jueves, 29 de julio de 2010

la igualdad de recursos y el sistema de distribución de mercado

la igualdad de recursos y el sistema de distribución de mercado







El desarrollo ha provocado una actitud consumista en la que el marketing nos convierte en seres pavlovianos y nos llena de reflejos. Nos hace desear las cosas. Destruye eso que dicen los libros de texto -y que, al parecer, hay profesores de economía que, candorosa o maliciosamente, se lo cree- cuando afirman que el consumidor es el rey, que el consumidor expresa sus deseos en el mercado y entonces, como si fuese el genio Aladino, vienen los deseos del consumidor. La verdad es justamente todo lo contrario: son las empresas y los empresarios quienes están provocando los deseos del consumidor e induciéndole a desear más, sin más.

Por ello, el modelo actual resulta tan bárbaro, que una ciencia que, desde las primeras líneas de sus libros de texto profesa ocupase de los bienes escasos, olvidó nada menos que nuestro propio planeta es escaso y es un bien limitado.

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Jose Luis Sampedro, Economía Humanista, Random Haouse Mondadori, Barcelona, 2009, Pág. 302





Oscar Wilde decía que el cínico -y resulta aplicable al economista actual- es el hombre que conoce el precio de todo y no conoce el valor de nada. Esto es exactamente lo que ocurre. El mercado sólo tiene en cuenta lo que tiene valor de mercado, y, por ello, lo que no tiene valor de mercado no le sirva para nada. Consiguientemente, las emociones, las sensaciones, los sentimientos, que no tienen valor de mercado -aunque inmediatamente se comercializan por otros procedimientos-, son desdeñados por el sistema.



Parece irracional que, para casos tan distintos como los que presentan países tan diversos, sólo se ofrezca un único modelo de desarrollo, que se mide por un patrón tan absurdo como es el producto nacional y que, en esencia, consiste en el desarrollo de las cosas y no de los hombres. Porque se fija, sobre todo, en la multiplicación de los objetos y arroja objetos sobre el espacio -ahí están los automóviles y los atascos-, y mutila así dimensiones importantes de la vida humana. El hombre no se reduce simplemente a un consumidor. Y el modelo actual económico apaga violentamente y aun yugula importantes dimensiones humanas.



Por estas consideraciones que hemos apuntado brevemente, constatamos que ese sistema es rechazable. Y tenemos que preguntarnos por cuál otro modelo podría y debería ser sustituido. Naturalmente, no se puede describir ahora con certeza qué va a ser del mundo o de Europa en el año 2025. Sin embargo, sí pueden apuntarse ya algunas líneas que nos indican por dónde podrían ir las correcciones a introducir necesariamente en el modelo actual.

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J. L. Sampedro, ibid, Págs. 302, 304



Así, más tarde Gadamer pudo sustituir los conceptos normativamente orientados -y por ello también relevantes gnoseológicamente y metodológicamente- de la hermenéutica tradicional (de Schleimacher y Dilthey, “alétheia”, “iluminación”, “apertura”, “ser ahí”) por conceptos temporal-ontológicos, y esto quiere decir: de la teoría del acontecer -tal como, por ejemplo, la comprensión como un “entrar en el acontecer de la tradición”, la “aplicación de la comprensión como una prosecución de la tradición”, el “círculo hermenéutico” como un “poner en juego los prejuicios” en el modo de la “fusión de horizontes” y, por último, la peculiar reunión del concepto metodológicamente relevante de reflexión y del concepto de acontecer: “conciencia de la historia efectual”.

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la igualdad de recursos



Además, la propiedad privada no es una relación sencilla y única entre una persona y un recurso material, sino una relación abierta, muchos de cuyos aspectos han de ser establecidos políticamente. Así que la pregunta sobre qué división de recursos es equitativa tiene que incluir, a su vez, la cuestión adicional de su derecho a vetar cualquier transformación de ese poder con que se le amenace mediante la política. Sin embargo, aquí casi siempre supondré que los aspectos generales de la propiedad se entienden lo suficientemente bien como para que la cuestión de qué modelo de propiedad privada constituye una división equitativa de los recursos privados se pueda discutir con independencia de esas complicaciones.

Lo que yo sostengo es que una división equitativa de recursos supone un mercado económico de algún tipo, como institución política real. Esa afirmación puede parecer lo suficientemente paradójica, como para que estén justificados los siguientes comentarios preliminares.

La idea de un mercado de bienes ha estado presente, de dos formas bastante distintas, en la teoría política y económica desde el siglo XVIII. En primer lugar, el mercado ha sido celebrado por ser un mecanismo que permite definir y lograr ciertos objetivos de toda la comunidad, que se han descrito de forma diversa como prosperidad, eficiencia o utilidad general. En segundo lugar, el mercado ha sido aclamado como la condición necesaria de la libertad individual, la condición gracias a la cual los hombres y mujeres libres pueden ejercer su iniciativa individual y elegir que su destino esté en sus manos. Esto es, se ha defendido el mercado a través tanto de argumentos políticos, que apelan a las ganancias generales que produce para toda la comunidad, como mediante argumentos de principio, que apelan más bien a un supuesto derecho a la libertad.

Pero el mercado económico, defendido de una de esas formas, o de ambas, llega a considerarse durante ese mismo período como el enemigo de la igualdad, en gran medida porque la forma en que se desarrollaron y se pusieron en práctica los sistemas económicos de mercado en los países industriales permitió y, de hecho, fomentó enormes desigualdades en la propiedad. Tanto los filósofos políticos como los ciudadanos corrientes han representado la igualdad, pues, como la antagonista o la víctima de los valores de la eficiencia y la libertad a los que, supuestamente, sirve el mercado; de forma que una política inteligente y moderada consiste en encontrar un equilibrio o intercambio entre la igualdad y esos otros valores, bien imponiendo limitaciones al mercado como ámbito político, bien reemplazándolo, en parte o del todo, por un sistema económico diferente.

Por el contrario, yo voy a tratar de sugerir que la idea de un mercado económico, como mecanismo para establecer los precios de una gran variedad de bienes y servicios, ha de hallarse en el centro de cualquier desarrollo teórico atractivo de la igualdad de recursos. El argumento principal se puede mostrar con mayor rapidez mediante un ejemplo, razonablemente sencillo, de igualdad de recursos, tan deliberadamente artificial como abstraído de los problemas que habremos de afrontar más tarde. Supongamos que varios supervivientes de un naufragio son arrastrados por el agua hasta una isla desierta que tiene abundantes recursos y carece de población nativa, y que la posibilidad de un rescate es remota. Esos inmigrantes aceptan el principio de que nadie tiene un derecho previo a ninguno de esos recursos, sino que se dividirán equitativamente entre ellos (Pongamos por caso que aún no han caído en la cuenta de que podría resultar prudente crear un estado que conservara algunos recursos para que fueran de propiedad común.) Asimismo, aceptan (al menos provisionalmente) someter una división equitativa de recursos a la siguiente prueba, que denominaré prueba de la envidia.

Ninguna división de recursos es una división equitativa si, una vez que se completa la división, cualquier inmigrante prefiere el paquete de recursos de otro al suyo.

Supongamos ahora que se elige a un inmigrante para que lleve a cabo la división según ese principio. Es improbable que pueda lograrlo dividiendo físicamente, sin más, los recursos de la isla en n paquetes idénticos de recursos. El número de cada uno de los recursos no divisibles, como las vacas lecheras, podría no se un múltiplo exacto de n; y en el caso de los recursos divisibles como la tierra de labranza, unas parcelas de tierra serían mejores que otras y algunas resultarían mejor para unos usos que para otros. Sin embargo, supongamos que, tras mucho ensayo y error, y con mucho cuidado, el que divide pudiera crear n paquetes de recursos, cada uno de ellos algo diferente a los otros, de forma, no obstante, que pudiera asignarle uno a cada inmigrante y que ninguno envidiase, de hecho, el paquete de recursos de los demás.

La equidad de la distribución podría aún no satisfacer a los inmigrantes por una razón que no capta la prueba de la envidia. Supongamos (para plantear el argumento de forma exagerada) que el que divide consigue su resultado transformando todos los recursos disponibles en grandes existencias de huevos de chorlito y clarete prefiloxera (bien mediante magia o comerciando con una isla vecina que entra en esta historia sólo por esta razón), y que reparte esa gran cantidad en paquetes iguales de cestas y botellas. Muchos de los inmigrantes -digamos que todos menos uno- están encantados. Pero si esa persona odia los huevos de chorlito y el clarete prefiloxera sentirá que no se le ha tratado como igual en la división de recursos. Se satisface la prueba de la envidia -esa persona no prefiere el paquete de recursos de los demás al suyo-, pero prefiere lo que habrá tenido si los recursos iniciales disponibles se hubieran tratado de una forma más justa.





Un tipo de injusticia similar, aunque menos exagerada, se podría producir incluso sin magia y sin un extraño comercio. En efecto, la combinación de recursos de la que está compuesto cada paquete creado por el que hace la división favorecerá algunos gustos por encima de otros, en comparación con las diferentes combinaciones que podría haber compuesto. Esto es, mediante ensayo y error se podrían haber creado diferentes conjuntos de n paquetes que pasaran la prueba de la envidia, de forma que para cada uno de esos conjunots que elige el que divide, alguien preferiría que hubiera elegido un conjunto distinto, incluso aunque esa persona no prefiriera un paquete diferente en ese conjunto.

El comercio posterior a la distribución inicial puede mejorar, por supuesto, la situación de la persona. Pero es difícil que le lleve a la situación que habría tenido con el conjunto de paquetes que prefería pues dado que los demás empiezan con el paquete que prefieren frente al que habrían tenido en ese conjunto, no tienen motivo, pues, para comerciar con ese paquete.

Así pues el que divide necesita un mecanismo que haga frente a dos focos de arbitrariedad o posible injusticia. No se puede satisfacer la prueba de la envidia mediante una simple división mecánica de los recursos. Si se puede hallar una división algo más compleja que la satisfaga, se podrán hallar otras muchas, de modo que la elección entre ellas será arbitraria.

La misma solución se les habrá ocurrido ya a los lectores. El que divide necesita algún tipo de subasta u otro procedimiento de mercado para responder a estos problemas.

Describiré un procedimiento razonablemente directo que resulte aceptable, si se consigue que funcione; aunque tal y como lo voy a describir resulte, por el tiempo que conllevaría, imposible. Supongamos que el que divide le entraga a ca inmigrante un número equitativo y muy grande de conchas, que son lo suficientemente abundantes y sin valor en sí mismas para nadie como para usarlas de fichas en un mercado del siguiente tipo. Se hace una lista con lotes de cada elemento distinto de la isla (sin incluir a los inmigrantes mismos) para venderlos, a menos que alguien notifique al subastador (que es en lo que se ha convertido ahora el que divide) su deseo de pujar por cierta parte de un elemento, incluyendo, por ejemplo, parte de un trozo de tierra, en cuyo caso esa parte se convierte en un lote distinto. El subastador propone entonces una serie de precios para cada lote y descubre si esa serie de precios vacía todos los mercados, esto es, si hay un solo comprador para cada precio y todos los lotes se venden. Si no es así, el subastador ajustará entonces los precios hasta que logre un conjunto de precios que vacíen los mercados.

Pero el proceso no se detiene ahí, pues cada uno de los inmigrantes sigue siendo libre de cambiar sus pujas incluso cuando se logra un conjunto de precios que vacía el mercado, y puede, además, proponer lotes diferentes. Pero supongamos que con el tiempo incluso ese lento proceso termina, todo el mundo se declara satisfecho y, en consecuencia, los bienes se distribuyen.

Ahora se tiene que cumplir la prueba de la envidia. Naide envidiará el conjunto de compras de otro porque, por hipótesis, podía haber comprado con sus conchas ese paquete en vez del suyo. Tampoco es arbitraria la elección de conjunto de paquetes. Mucha gente supondrá que se podrían haber establecido diferentes conjuntos de paquetes que satisfacieran la prueba de la envidia, pero el conjunto real de paquetes tiene el mérito de que cada persona, mediante sus compras con una cantidad equitativa de fichas, desempeña un papel equitativo a la hora de determinar e conjunto de paquetes elegidos realemente.

Nadie se halla en la posición de aquella persona de nuestro primer ejemplo que se encontró con lo que odiaba. Por supuesto, la suerte desempeña cierto papel a la hora de determinar cuán satisfecho se halla alguien con el resultado, frente a otras posibilidades que había previsto. Si los huevos de chorlito y el clarete añejo fueran los únicos recursos de la subasta, la persona que los detesta estaría tan mal como en nuestro primer ejemplo. Habría tenido la mala suerte de que los inmigrantes no fueran arrastrados por las aguas a una isla que tuviera más cosas de las que él quiere (aunque ha tenido suerte, claro está, de que la isla no tenga aún menos). Pero no puede quejarse de que la división de los recursos reales que hallaron no fuera equitativa.

Se podría sentir también afortunado o desafortunado de otra forma. Por ejemplo, sería cuestión de suerte cuántas personas comparten varios de sus gustos. Si hubiera resultado que sus gustos y ambiciones eran relativamente comunes, esa circunstancia hubiera podido obrar en su favor en la subasta, si se hubieran dado economías de escala en la producción de lo que él quería; o en su contra, si lo que quería era escaso. Si los inmigrantes hubieran decidido establecer un régimen de igualdad de bienestar, y no de bienestar de recursos, entonces compartiría con otros esa buena o mala suerte, pues la distribución no se basaría en una subasta del tipo que he descrito, en la que la suerte desempeña un papel importante, sino en la estrategia de igualar las diferencias en cualquier concepción de bienestar que se haya elegido. Sin embargo, la igualdad de recursos no ofrece un motivo semejante para corregir las contingencias que determinan cuán caras o frustrantes son las preferencias de alguien.

Se supone que la gente, en condiciones de igualdad de bienestar tiene que decidir qué tipo de vida quiere, con independencia de la información relevante que permita determinanr hasta qué punto su elección reducirá o incrementará la capacidad de los demás para tener lo que quieren. Ese tipo de información sólo se vuelve relevante en un segundo nivel político, en el que los adinistradores reúnen lo que la gente ha elegido en el primer nivel para ver qué distribución proporcionará a los que elijan una opción equitativa de éxito, bajo un concepto de bienestar que se considere como la dimensión correcta del éxito. Sin embargo en condiciones de igualdad de recursos, las personas deciden qué tipo de vida van a llevar contando con información previa sobre el coste real que le imponen a otras personas con su elección y, por lo tanto, sobre las existencias totales de recursos que pueden usar de forma justa. La información que se deja para un ámbito político independiente en la igualdad de recursos. El elemento de suerte presente en la subasta que acabamos de escribir es, en realidad, información de un tipo crucial; información que se adquiere y se emplea en ese proceso de elección.

Así pues los hechos contingentes sobre la materia prima y la distribución de gustos no son motivo para que se cuestione la distribución por no ser equitativa. Se trata más bien de hechos previos que determinan lo que es la igualdad de recursos en esas circunstancias. En condiciones de igualdad de recursos, no se puede extraer de esos hechos previos ningún indicio que nos permita calcular lo que exige la igualdad y que ponga a prueba esos hechos. Que la subasta tenga carácter de mercado no es sólo porque sea un mecanismo conveniente o ad hoc para resolver problemas técnicos de la igualdad de recursos en sencillos ejercicios como el denuestra isla desierta. Es una forma institucionalizada del proceso de descubrimiento y adaptación que se halla en el centro de la ética de este ideal. La igualdad de recursos supone que los recursos dedicados a la vida de una persona se establezca preguntando hasta qué punto ese recurso es realmente importante para otras personas. Insiste en que el coste, medido de esta forma, figure en el sentido que tiene cada persona de lo que es correcto sea suyo, y en cómo juzga cada persona la vida que debe llevar, dado aquel mandato de la justicia. Quienquiera que insista en que cualquier perfil concreto de gustos iniciales viola la igualdad ha de rechazar, pues, la igualdad de recursos y recurrir a la igualdad de bienestar.

Por supuesto, en este argumento, y en la conexión entre el mercado y la igualdad de recursos, es soberano el hecho de que las personas entren en el mercado en igualdad de condiciones. La subasta de una isla desierta no habría evitado la envidia, y no habría resultado atractiva como solución al problema de la división equitativa de recursos, si los inmigrantes, una vez en tierra, se hubieran peleado al usar libremente en la subasta diferentes cantidades de dinero que traían en el bolsillo, o si alguno le hubiera robado las conchas al otro. No debemos perder de vista este hecho, bien en el argumento que sigue, bien en cualquiera de las reflexiones sobre la aplicación del argumento a los sistemas económicos contemporáneos. Pero tampoco deberíamos perder de vista -dada la consternación que nos produce la desigualdad de esos sistemas-, la importante conexión teórica que existe entre el mercado y el concepto de igualdad de recursos.

Se podrían plantear, por supuesto, otras objeciones muy diferentes al hecho de que se use una subasta, incluso una subasta equitativa del tipo que he descrito. Se podría decir, por ejemplo, que para que una subasta sea justa las preferencias con las que las personas llegan a la subasta, o las que se forman en el curso de la misma, tienen que ser auténticas: las preferencias verdaderas del agente más que las preferencias impuestas por el sistema económico mismo. Quizás una subasta de cualquier tipo, en la que una persona puja contra otra, imponga el supuesto ilegítimo de que lo que es valioso en la vida es la propiedad individual de algo, en vez de empresas más cooperativas de la comunidad o algún frupo de la misma en conjunto. Sin embargo, en la medida en que esta objeción (misteriosa en parte) resulte pertinente aquí, se tratará de una objecion contra la idea de propiedad privada en un amplio ámbito de recursos, lo cual se puede tener en cuenta mejor bajo el título de igualdad política y no como una objeción a la afirmación de que un mercado, del tipo que sea, debe figurar en cualquier explicación satisfactoria de lo que es la igualdad de la propiedad privada.

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págs. 75-81



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Existen también conexiones superficiales entre la teoría de la igualdad de recursos sugerida aquí y diversas formas de la teoría lockeana de la justicia de la propiedad privada, en concreto la distinguida e influyente versión de Robert Nozick.

Ahora bien, las diferencias son más llamativas, incluso superficialmente. En una teoria como la de Nozick no cabe nada parecido a la idea de una distribución del poder económico abstracto de todos los bienes que están bajo control social. Pero tanto la teoría de Nozick como la de la igualdad de recursos que se ha descrito aquó otorgaan un lugar destacado a la idea del mercado y recomiendan una distribución que se logre mediante un mercado que se defina y se limite de forma apropiada. Puede ser que las partes de la argumentación de Nozick que parecen intuitivamente más persuasivas se basen en ejemplos en los que la presente teoría lograría los mismos resultados.

El famoso ejemplo de Wilt Chamberlain es uno de los casos en cuestión. Nozick parte del supuesto de una distribución equitativa de la riqueza, seguida de intercambios sin coacción para obtener un beneficio mutuo, en la que cada persona de entre una multitud paga una pequeña suma de dinero para ver jugar a Chamberlain al baloncesto, tras lo cual él se hace rico y la riqueza ya no es equitativa. La igualdad de recursos no rechazaría este resultado, si se lo considera por sí sólo. La riqueza de Chamberlain refleja el valor que tiene para otros que él lleve esa vida. Por supuesto, su mayor riqueza al final del proceso procede principalmente de su mayor talento y, sólo en menor medida, podemos suponer, del hecho de que quiera llevar esa vida que otros no querrían llevar. Pero en el mercado hipotético de seguros casi nadie se habría hecho un seguro por si acaso no tuviera el talento que permite obtener esa riqueza. Ese seguro sería, para casi todo el mundo, una inversión llamativamente irracional. Así, nuestra discusión no justificaría el hecho de gravar la riqueza de Chambarlain para redistribuirla a otras personas menos afortunadas, si sólo entendemos a que los otros tienen mucha menos riqueza, como hace Nozick.

Pero nuestra discusión, a diferencia de la de Nozick, ha dejado abierta la posibilidad de que se puedan encontrar argumentos que justifiquen tal redistribución mediante un estudio más amplio de las circunstancias en las que se acumulan riquezas como la de Chamberlain. Supongamos que Chamberlain no juega en una comunidad en la que la disparidad de riqueza reside sólo en su enorme riqueza frente a la riqueza equitativa de todos los demás, cada uno de los cuales sólo tiene un pco menos de lo que tendría en la distribución más equitativa que se pueda imaginar, sino en la Filadelfia de principios de los setenta.

Una gran cantidad de personas gana ahora menos que la cobertura media supuesta en un mercado hipotético de seguros verosímil para esa sociedad, de forma que incluso si asumimos que las complejas diferencias de riqueza que hallamos proceden todas de la ausencia de talento en vez de la ausencia de un punto de partida eqitativo (lo que es absurdo), aún se nos exigirá poner en práctica un sistema impositivo redistributivo y a Chamberlain que contribuya con ese sistema.

En realidad, puesto que nuestra argumentación justificaba la conclusión de que las primas en el mercado hipotético de seguros se establecieran mediante tasas progresivas, basadas en los ingresos reales, a Chamberlain se le exigiría contribuir más que a nadie, tanto en términos absolutos como en porcentaje de ingresos. Cuando la discusión se amplía de esta forma, la igualdad de recursos se aleja mucho de las fronteras de un Estado que no es más que un vigilante nocturno.



El difeente uso que hacen del mercado estas dos teorías resulta, por lo tanto, bastante claro. Para Nozick el papel de mercado a la hora de justificar las distribuciones es negativo y contingente a un tiempo.

Si una persona ha adquirido algo de forma justa y decide cambiarlo con alguien por bienes y servicios de este último, entonces no se podrán plantear, en nombre de la justicia, objeciones a la distribución que resulte. La historia de la transacción la aísla de cualquier ataque y, de esta forma negativa, certifica su pedigrí moral. En esta teoría no cabe mercado hipotético de ningún tipo, excepto en el caso especial de restituciones por aquellas injustcias pasadas que se puedan demostrar, pues Nozick no emplea el mercado (como hacen, por ejemplo, algunos maximizadores de riqueza) para definir simplemente otra de las teorías de la justicia que él denomina “configuradas”. La justicia no consiste en la distribución que se pueda lograr mediante un mercado justo de personas racionales, son en la distribución que se logre realmente, como contingencia histórica, mediante un proceso que podría incluir un mercado de transacciones, pero que no tiene por qué.

Cuando se introduce el mercado en un contexto de igualdad de recursos, se hace de forma más positiva, pero también más servil. Se introduce porque está respaldado por el concepto de igualdad, como el mejor medio de hacer cumplir, al menos hasta cierto punto, el requisito fundamental de que sólo se dedique una parte equitativa de los recursos sociales a la vida de cada uno de los miembros de la sociedad, medida mediante el coste de oportunidad de esos recursos para los demás. Pero el valor del mercado real de transacciones acaba precisamente en este punto, por lo que hay que abandonarlo, o limitarlo, cuando el análisis muestra, por todos lados, que ha fallado en su cometido, o que un mecanismo teórico o institucional enteramente diferente lo haría mejor. Para este propósito, los mercados hipotéticos son, con toda claridad, de importancia teórica comparable a los mercados reales. Tenemos menos certeza sobre sus resultados, pero su diseño es mucho más flexible y la objeción de que no tienen validez histórica está fuera de lugar.



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Por último, intentaré decir algo sobre las conexiones y diferencias entre nuestra concepción de la igualdad de recursos y la teoría de la justicia de John Rawls. Esta teoría es lo suficientemente rica como para proporcionarnos dos niveles de conexión diferentes. En primer lugar, ¿hasta qué punto los argumentos a favor de la igualdad de recursos, tal y como la hemos descrito, siguen la estructura del argumento que desarrolla Rawls? Esto es, ¿hasta qué punto son diferentes los requisitos de la igualdad de recursos de los dos principios de justicia que Rawls supone que eligirían de hecho las personas en esa posición?

Evidentemente, es mejor empezar con la seunda pregunta. La comparación en cuestión se da entre la igualdad de recursos y el segundo principio de justicia de Rawls, cuyo componente principal es el principio de “diferencia”, que exige que nose produzca ninguna variación de la igualdad absoluta de “bienes primarios” salvo la que obre en beneficio de la clase económica de los que están en peor situación. (El primer principio de Rawls que establece lo que denomina la prioridad de la libertad, tiene que ver más bien con los temas que he dejado a un lado porque pertenecen a la igualdad política, que se discute en el capítulo 4). El principio de diferencia como nuestra concepción de la igualdad de recursos, sólo funciona contingentemente en dirección a la igualdad de bienestar con respecto a una concepción cualquiera del bienestar. Si distinguimos de forma amplia entre teorías de la igualdad de bienestar y de recursos, el principio de diferencia es una interpretación de la igualdad de recursos.

Sin embargo, se trata de una interpretación muy diferente de nuestra concepción. Desde el punto de vista de esta última, el principio de diferencia no es lo suficientemente sutil por diversos motivos. Hay cierto grado de arbitrariedad en la elección de cualquier descripción del grupo de lo sque están económicamente en peor situación, los cuales son, en cualquier caso, un grupo cuya fortuna sólo se puede representar mediante alguna media mítica o mediante un miembro representativo de ese grupo. En concreto, la estructura no parece lo suficientemente sensible con respecto a la situación de los que tienen discapacidades de nacimiento, físicas o mentales, que en sí mismos no constituyen un grupo de los que están en peor situación, pues ésta se define económicamente, por lo que los discapacitados no contarían como miembros representativos o medios de tal grupo. Rawls llama la atención sobre lo que denomina principio de reparación, que sostiene que la compensación se debe aplicar a las personas discapacitadas como se aplica, de hehco, en nuestra concepción de la igualdad, tal y como la he descrito. Pero apunta que el principio de diferencia no incluye el principio de reparación, aunque avanzarían en la misma dirección siempre que una educación especial para los discapacitados, por ejemplo, obre en beneficio de la clase que se encuentra en peor situación económica. Pero no hay razón para pensar que eso ocurra, al menos en circunstancias normales.

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Págs. 123-124





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El principio de la diferencia



El diferente uso que hacen de mercado estas dos teorías resulta, por lo tanto, bastante claro. Para Nozick el papel de mercado a la hora de justificar las distribuciones es negativo y contingente a un tiempo. Si una persona ha adquirido algo de forma justa y decide cambiarlo con alguien por bienes y servicios de este último, entonces no se podrán plantear, en nombre de la justicia, objeciones a la distribución que resulte. La historia de la transacción la aísla de cualquier ataque y, de esta forma negativa, certifica su pedigrí moral. En esta teoría no cabe mercado hipotético de ningún tipo, excepto en el caso especial de restituciones por aquellas injusticias pasadas que se puedan demostrar, pues Nozick no emplea el mercado (como hacen, por ejemplo, algunos maximizadores de riqueza) para definir simplemente otra de las teorías de la justicia que él denomina “configuradas”. La justicia no consiste en la distribución que se pueda lograr mediante un mercado justo de personas racionales, sino en la distribución que se logre realmente, como contigencia histórica, mediante un proceso que podría incluir un mercado de transacciones, pero que no tiene por qué.



Cuando se introduce el mercado en un contexto de igualdad de recursos, se hace de forma más positiva, pero también más servil. Se introduce porque está respaldado por el concepto de igualdad, como el mejor medio de hacer cumplir, al menos hasta cierto punto, el requisito fundamental de que sólo se dedique una parte equitativa de los recursos sociales a la vida de cada uno de los miembros de la sociedad, medida mediante el coste de oportunidad de esos recursos para los demás. Pero el valor del mercado real de transacciones acaba precisamente en este punto, por lo que hay que abandonarlo, o limitarlo, cuando el análisis muestra, por todos lados, que ha fallado en su cometido, o que un mecanismo teórico o institucional enteramente diferente lo haría mejor. Para este propósito, los mercados hipotéticos son, con toda claridad, de importancia teórica comparable a los mercados reales. Tenemos menos certeza sobre sus resultados, pero su diseño es mucho más flexible y la objeción de que no tienen validez histórica está fuera de lugar.







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Por último intentaré decir algo sobre las conexiones y diferencias entre nuestra concepción de la igualdad de recursos y la teoría de la justicia de John Rawls. Esta teoría es lo suficientemente rica como para proporcionarnos dos niveles de conexión diferentes. En primer lugar, ¿hasta qué punto los argumentos a favor de la igualdad de recursos, tal y como la hemos descrito, siguen la estructura del argumento que desarrolla Rawls? Esto es, ¿hasta qué punto dependen de la hipótesis de que las personas en la posición original descrita por Rawls elegirían los principios de la igualdad de recursos tras el velo? En segundo lugar, y de forma independiente, ¿hasta qué punto son diferentes los requisitos de la igualdad de recursos de los dos principios de justicia que Rawls supone que elegirían de hecho las personas en esa posición?

Evidentemente, es mejor empezar con la segunda pregunta. La comparación en cuestión se da entre la igualdad de recursos y el segundo principio de justicia de Rawls, cuyo compenente principal es el principio de “diferencia”, que exige que no se produzca ninguna variación de la igualdad absoluta de “bienes primarios” salvo la que obre en beneficio de la clase económica de los que están en peor situación. (El primer principio de Rawls, que establece lo que denomina la prioridad de la libertad, tiene que ver más bien con los temas que he dejado a un lado porque pertenecen a la igualdad política, que se discute en el capítulo 4). El principio de diferencia, como nuestra concepción de la igualdad de recursos, sólo funciona contingentemente en dirección a la igualdad de bienestar con respecto a una concepción cualquiera del bienestar. Si distinguimos de forma amplia entre teorías de la igualdad de bienestar y recursos, el principio de diferencia es una interpretación de la igualdad de recursos.

Sin embargo, se trata de una interpretación muy diferente de nuestra concepción. Desde el punto de vista de esta última, el principio de diferencia no es lo suficientemente sutil por diversos motivos. Hay cierto grado de arbitrariedad en la elección de cualquier descripción del grupo de los que están económicamente en peor situación, los cuales son, en cualquier caso, un grupo cuya fortuna sólo se puede representar mediante alguna media mítica o mediante un miembro representativo de ese grupo. En concreto, la estructura no parece lo suficientemente sensible con respecto a la situación de los que tienen discapacidades de nacimiento, físicas o mentales, que en sí mismos no constituyen un grupo de los que están en peor situación, pues ésta se define económicamente, por lo que los discapacitados no contarían como miembros representativos o medios de tal grupo. Rawls llama la atención sobre lo que denomina principio de reparación, que sostiene que la compensación se debe aplicar a las personas discapacitadas como se aplica, de hecho, en nuestra concepción de la igualdad, tal y como la he descrito. Pero apunta que el principio de diferencia no incluye el principio de reparación, aunque avanzarían en la misma dirección siempre que una educación especial para los discapacitados, por ejemplo, obre en beneficio de la clase que se encuentra en peor situación económica. Pero no hay razón para pensar que eso ocurra, al menos en circunstancias normales.

Se ha señalado a menudo además que el principio de diferencia no es suficientemente sensible a las variaciones que se dan cuando se distribuye más allá de la clase de los que están en peor situación económica. Esta queja se ilustra a veces con ridículas cuestiones hipotéticas. Supongamos que un sistema económico existente es justo. Cumple las condiciones del principio de diferencia porque ninguna nueva transferencia de riqueza a la clase de los que están peor mejoraría en realidad su situación. Entonces una catástrofe inminente (por ejemplo) plantea a los funcionarios la siguiente elección. Pueden actuar de forma que la situación del miembro representativo de la clase más pequeña de los que están peor empeore sólo un poco, o de forma que la situación de todos los demás empeore drásticamente y se vuelva casi tan pobres como el grupo de los que están peor. ¿Exoge la justicia que todo el mundo, menos los pobres, pierda mucho para evitar que los más pobres pierdan un poco?

Basta con responder que es muy improbable que se den circunstancias de ese tipo y que en realidad el destino de los diversos estamentos económicos está “encadenado”, o puede estarlo con facilidad, de forma que mejorar la situación de la clase de los que están peor lleva en realidad aparejada la mejora de otras clases, al meos las que se hallan justo por encima de aquélla. Pero esta réplica no elimina la pregunta teórica de si lo que determina lo que es justo, en cualquier circunstancia, es realmente y exclusivamente la situación del grupo de los que están peor.

La igualdad de recursos, tal y como se ha descrito aquí, no señala a ningún grupo cuyo estatus se encuentre en esa situación. Pretende proporcionar una descripción de la igualdad de recursos (o más bien un conjunto de mecanismos para aspirar a ella) persona a persona), y lo que se toma en consideración de la historia de cada persona que afecte a lo que debe tener, en nombre de la igualdad, no incluye su pertenencia a una clase económica o social. No quiero decir que nuestra teoría, incluso tal y como se ha detallado hasta ahora, exija de esos mecanismos un grado de imprecisión impresionante. Al contrario, incluso en los casos artificialmente sencillos que hemos tratado, en muchas ocasiones hemos tenido que admitir que la especulación y las soluciones de compromiso -y a veces incluso la determinación- en las afirmaciones de lo que exigiría la igualdad en circunstancias concretas. Pero la teoría propone, no obstante, que la igualdad en circunstancias concretas. Pero la teoría propone, no obstante, que la igualdad en cuestión, en principio, de derechos individuales, más que de posición de grupo. No en el sentido, por supuesto, de que cada persona tenga una parte predeterminada a su disposición, con independencia de lo que le hagan o les ocurra a los demás. Al contrario, la teoría vincula al destino de las personas entre sí, en el sentido en que se supone que el mercado real y el hipotético, como mecanismos dominantes, lo describen; pero en un sentido muy diferente a aquel en que la teoría supone que la igualdad define una relación individualizada entre ciudadanos, y que se puede considerar que establece derechos tanto desde el punto de vista de cada persona como del resto de la comunidad. Incluso cuando nuestra teoría misma se sirve de la idea de una curva de utilidad media, cosa que hace al construir mercados hipotéticos de segurs, lo hace como una cuestión de juicios de probabilidades sobre los gustos y ambiciones concretas de las personas -pues está interesada en proporcionarles aquello a lo que tienen derecho como individuos-, más que como parte de una premisa según la cual la igualdad es cuestión de igualdad entre grupos.

Por otro lado, Rawls supone que el principio de diferencia vincula la justicia a una clase no como adaptación práctica de segundo orden a alguna versión más profunda de la igualdad que resulte, en principio, más individualizada, sino porque la elección en la posición original, que define lo que es la justicia incluso desde el fondo, sería formulada desde el principio, por razones prácticas, en términos de clase.

Es imposible decir, a priori, si el principio de diferencia o la igualdad de recursos funcionarán para que se logre una mayor igualdad absoluta de lo que Rawls denomina bienes primarios.

Eso dependerá de las circunstancias. Supongamos, por ejemplo, que el impuesto necesario para proporcionar la cobertura correcta para los discapacitados y los desempleados tiene el efecto, a largo plazo, de desincentivar la inversión, reduciendo de esa forma las perspectivas del miembro representativo de la clase de los que están peor a la hora de obtener bienes primarios. Algunos miembros individuales del grupo de los que están peor, que son discapacitados o que están desempleados y que seguirán estándolo, verían mejorada su situación con ese plan impositivo (como la verían mejorada también ciertos miembros de otras clases), pero el miembro medio o representativo de la clase de los que están peor estaría en peor situación. El principio de diferencia, que observa en su totalidad al grupo de los que están peor, criticaría el impuesto, mientras que la igualdad de recursos, en cambio, la recomendaría.

En las circunstancias de esta ridícula cuestión tan conocida que acabamos de describir, en la que sólo se puede impedir que, partiendo de una base justa, el miembro representativo de la case de los que están en peor situación tenga una pérdida imperceptible mediante una pérdida sustantiva de los que se encuentran en mejor situación tenga una pérdida imperceptible mediante una pérdida sustantiva de los que se encuentran en mejor situación, el principio de diferencia se ve obligado a impedir esa pequeña pérdida incluso a ese coste. La igualdad de recursos sería sensible, en cambio, a diferencias cuantitativas como las que consideran importantes, precisamente por ese motivo, los que se oponen a la teoría de Rawls. Si la base es una división equitativa de recursos, esto no significa que cualquier transferencia de recursos para el grupo de los que están en peor situación suponga una pérdida a largo plazo para ese grupo, lo que podría ocurrir o no, sino que cualquier transferencia de ese tipo sería injusta para los demás. El hecho de que los que han tocado fondo no tengan más no indicaría que resulte imposible darles más, sino más bien que ya tienen todo a lo que tienen derecho. Si además existe la amenaza de una catátrofe económica, un gobierno que permita que recaiga una gran pérdida sobre un ciudadano para evitarle a otro una pérdida mucho más pequeña no estará tratando al primero como igual, porque dado que la igualdad en sí misma no exige que se le presta una atención especial al segundo, el gobierno deberá guardar más consideración por su suerte que por la suerte de otros. Así pues, si la pérdida que amenazaba al que está financieramente peor resulta que en realidad no tiene consecuencias para él, como supone esta extraña cuestión, entonces se termina el asunto.

Pero de ahí no se sigue que la igualdad de recursos se convierta en utilitarismo en vista de ejemplos como éstos. De hecho, tiene una mayor sensibilidad, o al menos una sensibilidad diferente, con respecto a la información cuantitativa que el principio de diferencia o el utilitarismo. Pues supongamos que la catástrofe inminente no amenaza al grupo de los que están en peor situación con una pérdida insignificante, como en la cuestión originaria, sino con una pérdida sustancial, aunque no tan grande, en conjunto, como la que amenaza a los que están en mejor situación. La igualdad de bienestar debe preguntarse si los cálculos del mercado hipotético de seguros y del sistema impositivo en vigor han tenido en cuenta adecuadamente los riesgos de la amenaza que ahora está a punto de materializarse. Podrían no haberlos tenido en cuenta. La posibilidad de una pérdida sustancial de forma inesperada, si se ha previsto, podría haber llevado al comprador medio de ese mercado a hacerse un seguro contra la catástrofe, o contra el desempleo, a un elevado nivel de cobertura, y este hehco podría afectar a la decisión de un funcionario, en ese momento, sobre cómo distribuir la pérdida venidera. Se le podría convencer, por ejemplo, de que permitiendo que la pérdida recaiga sobre los que tienen una situación mejor se lograría llegar, pese a la pérdida general de bienestar, a una situación cercana a la que habrían tenido todos si el sistema impositivo hubiera reflejado mejor lo que las personas habrían hecho en el mercado hipotético con esa información adicional.

Estos contrastes entre los consejos prácticos que ofrecen el principio de diferencia y la igualdad de recursos en determinadas circunstancias son de hecho una mínima parte de los que podríamos mencionar; estos ejemplos sólo se traen a colación como una forma de sugerir otros. Estos contrastes se organizan en torno a la distinción teórica que he apuntado. El principio de diferencia sólo sintoniza con una de las dimensiones de la igualdad que la igualdad de recursos reconoce. El principio de diferencia supne que la igualdad de matices con respecto a los bienes primarios, la igualdad que no tienen en cuenta las ambiciones, los gustos, la ocupación o el consumo y que deja a un lado la condición física o las discapacidades diferentes, es la igualdad básica o verdadera. Puesto que (una vez que se cumple la prioridad de la libertad) la justicia consiste en la igualdad y puesto que la verdadera igualdad es precisamente esa igualdad sin matices, cualquier solución de compromiso o desviación únicamente se podrá justificar basándose en que es en interés sólo de aquellas personas que podrían quejarse con razón por la desviación.

Este análisis unidimensional de la igualdad resultaría claramente insatisfactorio si se aplicara persona a persona. Se vendría abajo ante el argumento de que el hecho de que alguien que consume más que otros quiera, sin embargo, que le quede tanto como a alguien que consume menos no es una división equitativa de los recursos sociales; ni lo es tampoco que alguien que elige trabajar en una ocupación más productiva, medida en términos de lo que otros quieren, no deba tener, en consecuencia, más recursos que alguien que prefiere el ocio. (Esto es, se vendría abajo ante tales argumentos a menos que se convierta en una suerte de igualdad de bienestar mediante la dudosa proposición de que la igualdad de bienes primarios, a pesar del diferente historial de consumo u ocupación, es la mejor garantía de la igualdad de bienestar.)

Así pues, como Rawls deja claro, el principio de diferencia mismo no está vinculado en mayor medida a grupos que a individuos como adaptación de segundo orden a una concepción más profunda de la igualdad que sea individualista. Una concepción más profunda condenaría el principio de diferencia por ser inadecuado. En principio, se vincula a grupos porque la idea de igualdad entre grupos sociales, definida en términos económicos, es especialmente adecuada para la interpretación sin matices de la igualdad. De hecho, la idea de la igualdad como igualdad entre grupos económicos no permite otra interpretación. Puesto que los miembros de cualquier grupo económico serán muy diferentes en gustos, ambiciones y concepciones de la buena vida, abandonarán cualquier principio que establezca lo que exige la verdadera igualdad entre grupos y nos quedaremos únicamente con el requisito de que sólo serán iguales en la dimensión en que puedan diferir como grupo. El vínculo entre el principio de diferencia y el grupo que se toma como su unidad de medida social se establece prácticamente por definición.

Hemos de ser precavidos y no apresurarnos a extraer de estos hechos conclusones sobre la teoría de la justicia de Rawls en general. Se supone que el primero de sus principios de justicia es individualista, no como el principio de diferencia, y cualquier evaluación del papel de los individuos en la teoría general exigiría un análisis cuidadoso de ese principio, así como de la manera en que los dos principios podrían trabajar a dúo. Pero, en la medida en que el principio de diferencia pretende expresar una teoría de la igualdad de recursos, expresa una teoría diferente a la esbozada aquí en su vocabulario y disño básicos. Bien podría merecer la pena perseguir más aún esa diferencia, quizás elaborando y resaltando con más detalle las diferencias entre las consecuencias de las dos teorías en circunstancias prácticas. Pero volveré más bien a la primera de las dos comparaciones que distinguí.

He tratado de mostrar el atractivo de la igualdad de recursos tal y como la hemos interpretado aquí, dejando claro solamente sus motivaciones y defendiendo su coherencia y fuerza práctica. No he intentado defenderla de una forma que se pueda considerar más directa, deduciéndola de principios políticos generales y abstractos. Surge, pues, la cuestión de si se puede proporcionar ese tipo de defensa y, en concreto, si se puede hallar en el método general de Rawls. El hecho de que la igualdad de recursos difiera de diversas maneras, algunas de ellas fundamentales, del principio de diferencia de Rawls no resulta decisivo en contra de esa posibilidad. Pero quizá resulte posible mostrar que las personas que habitan en la posición original de Rawls no eligirían tras el velo de su ignorancia el principio de diferencia, sino la igualdad de recursos o algunos principios constitucionales intermedios que, al levantarse el velo, descubrirían que la igualdad de recursos satisface mejor que el principio de diferencia.

Espero que esté claro que yo no he presentado aquí tal argumento. Es cierto que he sostenido que una distribución equitativa es una distribución que resultaría de las decisiones de las personas en ciertas circunstancias, algunas de las cuales exigen, como en el caso de los mercados hipotéticos, el supuesto contrafáctico de que las personas ignoren lo que seguramente saben. Pero este argumento difiere del de la posición original en dos sentidos. En primer lugar, he diseñado mis argumenots de forma que se permita a las personas tener el mayor conocimiento posible sin anular toda la operación. En concreto, se les permite tener bastante conocimiento de sí mismos como individuos, de manera que conserven relativamente intacto el sentido de su propia personalidad y, sobre todo, de su teoría de lo que es valioso en la vida; para la posición original, en cambio, es crucial que éste sea el conocimiento preciso del que carezca la gente. Y lo que es más importante, he construido mis argumentos, en segundo lugar, apoyándome en un trasfondo de supuestos sobre lo que, en principio, exige la igualdad. No se tiene la intención, a diferencia del argumento de Rawls, de establecer ese trasfondo. Mis argumentos tratan, más que de construir, de hacer cumplir un diseño básico de justicia, y ese diseño tiene que encontrar apoyo, si acaso, en un lugar distinto de esos argumentos.

No pretendo sugerir, sin embago, que no soy más que un agnóstico con respecto al proyecto de apoyar la iguadad de recursos como ideal político, mostrando que las personas en la posición original la elegirían. Creo que cualquier proyecto semejante tiene que fracasar o, más bien, que está mal concebido, pues para explicar por qué la posición original es un mecanismo útil -entre otros mecanismos de este tipo- para considerar qué es la justicia se necesita alguna teoría de la igualdad, como la igualdad de recursos. Tal y como se acaba de describir, el proyecto resultaría autosuficiente en exceso. El mecanismo de una posición original (como he defendido en otro sitio extensamente) no se puede considerar de forma verosímil como el punto de partida de la filosofía política. Exige una teoría más profunda que la sustente, una teoría que explique por qué la posición original tiene las características que tiene y por qué el hehco de que las personas elijan unos principios concretos en esa posición, si es que los eligen, acredita a esos principios como principios de justicia. La fuerza de la posición original como mecanismo de los argumentos de justicia, o de un diseño concreto de la posición original para ese propósito, depende, a mi modo de ver, de la adecuación de una interpretación de la igualdad de recursos que la apoye, no al revés.

Pág.129-131



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genealogía del poder social, por Jose Antonio Marina

genealogía del poder social.-



¿Quién controla la marcha de la economía? ¿Quién controla al poder político? Cuando el Presidente Clinton luchaba por equilibrar el presupuesto federal en 1993, uno de sus consejeros dijo desesperado que si volviera a nacer le gustaría reencarnarse en el "mercado", porque es claramente el elemento más poderoso. Sin embargo, aunque parece que el mercado es el resultado anónimo de infinitas decisiones individuales, no todas las decisiones tienen el mismo valor.


La idea de control permite describir también las tensiones entre el "poder formal" y el "poder informal". Tomemos el caso de los monarcas y los validos. ¿Quién dependía de quién? Había un control y una dependencia circulares. En último término, el control, la toma de decisiones, lo tenía el poder formal, pero ¿cuántas veces se atrevió a ejercerlo?


La historia nos enseña que para protegerse de los excesos del poder no es solución intentar eliminarlo, porque sería inútil. Todas las revoluciones han derrocado un poder para sustituirlo por otro. La solución es controlarlo. Y ahora comprendemos los principios políticos que los antiguos desconocían o conocían de forma imperfecta, entre ellos el de los frenos, equilibrios y controles legislativos.


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El poder deja de ser un medio para conseguir algo, para convertirse en deseable por sí mismo. Quiere dominar por el hecho de dominar. La prolongación de la realidad mediante la irrealidad, la explosión simbólica, introduce al ser humano en un mundo inventado por él. Los mecanismos del poder van haciéndose cada vez más simbólicos, más ficticios. Lo importante no es el poder que tienes, sino el que tu enemigo cree que tienes. Comienza el juego de la astucia y, también, el juego de las persuasiones y de las legitimaciones. El poder deja de ser instaurador de lo bueno, definidor del orden, y tiene que someterse a criterios ajenos de bondad. Sufre de dos maneras esa expansión dislocada del deseo.

"Como señaló el imprescindible Hobbes dependemos de otras personas para satisfacer nuestros deseos, lo que significa que a más deseos más dependencia y, en sentido contrario, más necesidad de ejercer sobre ellas poder. En segundo lugar, porque el mismo deseo de poder está sometido a la ley de expansión de los deseos, y al convertirse en un deseo autónomo, sin fin y sin objeto, adquiere multitud de formas, se vuelve contradictorio. Paralelamente, los modos de dominación se hacen extensos y retorcidos. Entramos en plena dramaturgia del poder. Dentro de la estuctura social, el poder aparece como una necesidad y como una amenaza. Y esta ambivalencia pone en marcha una historia del poder y de la obediencia que puede interpretarse, no sólo como eje central de la historia política o de la historia social, sino también de la aventura metafísica del ser humano, de su empeño por rediseñarse como especie".


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¿quién controla a quién? por Jose Antonio Marina

quién controla a quien?



¿Quién controla la marcha de la economía? ¿Quién controla al poder político? Cuando el Presidente Clinton luchaba por equilibrar el presupuesto federal en 1993, uno de sus consejeros dijo desesperado que si volviera a nacer le gustaría reencarnarse en el "mercado", porque es claramente el elemento más poderoso. Sin embargo, aunque parece que el mercado es el resultado anónimo de infinitas decisiones individuales, no todas las decisiones tienen el mismo valor.


La idea de control permite describir también las tensiones entre el "poder formal" y el "poder informal". Tomemos el caso de los monarcas y los validos. ¿Quién dependía de quién? Había un control y una dependencia circulares. En último término, el control, la toma de decisiones, lo tenía el poder formal, pero ¿cuántas veces se atrevió a ejercerlo?


La historia nos enseña que para protegerse de los excesos del poder no es solución intentar eliminarlo, porque sería inútil. Todas las revoluciones han derrocado un poder para sustituirlo por otro. La solución es controlarlo. Y ahora comprendemos los principios políticos que los antiguos desconocían o conocían de forma imperfecta, entre ellos el de los frenos, equilibrios y controles legislativos.


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La edad media ahí es donde nace la organización jerarquica del poder, precisamente para separarse de la sociedad primitiva a la que censura tan profundamente a traves de los libros. Creo que la jerarquía de poder y tambien hoy dia la idea de control, que es otra forma de poder mediante procesos de capturación, es lo que hay que estudiar, no sólo el problema del lider.



Hay que entender no sólo las relaciones primitivas de poder, es muy importante también las relaciones que fueron perfeccionadas durante la edad media, siglo XII, a través de la “creencia”, por medio del deseo o del imaginario y del artilugio de la Palabra y su mito pontifical, el sujeto se autorrepresenta y es capturado en esa red imaginaria del deseo, por lo que no tiene que matar ya al otro, de este modo, y hoy día, esto empieza a resurgir en la moderna idea de control, a través de la ciencia y la técnica y tambien de la publicidad.

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Estamos hablando del poder sobre todo, del poder social, afectivo, político, económico. Quien ejerce poder social quiere controlar la conducta de los subordinados, para que colaboren en las metas señaladas por el controlador. El poder consiste, precisamente, en obtener un objetivo que depende de la acción de otro, bien porque su colaboración sea necesaria, bien porque sea necesaria su inhibición. El poder del imperio inglés durante siglos se basaba en la capacidad de su armada para controlar los mares, es decir, para impedir la navegación de los barcos competidores. Los grados de control pueden ser muy variados, e ir desde la coacción física total a la mera influencia. Conviene añadir que la acción de control puede ser conocida o no por el controlado. En ocasiones -por ejemplo, cuando se ejerce mediante la amenaza- conviene que se conozca, pero en otras es más eficaz pasar desapercibido, porque de esa manera no se producen movimientos de rechazo o rebeldía. La mayor sutileza en el control se da cuando podemos suscitar en otra persona, como decisión propia, aquello que nosotros sabemos que es decisión nuestra.


Jose Antonio Marina, La pasión del poder, teoría y práctica de la dominación, Anagrama, 2008, Págs.



El control tiene la misma ambivalencia que el poder. Aplicado a uno mismo es fuente de libertad. Cuando una persona pierde el control, no está siendo dueña de sus actos. Puede caer bajo el dominio de sus pasiones -como decían los moralistas clásicos- o de automatismos fisiológicos, como por ejemplo en una borrachera. La libertad va de la mano con la construcción de los sistemas psicológicos de autocontrol. La lucha por la libertad -psicológica o política- consiste en librarse de controles externos, afianzando los controles propios. Por ello, la psicología evolutiva presta cada vez más atención a la construcción por el niño de estos sistemas de autocontrol, que son el fundamento de la libertad.



En un sentido muy amplio, control significa un proceso que rige o determina otro proceso. En un automóvil el acelerador y el freno controlan la velocidad de giro de las ruedas. Quien tiene el control de algo introduce las señales (inputs) que van a desencadenar o a modular la actividad (outputs). En sistemas complejos, el equilibrio se mantiene por un sistema de controles recíprocos. El número de conejos controla el número de aves rapaces, y el número de aves rapaces controla el número de conejos. Pero si por alguna razón externa -el exceso de caza, o la mixomatosis- cambia uno de los elementos -en este caso el número de conejos-, el otro elemento queda afectado. La prohibición, tras la epidemia de las vacas locas, de dejar en el campo el ganado muerto es otra razón externa que presiona, esta vez sobre los buitres.

Curiosamente, la psicología cognitiva también retomó la idea de control. Se inspiraba en la metáfora del ordenador, y la informática, que ya había progresado mucho, al diseñar las complejas arquitecturas de los ordenadores llegó a la conclusión de que unos niveles tenían que controlar a otros. Uno de los padres de la inteligencia artificial _Herbert Simon- mostró en Las ciencias de lo artificial que todos los sistemas ultracomplejos necesitan tener estructura jerárquica. Y uno de los padres de la psicología cognitiva, Ulric Neisser, extendió esta idea a la psicología y concluyó que el funcionamiento mental, por ejemplo el uso de la memoria, exigía admitir algún control de tipo superior. No paraba ahí la cosa, porque en esa época yo estudiaba neurología y el problema del control de la acción me apasionaba. Leí con fascinación los trabajos de Luria, Fuster y Damasio sobre el lóbulo frontal, que juega el papel de controlador de nuestro complejísimo sistema cerebral.


Éstas son la razones de mi interés actual en el concepto de control.


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Como punto de partida voy a reseñar algunas definiciones conocidas. Max Weber -en su obra Economía y Sociedad- dio una definición que se ha convertido en canónica: “Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Según Robert Dahl: “Es la relación entre actores, en la que un actor induce a otro a actuar de modo diferente a como de otra manera actuaría.” Esta definición me parece confusa porque la respuesta puede no ser de sumisión, sino de rebeldía. No podemos considerar una prueba del poder de Napoleón su capacidad de movilizar a las guerrillas españolas, que señalaron el declive de su imperio.


Me interesan más las definiciones que introducen la idea de control o de decisión. “Poder es la habilidad para controlar el proceso de toma de decisiones en una comunidad” (William V. D'Antonio y William H. Form). “Poder es la producción de los efectos proyectados sobre otros hombres” (Bertrand Russell). “El problema del poder consiste en determinar quiénes intervienen en las decisiones” (C. Wright Mills). “Poder es el control ejercido sobre la actividad de otro mediante la utilización estratégica de recursos” (Giddens). Estas definiciones suelen olvidar que el poder no sólo consiste en conseguir que otro haga lo que yo deseo, sino también en impedir que el otro haga lo que desea. Metiendo a una persona en la cárcel se pretende impedir no dirigir su conducta.


En conclusión, tiene poder quien puede determinar, dirigir, decidir la acción de otra persona. Aunque estas tres “des” (determinar, dirigir, decidir) describen claramente el poder, me gusta utilizar la idea de control, que la incluya a todas.

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Jose Antonio Marina, La pasión del poder, teoría y práctica de la dominación. ed. Anagrama, Barcelona, 2008, págs. 30-33

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