miércoles, 19 de agosto de 2009

maría zambrano, el amor nacido de la dispersión de la carne

En el amor está la cuestión verdadera. El amor es cosa de la carne; es ella la que desea y agoniza en el amor, la que por él quiere afirmarse ante la muerte. La carne por sí misma, vive en la dispersión; mas por el amor se redime, pues busca la unidad. El amor es la unidad de la dispersión carnal, y la razón de la “locura del cuerpo”.
Así lo da a entender Platón, por dos caminos: el de la belleza y el de la creación. El primero en el Fedro, el segundo en El Banquete. Belleza y creación son la redención de la carne mediante el amor.

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Nuevamente la filosofía es la voz del optimismo, la salida de la fatalidad. A la carne va a salvarla también el filósofo, encontrando lo que parecía imposible: su unidad, en el amor. La poesía apegada a ella, viviendo dispersamente, trágicamente según ella, no podía encontrarla. Porque la poesía es pura contradicción; el amor en la poesía anhela la unidad y se revuelve contra ella, vive en la dispersión y se aflige. Llora por lo que no quiere dejar y se rebela contra lo que le salvaría. La poesía es la conciencia más fiel de las contradicciones humanas, porque es el martirio de la lucidez, del que acepta la realidad tal y como se da en el primer encuentro. Y la acepta sin ignorancia, con el conocimiento de su trágica dualidad y de su aniquilamiento final.

El poeta siente la angustia de la carne, su ceniza, antes y más que los que quieren aniquilarla. El poeta no quiere aniquilar nada, nada sobre todo, de las cosas que el hombre no ha hecho. Rebelde ante las cosas que son hechura humana; es humilde, reverente, con lo que encuentra ante sí y que él no puede desmontar: con la vida y sus misterios. Vive, habitada en el interior de ese misterio como dentro de una cárcel y no pretender saltarse los muros con preguntas irrespetuosas. Eterno enamorado, nada exige. Pero su amor lo penetra todo lentamente.
El poeta vive según la carne y más aún, dentro de ella. Pero, la penetra poco a poco; va entrando en su interior, va haciéndose dueño de sus secretos y al hacerla transparente, la espiritualiza. La conquista para el hombre, porque la ensimisma, la hace dejar de ser extraña.

Poesía es, sí, lucha con la carne, trato y comercio con ella, que desde el pecado -”la locura del cuerpo”- lleva a la caridad. Caridad, amor a la carne propia y a la ajena. Caridad que no puede resolverse a romper los lazos que unen al hombre con todo lo vivo, compañero de origen y creación.

Porque al pecado de la carne sigue la gracia de la carne: la caridad. Pecado carnal y caridad son frutos cristianos, pero los dos están al borde de salir de su sueño en las páginas del Fedro, del Fedón o del Banquete. De un momento a otro parece que van a surgir las dos palabras que sólo el cristianismo trajo.

Se acerca a ellas -pecado, caridad- tanto como se acerca a la poesía. La poesía sí las llevaba consigo; son sus mismas entrañas, la constituyen. Mas la poesía ha tardado mucho en saberlo; agobiada con su tesoro, nunca se puso a contarlo. Nunca volvió los ojos, los ojos tristes, hacia sí. Nunca -generosa y deseperada- se ocupó de sí como la filosofía desde el primer instante hiciera.

El poeta no se cuida de hacer el recuento de sus bienes y de sus males; el inventario de su fortuna. Porque el poeta no puede saber quién es; ni sabe siquiera lo que busca. El filósofo, al menos, sabe lo que busca y por ello se define -filo-sofo-. El poeta como no busca, sino que encuentra, no sabe cómo llamarse. Tendría que adoptar el nombre de lo que le posee, de lo que le arrebata. Pero no sería fácil, pues unas veces se siente arrebatado, endiosado; otras se siente en cambio apegado, enredado en sueños sin forma ni siquiera ímpetu, se siente vivir en la carne cuando la carne todavía es opaca y no se ha hecho transparente por la luz de la belleza. ¿Cómo llamarse el poeta? Perdido en la luz, errante en la belleza, pobre por exceso, loco por demasiada razón, pecador bajo la gracia.


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El filósofo busca porque se siente incompleto y necesitado de encontrarse, porque siente su naturaleza alterada y quiere conquistarla. Pero el poeta nada en la abundancia, en el exceso. Y tal vez por esta sobreabundancia el poeta no pueda elegir. Por vivir inundado por la gracia no puede recogerse sobre sí, intentar ser sí mismo, ni sabe qué sea esto de “sí mismo” que es la obsesión del filósofo. Perdido en la riqueza, ciego en la luz. Pecador en la gracia, viviendo según la carne y según la caridad.

El camino platónico es bien diferente. Si parece que pasa al borde mismo de la palabra “pecado” y de la palabra “caridad” y no cae en ellas, era que no podía. Esa leve distancia que le separa es esencial a toda su filosofía. De haberla atravesado todo hubiera tenido que empezar planteándose desde la raíz.

Si Platón quiere salvar las apariencias, no puede renunciar a salvar el amor que nace de la carne, pero tiene que separarlo de ella. Toda la teoría platónica del amor es su desasimiento del cuerpo, su incorporación al proceso de la dialéctica, del conocimiento que conduce al ser -al ser que es y a ser yo con lo que es-. Parejamente a la dialéctica corre la escala de la belleza. La belleza tiene el privilegio de ser visible enteramente. El ser verdadero está oculto, la unidad y el bien, lo divino, no son visibles. Más, la belleza es lo único que tiene el privilegio de manifestarse sensiblemente inclusive sin caer en el no ser; diríamos que es la única apariencia verdadera. “En cuanto a la belleza, brilla, como ya he dicho entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre donde lo eclipsa todo su brillantez, la reconoceremos por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del cuerpo. No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor se ofreciesen a nuestra vista, ¡tan distintas y tan vivas como son! Mas no, únicamente la belleza ha obetnido este privilegio de poder ser lo que está más en evidencia y aquello cuyo encanto es más amable”.

Es, en verdad, como si el ser verdadero y oculto dejara verse por un desgarrón del velo que lo cubre. Por eso es posible partir, para esta nueva ascensión, desde la belleza visible. Es lo único visible en que podemos apoyarnos. Mas para dejarlo en seguida por la belleza una: “El que quiera además aspirar a este objeto... debe, desde su juventud, comenzar a buscar cuerpos bellos. Debe, además, si está bien dirigido amar uno solo... En seguida debe llegar a comprender que la belleza que se encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demás. En efecto, si es preciso buscar la belleza en general sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos es una e idéntica”.

Comienza de esta manera la escala del amor a través de la belleza, más desprendida de la particularidad de un cuerpo, para concluir: “El que en los misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que estamos, después de haber recorrido en orden conveniente todos los grados de lo bello, y llevado por último, al término de la iniciación, percibirá como un relámpago una belleza maravillosa, aquella, ¡oh Sócrates!, que era objeto de todos sus trabajos anteriores; belleza eterna increada e imperecible, exenta de aumento y disminución; belleza que no es bella en tal parte y fea en cual otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para éstos y fea para aquéllos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, y nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta ciencia; que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal por ejemplo o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma”.

Con esto ya está logrado lo que parecía más imposible, la generalización de lo sensible. Lo sensible era contrario y rebelde a la unidad, unidad en que, una vez hallada, participan todas las cosas que antes veíamos dispersas, cada una viviendo por sí. Por la belleza se ha logrado esta unidad. El mundo sensible ha encontrado su salvación, pero más todavía, el amor a la belleza sensible, el amor nacido en la dispersión de la carne.

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