una moral procedente de la reconstrucción racional de intuiciones transmitidas.- Jürgen Habermas
La ética discursiva justifica el contenido de una moral del igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos. Esto lo lleva a cabo, en primer lugar, por la vía de la reconstrucción racional de los contenidos de una tradición moral cuyos fundamentos de validez religiosos se encuentran en ruinas. Si la interpretación discursiva del imperativo categórico queda atrapada en esta tradición de la que procede, esta genealogía fracasa en su objetivo de probar en general que los juicios morales tienen un contenido cognitivo. Falta una fundamentación en la teoría moral del punto de vista moral mismo.
Sin embargo, el principio discursivo responde a la dificultad con la que se encuentran los miembros de cualquier comunidad moral cuando con el paso a las sociedades modernas, pluralistas por lo que hace a las concepciones del mundo perciben el siguiente dilema: siguen discutiendo como antes acerca de los juicios y las tomas de postura morales, aun cuando se ha desmoronado su consenso sustancial de fondo acerca de las normas morales básicas. Tanto global como localmente se ven envueltos en conflictos de acción que requieren regulación y que, a pesar de que el ethos común está en ruinas, siguen comprendiendo como conflictos morales, esto es, como conflictos solucionables fundamentadamente. El siguiente escenario no constituye ninguna “situación originaria”, sino un desarrollo estilizado en el sentido de un tipo ideal de cómo podría tener lugar en condiciones reales.
Doy por supuesto que los interesados no quieren dirimir sus conflictos mediante la violencia o el compromiso, sino mediante el entendimiento. En ese caso, es lógico que primero intenten llevar a cabo deliberaciones con objeto de desarrollar un autoentendimiento ético común sobre una base profana. Sin embargo, en las condiciones de vida diferenciadas de las sociedades pluralistas, semejante tentativa tiene que fracasar. Los interesados aprenden que el cercioramiento crítico de sus valoraciones fuertes y garantizadas por la práctica conduce a concepciones del bien que compiten entre sí. Supongamos que se mantienen firmes en el objetivo de alcanzar un entendimiento y que, además, tampoco quieren sustituir por un mero modus vivendi la convivencia moral que se halla en peligro.
A falta de un acuerdo sustancial acerca de los contenidos de las normas los interesados se ven entonces remitidos a la situación en cierto modo neutral de que todos ellos comparten alguna forma de vida comunicativa, estructurada mediante el entendimiento lingüístico. Puesto que dichos procesos de entendimiento y formas de vida tienen ciertos aspectos estructurales comunes, los interesados pueden preguntarse si entre ellos no se ocultan contenidos normativos que ofrecen un fundamento para unas orientaciones comunes. Las teorías que se hallan en la tradición de Hegel, Homboldt y G. M. Mead han admitido esto indicios para mostrar que las acciones comunicativas se entretejen con suposiciones recíprocas, igual que las formas de vida comunicativas lo están con las relaciones de reconocimiento recíproco, y en esa medida tienen un contenido normativo. De estos análisis se deduce que la moral se refiere, por la forma y por la estructura de las perspectivas de la socialización intersubjetivamente no deformada, a un sentido genuino, independiente del bien individual.
Desde luego que partiendo únicamente de las propiedades de las formas de vida comunicativas no puede darse razón de por qué los miembros de una determinada comunidad histórica deberían ir más allá de orientaciones valorativas particularistas, y avanzar hacia las relaciones de reconocimiento recíproco inclusivas e irrestrictivas del universalismo igualitario. Por otra parte, una concepción universalista que huya de las falsas abstracciones tiene que hacer uso de juicios propios de la teoría de la comunicaición. Del hecho de que las personas únicamente lleguen a convertirse en individuos por la vía de la socialización se deduce que la consideración moral vale tanto para el individuo insustituible como para el miembro, esto es, une la justicia con la solidaridad. El trato igual es el trato que se dan los desiguales que a la vez son conscientes de su copertenencia. El punto de vista de que las personas como tales son iguales a todas las demás no se puede hacer valer a costa de otro punto de vista según el cual como individuos son al tiempo absolutamente distintos de todos los demás. El respeto recíproco e igual para todos exigido por el universalismo sensible a las diferencias quiere una inclusión no niveladora y no confiscadora del otro en su alteridad.
Pero ¿cómo se justifica el paso a una moral postradicional? Las obligaciones enraizadas en la acción comunicativa y practicadas tradicionalmente no van más allá, por sí mismas, de los límites de la familia, el clan, la ciudad o la nación. Otra cosa ocurre con la forma reflexiva de la acción comunicativa: las argumentaciones apuntan per se más allá de todas las formas de vida particulares. En los presupuestos pragmáticos de los discursos o deiberaciones racionales se universaliza, abstrae y desborda el contenido normativo de los supuestos practicados de la acción comunicativa, es decir, se extienden a una comunidad inclusiva que no excluye en principio a ningún sujeto capaz de lenguaje y acción en tanto que pueda realizar contribuciones relevantes. Esta idea muestra la salida de aquella situación en la que los interesados han perdido su apoyo ontoteológico y tienen que crear, por así decir, sus orientaciones normativas por sí mismos. Como se ha dicho, los interesados pueden sólo recurrir a aquello que tienen en común y de lo que ya disponen actualmente. Tras el último fracaso, las provisiones comunes se han reducido a las propiedades formales de la situación de deliberación realizativamente compartida. Finalmente, todos se han sumado ya a la empresa cooperativa de una deliberación práctica.
Ésta es una base bastante frágil, pero la neutralidad de estas reservas respecto a los contenidos también puede significar una oportunidad a la vista del desconcierto causado por la pluralidad de concepciones del mundo. La perspectiva de un equivalente de la fundamentación sustantiva tradicional consistiría entonces en que se restituyera por sí mismo un aspecto de la forma comunicativa en la que se realizan las reflexiones prácticas comunes bajo el que es posible una fundamentación de las normas morales convincente para todos los interesados porque es imparcial. El ausente “bien trascendente” puede compensarse ahora sólo de modo “inmanente” en virtud de una de las condiciones ínsitas en la práctica deliberativa. A partir de aquí, pienso que hay tres pasos hasta llegar a una fundamentación teórica del punto de vista moral.
(a) Cuando se considera la práctica deliberativa misma como único recurso posible para el punto de vista del juicio imparcial acerca de las cuestiones morales, la referencia a los contenidos de la moral tiene que ser sustituida por la relación autorreferencial con la forma de esta práctica. Precisamente esta comprensión de la situación lleva a “D” a concepto: solamente pueden pretender ser válidas las normas que en discursos prácticos podrían suscitar la aprobación de todos los interesados. “Aprobación” significa aquí el asentimiento alcanzado en condiciones discursivas, un acuerdo motivado por razones epistémicas; no se puede entender como un pacto motivado por razones instrumentales desde la perspectiva egocéntrica de cada cual. Naturalmente, el principio discursivo deja abierto el tipo de argumentación, esto es, el camino por el cual puede alcanzarse un acuerdo discursivo. Con “D” no se da por supuesto que en general la fundamentación de normas moral sea posible sin un acuerdo de fondo sustancial.
(b) El principio “D” introducido de modo condicional indica la condición que satisfarían las normas vñalidas si pudieran fundamentarse. Entre tanto sólo puede haber claridad sobre el concepto de normal moral. Los interesados saben de modo intuitivo cómo se participa en situaciones de argumentación. Aun cuando sólo están acostumbrados a fundamentar proposiciones asertóricas y todavía no saben si del mismo modo pueden juzgar pretensiones de validez morales, pueden imaginarse (de modo no prejuzgante) lo que significaría fundamentar normas. Lo que falta, empero, para hacer operativo “D” es una regla de argumentación que indique cómo se pueden fundamentar las normas morales.
El principio de universalización “U” está inspirado ciertamente por “D”, pero ya no se trata en absoluto de una propuesta lograda abductivamente. Dicho principio quiere decir:
Que una norma es válida únicamente cuando las consecuencias y efectos laterales que se desprenderían previsiblemente de su seguimiento general para las constelaciones de intereses y orientaciones valorativas de cada cual podrían ser aceptadas sin coacción conjuntamente por todos los interesados.
Tres comentarios sobre esto. Con las “constelaciones de intereses y orientaciones valorativas” se ponen en juego las razones pragmáticas y éticas de cada uno de los participantes. Estos datos deben evitar una marginación de las autocomprensiones del yo y las visiones del mundo de los participantes. Estos datos deben evitar una marginación de las autocomprensiones del yo y las visiones del mundo de los participantes y asegurar la sensibilidad hermenéutica para un espectro suficientemente amplio de contribuciones. Además, la asunción de una perspectiva de reciprocidad universalizada (“de cada cual”, “por todos”) exige no sólo empatía (Einfühlumg), sino también la intervención en la interpretación de la autocomprensión y la visión del mundo de participantes que tienen que mantenerse abiertos a revisiones de sus autodescripciones y de las descripciones de los extraños (y del lenguaje de las mismas). Finalmente, el objetivo de una “aceptación no coactiva común” fija el punto de vista en el que las razones aportadas se desembarazan del sentido relativo al actor de los motivos de la acción y, bajo el punto de vista de la consideración asimétrica, adoptan un sentido epistémico.
(c)Los interesados mismos quizás se den por satisfechos con esta (o con una parecida) regla de argumentación mientras se muestre útil y no conduzca a resultados contraintuitivos. Tiene que mostrarse que una práctica de fundamentación conducida de este modo permite distinguir las normas capaces de suscitar aprobación universal (los derechos humanos, por ejemplo). Pero desde la perspectiva del teórico de la moral falta un último paso fundamentador:
Podemos ciertamente dar por sentado que la práctica de deliberación y justificación que llamamos argumentación se encuentra en todas las culturas y sociedades (aun cuando no necesariamente en forma institucional, sí como práctica informal) y que para este tipo de solución de problemas no existe ningún equivalente. A la vista de la extensión universal de la práctica argumentativa de y la falta de alternativas a ella debería ser difícil discutir la neutralidad del principio discursivo. Pero en la abducción de “U” podría haberse introducido furtivamente una precomprensión etnocéntrica, y con ello una determinada concepción del bien, no compartida por otras culturas. Esta sospecha acerca de la parcialidad eurocéntrica de la comprensión de la moralidad operacionalizada mediante “U” podría desactivarse si pudiera plausibilizarse esta explicación del punto de vista moral de modo “inmanente”, o sea, a partir del saber sobre lo que uno hace cuando se acepta participar en una práctica argumentativa en general. La idea de fundamentación de la ética discursiva consiste en que el principio “U”, junto a la representación de la fundamentación de normas expresada en “D” en general, puede obtenerse a patir del contenido implícito de los presupuestos universales de la argumentación.
Esto resulta intuitivamente fácil de ver (mientras que cualquier intento de fundamentación formal exigiría pesadas discusiones sobre el sentido y la factibiidad de los “arguentos trascendentales”). Me conformo aquí con la indicación fenomenológica de que las argumentaciones se llevan a cabo con objeto de convencerse recíprocamente de la corrección de las pretensiones de validez que plantean los proponentes para sus afirmaciones y que están dispuestos a defender frente a los oponentes. Con la práctica argumentativa se pone en marcha una competición cooperativa a la búsqueda de los mejores argumentos, competición que une a limine a los participantes en el orientarse al objetivo del entendimiento. El supuesto de que la competición puede conducirse a resultados “aceptables racionalmente”, e incluso “convincentes”, se fundamenta en la fuerza de convicción de los argumentos. Lo que cuenta como buen o mal argumento es algo que, por supuesto, se puede poner en discusión. Por tanto, la aceptabilidad racional de una emisión reposa en último término en razones conectadas con determinadas propiedades del mismo proceso de argumentación. Nombraré sólo las cuatro importantes:
(a) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; (b) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportacines; (c) los participantes tienen que decir lo que opinan; (d) la comunicación tiene que estar libre de coacciones tanto internas como externas, de modo que las tomas de posición con un sí o con un no ante las pretensiones de validez susceptibles de crítica únicamente sean motivadas por la fuerza de convicción de los mejores argumentos.
Si cualquiera que acepte participar en una argumentación tiene que hacer cuando menos estas suposiciones pragmáticas en los discursos prácticos (a) a causa del carácter público y la inclusión de todos los interesados, y (b) a causa del trato comunicativo igualitario a los participantes, pueden estar en juego solamente aquellas razones que tengan en cuenta por igual los intereses y las orientaciones de vaor de todos; y a causa de la ausencia de (c) (d), engaño y coacción sólo pueden hacer decantar la balanza de las razones en favor de la aprobación de una norma dudosa y discutida. Bajo las premisas supuestas por todos de una orientación al entendimiento recíproco al fin puede lograrse “en común” esa aceptación “sin coacción”.
Contra la objeción frecuentemente planteada de circularidad observaré que el contenido de los presupuestos universales de la argumentación no es “normativo” en ningún sentido moral. Pues la inclusividad significa tan sólo que el acceso al discurso tiene carácter irrestrictivo, no la universalidad de alguna norma de acción obligatoria. La repartición simétrica de las libertades comunicativas en el discurso y la exigencia de sinceridad para el mismo significan obligaciones y derechos argumentativos, de ningún modo obligaciones y derechos morales.
De igual modo, el carácter no coactivo se refiere al proceso de argumentación mismo, no a las relaciones interpersonales fuera de esta práctica. Las reglas constitutivas para el juego de la argumentación determinan el intercambio de argumentos y tomas de postura con un sí o con un no; tienen el sentido epistémico de posibilitar la justificación de emisiones, no el sentido inmediatamente práctico de motivas acciones.
El quid de la fundamentación ético-discrusiva del punto de vista moral consiste en que el contenido normativo de este juego de lenguaje epistémico, por una regla de argumentación, pasa a la selección de normas de acción que -junto a su pretensión de validez moral- están dadas en los discursos prácticos. La obligatoriedad moral no puede darse únicamente a partir de la coacción trascendental, por decirlo así, de los presupuestos inevitables de la argumentación; más bien se adhiere a los objetos especiales del discurso práctico -aquellos a los que las normas introducidas en el discurso se refieren las razones movilizadas en la deliberación-. Resalto esta circunstancia con la formulación de que “U” se plausibiliza a partir del contenido normativo de los presupuestos de la argumentación conjuntamente con un concepto (débil, esto es, no prejuzgante) de fundamentación normativa.
La estrategia de fundamentación aquí esbozada comparte la carga de la plausibilización con un planteamiento genealógico tras el cual se ocultan algunos supuestos teóricos acerca de la modernidad. Con “U” nos aseguramos de modo reflexivo (lo que deja entrever también una figura de la fundamentación a la que aquí no se ha aludido: el uso de las evidencias de autocontradicción realizativa para identificar los presupuestos universales de la argumentación) de los restos de sustancia normativa que en las sociedades postradicionales han quedado conservadas, por así decirlo, en forma de acción y argumentación orientadas al entendimiento.
Como consecuencia se plantea el problema de la aplicación de las normas. Con el principio (desarrollado por K. Günther) de adecuación se hace valer plenamente el punto de vista moral con relación a los juicios morales singulares. En las consecuencias de los discursos de fundamentación y aplicación conducidos con éxito se evidencia entonces que las cuestiones prácticas se diferencian bajo el riguroso punto de vista moral: las cuestiones morales relativas a la convivencia justa se separan, por un lado, de las cuestiones pragmáticas relativas a la elección racional, y, por otro, de las cuestiones éticas relativas acerca de la vida buena o no fracasada. Además retrospectivamente me parece claro que “U” ha operacionalizado, ante todo, un principio discursivo más amplio en relación con una cuestión especial, a saber, la moral. El principio discursivo se puede operacionalizar también para cuestiones de otro tipo, así, por ejemplo, para la deliberacion de un legislador político o para los discursos jurídicos.
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