miércoles, 19 de agosto de 2009

maría zambrano, mística y poesía

Maria Zambrano, mística y poesía.-

La poesía era una herejía ante la idea e verdad de los griegos. Y también lo era ante su exigencia de unidad, porque traía la dispersión del modo más peligroso: fijándola. Herejía también ante la moral y ante algo más grave que la moral misma y anterior a ella, ante la religión del alma (orfismos, cultos dionisíacos), porque era la carne expresada, hecha ente por la palabra.

El griego, en realidad, no se atrevía a rechazar la carne como siglos después lo hiciera el cristiano, primeramente por boca de San Pablo. Nunca lo hizo, pero se diría que estaba deseando de que alguien encontrara razón para hacerlo. Este alguien, antes que San Pablo, fue Platón. Y en verdad, que la incomprensión que “el Apóstol de las gentes” encontrara en Atenas para su predicación, fue por un motivo contrario al desprecio de la carne. Fue porque venía precisamente, a anunciar su resurrección. Porque vino a mostrar la mística cristiana en el aspecto más extraño para el ascetismo intelectual de que los filósofos dejaron penetrada la mente griega, y a contradecir igualmente la aspiración religiosa que de los mejores círculos emanara: el horror a la carne y a las pasiones; la soñada liberación del alma de su tumba corporal.

El cuerpo como tumba era una imagen órfica que el mismo Platón llegó a usar con toda energía. La consideración de las pasiones como adversas a la imagen puera del alma aparece continuamente y con toda claridad, claridad poética, justo es confesarlo. Así, hablando del alma dice en La República: “Más, para conocer bien su naturaleza, no se la debe considerar como nosotros lo hacemos, en el estado de degradación en que le han puesto su unión con el cuerpo y otras miserias, sino que es preciso contemplarla con los ojos del espíritu tal cual es en sí misma y desasida de todo lo que le es extraño. Entonces se verá que es infinitamente más hermosa y que nosotros la hemos visto en un estado que se asemeja al de Glaucos el marino. Viéndole se estaría bien deficultado de reconocer su primitiva naturaleza, porque de las antiguas partes de su cuerpo las unas se han destruido, las otras se han gastado y desfigurado por las ondas, mientras que otras nuevas se le han añadido, formadas por conchas, algas y ovas, de manera que se parece más a no importa qué bestia que a lo que él era naturalmente. Así el alma se muestra a nosotros desfigurada por mil males”.

Por esta imagen poética Platón nos muestra el tristísimo estado del alma al caer en el cuerpo; su tumba, su cárcel. Más, cárcel activa en su pasividad, como el mar. El cuerpo de Glaucos el tritón sumergido en un medio extraño, como el mar, para su primaria naturaleza. Y el mar, en su aparente neutralidad pasiva, desgasta, altera, cambia. Nada más desconcertante melancólico que ciertas playasa a la hora de la baja mar; criaturas extrañísimas han quedado abandonadas sobre la arena húmeda y un aire de destrucción parece flotar sobre todo. El mar parece ser el agente cósmico de la destrucción, de la aniquilación lenta, cautelosa e inexorable de ese algo macizo, óseo que parece constituir la naturaleza humana. Un tritón, un viejo buque encallado, desfigurado por las algas y todos los extraños seres que el mar arroja de su seno; seres extraños y seductores a la vez. El mar destruye por la seducción, con la violencia sinuosa del encanto. Y la fuerza de la carne sobre el alma no la ha concebido Platón a la manera del muro frente a su prisionero, sino al modo de la lenta e irresistible fuerza desfiguradora de las ondas marinas. El alma se sumerge en ella, se disuelve y se destruye, tomando en cambio agregados de cosas que se adhieren a ella, pero que no son suyas, que la transforman dándole la apariencia de un mosntruo. El alma se disuelva y se altera al contacto con la carne. Y tiene este contacto con la carne lo que tiene el sumergirse dentro del medio marino: el encontrarse en algo insondable. Los muros de la cárcel aprisionan, pero son algo perfectamente limitado; su acción es meramente aisladora. Mas, quien se sumerge en el mar, cae dentro de un medio corrosivo, de actividad destructora y sin límites: insondable. Cae en algo donde ya no sabrá donde está, donde su situación no podrá ser establecida claramente. Si logra mantenerse a flote le sucederá lo que al tritón, lo que al buque encallado: será desfigurado y destruido.

Por eso es menester que el alma que así ha naufragado combata incesantemente contra esta fuerza terrible y seductora. Es menester que por una acción cntinuada se salve del naufragio, poniéndose a flote primero, y enseguida aislándose en lo posible del medio destructor; manteniéndose fiel a lo que es su naturaleza, defendiendo las partes originales de la alteración y rechazando violentamente a las criaturas extrañas que intentan adherírsele. El cmbate es todavía más difícil que el del prisionero que, privado de luz, está en posesión de sí mismo, a solas con su naturaleza; en libertad en suma, dentro de su confinamiento. La cárcel es la separación y la soledad. Mas en la soledad y la separación, el alma se conserva fiel a sí misma, y es libre de recordar su alto origen, de sentir nostalgia de sus compañeros y de su remota patria. Es más difícil aún el combate que en la Caverna del Mito, donde el prisionero no tiene ante sí, más que sombras, apariencias, y las cadenas sujetan sus miembros para que no pueda mirar hacia el lugar de donde llega la luz. En esta pintura que Platón nos ofrece ya al final de La República, el alma aparece encadenada por algo que no se limita a sujetarla. Encadenada por unas cadenas activas que la destruyen, por un mundo, en fin, poblado de criaturas extrañas y aunque Platón no lo diga en este pasaje, poblado también de seducción. Hay algo en el alma que empatiza con este medio que le es extraño.

Será menester que realice un supremo esfuerzo que la reintegre a su naturaleza. Y así, prosigue Platón su imagen poética: “Pero he aquí lo que hace falta mirar en ella. Qué, preguntó. Su amor a la verdad: es preciso considerar a qué cosas se dirige, qué tratos apetece, en virtud de su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno y lo que ella llegará a ser, si se entrega por completo a la persecución de las cosas de esta naturaleza y si llevada por su ímpetu, sale de la mar donde está en el presente y se sacude las arenas, conchas y... Entonces se verá su verdadera naturaleza, si es simple o compuesta, en qué consiste y cómo es. Por lo que hace a su situación presente, hemos explicado bastante bien las pasiones a que está sujeta en la vida actual”.

“Su amor a la verdad, qué tratos apetece, en cirtud de su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno”. La naturaleza del alma humana, pues, está precisamente en su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno. Esta idea la repite Platón a lo largo de sus discursos como algo obvio y decisivo, como la verdad en que va a fundarse su íntimo y profundo anhelo. Anhelo, no es difícil decirlo, anhelo y esperanza de salvar el alma. La imagen presente le parece tan sólo imagen de la decadencia, de la degradación. Por eso tenía que rechazar a la poesía que pretendía perpetuarla. A la poesía, copia de la degradación, decadencia de la decadencia. “El alma es semejante a lo divino”. “El alma es casi divina”, reitera en el Fedón.

Y la verdad es que, esta imagen de la vida como naufragio, como caída no era original de la filosofía platonica, ni de ninguna filosofía. Era la idea que en la metempsícosis aparecía desde antiguo y que a Platón le llegara de los Misterios y del orfismo. Platón no hace nada más -¡nada más!- que fundamentarla, que encontrarle un fundamento racional. NO hace sino racionalizar la esperanza asegurándola, tornándola en certidumbre; y todavía en algo más: en una certidumbre que puedo forzar. La esperanza en la cual nos mantenemos quietos y pasivos, se torna en certidumbre por efecto de la violencia filosófica; en certidumbre activa, pues que depende de un esfuerzo humano el que se cumpla.

Y este esfuerzo se realiza por el camino de la filosofía. La filosofía nace, en verdad, de una paradoja de la naturaleza humana. La naturaleza del hombre es la razón. Esta identificación de naturaleza humana y razón, es una de las batallas decisivas que Platón gana, y gana para tantos siglos como de él nos separan. Por naturaleza entendemos la manera de ser de una cosa que lo es por sí misma, es decir, que su ser no está hecho por las manos del hombre. Y la naturaleza del hombre -la razón- es algo que el hombre no acaba de tener, sino que tiene que recobrar, que reconquistar.

Esta reconquista comienza con la separación del medio extraño en que ha caído, comienza con la catharsis de las pasiones, producto de su ligazón con el cuerpo-tumba. Después, vendrá el camino de la dialéctica que la razón, ya sola y recogida en sí misma, recorre hasta la idea del bien, que es lo divino, de lo cual el alma humana es, sui generis, pariente. La filosofía, pues, realiza, nada menos, que el encuentro del alma consigo misma, el redescubrimiento de su propia naturaleza. Innumerablemente repite Platón la misma idea a lo largo de varios diálogos, pero muy especialmente en el Fedón, que es donde esta esperanza racionalizada por la filosofía se revela: “Mas, una purificación, ¿no es justamente lo que dice la antigua tradición? Poner en lo posible al alma aparte del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y recogerse sobre ella misma, a vivir, tanto como sea posible en las circunstancias actuales y en las que seguirán, aislada en sí misma y desprendida del cuerpo como de una cadena?” El conocimiento es pues, purificación, separación del alma de sus cadenas para reintegrarse a su verdadera naturaleza. El “saber desinteresado” viene a resultar el más profundamente interesado de todos, pues que, en realidad, no es un añadir nada, sino simplemente un convertir el alma, un hacerla ser, ya que “el que contempla se hace semejante al objeto de su contemplación”.

El camino de tal contemplación es el de la dialéctica, el movimiento de la razón por sí misma desprendida ya de todo: “Asimismo cuando un hombre ensaya por la dialéctica y sin recurrir a ninguno de los sentidos, más usando por la razón dirigirse a la esencia de cada cosa sin detenerse antes de haber sabido por la sola inteligencia, la esencia del bien, llega al término de lo visible. -Es muy justo -Y bien, ¿es eso lo que tú llamas la marcha dialéctica? -Sin duda”.

El arranque de esta dialéctica está en la violencia con que uno de los prisioneros de la Caverna se ve forzado a separarse de las cadenas que le retienen frente a las sombras y su término está en la contemplación de la idea del bien. El prisionero arrastrado primeramente sube penosamente el camino que conduce hacia la luz. La descripción de este prisionero, en su ascensión hacia la verdad es algo que no ha podido perder su fuerza después de tantos siglos de tópicos platónicos, fuerza impresionante por su realidad. Esta subida es la del que se ve forzado a ser filósofo:

“Y si alguien le sacase de allí por la violencia haciéndole subir por una áspera y penosa cuesta sin dejarle hasta llevarle frente a la luz del sol, ¿no crees que sufriría y se resolvería al ser arrastrado así? ¿Y cuando llegase a la luz, tendría los ojos deslumbrados de su resplandor, y no podría ver ninguno de los objetos que llamamos ahora verdaderos? No podría, al menos de momento. Debería, en efecto, habituarse, si quería ver al mundo superior. Lo que vería en seguida con más facilidad, serían las sombras, después las imágenes de los hombres y de otras cosas reflejadas en las aguas, después las cosas mismas. Y después, levantando la vista hacia la luz de los astros y de la luna, contemplaría durante la noche, las constelaciones y el firmamento mismo, más fácilmente que durante el día el sol y su resplandor. Sin duda. Y al fin, creo que sería el sol, no ya en las aguas, ni en sus imágenes reflejadas en algún otro lugar, sino el mismo sol en su lugar lo que él podría mirar y contemplar, tal y como es”.

La purificación ha llegado a su término y el que ha llegado a contemplar el bien cara a cara y a saber que él es la causa de todo lo que en alguna manera es, ya no tiene de propiamente humano, es decir de común con los que todavía siguen encadenados en la caverna, más que la piedad hacia su miserable condición. Y el regreso a la obscura cueva le coloca en una situación extrañísima frente a los hombres: estos por venir él de la luz, por traerla, no lo conocerán. Y su extrañeza es tal, que les irrita, hasta el punto que pueden llagar a darle muerte. No es muy aventurado el pensar que la muerte de Sócrates, su maestro, estaba presente en estas líneas. ¿Es entonces, de extrañar que quien tan tremenda batalla estaba librando para afirmar el camino de la filosofía, fuera todo hostilidad para justificar cualquier otro camino? Era la filosofía, era la vida del filósofo lo que había que justificar y aclarar contra la ciega multitud humana. Era la esperanza puesta por la filosofía al alcance de todo hombre. Porque la esperanza ya no dependía de los dioses ni del destino, la elección para la vida bienaventurada, se hacía por uno mismo. Cualquier hombre podía elegirse a condición de que se eligiera de verdad; es decir, de que se resolviese a ejercer sobre su actual condición, la violencia y arrastrado por ella subir el camino, áspero al principio, luminoso y sin límites, al final. Era la salvación por la filosofía, por el humano esfuerzo: “...Toda alma tiene en sí la facultad de saber y un órgano destinado a este fin y que, como un ojo que no se pudiese volver de la obscuridad hacia la luz, sino volviendo tras de sí todo el cuerpo, así este órgano debe separarse, con toda el alma, de las cosas perecederas, hasta que llegue a ser capaz de soportar la vista del ser y de la parte más brillante del ser, la que llamamos bien. ¿No es cierto? ¡Sí! La educación es el arte de volver a este órgano y de encontrar para ello el método más fácil y eficaz; no consiste en crear la vista en el órgano porque ya la posee, mas como está mal orientado y ira loq ue no debe, ella debe procurar la conversión”.

El prisionero desligado, libre de la opresión de las cadenas y del engaño de las sombras, se apiada de sus antiguos compañeros y los educa, los convierte. Conversión por la filosofía, por la dialéctica, que va más allá de ella, pues que esta áspera subida, hasta llegar a la luz misma, esta conversión que cada cual puede realizar en su alma, y que el filósofo cuida piadosamente, aparece fundada en algo, ya que no es de este mundo. Porque esa luz del bien, no se contempla íntegramente sino tras la muerte.

Y por ello, si en La República establece Platón la justicia de este mundo, y nos da las razones para vivir bien, en el Fedón, la misma dialéctica tiene ya el sentido de una enseñanza para la muerte. La filosofía es una preparación para la muerte y el filósofo es el hombre que está maduro para ella. Y esta conversión no se verifica sino cuando “nos hemos separado de la locura del cuerpo” frase que creeríamos de San Pablo, si la viésemos separada del texto platónico.

Separado de la locura de la carne, del engaño de las sombras, el filósofo recobra su naturaleza, la verdadera naturaleza humana. Naturaleza que no se posee, según hemos visto, sin esfuerzo ni violencia. Aquello de lo que el alma es pariente está en la otra orilla del río de la vida. La filosofía es un ejercitarse en morir y la estancia del filósofo entre los hombres es muy semejante a la de alguien que ha muerto y que por privilegio especial ha obtenido la gracia de volver junto a los hombres como mensajero de la violencia que hace falta para que se realice la conversión, como una llamada de lo que del otro lado es pariente de la alterada naturaleza humana. Clara y taxativamente queda establecida en el Fedón la Filosofía como la sabiduría de la muerte. “¿No es verdad que el sentido preciso de la palabra muerte, es que un alma se separa y se va aparte de un cuerpo? Ciertamente. Y que esta liberación, como decimos, los únicos que la procuran son aquellos que en el sentido recto del término se ocupan en filosofar. El objeto propio del ejercicio de los filósofos no es este mismo de liberar el alma y separarla del cuerpo?”.

La situación se ha ido agravando cada vez más: ya el filósofo no puede contentarse con la separación de las cosas tal y como se dan a la mirada primera que vertemos sobre el mundo. Ya, no sólo ha de renunciar a las apariencias sensibles, sino que un verdadero ascetismo se le impone. El conocimiento no es una ocupación de la mente, sino un ejercicio que transforma el alma entera que afecta a la vida ensu totalidad. El amor al saber determina una manera de vivir. Porque es ante todo, una manera de morir, de ir hacia la muerte. Estar maduro para la muerte es el estado propio del filósofo.

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Es muy importante este texto y lo que dice María Zambrano, sin duda, la dependencia del amor respecto de la idea mística, y sobre todo, respecto de la cultura, sea religiosa o filosófica. Creo que de aquí se extrae una nueva forma de entenderlo que quizás hoy día nos pasa desapercibido, porque vivimos bajo una inmediatidad, que hace que toda concepción filosófica desaparezca, pero es todo lo contrario, esto forma parte de nuestras concepciones y todavía tenemos que ver remotas raíces en esto que dice aquí María Zambrano, acerca de la salvación de la idea del amor.

Voy a rescatar otro texto de ella en que pone de relieve que no es la religión sino la filosofía de Platón bajo la idea de ascetismo y del mito órfico lo que hace que se salve la idea unificadora del Amor:

"Porque el cristianismo, religión triunfante que ha vivido en la cultura triunfante de occidente, anuló a algunas religiones anteriores, cuyo rastro no tiene hoy forma, ni nombre, pero que sin duda, se entrelazan con la religión católica que tuvo la flexibilidad de absorber las particularidades en donde las había. Y hay sin duda cultos olvidados a deidades desconocidas que viven obscuramente bajo otros nombres. Así hubiera pasado con el amor, de no haber mediado el pensamiento realmente mediador de Platón".

Y más adelante dirá: "Y este ascetismo había de ser el lazo más fuerte y profundo que se tendiera entre religión cristiana y pensamiento griego. Y si en alguna parte el ascetismo se dibujaba con mayor firmeza y claridad, no cabe duda que era en el pensamiento platónico tan vivo y creciente en el momento en que el cristianismo aparecía".

Luego después intenta justificar este ascetismo platónico, que significa ante todo la Dialéctica, no en un conocimiento sino en recobrar la "naturaleza humana", rescatar el alma, lo que hace Platón es teología y mística. Sin querer ser poesía, que María Zambrano dice que es el vivir según la carne o más bien vivir en la carne, la filosofía se justificaba en querer separarse de ella, de lo que dirá en Fedón, la locura del cuerpo, y de una sabiduría también para morir, esto es así. En cierta manera no hay contraposición, es más bien una mística dirá María Zambrano, es la violencia misma que engendra la filosofía, y la misma violencia o angustia que engendra la poesía al verse presa de la carne. Hay como dos saberes que se pretenden conciliar a través de la dialéctica o de una mística, un ejercicio, que al mismo tiempo acerque a la naturaleza humana y no nos aleje de ella.

El pueblo griego no rechazó la idea del cuerpo cuando San Pablo intentó explicar su doctrina, sino más bien la idea de la resurrección de la carne, esto es lo que no entendió. Sin embargo, sí dice María Zambrano, el pueblo griego necesitaba de alguna idea que le hiciese separarse del cuerpo, de la propia condenación en que la poesía caía, esto no lo rechazó el griego. Lo que hizo Platón es fundamentar todas esas ideas órficas que ya circulaban antiguamente, y les dio luz y también habló del conocimiento y del mito de la Caverna. A partir de ahí, es cuando se crea la "teoría del alma", que hoy podemos interpretar a la luz de los nuevos conocimientos con escepticismo, pero desde luego, también se ve que la mente, el cerebro, son nuevos conceptos que hoy vienen también a rescatar esta teoría, al mismo tiempo que su lazo y la interconexión que hay entre cuerpo y alma, que es la idea de nuevo que reaparece, desde que inicié el tema con Henry Bergson, y que también enlazaba con la forma de escribir aquí de Virginia Woolf.

Bueno, gracias por vuestros comentarios, Joan y Wave, porque desde ángulos diversos, también vemos cómo se puede rescatar una idea antigua pero que todavía tiene mucho que dar de sí, y más cuando ha sido un vínculo de unión a través del pensamiento de los tiempos.

Un abrazo para ambos.
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Fijarse también lo que dice María Zambrano:
“Si Platón condena las pasiones es sencillamente porque quiere salvar la sede donde las pasiones se asientan, porque quiere salvar el alma. Y de antiguo, parece que germinaba este concepto salvar el alma. Y no ciertamente en los poetas, sino entre ciertos círculos religiosos que ya hemos mentado. Platón parece ser su instrumento, quien racionalizó y por tanto, dio seguridad a estos anhelos, un tanto delirantes. Llevó la seguridad del pensamiento -ser, unidad, idea- a lo que latía como gemido, como ansia irrenunciable en los cultos órficos y dionisíacos. Por primera vez se pensó claramente sobre lo que tan osbcuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas. Matemática y anhelo irracional se unieron por primera vez. Platón hizo teología”.

Bueno, pues esta idea de unir los símbolos, de ver con claridad los anhelos, de unir alma y cuerpo, creo que vuelve otra vez, porque estamos pasando tiempos en que necesitamos dar claridad a muchos de estos anhelos y no lo conseguimos por falta de seguridad y de afirmación, tal vez porque estamos viviendo unos momentos no de mucha libertad o de muchas experiencias, sino más bien de falta de raíces con el pensamiento humano y con la historia, donde hemos perdido bastante la noción de nuestra cutura y de la memoria cultural.
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Maria Zambrano, mística y poesía.-

La poesía era una herejía ante la idea e verdad de los griegos. Y también lo era ante su exigencia de unidad, porque traía la dispersión del modo más peligroso: fijándola. Herejía también ante la moral y ante algo más grave que la moral misma y anterior a ella, ante la religión del alma (orfismos, cultos dionisíacos), porque era la carne expresada, hecha ente por la palabra.

El griego, en realidad, no se atrevía a rechazar la carne como siglos después lo hiciera el cristiano, primeramente por boca de San Pablo. Nunca lo hizo, pero se diría que estaba deseando de que alguien encontrara razón para hacerlo. Este alguien, antes que San Pablo, fue Platón. Y en verdad, que la incomprensión que “el Apóstol de las gentes” encontrara en Atenas para su predicación, fue por un motivo contrario al desprecio de la carne. Fue porque venía precisamente, a anunciar su resurrección. Porque vino a mostrar la mística cristiana en el aspecto más extraño para el ascetismo intelectual de que los filósofos dejaron penetrada la mente griega, y a contradecir igualmente la aspiración religiosa que de los mejores círculos emanara: el horror a la carne y a las pasiones; la soñada liberación del alma de su tumba corporal.

El cuerpo como tumba era una imagen órfica que el mismo Platón llegó a usar con toda energía. La consideración de las pasiones como adversas a la imagen puera del alma aparece continuamente y con toda claridad, claridad poética, justo es confesarlo. Así, hablando del alma dice en La República: “Más, para conocer bien su naturaleza, no se la debe considerar como nosotros lo hacemos, en el estado de degradación en que le han puesto su unión con el cuerpo y otras miserias, sino que es preciso contemplarla con los ojos del espíritu tal cual es en sí misma y desasida de todo lo que le es extraño. Entonces se verá que es infinitamente más hermosa y que nosotros la hemos visto en un estado que se asemeja al de Glaucos el marino. Viéndole se estaría bien deficultado de reconocer su primitiva naturaleza, porque de las antiguas partes de su cuerpo las unas se han destruido, las otras se han gastado y desfigurado por las ondas, mientras que otras nuevas se le han añadido, formadas por conchas, algas y ovas, de manera que se parece más a no importa qué bestia que a lo que él era naturalmente. Así el alma se muestra a nosotros desfigurada por mil males”.

Por esta imagen poética Platón nos muestra el tristísimo estado del alma al caer en el cuerpo; su tumba, su cárcel. Más, cárcel activa en su pasividad, como el mar. El cuerpo de Glaucos el tritón sumergido en un medio extraño, como el mar, para su primaria naturaleza. Y el mar, en su aparente neutralidad pasiva, desgasta, altera, cambia. Nada más desconcertante melancólico que ciertas playasa a la hora de la baja mar; criaturas extrañísimas han quedado abandonadas sobre la arena húmeda y un aire de destrucción parece flotar sobre todo. El mar parece ser el agente cósmico de la destrucción, de la aniquilación lenta, cautelosa e inexorable de ese algo macizo, óseo que parece constituir la naturaleza humana. Un tritón, un viejo buque encallado, desfigurado por las algas y todos los extraños seres que el mar arroja de su seno; seres extraños y seductores a la vez. El mar destruye por la seducción, con la violencia sinuosa del encanto. Y la fuerza de la carne sobre el alma no la ha concebido Platón a la manera del muro frente a su prisionero, sino al modo de la lenta e irresistible fuerza desfiguradora de las ondas marinas. El alma se sumerge en ella, se disuelve y se destruye, tomando en cambio agregados de cosas que se adhieren a ella, pero que no son suyas, que la transforman dándole la apariencia de un mosntruo. El alma se disuelva y se altera al contacto con la carne. Y tiene este contacto con la carne lo que tiene el sumergirse dentro del medio marino: el encontrarse en algo insondable. Los muros de la cárcel aprisionan, pero son algo perfectamente limitado; su acción es meramente aisladora. Mas, quien se sumerge en el mar, cae dentro de un medio corrosivo, de actividad destructora y sin límites: insondable. Cae en algo donde ya no sabrá donde está, donde su situación no podrá ser establecida claramente. Si logra mantenerse a flote le sucederá lo que al tritón, lo que al buque encallado: será desfigurado y destruido.

Por eso es menester que el alma que así ha naufragado combata incesantemente contra esta fuerza terrible y seductora. Es menester que por una acción cntinuada se salve del naufragio, poniéndose a flote primero, y enseguida aislándose en lo posible del medio destructor; manteniéndose fiel a lo que es su naturaleza, defendiendo las partes originales de la alteración y rechazando violentamente a las criaturas extrañas que intentan adherírsele. El cmbate es todavía más difícil que el del prisionero que, privado de luz, está en posesión de sí mismo, a solas con su naturaleza; en libertad en suma, dentro de su confinamiento. La cárcel es la separación y la soledad. Mas en la soledad y la separación, el alma se conserva fiel a sí misma, y es libre de recordar su alto origen, de sentir nostalgia de sus compañeros y de su remota patria. Es más difícil aún el combate que en la Caverna del Mito, donde el prisionero no tiene ante sí, más que sombras, apariencias, y las cadenas sujetan sus miembros para que no pueda mirar hacia el lugar de donde llega la luz. En esta pintura que Platón nos ofrece ya al final de La República, el alma aparece encadenada por algo que no se limita a sujetarla. Encadenada por unas cadenas activas que la destruyen, por un mundo, en fin, poblado de criaturas extrañas y aunque Platón no lo diga en este pasaje, poblado también de seducción. Hay algo en el alma que empatiza con este medio que le es extraño.

Será menester que realice un supremo esfuerzo que la reintegre a su naturaleza. Y así, prosigue Platón su imagen poética: “Pero he aquí lo que hace falta mirar en ella. Qué, preguntó. Su amor a la verdad: es preciso considerar a qué cosas se dirige, qué tratos apetece, en virtud de su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno y lo que ella llegará a ser, si se entrega por completo a la persecución de las cosas de esta naturaleza y si llevada por su ímpetu, sale de la mar donde está en el presente y se sacude las arenas, conchas y... Entonces se verá su verdadera naturaleza, si es simple o compuesta, en qué consiste y cómo es. Por lo que hace a su situación presente, hemos explicado bastante bien las pasiones a que está sujeta en la vida actual”.

“Su amor a la verdad, qué tratos apetece, en cirtud de su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno”. La naturaleza del alma humana, pues, está precisamente en su parentesco con lo que es divino, inmortal y eterno. Esta idea la repite Platón a lo largo de sus discursos como algo obvio y decisivo, como la verdad en que va a fundarse su íntimo y profundo anhelo. Anhelo, no es difícil decirlo, anhelo y esperanza de salvar el alma. La imagen presente le parece tan sólo imagen de la decadencia, de la degradación. Por eso tenía que rechazar a la poesía que pretendía perpetuarla. A la poesía, copia de la degradación, decadencia de la decadencia. “El alma es semejante a lo divino”. “El alma es casi divina”, reitera en el Fedón.

Y la verdad es que, esta imagen de la vida como naufragio, como caída no era original de la filosofía platonica, ni de ninguna filosofía. Era la idea que en la metempsícosis aparecía desde antiguo y que a Platón le llegara de los Misterios y del orfismo. Platón no hace nada más -¡nada más!- que fundamentarla, que encontrarle un fundamento racional. NO hace sino racionalizar la esperanza asegurándola, tornándola en certidumbre; y todavía en algo más: en una certidumbre que puedo forzar. La esperanza en la cual nos mantenemos quietos y pasivos, se torna en certidumbre por efecto de la violencia filosófica; en certidumbre activa, pues que depende de un esfuerzo humano el que se cumpla.

Y este esfuerzo se realiza por el camino de la filosofía. La filosofía nace, en verdad, de una paradoja de la naturaleza humana. La naturaleza del hombre es la razón. Esta identificación de naturaleza humana y razón, es una de las batallas decisivas que Platón gana, y gana para tantos siglos como de él nos separan. Por naturaleza entendemos la manera de ser de una cosa que lo es por sí misma, es decir, que su ser no está hecho por las manos del hombre. Y la naturaleza del hombre -la razón- es algo que el hombre no acaba de tener, sino que tiene que recobrar, que reconquistar.

Esta reconquista comienza con la separación del medio extraño en que ha caído, comienza con la catharsis de las pasiones, producto de su ligazón con el cuerpo-tumba. Después, vendrá el camino de la dialéctica que la razón, ya sola y recogida en sí misma, recorre hasta la idea del bien, que es lo divino, de lo cual el alma humana es, sui generis, pariente. La filosofía, pues, realiza, nada menos, que el encuentro del alma consigo misma, el redescubrimiento de su propia naturaleza. Innumerablemente repite Platón la misma idea a lo largo de varios diálogos, pero muy especialmente en el Fedón, que es donde esta esperanza racionalizada por la filosofía se revela: “Mas, una purificación, ¿no es justamente lo que dice la antigua tradición? Poner en lo posible al alma aparte del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y recogerse sobre ella misma, a vivir, tanto como sea posible en las circunstancias actuales y en las que seguirán, aislada en sí misma y desprendida del cuerpo como de una cadena?” El conocimiento es pues, purificación, separación del alma de sus cadenas para reintegrarse a su verdadera naturaleza. El “saber desinteresado” viene a resultar el más profundamente interesado de todos, pues que, en realidad, no es un añadir nada, sino simplemente un convertir el alma, un hacerla ser, ya que “el que contempla se hace semejante al objeto de su contemplación”.

El camino de tal contemplación es el de la dialéctica, el movimiento de la razón por sí misma desprendida ya de todo: “Asimismo cuando un hombre ensaya por la dialéctica y sin recurrir a ninguno de los sentidos, más usando por la razón dirigirse a la esencia de cada cosa sin detenerse antes de haber sabido por la sola inteligencia, la esencia del bien, llega al término de lo visible. -Es muy justo -Y bien, ¿es eso lo que tú llamas la marcha dialéctica? -Sin duda”.

El arranque de esta dialéctica está en la violencia con que uno de los prisioneros de la Caverna se ve forzado a separarse de las cadenas que le retienen frente a las sombras y su término está en la contemplación de la idea del bien. El prisionero arrastrado primeramente sube penosamente el camino que conduce hacia la luz. La descripción de este prisionero, en su ascensión hacia la verdad es algo que no ha podido perder su fuerza después de tantos siglos de tópicos platónicos, fuerza impresionante por su realidad. Esta subida es la del que se ve forzado a ser filósofo:

“Y si alguien le sacase de allí por la violencia haciéndole subir por una áspera y penosa cuesta sin dejarle hasta llevarle frente a la luz del sol, ¿no crees que sufriría y se resolvería al ser arrastrado así? ¿Y cuando llegase a la luz, tendría los ojos deslumbrados de su resplandor, y no podría ver ninguno de los objetos que llamamos ahora verdaderos? No podría, al menos de momento. Debería, en efecto, habituarse, si quería ver al mundo superior. Lo que vería en seguida con más facilidad, serían las sombras, después las imágenes de los hombres y de otras cosas reflejadas en las aguas, después las cosas mismas. Y después, levantando la vista hacia la luz de los astros y de la luna, contemplaría durante la noche, las constelaciones y el firmamento mismo, más fácilmente que durante el día el sol y su resplandor. Sin duda. Y al fin, creo que sería el sol, no ya en las aguas, ni en sus imágenes reflejadas en algún otro lugar, sino el mismo sol en su lugar lo que él podría mirar y contemplar, tal y como es”.

La purificación ha llegado a su término y el que ha llegado a contemplar el bien cara a cara y a saber que él es la causa de todo lo que en alguna manera es, ya no tiene de propiamente humano, es decir de común con los que todavía siguen encadenados en la caverna, más que la piedad hacia su miserable condición. Y el regreso a la obscura cueva le coloca en una situación extrañísima frente a los hombres: estos por venir él de la luz, por traerla, no lo conocerán. Y su extrañeza es tal, que les irrita, hasta el punto que pueden llagar a darle muerte. No es muy aventurado el pensar que la muerte de Sócrates, su maestro, estaba presente en estas líneas. ¿Es entonces, de extrañar que quien tan tremenda batalla estaba librando para afirmar el camino de la filosofía, fuera todo hostilidad para justificar cualquier otro camino? Era la filosofía, era la vida del filósofo lo que había que justificar y aclarar contra la ciega multitud humana. Era la esperanza puesta por la filosofía al alcance de todo hombre. Porque la esperanza ya no dependía de los dioses ni del destino, la elección para la vida bienaventurada, se hacía por uno mismo. Cualquier hombre podía elegirse a condición de que se eligiera de verdad; es decir, de que se resolviese a ejercer sobre su actual condición, la violencia y arrastrado por ella subir el camino, áspero al principio, luminoso y sin límites, al final. Era la salvación por la filosofía, por el humano esfuerzo: “...Toda alma tiene en sí la facultad de saber y un órgano destinado a este fin y que, como un ojo que no se pudiese volver de la obscuridad hacia la luz, sino volviendo tras de sí todo el cuerpo, así este órgano debe separarse, con toda el alma, de las cosas perecederas, hasta que llegue a ser capaz de soportar la vista del ser y de la parte más brillante del ser, la que llamamos bien. ¿No es cierto? ¡Sí! La educación es el arte de volver a este órgano y de encontrar para ello el método más fácil y eficaz; no consiste en crear la vista en el órgano porque ya la posee, mas como está mal orientado y ira loq ue no debe, ella debe procurar la conversión”.

El prisionero desligado, libre de la opresión de las cadenas y del engaño de las sombras, se apiada de sus antiguos compañeros y los educa, los convierte. Conversión por la filosofía, por la dialéctica, que va más allá de ella, pues que esta áspera subida, hasta llegar a la luz misma, esta conversión que cada cual puede realizar en su alma, y que el filósofo cuida piadosamente, aparece fundada en algo, ya que no es de este mundo. Porque esa luz del bien, no se contempla íntegramente sino tras la muerte.

Y por ello, si en La República establece Platón la justicia de este mundo, y nos da las razones para vivir bien, en el Fedón, la misma dialéctica tiene ya el sentido de una enseñanza para la muerte. La filosofía es una preparación para la muerte y el filósofo es el hombre que está maduro para ella. Y esta conversión no se verifica sino cuando “nos hemos separado de la locura del cuerpo” frase que creeríamos de San Pablo, si la viésemos separada del texto platónico.

Separado de la locura de la carne, del engaño de las sombras, el filósofo recobra su naturaleza, la verdadera naturaleza humana. Naturaleza que no se posee, según hemos visto, sin esfuerzo ni violencia. Aquello de lo que el alma es pariente está en la otra orilla del río de la vida. La filosofía es un ejercitarse en morir y la estancia del filósofo entre los hombres es muy semejante a la de alguien que ha muerto y que por privilegio especial ha obtenido la gracia de volver junto a los hombres como mensajero de la violencia que hace falta para que se realice la conversión, como una llamada de lo que del otro lado es pariente de la alterada naturaleza humana. Clara y taxativamente queda establecida en el Fedón la Filosofía como la sabiduría de la muerte. “¿No es verdad que el sentido preciso de la palabra muerte, es que un alma se separa y se va aparte de un cuerpo? Ciertamente. Y que esta liberación, como decimos, los únicos que la procuran son aquellos que en el sentido recto del término se ocupan en filosofar. El objeto propio del ejercicio de los filósofos no es este mismo de liberar el alma y separarla del cuerpo?”.

La situación se ha ido agravando cada vez más: ya el filósofo no puede contentarse con la separación de las cosas tal y como se dan a la mirada primera que vertemos sobre el mundo. Ya, no sólo ha de renunciar a las apariencias sensibles, sino que un verdadero ascetismo se le impone. El conocimiento no es una ocupación de la mente, sino un ejercicio que transforma el alma entera que afecta a la vida ensu totalidad. El amor al saber determina una manera de vivir. Porque es ante todo, una manera de morir, de ir hacia la muerte. Estar maduro para la muerte es el estado propio del filósofo.

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Es muy importante este texto y lo que dice María Zambrano, sin duda, la dependencia del amor respecto de la idea mística, y sobre todo, respecto de la cultura, sea religiosa o filosófica. Creo que de aquí se extrae una nueva forma de entenderlo que quizás hoy día nos pasa desapercibido, porque vivimos bajo una inmediatidad, que hace que toda concepción filosófica desaparezca, pero es todo lo contrario, esto forma parte de nuestras concepciones y todavía tenemos que ver remotas raíces en esto que dice aquí María Zambrano, acerca de la salvación de la idea del amor.

Voy a rescatar otro texto de ella en que pone de relieve que no es la religión sino la filosofía de Platón bajo la idea de ascetismo y del mito órfico lo que hace que se salve la idea unificadora del Amor:

"Porque el cristianismo, religión triunfante que ha vivido en la cultura triunfante de occidente, anuló a algunas religiones anteriores, cuyo rastro no tiene hoy forma, ni nombre, pero que sin duda, se entrelazan con la religión católica que tuvo la flexibilidad de absorber las particularidades en donde las había. Y hay sin duda cultos olvidados a deidades desconocidas que viven obscuramente bajo otros nombres. Así hubiera pasado con el amor, de no haber mediado el pensamiento realmente mediador de Platón".

Y más adelante dirá: "Y este ascetismo había de ser el lazo más fuerte y profundo que se tendiera entre religión cristiana y pensamiento griego. Y si en alguna parte el ascetismo se dibujaba con mayor firmeza y claridad, no cabe duda que era en el pensamiento platónico tan vivo y creciente en el momento en que el cristianismo aparecía".

Luego después intenta justificar este ascetismo platónico, que significa ante todo la Dialéctica, no en un conocimiento sino en recobrar la "naturaleza humana", rescatar el alma, lo que hace Platón es teología y mística. Sin querer ser poesía, que María Zambrano dice que es el vivir según la carne o más bien vivir en la carne, la filosofía se justificaba en querer separarse de ella, de lo que dirá en Fedón, la locura del cuerpo, y de una sabiduría también para morir, esto es así. En cierta manera no hay contraposición, es más bien una mística dirá María Zambrano, es la violencia misma que engendra la filosofía, y la misma violencia o angustia que engendra la poesía al verse presa de la carne. Hay como dos saberes que se pretenden conciliar a través de la dialéctica o de una mística, un ejercicio, que al mismo tiempo acerque a la naturaleza humana y no nos aleje de ella.

El pueblo griego no rechazó la idea del cuerpo cuando San Pablo intentó explicar su doctrina, sino más bien la idea de la resurrección de la carne, esto es lo que no entendió. Sin embargo, sí dice María Zambrano, el pueblo griego necesitaba de alguna idea que le hiciese separarse del cuerpo, de la propia condenación en que la poesía caía, esto no lo rechazó el griego. Lo que hizo Platón es fundamentar todas esas ideas órficas que ya circulaban antiguamente, y les dio luz y también habló del conocimiento y del mito de la Caverna. A partir de ahí, es cuando se crea la "teoría del alma", que hoy podemos interpretar a la luz de los nuevos conocimientos con escepticismo, pero desde luego, también se ve que la mente, el cerebro, son nuevos conceptos que hoy vienen también a rescatar esta teoría, al mismo tiempo que su lazo y la interconexión que hay entre cuerpo y alma, que es la idea de nuevo que reaparece, desde que inicié el tema con Henry Bergson, y que también enlazaba con la forma de escribir aquí de Virginia Woolf.

Bueno, gracias por vuestros comentarios, Joan y Wave, porque desde ángulos diversos, también vemos cómo se puede rescatar una idea antigua pero que todavía tiene mucho que dar de sí, y más cuando ha sido un vínculo de unión a través del pensamiento de los tiempos.

Un abrazo para ambos.
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Fijarse también lo que dice María Zambrano:
“Si Platón condena las pasiones es sencillamente porque quiere salvar la sede donde las pasiones se asientan, porque quiere salvar el alma. Y de antiguo, parece que germinaba este concepto salvar el alma. Y no ciertamente en los poetas, sino entre ciertos círculos religiosos que ya hemos mentado. Platón parece ser su instrumento, quien racionalizó y por tanto, dio seguridad a estos anhelos, un tanto delirantes. Llevó la seguridad del pensamiento -ser, unidad, idea- a lo que latía como gemido, como ansia irrenunciable en los cultos órficos y dionisíacos. Por primera vez se pensó claramente sobre lo que tan osbcuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas. Matemática y anhelo irracional se unieron por primera vez. Platón hizo teología”.

Bueno, pues esta idea de unir los símbolos, de ver con claridad los anhelos, de unir alma y cuerpo, creo que vuelve otra vez, porque estamos pasando tiempos en que necesitamos dar claridad a muchos de estos anhelos y no lo conseguimos por falta de seguridad y de afirmación, tal vez porque estamos viviendo unos momentos no de mucha libertad o de muchas experiencias, sino más bien de falta de raíces con el pensamiento humano y con la historia, donde hemos perdido bastante la noción de nuestra cutura y de la memoria cultural.
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