sábado, 17 de julio de 2010

¿Por qué la ilusión no se opone a la realidad? ~ por J. Baudrillard


la ilusión y la realidad


La fotografía es nuestro exorcismo. La sociedad primitiva tenía sus máscaras, la

sociedad burguesa, sus espejos, y nosotros tenemos nuestras imágenes.

Con la técnica creemos constreñir al mundo. Pero a través de la técnica es

el mundo quien se impone a nosotros, y el efecto sorpresa de ese vuelco es verdaderamente

considerable.

Creemos fotografiar una determinada escena por puro placer, pero en realidad

es ella la que quiere ser fotografiada. No somos más que comparsas de su

puesta en escena. El sujeto no es sino el agente de la irónica aparición de las

cosas. La imagen es el médium por excelencia de esa enorme publicidad que se

hace el mundo, que se hacen los objetos —obligando a nuestra imaginación a

borrarse, a nuestras pasiones a travestirse, rompiendo el espejo que les tendíamos,

por lo demás con hipocresía, para captarlos—.


El milagro, hoy, es que las apariencias —desde hace mucho tiempo reducidas

a una esclavitud voluntaria— se revuelven hacia nosotros y contra nosotros,

soberanas, a través de la misma técnica que usábamos para expelirlas. Llegan

por lo demás hasta el aquí y ahora de su lugar, del corazón de su banalidad, e

irrumpen por todas partes, multiplicándose solas con alegría.


Si una cosa quiere ser fotografiada, significa que no quiere consignar su

sentido, que no quiere reflejarse. Solo quiere ser captada directamente, violada

en el sitio, iluminada en su detalle. Si una cosa quiere convertirse en imagen no

es para durar, sino más bien para desaparecer. Y el sujeto no es un buen médium

si no entra en este juego, si no exorciza su propia mirada y su propio juicio, si

no goza con su propia ausencia.


Reagregar una por una todas las dimensiones —el relieve, el movimiento,

la emoción, la idea, el sentido y el deseo— para volver mejor, para volver más

real el conjunto, es decir mejor simulado, es un contrasentido total en términos

de imagen. Y la técnica misma se ve atrapada en su propia trampa.


La intensidad de la imagen se mide por su negación de lo real, por su invención

de otra escena diferente. Tomar una imagen de un objeto es quitarle una por

una todas sus dimensiones: el peso, el relieve, el perfume, la profundidad, el

tiempo, la continuidad, y obviamente el sentido. Es al precio de esta desencarnación

como la imagen adquiere ese poder de fascinación, como se convierte en

médium de la objetualidad pura, como se hace trasparente a una forma de seducción

más sutil.


Los objetos son de tal forma que, en su interior, cambian con su propia desaparición.

En este sentido es como nos engañan y determinan la ilusión. Pero

también en este sentido son fieles a sí mismos y por lo que nosotros debemos ser

fieles a ellos: en su detalle minucioso, en su representación exacta, en la ilusión

sensual de su apariencia y de su concatenación. De ahí por qué la ilusión no se

opone a la realidad, sino que constituye otra realidad más sutil que surge inmediata

del signo de su desaparición. Todo objeto fotografiado no es otra cosa que

la huella dejada por la desaparición de todo el resto. Es un crímen casi perfecto,

una solución casi total del mundo que no deja resplandecer otra cosa que la ilusión

de tal o tal otro objeto, del cual la imagen crea entonces un enigma inaferrable.

A partir de esta excepción radical, se tiene sobre el mundo una vista inexpugnable.


No se trata de producir. Todo queda encerrado en el arte de la desaparición.

Solo lo que sucede en el modo de desaparecer es verdaderamente diferente. Más:

sucede que esta desaparición deja huellas, que es el lugar de aparición del Otro,

del mundo, del objeto. Además es el único modo que posee el Otro para existir:

nuestra propia desaparición.


«We shall be your favorite disappearing act!» (¡Seremos tu acto favorito de

la desaparición!). El único deseo profundo es el deseo de objeto (incluido el

sexual). Es decir, no de aquello que nos falta, ni de aquello (aquel, aquella) que

nos echa de menos —esto ya es más sutil— sino de aquel o aquella que no nos

echan de menos, de aquello que puede existir tranquilamente sin nosotros.

Aquello que no nos echa en falta: ése es el Otro, la alteridad radical.


El deseo lo es siempre de esta perfección extraña, y al mismo tiempo incluye

en sí el romperla y destruirla. No nos apasiona nada ni nadie a quien no queramos

al mismo tiempo dividir y romper su perfección y su impunidad.

Fotografiar no es captar al mundo como objeto, sino convertirlo en objeto,

reasumir su alteridad escondida bajo su supuesta realidad, hacerlo despuntar

como atractor extraño y fijar esta atracción extraña en una imagen.


Volver a ser en el fondo «una cosa entre las cosas», todas ellas extrañas

entre sí pero cómplices, todas ellas opacas pero familiares —más que un universo

de sujetos opuestos y trasparentes unos a los otros—.

Es la foto la que nos acerca más a un universo sin imágenes, es decir a la

apariencia pura.


Contra la filosofía del sujeto, la de la mirada, la de la distancia del mundo

para captarlo mejor, se halla la antisofía del objeto, la desconexión de los objetos

entre sí, la sucesión aleatoria de los objetos parciales y de los detalles. Como

una síncopa musical o el movimiento de las partículas.

La foto es lo que más nos acerca a la mosca, a su ojo fasciculado y a su

fragmentario vuelo lineal.


Para que el objeto sea captado, es necesario que el sujeto se reprima. Pero

precisamente es así como éste encuentra su última aventura, su última fortuna, la

de la desposesión de sí mismo en el reverberar del mundo, en el que ocupa ya el

lugar ciego de la representación. El objeto tiene un valor para el juego mucho más

grande, pues, no habiendo atravesado la fase del espejo, no tiene nada que ver con

su propia imagen, con su identidad o con su semejanza —despojado del deseo y

no teniendo nada que decir, escapa al comentario y a la interpretación—.


Si se llega a captar algo de esta desemejanza y de esta singularidad, cambia

algo del punto de vista del mundo «real« y del principio mismo de realidad.

Lo que está en juego es hacer de tal modo que el objeto, en lugar de que se

le impongan la presencia y la representación del sujeto, se convierta en el lugar

de su ausencia y de su desaparición.


El objeto puede ser por otra parte una situación, una luz, un ser vivo. Lo esencial es que haya una ruptura de aquella maquinaria

demasiado bien concebida de la representación (y de la dialéctica moral y

filosófica que va unida a ella), y que por efecto de un puro advenimiento de la

imagen el mundo surja como evidencia insoluble.


Es una inversión del espejo. Hasta ahora el sujeto era el espejo de la representación.

El objeto no era más que el contenido. Esta vez es el objeto quien

dice: «I shall be your mirror¡ (¡Yo seré tu espejo!)».


Lo mismo puede decirse del silencio. Y la paradoja de la televisión habrá

sido probablemente la de restituir toda su fascinación al silencio de la imagen.

Silencio de la foto. Una de sus cualidades más preciosas, a diferencia del cine

o de la televisión, a quien es preciso siempre imponerle el silencio, sin conseguirlo.

Silencio de la imagen, que vence (¡o debería vencer!) a todo comentario. Pero

silencio también del objeto, que ella arrebata al contexto ensombrecedor y ensordecedor

del mundo real. Sea cual sea el rumor y la violencia que la rodeen, la foto

restituye el objeto a la inmovilidad y al silencio. En plena confusión urbana, ella

recrea el equivalente del desierto, un aislamiento fenomenal. La foto es el único

modo de recorrer la ciudad en silencio, de atravesar el mundo en silencio.


Los seres humanos son demasiado sentimentales. También los animales,

los vegetales, son demasiado sentimentales. Sólo los objetos no tienen aura

sexual o sentimental. No hay por tanto otra solución que violentarlos a sangre

fría para fotografiarlos. No habiendo problemas de smejanza, son maravillosamente

idénticos a sí mismos. A través de la técnica no se puede añadir otra cosa

que la evidencia mágica de su indiferencia, la inocencia de su puesta en escena

y evidenciar lo que encarnan: la ilusión objetiva y la desilusión subjetiva del

mundo.


Se dice que hay siempre un instante que captar, en el cual el ser más banal,

o más enmascarado, muestra su identidad secreta. Pero lo que es interesante es

su alteridad secreta. Y más bien que buscar la identidad tras la máscara, hay que

buscar la máscara tras la identidad, —la figura que nos posee y nos desvía de

nuestra identidad— la divinidad enmascarada que efectivamente habita a cada

uno de nosotros por un instante, por un día, o a uno por otro.


Para los objetos, los salvajes, las bestias, los primitivos, la alteridad es

segura, la singularidad es segura. Una bestia no tiene identidad y sin embargo no

está alienada —es extraña a sí misma y a sus propias miras—. De improviso

adquiere la fascinación de los seres extraños a su propia imagen, que gozan a través

de ella de una familiaridad orgánica con el propio cuerpo y con todos los

demás. Si se reencuentra esta connivencia y esta extrañeza al mismo tiempo,

entonces nos acercamos a la cualidad poética de la alteridad —la del sueño y del

sueño paradójico, la identidad que se confunde con el sueño profundo—.


Los objetos, como los primitivos, tienen una grandeza fotogénica anticipada

respecto a nosotros. Liberados de golpe de la psicología y de la introspección,

conservan toda su seducción frente al objetivo. Liberados de la representación,

conservan toda su presencia. Para el sujeto es mucho menos cierto. Por eso—¿es

el precio de su inteligencia, o el signo de su estupidez?— el sujeto a menudo

consigue, a costa de esfuerzos inauditos, renegar de su alteridad y existir sólo en

los límites de su identidad. Lo que necesitamos, por tanto, es volverlo un poco

más enigmático a sí mismo, y volver a los seres humanos en general un poco

más extraños (o extranjeros) los unos a los otros. No se trata de tomarlos por

sujetos, sino de hacerlos ser objetos, hacerlos ser otros —es decir, tomarlos por

lo que son.



Es la técnica la que nos lleva más allá de la semejanza, al corazón de la apariencia

de la realidad. De repente también la misma visión de la técnica se transforma:

se convierte en el lugar de un doble juego, en cuanto espejo de aumento

de la ilusión y de las formas. Hay una complicidad entre el aparato técnico y el

mundo, una convergencia entre una técnica objetiva y el mismo poder del objeto.

Y la foto constituiría el arte de infiltrarse en el interior de esa complicidad no

para dominar su proceso, sino para jugar en él y hacer evidente la idea de que la

apuesta no está aún cerrada.

El mundo en sí mismo no se parece a nada.


La imagen no es un médium del cual haya que encontrar el mejor uso. Es

aquello que escapa a todas nuestras consideracione morales. Es por su esencia

inmoral, y el devenir-imagen del mundo es un devenir-inmoral. A nosotros nos

toca huir de nuestra representación y convertirnos en el vector inmoral de la imagen.

Somos nosotros los que volvemos a ser objeto o volvemos a ser otro en una

relación de seducción con el mundo.



Dejar jugar la complicidad silenciosa entre el objeto y los objetivos, entre

las apariencias y la técnica, entre la cualidad física de la luz y la complejidad

metafísica del instrumento técnico, sin hacer intervenir ni la visión ni el sentido.

Pues es el objeto quien nos ve, es el objeto quien nos sueña. Es el mundo

quien nos refleja, es el mundo quien nos piensa. Esta es la regla fundamental.

La magia de la foto reside en el hecho de que el objeto es quien hace todo

el trabajo. Los fotógrafos no lo admitirían nunca, y sostendrán que toda la originalidad

reside en su inspiración, en su interpretación fotográfica del mundo. El

hecho es que ellos hacen fotos feas o fotos demasiado bellas, confundiendo su

visión subjetiva con el milagro reflejado del acto fotográfico.



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