la racionalidad de procedimientos jurídicamente institucionalizados: los límites entre derecho y moral
Si en las sociedades de nuestro tipo ha de ser posible una legitimidad a través de la legalidad, la fe en la legitimidad, la cual ya no puede contar con las certezas colectivas suministradas antaño por la religión y la metafísica, en algún sentido habrá de poder apoyarse en la racionalidad del derecho. Pero no se ha confirmado la suposición de Max Weber de que la base de la fuerza legitimadora de la legalidad sea una racionalidad autónoma, es decir, exenta de moralidad, inmanente al derecho como tal. Una dominación ejercida en las formas del derecho positivo, obligado siempre a dar razones y fundamentaciones, debe su legitimidad al contenido moral implícito de las cualidades formales del derecho. Pero el formalismo del derecho no debe pensarse en términos concretistas ligándolo a determinados rasgos semánticos. La fuerza legitimadora la tienen mas bien los procedimientos que institucionalizan exigencias de fundamentación y las vías por las que ha de procederse al desempeño argumentativo de tales exigencias. Además la fuente de legitimación no debe buscarse unilaterlamente no debe buscarse en un solo lugar, o bien en el de la producción legislativa, o bien en el de la administración de justicia. Pues bajo las condiciones de una política ligada a las obligaciones del Estado social, ni siquiera el legislador democrático más cuidadoso puede vincular a la Justicia y a la Administración mediante la forma semántica de la ley; pues no es posible prescindir del tipo de derecho regulativo ligado al Estado social. En los procedimientos jurídicos sólo cabe señalar un núcleo racional en el sentido practico-moral de “racional”, cuando se analiza cómo a través de la idea de imparcialidad tanto en la fundamentación de normas como en la explicación de regulaciones vinculantes) se establece una conexión constructiva entre derecho vigente, procedimientos legislativos y procedimientos de aplicación del derecho. Esta idea de imparcialidad constituye el núcleo de la razón práctica. Si dejamos por un momento de lado el problema de la aplicación imparcial de las normas, la idea de imparcialidad, en el aspecto sobre todo de fundamentación de las normas, es desarrollada en aquellas teorías morales y en aquellas teorías de la justicia que proponen un procedimiento relativo a cómo pueden tratarse las cuestiones prácticas desde un punto de vista moral. La racionalidad de tal procedimiento puro, que antecede a toda institucionalización, se mide atendiendo a si en él queda articulado de forma adecuada el moral point of view.
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En la actualidad veo tres candidatos serios a tal teoría procedimental de la justicia. Los tres provienen de la tradición kantiana, pero se distinguen por los modelos a que recurren para expicar el procedimiento de formación imparcial de la voluntad común. John Rawls sigue partiendo del modelo de un convenio de tipo contractual e inserta en la descripción de la “posición original” las restricciones normativas bajo las que el egoísmo racional de las partes libres e iguales tiene que acabar conduciendo a la elección de principios normativamente correctos. La fairness de los resultados viene asegurada por el procedimiento mediante el que esos resultados se obtienen. Lawrence Kohlberg utiliza, en cambio, el modelo de G.H. Mead de la reciprocidad general de perspectivas entrelazadas unas con otras. En vez de una “posicion original” idealizada, tenemos una asunción ideal de rol (ideal rol-taking) que exige del sujeto que juzga moralmente ponerse en lugar de todos aquellos que se verían afectados por la entrada en vigor de la norma en cuestión. A mi juicio, ambos modelos tienen la desventaja de que no hacen del todo justicia a la pretensión cognitiva de los juicios morales. En el modelo del contrato nuestras convicciones morales quedan asimiladas a decisiones atenidas a principios de elección racional, y en el modelo de la asunción de rol a ejercicios empáticos de comprensión del prójimo. Por eso K. O. Apel y yo hemos propuesto entender la argumentación moral misma como el procedimiento adecuado de formación racional de la voluntad. El examen de pretensiones de validez hipotéticas representa tal procedimiento, porque quien quiere argumentar seriamente ha de empezar asumiendo (y estribando en) las suposiciones idealizadoras que comporta una forma de comunicación tan exigente como es el discurso práctico. Pues todo participante en una práctica argumentativa tiene que suponer pragmáticamente que en principio todos cuantos pudieran verse afectados podrían participar como iguales y libres en una búsqueda cooperativa de la verdad en la que la única coerción que es lícito ejercer es la que ejercen los mejores argumentos.
No voy a entrar aquí en discusiones concernientes a teoría moral. En nuestro contexto nos basta con constatar que existen candidatos serios para una teoría procedimental de la justicia. Porque si ello no fuera así, quedaría en el aire mi tesis e que derecho procedimentalizado y fundamentación moral de principios son cosas que se remiten la una a la otra. La legalidad sólo puede engendrar legitimidad en la medida en que el orden jurídico reaccione reflexivamente a la necesidad de fundamentación surgida con la positivización el derecho, y ello de suerte que se institucionalicen procedimientos jurídicos de fundamentación que sean permeables a los discursos morales.
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Sin embargo no deben confundirse los límites entre derecho y moral. Los procedimientos que las teorías de la justicia ofrecen para explicar cómo puede enjuiciarse algo desde un punto de vista moral sólo tienen en común con los procedimientos jurídicamente institucionalizados el que la racionalidad del procedimiento habría de garantizar la “validez” de los resultados obtenidos conforme a ese procedimiento. Pero los procedimientos jurídicos se aproximan a las exigencias de una racionalidad procedimental perfecta o completa porque llevan asociados criterios institucionales y, por tanto, criterios independientes, en virtud de los cuales puede establecerse desde la perspectiva de un no implicado si una decisión se produjo o no conforme a derecho. El procedimiento que representan los discursos morales, es decir, los discursos no jurídicamente regulados, no cumple esta condición, en este caso la racionalidad procedimental es imperfecta o incompleta. La cuestión de si tal o cual problema se ha enjuiciado desde un punto de vista moral, es algo que sólo puede decidirse desde la perspectiva de los participantes mismos; pues aquí no hay criterios externos o previos. Ninguno de estos procedimientos puede prescindir de idealizaciones, si bien éstas -como ocurre en el caso de los supuestos de la práctica de la argumentación- no tienen alternativa alguna, es decir, resultan inevitables o ineludibles en el sentido de una necesidad trascendental débil. Por otro lado, son precisamente las debilidades de una racionalidad procedimental incompleta o imperfecta de este tipo las que desde puntos de vista funcionales explican por qué determinadas materias necesitan de una regulación jurídica y no pueden dejarse a reglas morales de corte postradicional. Sea cual fuere el procedimiento conforme al cual hemos de juzgar si una norma podría enocntrar el asentimiento no coercitivo, es decir, racionalmente motivado, de todos los posibles afectados, tal procedimiento no garantiza ni la infalibilidad ni la univocidad del resultado, ni tampoco que ésta se obtenga en el plazo deseado. Una moral autónoma sólo dispone de procedimientos falibilistas de fundamentación de normas. Este alto grado de indeterminación cognitiva se ve además reforzado porque una aplicación (que resulte sensible al contexto) de reglas sumamente abstractas a situaciones complejas -descritas e la forma más adecuada posible y también de la forma más completa posible en lo que se refiere a sus aspectos relevantes- entraña además una incertidumbre estructural adicional. A esta debilidad cognitiva responde una debilidad motivacional. Toda moral postradicional exige un distanciamiento respecto de las evidencias y autoevidencias de las formas de vida en las que uno ha crecido sin hacerse problema de ellas. Y tales convicciones morales desconectadas de la eticidad concreta de la vida cotidiana no comportan sin más la fuerza motivacional necesaria para hacer tambien prácticamente eficaces los juicios morales. Cuanto más se interioriza la moral y cuanto más autónoma se vuelve, más se retira al ámbito de lo privado.
De ahí que en todos aquellos ámbitos de acción en que conflictos, problemas funcionalmente importantes y materias de importancia social exigen tanto una regulación unívoca, como a plazo fijo, y vinculante, sean las normas jurídicas las encargadas de resolver las inseguridades que se presentarían si todos esos problemas se dejasen a una regulación puramente moral del comportamiento. La complementación de la moral por un derecho coercitivo puede justificarse pues moralmente. K. O. Apel habla a este propósito del problema de qué puede en definitiva exigirse en el contexto de una moral universalista que como tal ha de ser por fuerza una moral bien exigente. Pues incluso las normas moralmente bien fundadas sólo son exigibles en la medida en que aquellos que ajusten a ellas su comportamiento puedan esperar que también los otros se comporten de conformidad con esas normas. Pues sólo bajo la condición de una observancia e las normas practicadas por todos, cuantan las razones que pueden aducirse para la justificación de tales normas. Pues bien, como de las convicciones morales no cabe esperar que cobren para todos los sujetos una obigatoriedad que en todos los casos, es decir, con carácter general, las haga efectivas en la práctica, la observancia de tales normas sólo es exigible (si nos situamos en la perspectiva de lo que Weber llamaba una ética de la responsabilidad) si cobran obligatoriedad jurídica.
Rasgos importantes del derecho positivo se tornan comprensibles si entendemos el derecho desde este punto de vista de una compensación de las debilidades de una moral autónoma. Las expectativas de comportamiento jurídicamente institucionalizadas cobran fuerza vinculante mediante su conexión o acoplamiento con el poder de sanción estatal. Se extienden a aquello que Kant llamaba aspecto externo de la acción, no a los motivos e intenciones, en relación con los cuales no cabe forzar a nadie. La administración profesional del derecho fijado por escrito, público y sistemáticamente configurado, exonera a las personas jurídicas privadas del esfuerzo que ha de hacer el individuo mismo cuando se trata de la solución moral de los conflictos de acción. Finalmente, el derecho positivo debes sus rasgos convencionales a la circunstancia de que es puesto en vigor por las decisiones de un legislador político y de que, en principio, puede cambiarse a voluntad.
Esta dependencia del derecho respecto de la política explica también el aspecto instrumental del derecho. Mientras que las normas morales son en todo momento fines en sí, las normas jurídicas valen también como medios para conseguir objetivos políticos. Pues no sólo están ahí, como ocurre en el caso de la moral, para la solución imparcial de conflictos de acción, sino también para la puesta en práctica de programas políticos. Los objetivos políticos y las medidas políticas que traducen esos objetivos a la práctica sólo cobran fuerza vinculante merced a su forma jurídica. En este aspecto el derecho se sitúa entre la política y la moral; y correspondientemente, como a mostrado Dworkin, en el discurso jurídico los argumentos relativos a interpretación de las leyes, cuando se trata de aplicar éstas, se unen, así con argumentos relativos a objetivos políticos, como con argumentos que pertenecen al campo de las justificaciones morales.
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Hasta ahora las consideraciones que hemos venido haciendo acerca de la cuestió de la legitimidad de la legalidad nos han puesto en primer plano el tema “derecho y moral”. Hemos aclarado cómo se complementan mutuamente un derecho exteriorizado en términos convencionales (en el sentido que a esta expresión da L. Kohlberg) y una moral interiorizada. Pero más que esta relación de complementariedad nos interesa el simultáneo entrelazamiento de derecho y moral. Éste se produce porque en los órdenes e instituciones del Estado de derecho se hace uso del derecho positivo como medio para distribuir cargas de argumentación e institucionalizar vías de fundamentación y justificación, que quedan abiertas a argumentaciones morales. La moral ya no se cierne por encima del derecho (como sugiere todavía la construcción del derecho natural racional en forma de un conjunto suprapositivo de normas); emigra al interior del derecho positivo, pero sin agotarse en derecho positivo. Pero esa moralidad que no solamente se enfrenta al derecho, sino que también se instala en el derecho mismo, es de naturaleza procedimental y una moral procedimentalizada pueden controlarse mutuamente. En los discursos jurídicos el tratamiento argumentativo de cuestiones práctico-morales queda, por así decir, domesticado por vía de institucionalización jurídica; ese tratamiento no viene limitado, en lo que se refiere a método, por la vinculación al derecho vigente; en la dimensión objetiva viene limitado en lo que respecta a temas y cargas de la prueba; en la dimensión social, en lo que respecta a condiciones de participación, a inmunidades y a distribución de papeles; y en la dimensión del tiempo, en lo que respecta a plazos de decisión. Pero, a la inversa, también la argumentación moral queda institucionalizada como un procedimiento abieto, que obedece a su propia lógica interna y controla así su propia racionalidad. La estructura jurídica no penetra en el interior de la argumentación hasta el punto de que ésta hubiera de detenerse o tuviera que quedar atascada en los límites del derecho positivo. El derecho mismo deja en franquía y estimula una dinámica de fundamentación y justificación, que también puede llegar a transcender la letra del derecho positivo, de forma no determinada ni prevista por éste.
Naturalmente, esta concepción habría de matizarse y diferenciarse atendiendo a los contextos diversos que son los discursos propios de las ciencias jurídicas, o los discursos que en la administración de justicia se producen por parte de los fiscales y abogados y por parte de los jueces, y también atendiendo a los diversos ámbitos temáticos (desde cuestiones próximas a la moral hasta cuestiones puramente técnicas). Y entonces esta concepción podría servir al objetivo crítico de reconstruir la correspondiente práctica de toma de decisiones desde el punto de vista de en qué medida los procedimientos jurídicos dejan espacio para la lógica de la argumentación o distorsionan sistemáticamente el juego argumentativo mediante restricciones en que simplemente se hacen valer coerciones externas. Naturalmente, tales efectos no solamente se reflejan en las regulaciones jurídicas mismas de tipo procedimental, sino también en el modo como tales regulaciones se llevan a la práctica. A veces se da una clase especial de argumentos que se presta muy bien a tal reconstrucción; en la práctica de las decisiones judiciales es fácil, por ejemplo, someter a este tipo de reconstrucción las fundamentaciones de las sentencias que ponen entre paréntesis puntos de vista normativos para sustituirlos por argumentos relativos a imperativos funcionales que se dan por obvios. Precisamente en tales ejemplos queda claro que la justicia y el sistema jurídico reaccionan ciertamente a a sociedad, pero que no son autónomos frente a ella. Pues la cuestión de si hay que someterse a imperativos sistémicos, bien sea de la economía, bien sea del aparato estatal mismo, incluso cuando tales imperativos quebrantan o merman principios bien fundados, no es algo que en última instancia se decida en los tribunales de justicia, tampoco en el espacio público-jurídico, sino en las luchas políticas acerca el trazado de límites entre sistema y mundo de la vida.
Ahora bien, heos visto que la fuerza legitimadora que tiene su sede en la racionalidad de los procedimientos jurídicos, se comunica a la dominación legal no sólo a través de las normas procedimentales de la administración de justicia, sino en mayor grado aún a través del procedimiento democrático de producción de normas. Pero el que los procedimientos parlamentarios puedan tener un núcleo racional en sentido práctico-moral, no es algo que a primera vista resulte tan plausible. Pues en este caso todo parece reducirse a la adquisición de poder político y a una competición (regida, regulada y controlada por ese poder) de intereses divergentes y contrapuestos, de suerte que las discusiones parlamentarias serían accesibles a lo sumo a un análisis empírico, pero no a una reconstrucción crítica conforme al modelo de una negocación fair de compromisos, ni mucho menos conforme al modelo de una formación discursiva de la voluntad común. En este lugar no puedo ofrecer ningún modelo satisfactorio, pero sí quiero subrayar la existencia de teorías de la Constitución centradas en la idea del proceso político-democrático que la Constitución regula, las cuales responden a un planteamiento crítico-reconstructivo. La regla de la mayoría, las normas de procedimiento parlamentario, la ley electoral, etc., se analizan desde el punto de vista de cómo y hasta qué punto puede asegurarse que en los procesos parlamentarios de decisión se tomen en consideración todos los intereses afectados y todos los aspectos relevantes de la materia de que se trate. Una debilidad de estas teorías la veo, no tanto en ese enfoque como tal, centrado en la idea de proceso político, sino en que no desarrollan sus puntos de vista normativos desde una lógica de la argumentación moral, ni los aplican a las condiciones comunicativas para una formación discursiva de la voluntad. Por lo demás, la formación intraparlamentaria de la voluntad sólo constituye un pequeño sengmento de la vida pública. La calidad racional del proceso de producción legislativa no sólo depende de cómo trabajan en el Parlamento las mayorías elegidas y las minorías elegidas. Depende también del nivel de participación y del nivel de formación de los participantes, del frado de información y de la claridad y nitidez con que en el seno de la opinión pública quedan articuladas las cuestiones de que se trate, en una palabra: del carácter discursivo de la formación no institucionalizada de la opinión en el espacio público político. La calidad de la vida pública viene en general determinada por las oportunidades efectivas que abra el espcio de la opinión pública política con sus medios de comunicación y sus estructuras. Pero todos estos enfoques se exponen a la duda de si en vista del vertiginoso crecimiento de la complejidad de la sociedad, este tipo de planteamientos no tienen que resultar irremediamente ingenuos. Si tenemos presente a crítica de la escuela realista, que hoy vienen siendo radicalizadas por los Critical Legal Studies, toda investigación normativa que considera al Estado democrático de derecho desde su propia perspectiva interna y, por así decir, le tome la palabra, cae víctima de un impotente idealismo. En la próxima lección cambiaré de perspectiva y pasaré a un tipo de consideración, no tanto normativo, como de teoría de la sociedad.
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