Inclusión, ¿incorporación o integración?, Jürgen Habermas
Los poderes de la fe subjetivizada del mundo moderno se han caracterizado, por el contrario, por una posición reflexiva que no se limita a aceptar un modus vivendi -juridicamente coactivo bajo las condiciones de la libertad religiosa-. Las imágenes del mundo no fundamentalistas, que Rawls caracteriza como “not unreasonable comprehensive doctrines”, permiten, más bien, en el sentido de la tolerancia de Lessing, una disputa civilizada entre las difererentes convicciones, en la que una de las partes, sin sacrificar sus propias pretensiones de validez, puede reconocer a las otras partes como contendientes en pro de verdades auténticas.
En las sociedades multiculturales, la constitución de un Estado de derecho sólo puede tolerar aquellas formas de vida que se articulan en el contexto de dichas tradiciones no fundamentalistas, porque la coexistencia en igualdad de derechos de estas formas de vida requiere el reconocimiento recíproco de los diferentes tipos de pertenencia cultural: toda persona debe ser también reconocida como miembro de comunidades integradas cada una en torno a distintas concepciones del bien. La integración ética de grupos y subculturas con sus propias identidades colectivas debe encontrarse, pues, desvinculada del nivel de la integración política, de carácter abstracto, que abarca a todos los ciudadanos en igual medida.
La integración de los ciudadanos asegura la lealtad a la cultura política común. Ésta echa raíces en la interpretación de los principios constitucionales que cada Estado nacional hace desde la perspectiva de su contexto histórico de experiencia y que, por tanto, no puede ser éticamente neutral. Quizás debería hablarse mejor de un horizonte interpretativo común en el interior del cual se discute públicamente por motivos actuales acerca de la autocomprensión política de los ciudadanos de una república. La llamada “disputa de los historiadores” desarrolla e la República Federal de Alemania durante los años 1986-1988 representa un buen ejemplo para ello.
Sin embargo, siempre se discutió acerca de la mejor interpretación de los mismos principios y derechos fundamentales. Estos forman el punto de referencia fijo de todo patriotismo constitucional que sitúa el sistema de los derechos en el contexto histórico de una comunidad jurídica. Tendrían que asociarse de manera duradera a los motivos e intenciones que los ciudadanos, pues sin tal anclaje motivacional no podrían llegar a ser una fuerza capaz de impulsar el proyecto, concebido de manera dinámica, de la producción de una asociación de individuos libres e iguales. Por eso, también la cultura política común, en la que los ciudadanos se reconocen recíprocamente como miembros de una comunidad, está impregnada éticamente.
Al mismo tiempo, el contenido ético del patriotismo constitucional no debe menoscabar la neutralidad del ordenamiento jurídico frente a las comunidades integradas éticamente en el nivel subpolítico; debe más bien afinar la sensibilidad para la multiplicidad diferencial y la integridad de las diversas formas de vida coexistentes en una sociedad multicultural. Al respecto, resulta decisivo mantener la diferencia entre ambos niveles de integración. Tan pronto como éstos coinciden, la cultura mayoritaria usurpa los privilegios estatales a expensas de la igualdad de derechos de las otras formas culturales de vida y daña su pretensión de reconocimiento recíproco. La neutralidad del derecho frente a las diferencias éticas en el interior se explica por el hecho de que en las sociedades complejas la ciudadanía no puede ser mantenida unida mediante un consenso sustantivo sobre valores, sino a través de un consensos sobre el procedimiento legislativo legítimo y sobre el ejercicio del poder. Los ciudadanos integrados políticamente participan de la convicción motivada racionalmente de que, con el desencadenamiento de las libertades comunicativas en la esfera pública política, el procedimiento democrático de resolución de conflictos y la canalización del poder con medios propios del Estado de derecho fundamentan una visión sobre la domesticación del poder ilegítimo y sobre el empleo del poder administrativo en igual interés de todos. El universalismo de los principios jurídicos se refleja en un consenso procedimental que, por cierto, debe insertarse en el contexto de una cultura política, determinada siempre históricamente, a la que podría denominarse patriotismo constitucional.
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Inclusión, ¿incorporación o integración?
Desde la perspectiva de Kant y de un Rousseau -correctamente entendido- la autodeterminación democrática no tiene el sentido colectivista y al tiempo excluyente de la afirmación de la independencia nacional y la realización de la identidad nacional. Más bien tiene el sentido inclusivo de una autolegislación que incorpora por igual a todos los ciudadanos. Inclusión significa que dicho orden político se mantiene abierto a la igualación de los discriminados y a la incorporación de los marginados sin integrarlos en la uniformidad de una comunidad homogeneizada. Para ello el principio de voluntariedad es significativo: la nacionalidad del ciudadano descansa en la aceptación por su parte, al menos implícita. La comprensión sustancialista de la soberanía popular relaciona la “libertad” esencialmente con la independencia exterior de la existencia de un pueblo; la comprensión procedimentalista, en cambio, con la autonomía privada y pública garantizada de igual modo para todos en el seno de una asociación de miembros libres e iguales de una comunidad jurídica. Quiero mostrar, de la mano de algunos desafíos con los que hoy nos confrontamos, que esta lectura del republicanismo realizada desde la teoría de la comunicación es más adecuada quela concepción etnonacional o incluso sólo comunitarista de nación, Estado de derecho y democracia.
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