miércoles, 19 de agosto de 2009

Coexistencia en igualdad de derechos vs. Protección de especies

Coexistencia en igualdad de derechos vs. Protección de especies, Jürgen Habermas

Sin duda, la vía del federalismo se ofrece pues como una solución sólo si los miembros de los diferentes grupos étnicos y formas culturales e vida pueden ser más o menos delimitados territorialmente unos de otros. Éste no sería el caso en sociedades multiculturales como los Estado Unidos; aún menos será el caso para países que (como la República Federal de Alemania) cambian su composición étnica bajo la presión de corrientes de inmigración procedentes de todo el mundo. También un Quebec convertido en una entidad culturalmente autónoma se encontraría en la misma situación y tan sólo se habría trocado una cultura mayoritaria inglesa por una francesa. Supongamos que en tales sociedades multiculturales existe -sobre el trasfondo de una cultura liberal y sobre la base de asociaciones voluntarias- una esfera pública que funciones con estructuras de comunicación no cerradas que posibiliten y promuevan discursos de autocomprensión.

Entonces el proceso democrático de realización de iguales derechos subjetivos puede abarcar también la garantía de la coexistencia en iguadad de derechos de los diferentes grupos étnicos y sus formas culturales de vida. Para ello no es necesario ninguna fundamentación especial, ni ningún otro principio. Pues, considerado normativamente, la integridad de la persona jurídica individual no puede ser garantizada sin la protección de aquellos ámbitos compartidos de experiencia y vida en los que ha sido socializada y se ha formado su identidad. La identidad del individuo está entretejida con las identidades colectivas y sólo puede estabilizarse en un entramado cultural, que, tal como sucede con el lenguaje materno, uno lo hace suyo como si se tratase de una propiedad privada. Por eso, sin duda, el individuo permanece, en el sentido de Will Kymlicka, como el portador de los correspondientes “derechos de pertenencia cultural”; de ahí se derivan, en la dialéctica entre la igualdad jurídica y la igualdad fáctica, amplias garantías de status, derechos de autoadministración, servicios de infraestructura, subvenciones, etc. Las culturas aborígenes amenazadas pueden hacer valer en su protección especiales razones morales basadas en la historia de su país ocupado en el ínterin por la cultura mayoritaria. Argumentos similares pueden aducirse en pro de una “discriminación positiva” que favorezca a las culturas tanto tiempo oprimidas y negadas de los antiguos esclavos.

Estas obligaciones y otras semejantes resultan de derechos de carácter jurídico y en modo alguno de una estimación del valor universal de cada cultura. La política del reconocimiento defendida por Taylor estaría asentada sobre pies de barro si dependiera de la “suposición de igual valor” de las culturas y de su correspondiente contribución a la civilización universal.

El derecho al igual respeto que cada cual puede reclamar incluso en los contextos de vida formadores de su identidad no tiene nada que ver con la supuesta excelencia de su cultura de origen, con méritos cuyo reconocimiento sea general. Esto también lo subraya Susan Wolf: “al menos un daño masivo que se perpetúa por el no reconocimiento tiene poco que ver con la cuestión de si la persona o la cutura, cuyo reconocimiento es negado, tiene algo importante que decir a todos los demás seres humanos. La necesidad de remediar esos daños no resulta del supuesto o de la confirmación del supuesto de que una determinada cultura posee un valor particular para los seres humanos que no pertenecen a ella.”
No se necesita, por tanto, que la coexistencia en igualdad de derechos de los distintos grupos étnicos y sus formas de vida culturales se asegure por medio de derechos colectivos, que llegarían a sobrecargar una teoría de los derechos cortada a la medida de las personas individuales. Incluso si tales derechos de grupo pudieran ser admitidos en un Estado democrático de derecho, no sólo serían innecesarios, sino también cuestionables desde un punto de vista normativo. La protección de las tradiciones y de las formas de vida que configuran las identidades debe servir, en último término, al reconocimiento de sus miembros; no tiene de ningún modo el sentido de una protección administrativa de las especies. El punto de vista ecológico de la conservación de las especies no puede trasladarse a las culturas. Las tradiciones culturales y las formas de vida que en ellas se articulan se reproducen normalmente por el hecho de que convencen a aquellos que las abrazan y las graban en sus estructuras de personalidad, es decir, porque motivan una apropiación productiva y una persecución de las mismas. Desde los presupuestos del Estado de derecho, sólo cabe posibilitar ese rendimiento hermenéutico de la reproducción cultural de los mundos de la vida, ya que una garantía de supervivencia habría de robare a los miembros precisamente la libertad de decir sí o no, que hoy en día constituye una condición necesaria para la apropiación y preservación de una herencia cultural. Bajo las condiciones de una cultura que se ha hecho reflexiva sólo pueden mantenerse aquellas tradiciones y formas de vida que vinculan a sus miembros con tal que se somentan a un examen crítico y dejen a las generaciones futuras la opción de aprender de otras tradiciones o de convertirse a otra cutura y de zarpar hacia otras costas. Esto vale también para sectas relativamente cerradas como el caso de los amish de Pensilvania. Incluso si considerásemos como algo lleno de sentido el objetivo de poner a las culturas bajo el rótulo de la protección de las especies, las condiciones para su prometedora reproducción resultarían incompatibles con el objetivo de “to maintain and cherisch distinctness, not just now but forever”.

Para ello no necesita uno más que apelar al recuerdo de tantas subculturas y mundos de vida que florecieron, por ejemplo, en la temprana sociedad burguesa estratificada por categorías profesionales o evocar aquellas formas de vida (que les siguieron) de los jornaleros agrícolas y de las masas urbanas proletarias desarraigadas de la primera fase de la industrialización. Tales subculturas y formas de vida se vieron ciertamente atrapadas y machacadas de forma violenta por el proceso de modernización; no fue necesario que todas ellas encontraran su “Meister Anton” para que fueran defendidas con convicción contra las vías de recambio que los nuevos tiempos ofrecían. Y aquellas que fueron suficientemente ricas y atractivas para estimular la voluntad de autoafirmación pudieron mantenerse con sus propios rasgos sólo a través de la fuerza e autotransformación, tal como quizás sucedió con la cultura burguesa del siglo XIX. Incluso una cultura mayoritaria, cuya supervivencia no se encuentra amenazada, sólo preserva su vitalidad adoptando un revisionismo sin reserva, diseñando vías alternativas a los existente o integrando los impulsos extraños, pudiendo llegar hasta el punto de romper con las propias tradiciones. Esto vale aún con más motivo para las culturas de los inmigrantes, que son desafiadas por la presión asimiladora del nuevo entorno para establecer una diferenciación étnica obstinada y alentar la revitalización de los elementos tradicionales, pero que a partir de ahí modelan acto seguido una forma de vida igualmente alejada de la asimilación y de la tradición.

En las sociedades multiculturales, la coexistencia de las formas de vida en igualdad de derechos significa para cada ciudadano una oportunidad asegurada de crecer de una manera sana en el mundo de una cultura heredada y de dejar crecer a sus hijos en ella, esto es, la oportunidad de confrontarse con esa cultura -como con todas las demás-, de proseguirla de manera convencional o de transformarla, así como la oportunidad de separarse con indiferencia de sus imperativos o de renegar de modo autocrítico, para seguir viviendo en adelante con el aguijón de una ruptura con la tradición completada conscientemente o con una identidad dividida. El cambio acelerado de las sociedades modernas hace saltar por los aires todas las formas de vida estáticas. Las culturas sólo sobreviven si obtienen de la crítica y de la secesión la fuerza para su autotransformación. Las garantías jurídicas sólo pueden apoyarse en que cada persona retenga en su medio cultural la posibilidad de regenerar esta fuerza. Y ésta no emana de la separación de los extraños y de lo extraño, sino también, al menos, del intercambio con los extraños y con lo extraño.

En la modernidad, las formas rígidas de vida sucumben a la entropía. Los movimientos fundamentalistas se conciben como el intento irónico de aportar ultraestabilidad al propio mundo de la vida con medios restauradores. La ironía estriba en una autocomprensión errada de un tradicionalismo que procede de la resaca de la modernización social e imita una sustancialidad desintegrada. Como reacción al avasallador empuje de la modernización, el mismo tradicionalismo representa un movimiento de renovación completamente moderno. También el nacionalismo puede transmutarse en fundamentalismo, pero no debe ser confundido con él. El nacionalismo de la Revolución Francesa estaba asociado con los principios universalistas del Estado democrático de derecho; en aquella época, el nacionalismo y el repubicanismo eran hermanos gemelos. De otro lado, también las democracias consolidadas de Occidente, y no solo las sociedades en cambio, han sido azotadas por los movimientos fundamentalistas. Todas las religiones universales han generado su propio fundamentalismo, aunque no todos los movimientos sectarios muestren estos rasgos.

Como el caso Rushdie nos ha recordado, un fundamentalismo que conduzca a una praxis intolerante resulta incompatible con el Estado de derecho. Esta praxis se apoya en interpretaciones del mundo -de carácter religioso o propias de una filosofía de la historia- que pretenden exclusividad para una forma de vida privilegiada. Tales concepciones carecen de la conciencia de la falibiliad de sus pretensiones de validez y del respeto por la “carga de la razón” (John Rawls). Por supuesto, las interpretaciones globales del mundo y las convicciones religiosas no tienen que asociarse forzosamente a un falibilismo del tipo que hoy en día acompaña al saber hipotético de las ciencias experimentales. No obstante, las imágenes fundamentalistas del mundo son dogmáticas en el siguiente sentido: no dejan lugar alguno para una reflexión sobre la relación con otras imágenes del mundo con las que comparten el mismo universo de discurso y contra cuyas pretensiones de validez en competencia sólo pueden afirmarse con razones. No dejan lugar alguno para un “reasonable disgreement”.

Los poderes de la fe subjetivizada del mundo moderno se han caracterizado, por el contrario, por una posición reflexiva que no se limita a aceptar un modus vivendi -juridicamente coactivo bajo las condiciones de la libertad religiosa-. Las imágenes del mundo no fundamentalistas, que Rawls caracteriza como “not unreasonable comprehensive doctrines”, permiten, más bien, en el sentido de la tolerancia de Lessing, una disputa civilizada entre las difererentes convicciones, en la que una de las partes, sin sacrificar sus propias pretensiones de validez, puede reconocer a las otras partes como contendientes en pro de verdades auténticas.

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