jueves, 10 de septiembre de 2009

sobre la idea de Estado de derecho, ¿autonomía sistémica del derecho?

Sobre la idea de Estado de derecho.-

Con la pregunta de Max Weber de cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad, implícitamente he aceptado de entrada una teoría que describe la evolución del derecho desde el punto de vista de una racionalización del derecho. Este enfoque exige un entrelazamiento nada habitual de estrategias de investigación de tipo descriptivo y de tipo normativo. La historia de la ciencia nos ofrece casis de interacción similar entre la explicación externa de un cambio de paradigma y la reconstrucción interna de aquellos problemas no resueltos que acabaron haciendo degenerar un programa de investigación que ya no lograba ofrecer más impulsos. El tránsito de la dominación tradicional a la legal es un fenómeno complejo que exige ante todo una investigación empírica en conexión con otros procesos de modernización; por otro lado, Weber interpreta las cualidades formales del derecho desde la perspectiva interna de la evolución jurídica como resultado de un proceso de racionalización.

Hasta aquí hemos seguido a Max Weber por esta vía de una reconstrucción interna, pero no de forma acrítica. Hemos visto primero que la forma del derecho moderno, aunque se la describa bajo premisas del formalismo jurídico, de ningún modo se la puede describir como “racional” en un sentido moralmente neutral. Hemos mostrado, segundo, que el cambio de forma del derecho, que se produce en el Estado social, en modo alguno tiene por qué destruir las cualidades formales del derecho, entendidas éstas en un sentido lato. Las cualidades formales pueden ser objeto de una versión más abstracta atendiendo a la relación de complementariedad entre derecho positivo y una justicia entendida en términos procedimentalistas. Pero este resultado nos ha dejado, tercero, con el problema de que criterios de una racionalidad procedimental extraordinariamente exigente emigran al medio que es el derecho. En cuanto se vuelve explícita de este modo la cuestión implícita de cómo es posible un derecho justo a la vez que funcional, que es la que subyace en casi toda la crítica jurídica desde Max Weber, plantéase la contrapregunta realista de si el sistema jurídico, en una sociedad que se torna cada vez más compleja, puede soportar una tensión hasta tal punto agudizada entre exigencias normativas y requisitos funcionales. Impónese la duda de si para un derecho que tiene que funcionar en tal entorno la autocomprensión idealista de una justificación moral a partir de principios puede consistir en otra cosa que en un puro y huero ornamento.
Muchos entienden esa cuestión como una simple escaramuza retórica, propia de una posición en retirada y, abandonando la perspectiva normativa, pasan a una perspectiva de observador articulada en términos, bien de sociología del derecho, bien de teoría económica del derecho. Pues para el boservador cociológico aquello que para los participantes es normativamente vinculante, se presenta como algo que los participantes tienen por correcto. Desde este punto de vista la fe en la legalidad pierde también su relación interna con las buenas razones. Y en todo caso pierden su significado y relevancia las estructuras de racionalidad traídas a luz con intención reconstructiva. Pero en este cambio de perspectiva metodológica los problemas normativos quedan sólo neutralizados por pura decisión. Quedan desplazados a los márgenes, pero desde ahí pueden volver a irrumpir en cualquier momento. De ahí que resulte más prometedora una reformulación funcionalista de los problemas normativos. Esos problemas no se dejan de antemano de lado, sino que se los hace desaparecer por vía de una descripción que los interpreta.
En primer lugar entraré en algunos aspectos básicos de la teoría del derecho que Luhmann articula en términos de funcionalismo sistemático y llamaré la atención sobre algunos fenómenos en los que esa estrategia de explicación labora en vano. Partiendo del resultado de que la autonomía del sistema jurídico no puede aprehenderse satisfactoriamente en conceptos de la teoría de sistemas, investigaré en una segunda parte en qué sentido el derecho moderno se diferenció, con ayuda del derecho natural racional, del complejo que en la tradición formaban la política, el derecho y la moral. Finalmente, nos ocuparemos de la cuestión de si del hundimiento del derecho natural racional surge una idea de Estado de derecho, que no se limita a enfrentarse impotente a una sociedad de elevada complejidad y aceleradod cambio estructural, sino que tiene sus raíces en esa misma sociedad.








¿autonomía sistemática del derecho?

Luhmann entiende el derecho como un sistema autopoiético y desarrolla sobre esta base una teoría de altos vuelos, utilizable también en la perspectiva de una crítica del derecho. Lo que desde la perspectiva interna de la dogmática jurídica aparece en forma de una práctica normativa de toma de decisiones, Luhmann lo explica en términos funcionalistas como resultado de procesos fácticos de mantenimiento autocontrolado de la propia consistencia por parte de un determinado subsistema social. La teoría sistemática del derecho podemos caracterizarla brevemente señalando tres de sus aspectos claves en lo que respecta a estrategia conceptual. En primer lugar, la cualidad deontológica de las normas jurídicas queda redefinida de suerte que resulta accesible a un análisis puramente funcional. A continuación esta concepción positivista del derecho es objeto de un sistema jurídico diferenciado, que funcionaría con plena autonomía. Finalmente, la legitimidad a través de la legalidad es explicada como un autoengaño estabilizador del sistema, que viene impuesto por el propio código con que opera el derecho y que el propio sistema jurídico se encarga de absorber y neutralizar.

(a) Lo primero que Luhmann hace es desnudar a las expectativas generalizadas de comportamiento de su carácter deontológico, es decir, de su carácter normativamente vinculante. Luhmann hace desaparecer el sentido ilocucionario de los preceptos (o de las prohibiciones y permisos) y, por tanto, el efecto de establecer vínculos, que tienen esos actos de habla. Pues reinterpreta en términos de teoría del aprendizaje las expectativas normativas de comportamiento convirtiéndolas en una variante de las expectativas cognitivas, de las expectativas que no descansan en títulos o autorizaciones, sino en pronósticos. Conforme a esta lectura las normas sólo pueden estabilizar expectativas e inmunizarlas contra los desegaños a costa de un déficit cognitivo. Bajo esta descripción empirista las expectativas normativas aparecen como expectativas cognitivas dogmatizadas, como expectativas cognitivas sostenidas por la voluntad de no aprender. Y como el negarse a una adaptación guiada por el aprendizaje es arriesgado, las expectativas normativas han de venir respaldadas por una autoridad especial, entre otras cosas han de venir aseguradas por institucionalización estatal y por la amenaza de sanciones, con otras palabras: han de ser transformadas en derecho. Cuanto más complejas se tornan las sociedades, tanto mayor es también la presión que se ejerce sobre el sistema jurídico para que se someta a cambios. Ha de adaptarse de forma acelerada a los cambios del entorno.
(b) Y así, en el siguiente paso Luhmann describe el derecho positivo como una inteligente combinación de no disponibilidad al aprendizaje, es decir, de negativa a aprender -en el sentido de una normatividad reinterpretada en términos empiristas- y de capacidad de aprendizaje. Esta capacidad la adquiere el derecho mediante diferenciación, en la medida en que, por una parte, se desliga de las normas morales extrañas al derecho o de las normas morales fundamentadas en términos de derecho natural y, por otra parte, se vuelve independiente de la política, es decir, de las instancias legislativas y de la Administración. Pues es entonces cuando se establece como un sistema funcionalmente especificado, que opera en términos autorreferenciales, que elabora informaciones externas ateniéndose solamente a su propio código y que se reproduce a sí mismo junto a otros subsistemas sociales. Este tipo de autonomía sistemática el sistema jurídico la paga, empero, con esa paradoja e la que también adolecía ya la “regla de reconocimiento” de Hart: lo que visto desde fuera es un hecho social, o una propiedad emergente o una práctica a la que se está habituado, y en todo caso algo que se presenta de forma contingente, ha de poder ser aceptado desde dentro como un convincente criterio de validez. En ello no hace sino reflejarse la paradoja inscrita en los propios fundamentos de validez del derecho positivo: si la función del derecho consiste en estabilizar expectativas de comportamiento normativamente generalizadas, ¿cómo puede ser cumplida todavía esta función por un derecho cambiable a voluntad que sólo es válido en virtud de la decisión de un legislador político? También Luhmann se ve obligado a dar respuesta a la cuestión de cómo es posible la legitimidad por medio de la legalidad.

© Un sistema jurídico diferenciado no puede romper esa circularidad con que se presenta el código jurídico al volverse autónomo, a saber, la circularidad que consiste en que sólo puede considerarse derecho aquello que ha sido establecido como derecho mediante los procedimientos jurídicamente estatuidos, recurriendo para romperla a razones legitimantes de tipo extrajurídico. Si el derecho, aun con independencia del hecho de que en tanto que derecho positivo sólo es válido mientras no sea revocado, ha de ser aceptado como válido, ha de poder al menos mantener la ficción de ser un derecho justo o correcto, y ello tanto entre los destinatarios del derecho, que tienen la obligación de obedecerlo, como también entre los expertos que administran el derecho sin cinismo.

En este punto Luhmann da a la legitimación mediante procedimiento una interesante interpretación. Los procedimientos institucionalizados de aplicación del derecho vigente están ahí, en lo que a los destinatarios cocierne, para domesticar la disponibilidad al conflicto de los clientes en inferioridad de condiciones, absorbiendo desengaños. En el curso de un proceso las posiciones quedan hasta tal punto especificadas en orden al resultado abierto, los temas de conflicto quedan hasta tal punto despojados de las relevancias de que están revestidos en el mundo de la vida y reducidos de tal suerte a pretensiones puramente sujetivas, “que el obstinado queda aislado como individuo y despolitizado”. No se trata, pues, de generación de consenso, sino sólo de que surja la apariencia externa (o la probabilidad de la suposición) de una aceptación general. Consideradas las cosas desde un punto de vista de psicología social, el verse implicado en procedimientos jurídicos tiene algo que desarma a uno, pues tal implicación fomenta la impresión de que aquellos a quienes ha ido mal “no pueden apelar a un consenso institucionalizado, sino que deben aprender”.

Pero, naturalmente, esta explicación sólo puede ser válida para los legos, pero no para los expertos en derecho que, en tanto que jueces, abogados o fiscales, administran el derecho. Los juristas que elaboran los casos y que, para hacerlo, se orientan cada vez más por las consecuencias, conocen el espacio de discrecionalidad de que disponen y saben que los pronósticos son inseguros y los principios multívocos. Pero si, a pesar de ello, este empleo, digamos, oficial del derecho no ha de destruir la legitimidad del derecho, los procedimientos jurídicos han de ser interpretados por parte de los iniciados de forma distinta que por parte de los clientes, a saber, como la institucionalización de deberes de fundamentación y de cargas de argumentación. Los argumentos están para que los juristas, en tanto que implicados en el procedimiento, puedan entregarse a la ilusión de no estar decidiendo a voluntad y conforme al propio arbitrio: “Todo argumento disminuye el valor de sorpresa de los argumentos que le siguen y, en último término, el valor de sorpresa de las decisiones”. Desde puntos de vista funcionalistas una argumentación puede, desde luego, describirse también así; pero Luhmann tiene por suficiente la descripción que da porque no atribuye a las razones una fuerza racionalmente motivadora. Pues conforme a su concepción no hay ningún buen argumento en favor de que los malos argumentos son malos argumentos; por fortuna, mediante la argumentación surge, empero, la apariencia “de que fuesen las razones las que justificasen las decisiones y no (la necesidad de tomar) decisiones las razones”.

Bajo estas tres premisas el cambio de forma del derecho, que ha venido diagnosticándose desde Max eber, puede entonces interpretarse como consecuencia de un proceso de diferenciación lograda del sistema jurídico. Las operaciones de adaptación que una sociedad que se vuelve cada vez más compleja exige del sistema jurídico, imponen pasar a un estilo cognitivo, es decir, a una práctica de toma de decisiones, sensible al contexto, dispuesta a aprender y flexible. Sin embargo, este desplazamiento del centro de gravedad desde las tareas específicas de un aseguramiento normativo de expectativas generalizadas de comportamiento a tareas de control o regulación sistemática no puede ir tan lejos que se vea amenazada la identidad del derecho mismo. Estaríamos ante tal caso límite si, por ejemplo, el sistema jurídico, mostrándose demasiado dispuesto a aprender, sustituyese la autocomprensión que le suministra la dogmática jurídica, por un análisis sistémico tomado desde fuera. Por ejemplo, la internalización del tipo de descripción que desde fuera hace Luhamnn, conduciría a una disolución cínica de la conciencia normativa entre los expertos en derecho y pondría en peligro la autonomía del código que el derecho representa.

El concepto de autonomía sistémica del derecho tiene también un valor crítico. Luhmann, al igual que Max Weber, ve en las tendencias a la desformalización del derecho el peligro de una mediatización del derecho por la política; pero Luhmann tiene que percibir es “sobrepolitización” como el peligro de una desdiferenciación que se produce cuando el formalismo del derecho cede a cálculos de poder y de utilidad y finalmente queda engullido por esos cálculos. La autonomía del sistema jurídico coincide con la capacidad de éste de controlarse y regularse a sí mismo en términos reflexivos y deslindarse de la política y de la moral. Por esta vía Luhmann se ve devuelto a la cuestión de Max Weber de la racionalidad del derecho, cuestión que Luhmann creía haber dejado ya tras de sí. Pues para definir, por lo menos analíticamente, la autonomía del sistema jurídico, Luhmann tiene que señalar el principio estructurador que, por ejemplo, distingue específicamente el derecho del poder o del dinero. Luhmann necesita un equivalente de la racionalidad inmanente a la forma jurídica. Primero, con Weber y Forsthoff había considerado la forma de las leyes abstractas y generales, es decir, los programas jurídicos condicionales, como elemento constitutivo del derecho en general. Pero mientras tanto tampoco Luhmann puede dejar ya de lado como simples desviaciones el derecho material y el derecho reflexivo. De ahí que Luhmann haya introducido una tajante distinción entre el código jurídico o código con que opera el derecho y los programas jurídicos, de suerte que la autonomía del sistema jurídico sólo dependería del mantenimiento de un código jurídico diferenciado. Pero acerca de este código sólo se nos dice que permite la distinción binaria entre derecho y no-derecho entre el “justo” y el “injusto” jurídicos. Pero de esta forma tautológica no pueden obtenerse determinaciones formaless más detalladas. NO es casual que Luhmann llene el espacio en que habría de explicarse la unidad del código, con un signo de interrogación. En ello yo veo algo distinto que sólo el desideratum de una explicación conceptual de la que, por el momento, no se dispone.

Pues Luhmann ya no puede entender como racinalidad las determinaciones formales de ese derecho que se ha vuelto autónomo, una vez que sólo concede ya a las argumentaciones jurídicas el papel de una autoilusión funcionalmente necesaria, suscitada mediante el aparato fabricado por la dogmática jurídica. Es incluso una condición necesaria de la autonomía del sistema jurídico el que estas argumentaciones permanezcan referidas a los casos particulares y concretos; pues no deben autonomizarse en términos de filosofía del derecho convirtiéndose en una tematización de los inevitablemente paradójicos fundamentos de validez del derecho positivo. Pues las argumentaciones jurídicas sólo pueden resultar funcionales mientras mantengan esa paradoja lejos de la conciencia del “uso oficial el derecho”. Esas argumentaciones no deben dar paso a reflexiones seobre fundamentos. El código no debe ser analizado simultáneamente desde dentro y desde fuera; tiene que permanecer aproblemático. Pero a lo que en realidad estamos asistiendo es precisamente a lo contrario. El debate sobre juridificación muestra que la desformalización del derecho provoca discusiones que acaban en una crítica del derecho, suscitando una problematización del derecho mismo, que se extiende a todo el espectro de cuestiones posibles sobre él.

También en Estados Unidos, con el movimiento de los Critical Legal Studies, ha irrumpido desde el centro de la dogmática jurídica misma una discusión que pone bajo la lupa la comprensión formalista del derecho y la desmonta sin misericordia

La crítica, desarrollada aquí en términos de casuísitica, queda resumida en la tesis e la indeterminación del derecho. Esa tesis no dice que el resultado de los procesos judiciales sea sin más ineterminado. Todo práctico experimentado es capaz de hacer pronósticos con una alta probabiidad de acierto. Indeterminado es el resultado de los procesos judiciales sólo en el sentido de que no puede predecirse en virtud de suspuestos jurídicos unívocos. No es el texto de la ley el que determina la sentencia. Antes en el ámbito de decisión del juez, a éste le vienen adelantados y sugeridos los argumentos; a través de supuestos básicos de fondo, sobre los que no se reflexiona, y de prejuicios sociales que se condensan en ideologías profesionales, se imponen más bien como buenas razones intereses no confesados.

Este tipo de crítica, habida cuenta de las ásperas reacciones que provoca, para lo que parece hecha es para conmover la conciencia normativa de los juristas. Pero contra el análisis sistemático de Luhmann y también contra la autocomprensión del movimiento de los Critical Legal Studies hay que insistir en que esta clase de autorreflexión “disfuncional” del sistema jurídico sólo puede desarrollarse desde el interior de la propia práctica de la argumentación jurídica precisamente porque ésta trabaja con susposiciones de racionalidad a las que se puede tomar la palabra y volverlas contra las propias prácticas vigentes. Manifiestamente, junto con las cargas argumentativas u obligaciones argumentativas que los procedimientos distribuyen queda institucionalizado también un aguijón autocrítico que es capaz también de horadar y romper ese autoengaño o esa autoilusión que Luhmann eleva falsamente a necesidad sistémica.

Ciertamente, la amplia bibliografía acerca de la indeterminación de la práctica de las decisiones de los tribunales contradice a esa sabiduría convencional a la que, por ejemplo, apela M. Kriele contra la lectura funcionalista que Luhmann hace de la argumentación jurídica: “Luhmann parece desconocer la razón fundamental de la función legítimamente de los procedimientos: …esos procedimientos aumentan la probabiidad de que se hagan valer todos los puntos de vista relevantes y de que se discuta detalladamente el orden de prioridades temporales y objetivas que se establecen; y acrecientan, por tanto, la oportunidad de que la decisión venga justificada racionalmente. La institucionalización duradera de procedimientos aumenta la probabilidad de que las decisiones del poder estatal estuviesen también justificadas en el pasado y de que lo estén en el futuro...”. Pero esta sabiduría es también convencional en un sentido distinto; expresa las susposiciones de racionalidad que, en tanto que presuposiciones contrafácticas, sólo pueden ser eficaces en la medida en que actúen de estándares a los que pueda apelar la crítica y la autocrítica de los participantes. Estas suposiciones de racionalidad perderían su significado operativo en el instante en que fuesen suprimidas como criterios.

Contra la teoría de Luhmann habla no solamente el hecho de ese tipo de crítica que desde la aparición de las escuelas realistas se viene ejerciendo una y otra vez. También los resultados de esa crítica muestran que eso de la autonomía del derecho no las tiene todas consigo. Pues la autonomía del sistema jurídico no puede quedar sólo garantizada porque todos los argumentos de procedencia extrajurídica queden conectados con los textos legales y revestidos del lenguaje del derecho positivo. Esto es exactamente lo que afirma Luhmann: “El sistema jurídico cobra su clausura o completud operativa porque tiene como código la diferencia entre “justo” e “injusto” jurídicos y ningún otro sistema opera con este código. Mediante este código bivalente (“justo”/”injusto”) se genera la seguridad de que, cuando se está en lo “justo” se esta en lo “justo” y no en lo “injusto”. La crítica inmanente a las concepciones del positivismo jurídico, tal como esa crítica se ha venido haciendo desde Fuller hasta Dworkin contra Austin, Kelsen y Hart, permite ver que la aplicación del derecho, y ello de forma cada vez más explícita, no tiene más remedio que recurrir a consideraciones concernientes a objetivos políticos, así coo a fundamentaciones morales y a la ponderación de principios. Pero esto, en conceptos de Luhmann, significa que en el código con que opera el derecho penetran contenidos provenientes de los códigos con que opera la moral y con que opera el poder; por tanto, el sistema jurídico no es un sistema “cerrado”.

Además, la autorreferencialidad lingüística del sistema jurídico, asegurada por el código con que opera el derecho, no puede excluir que se impongan estructuras latentes de poder, sea a través de los programas jurídicos que el legislador político dicta, sea en forma de argumentos que los jueces dan de antemano por obvios, a través de los cuales penetran en la administración de justicia intereses jurídicamente espurios.

Manifiestamente el concepto de autonomía sistémica, aun en caso de que tenga una referencia empírica, no atina con la intuición normatica que vinculamos con la idea de “autonomía del derecho”. La práctica de las decisiones judiciales sólo la consideramos independiente en la medida en que primero los programas jurídicos del legislador no vulneren el núcleo moral del formalismo jurídico; y en la medida en que, segundo, las consideraciones de tipo político y de tipo moral que inevitablemente penetran en la administración de justicia estén fundamentadas y no se impongan simplemente como racionalización de intereses jurídicamente espurios. Mas Weber tenía ya razón: sólo la cuidadosa preocupación por la racionalidad inmanente al derecho mismo puede asegurar la independencia del sistema jurídico. Pero porque el derecho guarda una relación interna con la política, por un lado, y con la moral, por otro, la racionalidad del derecho no puede ser sólo asunto del derecho.


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