domingo, 16 de agosto de 2009

maria zambrano, el concepto de angustia, filosofía y poesía

maria zambrano, el concepto de angustia en Kierkegaard, filosofía y poesía

La angustia.-


La angustia parece yacer en el fondo de toda la filosofía, y más que yacer, se actualiza, se pone en marcha en el pensamiento filosófico moderno, según se comprueba en Kierkegaard y en Heidegger, quien parece ser el heredero de toda la filosofía alemana desde Kant. Pues lo que más azora en el “hecho” de la filosofía existencial de Heidegger además de su “éxito” es que parece salir de una tradición, que no tiene el menor carácter advenedizo. Está entroncada en la tradición metafísica alemana, de tal manera que parece ser la revelación de su último secreto. Al menos, con este carácter se presenta históricamente.

La persona, el espíritu. Mas las dos palabras sugieren en seguida otra tercera, la voluntad, es decir, el poder. Y así aparece sin duda alguna en la misma filosofía.

La imagen de la angustia, con su inmediata consecuencia el poder está diseñada insuperablemente por Kierkegaard en su libro clásico: El Concepto de la Angustia. Dice así en el capítulo titulado “El concepto de la angustia”: “La inocencia es ignorancia. En la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino psíquicamente, en unidad inmediata con su naturalidad. El espíritu en el hombre está soñado. En este estado hay paz y reposo; pero hay al mismo tiempo otra cosa, que, sin embargo, no es guerra ni agitación -pues no hay nada con que guerrear. ¿Qué es ello? Nada. Pero, ¿qué efecto ejerce? Nada. Engendra angustia. Este es el profundo misterio de la inocencia: que es al mismo tiempo angustia. Soñando proyecta el espíritu de antemano su propia realidad; pero esta realidad es nada; y la inocencia ve continuamente delante de sí esta nada. La angustia es una determinación del espíritu que ensueña y pertenece, por tanto, a la psicología. En el estado de vigilancia está puesta la distinción entre mi yo y mi no-yo; en el sueño está suspendida, en el ensueño es una nada que acusa. La realidad del espíritu representa siempre como una forma que incita su posibilidad; pero desaparece tan pronto como él echa mano a ella; es una nada que sólo angustiar puede”.

Todo gira en torno de la entrada de la angustia en escena. El hombre es una síntesis de lo psíquico y lo corpóreo, pero una síntesis inconcebible cuando los dos términos no son unidos en un tercero. Este tercero es el espíritu... “El espíritu hállase pues, en cambio, pero como espíritu inmediato que está soñando. En tanto se halla en acecho, es en cierto sentido un poder hostil, pues perturba continuamente la relación entre el alma y el cuerpo...”. Por otra parte es un poder amigo puesto que quiere justamente constituir una relación. Ahora bien; ¿cuál es la relación del hombre con este poder ambiguo? ¿Qué relación guarda el espíritu consigo mismo y con su condición? El espíritu tiene angustia de sí mismo. El espíritu no puede librarse de sí mismo; tampoco puede comprenderse a sí mismo, mientras se tiene a sí mismo fuera de sí mismo; ni tampoco puede hundirse el hombre en lo vegetativo, puesto que está determinado como espíritu; de la angustia no puede huir porque la ama; amarla, no puede propiamente, porque la huye... “No hay ningún saber del bien ni del mal, sino que la realidad entera de saber proyéctase en a angustia como la ingente nada de la ignorancia”.

Ignorancia del bien y del mal, ignorancia de la existencia, que aparece en la plenitud de su posibilidad, como una sombra poblando de presentimientos infinitos la blancura desierta de la inocencia. Después (Kierkegaard sigue el texto de la caída de Adán y Eva según el Génesis) una palabra sólo descarga la angustia: “la prohibición -dice a continuación de lo transcrito más arriba- le angustia, pues la posibilidad despierta la libertad en él: lo que por la inocencia había pasado como la nada de la angustia, ha entrado ahora en él mismo y surge ahora de nuevo una nada: la posibilidad angustiosa de poder. Adán no tiene ninguna idea de qué es eso que puede... Se lo exige la posibilidad de poder, como una forma superior de la ignorancia y como una expresión superior de la angustia, porque este poder en sentido es y no es; porque ama y huye en sentido superior”. Y unas líneas más tarde: “La infinita posibilidad de poder que despertó la prohibición, se acerca más porque esta posibilidad tiene por consecuencia otra posibilidad”.

Sueño. Angustia ante la totalidad presentida, ante el infinito de la libertad. Y caída en el poder... Ya sé que Kierkegaard no emplea la palabra poder en el sentido de poder de dominación, sino en el sentido de la posibilidad de un ser que despierta al tiempo que cae, es decir, que cae en su propia existencia desde el sueño inocente en que yace, mientras todavía no es él; mientras todavía no ha salido del seno de Dios o de la nada. Angustia; presentimiento dentro de la nada, de la caída de la propia existencia, del despertar en el pecado de ser uno mismo. La vida es sueño lo dice más claramente, más plasticamente al menos con su imagen central de la vida como un sueño (todo es sueño, menos el “obrar bien que ni en sueños se pierde”). Pero en el poeta la vida es el sueño y en el filósofo, el sueño es la inocencia, y la caída es el despertar a la libertad. En los dos la libertad es lo único real.

Libertad además de real, absoluta, en Kierkegaard, puesto que reduce el pasaje bíblico a un suceso interior al hombre, y las palabras de Dios es Adán quien se las dirige a sí mismo.

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En la angustia, decíamos, se abre paso la persona. El “espíritu”, dice Kierkegaard; la “existencia”, Heidegger. Mas, ¿de qué modo? Si el poeta no sigue el camino de la filosofía, ¿quiere decir que la persona, el espíritu se ha abstenido? ¿Quiere decir que la poesía vendría de una epojé de la persona? Mas, ¿puede el hombre renunciar a ser persona?

¿No será, que el que va por el camino de la poesía no acepte ser persona, sino de otra manera que la manera del filósofo, por la voluntad? ¿No será, que el poeta haya elegido el camino del conocimiento? Si por conocimiento entendemos lo que se entendía en Grecia y lo que entiende el hombre no idealista, el conocer algo que es, o sea, el encontrar algo, un ser que nos rebase, que sea más que nosotros; un ser que nos venza enamorándonos, prendiéndonos a su vez, por amor. El poeta no quiere alcanzar la existencia por sí mismo, no quiere su ser conquistándolo a la nada, sino recibiéndolo “por añadidura”. El poeta no quiere ser, si algo sobre él no es. Algo sobre él, que le domine, sin lucha; que le venza sin humillación, que le abrase sin aniquilarle. No puede aceptar una existencia ganada por su sola voluntad.

Ni Kierkegaard, ni nadie de los que han hablado de la angustia, trazan el momento del amor. Sólo el temor aparece. Y no hay amor porque no hay tampoco ninguna presencia, ningún rostro. La infinitud del poder y de la libertad sin límite alguno, porque el límite tendrá que estar puesto por algo, por alguna cosa. En la angustia, no existe el otro.

Y en la angustia del poeta, sí, sí existe ya algo que él se ve forzado a crear, porque se ha enamorado de su presencia sin verla, y para verla y gozarla la tiene que buscar. El poeta está enamorado de la presencia de algo que no tiene y como no lo tiene, lo ha de traer. Cita Kierkegaard la idea de Schelling de que la angustia designa principalmente los sufrimientos de Dios antes de principiar a crear. Y dice no sin ironía a continuación: “En Berlín ha expuesto lo mismo de un modo aun mas preciso, poniendo a Dios con Goethe y J. Von Müller, que sólo se encontraban bien mientras producían, y recordando a la vez que una felicidad que no puede comunicarse no es una felicidad”. Y está en lo cierto cuando juzga, unas líneas después, estas ideas como antropomórficas. Así es; esta angustia creadora es solamente propia del hombre. Pero, lo extraño es que Kierkegaard no se sintiera atraído a reflexionar en el significado de esta angustia creadora de los poetas.

Y sin angustia, el poeta no recorrería el camino que va desde el sueño -ese sueño que hay bajo toda poesía- y que es el sueño que hay bajo toda vida. No saldría el poeta de ese sueño de la inocencia, si no es por la angustia. Angustia llena de amor y no de voluntad de poder, que le lleva hasta la creación de su objeto.

De ahí, el que la metafísica moderna se nos aparezca siempre como después de haberle sido extraído algo. Y el hombre que esa metafísica diseña, un tanto vacío, un tanto deshumanizado, o, tal vez, desdivinizado a fuerza de querer divinizarse. Porque la embriaguez de la libertad, acaba con los límites; y los límites nos lo traen la presencia de las cosas, de los seres, del mundo y sus criaturas y aun del hacedor de todas ellas. La libertad absoluta, con la ilusión de disponer enteramente de sí, de crearse a sí por sí misma, acaba borrándolo todo. “La angustia es el vértigo de la Libertad”.

Y la poesía sería el vértigo del amor. Vértigo que va en busca de lo que sin ser todavía, le enamora, en busca del “número, peso y medida” de lo que aparece indeterminado, indefinido. La poesía anhela y necesita de la claridad y de la precisión. Una poesía que se contente con la vaguedad del ensueño, sería (Valéry tiene entera razón) un contrasentido. Para precisar el sueño virginal de la existencia, el sueño de la inocencia en que el espíritu todavía no sabe de sí, ni de su poder, la poesía necesita toda la lucidez de que es capaz un ser humano; necesita toda la luz del mundo.

El poeta al no querer existir sin otro, sin otro que le sobrepase, se vuelve hacia allí de donde salió. La poesía quiere reconquistar el sueño primero, cuando el hombre no había despertado en la caída; el sueño de la inocencia anterior a la pubertad. Poesía es reintegración, reconciliación, abrazo que cierra en unidad al ser humano con el ensueño de donde saliera, borrando las distancias. La metafísica, en cambio, es un alejamiento constante de este sueño primero. El filósofo cree que sólo alejándose, que sólo ahondando en el abismo de la libertad, que sólo siendo hasta el fin de sí mismo, será salvado, será. El poeta cree y espera reintegrarse, restaurar la unidad sagrada del origen, borrando la libertad, y su culpa, al no utilizarla. Son dos movimientos divergentes que ni siquiera tienen su origen exactamente común, puesto que el poeta no llegó al instante de la libertad, del poder. Retrocede en el dintel mismo.

Y el camino no deja de ser paralelo al que antes vimos, en Grecia. Allí la poesía retrocede ante la “violencia” y se queda adherida en la presencia de las cosas en la admiración primera. Reducido para siempre al asombro primario ante el universo, ante su belleza y su luz fugitiva. Ahora, en este segundo camino del hombre, el poeta se queda atrás también; no llega hasta el abismo de la libertad que conduce a ser “sí mismo”. En el corazón mismo de la angustia retrocede en busca del sueño primero, para dibujarlo. Para dibujarlo y perforarlo en busca del rostro amado. El poeta quiere reencontrar el rostro que había tras el sueño, la belleza medio oculta en la inocencia. Y utiliza el saber, la conciencia para precisarlo.

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Eso persigue la poesía: compartir el sueño, hacer la inocencia primera comunicable; compartir la soledad, deshaciendo la vida, recorriendo el tiempo en sentido inverso, deshaciendo los pasos; desviviéndose. El filósofo vive hacia delante, alejándose del origen, buscándose a “sí mismo” en la soledad, aislándose y alejándose de los hombres. El poeta se devive, alejándose de su posible “sí mismo”, por amor al origen.

Y tan es así que el filósofo siempre contrapone de alguna manera, la soledad para él fecunda, diríamos, ética, con la comunidad. Heidegger habla del ser como de la existencia vulgar de la cual el filósofo se aparta, salvándose a sí mismo. Ortega y Gasset habla de la masa, de la deshumanización de la que hay que salir siendo auténtico, es decir: sí mismo. Mas, justo es decir que Ortega ha diseñado la vida como una dialéctica de soledad y compañía y ha dicho que “vivir es convivir”. El por qué de esto en la filosofía de Ortega nos llevaría muy lejos del tema, pues a mi modo de ver no es sino la condición caritativa del pensamiento español, manifestado en Ortega.

La poesía deshace también la historia; la desvive recorriéndola hacia atrás, hacia el ensueño primitivo de donde el hombre ha sido arrojado. Hacia la vida virginal, inédita, que alienta en todo hombre bajo los sucesos del tiempo. La poesía que nació en Grecia apegada al tiempo, sin querer renunciar a él, lo atraviesa ahora, lo perfora por no querer desprenderse del sueño primero, de la inocencia prehistórica. Filosofía e historia marchan juntas hacia delante movidas por la voluntad, mientras que la poesía se sumerge bajo el tiempo, desprendiéndose de los acontecimientos, en busca de lo primero y original; de lo indiferenciado, donde no existe ninguna culpable distinción.

El filósofo ahonda en lo que constituye toda distinción y la historia es, a su vez, el movimiento realizador, actualizador de toda posible distinción. La filosofía es, en cierto modo, la verdadera historia; muestra en su curso lo que de verdaderamente decisivo ha ocurrido al hombre. Pero, la poesía manifiesta lo que el hombre es, sin que le haya sucedido nada, nada fuera de lo que le sucedió en el primer acto desconocido del drama en el cual comenzó el hombre, cayendo desde ese lugar irreconquistado que está antes del comienzo de toda vida, y que se ha llamado de maneras diferentes. Maneras diferentes que tienen en común el aludir a algo, a un lugar, a un tiempo fuera del tiempo, en que el hombre fue otra cosa que hombre. Un lugar y un tiempo que el hombre no puede precisar en su memoria, porque entonces no había memoria, pero que no puede olvidar, porque tampoco había olvidado. Algo que se ha quedado como pura presencia bajo el tiempo y que cuando se actualiza, es éxtasis, encanto.

El poeta no ha podido resignarse a perder esa patria lejana y parte en su busca. Pero el poeta es aquél que no quería salvarse él sólo; es aquél para quien ser sí mismo no tiene sentido: “Una felicidad que no puede comunicarse no es una felicidad”. No es a sí mismo a quien el poeta busca, sino a todos y a cada uno. Y su ser es tan sólo un vehículo, tan sólo un medio para que tal comunicación se realice. La mediación, el amor que ata y desata, que crea. La mediación del amor que destruye, que consume y se consume, del amor que se desvive.

¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja todo lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió en su alejamiento y en su duda, para fijar lúcidamente y para todos su sueño?
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María Zambrano.-

Entiendo por Utopía la belleza irrenunciable, y aún la espada del destino de un ángel que nos conduce hacia aquello que sabemos imposible.
Mas ahora renace en mí el temblor del nacimiento, como si lo estuviese escribiendo ahora, y sólo me atrevo a hacerlo por creer que lo nacido debe ser recogido, respetado. ¿Quién puede juzgar algo así? Yo no quiero escabullir mi responsabilidad. Se debe a un condescendimiento, no a la búsqueda de una altura. Sabido es que lo más difícil no es ascender, sino descender. Mas he descubierto que el condescendimiento es lo que otorga legitimidad, más que la búsqueda de las alturas. La virtud de la virgen maría fue no el encumbrarse, sino el condescender; eso sí, no sola. Yo no pretendo que en mí se cumpla, ni en este libro especialmente, la virginal virtud. No podría ser. Pero sí veo claro que vale más condescender ante la imposibilidad, que andar errante, perdido, en los infiernos de la luz. Júzgueme pues el eventual lector, desde este ángulo; que he preferido la oscuridad que en un tiempo ya pasado descubrí como penumbra salvadora, que andar errante, solo, perdido, en los infiernos de la luz. Es mi justificación. Júzgueme, pues, el amor, y si de tanto no soy todavía digna, júzgueme pues la com-pasión. Y no digo más, creo que sea bastante, para el inverosímil, pero no imposible, lector.
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María Zambrano.- Los bienaventurados.-


Ciega va la vida derramándose, dándose en sobre abundancia. Buscando en su indigencia -tiene sobre todo sed- se cruza a sí misma, interpone su cuerpo ávido al derramarlo. Cada rama aquejada de la misma ansia que la primera se interpone con mayor ahínco ante el cuerpo buscado, el “cuerpo perseguido” -según la expresión clave de la poesía de Emilio Prados-. Mas este entrecruzamiento le inflige y le ofrece una nueva dirección. Una dirección inédita repite el reptar de las raíces bajo la luz al seguir la dirección hacia arriba, hacia la luz contraria a las raíces que ahora soportan ya algo también inédito para ellas: un peso.

Un peso, una carga -en términos humanos una invisible responsabilidad, tributo de lo escondido bajo la luz a lo que va hacia ella-. ¿Podría ocurrir esta transformación sin que soportar encuentre resistencia, sin que la inédita, revolucionaria, dirección hacia la luz despierte en las adormidas, somnolientas sierpes de abajo ansia alguna de erguirse ellas a su vez o de sacudirse el peso para seguir yaciendo en la libertad de su somnolencia, sepulcro primero de libertad?

Y en esta encrucijada se establecerá una diferencia decisiva entre los cuerpos de la vida a quienes sus raíces se negaron a soportar, a quienes se les negó el cuerpo nuevo, y aquellos otros que de modo y manera más o menos cumplida lograron o pudieron al menos mantener su pretensión.

Queda el tallo blando, viscoso siempre, que por un momento se yergue o se disfraza de lo que se puede erguir: impotencia que se resuleve en falacia aspirante a ese mimetismo que se logra al fin en la planta parásita.

Las raíces negadas a la función de soportar peso, pierden el ser fundamento. Avidas ellas, por mimetismo, arrastradas por el vicio de la repetición, devoran el cuerpo que habían dejado salir, se enredan en él, se confunden con él, son él. Y siguen, prosiguen su reptar apegándose hasta penetrar a un cuerpo nuevo, al cuerpo prometido que se alza sostenido por la docilidad de su raíz, que se hace así como madre, pues sólo hay propiamente madre cuando nace un cuerpo nuevo, un cuerpo hacia la luz que cuple su promesa. Sólo hay madre en el cumplimiento de una promesa de la vida a la luz.
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¿Depende todo ello del sueño, del sueño de las raíces sierpes? La sierpe de la vida, la sierpe de la vida -¿alguna otra sierpe habrá enroscada en este universo?- acecha, irrumpe y desaparece como la primera insuficiente materialización de un sueño. Sombra de un cuerpo en busca de un lugar, a punto de borrarse pero indestructible en su levedad y, como los sueños, sin nacimiento. La sierpe de la vida ha salido a la luz como una firma imborrable, como una advertencia de alguien a quien le costará muy caro, pues que tendrá que dejarla proseguir e irla dotando incansablemente, pues eso es lo que la sierpe pide: dote. Y más tarde esposo y ya desde el comienzo algo así como amor, amor que repare el descuido y que lo eleve. Si todos los cuerpos celestes giran, si el universo astro gira, ella, la sierpe de la vida aparecida aquí, obedece, sigue este movimiento y se enredará siempre en su movimiento originario, anillo desprendido de la frente de algún astro o de algún ser más alto, más luciente y oculto que todos los astros imaginarios y habidos.

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Se hunde la sierpe en el suelo como absorbida por alguna hendidura, por alguna de esas grietas por las que la tierra muestra ser al par ávida y madre; una madre que no siempre deja salir lo que traga. La tierra tiene bocas, gargantas, hondanadas y desfiladeros que solamente cuando se les ve allá abajo el oscuro fondo se sienten como abismo, lugar de caída y de despeñamiento; si no, lo que por ella desaparece parece haya sido llamado para ser guardado y, en último término, regenerado. Y si es eso que repta, parece que vaya a salir por algún otro lugar, irguiéndose irreconociblemente blanco y consistente, logrando al salir nuevamente de la tierra el cuerpo nuevo que en su reptar andaba buscando, extenuándose en ello, dejando la piel, su valía después de todo, su piel manchada, estigmatizada por sombra y luz.

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¿Busca la sierpe las entrañas, raíces de la tierra, en anhelo de renovarse o exhausta, acabada ya, anhela borrarse, embeberse? ¿ Tiene acaso la tierra sed de beber vida? La sierpe, desprendida de la tierra sólo metafóricamente, afirma que viene de la Tierra Madre, que la Tierra es Madre. De su parte, la sierpe vegetal y todo lo que se sostiene sobre su propio nacimiento, todo lo nacido por alto que vaya y distinto que sea, sin ruptura ni separación, afirma la materna condición de la tierra, la ostenta y la corona llegando a glorificarla. Balada de la yerba, canto de ciertas enramadas, himno de los concertados árboles.

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¿Busca la sierpe las entrañas, raíces de la tierra, en anhelo de renovarse o exhausta, acabada ya, anhela borrarse, embeberse? ¿Tiene acaso la tierra sed de beber vida? La sierpe, desprendida de la tierra sólo metafóricamente, afirma que viene de la Tierra Madre, que la Tierra es Madre. De su parte, la sierpe vegetal y todo lo que se sostiene sobre su propio nacimiento, todo lo nacido por alto que vaya y distinto que sea, sin ruptura ni separación, afirma la materna condición de la tierra, la ostenta y la corona llegando a glorificarla. Balada de la yerba, canto de ciertas enramadas, himno de los concertados árboles.

Y en estas sierpes vegetales se ve y se siente que todas un día, y aún más aquellas en que el cuerpo nuevo ha sido alcanzado, todas un día, por sequedad o por abatimiento, por abandono de no se sabe qué, aunque se presienta, irán a parar a la tierra. Mas raramente irán a hundirse dentro de ella, tan sólo el prado florido que cuando llega el invierno no ha dejado ni rastro, tal si hubiese sido retirado por la tierra que lo guarda para sacarlo a la hora justa un tanto imprevisible. Caerá todo sobre la tierra sin adentrarse en ella. Y como ello sucede por violencia, esa violencia de los elementos que parecen venir a barrer la gala de la Madre Tierra -¿envidia, furia ante su ostentación?, condena también-, o por la violencia de la mano humana, ofrece un cierto carácter de sacrificio; de un sacrificio no exigido por la tierra, por la madre, sino de sacrificio primario y primero de la vida. La violencia que envuelve una oscura, indescifrable finalidad de que todo lo vivo que la Madre Muerte da a la luz sea abatido, desnudado bajo la luz. Y al ser desnudado se queda en corteza, en polvo, en tierra, en otra vez sólo tierra.
...
El tiempo eje, quicio, mediador, guardará la huella de esta vuelta, de este retirarse hacia dentro, diríamos los mortales. Y así, la vida, toda la vida, seguiría la procesión del tiempo creador, sucesión de fatigas en la vida de acá que conocemos, para acabar. Y luego esa retirada, esa calma del creador en lo creado, sería, a través de la muerte, entrada en la quietud primera. Mas eso si se mira solamente al cesa de las fatigas del viviente. Hay otra versión vital: el salirse de la procesión, el derramar el tiempo en que todavía se está durante el ciclo de la vida, el salirse para derramarse y encontrarse en la vida sin más, en la vida toda. El gozo de la vida y su canto.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece muy ariginal. original en el sentido, de que maria zambrano va mas al fondo de la persona humana.