La sustitución del derecho natural por la idea de Estado de derecho.-
El derecho natural racional clásico no sólo se abandonó por razones filosóficas; la situación que ese derecho trataba de interpretar se hizo tan compleja que le resultó inabarcable. Muy pronto quedó claro que la dinámica de una sociedad integrada a través de mercados ya no podía quedar apresada en los conceptos normativos del derecho, ni mucho menos podía detenérsela en el marco de un sistema jurídico proyectado a priori. Toda tentativa de deducir de principios supremos, de una vez por todas, los fundamentos del derecho privado y del derecho público, tenía que fracasar ante la complejidad de la sociedad y de la historia. Las teorías del contrato social -y no solamente las idealistas entre ellas- estaban planteadas en términos demasiado abstractos. No habían reflexionado sobre los supuestos sociales de su “individualismo posesivo”. No se habían confesado a sí mismas que las instituciones básicas del derecho privado que son la propiedad y el contrato, así como los derechos subjetivo-públicos de protección frente al Estado burocrático, sólo podían prometer la realización de la justicia en el contexto de una economía de pequeños propietarios. Pero a la vez las teorías del contrato social -y no solamente las que procedían en términos apriorísticos- estaban planteadas en términos demasiado concretistas. No se habían dado cuenta de, ni sometido a examen, la alta movilidad de la vida social y habían subestimado la presión adaptativa que el crecimiento capitalista y, en general, la modernización social ejercen.
En Alemania el contenido moral del derecho natural racional kantiano quedó escindido y desdoblado en el contexto de la propia teoría del derecho, sometiéndoselo primero a desarrollo por las dos vías paralelas que representan la dogmática del derecho privado, por un lado, y la idea de Estado de derecho, por otro, para quedar después vaciado en términos positivistas en el curso del siglo XIX. Desde el punto de vista del pandectismo, el derecho se agotaba en lo esencial en el Código Civil administrado por juristas. Era aquí, en el sistema del derecho privado mismo, y no por parte de un legislador democrático, en donde habrían de quedar asegurados los contenidos morales del derecho. F. C. von Savigny, que construyó la totalidad del derecho privado como un edificio de derechos subjetivos opinaba, siguiendo a Kant, que la forma del derecho subjetivo es en sí misma moral. Derechos subjetivos universales delimitan ámbitos de autonomía privada y garantizan la libertad individual por vía de conferir facultades individuales de acción. La moralidad del derecho consiste en que “a la voluntad se le señala un ámbito en el que puede ejercitar su dominio con independencia de toda voluntad extraña”. Pero en el curso de la evolución fáctica del derecho quedó enseguida claro que los derechos subjetivos son algo secundario frente al derecho objetivo y que ni siquiera son capaces de ofrecer una base conceptual sobre la que reconstruir el sistema del derecho privado en conjunto. El concepto de derecho subjetivo fue objeto entonces de una reinterpretación positivista, quedando purificado de todas sus asociaciones normativas. Según la definición de B. Windscheid los derechos subjetivos no tienen ya otro papel que traducir los mandatos del orden jurídico obejtivo a potestades o facultades de los sujetos jurídicos individuales.
Una evolución paralela puede proyectarse para el caso de la idea de Estado de derecho, que Kant, notémoslo bien, sólo había introducido bajo reservas hipotéticas. Los teóricos alemanes del siglo XIX estaban interesados ante todo en domesticar en términos constitucionales el poder administrativo de los monarcas. Moh y Welcker todavía defienden en el Vormärz que las leyes abstractas y generales son el medio apropiado para fomentar por igual en todos los ciudadanos “el desarrollo más multilateral posible y racional de la totalidad de sus fuerzas y facltades espirituales y corporales”. Pero tras la fundación del Reichn, Gerber y Laband desarrollan ya la teoría de la ley como mandato de un legislador soberano, de una instancia legisladora no ligada en lo que a contenidos se refiere. Es a este concepto positivista de ley al que, finalmente, los constitucionalistas progresistas de la República de Weimar, tales como Hermann Heller, recurren al referirse al legislador parlamentario: “En el Estado de derecho se llaman leyes sólo las normas jurídicas dictadas por la asamblea legislativa y todas las normas jurídicas dictadas por la asamblea legislativa”.
Me he detenido a recordar este desarrollo, que no es un desarrollo del que pueda decirse que sea típicamente alemán, porque en él la erosión que experimenta ese concepto de ley moralizado en términos de derecho natural racional, puede explicarse desde la doble perspectiva del especialista en dogmática jurídica y del juez, por un lado, y del legislador, gradualmente parlamentarizado, por otro. En los países anglosajones, en los que la idea de Estado de derecho, en su forma de rule of law, fue objeto de un desarrollo que desde el principio estuvo en consonancia con los desarrollos democráticos, el proceso judicial equitativo (fair and due process) fue el modelo de interpretación unitaria que se aplicó, así a la producción legislativa, como a la administración de justicia. En Alemania, la destrucción positivista del derecho natural racional se efectuó por dos vías separadas. Ciertamente tanto en la dogmática del derecho privado como en la teoría del derecho constitucional queda desmentida la construcción de Kant, conforme a la cual política y derecho quedaban sometidos a los imperativos morales del derecho natural racional; pero ello ocurre por una doble vía, a saber: desde el punto de vista de la administración de justicia, por un lado, y desde el punto de vista del legislador político, por otro. De ahí que aquellos tras el hundimiento de la construcción que representó el derecho natural racional kantiano, les resultaba menos convincente aún ese positivismo jurídico puro y duro, el mismo problema se les presentará de forma distinta por cada uno de esos dos lados. Al problema se le puede dar en términos generales la siguiente versión. Por un lado, los fundamentos morales del derecho positivo no pueden explicarse en forma de un derecho natural racional superior. Por otro, tampoco se los puede liquidar sin sustituirlos, so pena de privar al derecho de ese momento de incondicionalidad del que esencialmente necesita. Pero entonces hay que mostrar cómo en el interior del derecho positivo mismo puede estabilizarse el punto de vista moral de una formación imparcial del juicio y de la voluntad. Para satisfacer a esta exigencia no basta con que determinados principios morales del derecho natural racional queden positivados como contenidos del derecho constitucional. Pues de lo que se trata es precisamente de la contingencia de los contenidos de un derecho que puede cambiarse a voluntad. Por eso retornaré a la tesis desarrollada en la primera lección de que la moralidad inserta en el derecho positiva ha de tener más bien la fuerza transcendendora de un procedimiento que se regula a sí mismo, que controla su propia racionalidad.
Bajo la presión de este problema aquellos sucesores de Savigny que no querían darse por contentos con la interpretación positivista de los derechos subjetivos trataron de convertir en fuente de legitimación el derecho científico de los juristas. Savigny, en su teoría de las fuentes del derecho, había asignado aún a la Jusiticia y a la dogmática jurídica la tarea todavía derivada y modesta de “elaborar de forma consciente y científica y de exponer de forma científica” el derecho positivo procedente de la costumbre y de la legislación. En cambio, G. F. Puchta sostiene a fines del siglo XIX la idea de que la producción del derecho no ha de ser sólo asunto del legislador político, pues de otro modo el Estado no se fundaría en derecho legítimo, es decir, no podría ser Estado de derecho. Antes bien, la Justicia yendo más allá del derecho vigente, habría de asumir la tarea productiva de una prosecución y complementación constructivas del derecho vigente, dirigidas por principios. Este derecho de jueces obtendría de su método científico de fundamentación, es decir, de los argumentos de una jurisprudencia que procede científicamente, esa autoridad independiente que Puchta busca. Ya Puchta ofrece, pues un punto de arranque para una teoría que desde la perspectiva de la administración de justicia, hace derivar de una racionalidad procedimental inserta en el propio discurso jurídico los fundamentos legitimadores de la legalidad.
Desde la perspectiva de legislador cabría hacer una interpretación enteramente análoga, aun cuando la discusión parlamentaria se endereza en buena medida a la formación de compromisos y no, como el discurso jurídico, a una fundamentación científicamente disciplinada en sentencias. También por este lado, para aquellos que no podían conformarse con el positivismo democrático de la ey, planteóse la cuestión de con base en qué razones pueden pretender legitimidad las leyes producidas por mayorías parlamentarias. Ya Kant, partiendo del concepto de autonomía de Rousseau, había dado un paso decisivo al situar en el procedimiento mismo de producción democrática de normas el punto de vista moral de la imparcialidad. Como es sabido, Kant convierte en piedra de toque de la juridicidad de cada ley pública el criterio de si podría haber surgido de la “voluntad unida de todo el pueblo”. Ciertamente e propio Kant contribuyó a que enseguida se confundieran dos signficados distintos de “universalidad” o “generalidad” de la ley: la generalidad como universalidad semántica de la ley abstractamente general viene a sustituir a esa otra generalidad o universalidad procedimental que caracteriza a la ley producida democráticamente, en tanto que expresión de la “voluntad unida de pueblo”.
En Alemania, en donde, por lo demás, la discusión sobre teoría de la democracia sólo revivió en los años 20 de este siglo, esta confusión tuvo dos desafortunadas consecuencias. Por un lado, se pasó por alto (por considerado quizá cosa simple) el considerable onus probandi que asume una teoría de la democracia planteada en términos procedimentales, onus probandi que aún hoy está por desempeñar. Pues en primer lugar, habría que mostrar en términos de una teoría de la argumentación cómo en la formación de la voluntad parlamentaria del legislador se compenetran entre sí discursos relativos a objetivos políticos y discursos relativos a fundamentaciones morales con el control jurídico de las normas. En segundo lugar, habría que aclarar en qué se distingue un acuerdo alcanzado argumentativamente de un compromiso negociado y cómo el punto de vista moral se hace valer a su vez en las condiciones que han de cumplir los compromisos para poder se considerados fair. Y en tercer lugar, y sobre todo habría que reconstruir cómo habría de institucionalizarse por vía de procedimientos jurídicos la imparcialidad de las decisiones del poder legislativo, empezando por la regla de la mayoría, pasando por las reglas que rigen las discusiones parlamentarias, hasta el derecho electoral y la formación de la opinió pública en el espacio público-político. Este análisis habría de dejarse guiar por un modelo que expusiese la conexión que se da entre los presupuestos necesarios de la comunicación, relativos a la formación discursiva de la opinión y la voluntad y una negociación de intereses que quepa considerar fair. Sólo sobre este reverso podrían analizarse críticamente el sentido normativo y la práctica efectiva de tales procedimientos.
Pero además esa confusión de generalidad procedimental y generalidad semántica de las leyes dictada por el Parlamento tuvo por consecuencia el que se pasara por alto la problemática autónoma que la aplicación del derecho comporta. Aun cuando la racionalidad procedimental (una racionalidad llena de contenidos morales) del Legislativo quedara suficientemente asegurada institucionalmente, las leyes (se trate o no del derecho regulador que caracteriza al Estado social) no tienen nunca una forma semántica tal ni tampoco una determinidad tal, que al juez no le quede otra tarea que la de aplicar esas leyes de forma algorítmica. Como demuestra la hermenéutica filosófica, las operaciones interpretativas en la aplicación de las reglas comportan siempre operaciones constructivas que desarrollan el derecho. De ahí que el problema de la racionalidad procedimental se plantee de nuevo en relación con la práctica de las decisiones judiciales y con la dogmática jurídica.
En los procedimientos legislativos, esta moralidad emigrada al derecho positivo puede hacerse efectiva mediante el siguiente mecanismo, a saber, el de hacer que los discursos sobre objetivos políticos queden sometidos a las restricciones impuestas por el principio de que los resultados de esos discursos puedan ser susceptibles de asentimiento general, es decir, a las restricciones impuestas por el punto de vista moral, que hemos de respetar cuando se trata de fundamentar normas. Pero en una aplicación de normas que resulte sensible al contexto, la imparcialidad del juicio no queda asegurada sólo porque nos preguntemos qué es lo que todos podrían querer, sino preguntándonos si se han tenido adecuadamente en cuenta todos los aspectos relevantes de una situación dada. Antes de poder decidir qué normas que a veces pueden colisionar entre sí y por tanto han de jerarquizarse a la luz de principios, han de aplicarse a un caso, hay que aclarar si la descripción de la situación es adecuada y completa en lo que respecta a todos los interesados afectados. Como ha demostrado Klaus Günther en los contextos de fundamentación de normas la razón práctica se hace valer examinando si los intereses son susceptibles de universalización, y en los contextos de aplicación de normas examinando si se han tenido en cuenta de forma adecuada y completa todos los aspectos relevantes a la luz de normas que pueden colisionar entre sí. Y esto es lo que han de materializar los procedimientos jurídicos que hayan de institucionalizar la imparcialidad de la administración de justicia.
A lo que apunto con estas consideraciones es a la idea de un Estado de derecho con división de poderes, que extrae su legitimidad de una racionalidad que garantiza la imparcialidad de los procedimientos legislativos y judiciales. Esa idea no representaría otra cosa que un estándar crítico para el análisis de la realidad constitucional. Y sin embargo esa idea no se limita a oponerse abstractamente (como un impotente deber-ser) a una realidad que tan poco se corresponde con ella. Antes bien, la racionalidad procedimental, emigrada ya parcialmente al derecho positivo, constituye (tras el hundimiento del derecho natural racional) la única dimensión que queda en que puede asegurarse al derecho positivo un momento de incondicionalidad y una estructura sustraída a ataques y manipulaciones contingentes.
Sólo teniendo presente este entrelazamiento de procedimientos jurídicos y de argumentaciones que se autorregulan a sí mismas a tenir de los principios de universalización (para el caso de la fundamentación de normas) y de adecuación (para el caso de aplicación de normas), se explica esa excitante ambivalencia de la pretensión de validez con que el derecho positivo se presenta. La validez jurídica garantizada por ser las instancias competentes quienes toman las decisiones ha de distinguirse de la validez social del derecho efectivamente aceptado o impuesto. Pero en el complejo sentido que tiene la validez jurídica misma exprésase otra ambivalencia que el derecho moderno debe a su doble base de validez, a una validez que descansa en el principio de positivación, por un lado, y en el principio de fundamentación, por otro. En la pretensión de validez de las normas morales cuando se consideran éstas en la perspectiva de un constructivismo como el de Rawls, conforme al cual las normas morales, a la vez que se las construye, se las descubre, predomina el lado cognitivo, es decir, las normas morales se presentan con una pretensión de validez análoga a la pretensión de validez “verdad”. En la pretensión de validez del derecho positivo se añade la contingencia que el establecerlas positivamente implica, y la facticidad que la amenaza de sanción representa. Pese a ello, la positividad de las normas jurídicas generadas conforme a los correspondientes procedimientos y susceptibles de imponerse coercitivamente, se halla acompañada y recubierta de una pretensión e legitimidad. El modo de validez del derecho remite a la sumisión (que políticamante se espera) frente a la decisión y la coerción, a la vez que a la expectativa moral de reconocimiento racionalmente motivado de una pretensión de validez normativa, que llegado el caso puede ser desempeñada puede ser resuelta mediante argumentación. En los casos límites que representan la resistencia legítima y la desobediencia civil muéstrase que tales argumentaciones son capaces de hacer añicos incluso la propia forma jurídica en la que están institucionalizadas.
La idea de Estado de derecho a la que he tratado de dar una lectura articulada en términos de teoría del discurso, aunque apunte un poco alto, no por ello resulta delirante, sino que brota del suelo mismo de la realidad jurídica. Para convencerse de ello basta tener presente que esa idea es el único criterio de que disponemos para medir la autonomía del sistema jurídico. Si se cerrara esa dimensión en la que las vías de fundamentación jurídica se abren a la argumentación moral, ni siquiera podríamos saber ya qué otra cosa podría significar eso de autonomía del derecho si no es autonomía sistémica. La autonomía no es algo que un sisema jurídico cobre por sí sólo para sí solo. Autónomo es un sistema jurídico sólo en la medida en que los procedimientos institucionalizados para la producción legislativa y la administración de justicia garantizan una formación imparcial de la voluntad y el juicio y por esta vía permiten que penetre, tanto en el derecho como en la política, una racionalidad procedimental de tipo moral. No puede haber autonomía del derecho sin democracia realizada.
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