viernes, 16 de julio de 2010

tácticas de videojuego y ordenador, el hombre y la máquina

Baudrillard

El viejo temor es el de ser expropiados porque se sabe todo sobre
vosotros (Big Brother y la obsesión policíaca del control). Pero hoy el
medio más seguro para neutralizar a alguien no es el de saberlo todo
sobre él, sino el de darle los medios para saber todo sobre todo. Ya
no lo neutralizaréis con la represión y el control, sino con la información
y la comunicación, porcino lo encadenaréis a la única necesidad
de la pantalla. Lo paralizaréis de forma mucho más segura con el
exceso de información sobre todo (y sobre sí mismo) que privándolo
de información (o reteniéndola sin su conocimiento). Así las estrategias
del sistema se han invertido, pero también las de la resistencia.
Después de las antiguas resistencias al control, vemos llegar las nuevas
resistencias a la información forzada, a la hipercodificación de las
relaciones a través de la información y la comunicación.

La cualidad de hombre o de máquina es indecidible. Generalmente
lo virtual no es ni real ni irreal, ni inmanente ni trascendente,
ni interior ni exterior, borra todas estas determinaciones. El fantástico
éxito de esta videocúltura, como el de la inteligencia artificial, ¿no se
deriva quizá de esta función de exorcismo, del hecho de que, en
último término, el eterno problema de la libertad ya no se plantea?
¿Soy un objeto, soy un sujeto? ¿Soy libre, soy un alienado? ¡Con las
máquinas virtuales ya no hay problemas! Ya no sois ni sujetos ni objetos,
ni libres ni alienados. La cuestión de la libertad ya no se puede
plantear en un espacio interactivo. En el interfaz de la comunicación
desaparecen acción y pasión. Libertad, acción, pasión, y generalmente
todas las categorías de la voluntad y de la representación,
suponen una trascendencia, un traslado proyectivo en una temporalidad
que no sea inmediatamente recurrente. La libertad es precisamente
la posibilidad de actuar de una forma evenemencial, siempre
futura, rival del tiempo mismo, y la posibilidad de desafiar al tiempo
y anticipar sus resultados. Toda forma de recurrencia inmediata, de
feed-back, de control y de autocontrol, de retroacción inmanente,
como es la de la información y la comunicación, mata la acción, aniquila
la dimensión de libertad de la acción.

¿Soy un hombre, soy una máquina? Hoy ya no hay respuesta para
esta pregunta. Real y subjetivamente yo soy un hombre; virtualmente
soy una máquina. Estado original de duda antropológica, completamente
comparable al de duda sexual en otra esfera, y a la duda radical
relativa al estatuto del sujeto y del objeto en las micro-ciencias. En
la relación entre el trabajador y los objetos técnicos y las máquinas,
no hay ninguna duda: el trabajador siempre es de algún modo
extraño a la máquina y consecuentemente está por ella alienado.
Conserva su cualidad de hombre alienado. Mientras que las máquinas
virtuales, las nuevas tecnologías, no me alienan en absoluto. Forman
conmigo un circuito integrado (es el principio del interfaz). Ordenadores,
calculadoras, televisiones, vídeos, y también el aparato foto-
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gráfico son como lentes de contacto, prótesis transparentes, como
integradas en el cuerpo, hasta formar parte de él casi genéticamente,
como los estimuladores cardiacos (o también aquella famosa «pápula
» de Philip K. Dick, pequeño implante publicitario insertado en el
cuerpo humano en el nacimiento, que sirve como señal de alarma
casi biológica). Voluntario o no el lazo con un terminal «inteligente* es
del mismo orden: estructura sometida (no alienada), circuito integrado.


Del mismo modo la retroacción, el interfaz de todos los momentos
del tiempo, obligados también ellos, como los individuos, como
todos los puntos del espacio, como todos los segmentos de una red,
a comunicar, a permanecer en contacto, aniquila la posibilidad del
tiempo libre. Sintomáticamente, la problemática del loisir, que hizo
los mejores días de la pre y post guerra mundial, ha desaparecido por
completo. Porque ya no hay posibilidad, y tampoco razón, de arrebatar
al tiempo algún fragmento, de abrir allí algún paréntesis, de apartar
al tiempo mismo de su actuación. El consumo gozoso (o tedioso,
poco importa) del tiempo libre era aún el disfrute de un tiempo alienado
por los apremios, que tenía un valor de cambio como el dinero,
según el célebre adagio, y que por tanto se podía economizar para
fines útiles. El tiempo libre, el loisir, acariciaba aún el sueño de la
desalienación, la utopía de una «vacación» del tiempo, donde también
el vacío de las actividades tenía su aspecto maravilloso. En la interacción
o en el interfaz, no se trata ya de alienación, ni de ruptura:
¿como queréis separar las dos caras de una membrana invisible?

Ya no creemos en una esencia propia del tiempo. Ya no creemos
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en la libertad de un sujeto que gozaría de su propio vacío, de su
ausencia, aun efímera, en el loisir. Ya no creemos en la propiedad del
tiempo, ni por tanto en la apropiación, feliz o infeliz, del tiempo
vacío. Ya ni siquiera conocemos, en teoría, tiempos muertos en el
flujo de la comunicación. La circulación pura, la interacción pura
ponen fin a los tiempos muertos y al mismo tiempo ponen fin al
tiempo mismo.
El ente comunicativo, el ente interactivo ya no toma vacaciones.


Es absolutamente contradictorio con su actividad, porque ya no
puede abstraerse, ni siquiera mentalmente, de la red operacional
en la cual actúa. Como máximo puede hacer una estancia en el
Club Méditerranée o un crucero por las Antillas: no demasiado
larga, a riesgo de ser despiadadamente desconectado, equivaliendo
esta breve interrupción más a un síncope, a un infarto, que a las
vacaciones.
Una cosa diferente es un campo interactivo, donde la cuestión del
tedio, de la pasividad forzada, de la inutilidad del tiempo no puede
ser ya ni siquiera planteada. En la interactividad, ya no os aburrís, ya
no hay pausa, no hay más que metástasis, vuestro tiempo transcurre
pendiente de las redes, en ramificaciones potencialmente infinitas. El
tiempo ya no es apremio o lujo: es vuestro partner, que siempre os
recibe.

Prohibido desligaros, en la vida social activa, interactiva, informativa.
Y también en vuestro lecho de muerte: prohibición de arrancar
los tubos aunque tengáis gana. El escándalo no está tanto en la desobediencia
a vuestra vida como en la desobediencia a la red, a la conexión,
a la medicina, a las tecnologías modernas. El mismo principio
de la red y de la comunicación implican la obligación moral absoluta
de permanecer conectados.
Las consecuencias de este paso a la vídeo-ética de la conexión
continua son graves.

Lo que se puede temer en un primer tiempo es que la videosfera
llegue a ser un sistema de control (sobre vosotros y vuestra intimidad).
Pero lo que hay que temer mucho más en un segundo tiempo,
es el control que se os da sobre el mundo externo. El primer peligro
es evidente y banal: es el tradicional de la alienación. El segundo es
más sutil y perverso: es el que, a través de la presencia-pantalla en
todas sus formas (hasta el amor por teléfono), concursa a la inutilidad
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potencial del mundo externo. El interfaz vídeo sustituye toda presencia
real, hace superflua toda presencia, toda palabra, todo contacto,
solamente en favor de una comunicación-pantalla cerebro-visual:
acentúa por tanto la involución en un microuniverso dotado de todas
las informaciones, del cual ya no hay ninguna necesidad de salir.
Nicho carcelario con sus paredes-vídeo.
~

Así, tomad al Hombre Virtual con su aparato fotográfico: no es
esclavo de ello como lo sería de una máquina. Ni libre, por otra parte;
es un servidor objetivo, asignado al aparato como el aparato le es
asignado, por una involución del uno en el otro, una refracción virtual
del uno por el otro. El aparato hace lo que el fotógrafo quiere
que haga, pero este último no realiza de nuevo más que lo que la
máquina está programada para hacer. Es un operador de virtualidad,
y su función no es más que, en apariencia, la ele captar el mundo, en
realidad es la de explorar todas las virtualidades de un programa,
como el jugador aspira a agotar todas las virtualidades del juego.

En el espacio de la comunicación, las cosas, los hombres, las miradas
están en estado de contacto virtual incesante, y no obstante esto
no se tocan jamás. Porque en aquél ni la distancia, ni la proximidad
son las del cuerpo en relación a lo que lo rodea. La imagen virtual
está demasiado cercana y demasiado lejana al mismo tiempo; demasiado
cercana para ser verdadera (por tener la proximidad verdadera
de la escena), demasiado lejana para ser falsa (por tener la fascinación
del artificio). De ello resulta que no es ni verdadera ni falsa y
que crea una dimensión que no es ya exactamente humana. La pantalla
del ordenador y la pantalla mental de nuestro cerebro están en
una relación moebiana, cogidas en la misma espiral entrelazada de
un anillo de Moebius. Porque la información, la comunicación vuelven
siempre sobre sí mismas, en una especie de circunvalación incestuosa:
funcionan en una continuidad superficial del sujeto y jdel
objeto, del interior y del exterior (del acontecimiento y de la imagen,
etc.) que no puede resolverse más que en un anillo, simulando la
figura matemática del infinito.


En el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero
no hay forzosamente una mirada. La lectura táctil de una pantalla es
completamente diferente de aquélla de la mirada. Es una exploración
digital, donde el ojo circula como una mano que avanza según una
línea discontinua incesante. La relación con el interlocutor en la
comunicación, con el saber en la información, es del mismo orden:
táctil y exploratoria. La voz por ejemplo, en la nueva informática, o
también por teléfono, es una voz táctil, una voz nula y funcional. Ya
no es exactamente una voz, así como para la pantalla ya no se trata
exactamente de una mirada. Todo el paradigma de la sensibilidad ha
cambiado; porque esta tactilidad no es el sentido orgánico del tacto.
Ésta significa simplemente la contigüidad epidérmica del ojo y de la
imagen, el final de la distancia estética de la mirada. Nos acercamos
infinitamente a la superficie de la pantalla, nuestros ojos están como
diseminados dentro de la imagen. Ya no tenemos la distancia del
espectador con relación a la escena, ya no hay convención escénica.

Y si caemos tan fácilmente en esta especie de coma imaginario de la
pantalla, es porque ésta delinea un vacío perpetuo que estamos prontos
a colmar. Prosemia de las imágenes, promiscuidad de las imágenes,
pornografía táctil de las imágenes. No obstante, paradójicamente,
la imagen que aquélla presenta está siempre a años-luz de distancia.
Siempre es una tele-imagen. Está situada a una distancia muy
especial que no se puede definir más que como insuperable para el
cuerpo. La distancia del lenguaje, de la escena, del espejo, es superable
para el cuerpo: y es en esto en lo que permanece humana y se
presta al cambio.
La pantalla misma es virtual, y por tanto intraspasablé porque no
se presta más que a esta forma abstracta, definitivamente abstracta,
que es la comunicación.

~



Videoculturas de fin de siglo

La literatura científica sobre la imagen-vídeo ha ido evidenciando
cada vez más, en el curso de este último decenio, el proceso de
derrealización y de visión fantasmal de la realidad. En el discurso
sobre la civilización de la imagen, sobre la dimensión «pantallística»,
sobre los «simulacros», se han ido entrelazando los discursos sobre la
moda, sobre lo efímero, sobre la publicidad. Las cuestiones sobre la
pérdida progresiva de sentido, sobre la disolución de los sujetos y de
los objetos cíe la comunicación en las formas de producción y de consumo
del sistema televisivo están todavía profundamente unidas a la
tradición teórica y política de la cultura de masa, hoy en día radicalmente
en crisis no sólo formal sino también ideal, social, productiva.


La revolución electrónica abre nuevas perspectivas gracias al decisivo
paso de la imagen analógica a la digital, gracias a inéditas posibilidades
de selección y de reorganización de la memoria, gracias a una
más potente síntesis entre cuerpo y tecnología. Vuelve a ser crucial el
problema de los valores, es decir de los «puntos de vista» con los que
controlar la productividad y también la «peligrosidad» de innovaciones
especialmente dúctiles e invasoras; releer el «clásico» conflicto
entre ficción y realidad; «decidir» sobre sustancias y elecciones que
van mucho más allá del mundo de la imagen. Es una época, ésta, en
la que emerge con extraordinaria potencia, con dramática urgencia,
con desesperada necesidad, el interrogante sobre nuestro Destino:
frente a la imagen, que ha funcionado como «raíz» de la reproducibilidad
técnica, se imponen ahora la palabra y la acción.


~
La trascendencia ha estallado en mil fragmentos que son como las
esquirlas de un espejo donde todavía vemos reflejarse furtivamente
nuestra imagen, poco antes de desaparecer,
Como fragmentos de un holograma, cada esquirla contiene el universo
entero. La característica del objeto fractal es la que toda la información
relativa al objeto está encerrada en el más pequeño de sus
detalles. De la misma manera podemos hablar hoy en día de un
sujeto fractal que se difracta en una multitud de egos miniaturizados
todos parecidos los unos a los otros, se desmultiplica según un
modelo embrionario como en un cultivo biológico, y satura su medio
por escisiparidad hasta el infinito.

Como.el objeto fractal se asemeja
punto por punto a sus componentes elementales, el sujeto fractal no
¿esea otra cosa más que asemejarse en cada una de sus fracciones.
Envuelve más acá de toda representación, hacia la más pequeña fracción
molecular de sí mismo. Extraño Narciso resulta: no sueña ya con
su imagen ideal sino con una fórmula de reproducción genética hasta
el infinito. Semejanza indefinida del individuo a sí mismo ya que se
resuelve en sus elementos simples.



La diferencia cambia de sentido de golpe.
Ya no es la diferencia entre un sujeto y otro, es la diferenciación
interna del mismo sujeto hasta el infinito. Y la fatalidad que lo
gobierna es del orden del vértigo interior, de la explosión en lo idéntico,
del espejismo no ya de su propia imagen, sino de su propia fór-
muía de síntesis. Alienados, nosotros ya no lo estamos a los otros y
por los otros, lo estamos a nuestros múltiples clones virtuales. Es
como decir que ya no lo estamos del todo... El sujeto actual ya no
está alienado, ni dividido, ni lacerado^

Todo lo del ser humano, de su cuerpo biológico, muscular, animal,
ha pasado a las prótesis mecánicas. Nuestro mismo cerebro ya
no está en nosotros, fluctúa alrededor de nosotros en las innumerables
ondas hertzianas y ramificaciones que nos circundan. No es ciencia
ficción, es simplemente la generalización de la teoría de McLuhan
sobre las «extensiones del hombre». Simplemente, a fuerza de hablar
de la electrónica y de la cibernética como extensiones del cerebro, de
alguna manera es el cerebro mismo el que se ha transformado en una
extensión artificial del cuerpo, y que por tanto ya no forma parte de
él. Se ha exorcizado el cerebro como modelo, para accionar mejor
sus funciones. Se ha formado una prótesis en el interior mismo del
cuerpo. Así es la espiral del ADN: una verdadera prótesis en el interior
del individuo, de cada una de sus células. Y esto vale para todo
el cuerpo, es el cuerpo mismo el que se ha transformado en una
extensión artificial de sus mismas prótesis.

McLuhan ve todo esto, de una forma muy optimista, como universalización
del hombre a través de sus extensiones mediatizadoras...
En realidad en lugar de gravitar alrededor de él en un orden concéntrico,
todas las partes del cuerpo del hombre, comprendido su cerebro,
se han satelizado alrededor de él en un orden excéntrico, se han
puesto en órbita por sí mismas y, de golpe, con relación a esta extraversión
de sus mismas tecnologías, a esta multiplicación orbital de
sus mismas funciones, es el hombre el que se hace exorbitado, es el
hombre el que se hace excéntrico.

Y nuestro deseo se dirige a estas nuevas imágenes cinéticas,
numéricas, fractales, artificiales, de síntesis, porque todas son de
mínima definición. Casi se podría decir que son asexuadas como las
imágenes pomo, por exceso de verdad y de precisión. Pero de cualquier
forma ya no buscamos en estas imágenes una'riqueza imaginaria,
buscamos el vértigo de su superficialidad, el artificio de su detalle,
la intimidad de su técnica. Nuestro verdadero deseo es el de su
artificialidad técnica y de nada más.
Lo mismo para el sexo. Exaltamos el detalle de la actividad sexual
como, sobre una pantalla o bajo un microscopio, el de una operación
química o biológica. Buscamos la desmultiplicación en objetos parciales,
y la satisfacción del deseo en la sofisticación técnica del
cuerpo. Así como ha cambiado en sí mismo por la liberación sexual,
éste ya no es más que una diversibilidad de las superficies, un pulular
de objetos múltiples, donde su finitud, su representación deseable, su
seducción, se pierden. Cuerpo metastásico, cuerpo fractal sin esperanza
de ninguna resurrección.

Lejos de ser el signo de una antropología
superior no es más que el síntoma de una antropología simplificada,
reducida a excrecencia terminal de la médula espinal. Pero

asegurémosnos: todo esto es menos científico y operativo de lo
que se piensa. Todo lo que nos fascina, es el espectáculo del cerebro
y de su funcionamiento. Quisiéramos que nos fuese permitido
contemplar el proceder de nuestros pensamientos •—y esto es una
superstición.
Asi el universitario trabajando con su ordenador, corrigiendo,
retocando, adulterando sin pausa, haciendo de este ejercicio una
especie de psicoanálisis interminable, memorizándolo todo para
huir del resultado final, para rechazar la fecha de la muerte y^ la
fatal, de la escritura, gracias a un eterno feed back, a una eterna
interacción con la máquina, cuyo funcionamiento se identifica con
el del mismo cerebro. Maravilloso instrumento de magia esotérica:
efectivamente, cada interacción se reduce siempre a un diálogo sin
fin con una máquina.

Mirad al niño y su ordenador en la escuela:
¿creéis que lo hemos hecho interactivo, que lo hemos abierto al
mundo? Sólo se ha logrado crear un circuito integrado niñomáquina.
El intelectual ha encontrado finalmente el equivalente de
lo que el teen-ager había encontrado en la cadena musical y en el
walk-man: ¡una desublimación espectacular del pensamiento, la
videografía de sus pensamientos!

Hoy en día en ninguna dramaturgia del cuerpo, en ninguna performance
puede faltar una pantalla de control; no para verse o reflejarse
con la distancia y la magia del espejo, sino como refracción instantánea
y sin profundidad. En todas partes el vídeo no sirve más que
para esto: pantalla de refracción estática que ya no tiene nada de la
imagen, de la escena o de la teatralidad tradicional, que no se utiliza
de ninguna manera para interpretar o contemplarse, pero que
empieza a ser útil por doquier —a un grupo, a una acción, a un acontecimiento,
a un placer— a estar insertados sobre sí mismos. Sin esta
inserción circular, esta red breve e instantánea que un cerebro, un.
objeto, un acontecimiento, un razonamiento crean insertándose sobre
sí mismos, sin este vídeo perpetuo, nada tiene sentido hoy.

No es narcisismo y se yerra abusando de este término para describir
este efecto.
No es un imaginario narcisista el que se desarrolla alrededor del
vídeo o de la estéreocultura, es un efecto de autoreferencia desolada,
es un cortacircuito que inserta inmediatamente el idéntico en el idéntico
y por tanto subraya, al mismo tiempo, su superficial intensidad y
su profunda insignificancia.
Es el efecto especial de nuestro tiempo. Semejante es también el
éxtasis de la polaroid: tener casi simultáneamente el objeto y su imagen,
como si se realizara esta vieja física, o metafísica de la luz, en la
cual cada objeto segrega copias, clichés de sí mismos que captamos a
través de la vista. Es un sueño. Es la materialización óptica de un proceso
mágico. La fotografía polaroid es como una película estática desprendida
del objeto real.

En el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero
no hay forzosamente una mirada. La lectura táctil de una pantalla es
completamente diferente de aquélla de la mirada.
~

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