudadanos del mundo. Por eso considero que, frente a lo que cree Habermas entre otros sí importa preguntarse por el valor de las culturas porque no andamos tan sobrados de riqueza humana como para aceptarlas o rechazarlas sólo en virtud de la fuerza que tengan sus defensores. Atender a las fuerza es justo lo contrario de atender a la razón.
Etica intercultural
La ética discursiva se inscribe ella misma en una antigua tradición dialógica, que -en fidelidad a una tradición judía- valora sobremanera el lugar de la palabra en la vida humana, y concretamente de la palabra puesta en diálogo, a la búsqueda cooperativa de la verdad y la justicia. Detectar en esta valoración del diálogo los trazos del socratismo no es difícil, como tampoco lo es descubrir en la ética del discurso al menos tres nuevos jalones: uno religioso, la convicción cristiana de que el espíritu se revela en comunidad, y otros dos de raigambre filosófica, la afirmación kantiana de que sólo son exigencas morales aquellas que pueden ser universalizadas y la hegeliana de que cada individuo deviene persona a través del reconocimiento del que otros le hacen objeto.
Inscrita en el contexto de estas tradiciones, descubre la ética del discurso un rasgo al menos de la moralidad humana: que no podemos tener por justa una norma si no podmeos presumir que todos los afectados por ella estarían dispuestos a darla por buena tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría. Las normas que favorecen únicamente los intereses de un grupo o de varios, en detrimento de los restantes, son normas injustas, y la sociedad que se orienta por ellas sin pretender una transformación, es a su vez una sociedad injusta.
Ciertamente es ésta una afirmación cuyo origen en distintas tradiciones heos puesto sobre el tapete con toda claridad. Pero sea cual fuere el origen imprta a la filosofía dilucidar si hay razón suficiente para defender semejante aserto, cosa que los defensores de la ética del discurso hacen en sus trabajos y que aquí resumiremos en una sencila prueba: la de emprender una discusión pulibca a nivel mundial sobre cuando las normas son justas, y comprobar si algun grupo o pais se atreve a sostener con argumentos que son justas las normas que favorecen intereses grupales en detrimento de las restantes personas. Constataremos por contra como todos los interlocutores intentaran mostrar lo que defienden responden a intereses universalizables aunque en la práctica pueda descubrirse que existe una auténtica incoherencia entre su discurso y su acción.
En el nivel de la racionalidad, en el de los argumentos parece difícilmente superable la afirmación de que las normas son justas cuando favorecen intereses universalizables como también resultan difícil dejar de reconocer que cada uno de los afectados por la normas es un interlocutor válido que debe ser tenido dialógicamente en cuenta a la hora de establecer normas que le afectan. En el nivel postconvencional en el desarrollo de la conciencia moral social en que nos encontramos, quien tiene que ofrecer argumentos para convencer es quien quiera demostrar que son justas las normas que perjudican a un grupo o a varios.
El diálogo se convierte, pues, en una exigencia para cualquiera que desee averiguar quqé normas regulaciones e instituciones son justas. Pero este diálogo que en principio afecta a las personas concretas, exige a la vez la comprensión de los diferentes bagajes culturales de los interlocutores en la medida en que constituyen signos de su identidad. ES imposible dilucidar qué intereses son universalizables -y no sólo grupales- sin tratar de entender los factorees por los cuales los interlocutores se identifican. Por eso el diálogo intercultural es no una moda sino una exigencia a priori de la razón pura.
La razón humana, a pesar de Kant, no es una razón pura sino impura. Se va forjando a lo largo de la historia a través del diálogo -sea intencionado sea involuntario- entre culturas y tradiciones, entre argumentos y experiencias.
Y esta razón exige continuar aumentando el nivel de impureza porque solo del diálogo intercultural, de la comprensión profunda de los intereses de personas con distintos bagajes cultrales, pueden surgir los materiales para construir una sociedad justa, tanto política como mundial.
Ahora bien, estar dipuesto a entablar un diálogo significa estar a la vez dispuesto a aceptar la condiciones que le dan sentido. Y desde esta perspectiva ningun interlocutor está legitimado para privar de la vida a sus interlocutores potenciales ni para negarles la posibilidad de expresarse ni para signarles a priori un puesto de inferioridad.
Mínimos de justicia serían entonces pues aquellos que precisamos potencar para que los interlocutores puedan dialogar en pier de igualdad y cualquier rasgo cultural que ponga en peligro la defensa de esos mínimos pertenece al ámbito de lo rechazable y denunciable. No surgen tales mínimos de una tradición política determinada, como la liberal, sino de una racionalidad impura, entrañada en el mundo de la vida de las distintas culturas a fiens de este siglo XX. De ahí que para ir determinándolos sea necesario entablar diálogo reales entre las distintas culturas y no imponerlos desde una cultura politica determinada.
Al Estado corresponde entonces asegurar desde el marco del liberalismo radical al que antes nos hemos referido, un espacio publico autónomo en el que entablen un dialogo abierto a los diferentes grupos culturales y las diversas asociaciones de distinto cuño. A través del diálogo deberían, no solo luchar por el reconocimiento de sus derechos sino sobre todo estar dispuestos a aclarar responsablemente qué aportaciones realiza su propuesta para un crecimiento de la riqueza humana porque las culturas en el sentido amplio en que las hemos descrito son tradiciones de sentido; no sólo del sentido de la justicia sino también del sentido de la vida. Ponerlas en diálogo es una exigencia de justicia y una necesidad vital en sociedades en que el sentido es un recurso tan dolorosamente escaso.
Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, ibid, págs 206-216
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La igualdad se entiende aquí en el doble sentido de que todos los ciudadanos tienen derecho a hablar en la asamblea del gobierno (isegoría) y todos son iguales ante la ley (isonomía). La libertad por otra parte consiste precisamente en ejercer ese doble derecho tomando parte activa en las asambleas y ejerciendo cargos públicos cuando así lo exige la ciudad. Quie así actúa demuestra que es libre porque la ciudadanía no es un medio para ser libre sino el modo de ser libre ye buen ciudadano es aquel que intenta construir una buena polis, buscando el bien comun en su participacion politica.
Un medio indispensable para ello es la educación, porque a ser ciudadano se aprende, como a casi todo lo que es importante en la vida. La educación cívica seá una cave ineludible de la ciudadanía griega y de la republicana.
El ciudadano es desde esta perspectiva el que se ocupa de las cuestiones públicas y no se contenta con dedicarse a sus asuntos privados, pero ademas es quien sabe que la deliberacion es el procedimiento mas adecuado para tratarlas mas que la violencia mas que la imposicion mas incluso que la votacion que no es sino el recurso ultimo, cuando a se ha empleado convenientemente la fuerza de la palabra.
Una tradicion se va abriendo paso desde este humus -la tradicion repubicana civica- que entenderá la politica no como el momento de legitimacion de la violencia, al modo de Max Weber, sino como la superacion de la violencia por medio de la comunicación. Son las sociedades prepoliticas las que recurren a la violencia mientras que las que emprenden el camino politico optan por la deliberacion pública para resolver los asuntos comunes, precisamente porque -como apuntara Aristoteles- e hombre es ante todo un ser dotado de palabra. Lo cual significa que es capaz de relacionarse con otros hombres de convivir con ellos y tambien de discernir junto con ellos que es lo bueno y lo malo que es lo justo y lo injusto.
En este punto conviene considerar las consecuencias que tiene para una tradicion occidental traducir los vocablos lógos por palabra y zoón politikón por animal social.
Ciertamente si por lógos entendemos simple y llanamente razón está plenamente justificada la critica correinte según la cual Occidente optó desde sus inicios por la razon olvidando la dimension tendente humana la dimension del deseo. El cultivo de la razon habría preocupado mas al occidente en su conjunto que el de la voluntad, el desarrollo de la dimension intelectiva mas que el de la desiderativa. Y sin embargo una tal critica es desafortunada en lo que respecta a la tradicion que comentamos porque la palabra esta ligada sin duda a la razon pero tambien a la sensacion y al deseo ya que el hombre es hasta tal punto una unidad de inteligencia y deseo que solo puede caracterizarsele como inteligencia deseosa o deseo inteligente (aristoteles).
La idea de que el ciudadano es el miembro de una comunidad politica que participa activamente en ella nace en la experiencia de la democracia ateniense.
Adela Cortina, Ciudadanos del mundo, ibid, págs. 44-49






De esta manera, acabo de bosquejar una arquitectonica filosofica (Kant) de la teoria de los acto de habla y de sus correspondientes explicaciones del significado en el sentido de tres diferentes pretensiones de validez y sus correspondientes referencias al mundo y dimensiones de desempeño (en el sentido de relaciones de concordancia posibles). Esta arquitectónica fue desarrollada por primera vez por Habermas en conexión con Searle I, y encuentra una importante confirmación en la Teoría del lenguaje de Karl Bühler esto es en su conocida teoria de las tres “funciones del lenguaje” esenciales: representativa, expresiva y apelativa.
Es cierto que la teoría de Bühler -tambien asumida por Karl Popper- necesita una corrección esencial: las funciones no representativas expresiva y apelativa no son en modo alguno si se las considera semioticamente meras funciones de sintoma o señal que -a diferencia de la funcion de representacion de las proposiciones- compartiriamos con los animales. Antes bien las funciones no representativas de la expresion de intenciones subjetivo-autorreflexiva y de la apelacion comunicativa pueden expresarse de un modo absolutamente simbolico -a saber por medio de los performativos, en el sentido del planteamiento de pretensiones de validez y ejecutarse por así decirlo responsablemente. Justamente esto es lo que puso de manifiesto el descubrimeinto de Austin de los performativos y el reconocimiento en conexión con el y con Searle de la doble estructura performativo-proposicional de todas las oraciones que refleja semanticamente la fuerza ilocucionaria explícita y el significado proposicional de los actos de habla. Que aquí no se trata de funciones lingüísticas que tengamos en común con los animales se muestra sobre todo en la triple proyeccion (Bühler) no sólo del significado de la oraciones y actos de habla sino de las pretensiones de validez pertenecientes a la fuerza ilocucionaria.
Experimentos recientes con chimpancés inclinan a aceptar que estan perfectamente en condiciones de representarse el mundo proposicionalmente en un lenguaje de signos no verbal; pero yo por el momento no confiaria en la capacidad de Washoe y Sarah para expresar ilocucionariamente pretensiones de validez en oraciones de doble estructura.
Tras estas reflexiones sobre la arquitéctonica filosofica tridimensional de la teoría de la explicacion del significado que aquí defiendo y su correspondencia con las tres funciones del lenguaje de Bühler quisiera volver a la cuestion de la reducibilidad o irreducibilidad del significado lingüístico a la intencionalidad prelingüística de la conciencia. No pretendo discutir que a las tres funciones del lenguaje y a las tres pretensiones de validez les corresponden tambien tres distintas direcciones de la intencionalidad posible del sentido. Si este no fuera el caso, entonces de hecho tendria que ser posible interpretar -con Bühler- las funciones expresiva y de apelacion como funciones presimbolicas. Sin embargo, se puede decir que solo el lenguaje y la comunicación lingüística pueden poner de manifiesto a triple proyeccion del significado y la tridimensionalidad de las pretensiones de validez y hacerlas valer contra la autocomprensión de la intencionalidad de la conciencia. Pues para la intencionalidad de la conciencia, toda intencion de sentido -se dirija a representar estados de cosas, a apelar al destinatario o a la autoexpresion- adopta en último término la estructura de la relacion sujeto-objeto. Esto se muestra en el hecho de que, incluso las funciones lingüísticas complementarias para la representacion de estados de cosas -comunicacion y expresion- sólo podemos tematizarlas como estados de cosas. Con ello se convierten en objetos de referencia para la conciencia tematizante, en el sentido de la relacion sujeto-objeto del conocimiento, y pasa desapercibido el hecho de que como funciones lingüísticas son complementarias para la representacion e estados de cosas.
De esto da fe justamente la historia de la fiosofia -especialmente la de la modernidad, desde Descartes- con su tendencia aporética a pasar por alto la dimension complementarias siempre ya presupuesta en el conocimiento de objetos tal como este es realmente ejercido, del entendimiento comunicativo y de la validez intersubjetiva de normas. (Me parece que esta omision es la causa de la ceguera caracteristica de la filosofia cientificista para la dimension siempre ya presupuesta en el conocimiento objetivante, de las normas éticas intersubjetivamente reconocidas).
Frente a esto la orientacion hacia las funciones del lenguaje puede ayudar a ensanchar y profundizar una arquitectonica filosofica que supere la unidimensionalidad de la relacion moderna sujeto-objeto (y con ello tambien la unidimensionalidad de la explicacion del significado linguistico en forma de condiciones de verdad de las proposiciones o de condiciones de cumplimiento de los estados intencionales de la conciencia) a favor de la tridimensionalidad del significado linguisitco de las pretensiones de validez y de las referencias al mundo en tanto que condiciones posibles del desempeño de pretensiones de validez. Pues en el lenguaje -podriamos decir como resumen- hay una arquitectonica de las dimensiones del sentido y de la validez capaz de servir como fundamento de la filosofia teorica y practica. (En la dimension de la autoexpresion veraz o autentica parece ademas salir a la luz una condicion cuando menos necesaria de la estetica.
Con esto he defendido -con Habermas- la arqitectoica filosofica de una pragmatica universal del lenguaje que yo mismo interpreto ademas como una pragmatica trascendental del lenguaje.
Hasta qué punto se justifica esta interpretación quisiera aclararlo retomando e problema de esta investigacion, todavía no aclarado ni resuelto. Mas arriba he señalado una circunstancia que podría poner totalmente en cuestion la concepcion que estamos defediendo de una explicacion de la fuerza ilocucionaria en conceptos de condiciones de validez. Me refiero al caso o al genero de casos -ilustrado solo insuficientemente mediante el ejemplo de la coaccion- en el que el acatameinto de un acto de habla directivo no se basa en la pretension de validez desempeñada, sino en la consideracion de la posicion de poder del hablante, es decir, en las consecuencias positivas o negativas que el acatamiento o no acatamiento tienen para el destinatario.
En modo alguno se trata aquí solamente de extorsiones criminales tales como “¡El dinero!”, sino tambien de amplio espectro de todas aquellas suggestions totalmente civilizadas que se obedecen por motivos oportunistas -y en esa medida en virtud de una motivacion racional. Por eso podmeos diferenciar dos subclases de casos: la primera el amplio espectro de casos en os que la sugerencia de su acatamiento no se ejerce por medio de amenazas u ofrcimientos abiertos, sino por medio de un uso del lenguaje estrategico encubierto como por ejemplo en la persuasion retorica la inferencia aparente la sugestion propagandistica la insinuacion diplomatica, etc. la segunda el ambito relativamente definido de la comunicación abiertamente estrategica por ejemplo el modo de las negociaciones duras en el campo de la politica y de la economia. ¿Acaso estos hechos de la praxis de la vida no desenmascaran desde el principio como resultado de una idealistic fallacy la concepcion que explica la fuerza ilocucionaria por medio del concepto de condiciones de validez? ¿Y no sirve estoc omo argumento en favor del abandono completo del concepto de validez a la hora de analizar la fuerza ilocucionaria de los actos de hablaa para pasar a limitarnos a un analisis por asi decirlo “valorativamente neutral” de mecanismo por medio del que el comprender (uptake) y el aceptar pueden realizarse fácticamente?
En su Teoria de la accion comunicativa Habermas dio la siguiente respuesta a esta pregunta: en primer lugar, señalo que las pretensiones de validez facticas no pueden entenderse adecuadamente qua partes integrantes de la fuerza ilocucionaria de los actos de habla, siempre que no se entiendan a la luz de normas intersubjetivamente válidas esto es de normas que fácticamente constituyen el mundo social y que virtualmente elevan una pretension de validez que cuando es cuestionada puede examinarse en el plano del discursp argumentaitvo a la luz de principios validos universalmente. En segundo lugar Habermas mostro concluyentemente en mi opinion que todo caso de uso del lenguaje estrategico encubierto puede entenderse como parasitario con respecto al uso del lenguaje orientado por pretensiones de validez y su fuerza social vinculante. No obstante esta respuesta no me parece suficiente en ninguna de sus dos partes.

En su primera parte resulta insuficiente en la medida en que Habermas querría conseguir la fundamentacion de laspretensiones de validez virtualmente universales de las normas sociales en el nivel del discurso argumentativo, remitiendo en ultimo termino a la necesidad funcional de las normas en el mundo de la vida. Pero en el mundo de la vida -mas exactamente en las forma de vida socioculturales fácticamente existentes- no sólo funcionan normas sociales totalmente distintas e incompatibles; mas alla de esto funcionan tambien como siempre solo bajo la forma de compromisos con la forma estrategica de coordinacion comunicativa de la accion (Habermas). Estas pequeñas indicaciones bastan, en mi opinion, para mostrar como una petitio principii en el intento de fundamentar la validez de las normas sociales recurriendo a su funcion en el mundo de la ivda. Con todo, es cierto que Habermas señala a las pretensiones de validez virtualmente universales ya presentes en los actos comunicativos del mundo de la vida. Pero no es posible fundamentar esa pretension por medio de una referencia a si misma; antes bien, tendriamos que poder referirnos al reconocimiento necesario de determinadas normas validas universalmente. Esto nos lleva a la segunda parte de la respuesta de Habermas.
En la segunda parte de la respuesta, Habermas efectivamente ha demostrado que, con respecto a los casos en que se da un compromiso fáctico entre el uso del lenguaje orientado por pretensiones de validezz y el encubiertamente estratégico, los hombres han reconocido siempre ya implicitamente la prioridad del uso de lenguaje orientado por pretensiones de validez. Esto lo muestran mediante su modo de actuar: porque precisamente llevan a cabo sus sugerencias estrategicas -aun cuando solo se trate del afan, casi nunca ausente, de sobresalir o del cuidado de la propia imagen- sólo de forma encubierta, por ejemplo: cuando buscan persuadir, fingen a la vez querer convencer. Hasta ese punto, el argumento del parasitismo efectivamente funciona. Sin embargo este argumento no se puede aplicar desgraciadamente con relacion al uso del lenguaje abiertamente estrategico est es al ambito ya mencionado de las negociaciones “duras” -politicas y economicas-. Pues en estos casos el hablante no muestra, en modo alguno, mediante su modo de usar el lenguaje que haya reconocido ya siempre la prioridad de a forma de comunicación orientada por las pretensiones de validez. Antes bien, se mantiene abierto al punto de vista del poder y precisamente por eso puede servirse del lenguaje orientado al entendimiento en el sentido de Habermas.
Mas exactamente las amenazas y los ofrecimientos en el marco de las negociaciones no estan orientadas al entendimiento sino orientados al éxito en la medida en que no presuponen ni emplean la capacidad de consenso de las pretensiones de validez normativas. Pero emplean un lenguaje orientado al entendimiento en la medida en que de hecho hacen uso de pretensiones de sentido y de verdad (estas ultimas empiricamente desempeñables). En esa medida son actos de habla abiertamente estrategicos y no permiten la critica del argumento del parasitismo que se dirige contra el uso del lenguaje, no quieren conseguir el efecto perlocucionario por medio de la persuasion sino obtenerlo abiertamente por la fuerza desde luego dejan al criterio del destinatario el juicio y la aceptacion de lo dicho, pero no le dan ninguna posibilidad de juzgar pretensiones de validez normativas, sino que apelan a razones sólo en el sentido de la racionalidad estratégica. Dicho brevemente aquí nos las vemos con una forma de comunicación racional y oritada al entendimeinto que ignora la validez y las normas morales necesitadas de consenso.

Ahora bien ¿estamos con esto ante una aporía definitiva de la concepcion pragmatico-universal que explica el significado ilocucionario en términos de pretensiones de validez? ¿Tendremos acaso que dar la razón a ese neo-nietzscheanismo presente en el postestructuralismo frances -por ejemplo en Foucault y su escuela- que equipara los discursos con prácticas de poder?
En mi opinion ese no es en absoluto el caso. Sólo que ahora ya no podemos seguir asustandonos ante la -aparentemente tan asoterica- radicalizacion pragmatico-trascendental de la pragmatica del lenguaje. Con respecto a la segund aparte de la respuesta de Habermas, ahora son precisas las siguientes consideraciones complementarias:
Aquel que se mantiene abierto al punto de vista del poder -por ejemplo, en negociaciones “duras”-, ya no necesita reconocer la prioridad de al fuerza ilocucionaria de los actos de habla orientada por pretensiones de validez en cuanto que renuncia a argumentar a favor de su punto de vista. Pero en esa medida la pregunta de si tambien los actos de habla abiertamente estrategicos son parasitarios con respecto a aquellos que presuponen el entendimiento sobre pretensiones de validez normativas no puede decidirse en absoluto en ese plano y la ignorancia de las pretensiones de validez mediante la adopcion del punto de vista del poder no puede contar como un argumento. E inversamente tan pronto como un participante en una negociacion se aventura a argumentar sobre pretensiones de validez, es decir, tan pronto como un participante en una negociación se aventura a argumentar sobre pretensiones de validez , es decir, tan pronto como quiera saber quien tiene razon estara ya reconociendo implicitamente la igualdad de derechos de los participantes en la argumentacion y con ello una parte de las normas morales fundamentales de una comunidad ideal de argumentacion. (Otra parte en que aquí no necesito entrar reside en la norma fundamental de la responsabilidad slidaria que los argumentantes tienen de solucionar problemas que vayan surgiendo, reconocida implicitamente en el preguntar en serio). En esa medida tal participante reconoce tambien naturalmente la prioridad de la comunicación orientada por pretensiones de validez normativas y más alla de eso un principio etico para la comprobacion argumentativa de las pretensiones morales de validez. Dicho con otras palabras la intuicion fundamental de la segunda parte de la respuesta de Habermas a nuestro problema -el argumento del parasitismo- se demuestra correcta, con relacion a los actos de habla abiertamente estrategicos ciertamente no de modo inmediato refiriendonos a las implicaciones de esos actos de habla pero si refiriendonos a la deficiencia de esos actos en el nivel del discurso argumentativo.
Puesto que el discurso argumentativo es metódicamente irrebasable para quienes desean saber quien tiene razon (¡y quienes filosofan han decidido ya siempre que desean saber quien tiene razon y esto por medio de argumentos y no pongamos por caso mediante violencia o negociando!) se sigue que hemos descubierto mediante el recurso reflexivo a las presuposiciones del discurso argumentativo tambien un principio para la fundamentacion ultima de la validez universal de las pretensiones de validez de los actos de habla: Como fundadas ultimamente pueden valer las normas que, en el plano del discurso argumentativo sobre pretensiones de validez no puedan ser negaas sin autocontradiccion performativa -y justamente por eso no puedan ser fundamentadas por medio de inferencia lógica (deductiva o inductiva).
Con ello, proporcionamos una complementacion pragmatico-trascendental a la primera parte de la respuesta de Habermas a nuestra cuestion. Ya no necesitamos sugerir en la forma de una petitio principii que las pretensiones de validez virtualemente universales del habla humana tengan una fundamentacion suficiente en sí mismas o en su funcion dentro del mundo de la vida; antes bien podemos admitir con os movimientoss de Ilustracion -desde los sofistas griegos hasta Nietzsche y Foucault-, su cuestionamiento radical. Podemos convencer al escéptico y al relativista tanto tiempo como argumente de que el necesariamente ha reconocido siempre ya como ser linguistico argumentante, el fundamento de la validez intersubjetiva de cadsa una de las tres pretensiones de validez que constituyen la fuerza ilocucionaria de los actos de habla -esto es: el fundamento de la pretension de verdad, de la pretensionde veracidad y de la pretension de rectitud normativa.
(Complemento para los escepticos mas precavidos, de que el esceptico se niegue a argumentar no se sigue ninguna aporia de la fundamentacion argumentativa. Se sigue unicamente que el esceptico no puede seguir conversando y que ahora sólo quienes sí argumentan pueden seguir proponiendo pensamientos -eorías, hipotesis- sobre el esceptico por ejemplo la suposcion de que el esceptico quiere con ello evitar una posible refutacion o -en un caso realmente grave- el temor de estar ante un caso de desesperacion existencial o de trastorno patologico de la competencia comunicativa).
Hasta aquí con respecto a la fundamentacion pragmatico-trascendental de la explicacion del significado ilocucionario en terminos de condiciones de validez. John Searle a quien está dedicada esta investigacion ya nos previno en Speech Acts de la ivresse des grands prfounders. Tendrá que disculpar al autor de este trabajo que haya intentado clarificar el alcance de la teoria de los actos de habla por medio de una retrascendentalizacion (tambien rorty tendra que perdonarme). La interpretacion pragmatico trascedental de la teoria de los actos de habla no significa desde luego ningun retorno a la filosofia de la conciencia trascendental y sus funciones de constitucion del mundo (desde Kant hasta husserl). Sólo continua en pie la pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad de validez. Pero la respuesta a esta pregunta se trasnfiere a la reflexion sobre las funciones del lenguaje, así como la pregunta misma se lleva a cabo como reflexion sobre las condicines de la validez de la argumentacion filosofica actual.

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Karl-Otto Apel, Semiotica trascendental y filosofia primera, ibid, págs. 124-132










el a priori contingente y la precomprensión del mundo y la preestructura de esa reflexión



Con esto es suficiente para darse cuenta de que la autogradación reflexiva del entendimiento discursivo -que puede ser ejercida en todo momento por cada interlocutor en el discurso- tiene que ser netamente distinguida de la autorreflexión en el sentido de la tradicional filosofía de la conciencia, que como sabemos conduce o a paradojas o a un regreso infinito semejante al de los metalenguajes o metateorías en la metalógica.

La reflexión llevada a cabo en el propio discurso filosófico, sobre las necesarias presuposiciones existenciales y de reglas (es decir, que no pueden negarse bajo pena de contradiccion performativa) del discurso filosófico es capaz de sacar a la luz normas en un sentido amplio ya siempre reconocidas que son completamente distintas de aquellas otras normas que como a priori contingente de la facticidad y junto con la “precomprension del mundo” y el “acuerdo” social son tambien siempre ya reconocidas por todo ser humano finito.
No pertenecen a la “preestructura” del “cotidiano ser en el mundo” (del “mundo de la vida”) en el sentido de Heidegger y Gadamer (y de las “formas de vida” del último Wittgenstein), sino a la “preestructura” de esa reflexión sobre la “preestructura” de “cotidiano ser en el mundo” que se puso en práctica en la fiosofía ya desde su nacimiento en el “tiempo axial” (Karl Jaspers) de las civilizaciones antiguas.
Ni Heidegger ni Wittgenstein han intentado jamás analizar la “preestructura” de su análisis del comportamiento cotidiano y de los correspondientes juegos del lenguaje. Si lo hubieran hecho, Heidegger no habría podido reducir el Logos de la filosofía occidental, junto con el “estado de yecto” de toda comprensión del mundo, a un “acontecimiento apropiador” (Ereignis) de la historia del ser. Y Wittgenstein habría tenido que dar alguna respuesta a la pregunta de cómo -es decir, en virtud de qué juego de lenguaje “sano”- le es posible a él mismo “curarnos” de los juegos de lenguaje filosóficos que “discurren en vacío”.

Karl-Otto Apel, Semiótica trascendental y filosofía primera, ed. Síntesis, Madrid, 2002, Págs. 160-161


Bien, esta vez me he dado cuenta que son las paradojas y las metáforas el verdadero lenguaje relevante de la filosofía y no tanto la lógica modal o formal, por lo que en adelante ni siquiera voy a hacer caso a Dworkin con su forma de criticar a las paradojas o a los pragmatistas -que hacen las paradojas- para que él después vuelva tranquilamente  a su discurso teórico de la función de aplicar el derecho y sus principios generales a la argumentación y el razonamiento jurídico. Sólo haré caso a Dworkin y me tomaré en serio esa forma pragmática que él mismo tiene de hablar sobre el derecho y la democracia, y además me tomaré en serio su forma de explicar el razonamiento jurídico a través de lo que él llama un discurrir “desde dentro a fuera”, en el que interviene su juez Hércules haciendo otra paradoja.

No obstante, volveré al pensamiento hermenéutico porque pienso que a través de él (de Heidegger, de Ricoeur y de Gadamer) se pueden extraer muchas más metáforas de la filosofia, y también de no pocos críticos, a su vez, de este pensamiento, como son Nietzsche, Jaspers, Derrida y Foucault.
No sé si habéis entendido mi propio discurrir filosófico, lo que trato es de coger por un camino incierto pero, tal vez, me lleve a alguna solución, yo pienso que sí, tal vez mañana lo veamos en una reflexión de Lakatos sobre la historia de la ciencia, por lo que no está cerrado para mí tampoco el discurso formal de la lógica sino que sigue estando ahí pero con sus limitaciones obvias para el lenguaje cotidiano.
Esto que he escrito aquí lo he escrito con mis propias palabras para dedicárselo a Daven, y poco a poco mientras me vaya soltando algo en este lenguaje escribiré algo más que vaya obteniendo de mi propio interés en la investigación.
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Pero ya puedo atisbar algo de lo que me lleva a desconfíar de una filosofía estrictamente formal y es que no podemos aislar un caso dentro del mundo, es más importante representar la fuerza de la obligación en general que en singular, la autoridad global del conjunto hace mucho más. Aunque la fórmula sea el “deber”, pero no un deber aislado. Esto es importante porque sostiene mi convicción propia en la Ley, no como un poder de manipulación de sentimientos, sino como algo más complejo que depende de las creencias que estuvieran en su origen; de ahí la importancia que tienen las ideas y la convicciones básicas en la generación de los mismos sentimientos.
Ya Epicteto dijo: “No nos hacen sufrir las cosas sino las ideas que tenemos de las cosas”.
Es cierto que las circunstancias fisiológicas intervienen, como lo que sentimos en las circunstancias reales, pero es mucho más -a mi entender- el hecho de la forma cómo hemos de interpretar esta situaciones o estas circunstancias, así que la misma situación se puede interpretar de distinta manera. Una incertidumbre puede causar angustia, o una situacion de violencia continua sumisión, o una alteración en los neurotransmisores una situación depresiva, pero no obstante, estos hechos pudieran asimilarse en un sentido opuesto si los interpretáramos de acuerdo con alguna norma preestablecida, o con alguna regla o pauta genérica de obligación.
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Pues bien ¿cuáles son las presuposiciones normativas del discurso filosofico y en que se diferencian de las de la precomprension contingente del mundo? Me gustaría tomar aquí como ejemplo la experiencia
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Pobreza y desigualdad

Hay unos economistas que se dedican a hacer más ricos a los ricos, y otros, a hacer menos pobres a los pobres. Yo he defendido siempre la necesidad de controlar el mercado.
La globalización es junto con el desempleo, el tema estrella en las más recientes publicaciones sobre economía, en las reflexiones medioambientales y en Foros Mundiales. Los mercados financieros alcanzan un nivel planetario y las autopistas de la información llegan hasta los últimos rincones de la tierra. Evitar la destrucción de la ecosfera, esquivar el riesgo de desertización del planeta, exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que exceden con mucho las posibilidades de una nación. Vivimos -esto es innegable- en una “Aldea Global”, que ha dejado chiquitos a los estados-nación y requiere para sus problemas soluciones globales.
aun concediendo toda la importancia que pueda tener a la diferencia cultural, quisiera dejar constancia de que los grandes conflictos y las dificultades de construir tanto una ciudadanía política como una ciudadanía multicultural siguen teniendo también en su raíz, y con gran fuerza, las desigualdades económicas y sociales. A pesar del empeño por asegurar que los grandes problemas sociales son hoy el racismo y la xenofobia, sigue siendo cierto que el mayor de ellos es la aporofobia, el odio al pobre, al débil, al menesteroso. No son los extranjeros sin más, los diferentes (que somos todos), los que despiertan animadversión, sino los débiles, los pobres.

Podríamos decir, por tanto, que el reconocimiento de la ciudadanía social es conditio sine qua non en la construcción de una ciudadanía cosmopolita que, por ser justa, haga sentirse y saberse a todos los hombres ciudadanos del mundo.
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El “pobre” (para Smith y para Marx), antes que asalariado subsumido o alienado en el capital, es la condición de posibilidad de la existencia del mismo capital. El capital es, en último término, una “relación social (gesellschaftliche)”, no comunitaria, justificada por el modelo legitimador de la economía política capitalista (en el que debe incluirse a Rawls, y en parte a Ricoeur y Apel, en cuanto no críticos de un tal modelo).

La “relación” práctica entre posesor-capital (“rico” para Smith) versus posesor-trabajo (“pobre”) es una “relación” cuasi-natural para la filosofía vinculada al capitalismo, un factum de la razón práctica que no se pone en cuestión (y al que se le aplica el maximin). Para Marx, en cambio, es fruto de estructuras históricas que la determinan: no es el punto de partida natural, es un punto de llegada histórico. Para América Latina, un continente de “pobres”, al igual que África y Asia, esta cuestión es central, esencial. La “pobreza” de nuestros continentes no es un punto de partida natural (debida a una incognoscible “inmadurez auto-culpable”), sino punto de llegada de cinco siglos de colonialismo europeo (dentro del “sistema-mundo” hegemonizado hoy por Estados Unidos), del cual Ricoeur, pienso, tendría aspectos de los que debiera avergonzarse (el holocausto de quince millones de indio-americanos, de los trece millones de esclavos africanos, de los asiáticos objetos de guerras coloniales, de la “Guerra del opio”..., de la de Argelia...). En el plano individual el “pobre” es “alienado” (subsumido) en el capital como instrumento, mediación de la “valorización del valor”. En el plano mundial es la Periferia explotada por el Centro. Hay diversas maneras de acumular valor (como “plusvalor” o como “transferencia de valor” de la Periferia al Centro). Esta “relación social” (no comunitaria) es interpersonal, es una relación que informa las relaciones de “individuos aislados” en la vida cotidiana (Lebenswelt) anterior al “sistema” habermasiano. Marx se sitúa en un nivel constitutivo de la misma Lebenswelt, y de ahí su pertinencia como filósofo de la vida cotidiana en el capitalismo.

Para concluir este punto, deseamos repetir que lo esencial para Marx es la relación persona-persona:

“La propiedad del hombre sobre la naturaleza tiene siempre como intermediario su existencia como miembro de una comunidad (Gemeinwesens) una relación con los demás hombres que condiciona (bedingt) sus relaciones con la naturaleza”.

Ahora podemos tocar la objeción de Apel, quien parte del siguiente texto de Marx:

“En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanto a la cualidad; como valores de cambio sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso”.
En la “Exterioridad” -considerada por Lévinas, por Marx y por la filosofía de la Liberación- está el “pobre”, como individuo, como marginal urbano, como etnias indígenas, como pueblos o naciones periféricas destinadas a la muerte. El pobre, que gracias a las mediaciones categoriales de Marx deja de ser el pobre “abstracto” de Lévinas y puede transformarse en el sujeto concreto con respecto al cual se sitúa el argumentante “abstracto” del discurso de la filosofía del lenguaje de Apel.

En efecto, la filosofía del lenguaje debería igualmente hacerse cargo de ciertos enunciados (speech acts) que se expresan, por ejemplo, en el angustioso “¡Tengo hambre, por ello exijo justicia!”. Se trata de un enunciado que irrumpe “desde fuera” de la “comunidad de comunicación real”. “Desde fuera” por definición, ya que se trata del “presupuesto excluido”, que fácticamente no tiene lugar “en” la comunidad de argumentación. Ese enunciado del pobre no busca, primera ni directamente, un posible “acuerdo (Verständigung)”. Busca algo previo, anterior; exige la “condición absoluta trascendental de posibilidad” de todo argumentar: busca el ser “reconocido” en el derecho de ser persona, para poder “ser parte”, en el futuro, de la “comunidad de comunicación histórico-posible” (que llegará a ser “real”; ya que la “real” actual fue “histórico-posible” en el pasado). Llamaremos “interpelación” a ese tipo de acto lingüístico (speech act) que tiende a producir las condiciones de posibilidad, el presupuesto absoluto de la argumentación como tal: el poder participar (“ser parte” fácticamente en la comunidad.
interesa ser desarrollado en nuestra situación de marginales excluidos de la historia -tema “central” de la filosofía de la liberación:

Pero súbitamente se alza la voz (Stimme) del obrero, que en el estrépito y agitación del proceso de producción había enmudecido. Bien puedes -exclama el obrero- ser un ciudadano modelo, miembro tal vez de la Sociedad Protectora de Animales y por añadidura vivir en olor de santidad, pero a la cosa que ante mí representas no le late un corazón en el pecho. Exijo el valor de mi mercancía”. (Marx, El Capital I, cap 8, 1).

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Hace tiempo que estamos adevertidos, el autor aleman Oswald Spengler constatando la Decadencia de Occidente, y Fukuyama, el fin de la Historia.

Y en la Edad Media lo explicaba un moro casi de nuestra tierra, Aben Jald´un, los sabios lo discuten pero la cosa es sencilla: a todo lo que vive en este mundo acaban agotándosele las pilas, es fatal.

En la cristiandad les fastidió la ciencia, la imprenta propagó el humanismo y la nave creció.

El paraíso de un niño pobre pero sin hambre y sin frío arrullado por un inmenso cariño materno.

Pero esos subterráneos aun siendo verdaderos y dolorosos no anulan la grandeza de la vasta creación social que llamamos occidente aunque coexistan bajo ella. La impresionante máquina rueda a plena marcha.
Se comprende que muchos defiendan el sistema de vida occidental como insuperable pues aun teniendo defectos, no parece posible hacerlo mejor.

El sistema rechina porque pretende armonizar sectores incompatibles.
Ahora la iglesia estorba queriendo imponer su mitología a todos, pero la sociedad ya no la sigue como antes, hoy mandan las grandes empresas globalizadoras, imponiendo una ideología económica del siglo XVIII. Cada sector es de su tiempo, tienen distintos fines y hablan lenguajes diferentes, como en la imposible Torre de Babel.
Y dejándolas a todas atrás el progreso técnico derrama una constante catarata de innovaciones que nos colman de medios sin saber para qué van a usarse, porque no tenemos claros los fines, con el resultado de que vamos a la deriva. El sistema se ha vuelto ingobernable, pero la gente se aferra a él porque teme el cambio. Ya no tiene gusto por la aventura.

Mi tierra natal la de mis raíces por esas raíces recibo mi savia y con ellas intuyo y siento.
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Estamos ante el argumento típico este es de los que no cambian:

Son gentes incapaces, siempre quieren q los de arriba les resolvamos los problemas, protestan, forecejean, pero van a echar abajo nada.

Nos sacan dinero de ayuda y no lo aprovechan, porque se lo quedan sus gobiernos. No tienen arreglo, toda la vida ha sido igual, dios hizo a los ricos y a los pobres, pocos salen adelante, de todos esos que llegan aquí en sus pateras. Es como las ayudas sociales, entre nosotros dinero perdido para sostener vagos.

Los medios y las fuentes donde beben a diario lo que deben pensar vierten ahora nuevos licores.

Desde la elección de Roosvelt en 1933 floreció en Estados Unidos una actitud política abierta con élites culturales concentradas en las grandes ciudades y en las costas de los dos océanos. Pero en el sur y el medio oeste primaba la adhesión a estilos de vida tradicionales, recelosos de las innovaciones. Pues bien este otro país de más atrasado de opinión republicana se ha reforzado últimamente con los neoconservadores y los neocristianos aferrados a la biblia y devoradores hoy de novelones apocalípticos sobre batallas contra el Mal. Dadas esas premisas en la campaña electoral los candidatos no hablan de progreso sino de patria, democracia familia y seguridad, tronando contra laicos, extranjeros, eutanasia, y homosexuales.

Condicionados por los medios de comunicación al servicio del dinero, el centro y el sur votan por esas grandes palabras pero al hacerlo, entregan el poder a los tiburones financieros , a todo ello se añade desde el desplome de las Torres Gemelas en Nueva York el pavoroso efecto del terror que impulsa a la gente a aceptar lo que sea, a cambio de la prometida seguridad.
Cómo se puede sentir miedo teniendo el ejército mas poderoso del mundo? No podeis imaginaros lo que ha sido la caída de las World Towers para un pueblo que se consideraba protegido por dios y a salvo de todo. Mucho peor que pearl harbour, ocurrido al cabo en unas islas lejanas.

Bajo el miedo se renuncia a todas las garantías y se traiciona al mejor amigo.
Cuando a la gente le aseguran que Irak amenaza con armas atómicas y biológicas cómo va a importarle nada guerrear contra un país considerado pequeño y salvaje?
La planificación generalizada de la economía no trae muy buenos resultados, criticar al capitalismo no implica necesariamente ensalzar el comunismo. Además ambos no eran opuestos, sólo discrepaban en el grupo social que obtenía de ellos los mayores beneficios y en cambio

ambos tenían como valor supremo el beneficio material. Y ese objetivo aun siendo indispensable para vivir no es a mi ojos la suprema finalidad para nuestras vidas.
No hablo de superioridad para establecerla haría falta disponer de una escala única de comparación y no la hay, occidente es una cultura lanzada por la vía de la ciencia y la técnica y en eso es superior si se elige ese criterio. Pero en cuanto a la experiencia interior y el arte de vivir en armonía con el mundo, la sabiduría oriental aventaja al occidente.

A los fanáticos de la productividad tecnológica podré parecerles exagerado pero a los ojos de mis maestros mongoles y tibetanos el estilo de vida occidental, con sus artefactos admirables no es más que un torbellino de ignorancia y confusión.

Karma palabra a veces traducida como destino es al contrario un despertar desde la confusión en que nos retiene la ignorancia, un impuso hacia la iluminación.
El budismo no cree en ningun dios, nosotros cometemos los actos y estos recaen sobre nosotros esto es el karma, un despertar.
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Pero como discutimos anteriormente las variaciones de transformación puede nacer de meras diferencias físicas. Repetiré como ejemplo un caso referido anteriormente: la libertad de un pobre para no morirse de hambre dependerá no sólo de sus recursos y de sus bienes básicos (por ejemplo, el efecto de los ingresos para poder comprar comida), sino también de sus niveles metabólicos, su sexo, el embarazo, la exposición a enfermedades parsitarias y así sucesivamente. Entre dos personas con ingresos semejantes y los mismos bienes básicos y recursos, como han expuesto Rawls y Dworkin, una puede estar en situación de evitar la inanición y otra ser completamente incapaz de librarse de ella.

Puede argumentarse que la pobreza no es una cuestión de escaso bienestar, sino de la incapacidad para conseguir bienestar precisamente debido a la ausencia de medios. Si el señor Ricohombre tiene unos ingresos elevados y puede comprarse cualquier cosa que necesite, y aún así desperdicia las oportunidades y termina bastante tristemente, sería raro llamarle “pobre”. Tenía medios para vivir bien y para llevar una vida sin privaciones, y el hecho de que a pesar de ello se las arreglara para no evitar cierta privación no le sitúa entre los pobres. Vista así la cosa, le nacen a uno dudas sobre el enfoque de la pobreza como privación de ingresos, después de todo.
Esa línea de razonamiento tiene ciertamente su peso. De hecho, nos conduce hacia una visión de la pobreza en términos de la privación de ingresos pero no nos lleva exactamente allí. Tenemos que considerar otras distinciones. Quizás el punto más importante a tener en cuenta es que la suficiencia de los medios económicos no puede juzgarse independientemente de las posibilidades reales de “convertir” los ingresos y los recursos en capacidades para funcionar. La persona con el problema de riñón que necesita diálisis, en el ejemplo discutido anteriormente en este capítulo, podrá tener más ingresos que la otra persona, pero sigue sin suficientes medios económicos, ni de hecho suficientes ingresos, dado su dificultad de convertir ingresos y recursos en funcionamientos. Si queremos identificar la pobreza en términos de ingresos, no podemos mirar solamente a los ingresos (sean éstos altos) independientemente de la capacidad de funcionar derivada de esos ingresos. La suficiencia de los ingresos para escapar de la pobreza varía paramétricamente con las características y las circunstancias personales.

El fracaso básico que supone la pobreza es el de tener capacidades claramente inadecuadas, aunque además la pobreza sea, inter alia, una cuestión de insuficiencia de los medios económicos de la persona, de los medios para evitar el fracaso de las capacidades. Considérese el ejemplo sugerido anteriormente de la persona con un nivel metabólico alto o un gran tamaño corporal o una enfermedad parasitaria que le roba nutrientes.
El tener unos ingresos insuficientes no es cuestión de encontrarse en un nivel de ingresos por debajo de una línea de pobreza establecida externamente, sino el de contentarse a la fuerza con unos ingresos inferiores a lo que es necesario para generar los niveles de capacidades especificados para la persona en cuestión.


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La privación de capacidades puede ser bastante extensa en los países más ricos del mundo. El problema no se reduce sólo a “bolsas” de privación en un pequeño número de lugares.

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La globalización es junto con el desempleo, el tema de los Foros Mundiales. Los mercados financieros alcanzan un nivel planetario y las autopistas de la información llegan hasta los últimos rincones de la tierra. Evitar la destrucción de la ecosfera, esquivar la desertización, exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que exceden las posibilidades de una nación y competen a la “Aldea Global” en la que vivimos.

En la “Exterioridad” -considerada por Lévinas, por Marx y por la filosofía de la Liberación- está el “pobre”, como individuo, como marginal urbano, como etnias indígenas, como pueblos o naciones periféricas destinadas a la muerte. El pobre, que gracias a las mediaciones categoriales de Marx deja de ser el pobre “abstracto” de Lévinas y puede transformarse en el sujeto concreto y con respecto al cual se sitúa el argumentante “abstracto” de la filosofía del lenguaje de Apel, en el angustioso “¡Tengo hambre, por ello exijo justicia!”.

Busca la condición absoluta, no meramente el acuerdo, del ser reconocido en
el derecho de ser persona y no en la situación de marginales excluídos.

Para América Latina, un continente de “pobres”, al igual que África y Asia, esta cuestión es central, esencial. La “pobreza” de estos continentes no es un punto de partida natural (debida a una incognoscible “inmadurez auto-culpable”), sino punto de llegada de cinco siglos de colonialismo dentro del “sistema-mundo” hegemonizado hoy por los países ricos.

En el plano individual el “pobre” es “alienado” (subsumido) en el capital como instrumento, mediación de la “valorización del valor”.

En el plano mundial es la Periferia explotada por el Centro. Hay diversas maneras de acumular valor (como “plusvalor” o como “transferencia de valor” de la Periferia al Centro).

Esta es la relación social (no comunitaria) pero lo esencial para Marx es la relación persona-persona:

“La propiedad del hombre sobre la naturaleza tiene siempre como intermediario su existencia como miembro de una comunidad (Gemeinwesens) una relación con los demás hombres que condiciona (bedingt) sus relaciones con la naturaleza”.
Y también la objeción a lo que objetualiza el valor: “En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanto a la cualidad; como valores de cambio sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso”.

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El paraíso debería ser un niño pobre pero sin hambre y sin frío arrullado por un inmenso cariño materno.

Porque todo valor es relativo, como dirá Amartya Sen, uno de los analistas actuales de la pobreza del mundo.

Según este autor: "Tenemos que considerar otras distinciones. Quizás el punto más importante a tener en cuenta es que la suficiencia de los medios económicos no puede juzgarse independientemente de las posibilidades reales de “convertir” los ingresos y los recursos en capacidades para funcionar. Si queremos identificar la pobreza en términos de ingresos, no podemos mirar solamente a los ingresos (sean éstos altos) independientemente de la capacidad de funcionar derivada de esos ingresos. La suficiencia de los ingresos para escapar de la pobreza varía paramétricamente con las características y las circunstancias personales."

También hay que añadir que la privación de capacidades puede ser bastante extensa en los países más ricos del mundo. El problema no se reduce sólo a “bolsas” de privación en un pequeño número de lugares.

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Os dejo con estas ideas, también desde la filosofía, que mueven en mí el deseo de despertar la reflexión y la conciencia de estos temas esenciales. Mis saludos cordiales!!
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En 2007 había ochocientos sesenta millones de hambrientos y hoy la cifra se aproxima a los mil millones. Cuatrocientos millones de pequeños agricultores están en riesgo porque no pueden acceder a los mercados de los países desarrollados, que cada vez son más proteccionistas. La crisis está provocando que miles de familias que empezaban a salir de la miseria vuelvan a ella.
En 2009, continuará la crisis de los alimentos, agravada por la situación financiera mundial. Josette Sheeran, Directora Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas ha dicho en la citada cumbre: “La gente piensa que la crisis alimentaria provocada en 2007 por la subida de los precios de los alimentos ha terminado, pero no es así; la hay, y ahora más, agravada por la crisis financiera. Muchos países pobres pedían préstamos a los bancos para comida y ahora los bancos no les prestan el dinero”. “El Banco Mundial prevé que la inversión externa en países en vías de desarrollo durante 2009 se reduzca a la mitad en comparación con el año 2007″. “Con tan solo un 1% de lo que se ha propuesto dar en paquetes de rescate financiero y estímulo en los Estados Unidos y Europa, los países desarrollados podrían financiar todo el trabajo del PMA”. “El año pasado los países ricos hicieron su mayor aportación hasta la fecha, más de 30 millones de dólares; este año necesitamos que la ayuda se mantenga como sea”.
Esos pobres hombres, dejados de la mano de Dios y de la de los sus congéneres ¿humanos?, esos sí que están en crisis. Me entran ganas de gritar bien fuerte por ellos; gritar hasta que alguien nos escuche.
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1.Estoy de acuerdo en que no vende solamente el producto. Desde este punto de vista se podría decir que “una tienda” satisface la necesidad intrínseca que satisface el producto en sí, y la necesidad de comprarlo.
El valor ofertado dependerá de su habilidad para hacer que su cliente lo perciba en su totalidad, o en un alto porcentaje. Por tanto el precio marcado, independientemente de los costes en que incurra esta tienda, dependerá de su capacidad para transmitir el valor de lo que oferta, y además de hacerlo de forma diferente a su competencia.
No se si lo sabrás, pero yo vivo en Jaén, y desde hace muchos años he oído hablar de que las empresas envasadoras y distribuidoras de aceite de oliva funcionan con unos márgenes desproporcionados con respecto a las empresas productoras.
La distribución está concentrada en tres o cuatro grandes grupos, y la producción está atomizada en muchas pequeñas almazaras, por tanto el poder de negociación lo tiene la distribución, que es quien pone el precio al aceite a granel. Por fin este año se está realizando un proceso de venta conjunta (concentración de la oferta y agrupación de pequeñas almazaras cooperativas) esto, entiendo que posibilitará salir al mercado con unas condiciones más equitativas. Pero han tenido que pasar años de llantos.
Lo que quiero decir con todo esto, y apunto que solo se trata de una opinión, es que normalmente y al menos lo que mi experiencia me dice, es que las empresas fabricantes tienen tendencia a enfocarse a la producción y a eliminar costes, al contrario de aquellas empresas, “tiendas” que están enfocadas a vender su producto y a satisfacer las necesidades de sus clientes.
Como siempre pienso que ninguna de las dos maneras constituye un enfoque correcto, quizás sería muy interesante ver comercios que se dirijan al consumidor final y que a su vez, funcionen como fábricas (tipo Macdonald´s) y fábricas que produzcan, no enfocadas solamente a reducir costes, sino a satisfacer las necesidades de los clientes, ya sean detallistas o mayoristas.
Lo que no me parece coherente es que un productor se moleste de los altos márgenes del canal que utiliza para vender sus productos. Un producto vale lo que un comprador esté dispuesto a pagar por el y si a quien le vendes tu producto lo comercializa transmitiendo un valor superior al que tu consideras, o te aguantas, o te integras hacia delante, o te pones las pilas haciendo que tu produzco salga al mercado de forma diferente.
Considero que en todos los casos conviene hacerse tres preguntas fundamentales:
¿Que quiero yo?
¿Que quiere mi cliente?
¿Como puedo dar a mi cliente lo que quiere y a la vez conseguir yo lo que quiero?
La respuesta a las dos primeras es fácil, la tercera es mas complicada (aparentemente), pero a mi juicio es LA INNOVACION. Pero no solamente en productos y en procesos, creo que hay que innovar en la forma de acercarnos al mercado.
En los tiempos que corren que todo el mundo lucha por sobrevivir adquiriendo la cuota disponible que dejan los ausentes, conviene más que nunca plantearse formas distintas de hacer las cosas, nunca se pueden obtener resultados distintos haciendo las cosas de la misma forma.
Un saludo




1.Maravilloso comentario. ¡Cómo deja en su sitio la filosofía nuestras pequeñas argucias!
Sobre la moral creo que Claussevitz fue lapidario: “En la guerra no existe fuerza moral, ésta solo aparece en el contexto de los estados y la convivencia social”
En el modelo neoliberal no existe moral, ni prescripción alguna salvo: Vence o muere. En el modelo liberal la eficiencia se mide en número de fracasos paralelos. También es falaz puesto que los puntos de equilibrio se obtienen bajo condiciones de contorno simétricas, la asimetría de la información y el poder financiero rompe la igualdad de oportunidades y, por tanto, los modelos de competencia perfecta son platónicos.
Felicidades a INDITEX, su tienda huele a dinero.
Lord Daven




http://www.ilike.com/player?url=%252Fplayer%252Fartist_popular_songs%253Fartist_name%3DMozart


MÁS HAMBRIENTOS EN EL MUNDO
27 Enero 2009 | Gustavo Mata | 1 comentario
Etiquetas: Ban Ki Moon, Josette Sheeran, PMA, RANSA | Archivado como Actualidad, Artículos
Ban Ki Moon, Secretario General de Naciones Unidas, ha dicho en Madrid, en la Cumbre sobre Seguridad Alimentaria, que la actual crisis financiera está agravando seriamente la situación alimentaria en el mundo. En 2007 había ochocientos sesenta millones de hambrientos y hoy la cifra se aproxima a los mil millones. Cuatrocientos millones de pequeños agricultores











Pues bien ¿cuáles son las presuposiciones normativas del discurso filosofico y en que se diferencian de las de la precomprension contingente del mundo? Me gustaría tomar aquí como ejemplo la experiencia ...


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