domingo, 16 de agosto de 2009

El futuro de la naturaleza humana, ¿hacia una eugenesia liberal?

El futuro de la naturaleza humana, de Jürgen Habermas. (¿Hacia una eugenesia liberal?)

Valiéndose de formas de vida sintomáticas, Kierkegaard describe las manifestaciones de una “enfermedad para la muerte” salvadora: son las figuras de una desesperación primero reprimida pero que después sobrepasa el umbral de la consciencia y obliga finalmente a un vuelco de la consciencia centrada en el yo. Estas figuras de la desesperación manifiestan asimismo la falta de lo único que podría hacer posible un auténtico ser sí mismo: una relación existencial fundamental. Kierkegaard describe el estado inquietante de una persona que, a pesar de ser consciente de su determinación de tener que ser un sí mismo, enseguida huye a las alternativas: “No querer, desesperado, ser uno mismo”. Quien finalmente reconoce que la fuente de la desesperación no yace en las circunstancias sino en los propios movimientos de huida, hará el intento, recalcitrante aunque infructuoso, de “querer ser sí mismo”. El fracaso desesperado de este último acto de fuerza -del querer ser sí mismo obstinádose totalmente en sí mismo- mueve al espíritu infinito a trascenderse a sí mismo y a reconocer la dependencia respecto a un otro, dependencia en la que se basa la propia libertad.
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Este vuelco debe marcar el momento decisivo del exercitium, el momento de vencer la autocomprensión secularizada de la razón moderna. Pues Kierkegaard describe este renacimiento con una fórmula que recuerda a los primeros párrafos de La doctrina de la ciencia de Fichte, pero convirtiendo al mismo tiempo el sentido autónomo de la acción (Tathandlung) en su contrario: “Comportándose respecto a sí mismo y queriendo ser sí mismo, el sí mismo se apoya lúcidamente en el poder que lo sentó”.

Con ello visualiza la relación fundamental que hace posible el ser sí mismo como la forma de la vida recta. Aunque la referencia literal a un “poder” en que se apoya el poder ser sí mismo no tiene que comprenderse en un sentido religioso, Kierkegaard insiste en que el espíritu humano sólo puede alcanzar la recta comprensión de su existencia finita siendo consciente del pecado: el sí mismo sólo existe verdaderamente en presencia de Dios. Sobrevive a los estadios de desesperación desesperanzada sólo en la figura de un creyente que, comportándose respecto a sí mismo, se comporta respecto a un otro absoluto al que tiene que agradecer todo.

Kierkegaard destaca que no podemos hacernos ningún concepto consistente de Dios, ni via eminentiae ni via negationis. Toda idealización queda presa de predicados fundamentales dinitos, que son de los que parte la operación del ascenso. Y, por el mismo motivo, el intento del entendimiento de determinar lo otro absoluto mediante la negación de todas las determinaciones finitas también fracasa: “El entendimiento no puede pensar la diferencia absoluta. No puede negarse absolutamente a sí mismo, puesto que se sirve de sí mismo para hacerlo y piensa la diferencia en sí mismo”. El abismo entre saber y creer no puede franquearse pensando.
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La ética postmetafísica de Kierkegaard también permite la caracterización de una vida no fallida desde este punto de vista posreligioso. Los enunciados generales sobre los modos del poder ser sí mismo no son descripciones compactas pero tienen contenido normativo y fuerza orientadora. Esta ética del poner en juicio no se abstiene ciertamente del modus existencial pero sí de organizar de un modo determinado los proyecto de vida individuales, razón por la cual cumple las condiciones del pluralismo cosmovisivo. Pero cuando se trata de los interrogantes de una “ética de la especie”, la abstención posmetafísica choca con sus fronteras de una manera que nos interesa. Tan pronto está en juego la autocomprensión ética de sujetos aptos para el lenguaje y la acción en total, la filosofía no puede seguir sustrayéndose de adoptar una postura en cuestiones de contenido.
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(María Zambrano, la angustia relacionar)
seguimos con Jurgen Habermas:







Jurgen Habermas, el futuro de la naturaleza humana.-

Es esta la situación en la que nos encontramos hoy. El avance de las biociencias y el desarrollo de las biotecnoogías no sólo amplían las posibiidades de acción ya conocidas sino que posibiitan un nuevo tipo de intervenciones. Lo que hasta ahora estaba “dado” como naturaleza orgánica y como mucho podía “cultivarse” entre ahora en el ámbito de la intervención orientada a objetivos. En la medida en que también se haga entrar al organismo humano en este ámbito de intervención, la distinción fenomenológica de Helmuth Plessner entre “ser cuerpo” (Leib) y “tener cuerpo” (Körper) adquiere una sorprendente actualidad: se desvanece la frontera entre la naturaleza que “somos” y la dotación orgánica que nos “damos”. Para los sujetos productores surge con ello una nueva manera de autorreferencia, capaz de llegar a las profundidades del sustrato orgánico. Pues ahora depende de la autocomprensión de estos sujetos cómo quieran aprovechar el alcance de los nuevos espacios de decisión: autónomamente, según consideraciones normativas que afectan a la formación democrática de la voluntad, o arbitrariamente, de acuerdo con preferencias subjetivas que puedan satisfacerse en el mercado. No se trata, pues, de una afectación cultural contra los laudables avances del conocimiento científico, sino únicamente de si (y en determinados casos cómo) la implementación de estas conquistas afecta a nuestra autocomprensión como seres que actúan de forma responsable.


¿Queremos contemplar la posibilidad categorialmente nueva de intervenir en el genoma humano como un incremento de libertad necesitado de regulación normativa o como una autoinvestidura de poderes para llevar a cabo unas transformaciones que dependan de las preferencias y no necesitan ninguna autolimitación? Sólo cuando esta pregunta fundamental se haya resuelto a favor de la primera alternativa podrán debatirse las fronteras de una eugenesia negativa, cuya meta sea, sin malentendidos, eliminar males. Aquí sólo desearía apuntar el problema de fondo en un aspecto: el del desafío a la comprensión moderna de la libertad. Las intervenciones que augura la descodificación del genoma humano arrojan una luz peculiar sobre una condición de nuestra autocomprensión normativa natural no tematizada hasta ahora y que se revela como esencial.
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Hasta hoy el pensamiento secular de la modernidad europea, así como la fe religiosa, han partido de que la disposición genética del recién nacido, es decir, las condiciones orgánicas de partida parala futura biografía de éste, se sustraen a la programación y manipulación intencionada de otras personas. Sin duda, la persona que crece puede someter su propia biografía a una valoración crítica y a una revisión retrospectiva. Nuestra biografía está hecha de una materia que podemos “hacer propia” y “asumir responsablemente” en el sentido de Kierkegaard. Lo que hoy se pone a disposición es algo diferente: la indisponibilidad de un proceso contingente de fecundación cuya consecuencia es una combinación imprevisible de dos secuencias cromosómicas distintas. Esta contingencia insignificante se revela -en el momento en que es dominada- como un presupuesto necesario para el poder ser sí mismo y para la naturaleza fundamentalmente igualitaria de nuestras relaciones interpersonales. Pues tan pronto los adultos contemplasen un día la admirable dotación genética de su descendencia como un producto moldeable para el que elaborar un diseño acorde a su parecer, ejercerían sobre sus criaturas manipuladas genéticamente una forma de disposición que afectaría a los fundamentos somáticos de la autorrelación espontánea y de la libertad ética de otra persona, disposición que hasta ahora sólo parecía permitido tener sobre cosas, no sobre personas. Entonces, los descendientes podrían pedir cuentas a los productores de su genoma y hacerles responsables de las consecuencias, indeseables desde su punto de vista, de la disposición orgánica de partida de su biografía, de la disposición orgánica de partida de su biografía. Esta nueva estructura de la imputación resultaría de difuminar las fronteras entre personas y cosas.

Ya hoy sabemos del caso de aquellos padres de un niño impedido que por vía de una demanda civil hicieron responsables a los médicos de las consecuencias materiales de un diagnóstico prenatal equivocado y exigieron una “indemnización por daños y perjuicios” como su la minusvalía aparecida contra las expectativas de los médicos correspondiera a un delito de daños materiales.

Con la decisión irreversible que una persona toma respecto a la dotación “natural” de otra persona surge una relación interpersonal desconocida hasta ahora. Este nuevo tipo de relación hiere nuestros sentimientos morales porque en las condiciones de reconocimiento de las sociedades modernas legalmente institucionalizadas representa un cuerpo extraño. Cuando uno toma por otro una decisión irreversible que afecta profundamente la disposición orgánica de éste, se restringe la simetría de la responsabilidad existente entre personas libres e iguales. Frente a nuestro destino por socialización tenemos una libertad fundamentalmente distinta a la que tendríamos frente a la producción prenatal de nuestro genoma. Llega un día en que el menor que crece asume la responsabilidad de su biografía y de lo que es él mismo. Puede conducirse reflexivamente respecto a su proceso de formación, desarrollar una autocomprensión revisionaria y hacer la tentativa de compensar retrospectivamente la responsabilidad asimétrica que tienen los padres sobre la educación de sus hijos. Esta posibilidad de una apropiación autocrítica de la historia de la propia formación no se da de la misma manera en disposiciones manipuladas genéticamente. Antes bien, la persona adulta depende a ciegas de la decisión no revisable de otra persona y no tiene ninguna oportunidad de producir la necesaria simetría para un trato entre pares siguiendo los caminos retroactivos de una autorreflexión ética. Al descontento con su destino sólo le quedan las alternativas del fatalismo o el resentimiento.
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¿Cambiarçia mucho esta situación si ampliáramos el escenario de la cosificación del embrión con las correcciones autocosificadoras del adulto en el propio genoma? Tanto en un caso como en otro, las consecuencias demuestran que el alcance de las intervenciones bioéticas no sólo suscita complicados interrogantes morales como hasta ahora, sino interrogantes de otra clase. Las respuestas conciernen a la autocomprensión ética del conjunto de la humanidad. La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea proclamada en Niza ya presta atención a la circunstancia de que el engendramiento y el nacimiento pierdan ese elemento esencial para nuestra autocomprensión normativa: la indisponibilidad de lo natural. El artículo 3º, que garantiza el derecho a la integridad física y espiritual, establece “la prohibición de prácticas eugenésicas, en particular aquellas cuyo objetivo sea la selección de personas”, así como “la prohibición de clones reproductivos de seres humanos”. Pero estas orientaciones de valor de la vieja Europa, ¿no pasan ya hoy -en Estados Unidos y en otros lugares- por rarezas quizás estimables pero anacrónicas?

~¿Aún queremos comprendernos como seres normativos, como seres que esperan lo unos de los otros responsabilidad solidaria e igual respeto mutuo? ¿Qué posición deberían mantener la moral y el derecho en una sociedad que se redefiniera a partir de conceptos funcionalistas y libres de normas? De lo que se habla es sobre todo de alternativas naturalistas, entre las que se cuentan no sólo las propuestas reduccionistas de las ciencias naturales sino también las especulaciones adolescentes sobre la superior inteligencia artificial de generaciones futuras de robots.

Por lo tanto, la ética del poder ser sí mismo es una más entre varias alternativas. La sustancia de esta autocomprensión no puede seguir compitiendo con otras respuestas valiéndose de argumentos formales. Más bien parece que la pregunta filosófica originaria por la “vida recta” se renueva en una generación antropológica. Las nuevas tecnologías nos impelen a entablar un discurso público sobre la recta comprensión de la forma de vida cultural como tal. Y las razones de los filósofos para abandonar este tema de debate a los biocientíficos e ingenieros entusiastas de la ciencia ficción ya no son buenas.

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El mayor peligro para los procesos de autocomprensión política, que, con razón, reclaman tiempo, es la falta de perspectiva. No se puede estar `profundizando a cada momento en cuál sea el lugar de la técnica y cuál la necesidad de una regulación, sino que hay que centrarse en la totalidad del proceso. Un pronóstico verosímil de éste a medio plazo podría tener el aspecto siguiente. Primero, se impone entre la población, en la esfera pública y en el Parlamento la convicción de que, contemplado en sí, el empleo del diagnóstico de preimplantación es admisible moralmente o aceptable legalmente si su aplicación se limita a pocos casos, y bien definidos, de enfermedades hereditarias graves que no puede exigirse al potencial afectado que soporte.

Más tarde, en el curso del avance biotécnico y los éxitos de la terapia genética, la permisividad se extiende a las intervenciones genéticas en células corporales (o incluso en líneas embrionarias) con el objetivo de prevenir estas (y parecidas) enfermedades hereditarias. Con este segundo paso, que no sólo no es impensable sino perfectamente consecuente con las premisas de la primera decisión, surge la necesidad de deslindar esta eugenesia “negativa” (como supuestamente justificada) de la eugenesia “positiva” (no justificada de entrada). Como dicho límite es fluctuante por motivos conceptuales y prácticos, el propósito de detener la manipulación genética ante la frontera de la modificación perfeccionadora de características genéticas nos enfrenta a un desafío paradójico: debemos trazar e imponer fronteras precisamente allí donde éstas son fluctuantes. Este argumento sirve ya hoy para defender una eugenesia liberal, que no reconoce ninguna frontera entre intervención terapéutica e intervención perfeccionadora y que deja que sean las preferencias individuales de los participantes en el mercado las que elijan los objetivos de la modificación de marcas características.
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A la aplicación de la técnica de preimplantación se une la pregunta normativa de “si es compatible con la dignidad humana ser engendrado con reservas y sólo ser declarado digno de existir y desarrollarse después de un exámen genético”. ¿Debemos disponer libremente de la vida humana con fines selectivos? Una pregunta similar se plantea en cuanto a “consumir” embriones con la vaga expectativa de cultivar algún día tejidos trasplantables (también provenientes de las propias células corporales) e implantarlos sin el problema de vencer las defensas del sistema inmunológico contra las células extrañas. A medida que el engendramiento y la aplicación de embriones se extienda y normalice en la investigación médica, la percepción cultural de la vida humana prenatal cambiará, consecuencia de esta será que el sensorium moral para los límites del cálculo coste-beneficio se embotará absolutamente. Ya hoy sentimos lo obscena que es una praxis objetivadora tal y nos preguntamos si deseamos vivir en una sociedad en la que el precio de la atención narcisista a las propias preferencias sea la insensibilidad respecto a los fundamentos normativos y naturales de la vida.

Desde la perspectiva de la autoinstrumentalización y la autooptimización de los fundamentos biológicos de existencia humana que el hombre está a punto de activar, ambos temas, el DPI (diagnóstico de preimplantación) y la investigación de células madre, se mueven en el mismo contexto. Esta constatación arroja luz sobre la imperceptible conjunción normativa entre la inviolabilidad moralmente ordenada y legalmente garantizada de la persona y la indisponibilidad del modo natural de su encarnación corporal.

En el caso del diagnóstico de preimplantación ya es difícil actualmente respetar las fronteras entre la exclusión de caracteres hereditarios indeseables y la optimización de los deseables. Cuando elegimos sobre algo más que sólo un potencial “excedente de células sobrantes”, ya no estamos frente a una decisión binaria sí/no. Las fronteras conceptuales entre la prevención del nacimiento de un niño gravemente enfermo y el perfeccionamiento de patrimonio hereditario (esta última una decisión eugenésica) ya no son tajantes. Esto tendrá una importancia práctica tan pronto la expectativa creciente de intervenir correctivamente en el genoma humano y curar enfermedades condicionadas monogenéticamente se haga realidad. Entonces, el problema conceptual de deslindar la prevención de la eugenesia será cosa de la legislación política. Si se acepta que hoy ya hay médicos que yendo por libre trabajan en clones reproductivos de organismos humanos, la perspectiva de que pronto la especie humana podrá empuñar su propia evolución biológica se impone. “Compañeros de juego de la evolución” o incluso “jugar a Dios” son al parecer las metáforas de una autotransformación de la especie de largo alcance.

No es la primera vez que las sugestiones de una teoría de la evolución que penetra en el mundo de la vida conforman el horizonte asociativo de las discusiones públicas. La mezcla explosiva de darwinismo e ideología de libre comercio, que se extendió en el giro del siglo XIX al XX bajo el paraguas de la pax britannica, se renueva actualmente bajo el signo del globalizado neoliberalismo. Sólo que ya no se trata de la generalización total de nociones biológicas socialdarwinistas sino del aflojamiento, fundamentado tanto médica como económicamente, de las “cadenas sociomorales” del avance biotécnico. En este frente se baten hoy las concepciones políticas de Schröder y Rau, del FDP y los “verdes”.

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Con todo, este ensayo es un intento en sentido literal de hacer algo más transparente unas instituciones que es difícil desenmarañar. Yo mismo estoy muy lejos de creer haber conseguido este propósito ni siquiera a medias. Pero tampoco veo muchos análisis que resulten más convincentes. El fenómeno que nos inquieta es la imprecisión de las fronteras entre la naturaleza que somos y la dotación orgánica que nos damos. Qué signifique la indisponibilidad de los fundamentos genéticos de nuestra existencia corporal (leiblich) para la guía de la propia vida y para nuestra autocomprensión como seres morales, conforma la perspectiva desde la que contemplo la presente discusión sobre la necesidad de regular la técnica genética (I). A mi modo de ver, los conocidos argumentos surgidos del debate sobre el aborto van mal encaminados. El derecho a una herencia genética no manipulada es un tema diferente al de la regulación de la interrupción del embarazo (II). La manipulación de los genes afecta a cuestiones de idetidad de la especie, y la autocomprensión del ser humano como perteneciente a una especie también conforma el lecho de nuestras representaciones legales y morales (III). En particular me interesa cómo la desdiferenciación de la habitual distinción entre lo “crecido” y lo “hecho” cambia la autocomprensión subjetiva y objetiva que teníamos hasta ahora de la ética de la especie (IV) y afecta a la autocomprensión de una persona programada genéticamente (V). No podemos obviar que el conocimiento de una programación eugenésica de la propia disposición hereditaria restrinja la configuración autónoma de la vida del particular y socave la relación fundamentalmente simétrica entre personas libres e iguales (VI). Si la investigación consumidora de embriones y el diagnóstico de preimplantación desatan tantas reacciones es porque se perciban como la ejemplificación de los peligros de la augenesia liberal que se nos avecina (VII).
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Así pues, el tema queda circunscrito a la pregunta de si la indisponibilidad de los fundamentos biológicos de la identidad personal puede fundamentar la protección de la integridad de unas disposiciones hereditarias no manipuladas. La protección jurídica podría encontrar expresión en un “derecho a una herencia genética en la que no se haya intervenido artificialmente”. Este derecho, exigido también por la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, no decidiría de antemano la admisibilidad de una eugenesia negativa fundamentada médicamente. Dado el caso, ésta podría limitar legalmente el derecho fundamental a una herencia no manipulada, si la ponderación moral y la formación democrática de la voluntad llevaran a tal resultado.

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La limitación temática a la modificación de los genes deja fuera otros temas biopolíticos. Desde la óptica liberal, las nuevas técnicas reproductivas, así como el transplante de órganos o la muerte asistida médicamente, aparecen como un incremento de la autonomía personal. Muchas veces, las objeciones de los críticos no van dirigidas contra las premisas liberales sino contra determinados aspectos de la reproducción colaborativa, contra las prácticas dudosas en la determinación del momento de la muerte y la extracción de órganos, y contra los efectos colaterales indeseados que tendría sobre la sociedad la organización legal de una eutanasia que quizá sería mejor dejar a la apreciación profesional éticamente regulada. También se discute, por buenas razones, la aplicación institucional de test genéticos y el uso que personalmente se haga del saber que ofrece el diagnóstico genético predictivo.

Es indudable que estas importantes cuestiones bioéticas van asociadas al aumento de la agudeza diagnóstica y al dominio terapéutico de la naturaleza humana, pero lo que constituye un nuevo tipo de desafío es la técnica genética tendente a la selección y modificación de marcas características, así como la consiguiente investigación científica dirigida a futuras terapias genéticas que requiere (y en la que apenas puede distinguirse todavía entre investigación básica y aplicación médica). Ambas ponen a disposición aquella base física “que somos por naturaleza”. Lo que Kant todavía consideraba el “reino de la necesidad” se ha transformado desde la óptica de la teoría de la evolución en un “reio de la casualidad”. Y ahora la técnica genética desplaza las fronteras entre esta base natural indisponible y el “reino de la libertad”. Esta “ampliación de contingencia” que concierne a la naturaleza “interior” se distingue de similares ampliaciones de nuestro espacio de opciones por el hecho de que “modifica la estructura entera de nuestra experiencia moral”.

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Ronald Dworkin lo fundamenta en el cambio de perspectiva que la técnica genética causa en las condiciones, dadas por inamovibles hasta hora, del juicio moral y la acción moral: “Se diferencia entre lo que la naturaleza, evolución incuida, ...ha creado y lo que nosotros hacemos en el mundo con la ayuda de estos genes. En cualquier caso esta diferenciación traza una frontera entre lo que somos y el trato que bajo nuestra propia responsabilidad damos a esa herencia. Esta decisiva frontera entre casualidad y libre decisión constituye la espina dorsal de nuestra moral... Nos da miedo la expectativa de que el ser humano proyecte otros seres humanos porque esta posibilidad desplaza las fronteras entre casualidad y decisión que subyacen en los criterios de nuestros valores”.

Que las modificaciones genéticas eugenésicas puedan modificar la estructura entera de nuestra experiencia moral es una afirmación fuerte. Interprétese como que la técnica genética nos enfrentará en algunos aspectos con cuestiones prácticas que tocan a los presupuestos del juicio moral y la acción moral. El desplazamiento de las “fronteras entre casualidad y libre decisión” afecta a la autocomprensión en total de personas que actúan moralmente y están preocupadas por su existencia. Nos hace ser conscientes de los nexos que hay entre nuestra autocomprensión moral y un trasfondo ético referido a la especie. Que nos contemplemos como autores responsables de nuestra propia biografía y nos respetemos recíprocamente como personas “de igual condición”, también depende en cierta manera de cómo nos comprendamos antropológicamente en tanto que miembros de una especie. ¿Podemos contemplar la autotransformación genética de la especie como un incremento de la autonomía particular o estamos socavando con ello la autocomprensión normativa de personas que guían su propia vida y se muestran recíprocamente el mismo respeto?

Si se trata de la segunda alternativa, no obtenemos inmediatamente un argumento moral contundente pero sí una orientación mediada por la ética de la especie que aconseja la cautela y la abstención. Pero antes de seguir este hilo desearía aclarar por qué es necesario dar un rodeo. El argumento moral (de discutible constitucionalidad) de que el ebrión goza “desde el comienzo” de dignidad humana y protección absoluta de su vida, interrumpe una discusión que no podemos pasar por alto si nos queremos poner políticamente de acuerdo sobre las cuestiones fundamentales con la atención constitucionalmente debida al pluralismo cosmovisivo de nuestra sociedad.
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Lo crecido y lo hecho

Nuestro mundo de la vida está concebido en cierto sentido “aristótelicamente”. En la vida cotidiana diferenciamos sin pensarlo dos veces la naturaleza inorgánica de la orgánica, las plantas de los animales y la naturaleza animal, a su vez, de la naturaleza racional-social del ser humano. La pertinencia de esta división categorial, a la que ya no va unida ninguna pretensión ontológica, se debe al entrecruzamiento de perspectivas y formas de habérselas con el mundo (cruce que puede analizarse siguiendo el hilo de los conceptos aristotélicos fundamentaes). Aristóteles separa la actitud teórica del observador desinteresado de otras dos actitudes: la técnica del sujeto productor, que actúa orientado a metas y que interviene en la naturaleza valiéndose de medios y consumiendo material, y la práctica de las personas prudentes o que actúan éticamente.

Estas últimas salen al encuentro en contextos interactivos, bien en la actitud objetivante de un estratega que juzga las decisiones anticipadas de sus contrincantes desde la óptica de las propias preferencias, bien en la actitud performativa de un agente comunicativo que, en el marco de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente, desea entenderse con una segunda persona respecto a algo en el mundo. A su vez, la praxis del campesino que cuida el ganado y labra la tierra, la praxis del médico que diagnostica enfermedades para curarlas y la praxis del criador que criba y perfecciona con arreglo a sus propios fines las propiedades hereditarias de un apoblación, exigen otras actitudes. Lo que todas estas prácticas cláscias de cuidar, curar y criar tienen en común es el respeto por la dinámica propia de una naturaleza que se autorregula. Por ella deben guiarse las intervenciones cultivadoras, terapéuticas o seleccionadoras si no quieren salir mal.

La “lógica” de estos procederes, que en Aristóteles todavía se ceñían a determinadas regiones del ente, ha perdido la dignidad ontológica de abrir los diversos sectores específicos del mundo. En esa pérdida, las ciencias empíricas modernas desempeñaron un importante papel. Al unir la actitud objetivante del observador desinteresado con la actitud técnica de un observador que interviene con la aspiración de que sus experimentos generen efectos, suprimieron el cosmos de la mera contemplación, y habiendo “desanimado” nominalísticamente a la naturaleza, la sometieron a otra clase de objetivación. Tal reconversión de la ciencia, dedicada ahora ahacer disponible técnicamente una naturaleza objetivada, tuvo consecuencias para el proceso de modernización social. La mayor parte de las praxis recibieron en el cuerso de su cientifización la impronta de la “lógica” de la aplicación de tecnologías científicas y fueron reestructuradas.

Es indudable que la adaptación de las formas de producción e intercambio social a los avances científicos-técnicos ha comportado la predominancia de los imperativos de un único proceder: el instrumental. No obstante, la arquitectónica misma de los procederes ha quedado intacta. Hasta ahora, en las sociedades complejas, la moral y el derecho mantienen sus funciones de conducción normativa de la praxis. Claro que el abastecimiento y reactivación de un sistema sanitario dependiente de la industria farmacéutica y la medicina tecnificada, así como la mecanización de la agricultura (racionalizada con criterios económicos-empresariales) han conducido a crisis. Pero éstas, más que liquidar la lógica de la acción médica y del trato ecológico de la naturaleza, la han traído a la memoria. La fuerza legitimadora de los procederes “clínicos” en sentido amplio crece mientras decae su relevancia social. Hoy, la investigación y el desarrollo de la técnica genética se justifican a la luz de objetivos biopolíticos como la nutrición, la salud y la prolongación de la vida. Por eso, suele olvidarse que la revolución tecnogenética de la praxis cultivadora ya no se realiza en el modo clínico de la adaptación a la dinámica propia de la naturaleza. Más bien sugiere la desdiferenciación de una distinción fundamental también constitutiva de nuestra autocomprensión como especie.

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En la medida en que la evolución aleatoria de los géneros caiga en el radio de acción de la tecnología genética y, con ello, de actuaciones de las que tengamos que responsabilizarnos, se desdiferenciarán las categorías que en el mundo de la vida separan tajantemente lo producido y lo sido por naturaleza. Para nosotros, esta contraposición es evidente, ya que estamos familiarizados con los procederes consistentes en, por un lado, la elaboración técnica de materias primas y, por el otro, el trato cultivador o terapéutico que damos a la naturaleza orgánica. La actuación cuidadosa de unos sistemas respetuosos con los límites y cuyos mecanismos de autogobierno podemos alterar; no se distingue sólo por la atención cognitiva a la dinámica propia del proceso vital. También va unida, tanto más claramente cuanto más próxima a nosotros sea la especie de que se trate, a una atención práctica, a algo así como un respeto. La empatía o la “comprensión consonante” con la vulnerabilidad de la vida orgánica, que constituye el umbral inibitorio del trato práctico que demos, se basa evidentemente en la sensibilidad del propio cuerpo (Leib) y en diferenciar la subjetividad, por rudimentaria que sea, del mundo de los objetos manipulables.

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La intervención biotécnica que sustituye el tratamiento clínico interrumpe esta “correspondencia” con otros seres vivos. Pero el modo de acción biotécnico se diferencia de la intervención técnica del ingeniero por una relación de “colaboración” con (o de “bricolage” de) una naturaleza puesta a disposición: “En el caso de la materia muerta, el productor es el único agente frente al material pasivo. En el caso de los organismos la actividad tropieza con actividad: la técnica biológica colabora con la autoactividad de un material activo, con un sistema que funciona biológicamente por naturaleza y al cual debe incorporarse un nuevo determinante. (...) El acto técnico tiene la forma de la intervención, no de la construcción”. A partir de esta descripción, Hans Jonas deduce que la peculiar autorreferencialidad e irreversibilidad de la intervención en un suceso complejo y autogobernado tendrá unas amplias e incontrolables consecuencias: “'Producir' significa aquí sumergir en la misma corriente del devenir que arrastra al productor”.

Cuanto más desatenta sea la intervención en la composición del genoma humano, más se parecerá el estilo del trato clínico al estilo de la intervención biotécnica y más confusa será la distinción intuitiva entre crecido y hecho y subjetivo y objetivo, llegando hasta la autorreferencia de la persona a su propia existencia corporal (leiblich). Jonas caracteriza el término de esta evolución así: “Dominada técnicamente, la naturaleza vuelve a incluir al ser humano, que se le había enfrentado (hasta ese momento) en la técnica como señor”. Con las intervenciones genéticas sobre humanos, el dominio de la naturaleza se convierte en un acto de autoinvestidura de poderes que modifica nuestra autocomprensión ética de la especie y podría afectar a condiciones necesarias para una guía autónoma de la vida y una comprensión universalista de la moral. Ésta es la inquietud que expresa Jonas con la pregunta: “Pero ¿qué poder es éste (y sobre quién o qué)? Evidentemente, el poder de los de ahora sobre los que vendrán, que son los objetos indefensos de las decisiones previas de los planificadores de hoy. El reverso del poder actual es la servidumbre futura de los vivos frente a los muertos.”

Con este dramatismo sitúa Jonas la tecnología genética e el contexto de una dialéctica autodestructiva de la Ilustración, según la cual el dominio de la naturaleza provoca una recaída de la especie en la naturaleza. El colectivo singular “especie” también constituye el punto de referencia de la discrepancia entre la teología natural y la historia de la filosofía, entre Jonas y Spaemann por un lado, Y Horkheimer y Adorno por el otro. Pero el nivel de abstracción en el que se dirime esta discusión es demasiado elevado. Tenemos que distinguir nítidamente entre la variedad autoritaria y la variedad liberal de la eugenesia. La biopolítica no tiene, for the time being, el objetivo de un -no importa cómo se lo defina- perfeccionamiento del haber genético de la especie en conjunto. Por de pronto las razones morales que prohíben instrumentalizar individuos como ejemplares de la especie para este objetivo colectivista aún están firmemente ancadas en los principios de la constitución y la jurisprudencia.

En las sociedades liberales serían los mercados los que, regidos por el interés en los beneficios y las preferencias de la demanda, pasarían la pelota de las decisiones eugenésicas a la elección individual de los padres y, en general, a los deseos anárquicos de clientes y clientelismos:

“Mientras que los eunetistas autoritarios pasados de moda aspiraban a producir ciudadanos a partir de un único molde diseñado planificadamente, el rasgo distintivo de la eugenesia neoliberal es la neutralidad estatal. El acceso a la información sobre la gama completa de terapias genéticas permitirá que los padres previsores tomen en cuenta sus propios valores a la hora de seleccionar mejoras para sus futuros hijos. Los eugenetistas autoritarios acabarían con las libertades habituales en materia de procreación. Los liberales, en cambio, proponen la ampliación radical de las mismas”. N. Agar en H. Kuhse y P. Singer (2000).

No obstante, este programa sólo es compatible con los fundamentos del liberalismo político si las intervenciones eugenésicas positivas no limitan las posibilidades de llevar una vida autónoma para las personas genéticamente tratadas, ni restringen las condiciones de un trato igualitario con otras personas.

Para justificar la ausencia de reparos normativos en dichas intervenciones, los defensores de una eugenesia liberal comparan la modificación genética de los caracteres hereditarios con la modificación socializadora de las actitudes y las expectativas. Quieren mostrar que desde el punto de vista moral no hay ninguna diferencia digna de mención entre eugenesia y educación:
“Si los profesores y los campamentos especiales, los programas de adiestramiento, incluso la administración de la hormona del crecimiento para aumentar la estatura algunos centímetros, entran en el ámbito de la discreción parental, ¿por qué la intervención genética con objeto de perfeccionar las características normales de los descendientes debería ser menos legítima?” John Robertson, citado según N. Agar.

Este argumento justificaría que el poder que los padres tienen de decidir sobre la educación de sus hijos, un poder garantizado legalmente, se extendiera a la libertad eugenésica de perfeccionar la dotación genética de los mismos.

Ahora bien, los padres gozan de la libertad eugenésica bajo la reserva de no colisionar con la libertad ética de los hijos. Los proponentes se tranquilizan aduciendo que las disposiciones genéticas siempre interactúan con el entorno de una manera contingente y no se traducen linealmente en propiedades del fenotipo. Por eso, una programación genética tampoco significa ninguna modificación inadmisible de los futuros planes de vida de la persona programada:

“El vínculo liberal de la libertad eugenésica con la discreción parental respecto a la formación con apoyo educacional o dietético cobra sentido a la luz de esta comprensión moderna. Si el gen y el entorno son de igual importancia en lo relativo a las características que poseemos en la actualidad, los intentos de modificar a las personas al modificar cualquiera de los dos parece merecer un juicio similar... Deberíamos pensar en ambos tipos de modificación de igual modo”. John Robertson.

El argumento es totalmente tributario de un paralelismo dudoso, basado en el allanamiento de la diferencia entre crecido y hecho, y subjetivo y objetivo.

La manipulación, extendida a las disposiciones hereditarias humanas, cancela, por lo que respecta a la propia naturaleza interior, la diferencias entre acción clínica y producción técnica. Quien trata un embrión, contempla bajo la misma perspectiva la naturaleza subjetiva y la naturaleza exterior, objetivada, de éste. Tal óptica sugiere la idea de que influir sobre la composición de un genoma humano no es esencialmente diferente a influir sobre el entorno de una persona de “entorno interior”. Pero esta catalogación, efectuada por el interviniente, ¿no colisiona con la autopercepción del afectado?

Una persona sólo “tiene” o “posee” su cuerpo (Körper) si -en el transcurso de su vida- “es” este cuerpo como cuerpo (Leib). Partiendo de este fenómeno de, simultáneamente, ser cuerpo (Leib) y tener cuerpo (Körper), Helmuth Plessner describe y analiza “la posición excéntrica” del hombre.

Como muestra la psicología evolutiva cognitiva, tener cuerpo (körper) es resultado de la aptitud para contemplar, objetivándolo, el proceso de ser cuerpo (Leib), aptitud que se adquiere en la juventud. Lo primario es el modo de experiencia del ser cuerpo (Leib), “del” que también vive la subjetividad de la persona humana.

En la medida en que su cuerpo (Leib) se revela al adolescente manipulado eugenésicamente como algo también hecho, la perspectiva de participante de la “vida vivida” choca con la perspectiva cosificadora del productor o bricolador. Pues los ppadres vinculan a la decisión sobre el programa genético de su hijo unas intenciones que después sobre el programa genético de su hijo unas intenciones que después se transformarán en expectativas respecto al mismo pero sin conceder al destinatario la posibilidad de posicionarse revisoramente. Las intenciones programadoras de los padres, sean éstos ambiciosos amigos de experimentaciones o sólo progenitores preocupados, tienen el peculiar estatus de una expectativa unilateral e irrebatible. Las intenciones transformadas aparecen dentro de la biografía del implicado como una componente normal de interacciones, pero se sustraen a las condiciones de reciprocidad del entendimiento comunicativo. Los padres deciden sin suponer el consenso, según sus propias preferencias, igual que si dispusieran de una cosa. Dado que, sin embargo, la cosa se desarrolla hasta convertirse en persona, la intervención egocéntrica cobra el sentido de una acción comunicativa que podría tener consecuencias existenciales para el adolescente. No obstante, no puede haber propiamente respuesta a los “requerimientos” fijados genéticamente, ya uqe en su papel de programadores los padres no han entrado todavía en la dimensión de la biografía, es decir, la única dimensión dentro de la cual saldrían al encuentro del niño como autores de requerimientos. Los eugenetistas liberales lo ponen demasiado fácil a sí mismos con su paralelismo entre destino por naturaleza y destino por socialización.

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Prohibición de la instrumentalización, natalidad y poder ser sí mismo.-

Andreas Kuhlmann expresa con una sobria fórmula qué es lo que confunde nuestros sentimientos morales cuando pensamos en la programación eugenésica: “Claro que los padres siempre han sido dados a fantasear sobre lo que será de su vástago, pero que los hijos se vean enfrentados a figuraciones prefabricadas a las que deben su existencia es otra cosa”. Sin embargo, entenderíamos mal esta intuición si la asociáramos a un determinismo genético, ya que, independientemente de hasta qué punto una programación genética fije realmente propiedades, disposiciones y aptitudes de la futura persona y determine realmente el comportamiento de ésta, el conocimiento posterior de dicha circunstancia podría afectar a la posterior autorreferencia de la persona afectada a su existencia corporal (leiblich) y anímica. Es en la cabeza, donde tendría lugar un cambio. La consciencia se transformaría como consecuencia de una variación de perspectiva y pasaría de la actitud performativa de vida vivida de una primera persona a aquella perspectiva de observador que convierte el propio cuerpo (körper) en objeto de una ntervención anterior al nacimiento. Si el adolescente se entera de que otro ha alaborado un diseño para modificar las marcas características de su disposición genética, la perspectiva del haber sido producido puede (en la autopercepción objetivante) superponerse a la del ser cuerpo (Leib) natural. Con lo que la desdiferenciación de la diferencia entre crecido y hecho alcanza a la propia manera de existir. Puede activar la vertiginosa consciencia de que, como consecuencia de una intervención genética anterior a nuestro nacimiento, la naturaleza objetiva, que vivimos como indisponible, es resultado de la instrumentalización de un elemento de naturaleza externa. En cierta manera, tener presente la programación anticipada de los propios caracteres hereditarios nos exige existencialmente porponer y subordinar el ser cuerpo (Leib) al tener cuerpo (körper).

Ahora bien, frente a una dramatización imaginaria de este estado de cosas es conveniente el escepticismo. ¿Quién sabe si conocer que otro ha diseñado la composición de mi genoma tiene que ser importante para mi vida? La perspectiva de que el ser cuerpo (Leib) pierda la primacía frente al tener un cuerpo (körper) pergeñado genéticamente es más bien inverosímil. La perspectiva de participante del ser cuerpo (Leib) vivido sólo puede trasferirse intermitentemente a la perspectiva externa de un (auto)observador. Saber que el haber sido producido es cronológicamente anterior no tiene que tener efectos autoalienantes. ¿Por qué no podría el ser humano acostumbrarse a ello con un “So what?” y un encogimiento de hombros? Después de las ofensas que Copérnico y Darwin infligieron a nuestro narcisismo al destruir nuestra imagen geocéntrica y antropocéntrica del mundo, quizás asistamos con mayor sosiego al tercer descentramiento de nuestra imagen del mundo: la sumisión del cuerpo (Leib) y la vida a la biotécnica.

Un ser humano programado genéticamente tiene que vivir con la consciencia de que sus caracteres hereditarios han sido manipulados con la intención de influir premeditadamente en su acuñación fenotípica. Antes de concluir una valoración normativa de este estado de cosas tendríamos que clarificar los criterios mismos que una tal instrumentalización podría vulnerar. Como hemos dicho, las convicciones y normas morales tiene su sede en formas de vida que se reproducen sobre la acción comunicativa de sus protagonistas. Dado que la individuación se efectúa en el medio socializante de la compacta comunicación lingüística, la integridad de los particulares depende especialmente de que su trato mutuo sea de carácter cuidadoso. Así, en todo caso, pueden entenderse las dos formulaciones que Kant da al principio moral.

La “fórmula finalista” del imperativo categórico insta a contemplar a cualquier persona “siempre al mismo tiempo como fin en sí misma” y no utilizarla “nunca sólo como medio”. En caso de conflicto, los implicados también deben persistir en la actitud de la acción comunicativa. Deben adoptar la perspectiva de participante de la primera persona y aproximarse al otro como a una segunda persona con la intención de entenderse con ella respecto a algo en el mundo, en lugar de objetivarla e instrumentalizarla con vistas a los propios objetivos desde la perspectiva de observador de una tercera persona. La frontera moralmente relevante de la instrumentalización la marca eso que, ante el “enfrente” de una segunda persona, se sustrae necesariamente a cualquier intromisión de la primera persona, siempre que la relacion comunicativa, es decir, la posibilidad de responder y adoptar una actitud, se mantenga intacta (o sea, eso con lo que y por lo que una person es sí misma actúa y da cuenta de las críticas). El “sí misma” del fin en sí misma que debemos respetar en las otras personas se expresa sobre todo en la autoría de una guía de vida que se oriente a las respectivas pretensiones propias. Cada cual interpreta el mundo desde la propia perspectiva, actúa por motivos propios, tiene proyectos propios, persigue intereses e intenciones propios y es la fuente de pretensiones auténticas.
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Ahora bien, los sujetos agentes no cumplen la prohibición de instrumentalizar sólo porque controlen la elección de sus fines contrastándolos -en el sentido de Harry Frankfurt- con fines propios de un nivel superior (con objetivos perseguidos por la generalidad, esto es, con valores). El imperativo categórico exige de cada uno que abandone la perspectiva de la primera persona a favor de una perspectiva-nosotros compartida intersubjetivamente desde la que todos en común podamos orientarnos a valores generalizables. La fórmula finalista ya tiende el puente hacia la fórmula legal. Pues la idea de que las normas, para ser válidas, tienen que poder encontrar asentimiento general, se insinúa en la destacable determinación de tratar a cada persona como fin en sí misma y así respetar en ella a “la humanidad”: “Actúa de modo que, tanto en tu persona como en la persona de todos los demás, nunca utilices a la humanidad sólo como medio sino como fín”. La idea de la humanidad nos obliga a adoptar esa perspectiva-nosotros desde la que nos vemos recíprocamente como miembros de una comunidad inclusiva que no excluye a ninguna persona.

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A cómo sea posible un entendimiento normativo en caso de conflicto se refiere la fórmula legal del imperativo categórico, que insta a vincular la propia voluntad precisamente a aquellas áximas que cada uno podría querer como ley general. De ahí se sigue que siempre que se dé un disenso sobre orientaciones de valor básicas, los sujetos que actúan autónomamente tienen que entablar discursos para descubrir o desarrollar en común las normas que, respecto a una materia necesitada de regulación, merezcan el asentimiento fundamentado de todos. Las dos formulaciones aclaran la misma intuición en aspectos diferentes. Por una parte, se trata de la “condición de fin de sí misma” de la persona que, como individuo, debe poder llevar una vida propia e insustituible y, por otra, del respeto equitativo que corresponde a cada persona en su cualidad de persona. De ahí que la generalidad de las normas morales, que asegura a todos un tratamiento igual, no quede en la abstraccion: tiene que ser sensible para atender a situaciones y proyectos vitales individuales.

En las normas generalmente válidas tiene que expresarse una comunidad no asimiladora, que sea intersubjetiva sin coacciones, que atienda la fundamentada diversidad de intereses y perspectivas interpretativas en toda su amplitud, es decir, que no nivele ni reprima ni margine ni excluya las voces de los demás (los extranjeros, los disidentes y los débiles).

A tal efecto debe bastar el asentimiento racionalmente motivado de sujetos independientes que pueden decir “no”: cada asentimiento alcanzado discursivamente extrae su validez de la doble negación de objeciones rechazadas con fundamento. Pero esta coincidencia alcanzada en el discurso práctico no es ningún consenso abrumador si asimila toda la complejidad de las objeciones y atiende a la ilimitada multiplicidad de intereses y perspectivas interpretativas. Por eso, el propio poder ser sí mismo es exactamente igual de importante para la persona que juzga moralmente que el poder ser de los demás para la persona que actúa moralmente. En el poder decir “no” de que toma parte en el discurso tienen que hablar espontáneamente la autocomprensión y la comprensión de valores de individuos insustituibles.

Como en la acción, así en el discurso: sus “sí” y “no” cuentan porque, y en la medida que, es la persona misma la que está tras sus intenciones, iniciativas y pretensiones. Si nos entendemos a nosotros mismos como personas morales, intuitivamente partimos del hecho de que nosotros, insustituibles, actuamos y juzgamos in propria persona, que por nosotros no habla ninguna otra voz más que la propia. Es ante todo con respecto a este “poder ser sí mismo” que “la intención ajena”, que se introduce en nuestra biografía con el programa genético, podría representar un factor perturbador. Para poder ser sí mismo, también es necesario que la persona esté en su propio cuerpo (Leib), por así decir, como en casa. El cuerpo (Leib) es el medio en el que se encarna la existencia personal, haciéndolo además de manera que en la realización de dicha existencia toda autorreferencia objetivadora, por ejemplo, en enunciados de la primera persona, sea no sólo innecesaria sino absurda. Al cuerpo (Leib) va unido el sentido de orientación del centro y la periferia, de lo propio y de lo ajeno. La encarnación de la persona en el cuerpo (Leib) posibilita no sólo la distinción entre activo y pasivo, entre efectuar y suceder, entre hacer y encontrar; obliga además a diferenciar entre acciones que nos atribuimos o atribuimos a los demás. Pero la existencia corporal (leiblich) sólo posibilita estas distinciones perspectivistas bajo la condición de que la persona se identifique con su cuerpo (leib). Y para que la persona pueda sentirse una con él parece que el cuerpo (Leib) tiene que experimentarse como algo natural, como la continuación de la vida orgánica, autorregeneradora, de la que ha nacido la persona.

Vivimos la propia libertad como referida a algo naturalmente indisponible. La persona se sabe, al margen de su finitud, origen insoslayable de las propias acciones y pretensiones. Pero, para saberlo, ¿tiene que remontar la procedencia de sí misma a un comienzo indisponible, esto es, a un comienzo que únicamente por haberse sustraído (como Dios o la naturaleza) a la disposición de otras personas no prejuzgue su libertad? La naturalidad del nacimiento también desempeña el papel conceptualmente exigible de tal comienzo indisponible. La filosofía ha tematizado raras veces este nexo. Una de las excepciones es Hannah Arendt, que introduce el concepto de la “natalidad” en el marco de su teoría de la acción.

Parte de la observación de que, con el nacimiento de cada niño, no sólo empieza otra biografía sino una nueva. Arendt une este comienzo enfático de la vida humana al hecho de que los sujetos agentes se autocomprenden capaces de “empezar de nuevo” espontáneamente. Según Arendt, desde la profecía bíblica “de nosotros nacerá un hijo”, un destello escatológico ilumina todavía cada nacimiento, al que se vincula la esperanza de que algo totalmente otro romperá la cadena del eterno retorno. La mirada conmovida que los circundantes curiosos arrojan sobre la llegada del recién nacido delata la “esperanza de lo inesperado”. El poder del pasado sobre el futuro se estrella contra esta expectativa indeterminada de lo nuevo. Con el concepto de la natalidad, Arendt tiende un puente que va del comienzo como criatura hasta la consciencia del sujeto adulto de poder sentar él mismo el comienzo de una nueva cadena de acciones: “El nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. A todas las actividades humanas les es inherente un elemento de acción en el sentido de iniciativa -sentar un initium-, lo cual significa que son precisamente los seres que vienen al mundo por nacimiento y están sometidos a la condición de la natalidad los que llevan a cabo dichas actividades”.

Los seres humanos se sienten con libertad de actuar para empezar algo nuevo porque ya el nacimiento, como línea divisoria entre naturaleza y cultura, marca un nuevo comienzo. Entiendo esta afirmación así: con el nacimiento se pone en marcha una diferenciación entre el destino por socialización de una persona y el destino por naturaleza de su organismo. Únicamente la referencia a esta diferencia entre naturaleza y cultura, entre comienzos indisponibles y prácticas modeladas históricamente, permite al agente las autoatribuciones performativas sin las que no podría entenderse a sí mismo como iniciador de sus acciones y pretensiones. Pues el ser sí mismo de la persona exige un punto de referencia más allá de los cordones de tradición y los contextos de interacción de un proceso de formación en el que la identidad personal se forma biográficamente.

Es indudable que la persona sólo puede verse como autor de acciones imputables y fuente de pretensiones auténticas si supone la continuidad de un sí mismo que se siente idéntico consigo mismo a lo largo de su biografía. Sin esta suposición no podríamos enfrentarnos reflexivamente a nuestro destino por socialización ni podríamos desarrollar una autocomprensión revisionaria. La consciencia de ser el artífice de las propias acciones y pretensiones se entreteje con la intuición de esta llamando a ser el artífice de una biografía de la cual hay que apropiarse críticamente. Pero a una persona cuyo destio fuera exclusivamente producto de su socialización, un destino determinante y sólo sufrido, su “sí mismo” se le escurriría de las manos en la corriente de constelaciones, referencias y relevancias formativamente eficaces. Entre las mudanzas de la biografía, la continuación del ser sí mismo sólo nos es posible porque podemos fijar la diferencia entre lo que somos y lo que pasa con nosotros en ua existencia corporal (leiblich) que prolonga un destino por naturaleza que alcanza más atrás del proceso de socialización. La indisponibilidad del, como quien dice, pluscuamperfecto destino por naturaleza parece ser esencial para la consciencia de libertad pero ¿también para el poder ser sí mismo como tal?

De la sugestiva descripción de Hannah Arendt no se sigue todavía que las anónimas cadenas de acciones que atraviesan el organismo trabajado por la técnica genética tengan que desvalorizar al propio cuerpo (Leib) como base de imputación del poder ser sí mismo. ¿Acaso el nacimiento, por el hecho de que intenciones ajenas reconocibles aniden en el programa genético del propio organismo, ya no significa un comienzo que pudiera dar al sujeto agente la consciencia de poder siempre constituir él mismo un comienzo? Cierto, quien se enfrenta a una intención ajena sedimentada en su constitución, tiene que comportarse en consecuencia. La persona programada no puede entender el genoma modificado por la entrometida intención del programador como un hecho natural, como una circunstancia contingente que limita su espacio de acción. Más bien, el programador interviene con su intención como copartícipe en el juego de una interacción sin entrar como contrincante dentro del espacio de acción del programado. Pero ¿qué es lo que despierta reparos morales en la singular intangibilidad de la intención de otro par, intención que por medio de la modificación de los genes afecta a la biografía?

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Supongamos que con la investigación consumidora de embriones se impone la práctica de tratar la protección de la vida humana prepersonal como algo secundario frente a “otros fines”, ni que sea frente a la perspectiva de desarrollar bienes colectivos de alto nivel (por ejemplo, métodos curativos). La desensibilización de nuestra mirada sobre la naturaleza humana, que iría de la mano con el acostumbrarse a una praxis tal, allanaría el camino a una eugenesia liberal. Hoy ya podemos vislumbrar el fait accompli que habrá sucedido en el futuro y al que los apologetas aludirán algún día como el Rubicón que cruzamos. La mirada a un posible futuro de la naturaleza humana nos transmite una necesidad de regulación que ya se hace sentir hoy. Los límites normativos a cómo tratar con embriones surgen de la mirada de una comunidad moral de personas que rechaza a los pioneros de una autoinstrumentalización de la especie para (digámoslo: en la dilatada preocupacióna por sí mismas en términos de ética de la especie) mantener intacta su forma de vida comunicativamente estructurada.

Si la investigación de embriones y el DPI encienden los ánimos es, sobre todo, porque van unidos a la perspectiva de la “cría de humanos”. Juntamente con la contingencia de la fusión de dos secuencias cromosómicas, la conexión generacional pierde la naturalidad que hasta ahora formaba parte del trivial trasfondo de nuestra autocomprensión ética de la especie. Si renunciamos a una “moralización” de la naturaleza humana, podría surgir intergeneracionalmente un cordón de acción que atravesara unívocamente en dirección vertical la red contemporánea de interacción. Mientras que la historia de los efectos de las tradiciones y los procesos de formación se despliega en un medio de preguntas y respuestas, como Gadamer ha mostrado, los programas genéticos no dejarían hablar a los descendientes. Acostumbrarse a disponer biotécnicamente de la vida humana obedeciendo a nuestras preferencias no puede dejar intacta nuestra autocomprensión normativa.

Desde esta perspectiva, las dos controvertidas innovaciones ya nos uestran, desde su estadio inicial, cómo podría cambiar nuestro modo de vida si las intervenciones de técnica genética modificadoras de marcas características (emancipadas del contexto terapéutico de acciones dirigidas a particulares) fueran algo acostumbrado. Entonces ya no podría excluirse que con intervenciones eugenésicas perfeccionadoras hubiera intenciones “ajenas”, y fijadas genéticamente, que tomaran posesión de la biografía de la persona programada. En tales intenciones, hechas realidad instrumentalmente, no se expresarían personas respecto a las cuales las personas efectadas pudieran adoptar la posición de alguien a quien se ha dirigido la palabra. Por eso nos inquieta la pregunta de si, y cómo, un acto cosificador de este tipo afectaría a nuestro poder ser sí mismo y a nuestra relación con los demás. ¿Podríamos entendernos todavía como personas que se comprenden como autores indivisos de sus vidas y que salen al encuentro de todos los demás sin excepción como personas de igual condición? Dos presupuestos esenciales para la ética de la especie y para nuestra autocomprensión moral están en juego.

Esta circunstancia sólo agudizará esta controversia mientras aún tengamos un interés existencial en pertenecer a una comunidad moral. No es obvio que deseemos asumir el estatus de miembro de una comunidad que exija el mismo respeto para cada cual y responsabilidad solidaria para todos. Que debemos actuar moralmente está incluido en el sentido mismo de la moral (concebida deontológicamente). Pero ¿por qué deberíamos querer ser morales si la biotécnica calladamente se deslizara en nuestra identidad como especie? Una valoración de la moral en total no es ella misma un juicio moral sino un juicio ético, un juicio de ética de la especie.

Sin el motor de los sentimientos morales de la obligación y la culpa, y el reproche y el perdón, sin el liberador respeto moral, sin el gratificante apoyo solidario y la presión de la prohibición moral, sin la “amabilidad” de un trato civilizado con el conflicto y la contradicción, el universo habitado por seres humanos nos resultaría, así lo vemos todavía hoy, insoportable. Una vida en el vacuum moral, en una forma que ni siquiera conociera el cinismo moral, no merecería vivirse. Este juicio expresa simplemente el “impulso” de preferir una existencia digna de seres humanos a la frialdad de una forma de vida a la que no afecten las contemplaciones morales. El mismo impulso explica el tránsito histórico al nivel postradicional de la consciencia moral, tránsito que se repite en la ontogenesia.

Una vez las imágenes religiosas y metafísicas del mundo perdieron su fuerza de vinculación general, si no nos convertimos (o la mayoría de nosotros) en fríos cínicos o en relativistas indiferentes después del tránsito a un pluralismo cosmovisivo tolerado, fue porque nos atuvimos -y quisimos atenernos- firmemente al código binario de los juicios morales correctos y los juicios morales equivocados. Hemos trasladados las prácticas del mundo de la vida y de la comunidad política a premisas de la moral racional y de los derechos humanos porque ofrecen una base común para una existencia humanamente digna más allá de las diferencias cosmovisivas. Quizá la resistencia afectiva a una temida modificación de la identidad de la especie se deba a motivos parecidos (y justificados).
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Tengo la impresión de que todavía no hemos reflexionado lo bastante a fondo. El nexo, sobre todo, entre la indisponibilidad de un comienzo contingente de la biografía y la libertad de configurar la vida éticamente requiere una penetración analítica más profunda.
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dignidad humana versus dignidad de la vida humana.-

El debate filosófico en torno a la admisibilidad de la investigación consumidora de embriones y el DPI se ha movido hasta ahora en la estela de la discusión sobre el aborto.
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Esta especie de controles de calidad deliberados (renunciar a la implantación del embrión si éste no cumple determinados estándares de salud) pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros. La decisión seleccionadora se orienta a una composición deseable del genoma. La decisión sobre la existencia o la no existencia se toma según el potencial ser así. La decisión existencial de interrumpir un embarazo tiene tan poco que ver con este hacer disponibles las marcas características, con este cribar la vida prenatal, como con el consumo de esta vida con fines investigadores.

A pesar de estas diferencias, hay una enseñanza que sí podemos extraer del debate sobre el aborto, un debate que se ha sostenido durante décadas con gran seriedad: el fracaso de todo intento de llegar a una descripción cosmovisivamente neutral (o sea, que no prejuzgue) del estatus moral de la vida humana incipiente, una descripción que sea aceptable para todos los ciudadanos de una sociedad secular. Una de las partes describe el embrión en un estadio de desarrollo temprano como un “montón de células”, contraponiéndolo a la persona del recién nacido, al cual sí corresponde la dignidad humana en un sentido moral estricto. La otra parte contempla la fecundación del óvulo humano como el comienzo relevante de un proceso de desarrollo ya individuado y regido por sí mismo. Viendo las cosas de esta manera, todo ejemplar biológicamente determinable como perteneciente a la especie debe ser considerado como potencial persona y portador de derechos fundamentales. Ambas partes parecen omitir que algo puede ser considerado como “indisponible” aunque no tenga el estatus de persona portadora de derechos fundamentales inalienables según la constitución. No sólo es “indisponible” lo que tiene de dignidad humana. Algo puede sustraerse a nuestra disposición por buenas razones morales sin ser “inviolable” en el sentido de tener derechos fundamentales ilimitados o absolutamente válidos (que son constitutivos dela “dignidad humana” según el artículo 1º de la Constitución).

Si el debate sobre la atribución de la “dignidad humana” garantizada constitucionalmente pudiera decidirse con razones morales que obligasen, las profundas cuestiones antropológicas que suscita la técnica genética no rebasarían el ámbito de las cuestiones morales corrientes. Ahora bien, los supuestos ontológicos fundamentales del naturalismo cientificista, según los cuales el nacimiento aparece como una cesura relevante, no son de ninguna manera más triviales o “más científicos” que los supuestos de fondo metafísicos o religiosos, que sugieren de hacer un corte tajante, moralmente relevante, en cualquier punto entre la fecundación o la fusión de núcleos celulares por una parte y el nacimiento por otra, tiene algo de arbitrario, ya que primero la vida sensitiva y después la personal se desarrollan con gran continuidad a partir del comienzo orgánico. Pero si no me equivoco, esta tesis de la continuidad más bien habla contra ambos intentos de sentar con enunciados ontológicos un comienzo “absoluto” vinculante también desde un punto de vista normativo. ¿Acaso no es arbitrario disolver la ambivalencia -justificada por un fenómeno- de nuestros sentimientos e intuiciones evaluativos -que cambian paso a paso según se refieran a un embrión en un estadio de desarrollo temprano y medio o a un feto en estadio avanzado- a favor de una u otra parte por medio de estipulaciones moralmente unívocas? Sólo sobre la base de una descripción cosmovisiva de los estados de cosas que las sociedades pluralistas debaten racionalmente, puede conseguirse llegar a una determinación precisa del estatus moral, ya sea en el sentido de la metafísica cristiana o en el del naturalismo. Nadie duda del valor intrínseco de la vida humana antes del nacimiento, se la denomine “sagrada” o se rechace esta “sacralización” de lo que es un fin en sí mismo. Pero la sustancia normativa de la protegibilidad de la vida humana prepersonal no encuentra una expresión racionalmente aceptable paa todos los ciudadanos ni en el lenguaje objetivante del empirismo ni en el lenguaje de la religion.
En el debate normativo de una esfera pública democrática sólo cuentan, al fin y al cabo, los enunciados morales en sentido estricto. Sólo los enunciados cosmovisivamente neutrales sobre lo que es por igual bueno para todos y cada uno pueden tener la pretensión de ser aceptables para todos por buenas razones. La pretensión de aceptabilidad racional diferencia los enunciados sobre la solución “justa” de los conflictos de acción de los enunciados sobre lo que es “bueno” “para mí” o “para nosotros” en el contexto de una biografía o de una forma de vida compartida. De todos modos, este sentido específico de las cuestiones que respectan a la justicia admite una conclusión sobre el “fundamento de la moral”. Considero que esta “determinación” de la moral es la clave apropiada para responder a la pregunta de cómo podemos determinar el universo de posibles portadores de derecho y deberes morales independientemente de determinaciones ontológicas controvertidas.

La comunidad de seres morales que se dan a sí mismos sus leyes se refiere a todas las circunstancias que requieren regulación normativa con el lenguaje de los derechos y los deberes, pero sólo los miembros de esta comunidad pueden obligarse recíprocamente y esperar los unos de los otros comportamientos conformes a normas. Los animales se beneficiaran de los deberes morales que tenemos que respetar al tratar con criaturas que pueden sufrir por mor de ellas mismas. Con todo, no pertenecen al universo de los miembros que se dirigen mutuamente mandatos y prohibiciones reconocidos intersubjetivamente. Como deseo mostrar, la “dignidad humana” en estricto sentido moral y legal está ligada a esta simetría de las relaciones.
No es una propiedad que se “posea” por naturaleza como la inteligencia o los ojos azules, sino que, más bien, destaca aquella “inviolabilidad” que únicamente tiene algún significado en las relaciones interpersonales de reconocimiento recíproco, en el trato que las personas mantienen entre ellas. No utilizo “inviolabilidad” como sinónimo de “indisponibilidad”, porque el precio a pagar por una respuesta posmetafísica a la pregunta de qué trato debemos dar a la vida humana prepersonal no puede ser la determinación reduccionista del ser humano y la moral.

Entiendo el comportamiento moral como una respuesta constructiva a las dependencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotacion orgánica y la permanente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los periodos de infancia, enfermedad y vejez). La regulación normativa de las relaciones interpersonales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo (Leib) vulnerable y la persona en él encarnada. Los ordenamientos morales son construcciones quebradizas que, ambas cosas en una, protegen a la physis contra lesiones corporales y a la persona contra lesiones interiores o simbólicas. Pues la subjetividad, que es lo que convierte el cuerpo (Leib) humano en un recipiente animado del espíritu, se sustenta sobre las relaciones intersubjetivas con los demás. El sí mismo individual sólo se forja por la vía social del extrañamiento e, igualmente, sólo puede estabilizarse en el entramado de unas relaciones de reconocimiento intactas.

La dependencia de los demás explica la vulnerabilidad del uno con respecto a los otros. La persona, de la manera más desprotegida, se expone a ser herida en unas relaciones que necesita para desplegar su identidad y conservar su integridad (por ejemplo, en las relaciones íntimas de entrega a una pareja). En su versión destranscendentalizada, la “voluntad libre” de Kant ya no es una propiedad de seres inteligibles caída del cielo. La autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como “fuerzas”. Si éste es el “fundamento” de la moral, de él también se derivan sus “fronteras”. Lo que necesita y es capaz de regulaciones morales es el universo de posibles relaciones de reconocimiento reguladas legítimamente pueden los seres humanos desarrollar y mantener una identidad personal (a la vez que su integridad física).

Dado que el ser humano ha nacido “inacabado” en un sentido biológico y necesita la ayuda, el respaldo y el reconocimiento de su entorno social toda la vida, la incompletud de una individuación fruto de secuencias de ADN se hace visible cuando tiene lugar el proceso de individuación social. Lo que convierte, sólo desde el momento del nacimiento, a un organismo en una persona en el pleno sentido de la palabra es el acto socialmente individualizador de acogerlo en el contexto público de interacción de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente. Sólo en el momento en que rompe la simbiosis con su madre el niño entra en un mundo de personas que le salen al encuentro, le dirigen la palabra y hablan con él. El ser genéticamente individuado en el claustro materno no es, como ejemplar de una sociedad procreativa, de ninguna manera “ya” persona. Sólo en la publicidad de una sociedad hablante el ser natural se convierte a la vez en individuo y persona dotada de razón.
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Al recien nacido se le identifica como “uno” o “uno de nosotros” en el entramado simbólico de las relaciones de reconocimiento recíprocas de personas que actúan comunicativamente y, poco a poco, aprende a identificarse a sí mismo, identificándose al mismo tiempo como persona, como parte o miembro de su(s) comunidad(es) social(es) y como individuo singular inconfundible y moralmente insustituible. En esta diferenciación de la autorreferencia se refleja la estructura de la comunicación hablada. Sólo aquí, en un space of reason (Sellars) discursivamente abierto, el poder de razonar de la especie, adquirido culturalmente, puede desplegar su fuerza unifcadora y creadora de consenso en la diferencia de las múltiples perspectivas de sí mismo y del mundo.

Antes de su entrada en el contexto público de interacción, la vida humana goza, como punto de referencia de nuestros deberes, de protección legal sin ser ella misma sujeto de deberes y portadora de derechos humanos. Pero no podemos extraer falsas consecuencias de ello. Los padres no sólo hablan sobre el niño que se gesta in utero sino que en cierta manera se comunican con él. No es la visualización en la pantallaaa de los rasgos inconfundiblemente humanos del feto que se mueve en el claustro materno lo que convierte al niño en un destinatario en el sentido de una anticipatory socialization. Está claro que tenemos deberes morales y legales con respecto a él por mor de él mismo. Además, la vida prepersonal también conserva, antes de llegar a un estadio en el que pueda asignársele el rol de una segunda persona a la que dirigir la palabra, un valor integral para el conjunto de una forma de vida concebida éticamente. A tal efecto se brinda la distinción entre dignidad de la vida humana y dignidad humana garantizada legalmente a toda persona, una distinción que por lo demás se refleja en la fenomenología del trato que damos a nuestros muertos, un trato cargado de sentimientos.

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La elección de expresiones semanticamente elásticas se debe al carácter de los umbrales inhibitorios del trato que se da a la vida humana antes del nacimiento y después de la muerte (umbrales difíciles de definir). La vida humana goza de “dignidad” y exige “honoración” también en sus formas anónimas. La expresión “dignidad” se impone porque cubre un espectro semánticamente amplio y contiene un eco del concepto de “dignidad humana”, más específico. Las connotaciones que lleva implícitas el concepto de “honor” surgen todavía más claramente de la historia de los usos premodernos de éste, y también han dejado huellas en la semántica de “dignidad”, a saber, la connotación de un ethos dependiente del estatus social. La dignidad del rey se encarnaba en un estilo de pensar y actuar diferente al de la mujer casada, el soltero, el artesano y el carnicero. De estas acepciones concretas de una dignidad determinada en cada caso se abstrae la “dignidad humana” universalizada que corresponde a la persona como tal. Más allá de esta abstracción, que lleva a la “dignidad humana” y al “derecho humano” único de Kant, no podemos olvidar por nuestra parte que la comunidad moral de los sujetos de derechos humanos, libres e iguales, no forma ningún “reino de los fines” en un allende nouménico sino que permanece inserta en formas de vida concretas y en sus respectivos ethos.
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A daven

Y luego está el numerito que me formaste cuando te intenté toca la mano, ridículo, como si yo fuera alguien que te fuera a atraer fatalmente al deseo o tú te creyeras lo contrario de mí hacia ti. Yo sé que no soy ninguna super-girl para tí, pero tampoco tú lo eres para mí. No es conmigo, es con la rumana, la que con su presencia te sientes perdido, con ella es con quien tienes que protegerte, y no te das cuenta, que vuelves a caer en su red. Te lo dije, Neptuno en oposición a Leo, todos estos años, te llevan a hacerte idealizaciones en la pareja sobre todo, en los socios, y ensueños que te pueden llevar fuera de la realidad, que solo pueden servir como escape. Y por eso te hiciste el sueño del viaje, y a mí sin decirme nada, hasta me llamaste despues del viaje un poco para limpiar tu cara, que por eso fue porque fui a verte; igual que tambien me llamaste para explicarme lo de la otra amiga rusa, estás cayendo en todos los estereotipos fatales de mujeres, si fueras otro hombre no importaría; y es que tengo que parecer como si fuera tu madre, porque nadie te dice las cosas; y luego a mí me desprecias porque parezco una sudamericana más con el pelo ensortijado y delgaducha y no parece gran cosa intelectual; pero todo eso no son sino prejuicios preidealizaciones que te has hecho hacia mí; porque también tú te has apoyado en mí y me has necesitado, y no puedes negar que no te guste la filosofía sino que la necesitas al lado de tanta matemática y tanta física para poder construir un medio en que expresarte; pues todo eso lo has despreciado de mí;

es como el colombiano ¿sabes lo que me hace? Me dice que ponga la camara del messenger y que le enseñe las tanguitas y despues las tetitas, él lo tiene superclaro lo que quiere conmigo, solo quiere dinero y sexo, y despues pasa de mí, sí eso me hace y yo tan tonta voy y pongo la camara y me tiene así cogida por el deseo, porque el también es una presencia física que me domina a mí; y luego me despierta la ternura de madre, creo que le quiero porque me necesita, pero en el fondo despues de todo esto me hace sentirme más sola que antes, más ultrajada si cabe, y no quiere venirme a ver, no quiere, porque sabe que es lo mismo, que su presencia consitutuye algo radical para mí que me atrae. Per ¿tú crees que todo esto no son sino idealizaciones que me hago yo, que yo no soy capaz de controlar? Claro que sí, que puedo controlar, pero el problema es que he estado mucho tiempo trabajando, estudiando en internet, acompañandote a ti, haciéndome otras ilusiones imposibles y me he quedado sin defensas, ya no es como cuando antes salía y me sentía fuerte ante el hombre, y tampoco quiero volver a eso, a esa pérdida de tiempo;

por eso vuelvo a insistirte por este medio, no me queda otro: trátame bien, reconoce tu error, que no estamos solos, que podemos protegernos como antes, que puede ser bonito, que tu tienes una voz muy bonita y que a mi me encandila, que podemos estudiar muchas cosas juntos, anda piénsalo por favor.
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