miércoles, 23 de septiembre de 2009

Las ciudades-Estado más ricas -Venecia y Amsterdam

De hecho, durante el siglo XVIII se debatió intensamente hasta qué punto se puede confíar en que los vicios privados reporten beneficios públicos. En Europa se mantuvo durante siglos una gran diversidad de planteamientos con respecto a la tecnología y las instituciones; la combinación de diversidad y emulación dio lugar a multitud de escuelas teóricas y soluciones tecnológicas, continuamente comparadas, moldeadas y desarrolladas en los mercados. La competencia entre ciudades-Estado -más tarde entre naciones-Estado- financió el flujo de inventos que también surgieron como subproductos no pretendidos de la emulación entre naciones y gobernantes en la guerra y el lujo. Una vez que se observó que dedicar parte de los recursos a la resolución de problemas en periodo de guerra producía inventos e innovaciones, ese mismo mecanismo se pudo aplicar en tiempos de paz.

Los nuevos conocimientos e innovaciones se propagaban por toda la economía permitiendo mayores beneficios y mayores salarios, así como una base más amplia para la recaudación de impuestos. La política económica europea se basó durante siglos en la convicción de que la creación de un sector industrial resolvería los problemas económicos fundamentales de la época, favoreciendo el aumento del empleo, los beneficios, los salarios, la base de la recaudación de impuestos y la circulación de la moneda. El economista italiano Ferdinando Galiani (1728-1787), al que Friedrich Nietzsche consideraba la persona más inteligente del siglo XVIII, afirmó que “de la industria se puede esperar que cure los dos principales males de la humanidad, la superstición y la esclavitud”. Los textos estándar de economía, que pretenden entender el desarrollo económico en términos de “mercados perfectos” sin fricción, marran lamentablemente el blanco. Los mercados perfectos son para los pobres. Es igualmente fútil tratar de entender ese desarrollo en términos de lo que los economistas entienden como “fracasos del mercado”. Confrontado con la economía de los textos, el desarrollo económico es un gigantesco fracaso de los mercados perfectos.


Francis Bacon (1561-1626) es una importante figura en la historia del pensamiento económico basado en la experiencia. Lo que lo impulsaba era lo que Veblen llamaba “curiosidad veleidosa”, un espíritu inquisitivo sin ambición de beneficio.

la creciente desigualdad económica experimentada desde la ´decada de 1980 -como pasó en repuntes similares de la seigualdad en las décadas de 1820, 1870, y 1920- venía asociada con los cambios tecno-económicos examinados que suscitaron importantes cambios estructurales, potenciaron la demanda de nuevas habilidades, permitieron beneficios extraordinariamente altos en sectores nuevos e inflaron la burbuja del mercado de valores.

Así pues, la rivalidad, la guerra y la emulación en Europa dieron lugar a un sistema dinámico de competencia imperfecta y rendimientos crecientes. Los nuevos conocimientos e innovaciones se propagaban por toda la economía permitiendo mayores beneficios y mayores salarios, así como una base más amplia para la recaudación de impuestos.

A los países pobres de Europa les quedó pronto claro que había una importante relación entre la estructura productiva de las pocas ciudades-Estado pudientes y su riqueza. Las ciudades-Estado más ricas -Venecia y Amsterdam- tenían un poder de mercado dominante en tres áreas distintas: en términos económicos disfrutaban del tipo de renta al que nos hemos referido anteriormente, que permitía un aumento de los beneficios, de los salarios reales y de los ingresos sometidos a impuestos; en ambas existían sectores artesanales e industriales muy abundantes y diversificados: a principios del siglo XVI la manufactura representaba alrededor del 30 por 100 de todos los empleos en Holanda, mientras que en Venecia había 40.000 hombres empleados tan sólo en los astilleros (el arsenale); además, una y otra controlaban un importante mercado de determinada materia prima, la sal en Venecia y el pescado en Holanda (desde las primeras fases de desarrollo, cuando todavía era realtivamente pobre, Venecia se había esforzado duramente por mantener su posición dominante en el mercado de la sal; en cuanto a Holanda, la invención del arenque salado y encurtido a principios del siglo XIV le había permitido crear un enorme mercado bajo su control); en tercer lugar, ambas habían establecido un comercio a larga distancia muy rentable. La primera prosperidad en Europa se basaba así pues en tre tipos de renta, con un triple poder de mercado en actividades económicas notoriamente ausentes en países europeos más pobres: la industria, un cuasimonoplio de una importante materia prima y un comercio a distancia muy rentable.


La riqueza se había creado y mantenido tras altas barreras para obstaculizar la entrada, constituidas por sus mayores conocimientos, la posesión de una gran variedad de actividades industriales que creaban sinergias sistemáticas, el poder de mercado, los bajos costes derivados de las innoavaciones y los rendimientos crecientes -tanto en determinadas industrias como a escala sistemática-, la enorme envergadura de sus operaciones y las
economías de escala en el uso de la fuerza militar. A partir de 1485 Inglaterra emuló esa triple estructura de rentas que se había creado en ciudades-Estado europeas sin grandes recursos naturales. Mediante una intervención económica del Estado decisiva, Inglaterra creó su porpio triple sistema de rentas: industria, comercio a larga distancia y el cuasimonopolio de una materia prima, en su caso la lana. El éxito de Inglaterra conduciría finalmente a la decadencia de las ciudades-Estado y el auge de los Estados-nación: las sinergias descubiertas en las ciudades-Estado se extendieron a áreas geográficas más amplias. Ésta iba a ser la esencia del proyecto mercantilista en Europa.

Desgraciadamente para los países pobres, una cadena de acontecimientos llevó a la economía a olvidar la definición sombartiana del capitalismo. Adam Smith había apartado la producción de la economía amalgamando comercio y producción en horas de trabajo. Así, cuando la economía mundial quedó definida como un sistema en el que todos intercambiaban sin efectos de sinergia -trabajo que todos dominan del mismo modo-, se despejó el camino para la opinión de que el libre comercio podía considerarse beneficioso para todos. Ni siquiera la adición del capital crea de por sí el capitalismo. Sin embargo, durante mucho tiempo economistas estadounidenses y de la Europa continental como Sombart consiguieron mantener viva una tradición económica alternativa, en cuyo núcleo estaba la producción.

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intereses privados, beneficios públicos

-En primer lugar, no se puede suponer que el interés propio sea la única fuerza que impulsa a la sociedad. Las virtudes privadas raramente se convierten en nada que no sean virtudes, públicas o privadas; pero como veremos, las virtudes públicas se puede convertir en vicios privados. Otros sentimientos más nobles que la codicia y la maximización del beneficio son más difíciles de modelar.
-En segundo lugar, debido a factores bien conocidos por los economistas anteriores a Smith -sinergias, rendimientos crecientes y decrecientes y diferencias cualitativas en la capacidad empresarial, liderazgo, conocimientos, así como entre distintas actividades económicas-, la economía de mercado, abandonada a sus propias fuerzas, tiende a menudo a incrementar las desigualdades económicas más que a armonizarlas. Lo que llamamos desarrollo económico es una consecuencia “no pretendida” de ciertas actividades económicas cuando se dan además factores como los rendimientos crecientes, una minuciosa división del trabajo, una competencia dinámica imperfecta y oportunidades para la innovación. El desarrollo económico se convirtió así en una consecuencia muy pretendida de cierta política económica, y la pobreza se convirtió en una consecuencia de la colonización porque esos factores estaban ausentes. Como hemos insistido una y otra vez, éste es un punto ciego en la economía estándar porque en general supone implícitamente que todas las actividades económicas son equivalentes.

En tercer lugar, es muy posible ganar dinero de formas que contradicen el interés público. Se puede hacer dinero a expensas de destruir las economías, como muestran los ejemplos de Goerge Soros y el ofrecido por Erik Pontoppidan. El economista estadounidense William Baumol distingue entre empresariado productivo, improductivo y destructivo. A la economía estándar no le resulta fácil entender esto porque su “individualismo metodológico” ha descartado el interés público nacional como categoría; como dijo tan elocuentemente Margaret Thacher, “no existe la sociedad, sólo los individuos”. A diferencia de la economía inglesa, no obstante, la economía continental europea ha mantenido en general el interés nacional como una categoría propia.

Aunque las consecuencias no pretendidas se presentan a menudo como un argumento en favor del laissez-faire, en la tradición predominante en la economía continental europea la comprensión de tales consecuencias se convirtió en un instrumento de la política económica ilustrada. Se puede argumentar que la política de industrialización de Enrique VII en Inglaterra, a partir de 1485, fue en parte consecuencia del crecimiento de la industria lanera como efecto no pretendido de las tasas impuestas -por razones de recaudación- por su predecesor Eduardo III, sólo que lo que antes había sido una consecuencia no pretendida se convirtió ahora en el objetivo clave de la política de Enrique VII. De hecho, el doble efecto fortuito de las tasas -proporcionar ingresos al Tesoro al tiempo que consolidaban la industria- fue siempre extremadamente importante; también fue así en Estados Unidos, y todavía lo es particularmente en países pequeños.

A principios del siglo XX los economistas del continente seguían entendiendo el desarrollo económico como el resultado de efectos no pretendidos de medidas cuyas intenciones difícilmente se podían considerar nobles. Pero ya desde el siglo XVI las innovaciones y el cambio tecnológico aparecían relacionados en gran medida con la demanda del gobierno en dos áreas: la guerra (pólvora, metales para espada y cañones, buques de guerra y su equipo) y el lujo (seda, porcelana, objetos de vidrio, papel). En 1913 Werner Sombart pubicó dos libros en los que caracterizaba esos elementos como fuerzas impulsoras del capitalismo, Guerra y Capitalismo y Lujo y Capitalismo (que en su segunda edición de 1922 fue atrevidamente rebautizada como Amor, Lujo y Capitalismo, el título que deseaba originalmente su autor). El rey Christian V de Dinamarca y Noruega (1670-1699) describía sus “principales pasiones” de una forma muy acorde con el esquema de Sombart: “la caza, la vida amorosa, la guerra y los asuntos navales”. Una gestión financiera austera solía considerarse recomendable para poder atender a los intereses de la guerra y a las amantes reales.

En cuanto se entiende el capitalismo como sistema de competencia imperfecta y consecuencias no pretendidas, y no como un sistema de mercados perfectos, se puede aprovechar esa caraterización para modelar políticas económicas juiciosas.

Hacia finales del siglo XV -en la época en que Colón llegó a América- los venecianos crearon, a partir de la comprensión del progreso como un subproducto de la guerra y el gasto público, una nueva institución: las patentes. Al conceder a quien inventaba algo su monopolio durante siete años -el periodo normal para el aprendizaje de un artesano- los inventores podían gozar de los beneficios de los nuevos conocimientos obtenidos hasta entonces principalmente como subproducto de inversiones públicas muy meditadas. El progreso era la consecuencia de una competencia dinámica imperfecta. Una institución gemela de las patentes, conscientemente creada poco más o menos en aquella misma época, era la protección arancelaria, destinada a facilitar que las invenciones arraigaran en nuevas áreas geográficas.

El mecanismo vicios privados-beneficios públicos puede funcionar también a la inversa; vicios públicos-beneficios privados. Los vicios del gobierno -excesivo nacionalismo y belicosidad- inducían a menudo indirectamente beneficios privados a largo plazo. Muchos nuevos inventos importantes para la vida civil nacieron como subproducto de la guerra: los alimentos enlatados (guerra napoleónicas), la producción en masa con piezas estandarizadas (armas durante la guerra civil americana), el bolígrafo (fuerza aérea estadounidense durante la segunda guerra mundial), las alarmas antirrobo (guerra de Vietnam), los satélites de comunicación (el programa de “guerra de las galaxias”), etc. Si esto se entiende adecuadamente, se puede generar progreso económico evitando vías indirectas. Una vez que aceptemos que un factor importante del desarrollo económico es na gestión de recursos que exige rendimientos al borde de lo que es tecnológicamente posible, podremos invertir más dinero directamente en el sector sanitario, por ejemplo, y evitar totalmente la guerra.

También se puede observar la tercera alternativa: vicios privados-virtudes públicas: lo que en primera instancia aparecen como virtudes públicas pueden de hecho convertirse en vicios sistémicos. Como veremos la ayuda sistemática al desarrollo puede convertirse en “colonialismo del bienestar” y en un instrumento para “gobernar a distancia” mediante el ejercicio de una forma particularmente sutil de control social neocolonial, no ostentosa y generadora de dependencia. Los objetivos de Milenio constituyen un caso paradigmático a este respecto. Recordemos el caso de Etiopía: dejando a un lado la intención inicial de apoyar generosamente a un gobierno, cuando éste deja de gozar del favor de los países donantes éstos tienen en sus manos la posibilidad de dejar de suministrar alimentos al país pobre. Sea un efecto pretendido o no, la virtud de ayudar a los pobres -impidiéndoles a la vez incorporarse a un capitalismo productivo- ha generado un sistema que puede alimentar vicios privados de corrupción y beligerancia. El colonialismo del bienestar impide la autonomía local mediante políticas bien intencionadas y generosas, pero en último término moralmente equivocadas. Crea en los países periféricos dependencias paralizantes del centro, un centro que ejerce el control mediante incentivos que crean una dependencia económica total, obstaculizando así la autonomía y la movilización política.
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El capitalismo y las economías de mercado que ha tenido éxito sólo se pueden entender adecuadamente junto con sus paradojas. Como explica Adam Smith, no conseguimos nuestro pan cotidiano por la amabilidad del panadero, sino más bien porque éste desea ganar dinero. Nuestra necesidad de alimentarnos se satisface mediante la codicia de otros, lo que constituye claramente una paradoja. La perspicaz respuesta de Adam Smith se insertaba en un importante debate durante el siglo XVIII, iniciado en 1705 por Bernard Mandeville cuando proclamó que los vicios privados podían dar lugar a beneficios públicos. En 1776, cuando Smith publicó La Riqueza de las Naciones, aquel debate había concluido prácticamente, pero la presentación que de él ofreció Adam Smith, así como nuestra interpretación actual, han ocultado matizaciones muy importantes del principio de Mandeville en su forma más cruda.

En mi propio país, el el editor de la Revista Económica de Dinamarca y Noruega, Erik Pontoppidan, reaccionó en 1757 de una forma muy habitual a la afirmación de Mandeville de que el bienestar público provenía de los vicios privados. Pontoppidan había sido anteriormente obispo de Bergen, lo que explica en parte su indignación moral: si el vicio era la fuerza propulsora del bienestar, quien prendiera fuego a Londres por los cuatro costados sería un héroce por todo el empleo y la riqueza que se crearía así, desde los leñadores y aserradores hasta los albañiles y carpinteros. La fórmula para resolver este problema y consolidar la teoría de la economía de mercado fue bien expresada por el economista milanés Pietro Veri en 1771: “El interés privado de cada individuo, cuando coincide con el interés público, es siempre el garante más seguro de la felicidad pública”. En aquella época era obvio que en una economía de mercado esos intereses no estaban siempre en perfecta armonía. Se suponía que el papel del legislador consistía en promover medidas que aseguraran que los intereses individuales coincidían con los públicos.

La teoría económica actual se basa en una interpretación de Mandeville y Smith que difiere de la habitual en la Europa continental durante el siglo XVIII en tres aspectos importantes.

Las hemos desplegado anteriormente.

jueves, 10 de septiembre de 2009

La sustitución del derecho natural por la idea de Estado de derecho.-

La sustitución del derecho natural por la idea de Estado de derecho.-


El derecho natural racional clásico no sólo se abandonó por razones filosóficas; la situación que ese derecho trataba de interpretar se hizo tan compleja que le resultó inabarcable. Muy pronto quedó claro que la dinámica de una sociedad integrada a través de mercados ya no podía quedar apresada en los conceptos normativos del derecho, ni mucho menos podía detenérsela en el marco de un sistema jurídico proyectado a priori. Toda tentativa de deducir de principios supremos, de una vez por todas, los fundamentos del derecho privado y del derecho público, tenía que fracasar ante la complejidad de la sociedad y de la historia. Las teorías del contrato social -y no solamente las idealistas entre ellas- estaban planteadas en términos demasiado abstractos. No habían reflexionado sobre los supuestos sociales de su “individualismo posesivo”. No se habían confesado a sí mismas que las instituciones básicas del derecho privado que son la propiedad y el contrato, así como los derechos subjetivo-públicos de protección frente al Estado burocrático, sólo podían prometer la realización de la justicia en el contexto de una economía de pequeños propietarios. Pero a la vez las teorías del contrato social -y no solamente las que procedían en términos apriorísticos- estaban planteadas en términos demasiado concretistas. No se habían dado cuenta de, ni sometido a examen, la alta movilidad de la vida social y habían subestimado la presión adaptativa que el crecimiento capitalista y, en general, la modernización social ejercen.

En Alemania el contenido moral del derecho natural racional kantiano quedó escindido y desdoblado en el contexto de la propia teoría del derecho, sometiéndoselo primero a desarrollo por las dos vías paralelas que representan la dogmática del derecho privado, por un lado, y la idea de Estado de derecho, por otro, para quedar después vaciado en términos positivistas en el curso del siglo XIX. Desde el punto de vista del pandectismo, el derecho se agotaba en lo esencial en el Código Civil administrado por juristas. Era aquí, en el sistema del derecho privado mismo, y no por parte de un legislador democrático, en donde habrían de quedar asegurados los contenidos morales del derecho. F. C. von Savigny, que construyó la totalidad del derecho privado como un edificio de derechos subjetivos opinaba, siguiendo a Kant, que la forma del derecho subjetivo es en sí misma moral. Derechos subjetivos universales delimitan ámbitos de autonomía privada y garantizan la libertad individual por vía de conferir facultades individuales de acción. La moralidad del derecho consiste en que “a la voluntad se le señala un ámbito en el que puede ejercitar su dominio con independencia de toda voluntad extraña”. Pero en el curso de la evolución fáctica del derecho quedó enseguida claro que los derechos subjetivos son algo secundario frente al derecho objetivo y que ni siquiera son capaces de ofrecer una base conceptual sobre la que reconstruir el sistema del derecho privado en conjunto. El concepto de derecho subjetivo fue objeto entonces de una reinterpretación positivista, quedando purificado de todas sus asociaciones normativas. Según la definición de B. Windscheid los derechos subjetivos no tienen ya otro papel que traducir los mandatos del orden jurídico obejtivo a potestades o facultades de los sujetos jurídicos individuales.

Una evolución paralela puede proyectarse para el caso de la idea de Estado de derecho, que Kant, notémoslo bien, sólo había introducido bajo reservas hipotéticas. Los teóricos alemanes del siglo XIX estaban interesados ante todo en domesticar en términos constitucionales el poder administrativo de los monarcas. Moh y Welcker todavía defienden en el Vormärz que las leyes abstractas y generales son el medio apropiado para fomentar por igual en todos los ciudadanos “el desarrollo más multilateral posible y racional de la totalidad de sus fuerzas y facltades espirituales y corporales”. Pero tras la fundación del Reichn, Gerber y Laband desarrollan ya la teoría de la ley como mandato de un legislador soberano, de una instancia legisladora no ligada en lo que a contenidos se refiere. Es a este concepto positivista de ley al que, finalmente, los constitucionalistas progresistas de la República de Weimar, tales como Hermann Heller, recurren al referirse al legislador parlamentario: “En el Estado de derecho se llaman leyes sólo las normas jurídicas dictadas por la asamblea legislativa y todas las normas jurídicas dictadas por la asamblea legislativa”.

Me he detenido a recordar este desarrollo, que no es un desarrollo del que pueda decirse que sea típicamente alemán, porque en él la erosión que experimenta ese concepto de ley moralizado en términos de derecho natural racional, puede explicarse desde la doble perspectiva del especialista en dogmática jurídica y del juez, por un lado, y del legislador, gradualmente parlamentarizado, por otro. En los países anglosajones, en los que la idea de Estado de derecho, en su forma de rule of law, fue objeto de un desarrollo que desde el principio estuvo en consonancia con los desarrollos democráticos, el proceso judicial equitativo (fair and due process) fue el modelo de interpretación unitaria que se aplicó, así a la producción legislativa, como a la administración de justicia. En Alemania, la destrucción positivista del derecho natural racional se efectuó por dos vías separadas. Ciertamente tanto en la dogmática del derecho privado como en la teoría del derecho constitucional queda desmentida la construcción de Kant, conforme a la cual política y derecho quedaban sometidos a los imperativos morales del derecho natural racional; pero ello ocurre por una doble vía, a saber: desde el punto de vista de la administración de justicia, por un lado, y desde el punto de vista del legislador político, por otro. De ahí que aquellos tras el hundimiento de la construcción que representó el derecho natural racional kantiano, les resultaba menos convincente aún ese positivismo jurídico puro y duro, el mismo problema se les presentará de forma distinta por cada uno de esos dos lados. Al problema se le puede dar en términos generales la siguiente versión. Por un lado, los fundamentos morales del derecho positivo no pueden explicarse en forma de un derecho natural racional superior. Por otro, tampoco se los puede liquidar sin sustituirlos, so pena de privar al derecho de ese momento de incondicionalidad del que esencialmente necesita. Pero entonces hay que mostrar cómo en el interior del derecho positivo mismo puede estabilizarse el punto de vista moral de una formación imparcial del juicio y de la voluntad. Para satisfacer a esta exigencia no basta con que determinados principios morales del derecho natural racional queden positivados como contenidos del derecho constitucional. Pues de lo que se trata es precisamente de la contingencia de los contenidos de un derecho que puede cambiarse a voluntad. Por eso retornaré a la tesis desarrollada en la primera lección de que la moralidad inserta en el derecho positiva ha de tener más bien la fuerza transcendendora de un procedimiento que se regula a sí mismo, que controla su propia racionalidad.

Bajo la presión de este problema aquellos sucesores de Savigny que no querían darse por contentos con la interpretación positivista de los derechos subjetivos trataron de convertir en fuente de legitimación el derecho científico de los juristas. Savigny, en su teoría de las fuentes del derecho, había asignado aún a la Jusiticia y a la dogmática jurídica la tarea todavía derivada y modesta de “elaborar de forma consciente y científica y de exponer de forma científica” el derecho positivo procedente de la costumbre y de la legislación. En cambio, G. F. Puchta sostiene a fines del siglo XIX la idea de que la producción del derecho no ha de ser sólo asunto del legislador político, pues de otro modo el Estado no se fundaría en derecho legítimo, es decir, no podría ser Estado de derecho. Antes bien, la Justicia yendo más allá del derecho vigente, habría de asumir la tarea productiva de una prosecución y complementación constructivas del derecho vigente, dirigidas por principios. Este derecho de jueces obtendría de su método científico de fundamentación, es decir, de los argumentos de una jurisprudencia que procede científicamente, esa autoridad independiente que Puchta busca. Ya Puchta ofrece, pues un punto de arranque para una teoría que desde la perspectiva de la administración de justicia, hace derivar de una racionalidad procedimental inserta en el propio discurso jurídico los fundamentos legitimadores de la legalidad.

Desde la perspectiva de legislador cabría hacer una interpretación enteramente análoga, aun cuando la discusión parlamentaria se endereza en buena medida a la formación de compromisos y no, como el discurso jurídico, a una fundamentación científicamente disciplinada en sentencias. También por este lado, para aquellos que no podían conformarse con el positivismo democrático de la ey, planteóse la cuestión de con base en qué razones pueden pretender legitimidad las leyes producidas por mayorías parlamentarias. Ya Kant, partiendo del concepto de autonomía de Rousseau, había dado un paso decisivo al situar en el procedimiento mismo de producción democrática de normas el punto de vista moral de la imparcialidad. Como es sabido, Kant convierte en piedra de toque de la juridicidad de cada ley pública el criterio de si podría haber surgido de la “voluntad unida de todo el pueblo”. Ciertamente e propio Kant contribuyó a que enseguida se confundieran dos signficados distintos de “universalidad” o “generalidad” de la ley: la generalidad como universalidad semántica de la ley abstractamente general viene a sustituir a esa otra generalidad o universalidad procedimental que caracteriza a la ley producida democráticamente, en tanto que expresión de la “voluntad unida de pueblo”.

En Alemania, en donde, por lo demás, la discusión sobre teoría de la democracia sólo revivió en los años 20 de este siglo, esta confusión tuvo dos desafortunadas consecuencias. Por un lado, se pasó por alto (por considerado quizá cosa simple) el considerable onus probandi que asume una teoría de la democracia planteada en términos procedimentales, onus probandi que aún hoy está por desempeñar. Pues en primer lugar, habría que mostrar en términos de una teoría de la argumentación cómo en la formación de la voluntad parlamentaria del legislador se compenetran entre sí discursos relativos a objetivos políticos y discursos relativos a fundamentaciones morales con el control jurídico de las normas. En segundo lugar, habría que aclarar en qué se distingue un acuerdo alcanzado argumentativamente de un compromiso negociado y cómo el punto de vista moral se hace valer a su vez en las condiciones que han de cumplir los compromisos para poder se considerados fair. Y en tercer lugar, y sobre todo habría que reconstruir cómo habría de institucionalizarse por vía de procedimientos jurídicos la imparcialidad de las decisiones del poder legislativo, empezando por la regla de la mayoría, pasando por las reglas que rigen las discusiones parlamentarias, hasta el derecho electoral y la formación de la opinió pública en el espacio público-político. Este análisis habría de dejarse guiar por un modelo que expusiese la conexión que se da entre los presupuestos necesarios de la comunicación, relativos a la formación discursiva de la opinión y la voluntad y una negociación de intereses que quepa considerar fair. Sólo sobre este reverso podrían analizarse críticamente el sentido normativo y la práctica efectiva de tales procedimientos.

Pero además esa confusión de generalidad procedimental y generalidad semántica de las leyes dictada por el Parlamento tuvo por consecuencia el que se pasara por alto la problemática autónoma que la aplicación del derecho comporta. Aun cuando la racionalidad procedimental (una racionalidad llena de contenidos morales) del Legislativo quedara suficientemente asegurada institucionalmente, las leyes (se trate o no del derecho regulador que caracteriza al Estado social) no tienen nunca una forma semántica tal ni tampoco una determinidad tal, que al juez no le quede otra tarea que la de aplicar esas leyes de forma algorítmica. Como demuestra la hermenéutica filosófica, las operaciones interpretativas en la aplicación de las reglas comportan siempre operaciones constructivas que desarrollan el derecho. De ahí que el problema de la racionalidad procedimental se plantee de nuevo en relación con la práctica de las decisiones judiciales y con la dogmática jurídica.

En los procedimientos legislativos, esta moralidad emigrada al derecho positivo puede hacerse efectiva mediante el siguiente mecanismo, a saber, el de hacer que los discursos sobre objetivos políticos queden sometidos a las restricciones impuestas por el principio de que los resultados de esos discursos puedan ser susceptibles de asentimiento general, es decir, a las restricciones impuestas por el punto de vista moral, que hemos de respetar cuando se trata de fundamentar normas. Pero en una aplicación de normas que resulte sensible al contexto, la imparcialidad del juicio no queda asegurada sólo porque nos preguntemos qué es lo que todos podrían querer, sino preguntándonos si se han tenido adecuadamente en cuenta todos los aspectos relevantes de una situación dada. Antes de poder decidir qué normas que a veces pueden colisionar entre sí y por tanto han de jerarquizarse a la luz de principios, han de aplicarse a un caso, hay que aclarar si la descripción de la situación es adecuada y completa en lo que respecta a todos los interesados afectados. Como ha demostrado Klaus Günther en los contextos de fundamentación de normas la razón práctica se hace valer examinando si los intereses son susceptibles de universalización, y en los contextos de aplicación de normas examinando si se han tenido en cuenta de forma adecuada y completa todos los aspectos relevantes a la luz de normas que pueden colisionar entre sí. Y esto es lo que han de materializar los procedimientos jurídicos que hayan de institucionalizar la imparcialidad de la administración de justicia.

A lo que apunto con estas consideraciones es a la idea de un Estado de derecho con división de poderes, que extrae su legitimidad de una racionalidad que garantiza la imparcialidad de los procedimientos legislativos y judiciales. Esa idea no representaría otra cosa que un estándar crítico para el análisis de la realidad constitucional. Y sin embargo esa idea no se limita a oponerse abstractamente (como un impotente deber-ser) a una realidad que tan poco se corresponde con ella. Antes bien, la racionalidad procedimental, emigrada ya parcialmente al derecho positivo, constituye (tras el hundimiento del derecho natural racional) la única dimensión que queda en que puede asegurarse al derecho positivo un momento de incondicionalidad y una estructura sustraída a ataques y manipulaciones contingentes.

Sólo teniendo presente este entrelazamiento de procedimientos jurídicos y de argumentaciones que se autorregulan a sí mismas a tenir de los principios de universalización (para el caso de la fundamentación de normas) y de adecuación (para el caso de aplicación de normas), se explica esa excitante ambivalencia de la pretensión de validez con que el derecho positivo se presenta. La validez jurídica garantizada por ser las instancias competentes quienes toman las decisiones ha de distinguirse de la validez social del derecho efectivamente aceptado o impuesto. Pero en el complejo sentido que tiene la validez jurídica misma exprésase otra ambivalencia que el derecho moderno debe a su doble base de validez, a una validez que descansa en el principio de positivación, por un lado, y en el principio de fundamentación, por otro. En la pretensión de validez de las normas morales cuando se consideran éstas en la perspectiva de un constructivismo como el de Rawls, conforme al cual las normas morales, a la vez que se las construye, se las descubre, predomina el lado cognitivo, es decir, las normas morales se presentan con una pretensión de validez análoga a la pretensión de validez “verdad”. En la pretensión de validez del derecho positivo se añade la contingencia que el establecerlas positivamente implica, y la facticidad que la amenaza de sanción representa. Pese a ello, la positividad de las normas jurídicas generadas conforme a los correspondientes procedimientos y susceptibles de imponerse coercitivamente, se halla acompañada y recubierta de una pretensión e legitimidad. El modo de validez del derecho remite a la sumisión (que políticamante se espera) frente a la decisión y la coerción, a la vez que a la expectativa moral de reconocimiento racionalmente motivado de una pretensión de validez normativa, que llegado el caso puede ser desempeñada puede ser resuelta mediante argumentación. En los casos límites que representan la resistencia legítima y la desobediencia civil muéstrase que tales argumentaciones son capaces de hacer añicos incluso la propia forma jurídica en la que están institucionalizadas.

La idea de Estado de derecho a la que he tratado de dar una lectura articulada en términos de teoría del discurso, aunque apunte un poco alto, no por ello resulta delirante, sino que brota del suelo mismo de la realidad jurídica. Para convencerse de ello basta tener presente que esa idea es el único criterio de que disponemos para medir la autonomía del sistema jurídico. Si se cerrara esa dimensión en la que las vías de fundamentación jurídica se abren a la argumentación moral, ni siquiera podríamos saber ya qué otra cosa podría significar eso de autonomía del derecho si no es autonomía sistémica. La autonomía no es algo que un sisema jurídico cobre por sí sólo para sí solo. Autónomo es un sistema jurídico sólo en la medida en que los procedimientos institucionalizados para la producción legislativa y la administración de justicia garantizan una formación imparcial de la voluntad y el juicio y por esta vía permiten que penetre, tanto en el derecho como en la política, una racionalidad procedimental de tipo moral. No puede haber autonomía del derecho sin democracia realizada.

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Razón y positividad: sobre el entrelazamiento de derecho, política y moral.-

Razón y positividad: sobre el entrelazamiento de derecho, política y moral.-

Si queremos entender por qué la diferenciación del derecho de ningún modo disuelve por completo el interno entrelazamiento de éste con la política y con la moral, lo más adecuado es echar una mirada retrospectiva sobre el nacimiento del derecho positivo. Este proceso abarca en Europa desde fines de la Edad Media hasta las grandes codificaciones del siglo XVIII. También en los países de la Common Law el derecho consuetudinario queda recubierto y rearticulado por el derecho romano mediante el influjo ejercido por juristas de formación académica; en ese proceso el derecho va quedando sucesivamente adaptado a las condiciones de tráfico de la economía capitalista emergente y a la dominación burocratizada de los Estados territoriales que entonces nacen. Este complicado proceso, rico en variantes y difícil de abarcar, me limitaré aquí a focalizarlo hacia un punto que reviste especial importancia en el contexto de nuestras consideraciones relativas a filosofía del derecho. Pues lo que la positivación del derecho filosóficamente significa puede entenderse mejor sobre el trasfondo de la estructura trimembre del sistema jurídico medieval, que entonces se derrumba.

Desde una cierta distancia cabe reconocer en nuestras propias tradiciones jurídicas correspondencias con aquellos tres elementos que, según los planteamientos de sociología jurídica comparada, habrían conformado la cultura jurídica de los imperios antiguos. El sistema jurídico queda situado en esas culturas premodernas bajo la cúpula de un derecho sacro que se encargan de adminitrar e interpretar especialistas en teología y en derecho. La pieza nuclear de ese sistema jurídico la constituye el derecho burocrático, “puesto” por el rey o emperador (quien es al mismo tiempo juez supremo) en concordancia con las tradiciones jurídicas santificadas. Y ambos tipos de derecho se encargan de envolver, organizar y dar forma a un derecho consuetudinario, por lo general no escrito, que en última instancia proviene de las tradiciones jurídicas de cada etnia. En el derecho canónico de la Iglesia católica supuso un mantenimiento ininterrumpido de la alta técnica jurídica y conceptual del derecho romano clásico, mientras que el derecho burocrático que representaban los edictos y capitulares imperiales, incluso antes del redescubrimiento del corpus justinianum, conectaba al menos con la idea romana de imperium. Incluso el derecho consuetudinario se debía a la cultura jurídica mixta romano-germánica de las provincias occidentales del imperio y desde el siglo XII fue objeto de transmisión escrita. Pero en los rasgos esenciales se repite la estructura que nos es conocida por todas las culturas superiores o civilizaciones: la ramificación en derecho sacro y derecho profano, quedando el derecho sacro integrado en el orden del cosmos o en una historia de salvación, desde la perspectiva de una de las grandes religiones universales. Este derecho divino o “natural” no está a disposición del príncipe, sino que representa más bien el marco legitimador dentro del cual el príncipe, mediante sus funciones de administración de justicia y de “posición” (producción) burocrática del derecho, ejerce su dominación profana. En este contexto, Max Weber habla del “doble reino de la dominación tradicional”.

También en el medievo se conserva este carácter tradicional del derecho. Todo derecho debe su modo de validez al origen divino del derecho “natural” interpretado en términos cristianos. No puede crearse nuevo derecho si no es en nombre de la reforma o restauración del buen derecho antiguo. Pero esta comprensión tradicional del derecho contiene ya una interesante tensión que se da entre los dos momentos del derecho del príncipe. Como juez supremo, el príncipe está sometido al derecho sacro. Pues sólo así puede transmitirse la legitimidad de ese derecho al poder profano. De este respeto transido de pietas hacia un orden jurídico intangible recibe su legitimación el ejercicio del poder político. Pero al mismo tiempo, el príncipe, que está situado en la cúspide de una administración organizada conforme a una jerarquía de cargos, hace también uso del derecho como un medio que otorga a sus mandatos (por ejemplo, en forma de edictos y decretos) un carácter vinculante para todos. Por este lado, el derecho, como medio del ejercicio de poder burocrático, sólo puede cumplir empero funciones de orden mientas mantenga, por el otro, en forma de tradiciones jurídicas sacras, su carácter no instrumental, ese carácter que lo pone por encima del príncipe y que éste ha de respetar cuando administra justicia. Entre estos dos momentos, el del carácter no instrumental del derecho presupuesto en la regulación judicial de los conflictos, y el carácter instrumental del derecho puesto al servicio del ejercicio de la dominación, se da una tensión irresoluble. Esa tensión permanece oculta mientras no se ataquen los fundamentos sacros del derecho y el pedestal que representa el derecho consuetudinario consagrado por la tradición se mantenga firmemente anclado en la práctica cotidiana.

Pues bien, si se parte de que en las sociedades modernas cada vez pueden cumplirse menos estas dos condiciones, puede uno explicarse la positivación del derecho como una reacción a tales cambios. A medida que las imágenes religiosas del mundo se disuelven en convicciones últimas de tipo subjetivo y privado y las tradicines de derecho consuetudinario quedan absorbidas por el derecho de especialistas, que hacen un usus modernus de él, queda rota la estructura trimembre del sistema jurídico. El derecho se reduce a una sola dimensión y sólo ocupa ya el lugar que hasta entonces había ocupado el derecho del príncipe. El poder político del príncipe se emancipa de la vinculación al derecho sacro y se torna soberano. A él le compete la tarea de llenar por su propia fuerza mediante una producción política de normas el vacío que deja tras de sí ese derecho natural administrado por teólogos. Finalmente todo derecho habrá de tener su fuente en la voluntad soberana del legislador político. Producción, ejecución y aplicación de las leyes se convierten en tres momentos dentro de un proceso circular único, regulado y controlado políticamente; y lo siguen siendo, aun después de diferenciarse institucionalmente y constituirse en poderes del Estado.

Con ello cambia la relación que guardaban entre sí aquellos dos momentos que eran el carácter sacro del derecho, por un lado, y la instrumentalidad del derecho, por otro. Cuando se han diferenciado suficientemente los papeles, y en ello radica el signifcado de la división de poderes, las leyes anteceden a la adminitración de justicia; pero ¿puede un derecho político, que es susceptible de cambiarse a voluntad, irradiar todavía ese tipo de autoridad que irradiaba antaño el derecho sacro?, ¿conseva todavía el derecho positivo un carácter obligatorio, es decir, el carácter de un “deber-ser”, cuando ya no puedo recibir su autoridad de un derecho previo y superior, como sucedía antaño con el derecho del príncipe en el sistema jurídico tradicional? A estas preguntas el positivismo jurídico ha dado siempre respuestas insatisfactorias. En una variante del positivismo jurídico, el derecho en general queda despojado de su carácter normativo y queda definido exclusivamente como mandato de un soberano (Austin). Desaparece así el momento de no-instrumentalidad o de no-instrumentaizabilidad como un residuo metafísico. La otra variante del positivismo jurídico se atiene a la premisa de que el derecho sólo puede cumplir su función nuclear de regulación judicial de los conflictos mientras las leyes que se aplican sigan conservando un momento de aquella incondicionalidad que tenían antaño, es decir, sigan poseyendo normatividad en el sentido de una validez deontológica, no susceptible de quedar reducida a una interpretación imperativista. Pero ese momento sólo puede radicar ya en la propia forma del derecho positivo, no en contenidos recibidos del derecho natural (Kelsen). Desde este punto de vista, el sistema jurídico, separado de la política y de la moral, con la administración de justicia como núcleo institucional, es el único lugar que queda, en donde el derecho puede por su propia fuerza mantener su forma y con ella su autonomía. (Ya conocemos esta tesis en la versión que le da Luhmann). En ambos casos el resultado es que de la garantía metasocial de validez jurídica que antaño había representado el derecho sacro, puede prescindir sin necesdiad de buscar sustituto.

Pero los orígenes históricos, así del derecho tradicional como del derecho moderno, hablan en contra de esta tesis. Como sabemos por la Antropología, el derecho antecede al nacimiento de la dominación políticamente organizada, es decir, de la dominación estatalmente organizada, mientras que el derecho sancionado estatalmente y el poder estatal organizado jurídicamente surgen simultáneamente en forma de dominación política. Según todas las apariencias, es la evolución arcaica del derecho la que empieza posibilitando el surgimiento de un poder político, en el que el poder estatal y el derecho estatal se constituyen recíprocamente. Habida cuenta de esta constelación, es difícil imaginar que alguna vez el derecho pudiera ser absorbido totalmente por la política o quedar escindido por completo del sistema político. Además, puede mostrarse que determinadas estructuras de la conciencia moral desempeñaron un papel importante en la aparición de la simbiosis entre derecho y poder estatal. Un papel similar es el que desempeña la conciencia moral en la transición desde el derecho tradicional al derecho positivo de carácter enteramente profano, es decir, al derecho positivo asegurado por el monopolio estatal del poder y puesto a disposición del legislador político. Ese momento de incondicionalidad, que incluso en el derecho moderno constituye un contrapeso a la instrumentalización política del medio que es el derecho, se debe al entrelazamiento y simbiosis de la política y del derecho con la moral.

Esta constelación se establece por primera vez en las primeras grandes culturas con la simbiosis entre derecho y poder estatal. En las sociedades tribales neolíticas operan típicamente tres mecanismos de regulación de los conflictos internos: las prácticas de autoexilio (alianzas y venganzas de sangre), la apelación ritual a poderes mágicos (oráculos y duelos rituales) y la mediación arbitral como equivalente pacífico de la violencia y la magia. Pero tales mediadores carecen todavía facultades para decidir de forma vinculante y autoritativa las disputas de las partes o para imponer sus decisiones incluso contra las lealtades dictadas por el sistema de parentesco. Junto con esta característica de coercibiidad, se echan también en falta los tribunales de justicia y los procesos y procedimientos judiciales. Además, el derecho permanece todavía estrechamente hermanado con la costumbre y las representaciones religiosas, de suerte que apenas puede distinguirse entre fenómenos genuinamente jurídicos y otros fenómenos. La concepción de la justicia subyacente en todas las formas de regulación de los conflictos está entretejida con la interpretación mítica del mundo. La venganza, la represalia, la compensación y la indemnización sirven al restablecimiento de un orden perturbado. Este orden, construido de simetrías y reciprocidades, se extiende por igual, así a las personas particulares y a los grupos de parentesco, como a la naturaleza y a la sociedad en conjunto. La gravedad de un delito se mide por las consecuencias del hecho, no por las intenciones del agente. Una sanción tiene el sentido de una compensación del daño causado, de un restablecimiento del statu quo ante, no el sentido de un castigo infligido a un malhechor que se ha hecho culpable de la vulneración de una norma.

Estas ideas concretistas de justicia no permiten todavía una separación entre cuestiones de derecho y cuestiones de hecho. En los procedimientos jurídicos arcaicos confluyen juicios normativos, ponderación inteligente de intereses y afirmaciones concernientes a hechos. Faltan conceptos como el de imputabilidad y el de culpa; no se distingue entre el propósito, intención o designio, y el comportamiento descuidado. Lo que cuenta es el perjucio objetivamente causado. No hay separación entre el derecho privado y el derecho penal; todas las transgresiones jurídicas son en cierto modo delitos que exigen indemnizaciones. Tales distinciones sólo resultan posibles cuando surge un nuevo concepto que revoluciona el mundo de representaciones morales. Me refiero al concepto de norma jurídica, independiente de la situación, que queda por encima tanto de las partes litigantes como del juez imparcial, es decir, de una norma jurídica previa y que se considera vinculante para todos. En torno a este núcleo cristaliza loq ue L. Kohlberg llama conciencia moral “convencional”. Sin tal concepción de la norma y sin tal concepto de la norma, el juez arbitral sólo puede tratar de convencer a las partes de que lleguen a un compromiso. Para ello puede hacer valer como influencia el prestigio personal que debe a su status, a su riqueza o a su edad, pero le falta todavía poder político; no puede apelar todavía a la autoridad de una ley que de forma impersonal obligue a todos, ni a la conciencia moral de los implicados.

Propongo el siguiente experimento mental: supongamos que antes de haber surgido algo así como una autoridad estatal, se desarrollan ideas jurídicas y morales “convencionales” (en el sentido de L. Kohlberg). Entonces un jefe, a la hora (por ejemplo) de resilver un conflicto, puede apoyarse ya en el carácter vinculante de normas jurídicas reconocidas; pero al carácter moralmente vinculante de normas jurídicas reconocidas; pero al carácter moralmente vinculante de su juicio no puede añadir todavía el carácter fácticamente coercitivo de un potencial de sanción estatal. Y sin embargo su papel de jefe que hasta ese momento descansaba sobre su influencia y prestigio fácticos, debió sufrir un cambio importante al introducirse en la actividad judicial el concepto de norma moralmente obligatoria. Tal jefe, en tanto que protector de normas intersubjetivamente reconocidas, participa, en primer lugar, del aura del derecho que él administra. La autoridad normativa del derecho se transferiría de la competencia del juez al poder de mando del jefe, poder de mando ligado a la competencia del juez por vía de identidad personal. El poder fáctico del influyente se transformaría entonces gradualmente, y casi sin notarse, en el poder dotado de autoridad normativa de alguien que puede dar órdenes y tomar decisiones colectivamente vinculantes. Pero a consecuencia de ello transformaríase también, en segundo lugar, la cualidad de las decisiones judiciales. Tras las normas jurídicas moralmente obligatorias, no estaría ya sólo la presión que en la vida cotidiana de una tribu se ejerce sobre los individuos para que éstos se conformen a las normas, o el poder fáctico de una persona prominente, sino la sanción con que amenaza un príncipe dotado de poder político legítimo. Habría surgido así el modo de validez en que se funden reconocimiento y coerción. Pero con ello, y en tercer lugar, el príncipe se habría hecho con un medio con cuya ayuda puede crear una organización de cargos y ejercer burocráticamente su dominación. Como medio de organización el derecho recibe entonces junto a su aspecto de incondicionalidad de derecho objetivo, también un aspecto instrumental.

Aun cuando estas consideraciones tienen también un contenido empírico, lo que ante todo me importa es la aclaración de relaciones conceptuales. Sólo en las imágenes del mundo que se vuelven más complejas se forma una conciencia moral de nivel convencional (siempre en el sentido de L. Kohlberg); sólo una conciencia de, y ligada a, normas ancladas en la tradición y moralmente obligatorias introduce un cambio en la administración de justicia y hace posible la transformación del poder fáctico en un poder normativo; y sólo cuando se dispone de poder legítimo cabe imponer políticamente normas jurídicas; sólo el derecho coercitivo puede utilizarse para la organización del poder estatal. Si se analiza en detalle este entrelazamiento de moral inserta en una imagen religiosa del mundo, poder jurídicamente legitimado y administración estatal organizada en forma jurídica, resulta clara la sostenibilidad de los dos conceptos positivistas de derecho a los que me he referido anteriormente.


La reducción de las normas jurídicas a mandatos de un legislador político implica que el derecho se disuelve, por así decir, en política. Pero con ello se descompone el concepto mismo de lo político. En todo caso, bajo esta premisa la dominación política ya no puede entenderse como poder legitimado jurídicamente; pues un derecho que queda a completa disposición del sistema político pierde su fuerza legitimadora. En cuanto la legitimación se entience como operación propia del sistema político, como algo que el propio sistema político se encarga de producir y operar, estamos abandonando nuestros conceptos de derecho y política. La misma consecuencia se sigue de la otra idea, a saber, de que el derecho positivo podría mantener su autonomía por sus propias fuerzas, es decir, mediante las continuas aportaciones que la dogmática jurídica se encargaría de hacer a un sistema judicial fiel a la ley y autonomizado frente a la política y frente a la moral. En cuanto la validez jurídica quedase privada de toda referencia moral a los aspectos de justicia, en cuanto quedase privada de toda referencia moral que transcendiese la pura decisión del legislador, el derecho acabaría perdiendo su propia identidad. Pues entonces faltarían los puntos de vista legitimadores, desde los que el sistema jurídico pudiera ser obligado a conservar una determinada estructura del medio que representa el derecho.

Si damos por sentado que las sociedades modernas no pueden renunciar al derecho (ni con el pseudónimo de “derecho” pueden sustituirlo por otro equivalente funcional, es decir, por una práctica de tipo completamente distinto) la positivación del derecho plantea un problema, incluso ya por razones conceptuales. Pues al derecho sacro desencantado -y a un derecho consuetudinario vaciado, que ha perdido su sustancia- hay que buscarle un equivalente que permita al derecho positivo mantener un momento de incondicionalidad. Y en efecto, tal equivalente empezó presentándose en el mundo moderno en forma de “Derecho natural racional”, el cual no sólo fue importante para la filosofía del derecho, sino que, en lo que a aspectos de dogmática jurídica se refiere, tuvo una importancia directa para las grandes codificaciones y para el desarrollo del derecho por parte de los jueces. Pero en nuestro contexto quisiera llamar la atención sobre dos puntos: a) En el derecho natural racional se articula una etapa nueva, postradicional, de la conciencia moral, en la que el derecho se hace depender de principios y queda asentado sobre el terreno de una racionalidad procedimental. b) Unas veces fue la positivación del derecho como tal y otras la necesidad de fundamentación nacida de esa positivación lo que quedó en primer plano como fenómeno necesitado de explicación; correspondientemente, las teorías del “contrato social” se desarrollaron en dos direcciones opuestas. Pero en ninguno de los dos casos lograron establecer una relación plausible entre los momentos de incondicionalidad e instrumentalidad, que caracterizan al derecho.

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El derecho natural reacciona al hundimiento del derecho natural basado en la religión y en la metafísica y a la “desmoralización” de una política interpretada crecientemente en términos naturalistas y guiada principalmente por intereses de autoafirmación. En cuanto el Estado monopolizador de la violencia, logra, en su papel de legislador soberano, convertirse en fuente exclusiva del derecho, este derecho rebajado a medio de organización corre el riesgo de perder toda relación con la justicia y con ello su genuino carácter de derecho. Con la positividad de un derecho que se vuelve dependiente del sosberano estatal, no desaparece la problemática de la fundamentación, sino que no hace más que desplazarse hacia la base ahora mucho más estrecha que representa una ética profana, de tipo postmetafísico, y desligada de las imágenes religiosas del mundo. La figura fundamental del derecho privado burgués es el contrato. La autonomía del contrato o autonomía contractual capacita a las personas jurídicas privadas para generar derechos subjetivos. Pues bien, en la idea de contrato social, esa figura de pensamiento es objeto de una interesante interpretación, destinada a justificar moralmente el poder ejercido en forma de derecho positivo, es decir, destinada a justificar moralmente la “dominación legal racional” (en el sentido de Weber). Un contrato que cada individuo autónomo concluye con todos los demás individuos autónomos sólo puede tener por contenido algo que todos puedan racionalmente querer por se de interés de todos y de cada uno. Por esta vía sólo resultan aceptables aquellas regulaciones que puedan contar con el asentimiento no forzado de todos. Esta idea básica delata que la razón del derecho natural moderno es esencialmente razón práctica, la razón de una moral autónoma. Esta exige que distingamos entre normas, principios justificatorios y procedimientos conforme a los cuales podamos examinar si las normas, a la luz de principios válidos, pueden contar con el asentimiento de todos. Como con la idea de contrato social se pone en juego un procedimiento de ese tipo para la fundamentación de las formas de dominación política organizadas jurídicamente, el derecho positivo queda sometido a principios morales. Desde la perspectiva de una lógica evolutiva (en el sentido de J. Piaget) viene a quedar confirmada la hipétesis de que en el tránsito a la modernidad es de nuevo un cambio de la conciencia moral el que marca la pauta de la evolución del derecho.

El derecho natural racional aparece en versiones distintas. Autores como Hobbes se sienten más bien fascinados por el fenómeno de que el derecho puede cambiarse a voluntad. Autores como Kant se sienten fascinados por el déficit de fundamentación de ese nuevo derecho que se ha vuelto positivo. Como es sabido, Hobbes desarrolla su teoría bajo premisas que despojan, así al derecho positivo, como al poder político, de todas sus connotaciones morales; el derecho establecido por el soberano ha de arreglárselas sin un equivalente racional del derecho sacro desencantado. Pero, naturalmente, al desarrollar una teoría que no hace sino ofrecer a sus destinatarios un equivalente racional de aquel derecho sacro, Hobbes se ve envuelto e una contradicción realizativa (en el sentido que da a esta expresión K.-O. Apel). El contenido manifiesto de su teoría, la cual explica cómo el derecho totalmente positivado funciona de forma ajena a toda moral, cae en contradicción con el papel pragmático de la teoría misma, que trata de explicar a sus lectores por qué podrían tener buenas razones como ciudadanos libres e iguales para decidir someterse a un poder estatal absoluto.

Kant hace después explícitos los supuestos normativos que la teoría de Hobbes lleva implícitos y desarrolla desde el principio su teoría del derecho en el marco de una teoría moral. El principio general del derecho en el marco de una teoría moral. El principio general del derecho, que objetivamente subyace en toda legislación, resulta para Kant del imperativo categórico. De este principio supremo de la legislación se sigue a su vez el derecho subjetivo original de cada uno a exigir de todos los demás miembros del sistema jurídico el respeto a su libertad en la medida en que esa libertad sea compatible con la igual libertad de todos conforme a leyes generales. Mientras que para Hobbes el derecho positivo es, en última instancia, un medio de organización del poder político, para Kant cobra un carácter esencialmente moral. Pero tampoco en estas versiones más maduras logra el derecho natural racionala resolver la tarea que él mismo se propone de explicar racionalmente las condiciones de legitimidad de la dominación legal. Hobbes sacrifica la incondicionalidad del derecho a su positividad. En Kant el derecho natural o moral, deducido a priori de la razón práctica, cobra tal predominio que el derecho amenaza con disolverse en moral: el derecho queda rebajado a un modo deficiente de moral.

Kant inserta de tal suerte el momento de incondicionalidad en los fundamentos morales del derecho, que el derecho positivo queda subsumido bajo el derecho natural racional. En este derecho, integralmente prejuzgado por el derecho natural racional, no queda espacio alguno para el aspecto instrumental de un derecho del que el legislador político ha de servirse en las tareas de dirección y planificación que le competen. Tras hundirse el baldaquino del derecho natural cristiano, quedaron como ruinas las columnas que eran una política interpretada en términos naturalistas, por un lado, y un derecho sustentado por el poder de decisión política, por otro. Kant reconstruyó el edificio destuido procediendo a una simple sustitución: el derecho natural racional, fundamentado ahora en términos de autonomía, fue el encargado de ocupar el puesto vacante que había dejado el derecho natural de tipo religioso y metafísico. Con ello, en comparación con la estructura trimembre del derecho tradicional, cambia, ciertamente, la función mediadora de la administración de justicia, que había transmitido la legitimación sacra al príncipe y a su dominación burocrática; ahora la administración de justicia queda por debajo del legislador político y se limita a administrar los programas de éste. Pero ahora los poderes del Estado, en sí diferenciados, quedan bajo la sombra de una res publica noumenon deducida de la razón, que debe encontrar en la res publica phanomenon una reproducción lo más fiel posible. La positivación del derecho, en tanto que realización de principios del derecho natural racional, queda sometida a los imperativos de la razón.

Pero si la política y el derecho pasan a desempeñar el papel subordinado de órganos ejecutores de las leyes de la razón práctica, la política pierde su competencia legisladora y el derecho su positividad. De ahí que Kant tenga que recurrir a las premisas metafísicas de su doctrina de los “dos reinos” para distinguir entre sí, de forma altamente contradictoria, legalidad y moralidad.

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sobre la idea de Estado de derecho, ¿autonomía sistémica del derecho?

Sobre la idea de Estado de derecho.-

Con la pregunta de Max Weber de cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad, implícitamente he aceptado de entrada una teoría que describe la evolución del derecho desde el punto de vista de una racionalización del derecho. Este enfoque exige un entrelazamiento nada habitual de estrategias de investigación de tipo descriptivo y de tipo normativo. La historia de la ciencia nos ofrece casis de interacción similar entre la explicación externa de un cambio de paradigma y la reconstrucción interna de aquellos problemas no resueltos que acabaron haciendo degenerar un programa de investigación que ya no lograba ofrecer más impulsos. El tránsito de la dominación tradicional a la legal es un fenómeno complejo que exige ante todo una investigación empírica en conexión con otros procesos de modernización; por otro lado, Weber interpreta las cualidades formales del derecho desde la perspectiva interna de la evolución jurídica como resultado de un proceso de racionalización.

Hasta aquí hemos seguido a Max Weber por esta vía de una reconstrucción interna, pero no de forma acrítica. Hemos visto primero que la forma del derecho moderno, aunque se la describa bajo premisas del formalismo jurídico, de ningún modo se la puede describir como “racional” en un sentido moralmente neutral. Hemos mostrado, segundo, que el cambio de forma del derecho, que se produce en el Estado social, en modo alguno tiene por qué destruir las cualidades formales del derecho, entendidas éstas en un sentido lato. Las cualidades formales pueden ser objeto de una versión más abstracta atendiendo a la relación de complementariedad entre derecho positivo y una justicia entendida en términos procedimentalistas. Pero este resultado nos ha dejado, tercero, con el problema de que criterios de una racionalidad procedimental extraordinariamente exigente emigran al medio que es el derecho. En cuanto se vuelve explícita de este modo la cuestión implícita de cómo es posible un derecho justo a la vez que funcional, que es la que subyace en casi toda la crítica jurídica desde Max Weber, plantéase la contrapregunta realista de si el sistema jurídico, en una sociedad que se torna cada vez más compleja, puede soportar una tensión hasta tal punto agudizada entre exigencias normativas y requisitos funcionales. Impónese la duda de si para un derecho que tiene que funcionar en tal entorno la autocomprensión idealista de una justificación moral a partir de principios puede consistir en otra cosa que en un puro y huero ornamento.
Muchos entienden esa cuestión como una simple escaramuza retórica, propia de una posición en retirada y, abandonando la perspectiva normativa, pasan a una perspectiva de observador articulada en términos, bien de sociología del derecho, bien de teoría económica del derecho. Pues para el boservador cociológico aquello que para los participantes es normativamente vinculante, se presenta como algo que los participantes tienen por correcto. Desde este punto de vista la fe en la legalidad pierde también su relación interna con las buenas razones. Y en todo caso pierden su significado y relevancia las estructuras de racionalidad traídas a luz con intención reconstructiva. Pero en este cambio de perspectiva metodológica los problemas normativos quedan sólo neutralizados por pura decisión. Quedan desplazados a los márgenes, pero desde ahí pueden volver a irrumpir en cualquier momento. De ahí que resulte más prometedora una reformulación funcionalista de los problemas normativos. Esos problemas no se dejan de antemano de lado, sino que se los hace desaparecer por vía de una descripción que los interpreta.
En primer lugar entraré en algunos aspectos básicos de la teoría del derecho que Luhmann articula en términos de funcionalismo sistemático y llamaré la atención sobre algunos fenómenos en los que esa estrategia de explicación labora en vano. Partiendo del resultado de que la autonomía del sistema jurídico no puede aprehenderse satisfactoriamente en conceptos de la teoría de sistemas, investigaré en una segunda parte en qué sentido el derecho moderno se diferenció, con ayuda del derecho natural racional, del complejo que en la tradición formaban la política, el derecho y la moral. Finalmente, nos ocuparemos de la cuestión de si del hundimiento del derecho natural racional surge una idea de Estado de derecho, que no se limita a enfrentarse impotente a una sociedad de elevada complejidad y aceleradod cambio estructural, sino que tiene sus raíces en esa misma sociedad.








¿autonomía sistemática del derecho?

Luhmann entiende el derecho como un sistema autopoiético y desarrolla sobre esta base una teoría de altos vuelos, utilizable también en la perspectiva de una crítica del derecho. Lo que desde la perspectiva interna de la dogmática jurídica aparece en forma de una práctica normativa de toma de decisiones, Luhmann lo explica en términos funcionalistas como resultado de procesos fácticos de mantenimiento autocontrolado de la propia consistencia por parte de un determinado subsistema social. La teoría sistemática del derecho podemos caracterizarla brevemente señalando tres de sus aspectos claves en lo que respecta a estrategia conceptual. En primer lugar, la cualidad deontológica de las normas jurídicas queda redefinida de suerte que resulta accesible a un análisis puramente funcional. A continuación esta concepción positivista del derecho es objeto de un sistema jurídico diferenciado, que funcionaría con plena autonomía. Finalmente, la legitimidad a través de la legalidad es explicada como un autoengaño estabilizador del sistema, que viene impuesto por el propio código con que opera el derecho y que el propio sistema jurídico se encarga de absorber y neutralizar.

(a) Lo primero que Luhmann hace es desnudar a las expectativas generalizadas de comportamiento de su carácter deontológico, es decir, de su carácter normativamente vinculante. Luhmann hace desaparecer el sentido ilocucionario de los preceptos (o de las prohibiciones y permisos) y, por tanto, el efecto de establecer vínculos, que tienen esos actos de habla. Pues reinterpreta en términos de teoría del aprendizaje las expectativas normativas de comportamiento convirtiéndolas en una variante de las expectativas cognitivas, de las expectativas que no descansan en títulos o autorizaciones, sino en pronósticos. Conforme a esta lectura las normas sólo pueden estabilizar expectativas e inmunizarlas contra los desegaños a costa de un déficit cognitivo. Bajo esta descripción empirista las expectativas normativas aparecen como expectativas cognitivas dogmatizadas, como expectativas cognitivas sostenidas por la voluntad de no aprender. Y como el negarse a una adaptación guiada por el aprendizaje es arriesgado, las expectativas normativas han de venir respaldadas por una autoridad especial, entre otras cosas han de venir aseguradas por institucionalización estatal y por la amenaza de sanciones, con otras palabras: han de ser transformadas en derecho. Cuanto más complejas se tornan las sociedades, tanto mayor es también la presión que se ejerce sobre el sistema jurídico para que se someta a cambios. Ha de adaptarse de forma acelerada a los cambios del entorno.
(b) Y así, en el siguiente paso Luhmann describe el derecho positivo como una inteligente combinación de no disponibilidad al aprendizaje, es decir, de negativa a aprender -en el sentido de una normatividad reinterpretada en términos empiristas- y de capacidad de aprendizaje. Esta capacidad la adquiere el derecho mediante diferenciación, en la medida en que, por una parte, se desliga de las normas morales extrañas al derecho o de las normas morales fundamentadas en términos de derecho natural y, por otra parte, se vuelve independiente de la política, es decir, de las instancias legislativas y de la Administración. Pues es entonces cuando se establece como un sistema funcionalmente especificado, que opera en términos autorreferenciales, que elabora informaciones externas ateniéndose solamente a su propio código y que se reproduce a sí mismo junto a otros subsistemas sociales. Este tipo de autonomía sistemática el sistema jurídico la paga, empero, con esa paradoja e la que también adolecía ya la “regla de reconocimiento” de Hart: lo que visto desde fuera es un hecho social, o una propiedad emergente o una práctica a la que se está habituado, y en todo caso algo que se presenta de forma contingente, ha de poder ser aceptado desde dentro como un convincente criterio de validez. En ello no hace sino reflejarse la paradoja inscrita en los propios fundamentos de validez del derecho positivo: si la función del derecho consiste en estabilizar expectativas de comportamiento normativamente generalizadas, ¿cómo puede ser cumplida todavía esta función por un derecho cambiable a voluntad que sólo es válido en virtud de la decisión de un legislador político? También Luhmann se ve obligado a dar respuesta a la cuestión de cómo es posible la legitimidad por medio de la legalidad.

© Un sistema jurídico diferenciado no puede romper esa circularidad con que se presenta el código jurídico al volverse autónomo, a saber, la circularidad que consiste en que sólo puede considerarse derecho aquello que ha sido establecido como derecho mediante los procedimientos jurídicamente estatuidos, recurriendo para romperla a razones legitimantes de tipo extrajurídico. Si el derecho, aun con independencia del hecho de que en tanto que derecho positivo sólo es válido mientras no sea revocado, ha de ser aceptado como válido, ha de poder al menos mantener la ficción de ser un derecho justo o correcto, y ello tanto entre los destinatarios del derecho, que tienen la obligación de obedecerlo, como también entre los expertos que administran el derecho sin cinismo.

En este punto Luhmann da a la legitimación mediante procedimiento una interesante interpretación. Los procedimientos institucionalizados de aplicación del derecho vigente están ahí, en lo que a los destinatarios cocierne, para domesticar la disponibilidad al conflicto de los clientes en inferioridad de condiciones, absorbiendo desengaños. En el curso de un proceso las posiciones quedan hasta tal punto especificadas en orden al resultado abierto, los temas de conflicto quedan hasta tal punto despojados de las relevancias de que están revestidos en el mundo de la vida y reducidos de tal suerte a pretensiones puramente sujetivas, “que el obstinado queda aislado como individuo y despolitizado”. No se trata, pues, de generación de consenso, sino sólo de que surja la apariencia externa (o la probabilidad de la suposición) de una aceptación general. Consideradas las cosas desde un punto de vista de psicología social, el verse implicado en procedimientos jurídicos tiene algo que desarma a uno, pues tal implicación fomenta la impresión de que aquellos a quienes ha ido mal “no pueden apelar a un consenso institucionalizado, sino que deben aprender”.

Pero, naturalmente, esta explicación sólo puede ser válida para los legos, pero no para los expertos en derecho que, en tanto que jueces, abogados o fiscales, administran el derecho. Los juristas que elaboran los casos y que, para hacerlo, se orientan cada vez más por las consecuencias, conocen el espacio de discrecionalidad de que disponen y saben que los pronósticos son inseguros y los principios multívocos. Pero si, a pesar de ello, este empleo, digamos, oficial del derecho no ha de destruir la legitimidad del derecho, los procedimientos jurídicos han de ser interpretados por parte de los iniciados de forma distinta que por parte de los clientes, a saber, como la institucionalización de deberes de fundamentación y de cargas de argumentación. Los argumentos están para que los juristas, en tanto que implicados en el procedimiento, puedan entregarse a la ilusión de no estar decidiendo a voluntad y conforme al propio arbitrio: “Todo argumento disminuye el valor de sorpresa de los argumentos que le siguen y, en último término, el valor de sorpresa de las decisiones”. Desde puntos de vista funcionalistas una argumentación puede, desde luego, describirse también así; pero Luhmann tiene por suficiente la descripción que da porque no atribuye a las razones una fuerza racionalmente motivadora. Pues conforme a su concepción no hay ningún buen argumento en favor de que los malos argumentos son malos argumentos; por fortuna, mediante la argumentación surge, empero, la apariencia “de que fuesen las razones las que justificasen las decisiones y no (la necesidad de tomar) decisiones las razones”.

Bajo estas tres premisas el cambio de forma del derecho, que ha venido diagnosticándose desde Max eber, puede entonces interpretarse como consecuencia de un proceso de diferenciación lograda del sistema jurídico. Las operaciones de adaptación que una sociedad que se vuelve cada vez más compleja exige del sistema jurídico, imponen pasar a un estilo cognitivo, es decir, a una práctica de toma de decisiones, sensible al contexto, dispuesta a aprender y flexible. Sin embargo, este desplazamiento del centro de gravedad desde las tareas específicas de un aseguramiento normativo de expectativas generalizadas de comportamiento a tareas de control o regulación sistemática no puede ir tan lejos que se vea amenazada la identidad del derecho mismo. Estaríamos ante tal caso límite si, por ejemplo, el sistema jurídico, mostrándose demasiado dispuesto a aprender, sustituyese la autocomprensión que le suministra la dogmática jurídica, por un análisis sistémico tomado desde fuera. Por ejemplo, la internalización del tipo de descripción que desde fuera hace Luhamnn, conduciría a una disolución cínica de la conciencia normativa entre los expertos en derecho y pondría en peligro la autonomía del código que el derecho representa.

El concepto de autonomía sistémica del derecho tiene también un valor crítico. Luhmann, al igual que Max Weber, ve en las tendencias a la desformalización del derecho el peligro de una mediatización del derecho por la política; pero Luhmann tiene que percibir es “sobrepolitización” como el peligro de una desdiferenciación que se produce cuando el formalismo del derecho cede a cálculos de poder y de utilidad y finalmente queda engullido por esos cálculos. La autonomía del sistema jurídico coincide con la capacidad de éste de controlarse y regularse a sí mismo en términos reflexivos y deslindarse de la política y de la moral. Por esta vía Luhmann se ve devuelto a la cuestión de Max Weber de la racionalidad del derecho, cuestión que Luhmann creía haber dejado ya tras de sí. Pues para definir, por lo menos analíticamente, la autonomía del sistema jurídico, Luhmann tiene que señalar el principio estructurador que, por ejemplo, distingue específicamente el derecho del poder o del dinero. Luhmann necesita un equivalente de la racionalidad inmanente a la forma jurídica. Primero, con Weber y Forsthoff había considerado la forma de las leyes abstractas y generales, es decir, los programas jurídicos condicionales, como elemento constitutivo del derecho en general. Pero mientras tanto tampoco Luhmann puede dejar ya de lado como simples desviaciones el derecho material y el derecho reflexivo. De ahí que Luhmann haya introducido una tajante distinción entre el código jurídico o código con que opera el derecho y los programas jurídicos, de suerte que la autonomía del sistema jurídico sólo dependería del mantenimiento de un código jurídico diferenciado. Pero acerca de este código sólo se nos dice que permite la distinción binaria entre derecho y no-derecho entre el “justo” y el “injusto” jurídicos. Pero de esta forma tautológica no pueden obtenerse determinaciones formaless más detalladas. NO es casual que Luhmann llene el espacio en que habría de explicarse la unidad del código, con un signo de interrogación. En ello yo veo algo distinto que sólo el desideratum de una explicación conceptual de la que, por el momento, no se dispone.

Pues Luhmann ya no puede entender como racinalidad las determinaciones formales de ese derecho que se ha vuelto autónomo, una vez que sólo concede ya a las argumentaciones jurídicas el papel de una autoilusión funcionalmente necesaria, suscitada mediante el aparato fabricado por la dogmática jurídica. Es incluso una condición necesaria de la autonomía del sistema jurídico el que estas argumentaciones permanezcan referidas a los casos particulares y concretos; pues no deben autonomizarse en términos de filosofía del derecho convirtiéndose en una tematización de los inevitablemente paradójicos fundamentos de validez del derecho positivo. Pues las argumentaciones jurídicas sólo pueden resultar funcionales mientras mantengan esa paradoja lejos de la conciencia del “uso oficial el derecho”. Esas argumentaciones no deben dar paso a reflexiones seobre fundamentos. El código no debe ser analizado simultáneamente desde dentro y desde fuera; tiene que permanecer aproblemático. Pero a lo que en realidad estamos asistiendo es precisamente a lo contrario. El debate sobre juridificación muestra que la desformalización del derecho provoca discusiones que acaban en una crítica del derecho, suscitando una problematización del derecho mismo, que se extiende a todo el espectro de cuestiones posibles sobre él.

También en Estados Unidos, con el movimiento de los Critical Legal Studies, ha irrumpido desde el centro de la dogmática jurídica misma una discusión que pone bajo la lupa la comprensión formalista del derecho y la desmonta sin misericordia

La crítica, desarrollada aquí en términos de casuísitica, queda resumida en la tesis e la indeterminación del derecho. Esa tesis no dice que el resultado de los procesos judiciales sea sin más ineterminado. Todo práctico experimentado es capaz de hacer pronósticos con una alta probabiidad de acierto. Indeterminado es el resultado de los procesos judiciales sólo en el sentido de que no puede predecirse en virtud de suspuestos jurídicos unívocos. No es el texto de la ley el que determina la sentencia. Antes en el ámbito de decisión del juez, a éste le vienen adelantados y sugeridos los argumentos; a través de supuestos básicos de fondo, sobre los que no se reflexiona, y de prejuicios sociales que se condensan en ideologías profesionales, se imponen más bien como buenas razones intereses no confesados.

Este tipo de crítica, habida cuenta de las ásperas reacciones que provoca, para lo que parece hecha es para conmover la conciencia normativa de los juristas. Pero contra el análisis sistemático de Luhmann y también contra la autocomprensión del movimiento de los Critical Legal Studies hay que insistir en que esta clase de autorreflexión “disfuncional” del sistema jurídico sólo puede desarrollarse desde el interior de la propia práctica de la argumentación jurídica precisamente porque ésta trabaja con susposiciones de racionalidad a las que se puede tomar la palabra y volverlas contra las propias prácticas vigentes. Manifiestamente, junto con las cargas argumentativas u obligaciones argumentativas que los procedimientos distribuyen queda institucionalizado también un aguijón autocrítico que es capaz también de horadar y romper ese autoengaño o esa autoilusión que Luhmann eleva falsamente a necesidad sistémica.

Ciertamente, la amplia bibliografía acerca de la indeterminación de la práctica de las decisiones de los tribunales contradice a esa sabiduría convencional a la que, por ejemplo, apela M. Kriele contra la lectura funcionalista que Luhmann hace de la argumentación jurídica: “Luhmann parece desconocer la razón fundamental de la función legítimamente de los procedimientos: …esos procedimientos aumentan la probabiidad de que se hagan valer todos los puntos de vista relevantes y de que se discuta detalladamente el orden de prioridades temporales y objetivas que se establecen; y acrecientan, por tanto, la oportunidad de que la decisión venga justificada racionalmente. La institucionalización duradera de procedimientos aumenta la probabilidad de que las decisiones del poder estatal estuviesen también justificadas en el pasado y de que lo estén en el futuro...”. Pero esta sabiduría es también convencional en un sentido distinto; expresa las susposiciones de racionalidad que, en tanto que presuposiciones contrafácticas, sólo pueden ser eficaces en la medida en que actúen de estándares a los que pueda apelar la crítica y la autocrítica de los participantes. Estas suposiciones de racionalidad perderían su significado operativo en el instante en que fuesen suprimidas como criterios.

Contra la teoría de Luhmann habla no solamente el hecho de ese tipo de crítica que desde la aparición de las escuelas realistas se viene ejerciendo una y otra vez. También los resultados de esa crítica muestran que eso de la autonomía del derecho no las tiene todas consigo. Pues la autonomía del sistema jurídico no puede quedar sólo garantizada porque todos los argumentos de procedencia extrajurídica queden conectados con los textos legales y revestidos del lenguaje del derecho positivo. Esto es exactamente lo que afirma Luhmann: “El sistema jurídico cobra su clausura o completud operativa porque tiene como código la diferencia entre “justo” e “injusto” jurídicos y ningún otro sistema opera con este código. Mediante este código bivalente (“justo”/”injusto”) se genera la seguridad de que, cuando se está en lo “justo” se esta en lo “justo” y no en lo “injusto”. La crítica inmanente a las concepciones del positivismo jurídico, tal como esa crítica se ha venido haciendo desde Fuller hasta Dworkin contra Austin, Kelsen y Hart, permite ver que la aplicación del derecho, y ello de forma cada vez más explícita, no tiene más remedio que recurrir a consideraciones concernientes a objetivos políticos, así coo a fundamentaciones morales y a la ponderación de principios. Pero esto, en conceptos de Luhmann, significa que en el código con que opera el derecho penetran contenidos provenientes de los códigos con que opera la moral y con que opera el poder; por tanto, el sistema jurídico no es un sistema “cerrado”.

Además, la autorreferencialidad lingüística del sistema jurídico, asegurada por el código con que opera el derecho, no puede excluir que se impongan estructuras latentes de poder, sea a través de los programas jurídicos que el legislador político dicta, sea en forma de argumentos que los jueces dan de antemano por obvios, a través de los cuales penetran en la administración de justicia intereses jurídicamente espurios.

Manifiestamente el concepto de autonomía sistémica, aun en caso de que tenga una referencia empírica, no atina con la intuición normatica que vinculamos con la idea de “autonomía del derecho”. La práctica de las decisiones judiciales sólo la consideramos independiente en la medida en que primero los programas jurídicos del legislador no vulneren el núcleo moral del formalismo jurídico; y en la medida en que, segundo, las consideraciones de tipo político y de tipo moral que inevitablemente penetran en la administración de justicia estén fundamentadas y no se impongan simplemente como racionalización de intereses jurídicamente espurios. Mas Weber tenía ya razón: sólo la cuidadosa preocupación por la racionalidad inmanente al derecho mismo puede asegurar la independencia del sistema jurídico. Pero porque el derecho guarda una relación interna con la política, por un lado, y con la moral, por otro, la racionalidad del derecho no puede ser sólo asunto del derecho.


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