sábado, 29 de agosto de 2009

la racionalidad de procedimientos jurídicamente institucionalizados: los límites entre derecho y moral

la racionalidad de procedimientos jurídicamente institucionalizados: los límites entre derecho y moral

Si en las sociedades de nuestro tipo ha de ser posible una legitimidad a través de la legalidad, la fe en la legitimidad, la cual ya no puede contar con las certezas colectivas suministradas antaño por la religión y la metafísica, en algún sentido habrá de poder apoyarse en la racionalidad del derecho. Pero no se ha confirmado la suposición de Max Weber de que la base de la fuerza legitimadora de la legalidad sea una racionalidad autónoma, es decir, exenta de moralidad, inmanente al derecho como tal. Una dominación ejercida en las formas del derecho positivo, obligado siempre a dar razones y fundamentaciones, debe su legitimidad al contenido moral implícito de las cualidades formales del derecho. Pero el formalismo del derecho no debe pensarse en términos concretistas ligándolo a determinados rasgos semánticos. La fuerza legitimadora la tienen mas bien los procedimientos que institucionalizan exigencias de fundamentación y las vías por las que ha de procederse al desempeño argumentativo de tales exigencias. Además la fuente de legitimación no debe buscarse unilaterlamente no debe buscarse en un solo lugar, o bien en el de la producción legislativa, o bien en el de la administración de justicia. Pues bajo las condiciones de una política ligada a las obligaciones del Estado social, ni siquiera el legislador democrático más cuidadoso puede vincular a la Justicia y a la Administración mediante la forma semántica de la ley; pues no es posible prescindir del tipo de derecho regulativo ligado al Estado social. En los procedimientos jurídicos sólo cabe señalar un núcleo racional en el sentido practico-moral de “racional”, cuando se analiza cómo a través de la idea de imparcialidad tanto en la fundamentación de normas como en la explicación de regulaciones vinculantes) se establece una conexión constructiva entre derecho vigente, procedimientos legislativos y procedimientos de aplicación del derecho. Esta idea de imparcialidad constituye el núcleo de la razón práctica. Si dejamos por un momento de lado el problema de la aplicación imparcial de las normas, la idea de imparcialidad, en el aspecto sobre todo de fundamentación de las normas, es desarrollada en aquellas teorías morales y en aquellas teorías de la justicia que proponen un procedimiento relativo a cómo pueden tratarse las cuestiones prácticas desde un punto de vista moral. La racionalidad de tal procedimiento puro, que antecede a toda institucionalización, se mide atendiendo a si en él queda articulado de forma adecuada el moral point of view.

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En la actualidad veo tres candidatos serios a tal teoría procedimental de la justicia. Los tres provienen de la tradición kantiana, pero se distinguen por los modelos a que recurren para expicar el procedimiento de formación imparcial de la voluntad común. John Rawls sigue partiendo del modelo de un convenio de tipo contractual e inserta en la descripción de la “posición original” las restricciones normativas bajo las que el egoísmo racional de las partes libres e iguales tiene que acabar conduciendo a la elección de principios normativamente correctos. La fairness de los resultados viene asegurada por el procedimiento mediante el que esos resultados se obtienen. Lawrence Kohlberg utiliza, en cambio, el modelo de G.H. Mead de la reciprocidad general de perspectivas entrelazadas unas con otras. En vez de una “posicion original” idealizada, tenemos una asunción ideal de rol (ideal rol-taking) que exige del sujeto que juzga moralmente ponerse en lugar de todos aquellos que se verían afectados por la entrada en vigor de la norma en cuestión. A mi juicio, ambos modelos tienen la desventaja de que no hacen del todo justicia a la pretensión cognitiva de los juicios morales. En el modelo del contrato nuestras convicciones morales quedan asimiladas a decisiones atenidas a principios de elección racional, y en el modelo de la asunción de rol a ejercicios empáticos de comprensión del prójimo. Por eso K. O. Apel y yo hemos propuesto entender la argumentación moral misma como el procedimiento adecuado de formación racional de la voluntad. El examen de pretensiones de validez hipotéticas representa tal procedimiento, porque quien quiere argumentar seriamente ha de empezar asumiendo (y estribando en) las suposiciones idealizadoras que comporta una forma de comunicación tan exigente como es el discurso práctico. Pues todo participante en una práctica argumentativa tiene que suponer pragmáticamente que en principio todos cuantos pudieran verse afectados podrían participar como iguales y libres en una búsqueda cooperativa de la verdad en la que la única coerción que es lícito ejercer es la que ejercen los mejores argumentos.

No voy a entrar aquí en discusiones concernientes a teoría moral. En nuestro contexto nos basta con constatar que existen candidatos serios para una teoría procedimental de la justicia. Porque si ello no fuera así, quedaría en el aire mi tesis e que derecho procedimentalizado y fundamentación moral de principios son cosas que se remiten la una a la otra. La legalidad sólo puede engendrar legitimidad en la medida en que el orden jurídico reaccione reflexivamente a la necesidad de fundamentación surgida con la positivización el derecho, y ello de suerte que se institucionalicen procedimientos jurídicos de fundamentación que sean permeables a los discursos morales.

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Sin embargo no deben confundirse los límites entre derecho y moral. Los procedimientos que las teorías de la justicia ofrecen para explicar cómo puede enjuiciarse algo desde un punto de vista moral sólo tienen en común con los procedimientos jurídicamente institucionalizados el que la racionalidad del procedimiento habría de garantizar la “validez” de los resultados obtenidos conforme a ese procedimiento. Pero los procedimientos jurídicos se aproximan a las exigencias de una racionalidad procedimental perfecta o completa porque llevan asociados criterios institucionales y, por tanto, criterios independientes, en virtud de los cuales puede establecerse desde la perspectiva de un no implicado si una decisión se produjo o no conforme a derecho. El procedimiento que representan los discursos morales, es decir, los discursos no jurídicamente regulados, no cumple esta condición, en este caso la racionalidad procedimental es imperfecta o incompleta. La cuestión de si tal o cual problema se ha enjuiciado desde un punto de vista moral, es algo que sólo puede decidirse desde la perspectiva de los participantes mismos; pues aquí no hay criterios externos o previos. Ninguno de estos procedimientos puede prescindir de idealizaciones, si bien éstas -como ocurre en el caso de los supuestos de la práctica de la argumentación- no tienen alternativa alguna, es decir, resultan inevitables o ineludibles en el sentido de una necesidad trascendental débil. Por otro lado, son precisamente las debilidades de una racionalidad procedimental incompleta o imperfecta de este tipo las que desde puntos de vista funcionales explican por qué determinadas materias necesitan de una regulación jurídica y no pueden dejarse a reglas morales de corte postradicional. Sea cual fuere el procedimiento conforme al cual hemos de juzgar si una norma podría enocntrar el asentimiento no coercitivo, es decir, racionalmente motivado, de todos los posibles afectados, tal procedimiento no garantiza ni la infalibilidad ni la univocidad del resultado, ni tampoco que ésta se obtenga en el plazo deseado. Una moral autónoma sólo dispone de procedimientos falibilistas de fundamentación de normas. Este alto grado de indeterminación cognitiva se ve además reforzado porque una aplicación (que resulte sensible al contexto) de reglas sumamente abstractas a situaciones complejas -descritas e la forma más adecuada posible y también de la forma más completa posible en lo que se refiere a sus aspectos relevantes- entraña además una incertidumbre estructural adicional. A esta debilidad cognitiva responde una debilidad motivacional. Toda moral postradicional exige un distanciamiento respecto de las evidencias y autoevidencias de las formas de vida en las que uno ha crecido sin hacerse problema de ellas. Y tales convicciones morales desconectadas de la eticidad concreta de la vida cotidiana no comportan sin más la fuerza motivacional necesaria para hacer tambien prácticamente eficaces los juicios morales. Cuanto más se interioriza la moral y cuanto más autónoma se vuelve, más se retira al ámbito de lo privado.

De ahí que en todos aquellos ámbitos de acción en que conflictos, problemas funcionalmente importantes y materias de importancia social exigen tanto una regulación unívoca, como a plazo fijo, y vinculante, sean las normas jurídicas las encargadas de resolver las inseguridades que se presentarían si todos esos problemas se dejasen a una regulación puramente moral del comportamiento. La complementación de la moral por un derecho coercitivo puede justificarse pues moralmente. K. O. Apel habla a este propósito del problema de qué puede en definitiva exigirse en el contexto de una moral universalista que como tal ha de ser por fuerza una moral bien exigente. Pues incluso las normas moralmente bien fundadas sólo son exigibles en la medida en que aquellos que ajusten a ellas su comportamiento puedan esperar que también los otros se comporten de conformidad con esas normas. Pues sólo bajo la condición de una observancia e las normas practicadas por todos, cuantan las razones que pueden aducirse para la justificación de tales normas. Pues bien, como de las convicciones morales no cabe esperar que cobren para todos los sujetos una obigatoriedad que en todos los casos, es decir, con carácter general, las haga efectivas en la práctica, la observancia de tales normas sólo es exigible (si nos situamos en la perspectiva de lo que Weber llamaba una ética de la responsabilidad) si cobran obligatoriedad jurídica.

Rasgos importantes del derecho positivo se tornan comprensibles si entendemos el derecho desde este punto de vista de una compensación de las debilidades de una moral autónoma. Las expectativas de comportamiento jurídicamente institucionalizadas cobran fuerza vinculante mediante su conexión o acoplamiento con el poder de sanción estatal. Se extienden a aquello que Kant llamaba aspecto externo de la acción, no a los motivos e intenciones, en relación con los cuales no cabe forzar a nadie. La administración profesional del derecho fijado por escrito, público y sistemáticamente configurado, exonera a las personas jurídicas privadas del esfuerzo que ha de hacer el individuo mismo cuando se trata de la solución moral de los conflictos de acción. Finalmente, el derecho positivo debes sus rasgos convencionales a la circunstancia de que es puesto en vigor por las decisiones de un legislador político y de que, en principio, puede cambiarse a voluntad.

Esta dependencia del derecho respecto de la política explica también el aspecto instrumental del derecho. Mientras que las normas morales son en todo momento fines en sí, las normas jurídicas valen también como medios para conseguir objetivos políticos. Pues no sólo están ahí, como ocurre en el caso de la moral, para la solución imparcial de conflictos de acción, sino también para la puesta en práctica de programas políticos. Los objetivos políticos y las medidas políticas que traducen esos objetivos a la práctica sólo cobran fuerza vinculante merced a su forma jurídica. En este aspecto el derecho se sitúa entre la política y la moral; y correspondientemente, como a mostrado Dworkin, en el discurso jurídico los argumentos relativos a interpretación de las leyes, cuando se trata de aplicar éstas, se unen, así con argumentos relativos a objetivos políticos, como con argumentos que pertenecen al campo de las justificaciones morales.

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Hasta ahora las consideraciones que hemos venido haciendo acerca de la cuestió de la legitimidad de la legalidad nos han puesto en primer plano el tema “derecho y moral”. Hemos aclarado cómo se complementan mutuamente un derecho exteriorizado en términos convencionales (en el sentido que a esta expresión da L. Kohlberg) y una moral interiorizada. Pero más que esta relación de complementariedad nos interesa el simultáneo entrelazamiento de derecho y moral. Éste se produce porque en los órdenes e instituciones del Estado de derecho se hace uso del derecho positivo como medio para distribuir cargas de argumentación e institucionalizar vías de fundamentación y justificación, que quedan abiertas a argumentaciones morales. La moral ya no se cierne por encima del derecho (como sugiere todavía la construcción del derecho natural racional en forma de un conjunto suprapositivo de normas); emigra al interior del derecho positivo, pero sin agotarse en derecho positivo. Pero esa moralidad que no solamente se enfrenta al derecho, sino que también se instala en el derecho mismo, es de naturaleza procedimental y una moral procedimentalizada pueden controlarse mutuamente. En los discursos jurídicos el tratamiento argumentativo de cuestiones práctico-morales queda, por así decir, domesticado por vía de institucionalización jurídica; ese tratamiento no viene limitado, en lo que se refiere a método, por la vinculación al derecho vigente; en la dimensión objetiva viene limitado en lo que respecta a temas y cargas de la prueba; en la dimensión social, en lo que respecta a condiciones de participación, a inmunidades y a distribución de papeles; y en la dimensión del tiempo, en lo que respecta a plazos de decisión. Pero, a la inversa, también la argumentación moral queda institucionalizada como un procedimiento abieto, que obedece a su propia lógica interna y controla así su propia racionalidad. La estructura jurídica no penetra en el interior de la argumentación hasta el punto de que ésta hubiera de detenerse o tuviera que quedar atascada en los límites del derecho positivo. El derecho mismo deja en franquía y estimula una dinámica de fundamentación y justificación, que también puede llegar a transcender la letra del derecho positivo, de forma no determinada ni prevista por éste.

Naturalmente, esta concepción habría de matizarse y diferenciarse atendiendo a los contextos diversos que son los discursos propios de las ciencias jurídicas, o los discursos que en la administración de justicia se producen por parte de los fiscales y abogados y por parte de los jueces, y también atendiendo a los diversos ámbitos temáticos (desde cuestiones próximas a la moral hasta cuestiones puramente técnicas). Y entonces esta concepción podría servir al objetivo crítico de reconstruir la correspondiente práctica de toma de decisiones desde el punto de vista de en qué medida los procedimientos jurídicos dejan espacio para la lógica de la argumentación o distorsionan sistemáticamente el juego argumentativo mediante restricciones en que simplemente se hacen valer coerciones externas. Naturalmente, tales efectos no solamente se reflejan en las regulaciones jurídicas mismas de tipo procedimental, sino también en el modo como tales regulaciones se llevan a la práctica. A veces se da una clase especial de argumentos que se presta muy bien a tal reconstrucción; en la práctica de las decisiones judiciales es fácil, por ejemplo, someter a este tipo de reconstrucción las fundamentaciones de las sentencias que ponen entre paréntesis puntos de vista normativos para sustituirlos por argumentos relativos a imperativos funcionales que se dan por obvios. Precisamente en tales ejemplos queda claro que la justicia y el sistema jurídico reaccionan ciertamente a a sociedad, pero que no son autónomos frente a ella. Pues la cuestión de si hay que someterse a imperativos sistémicos, bien sea de la economía, bien sea del aparato estatal mismo, incluso cuando tales imperativos quebrantan o merman principios bien fundados, no es algo que en última instancia se decida en los tribunales de justicia, tampoco en el espacio público-jurídico, sino en las luchas políticas acerca el trazado de límites entre sistema y mundo de la vida.

Ahora bien, heos visto que la fuerza legitimadora que tiene su sede en la racionalidad de los procedimientos jurídicos, se comunica a la dominación legal no sólo a través de las normas procedimentales de la administración de justicia, sino en mayor grado aún a través del procedimiento democrático de producción de normas. Pero el que los procedimientos parlamentarios puedan tener un núcleo racional en sentido práctico-moral, no es algo que a primera vista resulte tan plausible. Pues en este caso todo parece reducirse a la adquisición de poder político y a una competición (regida, regulada y controlada por ese poder) de intereses divergentes y contrapuestos, de suerte que las discusiones parlamentarias serían accesibles a lo sumo a un análisis empírico, pero no a una reconstrucción crítica conforme al modelo de una negocación fair de compromisos, ni mucho menos conforme al modelo de una formación discursiva de la voluntad común. En este lugar no puedo ofrecer ningún modelo satisfactorio, pero sí quiero subrayar la existencia de teorías de la Constitución centradas en la idea del proceso político-democrático que la Constitución regula, las cuales responden a un planteamiento crítico-reconstructivo. La regla de la mayoría, las normas de procedimiento parlamentario, la ley electoral, etc., se analizan desde el punto de vista de cómo y hasta qué punto puede asegurarse que en los procesos parlamentarios de decisión se tomen en consideración todos los intereses afectados y todos los aspectos relevantes de la materia de que se trate. Una debilidad de estas teorías la veo, no tanto en ese enfoque como tal, centrado en la idea de proceso político, sino en que no desarrollan sus puntos de vista normativos desde una lógica de la argumentación moral, ni los aplican a las condiciones comunicativas para una formación discursiva de la voluntad. Por lo demás, la formación intraparlamentaria de la voluntad sólo constituye un pequeño sengmento de la vida pública. La calidad racional del proceso de producción legislativa no sólo depende de cómo trabajan en el Parlamento las mayorías elegidas y las minorías elegidas. Depende también del nivel de participación y del nivel de formación de los participantes, del frado de información y de la claridad y nitidez con que en el seno de la opinión pública quedan articuladas las cuestiones de que se trate, en una palabra: del carácter discursivo de la formación no institucionalizada de la opinión en el espacio público político. La calidad de la vida pública viene en general determinada por las oportunidades efectivas que abra el espcio de la opinión pública política con sus medios de comunicación y sus estructuras. Pero todos estos enfoques se exponen a la duda de si en vista del vertiginoso crecimiento de la complejidad de la sociedad, este tipo de planteamientos no tienen que resultar irremediamente ingenuos. Si tenemos presente a crítica de la escuela realista, que hoy vienen siendo radicalizadas por los Critical Legal Studies, toda investigación normativa que considera al Estado democrático de derecho desde su propia perspectiva interna y, por así decir, le tome la palabra, cae víctima de un impotente idealismo. En la próxima lección cambiaré de perspectiva y pasaré a un tipo de consideración, no tanto normativo, como de teoría de la sociedad.

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viernes, 28 de agosto de 2009

las cualidades formales del derecho y el concepto de procedimiento jurídicamente institucionalizado

las cualidades formales del derecho y el concepto de procedimiento jurídicamente institucionalizado


Si recorremos en dirección inversa esos tres aspectos de racionalidad, lo dicho vale en primer lugar para la seguridad jurídica en cuanto que, sobre la base de leyes abstractas y generales, ésta viene garantizada mediante procedimientos estrictos a los que ha de atenerse la justicia y la Admiistración. Supongamos que se cumplen las condiciones empíricas necesarias para poder garantizar la seguridad jurídica de forma universal y para todos por igual. Pero entonces plantéase la cuestión de que la seguridad jurídica en el sentido de pronosticabilidad en las intervenciones en la vida, la libertad y la propiedad es un “valor” que compite con otros valores, por ejemplo, con una participación en las decisiones políticas, articulada en términos de igualdad de oportunidades, o de una igual distribución de las ventajas y recompensas sociales. Ya Hobbes había tenido en mientes una maximización de la seguridad jurídica cuando impone a su soberano la obligación de canalizar sus mandatos a través del medio que representa el derecho. Pero el papel privilegiado de que este valor goza en el derecho formal burgués no puede quedar justificado por sólo la razón de que la culpabilidad de las consecuencias jurídicas de las propias acciones resulte funcional para la organización del tráfico social sobre el eje de una economía de mercado. La cuestión, por ejemplo, de si se está dispuesto a introducir políticas de las del tipo del Estado social, que sólo pueden realizarse con ayuda de conceptos jurídicos más bien imprecisos e indeterminados, aun a costa de sacrificar un cierto grado de calculabilidad de las decisiones judiciales, es una cuestión de ponderación moral entre dos principios diversos. Pero tales colisiones hay que decidirlas entonces desde el punto de vista moral de la susceptibilidad de universalización de intereses.

Pero con ello, y esto es lo segundo, queda afectada la calidad formal de las leyes. La forma clásica de la ley abstracta y general no legitima la dominación ejercida en tales formas por la sola razón de que semejante dominación cumpla determinados requisitos funcionales para la persecución “privado-autónoma” y la persecución “racional con arreglo a fines” de los propios intereses de cada uno. Desde Marx hasta Macpherson se ha venido insistiendo una y otra vez en que de ello sólo podría hablarse si cualquiera tuviese la posibiidad de acceder en términos de igualdad de oportunidades a las opportunity-structures de una sociedad de mercado, y, aun entonces, sólo bajo el supuesto de que no se pudiese encontrar una alternativa preferible a las formas de vida en las que se vuelven tan determinantes los mecanismos monetarios y burocráticos. Ciertamente, frente a los programas finalistas, los programas legislativos que tienen la estructura de reglas ofrecen la ventaja de que, en virtud de su propia generalidad o universalidad semántica, vienen a ajustarse al principio de igualdad ante la ley. Y en cirtud de su carácter abstracto, en la medida en que las materias reguladas sean, en efecto, de carácter general y no se vean afectadas en su contenido esencial por el cambio de los contextos, responden incluso a un principio de más alcance, a saber, al principio de que lo igual ha de tratarse de forma igual y lo desigual de forma desigual. Frente a la argumentación funcionalista de Max Weber resulta, entonces, que la forma de leyes abstractas y generales sólo puede justificarse como racional a la luz de principios de contenido moral. (Mas de ello no cabe concluir que un orden jurídico, sólo en las formas de leyes públicas, abstractas y generales, pudiese dar satisfacción a esos dos principios de igualdad en la aplicación del derecho e igualdad jurídico-material).

Tampoco la tercera cualidad formal, la de la estructura científico-metódica de un corpus iuris sistemáticamente configurado, puede explicar, considerada en sí misma, la eficacia legitimatoria de la legalidad. Pese a toda la autoridad que las ciencias puedan reclamar en las sociedades modernas, las normas jurídicas no cobran legitimidad por el solo hecho de que se precisen sus significados, se expliquen los conceptos que subyacen en ellas, se examine su consistencia y se reduzcan a unidad las ideas a que deben su existencia. El trabajo de los especialistas en dogmática jurídica sólo puede representar una aportación a la legitimación si, y en la medida en que, ayuda a satisfacer esa necesidad de fundamentación que surge en cuanto el derecho queda convertido en conjunto del derecho positivo. Pues la mutabilidad del derecho positivo sólo es compatible desde el punto de vista de sus destinatarios y de sus administradores con su (del derecho) pretensión de validez legítima, mientras pueda suponerse que los cambios en el derecho y los desarrollos en el derecho pueden fundamentarse (en sus respectivos contextos) partiendo de principios que resulten convincentes. Las tareas y operaciones de sisstematización de los especialistas en derecho han hecho precisamente cobrar conciencia del modo de validez postradicional del derecho. En el derecho positivo las normas han perdido por principio el tipo de validez consagrada por la costumbre. Las distintas proposiciones jurídicas tienen, por tanto, que poder ser fundamentadas como ingredientes de un orden juridico al que en conjunto quepa hacer convincente a partir de principios, pudiendo esos principios entrar en colisión unos con otros y debiendo en ese caso ser sometidos a un examen discursivo. Pero a su vez lo que en el plano de esas discusiones normativas acaba haciéndose valer es una racionalidad que está más cerca de lo que Kant llamaba razón práctica que de una racionalidad puramente científica, y que en todo caso es una racionalidad que no es moralmente neutral.

Resumiendo podemos decir que las cualidades formales del derecho analizadas por Max Weber sólo hubieran podido, en condiciones sociales especiales, posibilitar la legitimidad de la legalidad en la medida en que hubieran podido ser consideradas “racionales” en un sentido práctico-moral. Weber no reconoció este núcleo moral del derecho formal burgués porque siempre entendió las ideas morales como orientaciones valorativas subjetivas. Los valores eran considerados por Weber como contenidos no susceptibles de ulterior racionalización, incompatibles con el carácter formal del derecho. Weber no distinguió entre preferibilidad de los valores que en el marco de determinadas formas culturales de vida y de determinadas tradiciones resultan, por así decir, recomendables frente a otros valores, y la validez deontológica (o deber-ser) de normas que obligan por igual a todos los destinatarios. Weber no estableció una separación entre las estimaciones valorativas, que se dispersan a lo ancho de todo un espectro de contenidos valorativos que compiten unos con otros, y el aspecto formal de la obligatoriedad o validez de las normas, que no varía en modo alguno con los contenidos de esas normas. Con otras palabras, Weber no tomó en serio el formalismo ético.


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Muéstrase esto en la interpretación que Weber hace del derecho natural racional moderno, que eber opone al “derecho formal” convertido en positivo. Weber piensa “que no puede haber un derecho natural puramente formal”: “criterio material de lo que es legítimo desde la perspectiva del derecho natural, son la naturaleza y la razón...” Hay que admitir que las teorías del derecho natural desde Hobbes hasta Rousseau y Kant, con sus modelos de un contrato social, a través del cual los miembros de una comunidad jurídica regulan democráticamente su convivencia como iguales y libres, dan ya plena satisfacción a la exigencia metodológica de una fundamentación procedimental del derecho. En esta tradición moderna expresiones tales como “naturaleza” y “razón” no se refieren propiamente a contenidos metafísicos; antes sirven a la explicación de los presupuestos bajo los que habría de producirse un acuerdo o convenio para poder tener fuerza legitimadora. De tal modelo contractualista pueden deducirse condiciones procedimentales para un formación racional de la voluntad. Y a su vez Weber no distingue suficientemente entre aspectos estructurales y aspectos de contenido. Sólo por eso puede confundir “naturaleza” y “razón” con contenidos valorativos de los que el derecho formal habría hecho muy bien en liberarse. Weber equipara falsamente las propiedades procedimentales de un nivel postconvencional de fundamentación con orientaciones valorativas materiales. Por eso no se percata de que la figura de pensamiento que representa el contrato social (al igual que el imperativo categórico) puede entenderse como propuesta de un procedimiento cuya racionalidad garantizaría la rectitud (legitimidad) de cualesquiera decisiones que se produjesen conforme a él.

En este lugar esta apelación a las teorías morales y a las teorías de la justicia planteadas en términos procedimentalistas solo tiene por fin explicar por qué el derecho y la moral no pueden deslindarse entre sí recurriendo a conceptos tales como “formal” y “material”. Antes las consideraciones que hemos hecho hasta aquí conducen al resultado de que la legitimidad de la legalidad no puede explicarse recurriendo a una racionalidad autónoma, a una racionalidad exenta de moralidad inherente, por así decir, a la forma jurídica; esa legitimidad ha de hacerse derivar más bien de una relación interna entre el derecho y la moral.

Y lo dicho empieza siendo válido del modelo del derecho formal burgués, que cristaliza en torno a la forma semántica de la ley abstracta y general. Pues las cualidades formales de este tipo de derecho sólo ofrecen razones legítimantes a la luz de principios de contenido moral. Pues bien, es verdad que el cambio de forma del derecho, que Max Weber escribe bajo el rótulo de “materialización”, deja sin base precisamente esas razones. Pero con ello no queda dicho todavía en modo alguno que al derecho materializado le falten propiedades formales de las que de forma análoga puedan reducirse razones lagitimantes. Antes el cambio de forma del derecho constituye un desafío que nos lleva a adicalizar la pregunta de Weber por la racionalidad inmanente al derecho. El derecho formal y el derecho desformalizado constituyen desde el principio variantes distintas en las que se expresa un mismo derecho positivo. El “formalismo” del derecho que es común a estos tipos especiales de derecho, tiene por tanto que radicar en un nivel más abstracto. Nos conduciría a falacias concretistas al querer ver anclado el formalismo del derecho en propiedades de un determinado modelo histórico, justo en las propiedades del modelo que representa el derecho formal burgués.

Para los sistemas jurídicos modernos resulta por lo general central el concepto de procedimiento jurídicamente institucionalizado. Este concepto ha de manejarse de forma tolerante, o en todo caso no se lo puede asociar de antemano con una forma especial de ley. H.L.A. Hart y otros han mostrado que los sistemas jurídicos modernos no se componen solamente de normas secundarias, de reglas de autorización y organización que sirven para institucionalizar procedimientos concernientes a la producción legislativa, a la administración de justicia y a la Administración. De esta forma, la producción de normas queda a su vez normada. El que se tomen conforme a los plazos establecidos decisiones jurídicamente vinculantes viene posibilitado por una forma de actuación, procedimentalmente fijada, pero indeterminada en lo tocante al contenido. Además hay que tener presente que estos procedimientos establecen una conexión entre toma de decisiones y deberes de fundamentación. Lo que de esta forma se institucionaliza son discursos jurídicos que no sólo operan bajo las restricciones externas que les impone el procedimiento jurídico, sino también bajo las restricciones internas anejas a la generación argumentativa de buenas razones. Las reglas de argumentación anejas a los distintos tipos de discursos institucionalizados no dejan la construcción y valoración de las razones al arbitrio de los participantes. Y esas reglas sólo pueden ser cambiadas a su vez razonando la necesidad de su cambio. Finalmente, hay que tener presente que los discursos juridicos, cualquiera sea su modo de vinculación al derecho vigente, no pueden moverse en un universo cerrado de reglas jurídicas únivocamente fijadas. Esto es algo que se sigue de la propia estructuración del derecho moderno en reglas y principios. Muchos de estos principios son de naturaleza jurídica y simultáneamente de naturaleza moral, como fácilmente puede verse en el caso del derecho constitucional. Los principios morales del derecho natural racional se han convertido en los Estados constitucionales modernos en derecho positivo. Por eso las vías de fundamentación institucionalizadas mediante procedimientos jurídicos, cuando se las mira desde la perspectiva de una lógica de la argumentación, permanecen abiertas a discursos morales.

Pues bien, si las cualidades formales del derecho -aquende el umbral de una diferenciación del derecho en tipos de derecho más o menos materializados- hay que buscarlas en la dimensión de los procedimientos jurídicamente institucionalizados; y si estos procedimientos regulan discursos jurídicos que, a su vez, resultan permeables a argumentaciones de tipo moral; si ello es así, digo, cabe tomar en consideración una hipótesis que resulta obvia, a saber, que es posible la legitimidad a través de la legalidad en la medida en que los procedimientos establecidos para la producción de normas jurídicas sean también racionales en el sentido de una racionalidad procedimental práctico-moral y se pongan en práctica de forma racional. La legitimidad de la legalidad se debe a un entrelazamiento de procedimientos jurídicos con una argumentación moral que a su vez obedece a su propia racionalidad procedimental.

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jueves, 27 de agosto de 2009

derecho y moral, la concepción de la racionalidad del derecho por parte de Max Weber

Derecho y moral.-

Hoy se está desarrollando un debate sobre “juridificación” que toma como punto de partida el diagnóstico de Weber. De ahí que sea en este contexto donde quiero situar las consideraciones que desarrollaré sobre derecho y moral. (I) Haré primero un resumen del análisis que Weber hace de a desformalización del derecho para sacar a la luz sus supuestos implícitos de teoría moral que son incompatibles con el escepticismo valorativo que Weber profesa. En una segunda parte (II) me referiré a tres posiciones en la reciente discusión alemana acerca del cambio de forma del derecho con el fin de acumular razones en favor de una concepción más adecuada de la racionalidad jurídica. Finalmente (III) desarrollaré por lo menos a grandes rasgos la tesis de que sólo de una racionalidad procedimental llena de contenido moral puede extraer la legalidad su propia legitimidad. Y esa racionalidad procedimental se debe a un entrelazamiento de dos tipos de “procedimientos”: las argumentaciones morales quedan institucionalidas con medios jurídicos. Estas discusiones tienen carácter normativo. Pero como quedará claro en esta conferencia, lo que busco participando en ellas no tiene tanto que ver con teoría del derecho como con teoría de la sociedad.
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La concepción de la racionalidad del derecho por parte de Max Weber

(1)Lo que Weber describió como “materialización” del derecho formal burgués, es lo que hoy conocemos como el proceso de juridificación característico del Estado social. No se trata aquí solamente de crecimiento cuantitativo, del aumento de la densidad de regulaciones o de la profundidad con que preceptos jurídicos logran desarrollar su función regulativa en una sociedad que se torna cada vez más compleja. Con las necesidades de intervención de un aparato estatal activo (y esto conforme a su propia autocomprensión), que ha de cumplir simultáneamente tareas de regulación y control y tareas de compensación, cambian más bien las funciones y las estructuras internas del sistema jurídico. No solamente se hace un uso más intensivo del medio que es el derecho, sino que también la forma jurídica se transforma bajo los imperativos de nuevo tipo a los que se la somete.
Ya Weber tenía a la vista este derecho reguativo que caracteriza al Estado social. Este derecho queda instrumentalizado para las tareas configuradoras de un legislador que ha de satisfacer a exigencias de justicia social, con redistribuciones de tipo compensador, con operaciones de regulación y control sistémicos de tipo estabilizador y con intervenciones transformadoras: “Con el despertar de los modernos problemas de clase empiezan a plantearse al derecho exigencias de tipo material por una parte de los destinatarios de él (a saber, por los trabajadores), por un lado, y por los ideológos del derecho, por otro, los cuales... exigen un derecho social basado en patéticos postulados éticos (“justicia”, “dignidad humana”). Pero esto pone radicalmente en cuestión el formalismo del derecho”.

Aquí entra en juego la pareja de conceptos “formal-material” con la que Weber sigue determinando hasta hoy las discusiones correspondientes, encauzándolas, según creo, en una falsa dirección: conforme a su concepción, las exigencias de “justicia material” penetran en el medio del derecho y destruyen la “racionalidad formal” de éste. Weber documenta su tesis recurriendo sobre todo a ejemplos del derecho privado, el cual, si nos atenemos al punto de vista liberal, tenía antaño la función de asegurar, mediante leyes públicas, abstractas y generales, la vida, la libertad y la propiedad de las personas jurídicas, facultadas para concluir contratos. Y de este corpus del derecho privado se diferenciaron, en efecto, nuevos derechos privados especiales. Tendencias a la desformalización son, por ejemplo, bien fáciles de documentar en el derecho social y en el derecho laboral y en el derecho relacionado con carteles y sociedades.

Como “materialización” pueden describirse estas tendencias si se parte de la comprensión formalísitica del derecho, que con el pandectismo y la jurisprudencia conceptual prevalecía entonces en Alemania. Las cualidades formales del derecho, tan subrayadas en esta tradición, Weber las explica en general como resultado del trabajo realizado en dogmática jurídica por juristas especializados de formación académica. Los expertos en derecho velan por el “formalismo del derecho” por lo menos en tres aspectos. La configuración sistemática de un corpus de proposiciones jurídicas claramente analizado introduce, primero, en el conjunto de las normas vigentes un orden por el que ese conjunto resulta abarcable y controlable. Segundo, la forma de la ley abstracta y general, ni cortada a la medida de contextos particulares, ni tampoco dirigida a determinados destinatarios, da al sistema jurídico una estructura unitaria. Y tercero, la vinculación de la justicia y la Administración a la ley garantiza una aplicación de ésta susceptible de cálculo, atenida a reglas procedimentales respecto de este modo liberal pueden entenderse entonces como merma de las cualidades formales del derecho. La ola de juridificación ligada al Estado social convierte en insostenible la imagen clásica del sistema de derecho privado, la idea de una clara sepación entre derecho privado y público, así como la jerarquía de norma fundamental y ley simple. También se hace añicos la ficción de un sistema jurídico bien ordenado. La unidad de las normas jurídicas en conjunto sólo se abre de caso a caso a una precomprensión reconstructiva, dirigida por principios, precomprensión que como tal no está objetivada en el texto de las leyes. Pues, en efecto, programas jurídicos orientados a obtener determinados objetivos vienen a sustituir la clara estructura de regla de las formas jurídicas anteriores en la medida en que la actividad legislativa pasa a programar intervenciones políticas tendentes a cumplir tareas de configuración, planificación o redistribución social, cuyos efectos son difícilmente pronosticables. Tanto materias demasiado concretas como objetivos demasiado abstractos tienen entrada en el lenguaje de la ley. Y lo que antes eran rasgos y elementos externos al derecho encuentran caida, cada vez con más abundancia, en las determinaciones y disposiciones jurídicas. Este “ascenso de los objetivos o fines en el derecho” (Ihering) viene, finalmente, a aflojar la vinculación de la justicia y la Administración a la ley, que antaño se consideró aproblemática. Los tribunales han de habérselas con cláusulas de tipo general y simultáneamente con un mayor espectro de variación de los contextos, a la vez que han de hacer justicia a una interdependencia cada vez mayor de proposiciones jurídicas desordenadas. Y otro tanto cabría ecir de la actuación “situativa” a que se ve obligada la Administración.

Cuando antaño a las cualidades formales del derecho se las veía caracterizadas por la sistematización del corpus jurídico, por la forma de la ley abstracta y general y por procedimientos estrictos que restringían la discrecionalidad de jueces y funcionarios, esta manera de ver las cosas tenía sin duda su origen en una fuerte estilización; pese a lo cual, los cambios que se produjeron en el sistema jurídico al ponerse en marcha el Estado social, tuvieron que representar en el sistema jurídico al ponerse en marcha el Estado social, tuvieron que representar un shock para la autocomprensión liberal del derecho. En este aspecto cabe hablar sin más, por lo menos en un sentido descriptivo, de una “materialización” del derecho. Pero Weber da también a esa expresión un sentido crítico al adjuntarle dos referencias que la definen: en las cualidades formales del derecho Weber veía también fundada la racionalidad del derecho; y materialización sinificaba para él moraización del derecho, a saber, la penetración de puntos de vista de justicia material en el derecho positivo. Y de ambas cosas se seguía la afirmación crítica de que en la medida en que se establece una conexión interna entre derecho y moral, queda destruida la racionalidad que es inmanente al medio que representa el derecho.

(2)Pero esta concatenación de ideas sólo puede ser de recibo si las cualidades del derecho, tal como Max Weber las toma de la comprensión formalista del derecho, pueden interpretarse como “racionales” en un sentido moralmente neutral. Recordemos los tres aspectos que en Weber tiene el uso del término “racional”.

Weber parte, primero, de un concepto lato de técnica (también en el sentido de técnica para orar, de técnica pictórica, de técnica educativa, etc.) para aclarar que el aspecto de regularidad es en general importante para una cierta racionalidad de la acción. Los patrones de comportamiento reproducibles de forma fiable tienen la ventaja de su previsiblidad y calculabilidad. Pero tan pronto como se trata de reglas técnicas (susceptibles de mejorarse) concernientes a la dominación de la naturaleza o de un determinado material, el concepto general de racionalidad aneja a la atenencia a reglas cobra el significado más estrecho de racionalidad instrumental. Y cuando ya no se trata sólo de la utilización regulada de medios sino de la selección de fines en función de valores de los que se parte como dados, Weber habla (y ésta es la segunda acepción de racional) de racionalidad con arreglo a fines. Bajo este aspecto una acción puede ser racional en la medida en que no se vea gobernada por pasiones ciegas o por tradiciones de tipo cuasinatural, es decir, no transidas por la reflexión. Las orientaciones valorativas las considera Weber como preferencias de un determinado contenido, como preferencias orientadas por valores materiales, que anteceden, como algo ya no susceptible de ulterior fundamentación, a las decisiones de los sujetos que actúan de forma racional con arreglo a fines, como son, por ejemplo, los intereses que los sujetos de derecho privado persiguen en el tráfico económico. Racional llama también Weber, finalmente, a los resultados del trabajo intelectual de los expertos que configuran y articulan analíticamente los sistemas recibidos de símbolos, por ejemplos, las imágenes religiosas del mundo o las idea morales y jurídicas. Estas realizaciones en el campo de la dogmática son expresiones de un pensamiento científico-metódico. Acrecientan la complejidad y simultáneamente la especificidad del saber enseñable.

En un primer repaso es fácil ver cómo bajo los tres aspectos de racionalidad de regla, racionalidad electiva y racionalidad científica las cualidades formales del derecho, arriba mencionadas, pueden describirse como “racionales” en un sentido estricto y todavía moralmente neutral. La configuración sistemática del corpus iuris se debe a la racionalidad científica de expertos en derecho, entregados al desarrollo de la dogmática jurídica; las leyes públicas, abstractas y generales aseguran ámbitos de autonomía privada para una persecución de intereses subjetivos, racional con arreglo a fines; y la institucionalización de procedimientos para la aplicación e implementación estricta de tales leyes posibilita una conexión regular, y por tanto calculable, entre acciones, tipos jurídicos y consecuencias jurídicas, sobre todo en el tráfico económico organizado en términos de derecho privado. Quedaría así demostrada la racionalidad del derecho formal burgués en un triple aspecto, sin atender a otra cosa que a sus cualidades formales. Pero, ¿son realmente estos aspectos de racionalidad los que podrían prestar fuerza legitimadora a la legalidad de una dominación ejercida en forma de derecho?

Basta considerar el movimiento obrero europeo y las luchas de clases del siglo XIX para percatarse de que sistemas políticos que respondían de forma bien aproximada a la idea-modelo de una dominación racionalizada en términos de derecho formal, en modo alguno fueron percibidos per se como legítimos, a no ser por las capas sociales. Pero si con el fin de hacer una crítica inmanente presuponemos ese modelo liberal, resulta que la legitmidad de ese derecho formal burgués, cuando se miran bien las cosas, no deriva en absoluto de las caracterísiticas “racionales” señaladas, sino de implicaciones morales que pueden derivarse de esas características recurriendo a ulteriores supuestos empíricos auxiliares acerca de la estructura y funcionamiento del orden económico.

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Derecho y moral

Derecho y moral.-

Hoy se está desarrollando un debate sobre “juridificación” que toma como punto de partida el diagnóstico de Weber. De ahí que sea en este contexto donde quiero situar las consideraciones que desarrollaré sobre derecho y moral. (I) Haré primero un resumen del análisis que Weber hace de a desformalización del derecho para sacar a la luz sus supuestos implícitos de teoría moral que son incompatibles con el escepticismo valorativo que Weber profesa. En una segunda parte (II) me referiré a tres posiciones en la reciente discusión alemana acerca del cambio de forma del derecho con el fin de acumular razones en favor de una concepción más adecuada de la racionalidad jurídica. Finalmente (III) desarrollaré por lo menos a grandes rasgos la tesis de que sólo de una racionalidad procedimental llena de contenido moral puede extraer la legalidad su propia legitimidad. Y esa racionalidad procedimental se debe a un entrelazamiento de dos tipos de “procedimientos”: las argumentaciones morales quedan institucionalidas con medios jurídicos. Estas discusiones tienen carácter normativo. Pero como quedará claro en esta conferencia, lo que busco participando en ellas no tiene tanto que ver con teoría del derecho como con teoría de la sociedad.
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desde un punto de vista reconstructivo y la praxis del derecho

desde un punto de vista reconstructivo.-

Desde un punto de vista reconstructivo hemos mostrado que los derechos fundamentales y los principios del Estado de derecho se limitan a hacer explícito el sentido realizativo de la autoconstitución de una comunidad jurídica de miembros libres e iguales. En las formas de organización del Estado democrático de derecho esa praxis cobra continuidad. Toda Constitución histórica hace una doble referencia al tiempo: como documento histórico representa la memoria del acto de fundación al que interpreta, marcando así un inicio en el tiempo; a la vez su carácter normativo comporta que la tarea de interpretación y configuración del sistema de los derechos se plantea de nuevo para cada generación: como proyecto de una sociedad justa una Constitución articula el horizonte de expectativa del futuro que se tiene en cada caso presente. Bajo este aspecto de un proceso de continua actividad constituyente, pensado a largo plazo, el procedimiento democrático de producción legítima del derecho cobra una fundamental importancia. De ahí que no pudiéramos eludir la cuestión de si, y (si la respuesta había de ser afirmativa) cómo, puede implementarse de forma eficaz en las sociedades complejas de nuestro tipo un procedimiento tan exigente, de suerte que en el sistema político pueda imponerse una circulación del poder normada en términos de Estado de derecho. Las respuestas a esta cuestión informan, a su vez, nuestra comprensión paradigmática del derecho. A fin de poder pasar a glosar tal comprensión históricamente situada de la Constitución, quisiera remachar los puntos siguientes:

(a) El sistema político articulado en términos de Estado de derecho está especializado, por un lado, en la generación de decisiones colectivamente vinculantes y sólo constituye, por tanto, uno entre varios sistemas funcionales. Por otra parte, la política, e virtud de su interna conexión con el derecho, es la encargada de hacer frente a problemas que afectan a la sociedad en conjunto. Las decisiones colectivamente vinculantes tienen que poder interpretarse a la vez como realización de los derechos, de modo que, a través del medio que representa el derecho, las estructuras de reconocimiento que caracterizan a la acción orientada al entendimiento se transfieren del nivel de las interacciones simples a las relaciones anónimas entre extraños, abstractamente mediadas. La política al perseguir determinados fines colectivos y regular determinados conflictos, está haciendo frente a la vez a problemas generales de integración de la sociedad. Al estar estructurado en forma de derecho, el modo de operar de ese sistema político funcionalmente especificado, mantiene una relación con los problemas de la sociedad global: se hace cargo de, y prosigue en un plano reflexivo, una integración social que otros sistemas de acción ya no pueden realizar de forma suficiente.

(b) Esta posición asimétrica explica que el sistema político se vea sometido a restricciones por dos lados y que sus operaciones y decisiones se midan por los correspondientes estándares. Como un sistema de acción funcionalmente especificado queda limitado por otros sistemas funcionales que obedecen a su propia lógica y que, por tanto, se cierran contra las intervenciones directas. Por este lado, el sistema político choca con los límites de la eficacia del poder administrativo (incluyendo las formas de organización jurídica y los medios fiscales). Por el otro lado, la política, en tanto que sistema de acción regulado en términos de Estado de derecho, está en conexión con el espacio de la opinión pública y depende de las fuentes que el poder comunicativo tiene en el mundo de la vida. Por este lado el sistema político está sometido, no a las restricciones externas de un entorno social, sino que, más bien, hace experiencia de su dependencia respecto de condiciones internas de posibilitación. Pues en última instancia la política no puede disponer a voluntad de las condiciones que hacen posible la generación de derecho legítimo.

© Por ambas partes el sistema político se ve expuesto a perturbaciones que pueden mermar la efectividad o eficacia de sus operaciones y rendimientos, o la legitimidad de sus decisiones. El sistema político fracasa en sus competencias regulativas, cuando o bien los programas jurídicos implementados permanecen ineficaces, o bien las operaciones de orden, regulación y control provocan efectos desintegradores en los ámbitos de acción necesitados de regulación, o bien los medios utilizados desbordan la capacidad del medio que representa el derecho impregnado así una carga excesiva a la estructura normativa del propio sistema. Ante problemas de regulación o control de elevada complejidad, la irrelevancia, la regulación en falso y la autodestrucción pueden tener efectos acumulativos que den lugar a un “trilema regulatorio”. Por otro lado, el sistema político fracasa en su calidad de lugarteniente de la integración social cuando las decisiones (por efectivas que fueren) ya no pueden hacerse derivar del derecho legítimo. La circulación del poder regulada en términos de Estado de derecho queda neutralizada cuando el sistema administrativo se autonomiza frente al poder comunicativamente generado, cuando el poder social de los sistemas funcionales y de la grandes organizaciones (incluyendo los medios de comunicación) se transforman en poder ilegítimo y cuando los recursos del mundo de la vida no bastan para comunicaciones públicas espontáneas que puedan garantizar que los intereses sociales puedan expresarse de manera no distorsionada ni forzada. La autonomización del poder ilegítimo y las debilidades de la sociedad civil y del espacio de la opinión pública política pueden agudizarse y dar lugar a un “dilema legitimatorio” que en determinadas circunstancias se conjunta con el “trilema regulatorio” dando lugar a un círculo vicioso. Entonces el sistema político cae en el remolino de un déficit de legitimación y de un déficit de regulación o control sistémicos, que se refuerzan mutuamente.

(d)Tales crisis pueden explicarse en todo caso recurriendo a la historia. Pero no están de tal suerte inscritas en las propias estructuras de las sociedades funcionalmente diferenciadas, que quede desautorizado de antemano el proyecto de no dejarse representar sino por sí misma una comunidad de libres e iguales no quedando sujetos a otras reglas que las que ellos mismos se autoimponen por vía de derecho. Sin embargo, sí que son sintomáticas de esa peculiar inserción asimétrica del sistema político articulado en términos de Estado de derecho en procesos circulares altamente complejos, de la que los actores han de hacerse una imagen cuando, en actitud realizativa, quieren implicarse con éxito, como ciudadanos, como diputados, como jueces, como funcionarios, etc., en la realización del sistema de los derechos. Y porque estos derechos pueden interpretarse de formas distintas con el cambio de los contextos sociales, la luz que arrojan sobre las situaciones se refracta formando el espectro que representan paradigmas jurídicos históricamente cambiantes. Las constituciones históricas pueden entenderse como otras tantas interpretaciones de una y la misma praxis, de la praxis de autodeterminación de miembros iguales y libres de una comunidad jurídica; pero, como toda praxis, también ésta viene situada históricamente. Los participantes han de partir de la concreta forma histórica que esa praxis tiene para ellos si es que quieren aclararse sobre el significado que esa praxis tiene en general.
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miércoles, 26 de agosto de 2009

Las protestas ciudadanas subinstitucionales.-

Las protestas ciudadanas subinstitucionales.-

En el cabo superior de esa escala gradual por la que ascienden las protestas ciudadanas subinstitucionales cuando logra tomar cuerpo un movimiento en escalada, resalta con particular claridad ese sentido de una reforzada coerción legitimadora, es decir, de una coerción que empuja a plantear cuestiones de legitimidad. El último medio que los argumentos de este tipo de oposición subinstitucional tienen para hacerse oír y para ejercer una influencia publicística-política, son los actos de desobediencia civil, los cuales quedan sometidos de inmediato a una alta coerción en lo tocante a la necesidad de dar explicaciones y justificaciones. Estos actos de transgresión simbólica de las reglas, exenta de violencia, se entienden como expresión de la protesta contra decisiones vinculantes que, segú entienden los actores, pese a haberse tomado legalmente, son ilegítimas a la luz de los principios constitucionales vigentes. Esos actos de trangresión simbólica de las reglas, exenta de violencia, se entienden como expresión de la protesta contra decisiones vinculantes que, según entienden los actores, pese a haberse tomado legalmente, son ilegítimas a la luz de los principios constitucionales vigentes. Esos actos se dirigen a dos destinatarios simultáneamente. Por un lado, apelan a quienes ocupan cargos y a los portadores de la representación ciudadana para que se retomen deiberaciones políticas ya cerradas, con el fin de que, valorando los argumentos que se formulan en esa crítica pública que se niega a ceder y a cesar, revisen, si ello fuera menester, las resoluciones tomadas. Por otra parte, apelan “al sentido de la justicia de la mayoría de la sociedad”, como dice Rawls, es decir, al juicio crítico de un público de ciudadanos, al que hay que movilizar con esos medios extraordinarios. Y con independencia del tema de la controversia, lo que la desobediencia civil implícitamente está defendiendo siempre también, es la conexión retroalimentativa de la formación formalmente estructurada de la voluntad política con los procesos informales de comunicación en el espacio público-político. El mensjae de este subtexto se dirige a un sistema político que en virtud de su estructuración en término de Estado de derecho no puede ni desligarse, ni desprenderse de la sociedad civil autonomizándose frente a la periferia. Mediante ese subtexto la desobediencia civil se remite a sí misma a su propio origen, es decir, se remite a sí misma a una sociedad civil que en los casos de crisis actualiza los contenidos normativos del Estado democrático de derecho en el medio que representa la opinión pública y los hace valer contra la inercia sistemática de la política institucional.

Esta autorreferencialidad es lo que queda acentuado en la definición que Cohen y Arato proponen de la desobediencia civil, recurriendo a consideraciones de Rawls, Dworkin y mías: “La desobediencia civil implica actos ilegales, habitualmente por parte de autores colectivos, actos que son públicos, que hacen referencia a principios y que son simbólicos en su carácter, actos que primariamente implican medios no violentos de protesta y que apelan a la capacidad de razonamiento y al sentido de justicia de la población. El objetivo de la desobediencia civil es persuadir a la opinión pública en la sociedad civil y la sociedad política de que... una particular ley o política es legítima y que hay vase argumentativa suficiente para proceder a cambiarla... Los actores colectivos implicados en la desobediencia civil invocan los principios utópicos de las democracias constitucionales apelando a la idea de derechos fundamentales o de legitimidad democrática. La desobediencia civil es, por tanto, un medio para reafirmar el vínculo entre la sociedad civil y la sociedad política ...cuando las tentativas legales de la primera de ejrcer influencia sobre la segunda han fracasado, y también han quedado agotadas otras vías”. En esta interpretación de la desobediencia civil se manifiesta la autoconciencia de una sociedad civil que se atribuye la facltad de, por lo menos en los casos de crisis, reforzar de tal suerte la presión que el espacio movilizado de la opinión pública pueda efercer sobre el sistema político, que éste no tenga más remedio que optar por el conflicto y proceder a neutralizar la contracirculación inoficial del poder a la que hemos hecho referencia.

La justificación de la desobediencia civil se apoya además en una comprensión dinámica de la Constitución como un proyecto inacabado. Desde esta perspectiva a largo plazo el Estado democrático de derecho no se presenta como una configuración acabada, sino como una empresa siempre sujeta a riesgos, irritable e incitable, y sobre todo falible y necesitada de revisión, empresa que se endereza a realizar siempre de nuevo y en circunstancias cambiantes el sistema de los derechos, es decir, a interpretarlo mejor, a institucionalizarlo en términos más adecuados, y a hacer uso de su contenido de forma más radical. Ésta es la perspectiva de los ciudadanos que se implican activamente en la realización del sistema de los derechos y que, invocando (y teniendo bien presente) el cambio de las condiciones de contexto, tratan de superar prácticamente la tensión entre facticidad social y validez. La teoría del derecho no puede hacer propia esta perspectiva de un activo autoimplicarse; pero sí puede reconstruir la comprensión paradigmática del derecho y del Estado democrático de derecho, por la que se dejan guíar los ciudadanos cuando se han hecho una imagen de a restricciones estructurales a las que está sujeta la autoorganización de la comunidad jurídica en su sociedad.

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martes, 25 de agosto de 2009

las estructuras de comunicación del espacio de la opinión pública.-

las estructuras de comunicación del espacio de la opinión pública.-


Con esto vuelvo a la cuestión central de quién puede poner los temas en el orden del día y determinar la dirección de las corrientes de comunicación. Cobb, Ross y Ross han propuesto modelos de la carrera que hacen los temas nuevos y políticamente importantes, desde la primera iniciativa hasta su tratamiento formal en sesiones de los organismos encargados de tomar decisiones. Si se modifican los modelos propuestos -inside access mode, mobilization model, outside initiative model- de la manera apropiada, es decir, de manera relevante desde puntos de vista de la teoría de la democracia, entonces esos modelos representan simplificadamente las alternativas que se dan en la recíproca influencia entre esfera de la opinión pública y sistema político. En el primer caso la iniciativa parte de quienes ocupan cargos o de líderes políticos; y el tema da vueltas hasta que se lo trata formalmente dentro del sistema político, sea con exclusión del espacio de la opinión pública política, sea sin influencia reconocible de él. En el segundo caso la iniciativa parte de nuevo del sistema político; pero los agentes de éste tienen que movilizar el espacio de la opinión pública porque necesitan el apoyo de partes relevantes del público, sea para conseguir un tratamiento formal, sea para imponer la implementación de un programa decidido. Sólo en el tercer caso tienen la iniciativa fuerzas externas al sistema político, las cuales con ayuda de una opinión pública movilizada, es decir, de la presión de la opiión pública, obligan a que se aborde y se trate formalmente el tema: “El modelo de iniciativa exterior se palica a la situación en que un grupo que está fuera de la estructura del gobierno 1) articula lo que considera una vulneración de intereses legítimos, 2) trata de hacer extensivo el interés por el asunto a un número lo suficientemente grande de otros grupos como para introducir el tema en la agenda pública, con la finalidad de 3) crear la presión suficiente sobre quienes han de tomar decisiones para hacer que el asunto entre en la agenda formal a fin de que se lo someta detenidamente a consideración. Este modelo de construcción de la agenda es probable que predomine en sociedades más igualitarias. El status de agenda formal, sin embargo, no significa necesariamente que la decisión final de las autoridades o que la implementación de la política efectiva vaya a ser lo que originalmente buscaba el grupo que inició el tema”.

En el caso normal los temas, sugerencias e incitaciones tienen una carrera cuyo desenvolvimiento responde más bien al primer y segundo modelos que al tercero. Mientras la circulación informal del poder domine al sistema político, la iniciativa y el poder para introducir problemas en el orden del día y hacer que se tramiten y se sometan a consideración, esa iniciativa y poder, digo, los tienen más bien el gobierno y la Administración que el complejo parlamentario; y mientras en el espacio de la opinión pública los medios de comunicación de masas, en contra de su propia comprensión normativa, obetengan preferentemente su material de productores de información bien organizados y poderosos, mientras prefieran además estrategias publicísticas que hagan bajar el nivel discursivo del circuito de comunicación pública en lugar de elevarlo, los temas adoptan por lo general un curso que parte del centro y queda gobernado por él, no un curso espontáneo, proveniente de la periferia social. A esto responden en todo caso los resultados de tono escéptico acerca de la articulación de los problemas en los espacios de opinión pública. Sin embargo, en nuestro contexto no puede tratarse de una minuciosa y sólida ponderación empírica de las recíprocas influencias entre política y público. Para nuestro propósito basta con hacer plausible que los actores de la sociedad civil, no tenidos hasta ahora en cuenta en nuestro escenario, pueden desempeñar un papel sorprendentemente activo y exitoso en los casos de percepción de una situación de crisis. Pues en esos casos, en los instantes críticos de una historia acelerada, esos actores, pese a su escasa complejidad organizativa, a su débil capacidad de acción y a sus desventajas estructurales, cobran la oportunidad de invertir la dirección de los circuitos de comunicación convencionalmente consolidados en el espacio de la opinión pública y en el sistema político y con ello de cambiar el modo de solucionar problemas que tiene el sistema en conjunto.

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Las estructuras de comunicación del espacio de la opinión pública están ligadas con los ámbitos de la vida privada de modo que la periferia que es la sociedad civil, frente a los centros de la política, posee la ventaja de tener una mayor sensibilidad para la percepción e identificación de nuevos problemas. Esto puede documentarse y confirmarse recurriendo a los grandes temas de los pasados decenios -pensemos en la espiral de la carrera de armas nucleares, en los riesgos del uso pacífico de la energía atómica, en los riesgos inherentes al uso de otros dipositivos e instalaciones de alta tecnología, o en los riesgos que comportan experimentos científicos como la experimentación genética, pensemos en los riesgos ecológicos de una economía de la naturaleza empujada más allá del límite de sus posibiidades (muerte en los bosques, contaminación de las aguas, desaparición de especies, etc.), en el galopante empobrecimiento del Tercer Mundo y en los problemas del orden económico mundial, pensemos en los problemas del feminismo, en a creciente inmigración con la consecuencia que esa inmigración tiene, a saber, la de un cambio en la composición étnica y cultural de la población, etc.-. Casi ninguno de estos temas empezó siendo puesto sobre la mesa por exponentes del aparato estatal, de las grandes organizaciones, o de los subsistemas funcionales de la sociedad. Fueron planteados por intelectuales, por afectados, por radical porfessionals, por quienes se presentaron actuando como “abogados” de los afectados actuales o los afectados posibles. Desde esta periferia más externa los temas penetran en las revistas y en las asociaciones, en los clubes, en los gremios profesionales, en las academias, en los institutos tecnológicos y en las escuelas de ingeniería, etc., que se interesan por ellos, y encuentran foros, iniciativas ciudadanas, y otras plataformas, antes de agavillarse y convertirse eventualmente en núcleo de cristalización de movimientos sociales y de nuevas subculturas. Y estos movimientos sociales y estas subculturas pueden, a su vez, dramatizar sus contribuciones y escenificarlas de forma tan eficaz que los medios de comunicación de masas se den por enterados de la cosa. Sólo a través de su tratamiento y discusión en los medios de comunicación de masas alcanzan esos temas al gran público y logran penetrar en la “agenda pública”. En muchas ocasiones es menester un trabajo de apoyo mediante acciones espectaculares, protestas masivas e incesantes campañas, hasta que los temas, a través de éxitos electorales, a través de los programas de los “viejos partidos”, cautelosamente ampliados, a través de las sentencias de la administración de justicia concernientes a principios, etc., penetran en los ámbitos nucleares del sistema politico y allí son tratados de manera formal.

Naturalmente los temas pueden también seguir otros cursos; de la periferia al centro hay también otras sendas, otros patrones de acceso con complejas ramificaciones y modos de conexión retroalimentativa. Pero por lo general puede constatarse que incluso en los espacios públicos políticos más o menos hipotecados por estructuras de poder las relaciones de fuerza se desplazan en cuanto la percepción de problemas socialmente relevantes provoca en la periferia una conciencia de crisis. Y cuando entonces actores de la sociedad civil se encuentran y asocian, formulan el tema correspondiente y lo propagan en el espacio público, que de otro modo permanecería latente, y que también se mantiene presente en la autocomprensión normativa de los medios de comunicación de masas, a saber, que quienes actúan en el escenario deben la influencia que ejercen desde él al asentimiento del público que ocupa la galería. Al menos sí puede decirse que en la medida en que un mundo de la vida racionalizado viene a fomentar o por lo menos a facilitar el desarrollo de una opinión púbica liberal con un sólido fundamento en la sociedad civil, la autoridad de las tomas de postura del público se ve reforzada en el curso de la escalada de controlversias públicas. Pues en los casos de una movilización dependiente de una conciencia de crisis, la comunicación pública informal se mueve en tales condiciones (es decir, en las de una cultura política liberal) por unas vías que, por un lado, impiden la formación y aglomeración de masas adoctrinadas y fanatizadas, fácilmente seducibles en términos populistas, y que por otro agavillan los potenciales críticos diseminados de un público que sólo queda cohesionado ya en términos abstractos a través del espacio público que crean los propios medios, focalizando esos potenciales en dirección al ejercicio de una influencia política-publicística sobre la formación institucionalizada de la opinión y la voluntad políticas. Pero sólo en los espacios públicos liberales tienen estas políticas subinstitucionales propias de los movimientos sociales, las cuales abandonan las vías convencionales de la política de intereses, con el fin, por así decir, de guardar las espaldas a la circulación oficial del poder del sistema político regulado en términos de Estado de derecho, sólo en estos espacios públicos liberales, digo, tienen esas políticas subinstitucionales de los movimientos sociales una dirección de choque distinta a la de los espacios públicos manipulados y creados a medida, los cuales sólo sirven como foros de legitimación plebiscitaria.

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los publicistas

los publicistas

un tercer grupo de actores lo constituyen los publicistas, que reunen información, que deciden sobre la selección y presentación de las “emisiones” y que en cierto grado controlan el acceso de temas, contribuciones y autores al espacio de la opinión pública dominado por los medios de comunicación de masas. Con la creciente complejidad de los medios de comunicación de masas. Con la creciente complejidad de los medios de comunicación y con la creciente necesidad de capital destinado a ese fin se introduce una centralización de las vías efectivas de comunicación. En la medida los medios de comunicación de masas quedan expuestos, tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda, a una creciente necesidad de selección y a las coerciones provenientes de ella. Estos procesos de selección se convierten en fuente de nuevas clases de poder. Este poder de los medios sólo queda acotado de forma muy insuficiente por estándares profesionales; pero tentativamente, se está procediendo ya hoy a una constitucionalización jurídica del “cuarto poder”. En la República Federal de Alemania, por ejemplo, depende de la forma de organización jurídica y del anclaje institucional el que las televisiones se abran más bien a la influencia de los partidos y asociaciones, o más bien a la influencia de las empresas privadas con gran presupuesto publicitario. En general puede decirse que la imagen que la televisión construye de la política se compone en buena parte de temas y contribuciones que vienen ya producidos para ese espacio público que representan los medios y que a través de conferencias de prensa, manifestaciones, campañas, etc., se los encauza hacia ellos. Los productores de información logran imponerse con tanta fuerza cuanto más se distingue su trabajo en el espacio público por las personas que lo realizan, por su dotación técnica y por su profesionalidad. Los actores colectivos que operan fuera del sistema político, fuera de las organizaciones y asociaciones sociales, tienen normalmente menos oportunidades de influir sobre los contenidos y tomas de posición de los grandes medios. Esto vale particularmente para las opiniones que caen fuera del espectro de opinión “normalizado” y “ponderado”, es decir, del espectro de opinión tan centrísticamente restringido y poco flexible que caracteriza a los grandes medios electrónicos de comunicación.

Antes de emitir los mensajes seleccionados se los somete a estrategias de elaboración de la información. Éstas se orientan por las condiciones de recepción percibidas por los publicistas. Como a disponibilidad a la recepción, la capacidad cognitiva y la atención del público constituyen un recurso sorprendentemente escaso, por el que compiten los programas de numerosos “emisores”, la presentación de las noticias y los comentarios se atiene a los consejos y recetas de los especialistas en publicidad. La personalización de las cuestiones de contenido, la mezcla de información y diversión, la presentación episódica de los temas y la fragmentación de lo que objetivamente forma conjunto y bloque, llegan a fundirse en un síndrome que fomenta la despolitización de la comunicación pública. Éste es el verdadero núcleo de la teoría de la industria cultural, Los estudios sobre los medios de comunicación dan información en cierto modo fiable acerca del marco institucional y de la estructura, así como sobre la forma de trabajo, la configuración de los programas y la utilización de los medios; pero las afirmaciones sobre los efectos de los medios siguen siendo inseguras, incluso una generación después de Lazarsfeld. De todos modos los estudios sobre influjo y recepción han acabado con la iagen del consumidor pasivo, simplemente dirigido por los programas ofertados. En lugar de eso esos estudios dirigen más bien la atención hacia las estrategias de interpretación que emplean los espectadores -que en ocasiones comunican también entre sí-, los cuales pueden verse asimismo empujados a contradecir aquello que reciben o a sintetizar la oferta empleando para ello sus propios patrones de interpretación.

Aunque en cierto modo estamos al corriente en lo que respecta al peso y modo de operar de los medios de comunicación y a la distribución de roles entre el público y los distintos actores, e incluso podemos avanzar hipótesis relativamente bien fundadas acerca de quién dispone del poder de los medios, no está de ninguna manera claro cómo los medios de comunicación de masas intervienen en el inabarcable círculo de comunicacióndel espacio público-político. Más claras son las reacciones normativas al fenómeno relativamente nuevo de la posición de poder de los complejos mediáticos en la competencia por la influencia político-publicista. Las tareas que los medios de comunicación de masas habrían de cumplir en los sistemas políticos estructurados en términos de Estado de derecho, las han resumido Gurevitch y Blumler en los siguientes puntos:

1.Vigilancia sobre el entorno sociopolítico, informando sobre desarrollos que probablemente repercutirán, positiva o negativamente, en el bienestar de los ciudadanos.
2.una buena configuración del orden del día, identificando los asuntos claves de cada día, incluyendo las fuerzas que les han dado forma y que tienen capacidad para resolverlos.
3.Plataformas para una defensa inteligible e iluminadora de las cuestiones que fuere por parte de los políticos o por parte de los protavoces de otras causas y de los portavoces de grupos de interés.
4.Dialogo a todo lo ancho de un espectro variado de puntos de vista, así como entre las personas que ocupan posiciones de poder (en la actualidad o prospectivamente) y el público de a pie;
5.mecanismos para hacer que quienes ocupan o han ocupado cargos públicos den cuenta de cómo han ejercido su poder:
6.incentivos que empujen a los ciudadanos a aprender, a escoger, a implicarse y no a limitarse simplemente a seguir y a mironear el proceso político;
7.una resistencia de principio contra los intentos por parte de fuerzas externas a los medios de subvertir la independencia, integridad y capacidad de éstos para servir a su público;
8.un sentido de respeto por cada miembro del público, en tanto que potencialmente concernido y capaz de buscar y dar un sentido a lo que ve en su entorno político.

Conforme a tales principios se orientan, por un lado, el código profesional del periodismo y la autocomprensión ética del periodismo como estamento profesional y, por otro, la organización de una prensa libre por vía de un derecho concerniente a los medios de comunicación. En concordancia con la concepción de la política deliberativa, esos principios no hacen otra cosa que expresar una simple idea regulativa: los medios de comunicación de masas han de entenderse como mandatarios de un público ilustrado, cuya disponibilidad al aprendizaje y capacidad de crítica presuponen, invocan y a la vez fuerzan; al igual que la Justicia, han de preservar su independencia respecto de los actores políticos y sociales; han de hacer suyos de forma imparcial las preocupaciones, intereses y temas del público, y a la luz de esos temas y contribuciones, exponer el proceso político a una crítica reforzada y a una coerción que lo empuje a legitimarse. Así quedaría neutralizado el poder de los medios y quedaría bloqueada la transformación del poder administrativo o del poder social en infuencia político-publicista. Conforme a esta idea, los actores políticos y sociales sólo deberían “utiizar” la esfera de la opinión púbica en la medida en que suministrasen contribuciones convincentes para el tratamiento de los problemas que han sido percibidos por el público o que han sido incluidos en la agenda pública con el asentimiento de éste.

También los partidos políticos deberían implicarse en la formación de la opinión y voluntad del público desde la propia persepctiva de éste, en lugar de tratar de infuir sobre el público desde la perspectiva de éste, en lugar de tratar de infuir sobre el público desde la perspectiva del mantenimiento del propio poder político, no yendo a la esfera pública a otra cosa que a extraer de él lealtad de una población reducida a masa.

Cuando la imagen, por difusa que sea, que la sociología de los medios de comunicación de masas nos transmite de un espacio de la opinión pública dominado por medios de comunicación de masas, atravesado de parte a parte por relaciones de poder, la evocamos sobre el trasfondo de estas expectativas normativas, uno tiende a valorar con muchas reservas las oportunidades que la sociedad civil pueda tener de ejercer influencia sobre el sistema político. Sin embargo esta estimación sólo se refiere a un espacio público en estado de reposo. En los instantes de movilización empiezan a vibrar las estructuras en las que propiamente se apoya la autoridad de un púbico que se decide a tomar posición. Pues entonces cambian las relaciones de fuerza entre la sociedad civil y el sistema político.

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los límites dentro del espacio público

los límites dentro del espacio público

Los conceptos de esfera de la opinión pública política y de sociedad civil que hemos introducido tienen referentes empíricos y no representan puramente postulados normativos. Pero para hacer una traducción sociológica con ayuda de estos conceptos de la lectura que hemos propuesto de la democracia radical en términos de teoría del discurso, y para reformular esa lectura de modo que resulte “falsable”, hay que introducir algunos supuestos más. Trataré de hacer plausible que la sociedad civil puede en determinadas circunstancias cobrar influencia en el espacio de la opinión pública, operar a través de opiniones propias sobre el complejo parlamentario (y sobre los tribunales) y obligar al sistema político a reternar a asentarse sobre la circulación oficial del poder. La sociológía de los medios de comunicación de masas nos ofrece, ciertamente, una imagen bastante escéptica de los espacios públicos de las democracias occidentales, dominados por los medios de comunicación. Los movimientos sociales, las iniciativas ciudadanas y los foros de ciudadanos, las asociaciones políticas y otro tipo de asociaciones, en una palabra: las agrupaciones de la sociedad civil son, ciertamente, sensibles a los problemas, pero las señales que emiten y los impulsos que dan son por lo general demasiado débiles como para provocar a corto plazo procesos de aprendizaje en el sistema político o para reorientar los procesos de toma de decisiones.

En las sociedades complejas el espacio de la opinión pública constituye una estructura intermediaria que establece una mediación entre el sistema político, por un lado, y los sectores privados del mundo de la vida y los sistemas de acción funcionalmente especificados, por otro. Representa una red extraordinariamente compleja que se ramifica espacialmente en una pluralidad de espacios internacionales, nacionales, regionales, municipales, subculturales, que se solapan unos con otros; que, en lo que a contenido se refiere, se estructura conforme a puntos de vista funcionales, centros de gravedad temáticos, ámbitos políticos, etc. en espacios públicos más o menos especializados, pero todavía accesibles a un público de legos (por ejemplo, en opiniones públicas relacionadas con la divulgación científica y la literatura, las iglesias y el arte, el movimiento feminista y los movimientos “alternativos”, o relacionados con la politica sanitaria, la politica social y la política científica); y que, en lo tocante a densidad de la comunicación, a complejidad de su organización y a alcance, se diferencia en niveles, desde los niveles episódicos que representan el bar, el café o los encuentros y conversaciones en la calle, hasta el espacio público abstracto, creado por medios de comunicación, que forman los lectores, oyentes y espectadores aislados o diseminados por todas partes, pasando por espacios públicos caracterizados por la presencia física de los participantes y espectadores, como pueden ser las representaciones teatrales, las reuniones de las asociaciones de padres en las escuelas, lso conciertos de rock, las asambleas de los partidos y congresos eclesiásticos. Pero pese a estas múltiples diferenciaciones todos esos espacios parciales de opinión pública, constituidos a través del lenguaje ordianrio, permanecen porosos los unos para los otros. Los límites sociales internos rompen y fragmentan ese texto uno “del” espacio público, que se extiende radialmente en todas las direcciones y cuya escritura prosigue sin cesar, lo rompen y fragmentan, digo, en múltiples textos pequeños para los que entonces todo lo demás se convierte en contexto; pero siempre pueden construirse de un texto al otro puentes hermenéuticos. Los espacios púbicos parciales se constituyen con ayuda de mecanismos de exclusión; pero como los espacios públicos no pueden llegar a formar ni organizaciones ni sistemas, no hay ninguna regla de exclusión sin cláusula de denuncia.

Con otras palabras: los límites dentro del espacio público general, definido por su referencia al sistema político, permanecen en principio permeables. Los derechos a una inclusión irrestricta y a la igualdad, que venían inscritos en los espacios públicos liberales, impiden mecanismos de exclusión de tipo foucaultiano y fundan un potencial de autotransformación. Ya los discursos universalistas del espacio público burgués no pudieron inmunizarse en el curso del siglo XIX y del siglo XX contra una crítica procedente del interior. Con esos discursos pudieron conectar, por ejemplo, el movimiento obrero y el feminismo para quebrar las estructuras que habían empezado constituyéndolos como “lo otro” de un espacio público burgués.

Ahora bien, cuanto más el público, reunido ahora a través de los medios de comunicación, incluye a todos los miembros de una sociedad nacional o incluso a todos los contemporáneos y cuanto más abstracta es la forma que, correspondientemente, adopta tanto más netamente se diferencian los roles de los actores que aparecen en a escena, de los roles de los espectadores que miran desde la galería. Aun cuando el “éxito de quienes actúan en el ruedo depende en última instancia del juicio de quienes miran desde las gradas”, plantéase la cuestión de qué grado de autonomía tienen los posicionamientos de afirmación o negación del público, la cuestión de si reflejan un proceso de convicción o no reflejan más bien un proceso de poder más o menos encubierto. La plétora de investigaciones empíricas no permite ninguna respuesta concluyente a esta cuestión cardinal. Pero la cuestión puede, al menos, precisarse si se parte del supuesto de que los procesos de comunicación pública pueden efectuarse de forma tanto menos distorsionada, cuanto más abandonados quedan a la lógica y dinámica específica de una sociedad civil que nace del mundo de la vida.

De estos actores poco organizados, que por así decir surgen “del” propio público, pueden distinguirse, por lo menos tentativamente, otros actores que se limitan a aparecer ante el público y que de por sí disponen de poder organizativo, de recursos y de potenciales de sanción. Naturalmente, también los actores anclados fuertemente en la sociedad civil dependen del apoyo de “patrocinadores”, que aporten los recursos necesarios en dinero, organización, saber y capital social. Pero estos patrocinadores, ya sean mecenas, ya sean simplemente gente de la “misma cuerda”, no merman necesariamente la neutralidad de las capacidades de aquellos a quienes patrocinan. En cambio los actores colectivos que desde un sistema de acción fundacionalmente especificado influyen sobre el espacio púbico, tienen una base de apoyo propia. Entre estos actores políticos y sociales que no tienen que recurrir a otros ámbitos para buscarse sus recursos, cuento en primer lugar a los partidos establecidos, y profundamente estatalizados, y a las grandes asociaciones de intereses dotadas de poder social; éstas se sirven de los “mecanismos de observación” que son los estudios de mercado y los estudios de opinión y desarrollan ellas mismas un trabajo especializado de publicidad.

La complejidad organizativa, los recursos, la profesionalización, etc., no son, ciertamente, cuando se los considera en sí mismos, indicadores suficientes para distinguir entre acotres “autóctonos” y actores que se limitan a usufructuar los espacios públicos existentes. Tampoco en los intereses representados cabe leer sin más la procedencia de los actores. Más viables son otros indicadores. Así, esos dos tipos de lectores se distinguen en el modo y manera como pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados. Mientras que los actores de un tipo pueden ser identificados por su proveniencia de determinados ámbitos funcionales como son los partidos políticos o las asociaciones económicas, as representaciones de grupos profesionales o las asociaciones económicas, las representaciones de grupos profesionales o las asociaciones de protección del arrendatario, etc. los actores del otro tipo tienen que empezar produciendo sus propias características identificatorias. Esto, aun cuando vale para todos los actores de la sociedad civil en general, resalta con especial claridad en el caso de los movimientos sociales, que primero han de recorrer una fase de autoidentificación y autolegitimación; incusos después, paralelamente a las políticas orientadas a la consecución de los fines que fuere, han de desarrollar una identity-politics de tipo autorreferencial, han de asegurarse una y otravez de su propia identidad. La cuestión de si los actores se limitan a hacer uso de un espacio público ya constituido o se implican en la reproducción de las estructuras de ese espacio público, es algo a lo que cabe responder también prestando atención a la ya mencionada sensibilidad para los peligros y amenazas a que puedan verse expuestos los derechos de comunicación, así como a la disponibilidad a hacer frente, por encima de los propios intereses de autodefensa, a las formas abiertad o veladas de exclusión y represión de las minorías o grupos marginales. Para los movimientos sociales es, por lo demás, una cuestión de supervivencia el encontrar formas de organización que creen solidaridades y espacios públicos y que, en la persecución de objetivos especiales, permitan a la vez utilizar y radicalizar los derechos de comunicación y las estructuras de comunicación existentes.

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las garantías que representan los derechos fundamentales en el espacio de la opinión pública

las garantías que representan los derechos fundamentales en el espacio de la opinión pública


Ciertamente las garantías que representan los derechos fundamentales no bastan para evitar las deformaciones del espacio de la opinión pública y de la sociedad civil. Antes es la propia sociedad civil la que ha de mantener intactas las estructuras comunicativas del espacio de la opinión pública. El que el espacio de la opinión pública-política en cierto modo tiene que estabilizarse a sí mismo, muéstrase en la curiosa autorreferencialidad de la práctica de la comunicación en la sociedad civil. Los textos de aquellos que con sus manifestaciones en el espacio de la opinión pública reproducen simultáneamente las estructuras de ese espacio, delatan un subtexto que es siempre el mismo y que hace referencia a la función crítica del espacio de la opinión pública en general. El sentido performativo de los discursos públicos mantiene presente, aquende los contenidos manifiestos, las función de una esfera de la opinión pública-política no distorsionada como tal. Las instituciones y garantías jurídicas de la formación libre de la opinión descansan sobre el vacilante suelo de la comunicación política de aquellos que, al hacer uso de ellas, las interpretan, las defienden, a la vez que las radicalizan en su contenido normativo. Los actores que saben que, durante sus disputas de opinión, durante sus pugnas por ejercer influencia, están implicados y enredados en la empresa común de reconstitución y mantenimiento de las estructuras del espacio de la opinión púbica, se distinguen de los actores que se limitan a hacer uso de los foros existentes, por una doble orientación de su política, doble orientación que resulta característica: con su programas están ejerciendo influencia (y ésta es su intención directa) sobre el sistema político, pero a la vez, reflexivamente, también se trata para ellos de la estabiización y ampliación de la sociedad civil y del espacio de la opinión pública y de cerciorarse de su propia identidad y capacidad de acción.

Este tipo de dual politics lo observan Cohen y Arato sobre todo en los “nuevos” movimientos sociales que persiguen simultáneamente fines ofensivos y defensivos. “Ofensivamente” esos movimientos tratan de poner sobre la mesa temas cuya relevancia afecta a la sociedad global, de definir problemas y de hacer contribuciones a la solución de problemas, de suministrar nuevas informaciones, de interpretar de otro modo los valores, de movilizar buenas razones, de denunciar las malas, con el fin de provocar una revulsión en los estados de ánimo y en la manera de ver las cosas, que cale en una amplia mayoría, que introduzca cambios en los parámetros de la formación de la voluntad política organizada y ejerza presión sobre los parlamentos, los tribunales y los gobiernos en favor de determinadas políticas. “Defensivamente” tratan de mantener las estructuras asociativas existentes y las estructuras del espacio de opinión pública existente, de generar contra-espacios públicos de tipo subcultural y contra-instituciones de tipo subcultural, de fijar nuevas identidades colectivas y de conquistar nuevos terrenos en forma de una ampliación de los derechos y de una reforma de las instituciones: “Conforme a esta explicación el efecto “defensivo” de los movimientos implica la preservación y el desarrollo de la infraestructura comnicativa del mundo de la vida. Esta formulación recoge los aspectos duales discutidos por Touraine, así como la idea de Habermas de que los movimientos sociales pueden ser los portadores de los potenciales de la modernidad cultural. Esto es condición sine qua non para que tengan buen suceso los esfuerzos por redifinir las identidades, reinterpretar las normas y desarrollar formas asociativas, igualitarias y democráticas. Los modos expresivos, normativos y comunicativos de acción colectiva... implican, pues, esfuerzos por asegurar cambios institucionales dentro de la sociedad civil que se correspondan con los nuevos sentidos, identidades y normas que se han creado”. En el modo de reproducción autorreferencial del espacio de la opinión pública y esa política de doble haz, enderezada tanto hacia el sistema político como hacia la autoestabiización del espacio de la opinión pública, viene inserto un espacio para la ampliación y la radicalización dinámicas de los derechos existentes: “La combinación de asociaciones, públicos, y derechos, cuando vienen sustentados por una cultura política en la que iniciativas y movimientos independientes mantienen una opción política legítima y siempre renovable, representa, en nuestra opinión, un efectivo conjunto de baluartes en torno a la sociedad civil dentro de cuyos límites puede reformularse buena parte del programa de democracia radical”.

En efecto, el entrelazamiento y juego entre un espacio de opinión pública basado en la sociedad civil, por un lado, y la formación de la opinión y la voluntad políticas en el complejo parlamentario, institucionalizado en términos de Estado de derecho (y también la práctica de las decisiones judiciales), por otro, constituyen un buen punto de arranque para la traducción sociológica del concepto de política deliberativa. Sin embargo, la sociedad civil no debe considerarse como un foco en el quese concentran los rayos de una autoorganización de la sociedad en conjunto. Cohen y Arato acentúan con razón el limitado espacio de acción que la sociedad civil y e espacio de la opinión pública permiten a las formas de movimiento y expresión no institucionalizadas. Cohen y Arato hablan de una “autolimitación” estructuralmente necesaria de la práctica de la democracia radical:
-Primero, una sociedad civil con vitalidad suficiente sólo puede formarse en el contexto de una cultura política acostumbrada al ejercicio de las libertades, y de los correspondientes patrones de socialización, así como sobre la base de una esfera de la vida privada, que mantenga su integridad, es decir, sólo puede formarse en un mundo de la vida ya racionalizado. Pues si no, surgen movimientos populistas, que defienden ciegamente contenidos de tradición endurecidos y anquilosados de un mundo de la vida amenazado por la modernización capitalista. Éstos son tan antidemocráticos en sus formas de movilización, como modernos en sus objetivos.

-Segundo, en el espacio de la opinión pública, por lo menos en el espacio de una opinión pública liberal, los actores sólo pueden ejercer influencia, pero no poder político. La influencia de una opinión pública más o menos discursiva, generada en controversias abiertas es, ciertamente, una magnitud empírica que, por supuesto, siempre es capaz de poner en marcha alguna cosa; pero sólo cuando esta influencia de tipo publicístico-político pasa los filtros del procedimiento institucionalizado de formación democrática de la opinión y la voluntad políticas y se transforma en poder comunicativo y penetra en la producción legítima de derecho, puede surgir de la opinión pública fácticamente generalizada una convicción acreditada también desde el punto de vista de la generalización de intereses, que legitime las decisiones políticas. La soberanía del pueblo, comunicativamente fluidificada, no puede hacerse valer sólo en el poder que puedan ejercer discursos informales y públicos autónomos. Para generar poder político, su influencia ha de extenderse a las deliberaciones de las instituciones democráticamente estructuradas de la formación de la opinión y la voluntad y adoptar en resoluciones formales una forma autorizada.

-Finalmente, los instrumentos que con el derecho y el poder administrativo quedan a disposición de la política, tienen en las sociedades funcionalmente diferenciadas un límitado grado de eficacia. Ciertamente, la política sigue siendo el destinatario de los problemas de integració no resueltos; pero a menudo la regulación y el control políticos, como hemos visto, la lógica específica y el específico modo de operar de los sistemas funcionales y de otros ámbitos altamente organizados. De ello se sigue que los movimientos democráticos que surgen de la sociedad civil han de renunciar a aquellas aspiraciones de una sociedad que se organice a sí misma en conjunto, aspiraciones que, por ejemplo, estuvieron a la base de las representaciones marxistas de la revolución social. Directamente la sociedad civil sólo puede transformarse a sí misma e, indirectamente, puede operar sobre la autotransformación del sistema político estructurado en términos de Estado de derecho. Por lo demás, influye sobre la programación de ese sistema. Pero ni conceptual ni políticamente puede ocupar el puesto de aquel sujeto en gran formato, inventando por la filosofía de la historia, cuya misión era poner a la sociedad en conjunto bajo su control y a la vez actuar legítimamente en nombre de ella. Aparte de eso el poder administrativo utilizado para cumplir objetivos de planificación social, ni se presta ni es el medio más adeucado para el fomento de formas emancipadas de vida. Éstas pueden formarse y desarrollarse a consecuencia de procesos de democratización, pero no pueden producirse por intervenciones administrativas.
La autolimitación de la sociedad civil no significa que ésta hubiera de considerarse perpetuamente en una situación de minoría de edad, es decir, que hubiera de quedar sujeta siempre a tutela. El saber de regulación y control sistémicos, que ha de ejercer el sistema político, y que en las sociedades complejas constituye un recurso tan escaso como deseado, puede, ciertamente, convertirse en fuente de un nuevo paternalismo sistémico. Pero como la Administración estatal no produce ella misma la mayor parte del saber relevante que necesita, sino que lo toma del sistema de la ciencia y de otros agentes que se constituyen en eslabones intermedios, tampoco puede disponer de por sí de ese saber en términos de monopolio. Pese a sus posibiidades asimétricas de intervención y a sus limitadas capacidades de elaboración, la sociedad civil mantiene también la oportunidad de movilizar contrasaber y de hacer sus propias traducciones de los correspondientes informes técnicos. El hecho de que el público se componga de legos y de que la opinión pública discurra en un lenguaje inteligible para todos, no significa necesariamente una desdiferenciación de las cuestiones esenciales y de las razones sobre cuya base esas cuestiones se deciden. Ello sólo puede servir de pretexto para poner tecnocráticamente bajo tutela a la opinión pública mientras las iniciativas de la sociedad civil.

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