En qué sentido se puede seguir hablando de validez cognitiva.- Jürgen Habermas
Con la autoridad epistémica del punto de vista divino los mandamientos moralespierden tanto su justificación soteriológica como la ontoteológica. También la ética discursiva debe pagar un precio por ello: ni puede conservar por entero el contenido moral de las intuiciones religiosas ni puede mantener el sentido de validez realista de las normas morales.
(1)Cuando la práctica moral ya no se encuentra entretejida, a través de la persona de un Dios redentor -y su función en el plan de la salvación-, con la esperanza de salvación personal y una transformación de la vida según un patrón ejemplar, nos enfrentamos a dos consecuencias desagradables. Por un lado, el saber moral se desliga de los motivos subjetivos de la acción, y por el otro, el concepto de lo moralmente recto se diferencia de la concepción de una vida buena y querida por Dios.
La ética discursiva asigna las cuestiones éticas y morales a diferentes formas de argumentación, esto es, a los discursos de autocomprensión las primeras y a los discursos de fundamentación (de aplicación) de normas a las segundas. Con ello no reduce, sin embargo, la moral a trato igual, sino que da cuenta tnato de la dimensión de la justicia como de la dimensión de la solidaridad. Un acuerdo discursivo depende al mismo tiempo tanto del “sí” o del “no” insustituible de cada uno de los individuos como de la superación de la perspectiva egocéntrica que impone a todos las práctica argumentativa a quienes intentan convencerse recíprocamente. Cuando, con base en sus propiedades pragmáticas, el discurso hace posible una formación juiciosa de la voluntad que garantiza ambas cosas, entonces las tomas de postura con un sí o con un no motivadas racionalmente ponen en juego los intereses de cada individuo sin que tenga por ello que quebrarse el vínculo social que une procedimentalmente entre sí a los participantes orientados al entendimiento en su actitud transubjetiva.
El desacoplamiento cognitivo de la moral respecto a las cuestiones de la vida buena tiene por cierto también un lado motivacional. Como no existe ningún sustituto profano para la esperanza de savación personal, desaparece el motivo más poderoso para el seguimiento de los mandamientos morales. La ética discursiva refuerza, además, la separación intelectualista del juicio moral y la acción porque ve el punto de vista moral encarnado en discursos racionales. No hay transferencia asegurada alguna del juicio obtenido discursivamente a la acción. Es cierto que los juicios morales nos dicen lo que debemos hacer; y las buenas razones afectan a nuestra voluntad. Esto se evidencia en la mala conciencia que nos “remuerde” cuando actuamos contra jucios mejores. Pero el problema de la debilidad de la voluntad deja entrever que el juicio moral se debe a la débil fuerza de las razones epistémicas y no constituye por sí mismo un motivo racional. Cuando sabemos qué es lo moralmente recto al actuar, sabemos que no hay ninguna buena razón -epistémica- para actuar de otro modo. Ello no impide, sin embargo, que otros motivos no puedan ser más poderosos.
Con la pérdida del fundamento de validez soteriológico cambia ante todo el sentido de la vinculación normativa. La diferenciación entre deber y vínculo valorativo, entre lo moralmente recto y lo deseable éticamente ya aboca la validez del deber hacia un tipo de normatividad que únicamente puede cubrir una formación imparcial del juicio. Hay otra connotación que se debe al cambio de la perspectiva de Dios al hombre. “Validez” significa ahora que las normas morales pueden encontrar el asentimiento de todos los interesados en la medida que estos examinen conjuntamente en discursos prácticos si la correspondiente práctica responde por igual a los intereses de todos. En este asentimiento se expresan dos cosas: la razón falible de sujetos deliberantes que se convencen mutuamente de que una norma introducida hipotéticamente merece ser reconocida, y la libertad de sujetos legisladores que se entienden al mismo tiempo como autores de las normas a las que se someten como destinatarios. En el sentido de la validez de las normas morales dejan sus huellas tanto la falibilidad del espíritu humano que descubre como la constructividad del espíritu que proyecta.
(2)El problema de en qué sentido los juicios y las tomas de postura morales pueden pretender validez se muestra otra cara cuando recordamos las manifestaciones esenciales con las que los mandamientos morales se justificaban ontoteológicamente ordenado. Los juicios morales eran verdaderos o falsos mientras el contenido cognitivo de la moral se podía indicar con ayuda de declaraciones descriptivas. Pero desde que el realismo moral ya no se puede defender apelando a la metafísica de la creación y al derecho natural (o sus sucedáneos) la validez normativa de las declaraciones morales ya no se puede asimilar a la validez veritativa de las declaraciones descriptivas. Unas dicen cómo se comporta el mundo, las otras qué debemos hacer.
Cuando se da por sentado que las proposiciones sólo pueden ser válidas en el sentido de “verdaderas” o “falsas” y que la “verdad” tiene que comprenderse en el sentido de la correspondencia entre proposiciones y objetos o hechos, toda pretensión de validez planteada por una declaración no descriptiva tiene que aparecer como algo problemático. De hecho el escepticismo moral se apoya principalmente en la tesis de que las declaraciones normativas no son ni verdaderas ni falsas y, por consiguientes, no se pueden fundamentar porque no hay nada semejante a objetos o hechos morales. Por descontado, aquí estamos ante una comprensión tradicional del mundo que lo ve como la totalidad de los objetos o hechos junto a una comprensión de la verdad en el sentido de la teoría de la correspondenica y una comprensión semántica de la fundamentación. Procederé a comentar estas cuestionables premisas en orden inverso.
Según la concepción semántica una proposición está fundamentada si puede deducirse de proposiciones básicas según reglas de deducción válidas. Para ello se alzaprima una clase de proposiciones básicas según criterios determinados (lógicos, gnoseológicos o psicológicos). Pero la suposición fundamentalista de una base semejante inmediatamente accesible a la percepción o al espíritu no ha resistido la crítica del enfoque lingüístico que destaca la constitución holística del lenguaje y la interpretación.
Toda fundamentación tiene que partir al menos de un contexto de comprensión previamente dado o acuerdo de fondo. De ahí que resulte recomendable una concepción pragmática de la fundamentación como práctica de justificación pública en la que las pretensiones de validez susceptibles de crítica se ventilan con arzones. En dicha práctica los criterios de racionalidad mismos, los criterios que distinguen algunas razones como buenas razones, pueden ponerse en discusión. Finalmente, las propiedades procedimentales del proceso de argumentación tienen que llevar, por tanto, la carga de la explicación de por qué suponemos que son válidos los resultados logrados de conformidad con el procedimiento. La constitución comunicativa de los discursos racionales puede, por ejemplo, cuidar que todas las contribuciones relevantes se pongan sobre la mesa y que únicamente la coacción no coactiva del mejor argumento sea la que determine el “sí” o el “no” del participante.
La concepción pragmática de la fundamentación corta el paso a un concepto epistémico de la verdad que debe acudir en socorro para librarnos de las confusiones de la teoría de la correspondencia. Con el predicado de verdad nos referimos al juego del lenguaje de la justificación, es decir, al desempeño público de las pretensiones de verdad. Por otro lado, ser “verdadero” no es equiparable a ser fundamentable -la warrented assertibility-. El empleo “avisador” del predicado -”p” puede estar muy bien fundamentado y, sin embargo no ser verdadero- no llama la atención sobre la diferencia entre la “verdad” como una propiedad que los enunciados no pueden perder y la “aceptabilidad racional” como una propiedad dependiente del contexto que poseen las manifestaciones y emisiones. Esta diferencia se puede comprender en el interior de un horizonte de justificaciones posibles como la diferencia entre “justificado en nuestro contexto” y “justificaco en todo contexto”. Por otra parte, podemos dar cuenta de esta diferencia mediante una idealización débil de nuestros procesos de argumentación. Cuando afirmamos que “p” y con ello pretendemos que “p” es verdad asumimos la obligación argumentativa de defender “p” -conscientes de la falibilidad- contra todas las objeciones futuras.
En nuestro contexto me interesa menos la compleja relación entre verdad y justificación que la posibilidad de conceptuar la verdad como un caso especial de valide, en tanto este concpeto universal de validez se introduce con referencia al desempeño discursivo de pretensiones de validez. Con ello se abre un espacio conceptual en el que se puede asentar el concepto normativo, en especial el de validez moral. La rectitud de las normas morales (o declaraciones normativas universales) y los mandamientos singulares se puede comprender por analogía con la verdad asertórica. Lo que une a ambos conceptos de validez es el procedimiento por el que se desempeñan discursivamente las respectivas pretensiones de validez. Lo que los separa es la referencia al mundo social y al mundo objetivo, respectivamente.
El mundo social (como totalidad de las relaciones interpersonales legítimamente reguladas), que sólo es accesible desde la perspectiva del participante, es intrínsecamente histórico y en ese sentido (si se quiere) ontológicamente constituido de otro modo que el mundo objetivo describible desde la perspectiva del observador. El mundo social se encuentra entretejido con las intenciones y concepciones, con la práctica y el lenguaje de los que lo integran. Esto vale de modo parecido para las descripciones del mundo objetivo, pero no para éste mismo. Por tanto, el desempeño discursivo de las pretensiones de verdad tiene otro significado que el de las pretensiones de validez moral: en un caso, el acuerdo alcanzado discursivamente quiere decir que se han cumplido las condiciones de verdad interpretadas como condiciones de afirmación de una proposición asertórica; en el otro caso, el acuerdo logrado discursivamente fundamenta el reconocimiento de una norma y contribuye con ello al cumplimiento de sus condiciones de validez. Mientras la aceptabilidad racional sólo anuncia la verdad de las proposiciones asertóricas, hace, en cambio, una contribución constitutiva a la validez de las normas morales. En el juicio moral la construcción y el descubrimiento se entrecruzan de un modo distinto que en el conocimiento teórico.
Lo que se sustrae a nuestra disposición es el punto de vista moral que se nos impone, no como una de nuestras descripciones independiente del supuesto orden moral existente. No es el mundo social como tal el que no está a nuestra disposición, sino las estructuras y procedimientos del proceso de argumentación, proceso que sirve a un tiempo a la generación y descubrimiento de las normas de una vida en común regulada rectamente. El sentido constructivista de la formación del juicio moral pensada según el modelo de la autolegislación no debe perderse, pero tampco puede destruir el sentido epistémico de las fundamentaciones morales.
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