miércoles, 23 de septiembre de 2009

intereses privados, beneficios públicos

-En primer lugar, no se puede suponer que el interés propio sea la única fuerza que impulsa a la sociedad. Las virtudes privadas raramente se convierten en nada que no sean virtudes, públicas o privadas; pero como veremos, las virtudes públicas se puede convertir en vicios privados. Otros sentimientos más nobles que la codicia y la maximización del beneficio son más difíciles de modelar.
-En segundo lugar, debido a factores bien conocidos por los economistas anteriores a Smith -sinergias, rendimientos crecientes y decrecientes y diferencias cualitativas en la capacidad empresarial, liderazgo, conocimientos, así como entre distintas actividades económicas-, la economía de mercado, abandonada a sus propias fuerzas, tiende a menudo a incrementar las desigualdades económicas más que a armonizarlas. Lo que llamamos desarrollo económico es una consecuencia “no pretendida” de ciertas actividades económicas cuando se dan además factores como los rendimientos crecientes, una minuciosa división del trabajo, una competencia dinámica imperfecta y oportunidades para la innovación. El desarrollo económico se convirtió así en una consecuencia muy pretendida de cierta política económica, y la pobreza se convirtió en una consecuencia de la colonización porque esos factores estaban ausentes. Como hemos insistido una y otra vez, éste es un punto ciego en la economía estándar porque en general supone implícitamente que todas las actividades económicas son equivalentes.

En tercer lugar, es muy posible ganar dinero de formas que contradicen el interés público. Se puede hacer dinero a expensas de destruir las economías, como muestran los ejemplos de Goerge Soros y el ofrecido por Erik Pontoppidan. El economista estadounidense William Baumol distingue entre empresariado productivo, improductivo y destructivo. A la economía estándar no le resulta fácil entender esto porque su “individualismo metodológico” ha descartado el interés público nacional como categoría; como dijo tan elocuentemente Margaret Thacher, “no existe la sociedad, sólo los individuos”. A diferencia de la economía inglesa, no obstante, la economía continental europea ha mantenido en general el interés nacional como una categoría propia.

Aunque las consecuencias no pretendidas se presentan a menudo como un argumento en favor del laissez-faire, en la tradición predominante en la economía continental europea la comprensión de tales consecuencias se convirtió en un instrumento de la política económica ilustrada. Se puede argumentar que la política de industrialización de Enrique VII en Inglaterra, a partir de 1485, fue en parte consecuencia del crecimiento de la industria lanera como efecto no pretendido de las tasas impuestas -por razones de recaudación- por su predecesor Eduardo III, sólo que lo que antes había sido una consecuencia no pretendida se convirtió ahora en el objetivo clave de la política de Enrique VII. De hecho, el doble efecto fortuito de las tasas -proporcionar ingresos al Tesoro al tiempo que consolidaban la industria- fue siempre extremadamente importante; también fue así en Estados Unidos, y todavía lo es particularmente en países pequeños.

A principios del siglo XX los economistas del continente seguían entendiendo el desarrollo económico como el resultado de efectos no pretendidos de medidas cuyas intenciones difícilmente se podían considerar nobles. Pero ya desde el siglo XVI las innovaciones y el cambio tecnológico aparecían relacionados en gran medida con la demanda del gobierno en dos áreas: la guerra (pólvora, metales para espada y cañones, buques de guerra y su equipo) y el lujo (seda, porcelana, objetos de vidrio, papel). En 1913 Werner Sombart pubicó dos libros en los que caracterizaba esos elementos como fuerzas impulsoras del capitalismo, Guerra y Capitalismo y Lujo y Capitalismo (que en su segunda edición de 1922 fue atrevidamente rebautizada como Amor, Lujo y Capitalismo, el título que deseaba originalmente su autor). El rey Christian V de Dinamarca y Noruega (1670-1699) describía sus “principales pasiones” de una forma muy acorde con el esquema de Sombart: “la caza, la vida amorosa, la guerra y los asuntos navales”. Una gestión financiera austera solía considerarse recomendable para poder atender a los intereses de la guerra y a las amantes reales.

En cuanto se entiende el capitalismo como sistema de competencia imperfecta y consecuencias no pretendidas, y no como un sistema de mercados perfectos, se puede aprovechar esa caraterización para modelar políticas económicas juiciosas.

Hacia finales del siglo XV -en la época en que Colón llegó a América- los venecianos crearon, a partir de la comprensión del progreso como un subproducto de la guerra y el gasto público, una nueva institución: las patentes. Al conceder a quien inventaba algo su monopolio durante siete años -el periodo normal para el aprendizaje de un artesano- los inventores podían gozar de los beneficios de los nuevos conocimientos obtenidos hasta entonces principalmente como subproducto de inversiones públicas muy meditadas. El progreso era la consecuencia de una competencia dinámica imperfecta. Una institución gemela de las patentes, conscientemente creada poco más o menos en aquella misma época, era la protección arancelaria, destinada a facilitar que las invenciones arraigaran en nuevas áreas geográficas.

El mecanismo vicios privados-beneficios públicos puede funcionar también a la inversa; vicios públicos-beneficios privados. Los vicios del gobierno -excesivo nacionalismo y belicosidad- inducían a menudo indirectamente beneficios privados a largo plazo. Muchos nuevos inventos importantes para la vida civil nacieron como subproducto de la guerra: los alimentos enlatados (guerra napoleónicas), la producción en masa con piezas estandarizadas (armas durante la guerra civil americana), el bolígrafo (fuerza aérea estadounidense durante la segunda guerra mundial), las alarmas antirrobo (guerra de Vietnam), los satélites de comunicación (el programa de “guerra de las galaxias”), etc. Si esto se entiende adecuadamente, se puede generar progreso económico evitando vías indirectas. Una vez que aceptemos que un factor importante del desarrollo económico es na gestión de recursos que exige rendimientos al borde de lo que es tecnológicamente posible, podremos invertir más dinero directamente en el sector sanitario, por ejemplo, y evitar totalmente la guerra.

También se puede observar la tercera alternativa: vicios privados-virtudes públicas: lo que en primera instancia aparecen como virtudes públicas pueden de hecho convertirse en vicios sistémicos. Como veremos la ayuda sistemática al desarrollo puede convertirse en “colonialismo del bienestar” y en un instrumento para “gobernar a distancia” mediante el ejercicio de una forma particularmente sutil de control social neocolonial, no ostentosa y generadora de dependencia. Los objetivos de Milenio constituyen un caso paradigmático a este respecto. Recordemos el caso de Etiopía: dejando a un lado la intención inicial de apoyar generosamente a un gobierno, cuando éste deja de gozar del favor de los países donantes éstos tienen en sus manos la posibilidad de dejar de suministrar alimentos al país pobre. Sea un efecto pretendido o no, la virtud de ayudar a los pobres -impidiéndoles a la vez incorporarse a un capitalismo productivo- ha generado un sistema que puede alimentar vicios privados de corrupción y beligerancia. El colonialismo del bienestar impide la autonomía local mediante políticas bien intencionadas y generosas, pero en último término moralmente equivocadas. Crea en los países periféricos dependencias paralizantes del centro, un centro que ejerce el control mediante incentivos que crean una dependencia económica total, obstaculizando así la autonomía y la movilización política.
~

El capitalismo y las economías de mercado que ha tenido éxito sólo se pueden entender adecuadamente junto con sus paradojas. Como explica Adam Smith, no conseguimos nuestro pan cotidiano por la amabilidad del panadero, sino más bien porque éste desea ganar dinero. Nuestra necesidad de alimentarnos se satisface mediante la codicia de otros, lo que constituye claramente una paradoja. La perspicaz respuesta de Adam Smith se insertaba en un importante debate durante el siglo XVIII, iniciado en 1705 por Bernard Mandeville cuando proclamó que los vicios privados podían dar lugar a beneficios públicos. En 1776, cuando Smith publicó La Riqueza de las Naciones, aquel debate había concluido prácticamente, pero la presentación que de él ofreció Adam Smith, así como nuestra interpretación actual, han ocultado matizaciones muy importantes del principio de Mandeville en su forma más cruda.

En mi propio país, el el editor de la Revista Económica de Dinamarca y Noruega, Erik Pontoppidan, reaccionó en 1757 de una forma muy habitual a la afirmación de Mandeville de que el bienestar público provenía de los vicios privados. Pontoppidan había sido anteriormente obispo de Bergen, lo que explica en parte su indignación moral: si el vicio era la fuerza propulsora del bienestar, quien prendiera fuego a Londres por los cuatro costados sería un héroce por todo el empleo y la riqueza que se crearía así, desde los leñadores y aserradores hasta los albañiles y carpinteros. La fórmula para resolver este problema y consolidar la teoría de la economía de mercado fue bien expresada por el economista milanés Pietro Veri en 1771: “El interés privado de cada individuo, cuando coincide con el interés público, es siempre el garante más seguro de la felicidad pública”. En aquella época era obvio que en una economía de mercado esos intereses no estaban siempre en perfecta armonía. Se suponía que el papel del legislador consistía en promover medidas que aseguraran que los intereses individuales coincidían con los públicos.

La teoría económica actual se basa en una interpretación de Mandeville y Smith que difiere de la habitual en la Europa continental durante el siglo XVIII en tres aspectos importantes.

Las hemos desplegado anteriormente.

No hay comentarios: