domingo, 16 de agosto de 2009

maria zambrano, los bienaventurados

María Zambrano, Los Bienaventurados.





María Zambrano, Los bienaventurados.

Todo es correlativo en la vida: el ver es correlato del ser visto; el hablar del escuchar; el pedir del dar. Y el privado de esperanza no deja de vivir por ello entre estas parejas de vitales funciones. Mas las padece en angustia, en este caso. En la angustia, pues se trata de una verdadera y gravísima inhibición. El psicoanálisis de Freud, extendido más allá del ámbito de su escuela, se dirige a la liberación del instinto de las fuerzas que lo mantienen inhibido, como es bien sabido. Sería más exacto decir, en vez de instinto, deseo, que en griego aparece con mayor claridad: la orexis, el apetito sin término. Mas nos resulta sumamente extraño que no se haya hablado de las inhibiciones causadas por el amortiguamiento de la esperanza o por su extinción. Que no haya surgido ningún Método encaminado abiertamente a liberar a la esperanza aprisionada en el fondo del corazón para que ella a su vez libere al corazón mismo donde yace como en un sepulcro. Que no otra cosa parece que sea el “corazón empedernido” de que el profeta Ezequiel anuncia que será arrancado a cambio de un “corazón nuevo”, de un “corazón de carne”. La “carne” en este lenguaje quiere decir la vida: se trata, pues, de un corazón viviente que sustituye al corazón de piedra.

Y se entiende fácilmente que un corazón sin esperanza se haga mudo y sordo; gravitando sobre sí mismo pesa más que ningún otro peso, es duro para fuera y para dentro; no cumple su función comunicante, vivificante. La esperanza encendida como fuego y como lámpara en el corazón hace de él el centro donde el entendimiento y la sensibilidad se comunican; es el centro donde se verifica esa operación vital tan indispensable que es la fusión de los deseos y de los sentimientos, donde los deseos se purifican y los sentimientos se afinan, el vaso de la unificación de todo el ser.

Y así movimientos que parecen contrarios, como el pedir y el ofrecer, el llamar y el escuchar, vienen a ser como la sístole y la diástole del corazón. Se descubre también que son convertibles: que el que pide muchas veces da, que el que ofrece recibe. Se establece la circulación de los bienes, desde los bienes llamados materiales hasta los más invisibles, sutiles y luminosos bienes. La circulación que el movimiento del corazón establece trasciende por la esperanza todos los dominios de la humana vida.
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Llevados por la metáfora del corazón hemos pasado del segundo paso, el de la llamada y la invocación, al tercero, el del don, ofrenda y, si llega el caso, sacrificio. De la palabra no dicha hemos pasado al ruego no formulado por falta de esperanza, al gemido que se acalla, al don que no se ofrece. Pues que la esperanza va in crescendo, se alimenta de su propia labor y se re-crea en sus propias obras. Y su más cierta obra es la del ser que vive; prueba verídica del no-engaño de la esperanza.
La esperanza, y en sentencias bien clásicas, ha sido calificada de engañosa, de ciega. Mas los textos donde originalmente así se la presenta corresponden al pesimismo griego más acentuado, en que la esperanza se confunde con la hybris, con la arrogancia, ella sí, en verdad, ciega.
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La esperanza puede aliarse también con la ilusión, puede dejarse vencer, apenas nacida, por la avidez de logro, por la impaciencia, y decaer convirtiéndose en ilusión, en la ilusión que se alimenta de espejismos en los que la propia ansia se refleja. Lo cual sucede cuando ese segundo paso que hemos señalado tiene una sola dimensión, la del recibir. Cuando de verdad la esperanza se dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad -en la noche oscura- o en la luz directa de la verdad no aparente. Y no esclava de la luz refleja.

Pues que hay una esperanza que nada espera, que se alimenta de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae el vacío, de la adversidad, de la oposición, su propia fuerza sin por eso oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla, la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio que nada espera de inmediato mas que sabe gozosamente de su cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades.

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Los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco. Esa blancura del pensamiento que sería, quizás el posible lector se extrañe, propio de un Nietzsche cristiano o a punto de serlo, esa cima más allá de todo y más allá del Todo igualmente, que se detuvo en la misma locura cuando tenía que comenzar a escribir él.
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Mas ellos, los bienaventurados, han salido ya de toda antinomia. La primera es, ya que así se nos muestra, la que proviene del poseer que inevitablemente y por perfecta e inocente que sea su forma trae el ser poseído. Del perfectamente pobre que careciendo de todo no carece de nada. Mas ¿qué podrán poseer el pacífico y el que llora? En el primero se da la paz que excluye toda lucha; mientras el que llora se ha hecho claro manantial de todo el dolor, del dolor sin calificación alguna. Ya que en el dolor que se llora puede existir el sentir de algo propio imparticipable que se ha perdido, de un bien que no se compartía ni podía compartirse. En este caso es también el llanto el modo de comunicación, el llanto que, él sí, puede compartirse, que llama a ser compartido.

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Mas ellos tocan ya la bienaventuranza de la pobreza de espíritu, de esa pobreza que se recoge para darse en forma duradera y que ha de hacer sufrir al ser en quien se da continuo padecer y hasta hacer el sufrimiento de los perseguidos por la implacable justicia, a veces de la tierra y del ser mismo que les manda no dar sino en cierto modo, que les impide darse, darse a sí mismos directa e inmediatamente.

Y los no autores de nada, de esquirla de obra alguna, los que en silencio meditan para sí, han de andar camino de la depresión y en ella, cogidos por ella, en lucha todavía por la posesión. Ya que en ciertas zonas de la vida el camino se abre a partir de un centro que llama y que una vez que lo ha hecho no dejará de seguir llamando, por eso aparece la lucha y aquel en que se da no puede por menos de sentirse perseguido.
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Seres que han logrado la identidad y que la llevan ostensiblemente a modo de un sello que les hace discernibles, haciendo asequible así su misteriosa vida. Intangibles y capaces de una comunicación que apenas hacen sentir, comunicación que sin ofrecerla dan, pues que parte de ese reconocimiento del ser que configura a la vida y que en los seres que no son ellos o dentro de los cuales ellos no alientann crea una distancia insalvable.

Aquellos humanos que han llegado a la identidad o la bordean, si no llevan dentro de sí un bienaventurado, crean soledad en quien pretenden obtener de ellos una noticia, por leve que sea, de esa vida que escondida llevan en sí; son todavía y quizá más verdaderamente que nadie propietarios de su vida o, al menos, celosos guardianes de ello.

Así, algunos seres de profunda meditación, algunos ascetas a medio camino, algunos poetas en busca de la palabra o poseídos por ella y sin duda algunos filósofos que fueron así librando tan sólo a la escritura su diáfano pensamiento si haber irradiado diafanidad en torno a su persona viviente, han de ser poseídos por ella. El tesoro que recelan se expande de algún modo, mas siempre contenido en una forma, en una figura, en una obra. Entre ellos han de estar los autores de veras, condenados así a no darse más que en su obra, a cruzar la vida anónimos, reacios y hasta tacaños de su ser.
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Y el conocimiento el drama se repite, la contradicción que se resiste a disolverse, a ser diluida o absorbida por la unidad, la aprisiona en una contradicción exasperada pues que le cierra la vida de su manifestación, de su acción en la mente humana al par, inexorablemente. La dialéctica con Zenón responde ingenuamente a este peligro, mostrando las contradicciones del movimiento, cerrándole el paso, privándole del contacto con el ser, lo que como se sabe Platón rehizo mirando desde el ser el mundo que así se aparece más que como contradicción como apariencia.
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Los bienaventurados están en el medio del mundo como rehenes, retenidos bajo cualqueir aparente causa sufre. Y el sufrimiento está en ellos distribuido según su especie, pues que se está tentado de creerlos al modo de los ángeles, individuo y especie unidamente. Mas son hombres en quienes la condición humana se especifica desde la lograda identidad. Son los que son sin contradicción alguna.

Y así vienen a parecernos como personajes o actores de un drama constante: la unidad del ser del hombre prisionera de las contradicciones del mundo, ya que el mundo es eso ante todo y hasta el fin, sede de la contradicción. De la contradicción asentada, consolidada, persistente, enemigo de por sí de todo ser simple o criatura insobornable. Y así la contradicción congénita del mundo se siente fascinada por todo aquello que transita por él insobornable, donde sus alusiones no prenden. Ya que la contradicción mundanal se hace reflejo, eco, alusión, incidentes, causas ocasionales en suma, pues la razón y la verdad se esconden entre las circunstancias. Y la vida misma se embosca acobardada.
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Los bienaventurados son seres de silencio, envueltos, retraídos de la palabra. Salvados de la palabra camino van de la palabra única, recibida y dada, sida, camino de ser palabra sola ellos. Envueltos como capullos, irreconocibles, lentos.
Mas su lentitud resulta engañosa para quien desde fuera los mira, y todos los miran desde fuera en principio. Es necesario darse cuenta de estos seres sin más, formas, figuras del ser, categorías, pues, del ser en el hombre camino de atravesar la última frontera. Seres de silencio, sufrientes todos, pasivos pero no herméticos. Blandamente están ahí, tan inmediatos y remotos al par. Para acercarse a ellos hay que participar en algo de la simplicidad que es su condición, de la simplicidad que los ha tomado para sí.

Sufrientes, padecedores y terribles cuando se les quiere abordar y entrar en discusión con ellos; cuando alguien se lanza ciegamente ha de ser a tratarlos según su uso y manera, se le muestran como fuego, como lisa hoja de frío acero, como algo intangible. Son intangibles, inaccesibles, porque son. Seres ya idénticos a sí mismos, en lo que se distinguen del santo, pues que el santo padece y alumbra para ser un bienaventurado, ya invisiblemente algunos a lo menos, algunos: los heroicos. El bienaventurado carece de virtudes heroicas, y carece de virtudes como carece de palabras porque ya no está en el reino de lo discernible.

~Desde el fondo de la soledad y aún más de la desdicha, si es dado que una ventana se abra, se puede, asomándose a ella, ver, pues que andan lejos e intangibles, a los bienaventurados. Siendo los seres perfectamente dichosos solamente en la hondura de la desdicha sin más sino en una cierta y determinada, en aquella que envuelve el ser casi por entero, en la que afecta y pone en entredicho al ser mismo que se siente a la merced de todo y de cualquier adversario, a punto de sumergirse en la adversidad misma, en la ilimitación de algo que debía aparecer únicamente como una isla identificable no como un mar sin límites y de fuerza y duración incalculables.

La ilimitación de la réplica, la plenitud de lo concreto contrario, del conflicto que pierde sus caracteres de tal al extenderse sin dar señales de pasar. Ante la extensión ilimitada de la contrariedad y del desmentido de cualquier pequeña esperanza la desdicha se hace desconocida. Y si no se consigue quedar en la pasividad flotando sobre esta amenaza, acogiéndose a ella, la amenaza de extincción del ser andaría a punto de cumplirse o se cumpliría quizás. Es lo inteligible del destino envolviendo la vida, retirando con ella todo posible asidero o punto de referencia. Sólo se logra la plenitud del ser bajo una total carencia o una continua sed; un sufrimiento inacabable puede ofrecer vida y verdad, única posible vía de rescate.
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