Heráclito: Quien no busca lo inesperado jamás lo encontrará.
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Antígona
El fruto de la tragedia no es un conocimiento, tal como el conocimiento es entendido, un saber adquirido. Se aparece más bien como el medio que se necesita para crear, para que el hombre siga naciendo. Y así todos los protagonistas de tragedia, cuando han apurado en una y otra forma su pasión, se asimilan a un cierto elemento o suceso natural y humano unidamente. Orestes, al viento y los remordimientos. Edipo, al fuego que llora, el llanto del fuego. En Antígona hay el llanto de la virginidad que fecunda sin haber sido fecundada. La virginidad que se asimila a alba; una metáfora y una categoría de ser que sólo pasando a través de su no-ser se da.
Mediadora entre la naturaleza y la historia, hace que en la historia se cumpla una acción del ser de la naturaleza, como si algo de lo divino de la naturaleza debiera de encarnar en la humana historia.
Antígona es una heroína primaveral raptada, como Perséfone, por la tierra y devorada también por los infiernos del alma humana donde la conciencia desciende cada vez más hondo, en su despertar.
La conciencia del autor ha cumplido en realidad este viaje descendiendo hasta los infiernos de la historia, del alma humana donde el personaje y su conflicto gemía aprisionado, privado del tiempo y de la luz, pues que no puede darse luz sin dar tiempo.
El sueño creador (María Zambrano)
La conciencia que se origina de la consunción de la tragedia no se descubre en un acto de pensamiento. Es una conciencia nacida, como nacido es todo lo que del sacrificio viene.
Y así la luz de esta conciencia no sólo descubre; sitúa todos los personajes que rodean el drama conocido, y , en su continuación, inacabado todavía. Ella, la que fue juzgada, juzga sin emitir juicio alguno. Es un centro viviente y a diferencia de la conciencia tan sólo moral, no necesita discernir, ni valorar. Desde este centro y a su luz, cada personaje o persona se muestra en su lugar propio, en la dimensión temporal que le corresponde. Creón, cualquier Creón, ocupará siempre el presente, un presente fugitivo como uno de esos sueños que se desbordan desde un pasado, antes de ir a morir. Un pasado que no acepta pasar ni desvanecerse en el futuro. Los mismos dioses aparecen situados, limitados en un plano del tiempo, de un tiempo remoto del que no han podido descender para hacerse presentes. Pues que en el preciso instante en que un dios hubiese debido comparecer, estuvo ella sola, “nadie parecía”. Es la ley, según parece. Y la misma ley se manifiesta así, como un presente que llama a comparecer, a presentarse del todo. Basta, bastaría con eso para que la ley no tuviese necesidad de ser establecida e impuesta. Mas la ley verdadera sólo ha nacido en la historia humana. Y su presencia tendrá que ser actualidad una y otra vez, como el despertar. El despertar, cada despertar, es un sacrificio a la luz, del que nace, ante todo, un tiempo; un presente en que la realidad entra en orden.
En Antígona su acción es sólo en apariencia voluntaria. Es sólo la forma que su verdadera acción, nacida más allá de la voluntad, ha tomado. Su voluntad no podría cambiarla. Es su ser el que ha despertado, convirtiéndola en otra para los demás, en una extraña para todos. Paradójicamente, su acción de hermana la dejó sin hermanos. Sola y única, sin semejantes.
“¿No veis que ya soy otra?”, decía Santa Catalina de Siena.
Y esta acción, argumento proporcionado por las circunstancias quizás haya quedado olvidado por ellos, los consumidos, los transformados por el sacrificio. Y por tanto, olvidando también el personaje que en la historia ha entrado en forma indeleble.
Antígona, sí; ella realiza la acción resolutoria del conflicto, abre la vía de la libertad, es libertad. Su ser consume la vida. Toda la vida. Toda la vida, en esa acción que por eso se llama sacrificio. Sacrificio es la consunción de la vida en una acción del ser; la vida arrojada en pasto a la trascendencia; la vida y el ser recibido, su sueño. Pues que ninguno de veras sacrificado soñó con serlo o al menos con serlo de ese modo. La hoguera sorprendió a Juana de Arco tanto como a Antígona al entrar viva en la sepultura. Es el sueño de otro, de los otros, la pesadilla de la ley quien las condena. Ellas no soñaron, despertaron nada más. Se desojaron y se deshojaron en la total vigilia a la que la histórica duermevela no perdona, pues quiere, necesita convencerse de que es ella la entera vigilia.
Una acción del ser, pues, que la entera vigilia permite tanto como es humanamente posible. Acción verdadera en la que el protagonista se transforma. Ha sido llevada a un lugar que no puede, aunque quisiera, abandonar. Lo que no es el resultado, en verdad, de una decisión de la que es posible volverse atrás.
La vía, la salida de estos proféticos infiernos, se produce o bien apurando el conflicto en el padecer ya despierto, como en Edipo o bien por la acción pura, como en Antígona.
El poeta aquí como el personaje, ha cumplido por entero su acción trascendente: ha vertido su conciencia intacta -tiempo, luz- en modo que diríamos transubjetivo. Se ha convertido así como Antígona se convirtió en vida más allá de la muerte. Brota así la vida de la conciencia, lo que se ha llamado a veces espíritu, la conciencia viviente.
Mas para llegar a cumplir el sentido total que la simbólica figura contiene, Antígona tuvo que llegar a la palabra. Tuvo que hablar, hacerse conciencia, pensamiento. Y por eso la inocencia de su perfecta virginidad no le bastaba. Tuvo que ser conciencia pura y no sólo inocente. Tuvo que saber. Llegar a ese saber que no se busca, que se abre como el claro espacio que se ofrece más allá de ciertos sueños de umbral, símbolo de la libertad. Lo que no quita que al traspasar el umbral se vaya la vida. Pues esto no puede ser cambiado por la conciencia pura del autor, por la palabra. La palabra libera porque revela la verdad de esa situación, su única salida real. Mas no puede evitar el pago porque ello sería cambiar la situación.
Mas la tragedia es un suceso del ser. Y el tiempo sucesivo no puede medirlo, dar cuenta de él; que este suceso no se extiende en el tiempo. La historia o fábula trágica se engendra por la fatalidad en la que entra la de darse en un cierto tiempo histórico que la condena y de la que viene a ser como uno de sus infiernos; el infierno de un aspecto de la libertad que no puede encontrar su manifestación en ese momento de la historia.
La palabra del autor le ha sido dada a la protagonista dentro de los límites de su situación, sin romper el círculo mágico de su sueño. Trascender no es romper sino extraer del conflicto una verdad válida universalmente, necesaria para ser revelada a la conciencia.
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Arrastra un símbolo lejano y por tanto un sueño; sueño sacrificial. La doncella que va y viene a la fuente, ciertos pueblos aún lo saben, no se casa. Pero no se pierde. Es la virgen sacrificada que todas las culturas un día u otro necesitan. Un día y otro, cuando los hilos de la historia se han enredado, o cuando el cauce amenaza quedarse seco, o en el dintel de la unidad a lograr. La virgen sacrificada en toda histórica construcción. Tal Juana de Arco.
Antígona es la imagen en la plenitud de su significado de esa figura tan remota, de la doncella que va y viene con el cántaro a la fuente; fuente en verdad ella misma, pues que de ella se derrama la vida sin dispersarse, en forma trascendente. La vida que da no a un ser humano determinado sino a la conciencia de todo hombre. Vida no contaminada que vivifica, libera, salva.
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Edipo y el matar al padre sucede siempre en la encrucijada. También en la historia colectiva, cuando empujado fatalmente por la ineludible necesidad de reformarse, de recrearse en la historia, el hombre desvaría, soñándose un personaje, una máscara de un enceguecido poderío.
No soñó otra cosa Edipo que con coronarse, como suele el mendigo. Y el hombre es el mendigo de su propio ser.
Si soñó Edipo con su madre fue por estar ya dentro de ella. Uno de esos sueños que transparentan una situación real y no un deseo. Una pesadilla de pasado. Y en ese sentido también está dentro de la madre todo el que no se desprende del pasado. Y puede haber en ello una cierta libidinosidad, el paradójico goce de la inercia, el apego a la resistencia material donde el alma tiende a asimilarse a la materia. Suprema pasividad en la que sólo es posible una actividad soñada o como en sueños.
¿Quién no ha querido matar a su padre dice Dostoievski?; todos, todos los que han fallado al nacer y no se disponen a seguir naciendo interminablemente.
En el tiempo sucesivo, el caso de Edipo resulta simplemente monstruoso. Relatándolo en él, viéndolo en él, como si Edipo hubiera ya nacido y nacido ya, se condujera así, Edipo deja de ser el “inocente-culpable” y es sólo un condenado a muerte, según vienen todavía a ser condenados los inocentes-culpables de hoy.
Pues que así como la infratemporalidad que mantenía encerrado al larvado personaje y su sueño se ha abierto para dejárselo ver al autor, se ha de abrir el tiempo sucesivo que la conciencia del autor presta. Y más allá y por encima de él, una especie de supratemporalidad propia de la lucidez. Pues que sólo desde ella la infratemporalidad se hace visible.
Y la némesis es la justicia del ser sin más, cuando ha sido burlado. Y todo lo que bajo ella sucede es ciega fatalidad.
Actúa entonces la némesis vengadora implacable el ser mismo que se venga. La esfinge casi resulta ser una burla, pues que es la figura del mismo Edipo que en ella se reconoce. Más precisamente, la invitación a la anagnorisis cuando todavía había algún tiempo.
Nos vemos así frente al nacimiento y la muerte habidos como hechos fatales, no vividos desde lo íntimo del ser, según al hombre, el ser que padece su propia trascendencia, le está exigido.
Y así el sueño de un Edipo real podrá consistir simplemente en verse como rey o en ver la figura de un rey que no le deja; en una visión que le está pasando sin cesar, sin permitirle ver ninguna otra cosa. Una enceguedora visión.
Y los errores cometidos por el cegado por una visión resultan fatales, consecuencias de haber nacido sin cumplir el movimiento propio del nacer, sin haber nacido de veras. Lo que podrá suceder igualmente, pensamos, con el morir y la muerte.
En el nacer el ser se lanza más allá del limite que envuelve a la situación en que está y de su horizonte. En el instante de nacer, de los naceres, no hay horizontes, como no lo hay cuando se traspasa el umbral. El movimiento consume la visión, se nace siempre ciego.
Mas no fatalmente ciego se nace. La ceguera se establece por un fallar del ser en ese decisivo instante, por detenerse en él o por un error de dirección. Adviene entonces la situación trágica como fatum; se crea el círculo mágico.
De este modo así lo vemos en Edipo rey. Edipo había de nacer; era cosa de un instante. No lo logró y quedó apegado a la placenta oscura, cosa que el autor de la fábula no pudo figurar sino haciéndolo casarse con su madre, lo que en la realidad de una historia puede, en efecto, suceder y más aún, ser como si sucediera, según el ya famoso complejo de Edipo. Mas, en realidad, se trata de una inercia; la inhibición de un movimiento esencial o existencial o esencial-existencial. La inercia que arrastra, desviando, eso sí, de su dirección trascendente al eros. Y la falla de un movimiento del ser lleva consigo la consolidación de la inicial ceguera. Y así Edipo no ve que ha de nacer ante todo como hombre y no como rey o como cualquier otra cosa; como un personaje que encierra con su máscara al ser del hombre, de la persona en un sueño sin poros, más aún hermético que el sueño inicial.
Toda tragedia poética lleva en su centro un sueño que se viene arrastrando desde lejos, desde la noche de los tiempos y que al fin se hace visible. La visibilidad es la acción propia del autor trágico y del sueño mismo trágico. Todo en principio está ahí, en darse a ver y por eso es el despliegue de un instante, un solo instante en que se abre el abismo infernal del ser humano, donde yace aprisionado, en sus propias entrañas. El primer conato de ser, dentro del laberinto de las entrañas. Y así el protagonista de esta tragedia está pegado a lo que le sucede, pegado a su sueño. Que sueño es aunque le suceda en la vigilia.
En el nacer el ser se lanza más allá del límite que envuelve a la situación en que está y de su horizonte. En el instante de nacer, de los naceres, no hay horizontes, como no lo hay cuando se traspasa el umbral. El movimiento consume la visión, se nace siempre ciego.
Mas no fatalmente ciego se nace. La ceguera se establece por un fallar del ser en ese decisivo instante, por detenerse en él o por un error de dirección. Adviene, entonces, la situación trágica como fatum; se crea el círculo mágico.
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Es este convencimiento integrador el que llevará a Zambrano a recorrer insistentemente el platónico “salvar las apariencias”, el que le induce a hacer descender la razón hasta la sombra y en las múltiples acepciones que ella dará a esta “sombra”.
Estas se ponen de manifiesto desde el recorrido cronológico-temático que realiza: la sombra tierra, la sombra como lugar oscuro (caverna, entraña); lo umbrío y la apacible penumbra salvadores; y ello en estricta relación con las “claras tinieblas” y “el espacio intermedio” entre luz y tinieblas y entre vida y muerte, o “la sombra del Paráclito”, la “sombra infierno terrestre” (así la envidia); la sombría luz de los misterios como el mundo sagrado no revelado, puro enigma, mundo del padecer, y en relación con ello, “la luz de la tragedia” ya reveladora como indecisa luz, tal lámpara de aceite, que es también la luz de algunos sueños, luz reveladora pero contraria a la diafanidad y que es por lo demás en la que mueve Zambrano: una luz entrevista, un balbucir la palpitación de las entrañas, luz del corazón que se ofrece a la visión disponible del intelecto; sombra como proyección e interposición, las más notorias las de la “personajía” o la de la vanidad y en ello productora de “opacidad”; sombra del amor, y en ello será paradigmático su escrito sobre Machado; y el “amor sin sombra”, y que como la apacible claridad es medio adecuado de visibilidad donde se “adegazan” las sombras y se consuman ya en el centro creador, contemplando el movimiento enteramente místico, del punto oscuro al punto creador. También habrá recorrido otros significados de las sombras, como el clave del Logos sumergido, en sombra, el sujeto y su sombra por ese símbolo de lo oculto y lo que acompaña al sujeto de indescifrado y oscuro. Pero también la sombra aparece en sus derivaciones jungianas y sus conexiones con animus y anima, como espejo en alteración costante, y Eloísa o la existencia de la mujer, pero también como luz impresa, estigma de luz y de sombra y en relación con ello, como el cuerpo que es su sombra, sombra de la luz prometida.
Por lo que el pensar de Zambrano se ofrecerá como un saber, o más precisamente, un pensar el saber de experiencia, o los múltiples saberes que desde recónditos tiempos tratan de dar cauce vital y espiritual al sentir humano más íntimo, más infernal, terreno y celeste. De nuevo en paralelo a Heidegger y su cuaternario de dioses, mortales, cielo y tierra, pero de nuevo hacia muy disímiles órbitas, Zambrano intentará con sus “razones” -integradora, misericordiosa, mediadora y poética- allegarse a un Logos escondido en las mismas cifras del sentir que son para ella la raíz misma de una razón total y de su capacidad de conformar e integrar al hombre. Por ello conviene precisar que Zambrano considera indispensable para ese condescendimiento de la razón a sus mismas y reales fuentes asumir también la oscuridad: Escogí -dice Diótima de Mantinea- la oscuridad como parte. De forma qu este pensar trate de precisar bien dos órdenes o series diferentes de conexiones con la luz: de una parte lo oscuro -la diafanidad- el horizonte de visibilidad, la órbita y las penumbras, todo lo cual Zambrano lo vincula positivamente con el propio Logs de Heráclito e incluso más allá de él, con la posibilidad de establecer como razón mediadora una razón centrada en la Piedad como saber tratar con lo otro. Y saber tratar con lo otro y sus diferencias conlleva el saber tratar lo oscuro como oscuro sin imponerle el avasallador y deslumbrante foco de claridad de la pura razón discursiva. Y es esta razón discursiva la que configura una serie de relaciones con la luz que conexiona la pura claridad de la conciencia precisamente con lo opaco y lo turbio.
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