viernes, 21 de agosto de 2009

Indeterminación del derecho y racionalidad.-Jürgen Habermas

Indeterminación del derecho y racionalidad.-Jürgen Habermas

La teoría de los derechos de Ronal Dworkin puede entenderse como la tentativa de evitar las deficiencias de las propuestas de solución realista, positivista y hermenéutica y de, introduciendo el supuesto de derechos concebidos en términos deontológicos, explicar cómo la práctica de las decisiones judiciales puede satisfacer simultáneamente a las exigencias de seguridad jurídica y de aceptabilidad racional. Contra el realismo, Dworkin se atiene así, a la necesidad como a la posibilidad de decisiones consistentes ligadas a las normas, que garanticen un grado suficiente de seguridad jurídica. Contra el positivismo afirma la necesidad y posibilidad de “decisiones correctas” que a la luz de principios reconocidos vengan legitimadas en lo que a contenido se refiere (y no sólo en lo que se refiere a forma por vía de procedimiento). Pero tal referencia hermenéutica a una precomprensión determinada por principios no tiene por qué dejar al juez a merced de la “historia efectual” de tradiciones de contenido normativo dotadas de por sí de autoridad; antes este recurso le obliga a apropiarse críticamente una historia institucional del derecho en la que la razón práctica ha ido dejando sus huellas y su poso. Los tribunales deciden acerca de a quién asisten qué derechos “políticos”; y por derechos “políticos” entiende Dworkin derechos que gozan de validez positiva a la vez que merecen ser reconocidos desde el punto de vista de su justicia.

La tesis de que “hay” tales derechos cuenta con una razón práctica históricamente encarnada; por así decir, con una razón que penetra a través de la historia. Dicha razón se hace valer en el punto de vista moral y se articula en una “norma fundamental” que exige se tenga a todos la misma consideración y respeto. Esa norma fundamental de Dworkin coincide con el “principio del derecho” de Kant y con el primer “principio de justicia” de Rawls, conforme a los que a todos y casa uno asiste un derecho a iguales libertades subjetivas de acción. Pero contra Rawls, Dworkin objeta que las partes en la “posición original” sólo pueden ponerse de acuerdo sobre ese principio porque ese derecho básico a igual consideración y respeto regula ya la admisión de las partes a la “posición original”, es decir, figura entre las condiciones de todo acuerdo o convenio racional en general. En Dworkin la norma fundamental goza del status, ya no ulteriormente fundamentable, de un “derecho natural..., que todos los hombres y mujeres poseen, simplemente por ser seres humanos que tienen la capacidad de proyectar planes y practicar la justicia”. Evitando connotaciones iusnaturalistas, esto puede entenderse también como una explicitación del sentido deontológico de los derechos fundamentales en general. Este sentido de validez se transfiere o comunica también a los derechos institucionalmente vinculantes o derechos “políticos” y presta a las pretensiones jurídicas individuales un momento de incondicionalidad. Pues Dworkin entiende los derechos subjetivos como “triunfos” en una especie de juego en el que los individus defienden sus justificadas pretensiones frente al riesgo de verlas sobrepujadas por fines colectivos: “De la definición de un derecho se sigue que no puede ser sobrepujado por todos los fines sociales. Por mor de la simplicidad podemos convenir en no definir nungún fin político como derecho si no impone un determinado umbral a los fines colectivos en general”. De ningún modo todos los derechos subjetivos calen absolutamente, pero todo derecho impone al cálculo costes-beneficios en la realización de fines colectivos determinadas restricciones que, en última instancia, se justifican por el principio de igual respeto a todos.

La teoría de los derechos de Dworkin descansa en la premisa de que en la administración de justicia desempeñan un papel los puntos de vista morales porque el derecho positivo ha asimialdo inevitablemente contenidos morales. Para una teoría discursiva del derecho que parte de que, a través del procedimiento democrático de producción de normas -y de las condiciones de fairness en la formación de compromisos- penetran también en el derecho razones morales, esta premisa no significa ninguna sorpresa. Sin embargo, ha menester de alguna explicación, porque los contenidos morales, cuando son traducidos al código jurídico, experimentan un sistemático cambio en su significado, que les viene impuesto por la forma jurídica.

Excurso sobre los contenidos morales del derecho: el significado jurídico de los contenidos morales y el espectro de variación de sus pesos específicos, donde con más claridad aparecen es en el ámbito de las normas primarias, es decir, de las normas que regulan el comportamiento. Si, siguiendo una propuesta de clasificación de B. Peters, dividimos estas reglas no-procedimentales en preceptos y prohibiciones represivos o restitutivos, por un lado, y en “premios” y transferencias, por otro, uno se percata enseguida del ancho espectro de variación de los contenidos morales del derecho. Esos contenidos van disminuyendo poco a poco hasta un mínimo que consiste en que, en relación con las normas jurídicas en general, se espera obediencia al derecho, y ello con independencia del contenido de la norma. Un indicador del peso relativo del contenido moral es la fuerza de las reacciones de los miembros de la comunidad jurídica contra las transgresiones, que van desde la desaprobación y los reproches informales por parte de los miembros de la comunidad jurídica, hasta las sanciones que imponen los tribunales. La categorización de las penas (desde penas por delitos hasta penas por simples infracciones administrativas), al igual que la división en asuntos penales y asuntos civiles (comportando estos últimos derechos de indemnización o resarcimiento), pueden entenderse como una ponderación o evaluación que, en términos de dogmática jurídica, se hace del contenido moral. Los tipos elementales del derecho penal como el asesinato o el homicidio, la detención ilegal, el robo, etc., se consideran moralmente reprobables, mientras que la condena a la restitución por una daño causado comporta normalmente una cierta desaprobación del hecho, pero no el desprecio moral del autor.

Cosa distinta es lo que sucede con las reacciones a los “premios” o cargas asignados en función del comportamiento o actividad individuales, como son las subvenciones, las tasas, las diferencias de impuestos, etc., o con las reacciones a las transferencias de ingresos y a las prestaciones que se conceden conforme a criterios de Estado social, con independencia del comportamiento y la actividad individuales. El derecho con que se reviste a las políticas de redistribución de impuestos y de desplazamientos de recursos, de redistribución de riqueza y de puesta a punto de bienes colectivos, se dirige de forma moralmente neutral a destinatarios a los que se supone en primera línea una orientación por cálculos costes-beneficios o a los que se supone sencillamente “necesidades”. Los malogros en el control del comportamiento que el legislador pretende no se consideran susceptibles de “reprocharse” a los destinatarios. Esto significa que el sentido de validez de las normas jurídicas que contienen “premios” o transferencias queda en cierto modo “desmoralizado”. Sin embargo, tales normas no carecen necesariamente, ni siquiera normalmente, de contenido moral, y ello porque suelen ser ingredientes de paquetes de leyes moralmente justificados. Los criterios morales que sirven al legislador para juzgar las correspondientes políticas impregnan el contenido del derecho, en cuyas formas esas políticas se ponen en práctica. Así, los argumentos relativos a fines, que Dworkin distingue de los argumentos concernientes a principios, pueden tener una gran relevancia moral.

Una posición intermedia entre las reglas de fuerte contenido moral y las reglas casi carentes de él es la que ocupan las reglas procedimentales intermedias que dotan de determinadas competencias a órganos semipúblicos como son las cámaras, las universidades, los colegios profesionales, etc. Para el ejercicio de estas competencias (por ejemplo, la de organizar huelgas, la de negociar compromisos, la de establecer reglas organizativas, etc.) hay establecidos procedimientos y preceptos concernientes a forma, que en ocasiones hacen también referencia a comportamientos moralmente relevantes como son los deberes de información y los deberes de diligencia, esmero y cuidado, la exclusión de medios de lucha no permisibles. Incluso en el derecho privado tiene su importancia lemas como el de “fidelidad y buena fe” o el responsabilizarse uno de las consecuencias no pretendidas de su acción, que vulneren derechos de otros. No deja de ser interesante el que tales preceptos relativos a forma y procedimiento no logren explicitar del todo, ni dar cobro en forma jurídica a, la sustancia moral de aquello que Durkheim ejemplificara en los fundamentos no-contractuales del contrato. Esto concierne sobre todo a la capacidad de juicio moral que, si no dirigir, sí tiene al menos que acompañar siempre a la capacidad de generar y aplicar normas jurídicas. Esta interpretación puede que resulte problemática en el caso de las “normas de habilitación” en el ámbito nuclear que representa el derecho rpivado. Pero sí cobra una cierta plausibilidad en lo tocante a los ámbitos en que las competencias estatales de producción de normas y de organizaicón se delegan en portadores que, como ocurre, por ejemplo, en el caso de las partes en las negociaciones salariales, o de los miembros de un consejo de administración elegidos conforme al derecho concerniente a la organización social de las empresas, de “privados” sólo tienen ya el nombre.

Naturalmente, la moral en su papel de criterio de derecho correcto, tiene su sede primaria en la formación de la voluntad política del legislador y en la comunicación política del espacio público. Por otro lado, los mencionados ejemplos de moral en el derecho no significan sino que contenidos morales son traducidos al código que es el derecho y dotados de otro modo de validez. Pues un solapamiento o coincidencia de contenidos orales son traducidos al código que es el derecho y dotados de otro modo de validez. Pues un solapamiento o coincidencia de contenidos no cambia nada en esa diferenciación entre moral y derecho que se produce en el nivel postconvencional de fundamentación y en las condiciones de pluralismo que, en lo tocante a visiones del mundo, caracteriza al mundo moderno. Mientras se mantenga la diferencia de lenguajes, la emigración de contenidos morales al interior del derecho no puede significar una moralización directa del derecho. Cuando Dworkin habla de esos argumentos concernientes a principios, que se aducen para la justificación externa de decisiones judiciales, lo que Dworkin tiene a la vista en la mayoría de los casos son principios jurídicos que resultan de la aplicación del “principio de discurso” al código que el derecho representa. El sistema de los derechos y los principios del Estado de derecho se debe, sin duda, a la razón práctica, pero primariamente en la forma especial que ésta reviste en el principio democrático. El contenido moral de los derechos fundamentales y de los principios del Estado de derecho se explica también porque las normas fundamentales del derecho y la moral, en las que subyace un mismo principio de discurso, se solapan en lo que a contenidos se refiere.

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(3)Cualquiera sea la interpretación que se dé a la relación que Dworkin establece entre derecho y moral, su teoría de los derechos exige una comprensión deontológica de las pretensiones jurídicas de validez. Con ello Dworkin rompe el círculo en el que la hermenéutica jurídica queda atrapada con su recurso a topoi históricamente acreditados de un ethos recibido mediante tradición. Dworkin da al planteamiento hermenéutico un giro constructivista. Partiendo de una crítica del positivismo jurídico, en especial de su tesis de neutralidad (a) y de la suposición de un sistema jurídico autónomamente cerrado (b), Dworkin desarrolla su idea metodológica de “interpretación constructiva” ©.

(a) En primer lugar Dworkin pone en duda la suposición de una legitimación del derecho mediante la mera legalidad del procedimiento de la producción del derecho. El discurso jurídico sólo es independiente de la moral y la política en el sentido de que también principios morales y objetivos políticos han de ser traducidos al lenguaje neutral del derecho y puestos así en conexión con el código que es el derecho. Pero tras esta unitariedad del código se oculta una compleja estructura del sentido de la validez del derecho legítimo, que explica por qué en caso de decisiones importantes se permite entren en el discurso jurídico, y se incluyan entre los argumentos jurídicos, razones de procedencia extralegal, es decir, convicciones de tipo pragmático, ético y moral.

Recurriendo a conocidos precedentes del derecho angloajón y sobre todo de derecho americano, Dworkin analiza cómo los jueces hacen frente a situaciones jurídicas no bien definidas recurriendo sistemáticamente al trasfondo que representan objetivos políticos y principios morales. Elaborando jurídicamente esos argumentos concernientes a objetivos políticos y principios morales llegan a decisiones bien fundadas. Tales justificaciones externas son posibles porque el derecho vigente mismo incorpora ya contenidos teleológicos y principios morales, y sobre todo asimiló las razones que llevaron al legislador político a decidir. Y éstas, por así decir, pueden volver a alir a la luz en las decisiones de principio de los tribunales superiores. De todos modos, los argumentos concernientes a principio gozan en la práctica de las decisiones judiciales de primacía sobre los argumentos concernientes a objetivos: los argumentos concernientes a objetivos tienen su lugar genuino en el proceso de producción de normas, y es a través de él como llegan al discurso jurídico. La administración de justicia está cortada a la medida de la aplicación de normas jurídicas estabilizadoras de expectativas; y tiene en cuenta los objetivos del legislador a la luz de principios, pues los “argumentos concernientes a principios justifican una decisión política mostrando que la decisión toma en consideración o asegura un determinado derecho de un individuo o de un grupo”. Naturalmente también los objetivos políticos vienen por lo general fundados por principios y derechos; pero sólo los argumentos de principio orientados al sistema de los derechos pueden salvaguardar la interna conexión entre la decisión que se toma en un caso particular y la sustancia normativa del orden jurídico en conjunto.

(b) Después, recurriendo a la distinción entre “reglas” y “principios”, Dworkin explica la insuficiencia de esa concepción del derecho que Hart pone a la base de su tesis de la autonomía. Las reglas son normas concretas, determinadas ya pensando en su aplicación específica, como, por ejemplo, los preceptos relativos a forma en la redacción de los testamentos, mientras que los principios representan directivas jurídicas (como la dignidad humana, el trato igual, etc.) de tipo general, que siempre necesitan de interpretación. Tanto las reglas (normas), como esos postulados generales (principios), son mandatos (o prohibiciones o permisiones), cuya validez deóntica expresa el carácter de una obligación. La distinción entre estos dos tipos de reglas no debe confundirse con la distinción entre normas y fines u objetivos. Los principios, lo mismo que las reglas, no tienen una estructura teleológica.

Y no deben entenderse -en contra de lo que sugiere la apelación a la “ponderación de bienes” en las habituales Methodenlehren o “metodologías jurídicas”- como mandatos de optimización, pues con ello se desvanecería el sentido deontológico de su validez. Las reglas y principios sirven por igual como argumentos en la fundamentación de decisiones, sin embargo les compete un papel distinto desde una perspectiva de lógica de la argumentación. Pues las reglas ofrecen siempre un componente condicional que especifica las condiciones de aplicación, las cuales condiciones representan rasgos típicos de situaciones, mientras que los principios, o bien se representan con una pretensión de validez inespecífica, o, en lo que respecta a su ámbito de aplicación, sólo vienen restringidos por condiciones muy generales, y en todo caso necesitadas de interpretación. Ello explica la diferencia característica, que Dworkin subraya, en el comportamiento de reglas y principios en caso de colisión. Un conflicto entre reglas sólo puede resolverse, o bien introduciendo una cláusula de excepción, o bien declarando no válida una de las reglas en conflicto. Tal decisión todo-o-nada no es necesaria en caso de un conflicto entre principios. Ciertamente, goza de primacía el principio que en cada caso venga más a cuento, pero no por ello pierden su validez los principios desplazados por él. Según sea el caso sobre el que versa la decisión, un principio tendrá precedencia sobre otros principios. Entre principios se establece de caso a caso un orden transitivo distinto, sin que por ello se vea afectada su validez.

Pues bien, el positivismo llega a una falsa tesis de autonomía, porque entiende el derecho como un sistema cerrado de reglas que vienen ya determinadas pensando en su aplicación específica, las cuales harían menester en caso de colisión una decisión todo-o-nada, dejada a la discreción del juez. Y es sólo esta concepción unidimensional del derecho como un sistema de reglas exento de principios el que obliga a sacar la consecuencia de que las colisiones de reglas traen consigo una indeterminación de la situación jurídica, que sólo cabe eliminar ya en términos decisionistas. En cuanto se admiten principios, y se admite, que cabe una justificación superior de las aplicaciones de normas, efectuada a la luz de principios, y se reconoce, por tanto, a los principios como ingredientes normales del discurso jurídico, desaparecen tanto el carácter cerrado del sistema jurídico, como la irresolubilidad de los conflictos entre reglas.
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(c)Con el análisis del papel que los argumentos concernientes a principios y los argumentos concernientes a fines y objetivos desempeñan en la práctica de las decisiones judiciales, y con la puesta al descubierto de esa capa de normas de orden superior en el propio sistema jurídico, Dworkin aprehende ese nivel postradicional de fundamentación al que se ve remitido el derecho al volverse positivo. El derecho moderno, tras emanciparse de los fundamentos sacros y desligarse de los contextos religioso-metafísicos en los que el derecho anterior venía inserto, no se vuelve absolutamente contingente como el positivismo supone. Ni tampoco, como supone el realismo, queda a disposición de los objetivos de la dominación política, cual si se tratase de un medio que no tuviese ninguna estructura interna. Antes bien, el momento de no-disponibilidad o no-instrumentabilidad, que se afirma en el sentido deontólogico de la validez de los derechos, remite a la dimensión de una obtención de decisiones, racional, regida por principios, siendo sólo una de esas decisiones la “decisión correcta”.

Pero como, a diferencia de lo que la hermenéutica jurídica supone, esos principios no pueden a su vez tomarse del contexto de tradiciones de una comunidad ética a título de topoi históricamente acreditados, la praxis de la interpretación necesita un punto de referencia que apunte más allá de las tradiciones jurídicas en las que se ha crecido. Ese punto de referencia que representa la razón práctica lo explica Dworkin, en lo que se refiere a método, recurriendo al procedimiento de la interpretación constructiva, y, en lo que se refiere a contenido, mediante el postulado de una teoría del derecho que efectúe en cada caso una reconstrucción racional del derecho vigente y lo traiga a concepto.

Lo mismo que en la historia de la ciencia, también en la historia institucional del sistema jurídico puede distinguirse entre aspectos internamente accesibles y aspectos externos. Desde la perspectiva interna, problemas que pueden reconstruirse paso a paso desde dentro arrojan una luz crítica sobre las argumentaciones con que históricamente nos encontramos; ello nos permite distinguir a la luz de nuestras evidencias contemporáneas entre tentavias enfecundas y tentativas productivas, entre callejones sin salida y errores, por un lado, y procesos de aprendizaje y soluciones, por lo menos provisionales, por otro. Pero según sea el paradigma de que se parta, se abren a la retrospección líneas de reconstrucción distintas. La elección del paradigma no es, empero, arbitraria, sino que depende de la situación hermenéutica de partida, de la cual no podemos disponer a voluntad. La precomprensión paradigmática no es incorregible; en el propio proceso de interpretación queda sometida a comprobación y puede modificarse. Pero en último término, la concepción de que se parta en la reconstrucción, sea una concepción de la ciencia, sea una concepción del derecho, conserva una cierta fuerza prejuzgadora; no es neutral. De ahí que se la deba justificar teoréticamente mostrando cómo el modelo que esa concepción representa es el que mejor acierta con el “negocio” de la ciencia o el “negocio” del derecho.

Justo este sentido es el que tiene el modelo de Dworkin de un derecho positivo compuesto de reglas y principios, que a través de una administración discursiva de justicia asegura la “integridad” de las relaciones de reconocimiento recíproco que garantizan a cada miembro de la comunidad jurídica igual consideración y respeto. Con una referencia a mi crítica a Gadamer, Dworkin caracteriza su procedimiento crítico-hermenéutico como una “interpretación constructiva”, que hace explícita la racionalidad del proceso de comprensión refiriéndolo a un paradigma o a un “propósito”: “En la interpretación constructiva se trata de imponer un propósito a un objeto o a una práctica en orden a hacer de ese objeto o de esa práctica el mejor ejemplo posible de la forma o género al que se supone pertenece...Diremos entonces que toda interpretación aspira a convertir un objeto en lo mejor que ese objeto puede ser, como ejemplo de alguna empresa supuesta, y que la interpretación toma formas diferentes en diferentes contextos sólo porque diferentes empresas implican estándares diferentes de valor o de éxito”.

Con ayuda de tal procedimiento de interpretación constructiva todo juez habría de ser por principio capaz de llegar en todos los casos a una decisión idealmente válida compensando la supuesta “indeterminación del derecho” por vía de buscar la fundamentación de su sentencia en una “teoría”. Esta teoría tendría la finalidad de reconstruir el orden jurídico dado en cada caso, de modo que el derecho vigente pudiera mostrarse como justificado a partir de un conjunto ordenado de principios y, por tanto, pudiera mostrarse como una encarnación más o menos ejemplar del derecho en general.

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