miércoles, 29 de septiembre de 2010

la crisis dentro de la crisis, por Alain Touraine

TRIBUNA: ALAIN TOURAINE
La crisis dentro de la crisis
Si no encontramos palabras que rompan el silencio y acciones que nos saquen de la parálisis, la crisis será el destino de Occidente. La pasividad y la resignación no son solo consecuencias, sino causas profundas
ALAIN TOURAINE 26/09/2010

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No somos economistas, pero intentamos comprender. Vemos una sucesión de crisis -financiera, presupuestaria, económica, política...-, definidas todas ellas por la incapacidad de los Gobiernos para proponer otras medidas que no sean esas denominadas "de austeridad". Hay, finalmente, una crisis cultural: la incapacidad para definir un nuevo modelo de desarrollo y crecimiento. Cuando sumamos todas estas crisis, que duran ya cuatro años, nos vemos obligados a preguntarnos: ¿existen soluciones o vamos ineluctablemente hacia el precipicio, sobre todo respecto a países como China o Brasil?

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El capitalismo es incapaz de autorregularse y el movimiento obrero está muy debilitado

Existen ideas y existen fuerzas. Ahí están la ecología, el feminismo y el respeto a las minorías

Ni los economistas ni los Gobiernos a los que aconsejan han logrado otra cosa que ralentizar la caída. Consideremos, pues, tres crisis: la financiera, la política y la cultural.

2009. La financiera es la que mejor conocemos en su desarrollo, incluida su preparación, a partir de los años noventa, mediante crisis sectoriales o regionales y "burbujas" como la de Internet, o, más tarde, escándalos como el de Enron. Todo esto, junto con el caso Madoff y, sobre todo, el hundimiento del sistema bancario en Londres y Nueva York, en 2008, nos colocó al borde de una situación excepcionalmente grave. Entonces descubrimos la existencia de un segundo sistema financiero que obtiene beneficios de miles de millones de dólares para los directivos de los hedge funds y también para los grandes bancos y sus traders más hábiles. Este segundo sistema financiero no tiene ninguna función económica y solo sirve para permitir que el dinero produzca más dinero. ¿Por qué no hablar aquí de especulación?

Estupor. Después de tantos años de fe en el progreso, de resultados económicos muy positivos y de una multiplicidad sin precedentes de nuevas tecnologías, la economía occidental revela una búsqueda del beneficio a toda costa, una pulsión de latrocinio y corrupción. Gracias al presidente Obama y a los grandes países europeos, se evitó la catástrofe. Pero, desde entonces, la situación no se ha enderezado. Ha sido en Reino Unido donde la catástrofe ha tenido los efectos más destructivos; por eso es también en ese país donde el nuevo Gobierno puede imponer a unos bancos de facto nacionalizados las medidas de control más fuertes.

La izquierda ha perdido el poder en Reino Unido y ha pasado a ser minoritaria en una España abrumada por las consecuencias de la crisis. España había decidido apostar su futuro económico a las cartas del turismo y la construcción, y ha sufrido un choque violento. Su tasa de paro subió hasta el 20% y los españoles le han retirado su confianza a Zapatero, aunque su rechazo hacia el PP de Rajoy es aún más fuerte. Es el ejemplo extremo de una crisis que, como en los demás lugares, no genera propuestas económicas ni sociales nuevas.

Tras la catástrofe de 1929, los estadounidenses llevaron al poder a Franklin D. Roosevelt, que lanzó su new deal. En 1936, Francia recuperó su retraso social con las leyes del Frente Popular. Hoy, silencio, vacío, nada. Los países occidentales no parecen capaces de intervenir sobre su economía. Los economistas responden a menudo que estas críticas no llevan a ningún lado y que las Casandras no hacen sino agravar las cosas. Es falso: Casandra tiene razón, nadie propone una solución.

2010. Las crisis se amplían y se hacen más profundas. En Europa, de forma más visible, pero también en Estados Unidos. El hundimiento de Grecia, evitado en el último momento y después de perder mucho tiempo, ha revelado que la mayoría de los países europeos, incluidos algunos del Este, como Hungría, estaban en plena caída. Su déficit presupuestario resta cualquier realidad al pacto que quería limitarlo al 3% del presupuesto del Estado. La deuda pública se dispara y sabemos que la situación actual implica una reducción del nivel de vida de las próximas generaciones. Ya ni siquiera se habla de "política de recuperación", sino de "rigor" y "austeridad", lo que conduce a muchos Gobiernos a reducir los gastos sociales. Esto se puede ver en Francia, cuyo Gobierno quiere una reforma de las pensiones. El retroceso del trabajo con respecto al capital en el reparto del producto nacional aumenta y acrecienta las desigualdades sociales.

De nuevo, se trata de una crisis política. La ausencia de movilización popular, de grandes debates, incluso de conciencia de lo que está en juego, todo ello revela una impotencia cuya única ventaja es que nos mantiene alejados de efectos, como la llegada de Hitler al poder, de la crisis de 1929. Pero este vacío aparece cada vez más como la causa profunda de la crisis que como su consecuencia. Ante la implosión del capitalismo financiero, los países occidentales son incapaces de enderezar, e incluso de analizar, la situación. Las poblaciones sufren, pero lo que ocurre en la economía permanece al margen de su experiencia vital. La globalización de la economía ha roto los lazos entre economía y sociedades, y las políticas nacionales han perdido casi cualquier sentido. Hasta los movimientos de opinión más originales, como Move on y Viola, se sitúan en un plano más moral que económico y social. La nave de los locos occidentales se hunde en las crisis mundiales, pero la extrema derecha de los tea parties estadounidenses solo quiere la piel de Obama, acusado de ser musulmán, mientras que la extrema izquierda italiana quiere antes que nada la piel de Berlusconi, que merece ciertamente una condena que la oposición de izquierda no es capaz de obtener proponiendo otro programa.

¿Y qué viene después de 2010? Seguimos subestimando la gravedad y el sentido del silencio general. Hay que cambiar de escala temporal para comprender unos fenómenos cuyo aspecto más extraordinario es que nadie parece ser consciente de ellos.

Hay que interrogarse sobre Occidente. Desde mediados de la Edad Media, Occidente creó un modelo diferente a todos los demás, y lo hizo concentrando todos los recursos, conocimientos, poder, dinero e incluso apoyo de la religión en manos de una élite triunfante. Así creó monarquías absolutas poderosas y, luego, el gran capitalismo. Pero al precio de la explotación de todas las categorías de la población, desde los súbditos del rey hasta los asalariados de las empresas, y desde los colonizados hasta las mujeres. Este modelo occidental se basó también en las luchas entre Estados, que terminaron transformándose en guerras mundiales y totalitarismos que ensangrentaron Europa. En el plano social, la evolución fue inversa. Poco a poco, los que estaban dominados se fueron liberando a fuerza de revoluciones políticas y movimientos sociales. Y los países de Occidente conocieron algunas décadas de mejoría de la vida material, de grandes reformas sociales y de una extraordinaria abundancia de ideas y obras de arte. Pero fue un verano corto y Europa se encontró sin proyectos, sin capacidad de movilización y, sobre todo, incapaz de elaborar un nuevo modo de modernización opuesto al que dio forma a su poder, y que no puede reposar sino en la reconstrucción y la reunificación de sociedades polarizadas durante tanto tiempo.

El gran capitalismo acaba de mostrar de nuevo su incapacidad de autorregularse, y el movimiento obrero está muy debilitado. Ya no hay pensamiento en las derechas en el poder. La única gran tendencia de la derecha es la xenofobia; la única gran tendencia de la izquierda es la búsqueda de una vida de consumo sin contratiempos.

No nos dejemos arrastrar a una renuncia general a la acción. Existen fuerzas capaces de enderezar la situación. En el plano económico, la ecología política denuncia nuestra tendencia al suicidio colectivo y nos propone el retorno a los grandes equilibrios entre la naturaleza y la cultura. En el plano social y cultural, el mundo feminista se opone a las contradicciones mortales de un mundo que sigue dominado por los hombres. En el terreno político, la idea novedosa es, más allá del gobierno de la mayoría, la del respeto de las minorías.

Ni nos faltan ideas ni somos incapaces de aplicarlas. Pero estamos atrapados en la trampa de las crisis. ¿Cómo hablar de futuro cuando el suelo se abre a nuestros pies?

Pero nuestra impotencia económica, política y cultural no es consecuencia de la crisis, es su causa general. Y si no tomamos conciencia de esta realidad y si no encontramos las palabras que rompan el silencio, la crisis se profundizará aún más y Occidente perderá sus ventajas. Entonces será demasiado tarde para intentar atenuar una crisis que ya se habrá convertido en destino.

Alain Touraine es sociólogo. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

sábado, 25 de septiembre de 2010

las premisas cuasiaxiomáticas de la fundamentación y un compromiso ético


las premisas cuasi-axiomáticas de la argumentación analítica estándard, la negación cientificista


De estas observaciones acerca del “racionalismo crítico” de Popper, volvemos a nuestro planteamiento general: ¿Puede ponerse en tela de juicio la negación cientificista-logicista de la posibilidad de una fundamentación última de las normas éticas (tal como se expresa en las premisas cuasi-axiomáticas de la argumentación analítica estándard que aquí han sido expuestas)? ¿Existe una posibilidad de demostrar que no es posible sostener una o varias de a tres premisas presentadas?

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Me parece que las tres siguientes premisas pueden ser identificadas como presupuestos cuasi-axiomáticos reciprócamente independientes desde el punto de vista lógico, de la meta-ética (lingüístico-) analítica y, con ello, de la elaboración de la situación de la argumentación en el campo de la ética que actualmente tiene más significación en Occidente:



  1. Exclusivamente a partir de hechos (a partir de proposiciones descriptivas sobre lo que es) no es posible derivar ninguna norma (ninguna proposición prescriptiva sobre lo que debe ser). Todo intento de ignorar esta intelección que se remonta a D. Hume conduce a una “naturalistic fallacy” (una falacia naturalista).



  2. Objetiva, es decir, intersubjetivamente válidas pueden sólo ser:
    a) Constataciones empíricas, valorativamente neutras de la ciencia, que pueden ser formuladas en juicios fácticos examinables y discutibles (de la forma “Es el caso que...”);
    b) inferencias lógicas (por ejemplo, aquellas a través de las cuales se posibilita una transferencia de verdad de juicios fácticos elementales a juicios normativos -”deónticos”- a juicios normativos más complejos).



  3. La fundamentación fiosófica de la validez tiene que ser (ella misma) equiparada a la deducción lógica de proposiciones a partir de proposiciones (tal como puede ser reflejada y controlada en un lenguaje formalizado, es decir, en un cálculo proposicional semánticamente interpretado).
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Con respecto a la primera premisa -el principio de Hume y la crítica de G.E. Moore a la “naturalistic fallacy”- creo que esta posibilidad no es digna de ser tomada en cuenta.
(Al respecto mi polémica con J. R. Searle en “Sprechkttheorie und Begründung ethischer Normen”).


Más arriba he tratado de mostrar que una re-interpretación dialéctica del hiatus lógico entre ser y deber ser no eliminaría su importancia práctica: Quien tenga que actuar y pregunte “¿Qué debo hacer?” o “¿De acuerdo con cuáles criterios debo orientar mis decisiones?” no puede inferir una orientación suficiente para la determinación autónoma de su voluntad ni a partir del ser en el sentido humeano de los hechos existentes, ni a partir de una concepción especulativa de la automediación dialéctica total del ser para el ser en y por sí, ni tampoco a partir de una objetivación dialéctico-científica del progreso necesario de la historia. Además, hay que observar que la reinterpretación dialéctica del hiatus entre el ser y el deber ser no conduce a una negación de la tesis de la no derivabilidad lógico-formal de las normas a partir de los hechos, sino que más bien se apoya en una concepción básicamente distinta de la relación ontológica entre el ser y el deber ser, que incluye una reinterpretación del sentido conceptual que ambos relata.

Supongo que una concepción adecuada -es decir, no especulativa-anticipativa y tampoco cientificista-objetivista de la mediación dialéctica de teoría de la historia y continuación de la historia a través de la praxis subjetiva no es otra cosa que una concepción-marco heurísticamente valiosa para la detallada constatación y vinculación de las normas con condiciones situacionales empíricas de su aplicabilidad bajo el presupuesto de la norma básica, es decir, de la estrategia básica de una ética de la responsabilidad.
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(Hasta el propio Thomas Hobbes, quien quería referir la validez de las normas jurídicas en última instancia a la libre decisión y a la en ella expresada “recta ratio” estratégica de quienes por razones prudenciales celebraban el contrato social, se vio obligado a recurrir a las “leyes naturales” (“natural laws”) en el sentido de que hay que cumplir las promesas y los contratos (Leviathan, 15). Cuán poco estas condiciones normativas de la posibilidad de convenciones y acuerdos válidos pueden ellas mismas ser referidas a convenciones o decisiones en el sentido de a “recta ratio” estratégica puede verse claramente si se piensa que la pura consideración prudencial puede sugerir en cualquier momento la conveniencia de dispensarse, al menos transitoriamente, del cumpliiento de los tratados firmados o de las promesas dadas, no obstante su aceptación por razones de principio. Por lo tanto, el que esto no deba ser constituye una norma -al igual que la prohibición de firmar un contrato como un acuerdo de las partes a costa de los afectados- que remite a una dimensión de la necesaria fundamentación de las normas, que no ha sido reflexionada por el convencionalismo liberal.)

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¿Qué pasa con la sostenibilidad de la segunda de las premisas que hemos presentado, de la equiparación restrictiva de validez intersubjetiva con la objetividad valorativamente neutra de a constatación científica de hechos y de inferencias lógicas?

En contra de esta premisa estándard del positivismo-cientificista, se puede argumentar, dentro de determinados límites, en una alianza estratégica con el “racionalismo crítico” de Popper. Este sentido, habría por lo pronto que limitar el discurso de la validez intersubjetiva de la constatación científica de hechos, en el sentido del falibilismo, es decir, que se refiere a una posibilidad que nunca puede realizarse definitivamente y en la que uno tiene que creer como científico. En la medida en que la fe que aquí se exige incluya, según Popper -como ya también según C. S. Peirce-, un compormiso ético-normativo, puede sostenerse -siempre en concordancia objetiva con la posición de Popper- que la posibilidad de una objetividad científica valorativamente neutra no excluye la validez intersubjetiva de las normas éticas -como se supone en el positivismo cientificista- sino que más bien la prespupone.

Esta constatación tiene ya consecuencias que, por lo menos hasta ahora, no han sido explicitamente aceptadas por los popperianos: por ejemplo, que la suposición de la posibilidad de validez intersubjetiva de una ciencia valorativamente neutra (es decir, la ciencia natural y la ciencia social cuasi-nomológica practicada de acuerdo con el modelo de aquella) ya presupone que se considera posible una reconstrucción normativamente comprometida del porgreso interno de la ciencia; pero esto significa: “ciencia del espíritu” histórico-hermenéutica, no neutra al valor. En realidad, no tiene sentido propiciar la neutralidad valorativa de la ciencia empírica en nombre del ideal de objetividad sin presuponer que la objetividad debe alcanzarse a través del proceso del conocimiento científico, de donde resulta a su vez, por lo menos con respecto al proceso de progreso interno de la ciencia, la posibilidad y la tarea de una ciencia de la historia no empírica-explicativa (es decir, que explique hechos a partir de leyes o regularidades) sino empírica y normativamente reconstructiva (es decir, comprendiendo a posteriori buenas y malas razones y en esta medida “hermenéutica”).

(Este argumento en contra del concepto cientificista de una ciencia unitaria orientada nomológicamente y valorativamente neutra puede ser esgrimido ya ocntra Max Weber, en la actualidad -no obstante toda la resistencia sicológicamente comprensible en contra del abandono expreso del durante tanto tiempo defendido concepto de la unidad metodológica- ello debería ser reconocido por los popperianos en su propio interés por ejemplo en la polémica con la primariamente externalista-relativista teoría de la ciencia de Thomas Kuhn).


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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 127-137

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El bloqueo cientificista de la ética normativa puede en verdad ser quebrado





Naturalmente, los argumentos presentados hasta ahora en contra del positivismo-cientificista concuerdan con las consecuencias de la posición popperiana sólo en la medida en que el presupuesto de una ética normativa por parte de una ciencia valorativamente neutra (como condición de la posibilidad de su pretensión de validez intersubjetiva) que aquí hemos sostenido, fuera interpretado por Popper como primado de una decisión última ética pre-racional frente a todas las posibles pretensiones de fundamentación última de la validez intersubjetiva de pretensiones teóricas de la razón.

Por lo tanto, el resumen del cuestionamiento de la segunda premisa se presenta ante todo de la siguiente manera: El bloqueo cientificista de la ética normativa puede en verdad ser quebrado (hasta en alianza con el “racionalismo crítico” de Popper); pues puede demostrarse que, conjuntamente con el cuestionamiento de la validez de las normas éticas, se derrumba también el cientificismo qua absolutización de la objetividad valorativamente neutra; pero este resultado no permite todavía salir del sistema de complementariedad ideológico sino que, según parece, conduce nuevamente sólo al cambio del cintificismo en el decisionismo existencialista: La validez de la ciencia y de la ética depende -así parece ahora- en última instancia de nuestra decisión de voluntad pre-racional.

Efectivamente, la argumentación precedente sólo consigue conferir obligatoriedad a la siguiente conclusión: Si queremos ciencia -más exactamente: si queremos ciencia -más exactamente: si queremos considerar como posible la validez intersubjetiva de los resultados científicos, que ha de obtenerse in the long run- entonces consecuentemente tenemos que considerar posible, al mismo tiempo, la validez intersubjetiva de una ética que ya está presupuesta en la comunidad de los científicos.

Pero entonces queda por responder la pregunta de si y, en caso afirmativo, en virtud de qué razones debemos querer la ciencia, es decir, considerar posible su posible validez intersubjetiva y la de la ética presupuesta. Si no se da respuesta a esta pregunta, entonces automáticamente todas las normas dela ética ya presupuestas por la ciencia se transforman en “imperativos hipotéticos” en el sentido de Kant; de esta manera se concede que todavía no se ha logrado ninguna fundamentación última de las normas éticas. Se puede intentar ahora fundamentar racionalmente el comprometimiento ético por la ciencia como exigencia de la razón práctica en el sentido de una ética de la responsabilidad. Pero, aun cuando esto se lograra, se plantearía por último la pregunta radical de saber por qué se debe ser racional y responsable. Y, según Popper, esta última pregunta puede ser respondida sólo a través de un “act of faith”, es decir, de una decisión pre-racional y justamente en esta medida, moral.

Si planteamos ahora la cuestión de por qué desde el comienzo ha de estar condenada al fracaso también la fundamentación racional de la opción por la razón crítica, entonces la respuesta -no sólo de los popperianos sino de todos los filósofos que se orientan por el paradigma de la semántica lógica- reza de la siguiente manera: Una fundamentación racional de la opción por la “ratio” no es posible porque manifiestamente una tal fundamentación tendría ya que presuponer lo que hay que fudamentar, es decir, la “ratio”, o sea, sería un razonamiento circular, una petitio principii.

En este lugar se ve claramente que el intento de una fundamentación última de la ética depende para su éxito del cuestionamiento de la tercera premisa de la actual argumentación estándard: la equiparación restrictiva de fundamentación filosófica con la deducción lógica de proposiciones, tal como puede ser reflejada y controlada en el cálculo de enunciados semánticamente interpretado. Pues, en mi opinión, no es difícil comprender que si a través de esta tercera preisa está adecuadamente explicitado el concepto de fundamentación última filosófica, no existe entonces ninguna posibilidad de fundamentación última sino sólo el “trilema de Münchhausen” de a fundamentación última, tal como lo formulara Albert.

Pero, ¿cómo ha de ser concebible un concepto de fundamentación última filosófica que no sea idéntico con el de la deducción lógica? ¿No conduce esta concepción desde el primer momento a la exigencia exagerada de no respetar los criterios de la lógica y con ello también la “ratio” y, de esa manera, a poner en lugar del decisionismo abiertamente confesado un oculto irracionalismo, es decir, un “oscurantismo”? Me parece que estas objeciones serían sostenibles si desde el primer momento fuera claro que una argumentación de fundamentación última que no sea idéntica con la deducción lógica en el sentido indicado, tiene que no respetar los criterios de la lógica formal y entrar en conflicto con ella. Sin embargo, creo que éste no tiene por qué ser el caso.

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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Pág. 138-140















falibilismo y teoría consensual

Desde la mutua correspondencia entre falibilismo y teoría consensual






No sólo desde la perspectiva popperiana del falibilismo sino también, precisamente, desde la perspectiva peirceana de la mutua correspondencia entre falibilismo y teoría consensual parece formularse la siguiente objeción contra la idea de una fundamentación última: el falibilismo y la teoría consensual presuponen que la teoría del conocimiento no puede recurrir a la evidencia privada de la conciencia como instancia última y autárquica de la certeza.


En lugar de este supuesto habría que asumir, según parece, la siguiente posición básica: el conocimiento con pretensión de validez es a priori público, es decir, impregnado de lenguaje y, potencialmente, de teoría, por lo que siempre es criticable y por principio falible.


De aquí es de donde parece resultar, necesariamente, el punto de vista del falibilismo ilimitado -y, por eso, también aplicable a sí mismo- en tanto que “falibilismo consecuente” (tal punto de vista excluye, obviamente, algo como la fundamentación última).


Teniendo en cuenta la reiteración de la exigencia de fundamentación y la prohibición de cometer petitio principii, la fundamentación última sólo sería posible -según parece- si se pudiera recurrir a la evidencia privada no criticable.


Esta es, de hecho, la posición del “racionalismo pancrítico”, según la representan entre otros William Warren Bartley III, Hans Albert y Gerard Radnitzky, como radicalización del criticismo de Popper.


Consideremos, en primer lugar, esta posición como objeción en contra de la posibilidad de una fundamentación filosófica última.


En primer lugar, quisiera afirmar que acepto expresamente los siguientes presupuestos de la posición que se ha esbozado:


No es aceptable el recurso a la evidencia privada de conocimiento. De hecho, cualquier tipo de conocimiento es público a priori y esto significa que está impregnado lingüísticamente y que es, en principio, criticable. Para mí, esto último quiere decir solamente que puede y debe ser expuesto a la crítica, pero no que sea falible en principio. Esto hay que indicarlo en primer lugar (también aquí), si es que todo debe exponerse a la crítica. El concepto de “criticable” parece ser, pues, ambiguo.


Para mí, es ambiguo también hablar de la imposibilidad del recurso a la evidencia. Ciertamente no hay, como se indicó antes, una evidencia privada de conocimiento, pues el conocimiento con pretensión de validez presupone ya siempre interpretación lingüística; pero sí hay, como ya intenté mostrar, evidencia como criterio objetivo de verdad no reducible al mero sentimiento de evidencia, en el sentido de la primeridad y segundidad peirceanas: criterio que, por lo demás, no es suficiente porque aún le falta la categoría constitutiva del conocimiento que es la terceridad. Así pues, en mi opinión hay una evidencia que, con mayor o menor peso, entra a formar parte de la formación de consenso sobre la validez intersubjetiva.


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Ibid, pág. 111 y sig.





el “deus maligno” que siempre nos engaña y la crítica del sentido




Puedo resumir del siguiente modo las consideraciones previas acerca del conjunto de las presuposiciones de fondo de la pragmática trascendental y del racionalismo crítico y sus límites: dado que el hombre es falible -incluso el Papa- se deduce que la pragmática trascendental también lo es, por lo demás con una limitación: si es posible enunciar la comprensión de la falibilidad, entonces es necesario presuponer metódicamente al argumentar que puede ser excluido el error en sentido psicológico (como en el caso de una equivocación). Sólo bajo este presupuesto idealizador se puede comprender que -en el supuesto de que “fundamentar” signifique tanto como “derivar de otra cosa”- el “trilema de Münchhausen”, deducido por H. Albert, se infiere con necesidad. Este argumento capital de Albert es incompatible con la tesis de que, posiblemente, el hombre se equivoca siempre, es decir, en todos los casos). En resumen: la suposición del deus malignus que siempre nos engaña, es refutable desde la crítica del sentido; como enunciado con pretensión de verdad, acaba en una autocontradicción performativa.


Ocurre algo parecido con la estrategia fundamental de la pragmática trascendental respecto al posible ámbito de validez del principio del falibilismo: en mi opinión, una filosofía cuidadosa y autocrítica debiera ponerlo tan lejos como fuera posible, lo cual significa tan lejos como sea posible sin superar el sentido del principio de falibilismo, es decir, la verdad necesaria de las presposiciones semánticas y pragmáticas que están implicadas en él. Investiguemos, pues, desde este punto de vista, la posición del racionalismo pancrítico.




Ibid, pág. 112 y sig.






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la problemática del falibilismo y la fundamentación última

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La problemática entre falibilismo y fundamentación última:
la pretensión de validez de carácter filosófico-universal y empírico-general




Pronto se advirtió que, en el primer caso -el de la Ordinary Language Philosophy- existe una diferencia entre el análisis empírico, descriptivo y generalizador de los lenguajes concretos, y el interés cuasi-trascendental del conocimiento por las reglas gramático-universales o pragmático-universales del uso lingüístico (y su “urdimbre” con actividades y formas de experiencia en el marco de las formas de vida); pero resultó extraordinariamente difícil diferenciar entre las reglas válidas universalmente (y las diferencias taxonómicas, por ejemplo, entre clases de actos de habla) y las reglas condicionadas empíricamente y por lenguajes particulares (y los puntos de partida de la taxonomía).


En mi opinión, sólo se puede conseguir una distinción -ciertamente- clara oponiendo al criterio de la anomalía lingüística, sólo heurísticamente relevante para la filosofía, el criterio de la autocontradicción performativa referido al discurso; y examinando la posibilidad de una violación de los principios filosófico-universales, que el primer criterio solamente indica, mediante el segundo criterio que hace valer la pretensión autorreflexiva de universalidad de la filosofía.


Con este procedimiento se pueden entresacar, en mi opinión, de entre los candidatos a principios filosóficos universales obtenidos por análisis del lenguaje, los principios que sean indiscutiblemente universales en el plano de la autorreflexión del discurso filosófico. Y viceversa, el criterio pragmático-trascendental puede caracterizar determinados enunciados como principios filosóficamente indiscutibles y, por ello, universalmente válidos, cuya negación meramente lingüística no incurre en ninguna violación.


Pero esto no impide que aquel que, en calidad de alguien que argumenta en serio, reflexiona sobre la pretensión implícita de validez de sus afirmaciones, se pueda sorprender de poder formular una afirmación y, al mismo tiempo, rechazar la fundamentación sin cometer autocontradicción performativa.


Quien infrinja la regla de uso que hemos analizado aquí indica sencillamente que no ha entendido la regla del juego lingüístico. Pero en el caso que se trata de una autocontradicción de la “razón” (Kant), éste se muestra cuando se intenta negar una obligación comunicativa. (Esta autocontradicción performativamente evidente de la razón práctica comunicativa, fue equiparada por Kant -y por su crítico Hegel- con una mera contradicción lógico-formal entre proposiciones, cuya evidencia depende de la definición previa del contenido proposicional).




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Mientras que la Ordinary Language Philosophy hace un uso exclusivamente heurístico de la función indicativa de las anomalías lingüísticas para fundamentar finalmente enunciados filosófico-universales, la lingüística teórica de Chomsky y Katz conecta las pretensiones de validez de una ciencia empíricamente falsable con la pretensión de una fundamentación universalista de la filosofía (del lenguaje).


De este modo, ha fascinado tanto como ha confundido las mentes, en especial a las que están cansadas de filosofía pero creen en la ciencia.


Pero, en este caso, me parece que es sistemáticamente más fácil aclarar la confusión que en el caso de la Ordinary Language Philosophy, así como clarificar la diferencia entre los “universales lingüísticos” empírico-generales de la lingüística teórica y los universales de una pragmática filosófico-trascendental del lenguaje.


Consideremos, para nuestro objetivo, sólo la famosa tesis del “Innateness” de Chomsky que debe fundamentar (o explicar) que hay determinadas condiciones universales de reglas para la competencia lingüística que los hombres pueden alcanzar en general, de modo que los niños no pueden aprender lenguajes estructurados de modo diferente (aunque sí los pueden construir los lingüistas). Ya por mi formulación de la tesis fundamental de Chomsky se advierte que estamos tratando con una hipótesis arriesgadamente empírica (en el sentido de la teoría popperiana de la ciencia) cuya posible falsación empírica es aceptada, expresamente, por Chomsky. (El experimentum crucis no es, en principio, difícil de imaginar, aunque noes realizable por razones éticas: consistiría en hacer que unos niños crecieran sin contacto con un lenguaje normal -como ya debió intentarlo el emperador Federico II- ofreciéndoles como medio de comunicación sustitutorio un lenguaje artificial de los que, según Chomsky, no se pueden aprender.)


Por otro lado, hay que tener en cuenta como universales pragmático-trascendentales a aquellos enunciados (principios, postulados) cuya validez hay que presuponer necesariamente aun en el examen empírico de los universales lingüísticos en el sentido de Chomsky: como candidatos hay que contar, obviamente, con los presupuestos (existenciales y de reglas) de la argumentación de la comunidad de interpretación y de experimentación de los científicos.


Siguiendo a Peirce y a Habermas, ésta tiene que presuponer en cualquier examen imaginable de hipótesis -también de hipótesis lingüísticas- que a los argumentos formulables lingüísticamente va unida una pretensión válida intersubjetivamente de sentido y de verdad y que, en principio, es posible alcanzar el consenso acerca de estas dos pretensiones de validez.


(Si son posibles los experimentos físicos habrá que presuponer además, por ejemplo, que se dispone de escalas de medida válidas intersubjetivamente -como instrumentos normalizados- para realizar mediciones y que se pueden producir situaciones, mediante intervenciones corporales o instrumentales en la naturaleza, que no podrían producirse sin ellas, con lo cual se fundamenta de manera pragmático-trascendental el presupuesto categorial de una cadena de sucesos causalmente necesaria).


Pero no se puede negar que también los enunciados (postulados, principios) de la filosofía que se han ejemplificado antes son objeto del discurso argumentativo y, por eso, precisan el consenso.


También es válida para ellos la definición peirceana del sentido de la verdad, según la cual la idea de la verdad queda representada, para nosotros, en el consenso de una comunidad ilimitada de argumentación, acerca del cual no es disponible ya discutir más.


Ahora se presenta el siguiente problema básico para nuestra investigación: ¿cómo se relaciona, en el caso de los enunciados específicamente filosóficos -por ejemplo en el caso del enunciado que se acaba de formular, en el que se explica la teoría consensual de la verdad y que puede aplicarse a sí mismo- la necesidad del consenso con el postulado del falibilismo, por una parte, y con la fundamentación última, por otra? ¿Significa la necesidad de consenso, también en el caso de los enunciados específicamente filosóficos, tanto como la dependencia de un examen empírico?


En este caso, quedaría obviamente excluida a priori una fundamentación última. Pero ¿tiene sentido querer examinar empíricamente los presupuestos razonables de todo examen empíricamente imaginable, por ejemplo, el propio principio de la necesidad de consenso? Si no: ¿se puede concebir la necesidad del consenso, respecto a los enunciados filosóficos, independientemente de la idea de un examen empírico, de modo que sea compatible con la fundamentación última aunque ya no lo siga siendo con el principio del falibilismo ilimitado?


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Ibid, pág. 108 y ss.

martes, 21 de septiembre de 2010

republicanos y comunitarios, por Adela Cortina



Republicanos y comunitarios, ni individualismo ni holismo




El liberalismo, como venimos contando, nace en Occidente con el afán de defender a los individuos de interferencias ajenas, con la convicción de que el individuo es sagrado para el individuo, de que goza de una inalienable dignidad, en virtud de la cual ostenta unos derechos para cuya protección se crea la comunidad política. Desde esta perspectiva, el individuo es “anterior” a la comunidad política, ontológica y axiológicamente, de suerte que la comunidad política es un instante creado para defender los derechos individuales.


A esta forma de pensar se ha llamado individualismo frente a las posiciones que afirman la prioridad, ontológica y axiológica, de la colectividad, del todo social frente a las partes, frente a los individuos, posiciones que autores como Louis Dumont congregan bajo la rúbrica de holismo.


Desde esta perspectiva, individualismo y holismo serían dos esquemas para pensar la vida social contrapuestos e inconciliables. Contraposición que deja en muy mal lugar al holismo sobre todo despues de las experiencias de los países del Este, que vieron arrasada su sociedad civil, su vida pluralista, gracias a las actuaciones de una clase dirigente que decía representar la voluntad del todo social. Ésta es la razón por la que, a pesar de los esfuerzos de Hegel, de Marx y del marxismo en distintas versiones, la sociedad postliberal en que vivimos sigue optando por el individualismo frente al holismo. Y sería difícil realmente justificar una opción distinta, si efectivamente individualismo y holismo fueran las únicas alternativas.


Pero afortunadamente no es el caso. Afortunadamente existen otras opciones, además del individualismo y el holismo colectivista. En primer lugar, porque hay distintas variedades del individualismo que desde el punto de vista de la filosofía política, se encarnan en una amplia gama de liberalismos. Desde el liberalismo que se apoya en la teoría del individualismo posesivo, pasando por el liberalismo social de autores como Rawls o Walzar, hasta llegar a liberalismos como el que Van Parijs defiende en Libertad real para todos, alegando que es el liberalismo auténtico, o el defendido por Amartya Sen en su enfoque de las capacidades, tan próximo al marxiano de las necesidades. Pero en segundo lugar porque existen desde antiguo posiciones, a menudo entreveradas con las liberales que acabamos de mencionar, que tienen como clave de interpretación social o bien a la persona con sus dimensiones sociales, por entender que la persona nace del reconocimiento recíproco entre seres humanos, o bien a la comunidad de personas, por entender que la persona sólo puede devenir autónoma en la comunidad. Son dos posiciones un tanto diferenciadas, que continúan vigentes en nuestros días.


La segunda de estas posciones suele reclamarse de Aristóteles y asegurar que en su Política se abre un camino para pensar la vida social, perfectamente transitable hoy aunque con matizaciones.


Y hunde sus raíces en aquellos textos de Aristóteles que trata de la democracia, sea para criticarla como uno de los regímenes políticos desviados, sea para admitirla como un mal menor entre los ingredientes del régimen político más sostenible, sino en aquellos textos en los que Aristóteles sienta las bases de una politeia, de una república acorde con la naturaleza que le es propia.


Justamente los regímenes legítimos lo serán por tener como meta el bien común, mientras que los desviados lo son por tener como fin el bien de una parte de la sociedad (uno, pocos, mayoría), pero no el de la sociedad en su conjunto. Perseguir el bien común, que es lo propio de la politeia, requiere virtud por parte de los ciudadanos y amistad cívica, requisitos ambos que se integrarán en la tradición republicana más que en las tradiciones democráticas.
De estas raíces parecen surgir en nuestros días tanto el moviemiento comunitario más prometedor, empeñado en ligar estrechamente individuo y comunidad, como también el republicanismo en sus distintas versiones.


Por su parte, las propuestas kantianas de filosofía práctica, como es el caso de la ética del discurso, y las hermenéuticas de Ricoeur o Levinas acentúan el lado del reconocimiento recíproco entre sujetos más que el comunitario. Sin duda los sujetos nacen en comunidades y en ellas se socializan y se reconocen como personas, pero precisamente porque cada sujeto es capaz de reconocer su identidad con cualquier sujeto humano de cualquier comunidad, el límite del reconocimiento es el de una comunidad universal, en la que se incluyen también las generaciones futuras.
Comunitarismo, republicanismo y éticas del reconocimiento se sitúan más allá del individualismo y del holismo, destacando la importancia de la persona y de la comunidad en un mundo que debe tener necesariamente como horizonte la humanidad en su conjunto. De estas propuestas y de su visión de qué sea una comunidad justa nos ocupamos ahora.
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La comunidad política aristotélica adolece de lo que hoy en día consideraríamos claros límites, puesto que, como se ha dicho hasta la saciedad, no considera ciudadanos a todos los miembros, sino sólo a los que gozan de determinadas características, y entiende que los ciudadanos atenienses son hombres libres, pero no que son libres todos los seres humanos.

El principio universalista de la moral postconvencional no está aquí presente, sino que nos encontramos en un comunitarismo convencional que todavía no ha asumido la universalización de la libertad, ni tampoco que esa libertad se entienda como autonomía.

Importa el êthos de la comunidad, el carácter de la comunidad, en la que los ciudadanos deliberan conjuntamente sobre lo justo y lo injusto. Y en esta noción de política en la que arraigan diversas tradiciones que en nuestros días pugnan por mostrar su carácter diferencial.

Podríamos mencionar en principio las tradiciones republicanas de distinto signo, que tendrían en común al menos las siguientes características: 1) El hombre es por naturaleza un animal social y político, que debe vivr en asociación política si pretende desarrollar todas sus potencialidades 2) Un hombre bueno debe ser un buen ciudadano. 3) Un buen sistema político es una asociación constituida por buenos ciudadanos. 4) Un buen sistema político refleja y promueve la virtud de sus integrantes. 5) El mejor sistema político es aquel en el que los ciudadanos son iguales ante la ley. 6) No puede ser legítimo un sistema político que no cuente con la participación de sus ciudadanos. 7) Puesto que en el pueblo hay diferentes facciones y clases, hay que elaborar una constitución que refleje los intereses de los distintos grupos.


Una vez mencionado este núcleo común existe una amplia gama de republicanismos, amén de una enorme dificultad en situar hoy las tradiciones republicanas en el mapa de las tendencias de filosofía política.
Citaremos al respecto trees ejemplos como botón de muestra, el de Habermas en “tres modelos normativos de democracia”, el de Philip Pettit en Republicanismo y el de Rawls en Liberalismo político.

Por su parte, Habermas distingue entre un modelo de democracia comunitario-republicano, el de Michelman, un modelo liberal clásico y un tercer modelo, el de una democracia deliberativa, que encarna políticamente el principio del discurso.

En el modelo comunitario-republicano la comunidad es el núcleo de la vida política, la fuerza del poder comunicativo es una fuerza política, el derecho es derecho objetivo, y existe una cierta identificación entre la vida política y la vida ética, entre el bien común y el moral. Si en la distinción entre razones morales, éticas y pragmáticas algunas tienen más peso que otras en este modelo, serían las éticas, las que se apoyan en el êthos de la comunidad política, en lo que Hegel entiende como Eticidad.
En el modelo liberal de democracia el individuo es el núcleo de la vida compartida, el proceso político es un instrumento para equilibrar intereses individuales, importa defender los derechos subjetivos de los ciudadanos y las razones que avalan las normas jurídicas son muy especialmente pragmáticas.

Por último, en lo que se refiere a la democracia deliberativa, la pieza clave del engranaje político es la intersubjetividad, el reconocimiento recíproco de sujetos, que se expresa en las redes del lenguaje y funda el poder comunicativo por el que se legitima el poder político. En este punto, en el de reconocer el vigor del poder comunicativo, concuerda la democracia deliberativa con el republicanismo. Pero discrepa de él en tener por necesaria la distinción entre moralidad y eticidad: las razones que apoyan la validez de normas legales no son fundamentalmente éticas (nacidas de la concepción sustantiva de bien de la comunidad), sino también pragmáticas, como quieren ios liberales y también morales. La concepción sustantiva del bien de la comunidad política tiene que ser medida por principios morales de justicia, que incluyen a la república de todos los seres humanos. Como es fácil observar, en el mapa habermasiano el republicanismo se alinea con el comunitarismo, teniendo como polo opuesto al liberalismo.

Sin embargo, Pettit propone un mapa diferente. En él el comunitarismo se situaría en un polo, aduciendo una concepción sustantiva del bien para la vida política; el liberalismo se encontraría en el polo contrario, defendiendo ante todo las libertades básicas, es decir, las libertades que se acogen al rótulo de la “no interferencia” y el republicanismo, por último, se situaría entre el comunitarismo y el liberalismo, tomando como santo y seña la libertad entendida como “no dominación”. Y no sólo que el republicanismo no se identificaría con el comunitarismo, sino que se encontraría más cerca del liberalismo que del comunitarismo, hasta el punto de que podríamos hablar en realidad de un “republicanismo liberal”. Como recuerda Jesús Conill, el elemnto distintivo entre las distintas concepciones políticas es el modo de concebir la libertad, el concepto de libertad.

Sin embargo, la cuestión se complica si atendemos a la distinción rawlsiana entre dos tradiciones en realidad republicanas, el republicanismo clásico y el humanismo cívico, y al modo en que se sitúa su liberalismo político en relación con ellas. Dice Rawls:

Entiendo por republicanismo clásico el punto de vista, según el cual, si los ciudadanos de una sociedad democrática quieren preservar sus derechos y libertades básicos (incluidas las libertades civiles que garantizan las libertades de la vida privada), deben también poseer en grado suficiente las “virtudes políticas” (como yo las he llamado) y estar dispuestos a participar en la vida pública.”

Desde esta perspectiva no se propone la participación de los ciudadanos en la vida pública como el modelo de vida feliz que deben incorporar, sino como un medio para defender las libertades democráticas. Una democracia saludable requiere un grado de participación ciudadana, independientemente de que algunos ciudadanos vean en el ejercicio de esa participación el modelo de una vida digna de ser vivida.

Resuenan aquí los ecos de la conferencia de Constant, indiscutiblemente liberal, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, en ese apartado final en que el autor aconseja no sustituir la libertad de los antiguos 8entendida como participación en la cosa pública) por la de los modernos (entendida como independencia), sino dar prioridad a la de los modernos, pero tomando la participación en la vida ciudadana como un medio para defender esa independencia. Si la ciudadanía se acostumbra a recluirse en la vida privada, los poderes públicos pueden arrebatarle incluso esa gama de libertades básicas que configura la libertad de los modernos. La participación no es pues la forma de vida felicitante, pero sí un medio para defender las libertades básicas.
En esta tradición incluye Rawls al Maquiavelo de los Discursos, pero sobre todo La democracia en América de Alexis de Tocqueville, y aclara que su liberalismo político no está en desacuerdo con este republicanismo clásico, en la medida en que no se propone un modelo de vida feliz para la esfera pública. Cosa que sí hace, a su juicio, el “humanismo cívico”.

Siguiendo a Taylor, entiende Rawls por “humanismo cívico” una variante del aristotelismo, una doctrina según la cual el hombre realiza del modo más pleno su naturaleza esencial en una sociedad democrática, en cuya vida se dé una amplia y vigorosa participación. La participación no es una condición necesaria de la protección de las libertades básicas, sino el ámbito privilegiado de la vida buena. Rousseau sería el ejemplo más acabado de este humanismo, y Hannah Arendt una excelente representante contemporánea. El liberalismo político no podría entrar en comercio con el humanismo cívico así entendido porque éste propone una doctrina comprehensiva del bien, lo que yo llamaría una “ética de máximos”, en la que la participación es ingrediente indispensable.

Sin embargo, las denominaciones empleadas por Rawls resultan tan discutibles como cualesquiera otras. En principio porque en lo que se me alcanza, ninguna tradición republicana excluye a Rousseau de su nómina, y en lo que respecta a Hannah Arendt el núcleo más fecundo de su aportación consiste en defender que el “poder político” es la capacidad de actar de modo concertado, de forma que las relaciones de poder político son las relaciones de isonomía, las relaciones entre iguales propias de la república, desde las que se llega al mutuo consentimiento. La autoridad no se liga a la dominación, sino al reconocimiento que obtiene quien lo merece, y por eso la violencia y la persuasión están de más. Así como no hay política sin poder caracterizado de este modo -piensa Arendt- tampoco hay política con violencia: la violencia como instrumento para obtener obediencia, pertenece a la etapa prepolítica, mientras que la política propiamente dicha empieza con el diálogo y la instauración de las libertades. De hecho el propio Habermas que es todo menos perfeccionista, reconoce la deuda de su democracia deliberativa con el republicanismo de Arendt.

Por otra parte, las tradiciones que se acogen al rótulo “humanismo cívico” apelan a Tocqueville de forma recurrente. En efecto, Tocqueville se enfrenta a la que sigue siendo la pregunta radical de la filosofía política y la ciencia social a comienzos de este siglo: ¿cómo construir una democracia arraigada, capaz de hacer justicia a la igual aspiración a la libertad de los seres humanos?”, y para responder a ella delinea los trazos de un humanismo cívico, enfrentado al individualismo apático, que es responsable de la anemia democrática.

Como bien señala Juan Manuel Ros, son tres las claves del pensamiento de Tocqueville sumamente fecundas para nuestro momento: la crítica al individualismo democrático y la propuesta de un humanismo cívico comprometido, la dialéctica de la libertad y la igualdad, y la necesaria conexión entre la democracia y la sociedad civil.

Habida cuenta, pues de que las denominaciones “republicanismo clásico” y “humanismo cívico” no resultan demasiado felices, convendría ir al fondo de la cuestión antes de situar las distintas tradiciones en el atlas de la filosofía política y antes de ponerles nombres.

El fondo de la cuestión sería, según Rawls, el siguiente: algunas tradiciones republicanas consideran que una “vida digna de ser vivida”, una vida feliz, es la que desarrolla la persona como ciudadana en una comunidad política, de suerte que no existe una diferencia entre lo justo y lo bueno, sino que lo bueno se logra en la polis, mientras que otras tradiciones republicanas se aproximan más al modelo liberal y consideran que el marco político debe asegurar la justicia en la vida compartida y que lograr una comunidad justa exige participación ciudadana, pero sin hacer de la participación una forma de vida.

A mi juicio, en el primer caso nos encontraríamos en realidad ante un republicanismo perfeccionista, ante un modelo de hombre y de su desarrollo en la vida social, ante una ética “perfeccionista” que señala unas características como esencialmente humanas y entiende que son ésas las que un Estado debe potenciar. En el segundo caso, nos situariamos en el ámbito de un republicanismo liberal, que no pretende diseñar un modelo de hombre, sino unicamente mostrar cómo debe ser la vida política para permitir el desarrollo de las libertades. En este último modelo se inscribirían a mi modo de ver la mayor parte de propuestas republicanas hodiernas, mientras que el republicanismo perfeccionista se aproximaría al comunitarismo.

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republicanismo liberal

El republicanismo liberal al que se adscriben actualmente una gran cantidad de autores, tales como Barber, Dworkin, Pettit, Renaut, propone un diseño de comunidad política en que se entrelazan en realidad república y contrato. Aunque cada uno de ellos realiza su propuesta específica, tal vez la que aglutine mejor a las restantes, dando a la vez un sello específicamente republicano, sea la de Philip Pettit en Republicanismo.

En efecto, Pettit insiste en que la noción central de la vida política republicana debe ser la libertad entendida como no-dominación, y a partir de este punto entiende que una comunidad es libre cuando la estructura de las instituciones es tal que ninguno de sus miembros teme la interferencia arbitraria de los poderosos en sus vidas, según su estado de ánimo o su humor, ni necesita congraciarse con ellos para conseguir lo que se le debe en justicia, sino que todos puedan mirarse a los ojos, porque el servilismo está de más. No se trata de que tomen las decisiones asambleariamente, ni tampoco de que todos los miembros del grupo participen continuamente en las decisiones de la vida compartida, sino de que cada uno sepa a qué atenerse y no se vea obligado a defenderse estratégicamente de los ambiciosos, estar atento a sus cambios de humor y recurrir al falso halago para gozar seguridad.

En una comunidad republicana auténtica las leyes son expresión de la libertad, y no armas en manos de los déspotas feudales para ayudar a sus vasallos y abatir a quienes no doblan la rodilla; la virtud cívica conjuga las aspiraciones de los que comparten una misma meta y respalda las leyes queridas por ellos; las decisiones públicas se toman a través de la deliberación común, que lleva a determinar lo justo, y no desde las negociaciones y los pactos, que siempre perjudican a los más débiles, a los que deben contentarse con poco para no perderlo todo; el capital social de unos valores éticos compartidos presta el suelo común. Estos serían los rasgos ded una tradición republicana que deberían incorporar las instituciones públicas de una sociedad democrática para ir generando una “mano intangible”, capaz de transformar las preferencias particulares en metas comunes. No la mano invisible, presuntamente armonizadora de preferencias en conflicto, sino la mano intengible de las convicciones comunes, que congrega a los individuos tras un mismo propósito público.

¿Se encuentra tan lejos este republicanismo liberal del comunitarismo? ¿Puede decirse realmente que el movimiento comunitario se acerca al republicanismo perfeccionista al que entiende que el modelo de vida digna es la participación en la comunidad?
Me temo que a fin de cuentas republicanos liberales y comunitarios modernos acaban aproximándose enormemente e insistiendo sobre todo en fomentar dos tipos de capital social: el de los valores democráticos, que constituyen el suelo común desde el que es posible construir realmente la comunidad política y el de las asociaciones de la sociedad civil, sin las que no hay democracia auténtica, y ni siquiera funciona la economía.

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La comunidad, entre el individuo y el Estado

El comunitarismo actual enlaza con la tradición republicana de Aristóteles y toma también de Hegel la convicción de que es preciso encarnar la moralidad en las instituciones y en las costumbres de las comunidades concretas. De ahí, que igual que Hegel, se enfrente a los contractualismos actuales, entendiendo que el contractualismo liberal parte al menos de cuatro abstracciones:


  1. entender que el “yo” es un individuo racional, que elige su forma de vida entre planes y proyectos. Cuando la mayor parte de las relaciones que contrae no son tan “libremente” elegidas, sino en muy buena parte condicionadas, como la pareja o la carrera, y cuando en realidad su identidad está muy ligada a comunidades no elegidas.

  2. Universalismo formal, hasta el punto de que el liberal acaba perdiendo toda sensibilidad hacia el contexto. En realidad, más vale interpretar para nuestras comunidades los significados ya compartidos.

  3. Prioridad del individuo y sus derechos, que son en realidad capacidades fuertemente valoradas en una comunidad, con lo cual más valdría que el ciudadano asumiera también la responsabilidad por esa comunidad, no sea que dejen de valorarse esas capacidades y se diluya el carácter exigente de los derechos.

  4. La voz de la conciencia parece suficiente para velar por la moralidad. Pero no es así: la moralidad es en muy buena medida una cuestión de la comunidad. De ahí que no baste con la conversión del corazón, a la que Kant recurría, sino que es preciso renovar los lazos sociales y reformar la vida pública.
Desde estas críticas a las que obviamente acompaña una orientación positiva para la acción, el eje social del nuevo paradigma es la comunidad situada entre el individuo y el Estado. Esto podría significar un cierto regreso al aristotelismo sin embargo autores como Etzioni o Barber precisan cada vez con mayor claridad que no se trata de eso, sino de percatarse de que la autonomía personal no puede conquistarse sino en comunidad.

La comunidad no sólo no debe ahogar al individuo, sino que es condición de posibilidad de su autonomía. Pero a su vez la realización de la autonomía en comunidad exige que el individuo se responsabilice de su comunidad, que le preste lealtad y sea en este sentidod un patriota. De ahí la nueva regla de oro, que debería regir las relaciones entre los individuos y la comunidad: “respeta y defiende el orden moral de la sociedad de la misma manera que desearías que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía”.

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En este sentido la tarea de la educación moral es indispensable en una sociedad, es un producto de primera necesidad, porque las leyes son importantes en un conjunto social, pero todavía más lo son los compromisos morales adquiridos por sus miembros. Las leyes son indispensables, pero más aún lo son las costumbres, como ya apuntaba Tocqueville. Educar moralmente a las personas a través de la escuela y en el seno de la sociedad civil resulta urgente para una sociedad que quiera ser realmente libre y democrática.

Sin embargo, las dificultades empiezan a la hora de tratar de aclarar a qué tipo de comunidad nos estamos refiriendo, porque si es un intermedio entre el individuo y el Estado, si consiste en esas redes de asociaciones de la sociedad civil capaces de educar en el pluralismo sin coacción, entonces no se identifica sin más con la comunidad política. El Estado tiene aquí una función subsidiaria, debe hacer lo que no puedan hacer las asociaciones del ámbito local (familia, escuela, municipio), y lo que se está haciendo a fin de cuentas es tratar de crear y potenciar el capital social, la trama de asociaciones que crean lazos entre las personas.

Ciertamente, Etzioni asegura que con “la comunidad” no nos estamos refiriendo a una sola, sino a la necesidad del individuo de devenir autónomo en el seno de un conjunto de comunidades, que funcionan como el juego de las matrioskas o el de las cajas chinas (familias, comunidades vecinales y asociaciones laborales, pueblos, ciudades, comunidades nacionales y comunidades transnacionales). La resultante de este conjunto será una comunidad de comunidades, constituida por la relación entre comunidades que mantienen sus particularidades culturales, pero con un compromiso común. Esta comunidad de comunidades -dirá Etzioni- se representa como un mosaico y cuenta con un núcleo sustantivo de valores compartidos, no sólo con los valores procedimentales y los mecanismos formales de la democracia, porque este núcleo sustantivo resulta en realidad indispensable para mantener el orden social.

Sin embargo, a la hora de intentar determinar de qué valores se trata nos percatamos de que las éticas “sustancialistas” están más cerca de lo que parece de las éticas “procedimentalistas”; nos percatamos de que los hegelianos están más próximos a los kantianos de lo que a primera vista pudiera parecer, porque esos valores son los siguientes: el compromiso con la democracia, el respeto a la diferencia, la potenciación de diálogos abiertos en la sociedad, el fomento de los medios necesarios para reconciliar a los individuos que han dañado a la comunidad.

¿Son estos valores éticos que hoy en día distinguen a unas comunidades políticas de otras, de forma que podemos decir que alguna comunidad defiende esos valores y las restantes no?

La pregunta no es intrascendente, porque sucede que en la polémica entre universalistas y comunitarios se supone que los segundos defienden el punto de vista del êthos de las comunidades concretas, mientras que los universalistas defienden lo que se ha llamado el “punto de vista moral”, que es el de la imparcialidad. Si esto fuera tan claro, sucedería que el êthos, el carácter de cada comunidad, debería contener algún valor o algunos valores que le distinguieran de otras, de ahí que quienes desearan defender esos valores deberían también responsabilizarse de la comunidad para que siguiera educando en ellos.

Pero sucede que los valores que hemos mencionado, siguiendo a Etzioni, son hoy en día comunes al menos a todas las sociedades con democracia liberal. Ninguna de ellas se atrevería a decir que no aprecia como un valor positivo el compromiso con la democracia, el respeto a la diferencia o el diálogo y muchos otros valores que hoy defiende la cultura occidental, al menos verbalmente, y que en buena medida están siendo “globalizados” también al menos verbalmente.

Aunque pudiéramos distinguir, con Habermas, entre razones pragmáticas para justificar normas morales (las de conveniencia en una situación concreta), razones éticas (avaladas por la historia y las tradiciones que acuñan el carácter de una comunidad política determinada) y razones morales (las que entran en juego cuando tenemos en cuenta a la humanidad en su conjunto), no parece que los valores que hemos mencionado puedan pertenecer al ámbito ético de una comunidad frente a las restantes. Más parece que nos hemos referido a valores morales, comunes hoy al êthos de un buen número de comunidades políticas, comunidades que se distinguirían entre sí por rasgos consuetudinarios más que morales.

En esta línea entraría en realidad el célebre “patriotismo de la constitución”, que a mi juicio no es el que distingue a unas comunidades políticas de otras, puesto que prácticamente todos los países con democracia liberal defienden los mismos valores constitucionales.

Cabe, pues pensar que el comunitarismo actual no identifica la comunidad política con la comunidad moral, sino que propone potenciar las asociaciones en la sociedad civil, porque confía en ellas como transmisoras de valores morales; sobre todo, las asociaciones e signo más tradicional. Responsabilizarse de las comunidades concretas es importante, no porque defiendan unos valores que nadie más defiende (cosa a todas luces falsa), sino porque el compromiso con lo local es indispensable para realizar también lo universal. Desentenderse de lo próximo, de la comunidad de pertenencia, no es la mejor forma de ir construyendo una república de toda la humanidad, sino todo lo contrario; pero, a la vez, el horizonte moral de las comunidades políticas concretas no puede ser sino el de la humanidad en su conjunto.

Tal vez aquí resida la esencial diferencia entre el comunitarismo ilustrado y el republicanismo liberal, en el tipo de asociaciones que se proponen fomentar: más tradicionales en el primer caso, incluyendo aquellas en las que los individuos mantienen entre sí relaciones jerárquicas, asociaciones horizontales en el segundo caso. Pero de cualquier modo unos y otros apuntan a la necesidad de engrosar el capital social.
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