domingo, 16 de agosto de 2009

henry bergson, la relación del cerebro con la mente y el cuerpo

Henry Bergson.-

La única hipótesis precisa que la metafísica de los tres últimos siglos nos ha legado sobre este punto es justamente la de un paralelismo riguroso entre el alma y el cuerpo, expresando el alma ciertos estados del cuerpo, expresando el cuerpo al alma, o siendo el alma y el cuerpo dos traducciones, en lenguas diferentes, de un original que no sería ni uno ni otra: en los tres casos de lo cerebral equivaldría exactamente a lo mental. ¿Cómo había llegado a tal hipótesis la filosofía del siglo XVIII? No ciertamente por la anatomía y la fisiología del cerebro, ciencias que apenas existían; tampoco por el estudio de la estructura, las funciones y las lesiones del espíritu. No, tal hipótesis se había deducido con toda naturalidad de los principios generales de una metafísica que se había concebido, en gran parte al menos, para dar cuerpo a las esperanzas de la física moderna. Los descubrimientos que siguieron al Renacimiento -principalmente los de Kepler y Galileo- habían revelado la posibiidad de reducir los problemas astronómicos y físicos a problemas de mecánica. De ahí la idea de representarse la totalidad del universo material, inorgánico y orgánico, como una inmensa máquina, sometida a leyes matemáticas.

En consecuencia, los cuerpos vivos en general, y el cuerpo del hombre en particular, debían insertarse en el engranaje de la máquina como ruedas en un mecanismo de relojería; ninguno de nosotros podía hacer nada que no estuviera determinado de antemano, que no fuera calculable matemáticamente. El alma humana se hacía así incapaz de crear; si existía, era necesario que sus sucesivos estados se limitaran a traducir en lenguaje de pensamiento y sentimiento lo mismo que su cuerpo expresaba en extensión y movimiento. Descartes, es cierto, no iba todavía tan lejos: con el sentido que tenía de las realidades, prefirió, aunque se resintiera el rigor de la doctrina, dejar un poco de espacio a la voluntad libre. Y si con Spinoza y Leibniz esta restricción desapareció, arrollada por la lógica del sistema, si ambos filósofos formularon en todo su rigor la hipótesis del paralelismo constante entre los estados del cuerpo y del alma, se abstuvieron por lo menos de hacer del alma un simple reflejo del cuerpo; igualmente hubieran dicho que el cuerpo era un reflejo del alma, Pero había preparado el camino a un cartesianismo disminuido, estrecho, según el cual la vida mental no sería sino un aspecto de la vida cerebral, reduciéndose la supuesta “alma” al conjunto de ciertos fenómenos cerebrales a los que se sobreañadiría como un resplandor fosforescente. De hecho, a lo largo de todo el siglo XVIII podemos seguir las huellas de esta simplificación progresiva de la metafísica cartesiana. A medida que se va encogiendo se va inflitrando cada vez más en una fisiología que, naturalmente, encuentra en ella una filosofía muy adecuada para darle la confianza en sí misma que necesita.

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Les diré pues que un examen atento de la vida del espíritu y de su acompañamiento fisiológico me lleva a creer que el sentido común tiene razón, y que hay infinitamente más en una conciencia humana que en el cerebro correspondiente. Esta es, grosso modo, la conclusión a la que llego. El que pudiera mirar el interior de un cerebro en plena actividad, seguir el ir y venir de los átomos e interpretar todo lo que hacen, sabría sin duda algo de lo que ocurre en el espíritu, pero lo sabría sería poca cosa. Conocería estrictamente lo que es expresable en gestos, actitudes y movimientos del cuerpo, lo que el estado del alma contiene de acción naciente: el resto se le escaparía. Estaría ante los pensamientos y sentimientos que se desarrollan en el interior de la conciencia en la situación del espectador que ve con nitidez todo lo que los actores hacen sobre el escenario pero no oye una palabra de lo que dicen.

El estudio de los hechos permitirá describir con creciente precisión este aspecto particular de la vida mental, el único, en nuestra opinión, que se dibuja en la actividad cerebral. ¿Se trata de la facultad de percibir y sentir? Nuestro cuerpo, inserto en el mundo material, recibe estímulos a los que debe responder con movimientos apropiados; el cerebro, y en general el sistema cerebro-espinal, preparan estos movimientos; el cerebro es el punto de donde parte la señal para arrancar; el cerebro es el punto de donde parte la señal e incluso el arranque.

Pero no se limita a eso, creemos, el mecanismo cerebral del pensamiento: detrás de los movimientos interiores de articulación, que por lo demás no son indispensables, hay algo más sutil, que es esencial. Me refiero a esos movimientos nacientes que indican simbólicamente todas las direcciones sucesivas del espíritu. Noten que el pensamiento real, concreto, vivo, es algo de lo que los psicólogos nos han hablado muy poco hasta ahora, porque se deja captar difícilmente por la observación interior. Lo que se estudia de ordinario bajo este nombre no es tanto el pensamiento mismo cuanto una imitación artificial obtenida combinando imágenes e idea. Pero con imágenes, incluso con ideas, no reconstituirán ustedes el pensamiento, como tampoco harán ustedes movimiento con posiciones.

... El ritmo de la palabra no tiene, pues, otro objeto que reproducir el ritmo del pensamiento; y ¿qué puede ser el ritmo del pensamiento sino el de los movimientos nacientes, apenas conscientes, que lo acompañan? Estos movimientos, por lo que el pensamiento se exterioriza en acciones, deben ser preparados y como preformados en el cerebro. Es este acompañamiento motor del pensamiento lo que percibiríamos sin duda si pudiéramos penetrar e un cerebro que trabaja, y no el pensamiento mismo.
... Su papel es remedar la vida del espíritu, y remedar también las situaciones exteriores a las que el espíritu debe adaptarse. La actividad cerebral es a la actividad mental lo que los movimientos de la batuta del director de orquesta son a la sinfonía. La sinfonía rebasa por todas partes partes los movimientos que marcan su ritmo; del mismo modo la vida del espíritu desborda la vida cerebral. Pero el cerebro, justamente porque extrae de la vida del espíritu todo lo que esta tiene de representable en movimiento y de materializable, justamente porque extrae de la vida del espíritu todo lo que esta tiene de representable en movimiento y de materializable, justamente porque constituye así el punto de inserción del espíritu en la materia, asegura en todo momento la adaptación del espíritu a las circunstancias, mantiene sin cesar al espíritu en contacto con realidades. No es, pues, propiamente hablando, órgano de pensamiento, ni de sentimiento, ni de conciencia, sino que hace que conciencia, sentimiento y pensamiento se mantengan atentos a la vida real y sean por consiguiente capaces de acción eficaz. Digamos, si quieren ustedes, que el cerebro es el órgano de la atención a la vida.


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Pero esto significa también que la vida del espíritu no puede ser un efecto de la vida del cuerpo, que todo ocurre por el contrario como si el cuerpo fuera simplemente utilizado por el espíritu y que, por consiguiente, no tenemos ninguna razón para suponer que el cuerpo y el espíritu estén inseparablemente ligados el uno al otro. Pueden ustedes imaginar que, en el medio minuto que me queda, no voy a despachar sobre la marcha el más grave de los problemas que puede plantearse la humanidad. Pero me reprocharía a mí mismo el eludirlo. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí abajo? ¿Adónde vamos? Si verdaderamente la filosofía no tuviera nada que responder a estas preguntas de vital interés, o fuera incapaz de ir dilucidándolas progresivamente como se va dilucidando un problema de biología o historia, si no pudiera aportar a ellas una experiencia cada vez más profunda, una visión cada vez más aguda de la realidad, si tuviera que limitarse a enfrentar indefinidamente a los que afirman y a los que niegan la inmortalidad por razones sacadas de la esencia hipótetica del alma o del cuerpo, casi habría que decir, modificando el sentido de las palabras de Pascal, que toda la filosofía no vale un hora de esfuerzo. Ciertamente, la inmortalidad misma no puede probarse experimentalmente: toda experiencia remite a una duración limitada, y cuando la religión habla de inmortalidad apela a la revelación. Pero sería ya algo, sería mucho, poder establecer en el terreno de la experiencia la posibilidad, incluso la probabiidad, de la pervivencia por un tiempo x; se dejaría así fuera del ámbito de la filosofía la cuestión de saber si ese tiempo es o no ilimitato. Ahora bien, reducido a estas proprciones más modestas, el problema filosófico del destino del alma no me parece en absoluto insoluble.

Tenemos por un lado un cerebro que trabaja,. Por otro, una conciencia que siente, que piensa y que quiere. Si la labor del cerebro correspondiera a la totalidad de la conciencia, si hubiera equivalencia entre lo cerebral y lo mental, la conciencia podría seguir los destinos del cerebro y la muerte ser el final de todo: por lo menos la experiencia no diría lo contrario, y el filósofo que afirma la pervivencia se vería reducido a apoyar su tesis en alguna construcción metafísica -cosa generalmente frágil.

Pero si, como nosotros hemos tratado de mostrar, la vida mental desborda la vida cerebral, si el cerebro se limita a traducir en movimientos una pequeña parte de lo que ocurre en la conciencia, entonces la pervivencia se hace tan verosímil que la obligación de la prueba recae bastante más en quien niega que en quien afirma; pues la única razón para creer en la extinción de la conciencia después de la muerte es que se ve el cuerpo descomponerse, y esta razón carece ya de valor si es también un hecho que se constata la independencia de la casi totalidad de la conciencia respecto del cuerpo. Tratando así el problema de la pervivencia, haciéndolo descender de las alturas en las que la metafísica tradicional lo ha colocado, trasladándolo al campo de la experiencia, renunciamos sin duda a alcanzar de entrada, de un golpe, la solución radical; pero, ¿qué quieren ustedes?, hay que optar en filosofía entre el puro razonamiento que apunta a un resultado definitivo, imperfectible, dado que se lo supone perfecto, y una observación paciente que solo da resultados aproximados, susceptibles de ser corregidos y completados indefinidamente. El primer método, por haber querido aportarnos inmediatamente la certeza, nos condena a permanecer siempre en lo simplemente probable, o más bien en lo puramente posible, porque es raro que no pueda servir para demostrar indistintamente dos tesis opuestas, igualmente coherentes, igualmente plausibles. El segundo no apunta de entrada más que a la probabilidad; pero como opera en un terreno en el que la probabilidad puede aumentar indefinidamente, nos va conduciendo poco a poco a un estado que equivale prácticamente a la certeza. Entre estas dos maneras de filosofar mi elección está hecha. Sería feliz si hubiera podido contribuir, por poco que fuera, a orientar la suya.

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Tratemos en primer lugar de distinguirlos con precisión. Cuando el realista habla de cosas y el diealista de representaciones, no discuten simplemente sobre palabras: se trata en verdad de dos sistemas de notación diferentes, es decir, de dos maneras diferentes de entender el análisis de lo real. Para el idealista no hay en la realidad nada más que lo que aparece a mi conciencia o a la conciencia en general. Sería absurdo hablar de una propiedad de la materia que no pudiera llegar a ser objeto de representación. No hay en las cosas virtualidad, o al menos nada definitivamente virtual. Todo lo que existe es actual o puede llegar a serlo. En resumen, el idealismo es un sistema de notación que implica que todo lo esencial de la materia es manifiesto o manifestable en la representación que tenemos de ella, y que las articulaciones de lo real son las mismas de nuestra representación. El realismo se basa en la hipótesis contraria. Decir que la materia existe independientemente de la representación es sostener que por debajo de nuestra representación de la materia hay una causa inaccesible de dicha representación, que por detrás de la percepción, que es actual, hay potencialidades y virtualidades ocultas; es afirmar, en definitiva, que las divisiones y articulaciones visibles en nuestra representación son puramente relativas a nuestra manera de percibir.

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La relación del cerebro con el resto de la representación es la de una parte con el todo. De ahí han pasado ustedes bruscamente a una realidad que subtiende a la representación; de acuerdo, pero entonces es subespacial, lo que equivale a decir que el cerebro no es una entidad independiente. No hay ya entonces sino el todo de la realidad incognoscible en sí, sobre el cual se extiende el todo de nuestra representación. Estamos así en el realismo. Y tanto en el realismo como en el idealismo de antes, los estados cerebrales no son el equivalente de la representación: es el todo de los objetos percibidos lo que entra de nuevo (una vez estimulado) en el todo de nuestra percepción. Pero he aquí que, al descender al detalle de lo real, se continúa componiéndolo de la misma manera y de acuerdo con las mismas leyes que la representación, lo que equivale a no distinguirlos el uno del otro. Se vuelve, pues, al idealismo, y en él se debería permanecer. Pero no es así. Se mantiene el cerebro tal como es representado, pero se olvida que, si lo real se despliega en la representación, extendido (extenso) en esta en lugar de tenso en aquel, no puede contener ya las potencialidades y virtualidades de que hablaba el realismo; se convierten entonces los movimientos cerebrales en equivalentes de la representación entera. Se ha oscilado, pues, del idealismo al realismo y del realismo al idealismo, pero con tanta rapidez que se ha creído uno inmóvil y, en cierto modo, a horcajadas sobre ambos sistemas reunidos en uno solo. Esta conciliación aparente de dos afirmaciones inconciliables es la esencia misma de la tesis del paralelismo.

1º La idea implícita (se podría decir incluso inconsciente) de un alma cerebral, es decir, de una concentración de la representación en la sustancia cortical. Dado que parece que la representación se desplaza con el cuerpo, se razona como si en el cuerpo mismo hubiera un equivalente de la representación. Los movimientos cerebrales serían estos equivalentes. Para percibir el universo sin desplazarse, la conciencia no tiene entonces sino que dilatarse en el espacio restringido de la corteza cerebral, verdadera “cámara oscura” e la que se reproduce en pequeño el mundo en torno.

2º La idea de que toda causalidad es mecánica, y de que no hay nada en el universo que no sea calculable matemáticamente. En consecuencia, como nuestras acciones derivan de nuestras representaciones (tanto pasadas como presentes), es necesario admitir, so pena de admitir una derogación de la causalidad mecánica, que el cerebro del que parte la acción contenía un equivalente de la percepción, el recuerdo y el pensamiento mismo. Pero la idea de que el mundo entero, incluidos los seres vivos, depende de la matemática pura no es sino una visión a priori del espíritu, que se remonta a los cartesianos. Puede expresarse de manera moderna y traducirse al lenguaje de la ciencia actual, se puede vincular a ella un número cada vez mayor de hechos de observación (a los que se ha llegado conducido por ella) y atribuirle así orígenes experimentales: la parte efectivamente mesurable de lo real no deja por ello de ser limitada, y la ley, considerada como absoluta, sigue teniendo el carácter de hipótesis metafísica que tenía ya en tiempos de Descartes.

3º La idea de que, para pasar del punto de vista (idealista) de la representación al punto de vista (realista) de la cosa en sí basta sustituir nuestra representación viva y pintoresca por la misma representación reducida a un dibujo sin color y a las relaciones matemáticas de sus partes entre sí. Hipnotizados, por así decir, por el vacío que nuestra abstracción acaba de hacer, aceptamos la sugestión de no sé qué maravillosa significación inherente a un simple desplazamiento de puntos materiales en el espacio, es decir, a una percepción disminuida, cuando jamás habríamos pensado dotar de tal virtud a la imagen concreta, más rica sin embargo, que encontrábamos en nuestra percepción inmediata. La verdad es que hay que optar entre una concepción de la realidad que la dispersa en el espacio y, por consiguiente, en la representación, considerándola toda entera como actual o actualizable, y un sistema en el que la realidad se convierte en una reserva de potencialidades, estando entonces acurrucada y siendo, por consiguiente, extraespacial. Ninguna labor de abstracción, de eliminación, de disminución en fin, efectuada sobre la primera concepción podrá aproximarnos a la segunda.

Todo lo que se ha dicho de la relación del cerebro con la representación en un idealismo pintoresco que se queda en las representaciones inmediatas, teñidas aún de vivos colores, se aplica a fortiori a un idealismo científico en el que las representaciones quedan reducidas a su esqueleto matemático, pero en el que aparece aún más claramente, por su carácter espacial y su mutua exterioridad, la imposibilidad de que una de ellas encierre a todas las demás. Por el hecho de haber borrado de las representaciones extensas, a fuerza de frotarlas unas con otras, las cualidades que las diferencian en la percepción, no se ha avanzado un paso hacia una realidad que se ha supuesto en tensión, y tanto más real, por consiguiente, cuanto más inextensa. Sería como imaginar que una moneda usada adquiere un poder de compra indefinido al perder la marca precisa de su valor.

4º La idea de que, si dos todos son solidarios, cada una de las partes de uno es solidaria de una parte determinada del otro. En consecuencia, como no hay estado de conciencia que no tenga su concomitante cerebral, como una variación del estado cerebral va siempre acompañada de una variación del estado de conciencia (aunque lo inverso no sea necesariamente verdad en todos los casos), como una lesión de la actividad cerebral conlleva, en fin, una lesión de la actividad consciente, se llega a la conclusión de que a una fracción cualquiera del estado cerebral, y de que cualquiera de los dos términos puede sustituirse por el otro.

¡Como si se tuviera derecho a extender al detalle de las partes, relacionadas cada una con una, lo que se ha observado o inferido solo de ambos todos, y a convertir así una relación de solidaridad en una relación de equivalencia! La presencia o ausencia de una tuerca puede hacer que una máquina funcione o no. ¿Se sigue de ello que cada una de las partes de la tuerca corresponda a una parte de la máquina, y que la máquina sea el equivalente de la tuerca? Ahora bien, la relación del estado cerebral con la representación podría muy bien ser la de la tuerca con la máquina; es decir, la de la parte con el todo.

Estas cuatro ideas mismas implican otras muchas, que sería interesante analizar a su vez, porque se encontraría en ellas, en cierto modo, otros tantos armónicos de los que la tesis del paralelismo da el sonido fundamental. En el presente estudio hemos tratado simplemente de poner de relieve la contradicción inherente a la tesis misma. Precisamente porque las consecuencias a las que conduce y los postulados que encierra cubren, por así decir, todo el ámbito de la filosofía, nos ha parecido que este examen crítico se imponía, y que podía servir de punto de partida a una teoría del espíritu, considerado en sus relaciones con el determinismo de la naturaleza.

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