una teoría de la argumentación.-
acerca de la sostenibilidad de un planteamiento monológico.
Una teoría de la argumentación que asuma esta tarea: a saber, que no basta el recurso a las regulaciones positivadas en términos de derecho procesal, pues la racionalidad que la normativa procesal sin duda comporta, es ingrediente del derecho vigente necesitado de interpretación, cuya interpretación objetiva es precisamente lo que está en cuestión. De este círculo sólo puede sacarnos uns reconstrucción de la práctica interpretativa que proceda en términos de teoría del derecho y no en términos de dogmática jurídica. La crítica a la teoría solipsista del derecho de Dworkin ha de situarse en el mismo nivel que ella y fundamentar en forma de una teoría de la argumentación jurídica los principios de procedimiento, a los que en adelante habría que transferir la carga de las exigencias ideales.
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Una teoría de la argumentación que asuma esta tarea no puede limitarse a acceder al discurso jurídico en términos lógico-semánticos. Pues por esta vía pueden aclararse, ciertamente, reglas de inferencia lógica, reglas semánticas y reglas de argumentación. Pero cuando en el caso de estas últimas se trata de las reglas investigadas por Toulmin que rigen tránsitos argumentativamente no triviales, éstas sugieren ya una concepción pragmática. Los argumentos son razones que en condiciones discursivas sirven a desempeñar una pretensión de validez entablada con un acto de habla constatativo o un acto de habla regulativo y que mueven racionalmente a los participantes en la argumentación a aceptar como válidos los correspondientes enunciados descriptivos o normativos. Una teoría de la argumentación que se limite a clarificar el papel y estructura de los argumentos, sólo considera el juego argumentativo desde el aspecto de producto y, por tanto, en el mejor de los casos sólo pueden ofrecer el punto de partida para una fundamentación de esos pasos argumentativos que van más allá de una justificación interna de los juicios jurídicos. Dworkin ha postulado para la justificación externa de las premisas de la decisión una teoría comprehensiva que, como hemos visto, desborda los esfuerzos solipsistas del juez individual. De ahí que se plantee ahora la cuestión de si las exigencias ideales que se hacen a la postulada teoría no habrían de traducirse en exigencias ideales hechas a un procedimiento cooperativo en la formación de dicha teoría, es decir, a un discurso jurídico que tome en cuenta tanto el ideal regulativo de una única decisión correcta para cada caso como la falibilidad de la práctica efectiva de la toma de decisiones. Este problema no queda, ciertamente, resuelto, pero sí que es tomado en serio, por una teoría discursivaa del derecho que hace depender la aceptabilidad racional de las sentencias judiciales no sólo de la calidad de los argumentos sino también de la estructura del proceso de argumentación. Esa teoría se apoya en un concepto fuerte de racionalidad procedimental, conforme al cual las propiedades que son constitutivas de la validez de un juicio, no sólo han de buscarse en la dimensión lógico-semántica de la estructura de los argumentos y del enlace de los enunciados, sino también en la dimensión pragmática del proceso de fundamentación mismo.
La rectitud (corrección) de los juicios normativos no puede por lo demás explicarse en el sentido de una teoría de la verdad como correspondencia. Pues los derechos son una construcción social, a la que no se puede hipostatizar y convertir en hechos. “Rectitud” significa aceptabilidad racional, aceptabilidad apoyada por buenos argumentos. La validez de un juicio viene sin duda definida porque se cumplen sus condiciones de validez. Pero la cuestión de si se cumplen o no, no puede decidirse recurriendo directamente a evidencias empíricas o a hechos que viniesen dados en una intuición ideal, sino que sólo puede esclarecerse discursivamente, justo por vía de una fundamentación o justificación efectuadas argumentativamente. Ahora bien, los argumentos sustanciales nunca pueden ser “concluyentes” en el sentido en que lo es una relación de inferencia lógica (que no es suficiente, pues no hace otra cosa que hacer explícito el contenido de las premisas) o una evidencia contundente (de la cual no se dispone si no es en los juicios singulares de percepción, y aun en este caso no de forma incuestionable.) De ahí que la cadena de posibles razones sustanciales no tenga ningún fin “natural”; a fortiori no puede excluirse que se presenten nuevas informaciones y se aduzcan nuevas razones. Fácticamente, sólo damos términos, en condiciones favorables, a una argumentación cuando las razones, en el horizonte de supuestos de fondo mantenidos hasta ahora de forma aproblemática, se adensan hasta tal punto formando un conjunto coherente, que se produce un acuerdo sin coerciones acerca de la aceptabilidad de la pretensión de validez en litigio. Este resto de facticidad es el que la expresión “acuerdo racionalmente motivado” tiene en cuenta: atribuimos a las razones la fuerza de mover en sentido no psicológico a los participantes en la argumentación a tomas de postura afirmativas. Para eliminar incluso ese momento de facticidad que aún queda, la cadena de razones habría de verse llevada a un cierre no fáctico. Pero tal cierre interno sólo puede conseguirse mediante idealización, sea porque la cadena de argumentos se cierre en círculo mediante una teoría en la que las razones sistemáticamente se compenetren y apoyen mutuamente, y tal cosa es lo que pretendió suministrar antaño el concepto de sistema en Metafísica; sea porque la cadena de argumentos se aproxime como una línea recta a un valor límite ideal, a ese punto de fuga que Peirce describió como final opinion.
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Las reglas del juego argumentativo
Como el ideal absolutista de una teoría cerrada ya no puede resultar ni plausible ni convincente en una situación de pensamiento postmetafísico como es la nuestra, la idea regulativa que representa esa única solución correcta para cada caso no puede glosarse postulando una teoría por fuerte que ésta sea. Pues tampoco la teoría del derecho atribuida a Hércules podría ser otra cosa que una ordenación provisionalmente construida de razones interinamente coherentes, ordenación que se ve expuesta a una crítica permanente. La idea de un proceso infinito de argumentación que aspira a un limes exige, por otro lado, la especificación de condiciones bajo las que, por lo menos in the long run, discurra orientadamente y posibilite el progreso acumulativo que representa un proceso de aprendizaje. Esas condiciones procedimentales pragmáticas aseguran idealmente que todas las razones e informaciones relevantes, de las que en un tema, puedan hacerse oír sin excepción, es decir, puedan desplegar la fuerza de motivación racional, que le es inherente. El concepto de argumento es de por sí de naturaleza pragmática: Qué sea una “buena razón”, es algo que sólo se muestra en el papel que esa razón ha desempeñado dentro de un juego argumentativo, es decir, en la aportación que, conforme a las reglas de ese juego argumentativo, esa razón ha hecho en orden a decidir si una pretensión de validez controlvertida debe aceptarse o no. El concepto de una racionalidad procedimental, extendida a la dimensión pragmática que representan una regulada competición entre argumentos y un regulado intercambio de argumentos, permite entonces complementar las propiedades semánticas de las razones mediante las propiedades (que indirectamente contribuyen a constituir validez) de un dispositivo o medio (el discurso), que es donde puede actualizarse el potencial de motivación racional que las buenas razones comportan. El vacío de racionalidad que se abre entre la fuerza de motivación racional, que le es inherente. El concepto de argumento es de por sí de naturaleza pragmática: Qué sea una “buena razón”, es algo que sólo se muestra en el papel que esa razón ha desempeñado dentro de un juego argumentativo, es decir, en la aportación que, conforme a las reglas de ese juego argumentativo, esa razón ha hecho en orden a decidir si una pretensión de validez controvertida debe aceptarse o no. El concepto de una racionalidad procedimental, extendida a la dimensión pragmática que representan una regulada competición entre argumentos y un regulado intercambio de argumentos, permite entonces complementar las propiedades semánticas de las razones mediante las propiedades (que indirectamente contribuyen a constituir validez) de un dispositivo o medio (el discurso), que es donde puede actualizarse el potencial de motivación racional que las buenas razones comportan. El vacío de racionalidad que se abre entre la fuerza meramente plausibilizadora que un argumento “sustancial” particular (“sustancial” en el sentido de Toulmin) posee y la secuencia de tales argumentos en principio siempre incompleta, por un lado, y la incondicionalidad de la pretensión de poder acertar con la “única” solución “correcta”, queda idealiter cubierto por el procedimiento argumentativo de búsqueda cooperativa de la verdad.
Cuando mutuamente tratamos de convencernos unos a otros de algo, nos fiamos intuitivamente siempre ya de una práctica en la que suponemos una aproximación suficiente a las condiciones ideales de una situación de habla inmunizada de forma especial contra la represión y la desigualdad, una situación de validez que se ha vuelto problemática y, descargados de la presión que ejercen la acción y la experiencia, adoptan una actitud hipotética para examinar con razones y sólo con razones si la pretensión defendida por el proponente es o no de recibo. La intuició fundamental que vinculamos con esta práctica argumentativa viene caracterizada por la intención de obtener, sobre la base de las mejores informaciones y razones, un asentimiento universal para una manifestación controvertida, en una competición no coercitiva (pero regulada) en torno a los mejores argumentos. Es fácil ver por qué el “principio de discurso” exige este tipo de praxis para la fundamentación de normas y decisiones valorativas. Pues la cuestión de si determinadas normas y decisiones valorativas. Pues la cuestión de si determinadas normas y valores podrían alcanzar el asentimiento racionalmente motivado de todos los afectados, es algo que sólo cabe enjuiciar desde una perspectiva intersubjetivamente ampliada de primera persona del plural que asuma en sí sin coerciones y sin recortes las perspectivas de la comprensión que de sí y del mundo tienen todos los participantes. Para tal asunción ideal de rol, practicada en común y generalizada, ofrécese la práctica de la argumentación. Como forma reflexiva de la acción comunicativa esa práctica se distingue (en el aspecto, por así decir, deslimita la intersubjetividad de nivel superior que constituye el colectivo deliberante. Así, el universal concreto de Hegel se sublima trocándose en una estructura de comunicación, purificada de todo lo hegeliano-”sustancial”.
Las cuestiones relativas a la aplicación de normas afectan a la comprensión que de sí y del mundo tienen los participantes, de modo distinto que los discursos de fundamentación. En los discursos de aplicación las normas, cuya validez se da por supuesta, se siguen refiriendo a los intereses de todos los posibles afectados; pero al plantearse la cuestión de qué norma es la adecuada en un caso dado, tal referencia pasa a segundo plano frente a los intereses de las partes directamente implicadas. Y en segundo lugar pasan a ocupar el primer plano interpretaciones de la situación que dependen de la comprensión que de sí y del mundo tienen los autores de la acción de que se trate y los afectados por ella. De estas distintas interpretaciones de la situación tiene que surgir una descripción del estado de cosas, ya normativamente impregnada, que no abstraiga simplemente de las diferencias de percepción eistentes. De nuevo distintas interpretaciones de la situación tiene que surgir una descripción del estado de cosas, ya normativamente ipregnada, que no abstraiga simplemente de las diferencias de percepción existentes. De nuevo se trata de un entrelazamiento de perspectivas de interpretación, no mediatizador. Ahora bien, en los discursos de aplicación las perspectivas, que en los discursos de fundamentación había estado tras las normas cuya validez se da ahora aquí por supuesta. De ahí que las interpretaciones de los casos particulares, que se hacen a la luz de un sistema coherentes de normas, se vean remitidas a la forma de comunicación de un discurso que socioontológicamente está articulado de suerte que las perspectivas de los participantes y las perspectivas de los miembros no implicados de la comunidad jurídica, representados por un juez imparcial, se dejen transformar unas en otras. Esta circunstancia explica también por qué el concepto de coherencia, al que se recurre para las interpretaciones constructivas, escapa a caraterizaciones puramente semánticas y remite a presupuestos pragmáticos de la argumentación.
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