Inmigración, ciudadanía e identidad nacional, Jürgen Habermas
Desde la perspectiva de la sociedad de acogida, el problema de la inmigración plantea la cuestión de las condiciones legítimas de entrada. Dejando a un lado los niveles intermedios de afluencia, podeos afinar la pregunta por el acto de naturalización con el que cada Estado controla la ampliación de la comunidad definida mediante los derechos de ciudadanía. ¿Bajo qué condiciones el Estado debe negar la nacionalidad a aquellos que pueden hacer valer un derecho a la naturalización? Dejando aparte las cautelas usuales (v.gr. contra la criminalidad), en nuestro contexto resulta relevante sobre todo la cuestión referente a si le está permitido a un Estado de derecho exigir a los emigrantes la asimilación en orden a la conservación de la integridad de la forma de vida de sus ciudadanos. En las cotas de abstracción propias de las reflexiones filosóficas podemos distinguir dos niveles de asimilación:
(a) La asimilación consistente en la aceptación de los principios constitucionales en el interior del espacio interpretativo determinado por la autocomprensión ético-política de los ciudadanos y por la cultura política del país; esto significa, por tanto, una asimilación en el modo y manera en que en la sociedad de acogida se institucionaliza la autonomía de los ciudadanos y se ejercita el “uso público dela razón” (Rawls).
(b) La etapa ulterior consistente en una disposición a la aculturación, esto es, no sólo una disposición a la adaptación externa, sino a la interiorización de los modos de vida, las prácticas y las costumbres propios de la cultura del país de acogida; esto implica una asimilación que traspasa el nivel de la integración ético-cultural y que, por tanto, afecta de un modo más profundo a la identidad colectiva de la cultura originaria del emigrante que la socialización política exigida en el nivel (a).
Los resultados de la política de inmigración practicada hasta ahora en los Estados Unidos admiten una interpretación liberal que remite a aquellas expectativas de asimilación, más débiles, limitadas a la socialización política. Para la segunda opción podría sevir de ejemplo aquella fase de la política prusiana en Polonia durante el Imperio de Bismarck dirigida (aunque con oscilaciones) hacia la germanización de la población.
El Estado democrático de derecho que tome en serio la diferenciación entre los dos niveles de integración sólo puede exigir de los inmigrantes (y esperar de manera pragmática de la segunda generación) la socialización política en el sentido descrito en el primer nivel. De este modo puede proteger la identidad de la comunidad, que no debe ser tocada por la inmigración, porque dicha identidad está amarrada a los principios constitucionales anclados en la cultura política y no en las orientaciones éticas fundamentales de una forma de vida cultural predominante en el país. De acuerdo con ello, de los inmigrantes sólo ha de esperarse la disposición a adoptar la cultura política de su nueva patria, sin que por ello tengan que abandonar la forma de vida cultural originaria. El derecho a la autodeterminación democrática incluye ciertamente el derecho de los ciudadanos a mantener el carácter inclusivo de su propia cultura política; dicha cultura asegura a la sociedad frente al peligro de segmentación: frente a la exclusión de las subculturas ajenas o frente a la desintegración separatista en las culturas sin ningún tipo de relación. En cualquier caso, la integración política no se extiende, como ya hemos señalado, a las culturas de inmigración de carácter fundamentalista. Prescindiendo de esto, no justifica la asimilación forzada en favor de la autoafirmación de una forma de vida cultural preponderante en el país.
Esta vía alternativa conforme al Estado de derecho implica, por cierto, que a la larga la identidad de una comunidad afirmada de modo legítimo no puede ser de cualquier manera salvaguardada de cambios que resulten de las olas migratorias. Dado que los inmigrantes no pueden ser obligados a abandonar sus propias tradiciones, con las nuevas formas de vida establecidas se amplía, dado el caso, también el horizonte en el que los ciudadanos interpretan sus principios constitucionales comunes. Entonces interviene aquel mecanismo según el cual con una composición renovada de la ciudadanía se transforma también el contexto al que se refiere la autocomprension ético-político de la nación entera: “La gente vive en comunidades con vínculos y límites, pero éstos pueden ser de diferentes tipos. En una sociedad liberal, los vínculos y los límites han de ser compatibles con los principios liberales. La inmigración no controlada cambiaría el carácter de la comunidad, pero no dejaría a la comunidad sin carácter alguno.” J.H. Carens “Aliens and Citizens”.
Basta con esto respecto a las condiciones que un Estado democrático de derecho puede imponer para la aceptación de emigrantes. Pero, ¿quién tiene en general un derecho a la inmigración?
Hay buenas razones morales para una pretensión jurídica individual al asilo político (en el sentido del artículo 16 de la Ley Fundamental alemana, que debe ser interpretada en referencia a la protección de la dignidad humana garantizada en el artículo 1 y en conexión con las garantías de protección jurídicas dispuestas en el artículo 19). Este punto no lo necesito abordar ahora en este lugar. Un punto importante, sin duda, es la definición de refugiado. Según el artículo 33 de la Convención de Ginebra sobre refugiados, puede hacer valer su derecho al asilo cualquier persona que huye de países “donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social o de sus opiniones políticas”. A la luz de las más recientes experiencias, esta definición requiere, sin embargo, una ampliación que incluya la protección de las mujeres ante las violaciones en masa. Tampoco resulta problemático el derecho de los refugiados procedentes de zonas en guerra civil a la concesión de un asilo limitado temporalmente. Sin embargo, a partir del descubrimiento de América y, sobre todo, desde el explosivo incremento de la inmigración a nivel mundial en el siglo XIX, la gran masa de inmigrantes está compuesta por personas que buscan trabajo y por refugiados pobres que quieren escapar de una existencia miserable en su patria. Contra esta inmigración de las regiones pobres del Este y del Sur se arma el chovinismo europeo del bienestar.
Desde el punto de vista moral, no podemos considerar este problema sólo desde la perspectiva de los habitantes de las pacíficas sociedades de bienestar; debemos también incorporar la perspectiva de aquellos que en otros continentes buscan su salvacion, esto es, una existencia digna del ser humano -y no la protección frente a la persecución política-. Sobre todo en la situación actual, en la que el ansia de inmigración supera de manera palpable la disponibilidad de admisión, se plantea la cuestión de si además de la pretensión moral existe una la pretensión jurídica a la integración.
Pueden aportarse buenas razones en favor de una pretensión moral. Normalmente las personas no abandonan su patria de origen sin una gran necesidad. Para documentar su necesidad de asitencia basta por regla general con el mero hecho de su huida. En particular, la obligación de prestar ayuda se deriva de la creciente interdependencia de una sociedad mundial, que mediante el mercado capitalista mundial y la comunicación electrónica de masas ha crecido tan conjuntamente que las Naciones Unidas, como en los últimos tiempos pone de manifiesto el ejemplo de Somalia, ha asumido algo así como una responsabilidad política general de asegurar la vida en este planeta. Además, de la historia de la colonización y del desarraigamiento de culturas regionales, por la irrupción de la modernización capitalista dimanan obligaciones especiales para el Primer Mundo. Debe añadirse asimismo que los europeos participaron en el período comprendido entre 1800 y 1960 en los movimientos migratorios intercontinentales en una sobre proporción del 80 % y que de esto obtuvieron ventajas, pues mejoraron sus condiciones de vida en comparación con otros emigrantes y con aquellos compatriotas que no emigraron. Al mismo tiempo, este éxodo durante el siglo XIX y principios del XX mejoró la situación de sus países de origen de modo tan decisivo como de modo inverso lo hizo la emigración hacia Europa en la época de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial. De una manera u otra, Europa resultó ser siempre la beneficiaria de estas corrientes migratorias.
Estas u otras razones similares no justifican la garantía del derecho individualmente reclamable a la inmigración, aunque sí la obligación moral a una política migratoria liberal que abra la propia sociedad a los inmigrantes y que controle la emigración según la medida de las capacidades existentes. El lema propagandístico de carácter defensivo “la barca está llena” muestra la ausencia de disposición para aceptar la perspectiva de la otra parte: por ejemplo, de aquellos boat people que buscan escapar del terror de Indichina en botes que zozobran. Con toda certeza, en las sociedades europeas, que demográficamente se han reducido y que por razones económicas dependen de la inmigración, no se han rebasado los límites de su capacidad de absorción de inmigrantes. De la fundamentación moral de una política liberal de inmigración se deduce además la obligación de no limitar el contingente de inmigrantes en virtud de las necesidades económicas del país de acogida, esto es, de la “fuerza de trabajo bien vista”, sino en virtud de criterios aceptables desde la perspectiva de todos los participantes.
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