(2)Sobre el postulado que representa tal teoría del derecho que habría de poner en consonancia a la positividad del orden jurídico con la legitimidad de pretensiones accionables judicialmente y por tanto elaborar productivamente esa tensión entre facticidad y validez que se produce en la propia validez jurídica, se extiende la larga sombra de fuertes idealizaciones. La teoría exige nada menos que un Hércules; esta irónica atribución no pretende disiular en absoluto las exigencias ideales a las que la teoría ha de satisfacer. De ahí que la propuesta de Dworkin haya provocado también una ramificada controlversia. Ésta gira en torno a la cuestión de si podemos entender esas exigencias ideales como expresión de una idea regulativa por la que los jueces tienen que orientarse si quieren estar a la altura de, y hacer justicia, o de si, al prestar oídos a tales exigencias, no estarán orientando el proceso de la decisión judicial por un falso ideal.
(a) El llamado Critical Legal Studies Movement (CLS) hace suya buena parte de los planteamientos del Legal Realism, pero las investigaciones conducentes a una crítica del derecho no las hace desde la perspectiva de un supuesto observador sociológico, sino que las efectúa, al igual que Dworkin, desde la perspectiva de participante del propio juez. Los realistas habían hecho tambalearse tres dogmas de la teoría del derecho: la suposición de que existen derechos; la suposición de que los casos actuales pueden decidirse consistentemente de acuerdo con el derecho vigente; y con ello también el supuesto central de que los fallos de los tribunales son por lo general racionales, es decir, vienen suficientemente determinados porlas leyes vigentes, los prejuicios, la doctrina dominante, etc. La teoría del derecho de Dworkin hace de estos tres supuestos una lectura constructivista que ofrece menos flancos a la crítica. El sentido deontológico de derechos sobre los que no puede disponerse a voluntad, manifiéstase en que frente a los objetivos políticos y a los bienes colectivos esos derechos representan, por así decir, “peso-umbral”. Pero en su calidad de tales sólo pueden destilarse en su pureza y apelarse a ellos en argumentaciones guiadas por una teoría del derecho en sentido de Dworkin. Y en tal reconstrucción algunos elementos del derecho vigente, en especial decisiones que las instancias supremas tomaron en el pasado, pueden revelarse retrospectivamente como errores. Sólo un derecho positivo justificado a partir de principios permite decisiones correctas y, por cierto, una sola para cada caso. Pero desde el punto de vista del CLS es precisamente este recurso a un trasfondo teorético el que hace que las críticas realistas sigan conservando hoy validez contra este renovado racionalismo.
Como los jueces, en tanto que seres de carne y hueso, están muy por debajo de la figura ideal de Hércules, la recomendación de regirse en el trabajo diario por esa figura no viene en realidad a satisfacer a otra cosa que a un deseo de ver confirmada una toma de decisiones que viene determinada por intereses, actitud política, preocupaciones ideológicas y otros factores externos. Los jueces seleccionan principios y objetivos y construyen a partir de ellos sus propias teorías personales con las que poder racionalizar sus decisiones, “racionalizarlas”, es decir, tratar de ocultar los prejuicios con los que compensan la indeterminación objetiva del derecho.
A ello podría responder Dworkin haciendo explícita y desarrollando una premisa que quedó más o menos en el trasfondo. En la medida en que los críticos, recurriendo a convincentes análisis de casos particulares, pueden efectivamente demostrar que las decisiones de los tribunales pueden más bien explicarse en virtud de factores extralegales que en virtud de la propia situación jurídica, los hechos hablan contra la praxis vigente. Pero la indeterminación interna del derecho no es resultado, como los críticos suponen, de la estructura del derecho mismo, sino, por un lado, del fracaso de los jueces a la hora de desarrollar la mejor teoría posible, y, por otro, de la historia institucional de un orden jurídico que en mayor o menor grado se sustrae a una reconstrucción racional. La interpretación constructiva sólo puede tener un buen suceso en la medida en que en la historia de la que un determinado orden jurídico ha surgido se haya sedimentado algo de “razón existente”, por fragmentaria que sea la manera como ello haya podido ocurrir. Como americano, Dworkin tiene a sus espaldas un desarrollo constitucional continuo de más de dos siglos; como liberal se inclina más bien a una apreciación optimista y, por tanto, en el desarrollo jurídico americano descubre predominantemente procesos de aprendizaje. Quien no comparta esa confianza o pertenezca a un contexto distinto en lo tocante a historia del derecho, no por eso necesita abjurar de la idea regulativa encarnada en Hércules, al menos mientras en el derecho vigente pueda encontrar puntos históricos de apoyo para una reconstrucción racional.
Con el concepto de “integridad” Dworkin trata de explicar que todos los órdenes jurídicos modernos remiten a la idea de Estado de derecho y, por tanto, aseguran a la hermenéutica crítica un inamovible punto de referencia incluso en aquellos casos en que la razón práctica ha dejado huellas más bien débiles en la historia institucional. Con el principio de “integridad” Dworkin caracteriza el ideal político de una comunidad que sus miembros entienden como una asociación de iguales y libres y en la que recíprocamente se reconocen como tales. Se trata de un principio, que tanto a los ciudadanos como a los órganos de producción de normas y de administración de justicia los obliga a hacer realidad en las prácticas e instituciones sociales la norma básica de igual consideración a todos e igual respeto a todos: “El modelo que representa el principio de integridad insiste en que los individuos sólo son miembros de una comunidad política cuando aceptan que sus destinos están ligados del modo siguiente, que, por cierto, es bien fuerte: aceptan que vienen gobernados por principios comunes, y no sólo por normas forjadas en compromisos políticos”. Cuando se funda una comunidad política como tal, el acto constituyente que esa fundación representa, significa que los ciudadanos se atribuyen y reconocen mutuamente un sistema de derechos que les asegura autonomía privada y autonomái pública. Al mismo tiempo se supone que se exigen mutuamente la participación común en un proceso político, que Dworkin describe así: “Es el teatro de debate acerca de qué principios la comunidad debería aceptar como sistema”. En las exigencias ideales a que se ve sujeta una administración de justicia que ha de venir guiada por una teoría se refleja la idea regulativa que el juez encuentra en la Constitución del país (o en sus equivalentes): “Una asociación de principio no es automáticamente una comunidad justa; su concepción de la igual consideración a todos puede ser defectuosa o puede vulnerar derechos de sus ciudadanos o de los ciudadanos de otras naciones... Pero el modelo atenido al principio de “integridad” satisface a la condición de una verdadera comunidad mejor que cualquier otro modelo de comunidad que pudiesen adoptar personas que disintiesen acerca de la justicia y la fairness”.
Pero con esta respuesta a una primera ronda de críticas las idealizaciones inscritas en la teoría de Hércules se hacen derivar de una idea regulativa que no está cortada directamente a la medida de los problemas de racionalidad con que ha de pelear la administración de justicia, sino que borta de una autocompresión normativa de los órdenes del Estado de derecho, inscrita en la propia realidad constitucional. La obligación del juez de decidir el caso particular a la luz de una teoría que justifique al Derecho en conjunto a partir de principios, es reflejo de la obligación previa, testificada por el acto fundacional que representa el darse una Constitución, que los ciudadnos tienen que proteger la integridad de su convivencia orientándose por principios de justicia y respetándose mutuamente como miembros de una asociación de iguales y libres. Ahora bien, este ideal político mismo podría no ser sino expesión de una falsa idealización. La praxis constitucional estaría engañándose sobre sí misma con la grave consecuencia de gravar a las instituciones con tareas que no pueden cumplirse.
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(b) En la siguiente ronda los críticos tratan de demostrar que Dworkin exige a su Hércules un programa impracticable, Por ejemplo, en un conocido análisis de un caso particular Duncan Kennedy trata de mostrar que la evolución americana del derecho privado y de la jurisprudencia de derecho privado gira en torno a dos principios incompatibles. Por un lado, parece imponerse el principio de la autonomía individual del contrato y con ello la visión liberal de la sociedad como de una competencia entre personas privadas que actúan de modo racional con arreglo a fines; pero, por otro, parece imponerse también el principio de la protección de la confianza en una relación contractual que obliga recíprocamente y, por tanto, una visión contraria, a saber, la de una asociación que descansa en la mutua consideración y solidaridad. Destacados miembros del movimiento de los CLS generalizan el resultado de esta y otras investigaciones convirtiéndolo en la tesis de que el derecho vigente está lleno de principios y objetivos contrapuestos; y por tanto toda tentativa de reconstrucción racional estaría condenada al fracaso: “En última instancia la tesis de la indeterminación radical viene a decir que el derecho como sistema de reglas tiene una estructura desde la que no puede haber ninguna toma de decisiones, por idealizada que se la suponga, que garantice un trato igual, es decir, que garantice la justicia”.
A esta objeción Dworkin sólo responde con la sumaria observación de que los críticos pasan por alto la decisiva diferencia entre principios que entran en colisión en el caso particular y principios que mutuamente se contradice; pues si no, se habrían percatado de que los esfuerzos teréticos de Hércules se inician precisamente en el punto en que los críticos cierran sus investigaciones históricas prematuramente generalizadas, con conclusiones escépticas en lo tocante al derecho. Klaus Günther ha precisado esta observación apoyándola en una distinción entre “discursos de fundamentación” y “discursos de aplicación”, articulada en términos de lógica de la argumentación.
Si se parte de que en los casos que hoy resultan típicos en la administración de justicia, no sólo entran en juego reglas específicamente dispuestas ya para su aplicación, sino también principios, es fácil mostrar por qué es altamente probable que se presenten casos de colisión, sin que ello delate, empero, ninguna incoherencia profunda en el sistema jurídico mismo. Salvo aquellas normas que en su componente condicional especifican hasta tal punto las condiciones de aplicación, que sólo pueden aplicarse a unas cuantas situaciones estándar altamente tipificadas y muy bien circunscritas ( y que en efecto se pueden aplicar sin dificultades hermenéuticas), todas las demás normas vigentes son, por así decir, de por sí indeterminadas. Una excepción la constituyen las normas que Dworkin denomina “reglas” y que en los casos de colisión exigen una decisión en términos de todo-o-nada. La coherencia de un sistema jurídico queda de hecho en peligro si reglas de este tipo, que pueden entrar de tal forma en conflicto, prevén para el mismo caso de aplicación preceptos contradictorios pero que pretenden validez por igual. Todas las demás normas -y esto no vale sólo para los derechos fundamentales y los principios del Estado de derecho, a cuya luz puede justificarse el sistema jurídico en conjunto- permanecen indeterminadas en lo tocante a sus referencias a la situación y han menester de un desarrollo y especificación adicionales de esas referencias y relaciones en el caso particular. Todas las normas sólo son aplicables prima facie, de manera que en un discurso aplicativo habrá que examinar, y es precisamente en tal tipo de discurso donde hay que proceder a examinar, si pueden tener aplicación a una situación que aún no pudo preverse en el proceso de fundamentación, o si, sin perjuicio de su validez, han de pasar a un segundo plano frente a otra norma, a saber, frente a la norma que para el caso de que se trata resulte la adecuada. Sólo cuando resulta que una norma válida es también la única norma adecuada en el caso pendiente de decisión, funda esa norma un juicio singular que puede pretender ser correcto. Que una norma valga prima facie sólo significa que ha sido fundada o justificada con imparcialidad; pero sólo su aplicación imparcial puede conducir a la decisión válida de un caso. La validez de las normas no garantiza todavía que se sea justo en el caso particular.
La aplicación imparcial de una norma llena los huecos que hubieron de quedar en su proceso de fundamentación imparcial, normalmente a causa de la imprevisibilidad de situacions futuras. En los discursos de aplicación no se trata de la validez, sino de la adecuada referencia de una norma a, o de la adecuada referencia de una norma a, o de la adecuada relación de una norma con, una situación concreta. Como cada norma sólo aprehende unos determinados aspectos de un caso concreto situado en un mundo de la vida, hay que examinar qué descripciones de estados de cosas son las relevantes a la hora de interpretar un caso de litigio con fidelidad a la situacion en que ese caso se halle inserto, y cuál de las normas válidas prima facie resulta adecuada a la situación aprehendida de la manera más completa posible en todos sus contenidos objetivos relevantes: “Y a este propósito es ocioso preguntar si los participantes en el discurso han de contar antes con una descripción completa de la situación y sólo después con el conjunto de todas las normas aplicables prima facie, o si la descripción de la situación sólo se muestra a la luz de una precomprensión de las normas que resulta posible aplicar... Con qué normas puede colisionar en una situación de aplicación una norma aplicable prima facie, sólo pueden saberlo los participantes cuando han referido todos los rasgos relevantes de una descripción de la situación a las normas aplicables”.
El proceso hermenéutico de aplicación de una norma puede entenderse como un entrelazamiento de descripción de la situación y concretización de la norma general; lo que en última instancia decide es la equivalencia semántica entre la descripción del estado de cosas, la cual descripción es ingrediente de la que viene establecida en el componente descriptivo de la norma, es decir, en la condición de su aplicación. K. Günther reduce todo este complejo contexto a la abarcable y manejable fórmula de que la justificación de un juicio singular ha de apoyarse en el conjunto de todas las razones normativas susceptibles de poder considerarse, que resulten relevantes en virtud de una interpretación completa de la situación.
Si de la “colisión” de las normas sopesadas en el proceso de interpretación se quisiese inferir una “contradicción” en el propio sistema normativo, ello sería confundir la “validez” de una norma a la que suponemos justificada en su aspecto de fundamentación, con la “adecuación” de una norma, “adecuación” que es lo que ha de someterse a examen en el discurso aplicativo. De la indeterminación de las normas válidas, explicable en términos de lógica de la argumentación, síguese más bien el buen sentido metodológico de una competición entre normas que prima facie son candidatas a se aplicadas en un caso concreto: “La colisión de normas no puede reconstruirse como un conflicto de pretensiones de validez poque las normas que colisionan entre sí o las variantes semánticas o de interpretación que entre sí compiten, sólo en una situación concreta entran en una relación determinada entre sí. Precisamente los discursos de fundamentación han de abstraer de esa propiedad del problema de colisión, que consiste en su dependencia de la situación... Qué otras normas o variantes interpretativas de esas normas, es posible aplicar, es algo que sólo sabemos en la situación de cada caso”.
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