sábado, 17 de julio de 2010

¿qué se esconde tras el comportamiento de un niño? ~ por Elsa Punset





¿Qué se esconde tras el comportamiento de un niño?



El paradigma de la dominación ha sido el modelo tradicional presente en gran parte de la historia europea. Tomemos, a modo de ejemplo, cuatro necesidades universales para el desarrollo de los niños: el sentido de la pertenencia, el desarrollo de determinadas competencias o habilidades, la independencia y la generosidad.


En general, en nuestras sociedades occidentales pretendemos que nuestros hijos aprendan que cuanto más sobresalen sobre los demás, más valen; que deben intentar copar un puesto que les permita someter a los demás; y que la calidad de vida se mide en términos de acumulación de bienes materiales.


Estos son valores que de forma frecuente subyacen en el mundo en el que desearíamos ver triunfar a nuestros hijos. La otra cara de la moneda es que los valores que consideramos deseables para nuestros hijos también rigen la forma que tenemos de disciplinarlos. Les disciplinamos porque deseamos que consigan determinados fines, que sean triunfadores en una sociedad dominada por el paradigma de la dominación. Para ello utilizamos una disciplina tan áspera como los fines a los que va dirigida: la disciplina del más fuerte sobre el más débil, aquella que a la fuerza impondrá sus valores a unos seres que consideramos inmaduros y por tanto ignorantes.



En principio y como criterio básico el comportamiento de un hijo está casi siempre ligado a la necesidad de recibir amor. Pero aunque el niño comprende de forma instintiva que necesita recibir amor -es su alimento emocional básico- no es capaz de tener en cuenta, al menos en sus primeros años de vida, las necesidades de sus padres, porque ama con un amor que está centrado sobre sus propias necesidades. Si no se siente incondicionalmente amado, el niño sentirá la necesidad apremiante de reafirmar que sus padres lo quieren. La respuesta de os padres a esta pregunta sigilosa determina en buena parte el comportamiento del niño.


El niño reclama amor en forma de atención. La atención que reclama el niño es, por tanto, el alimento de su vida emocional. Sin embargo, no es aconsejable dar al niño cualquier tipo de atención, merecida o inmerecida. El arte de ser padres consiste en regular esta atención a la medida del niño, es decir, en saber dar a los hijos una atención merecida, en ves de la atención inmerecida que nos exigiría un niño demandante o exigente, como define la pedagoga mexicana Rosa Barocio aquellos niños que exigen atención de forma indiscriminada.



Recuerda Rosa Barocio que en el antiguo modelo autoritario el adulto tenía derechos absolutos sobre sus hijos. El castigo, para ser eficaz, tenía que humillar y doler, porque se trataba de quebrantar la voluntad del niño. En cambio en el modelo permisivo imperante hoy los derechos pertenecen al niño exigente. El niño exigente reclama amor en forma de atención de forma desmedida, agotando la paciencia y las energías de sus padres. Evidentemente hay que lograr encontrar un equilibrio que respete a cada parte, padres e hijos, de forma mutua. El egoísmo y el egocentrismo son naturales en la infancia y precisamente por ello una buena labor educativa ayudará al niño a tomar a los demás en cuenta, a ser sociable y a dar los pasos paulatinos necesarios para dejar de ser una persona egocéntrica. La educación emocionalmente inteligente enseña al niño a tolerar la frustración y a comprender y aceptar que los demás también tienen necesidades y derechos.


A medida que el niño crece sus necesidades cambian, tanto en la cantidad como en el tipo de atención requerida. Un niño que recibe una atención emocional adecuada será capaz de separarse ocasionalmente de sus padres, asumiendo con naturalidad el grado de autonomía propio de su edad. Si a un niño de 5 años le damos la misma atención que a un recién nacido -una atención total- se agobiará. El recién nacido, en cambio, se sentiría abandonado si sólo le diésemos la atención propia de un niño de 5 años y se convertiría en un niño emocionalmente escuálido, necesitado de amor y de atención. A medio plazo el niño que recibe poca atención se siente insignificante, tiene una baja autoestima y da la sensación a los demás de sentirse solo y abandonado. Por desgracia, y como es habitual con los niños, él asumirá que tiene la culpa de su desamparo: “No recibo atención porque no la merezco”. En cambio el niño que recibe demasiada atención es un “obeso” emocional: se vuelve exageradamente egocéntrico porque se siente excepcional. Las consecuencias son malas para todos y se trasladan a la vida escolar del niño, porque cuando llega al colegio pretende exigir la misma atención que recibe en su casa. La niña “princesa”, por ejemplo, intentará imponer a sus amigas que siempre jueguen a lo que ella quiera y provocará el rechazo de los demás niños. Ambos niños demandantes -el “escuálido” y el “obeso”- tendrán problemas de adaptación social y reclamará atención de forma exagerada o equivocada.


La atención que reclama el niño exigente adopta distintas formas aunque es importante tener en cuenta que estos rasgos se dan ocasionalmente en muchos niños y sólo son preocupantes cuando se convierten en habituales. Algunos niños exigentes piden cosas materiales de forma constante, otros parlotean incesantemente o bien reclaman la atención visual del adulto. Estos suelen ser de temperamento sanguíneo y extrovertido y su demanda exagerada de atención puede agotar al adulto.


Otros niños, de temperamento más melancólico o flemático, piden atención a través del lloro y de la queja. Parecen tímidos y desvalidos y reclaman con frecuencia ayuda, aunque en nuchos casos serían capaces de solucionar sus propios problemas. Más adelante se convertirán fácilmente en personas dependientes y victimistas. Los niños vanidosos, en cambio, necesitan halagos constantes; sus padres les pasean como si fuesen un trofeo. Otros niños dedican sus esfuerzos a contentar la expectativas de sus padres; los niños muy complacientes llegan incluso a perder el contacto con sus propias necesidades. En esta línea el niño modelo carga con una etiqueta “positiva” que lo obliga a intentar ser responsable y perfecto: será un niño estresado, porque la perfección resulta una carga tremenda. El niño modelo cree, porque recibe amor condicional, que los demás solo lo podrán querer por sus cualidades e intentará reprimir lo que considera la parte menos aceptable de su carácter.



Algunos niños, especialmente los de temperamento colérico, se sienten fuertes y exigen que no se les controle. Retan la autoridad del adulto y exhiben conductas poco decorosas o molestas. Si el niño rompe, daña o hiere a los demás, dice claramente que está herido. El niño de comportamiento agresivo necesitaría cariño y aceptación, pero su actitud provoca rechazo y dificulta la labor del adulto, que deberá romper el círculo vicioso del niño hallando la causa emocional de su demanda exagerada de atención.


En el polo opuesto del niño exigente está el niño fantasma, que quiere ser ignorado y teme ser expuesto porque tiene muy poca confianza en sí mismo. Este niño necesita que sus padres nutran su autoestima con ternura, enseñándole poco a poco a recuperar su justo lugar en el mundo.


En todos los casos el exceso de atención a estas pautas de conducta infantil fijará el problema, porque el niño habrá conseguido el resultado que busca, es decir, la atención de sus padres. Para mejorar el comportamiento del niño debemos pues fijarnos ante todo en la causa del comportamiento -¿por qué está estresado o necesitado de atención este niño?-, atender esta causa y quitar importancia, con cariño, a las demandas de atención constante.


Disciplinar como la naturaleza: si camino distraído, me caigo.


La palabra “disciplina” viene de una palabra griega que significa “entrenar”. Asegura Gary Chapman que los padres dedican más de una década a entrenar a sus hijos hasta un nivel aceptable de autodisciplina, sin contar con el estadio infantil, que requiere un control total de los hijos. “Éste es el camino hacia la madurez que todos los niños deben recorrer. Es una labor ingente para los padres, que requiere sabiduría, imaginación, paciencia y mucho amor.”


Para que el niño no recorra este camino con resentimiento y hostilidad, o incluso de forma obstructiva, deberá sentirse aceptado por sus padres. Por ejemplo, un niño que piensa que es una carga para su padre tendrá baja autoestima, pero también considerará que su padre lo castiga simplemente porque no quiere molestarse en atenderlo. Crecerá con una mezcla de baja autoestima y de resentimiento hacia su padre.


Si nos educaron con criterios de restricción y dureza, o si nuestros padres nos demostraban poco afecto, tal vez seamos reacios a reconocer la importancia de alimentar emocionalmente a nuestros hijos. En estos casos muchas personas piensan que el papel principal de los padres es castigar al hijo, enderezarlo para que encaje en una determinada forma de vida. Tal vez desde esta visión restringida de la disciplina, en la que el castigo ocupa un lugar preponderante, olvidan que existen muchas otras formas de comunicarnos con nuestros hijos. Podemos hablar, discutir, aclarar yt resolver verbalmente una situación. Los hijos tienden a admitir mucho mejor las normas si éstas se han consensuado con ellos y esto puede hacerse de forma cada vez más frecuente a partir de la preadolescencia. El ejemplo personal es otra forma de entrenar a un hijo hacia cuotas aceptables de disciplina, así como fijarse en los ejemplos prácticos que nos rodean. Incluso los refuerzos positivos o negativos, como las recompensas, ayudan a veces a modificar el comportamiento aunque son controvertidos porque llevan fácilmente a la manipulación de unos y otros. En resumen, existen muchas formas de disciplina que pueden ayudar a controlar el comportamiento de un niño. El castigo, que para muchos padres es sinónimo de disciplina, es en realidad sólo una de sus expresiones y también es la más negativa. Resulta paradójico, y es poco conocido por los educadores en general, el hecho comprobado a través de la “teoría del castigo insuficiente” de que cuanto más duro es el castigo que se aplica a un niño menos probabilidades existen de que este niño cambie de actitud o de comportamiento.


El castigo es algo arbitrario, injusto, impuesto por el adulto. El niño se siente humillado y dolido y se rebela, interior o exteriormente, ante el castigo. La palabra castigo es una palabra cargada de connotaciones negativas.


Las consecuencias, sin embargo, no son arbitrarias porque están directamente relacionadas con el mal comportamiento. Si rayo un banco, por ejemplo, lo tengo que pintar, pero no me impiden salir con mis amigos. En este sentido resulta muy positivo cuando disciplinamos a un hijo, aplicar consecuencias como lo hace la naturaleza: si camino distraído ¡me caigo! Aplicar consecuencias no requiere humillar ni sermonear al niño, porque no pretendemos que las consecuencias duelen, sino que ayuden al niño a responsabilizarse de su comportamiento.


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Cuando tenga que disciplinar, recuerde no utilizar para la medida disciplinaria el lenguaje básico del amor del niño, para que éste no confunda la disciplina con el rechazo. La disciplina no debe disminuir la sensación del hijo de ser querido. Para ello no intente disciplinar si siente que es presa de la ira. Corrija al niño en privado, sin exponerlo a las burlas o a la mirada de los demás, por respeto hacia él. Si el niño está arrepentido, hay que interrumpir la medida disciplinaria: ya no es necesaria y además cuado el hijo experimenta que sus padres lo perdonan, aprende a perdonarse a sí mismo y más adelante a los demás.


A veces hay que saber ponerse en el lugar del niño y disculparlo cuando las circunstancias son estresantes o difíciles para él. A menudo obligamos a nuestros hijos a vivir sometidos a nuestras prisas: tienen que despertar a una hora muy temprana, a veces poco natural y posiblemente contraria a sus propios relojes biológicos; deben vestirse y desayunar a toda prisa, obedecer las sirenas del patio del colegio y soportar todo el día la cantinela del “venga, venga”..., “tengo prisa”..., “no hay tiempo”... Lógicamente a menudo deben frustrarse con nuestra vida apresurada. También hay que distinguir entre los casos de mal comportamiento que requieren disciplina y aquellos otros que se dan de forma puntual en determinadas edades y que pasan por sí solos sin que haga falta intervenir. Está, por ejemplo, el caso del niño de 12 años que discute constantemente con el adulto.


Su comportamiento es lógico, porque el preadolescente necesita utilizar y practicar su nueva capacidad verbal y medirse con el adulto. Se trata, dentro del respeto al contrincante, de una actitud sana. Otro caso típico es el del niño de 7 años que miente de vez en cuando. Si no se convierte en un hábito, no es grave: dígale claramente que no le cree en ese momento. Pudo mentir porque no le gusta una situación, por miedo o para medir sus fuerzas para comprobar si es capaz de engañar al adulto. Todas ellas son motivaciones normales si se dan de manera ocasional.


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Elsa Punset

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