martes, 7 de septiembre de 2010

inmigración y multiculturalidad


el discurso de la multiculturalidad


El racismo se encuentra en nosotros la mayor parte de las veces de una forma inconsciente y da lugar a multitud de contradicciones antes de desvelarse.

Ciertamente aquí parece que el blanco es el portador y el definidor de la universalidad.

Y aquí no hay más cera que la que arde, por lo que la garra reivindicativa que lo anima se mueve también con consecuencias oportunas prácticas como esa suerte que se atribuye o baraka a esa oportunidad de Obama.

Así aún este discurso de la pluralidad y de la diferencia no se ve libre de la complejidad impuesta por el hecho de que la política de ?tierra quemada? practicada por todo sistema de dominación en crisis acaba ?desvalorizando el terreno que cede?: el mismo ?bien? se devaluaría cuando pudiesen practicarlo ?todos por igual?. O dicho de otra manera cuando se pueda tener acceso a un privilegio ?en condiciones de igualdad?, el privilegio habrá dejado de ser un ?privilegio?. Lo que invita a meditar sobre si no será a la postre esta suerte algo tan inane como lo sería el acceso en unas condiciones favorables -no en el marco de una crisis- de oportunidad.

Lo que reivindica el artículo de John Carlin, al final, no es sino ser reconocido al mismo título de existencia que lo sería cualquier otro ser humano pero sin reconocer que ello conlleva aceptar las definiciones de la política del color dominante.

Pues afirmar tal no es sino aprobar al vencedor, se podría seguir pensando que del mismo modo que los negros en determinado momento gritaron ?black is beautiful? como una forma no menos digna de existir, aún así si es el blanco quien ha inventado las diferencias, empecinarse en su reivindicación, no sería sino otro modo de aceptar las definiciones del color dominante.

Por ello las ambigüedades que originaba el discurso de la diferencia y del estatuto equivalente de la multiculturalidad. Es una cuestión de respeto desde la igualdad pero también desde la definición de la universalidad de la diferencia. De esta forma se garantiza el derecho a la igualdad.

Por ello la reconciliación con esta diferencialidad es absolutamente necesaria en la medida en que ninguna lucha es posible ni nada podría ser construído desde la propia desvalorización, desde la depresión, producto de interiorizar la opresión del otro, el autoodio y la asunción como propia de la inferioridad que se le atribuye.

Y los propios políticos de color podrían también abandonarse a un cierto masoquismo residual que les lleve a pensar que algo anda mal en la salud de la política de su gran nación a tenor de lo dicho más arriba acerca de la política de ?tierra quemada? que darían en creer que la desvalorización del terreno ha de acompañar -con la necesidad de una ?ley sociológica?- a la creciente vocación de los políticos de color.

Es exactamente lo mismo que ocurre con el discurso de la mujer cuando se nos dice que si nosotras dirigiéramos el mundo nada cambiaría y todo seguiría igual o al menos ligeramente igual de mal. Es un discurso sin duda escéptico basado en la condición humana de la debilidad universal pero que sólo cede ante el débil en esta tesitura inoportuna u oportuna, según se vea.

Ahora bien, el discurso de la ?diferencia? (sea de color, cultura, sexo, etc.) admite a su vez una diversidad de formulaciones, de entre las que hace al caso destacar dos fundamentales: la de una radicalización de la diferencia que, en último extremo, llevaría a configurar aquel discurso como un discurso ?autometabólico? y hasta ?autofágico?; y la de una propuesta de ?universalización de la diferencia?, propuesta que suscita la pregunta acerca de bajo qué condiciones sería posible considerar las elaboraciones de determinados datos de la experiencia histórica como ?valores universalizables?.

Pero si no se desea regresar a la neutra indiferenciación del ?estado inorgánico? o de los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant, que después el acrónimo inglés se ha quedado en el nombre de una banda de glam metal: We Are Sexual Perverts o We Are Satanic People) y otros sectarismos con su lógica perversa, incluidos los sectarismos tecnológicos, paradójica conclusión de un hincapié excesivo en la diferencialidad, no queda otra salida que someter la diferencia a la prueba de la universalidad, pues el discurso ético de la multiculturalidad o se universaliza o se pudre en su propio racismo.
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La pretensión de validez de una aserción o de una prescripción y, por ende, la pretensión de su racionalidad descansa no solamente en la confianza social depositada en las instituciones de la ciencia o la moral vigentes en nuestra sociedad sino en aquel principio al que da Habermas el nombre de ?principio de universalización? destinado a colmar la aspiración de nuestras máximas morales, para decirlo en términos kantianos, a ser también consideradas leyes universales. Su discusión es el objeto de la llamada ética comunicativa o discursiva.

El principio de la ética formulada por Habermas sería este:
desde la ética discursiva o de la racionalidad se establecen unos nuevos parámetros de una lógica ?pragmática?, no sólo sintáctica o semántica, es decir que parten desde la acción y desde la aceptación de un grado de consenso: según ello ?moral? es actuar de acuerdo con una máxima que cada uno pueda querer sin contradicción alguna como ley universal, a lo que se añade también: y según una máxima de lo que todos ?de común acuerdo? puedan querer como universal.
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las identidades culturales y la globalización

servido por sylfide 08 diciembre 2007 8 comentarios

La reconstrucción de las nuevas identidades surgidas en el proceso de globalización pueden definirse dentro de las identidades culturales y nacionales que emergen como consecuencia de la inadecuación o caducidad del Estado-nación en el contexto de la globalización y del final del monopolio identitario en el plano cultural y nacional y de las nuevas identidades producidas por los procesos migratorios.

La globalización, a su vez, es entendida como el proceso de globalización neoliberal de la técnica y de la economía y los diversos proyectos de recreación de los discursos identitarios con vistas sobre todo a examinar la transformación del vínculo social y del contrato político que se manifiesta en la redefinición de la igualdad, en la fragmentación de la ciudadanía y en la transformación de la soberanía.

A pesar de la decadencia de las identidades compartidas que acostumbra a ligarse al triunfo del proceso de la globalización, el diagnóstico de desaparición o al menos de irrelevancia de la identidades se ha revelado precipitado como ingenuo. Y del mismo modo resulta errónea la creencia de la identificación acrítica entre globalización y universalidad. Contrariamente a lo que puede sostener una caracterización tentadora no es éste un rasgo definitorio del proceso. Sí, es cierto que la cuestión identitaria experimenta transformaciones notables y que quizá no disponemos todavía de respuestas adecuadas, más allá de intuiciones, para explicar el intrincado juego de adaptación y lucha por construir una coherencia compleja como la que caracteriza al proceso experimentado por los inmigrantes, por ejemplo.

Aceptaré la tesis de Castells (1977) para quien la clave interpretativa de la tensión acerca de la identidad es el proceso de ?construcción de sentido, atendiendo a un tributo cultural o un conjunto relacionado de atributos culturales a los que se da prioridad sobre el resto de las fuentes de sentido?, cosa que implica la centralidad de las identidades culturales.

El repliegue identitario, la identidad de resistencia frente a la globalización aparece como una enfermedad de la democracia, una patología reactiva ante la globalización, según el paradigma de las ?identidades asesinas? y de los ?inintegrables culturales?.

Hay confusiones acerca del riesgo que comportaría el incremento de la multiculturalidad con vistas al mantenimiento del pluralismo y de la misma democracia. Se discute por un lado el modelo de interculturalidad tantas veces propuesto como una especie de ungüento mágico de tan escasa entidad conceptual como de dudosa virtualidad política, y por otra parte, está la controvertida cuestión de la lealtad política, todavía impregnada de cierto prejuicio hobbesiano que traduce no tanto un estrecho republicanismo cívico al estilo de rousseau como un comunitarismo simplista y esencialista, ajeno tanto al liberalismo como al comunitarismo pluralista o comunitarismo liberal.

Los retos que estas cuestiones plantean frente al principio de igualdad y la formulación de este principio en el constitucionalismo contemporáneo radica en la supuesta universalidad que supera todo presupuesto etnocultural particularista. Hoy parece claro que esta universalidad está ?contaminada?, que no arranca de un superación del humus cultural, dicho de otra manera, el precio de la igualdad ha sido la uniformidad impuesta y el sacrificio de las identidades que no responden al canon nacional estatal y que han sido sustituídas por la imposición de una identidad de legitimidad que, al fin y al cabo, no resiste la crisis del estado-nación y es manifiestamente inadecuada ante los retos de la democracia (plurinacional, pluriétnica).

Es importante revisar el impacto de la globalización en la crisis de la noción de soberanía y, en particular, en la necesidad de abandonar una definición monista. Esta fue una exigencia histórica del momento fundacional del estado-ación que, sin embargo, se suele presentar como un postulado lógico, quizá habría que reconocer que lo que nos ha de importar más no son tanto las condiciones de transformación del estado como las condiciones de transformación y garantía de la democracia.

Podemos discutir aquí un modelo de ciudadanía, la ciudadanía cosmopolita, supuestamente favorecida por la globalización frente a la ciudadanía fragmentada, de definición comunitaria anclada en las identidades primarias. La confusa relación entre ciudadanía e identidad cultural se abre aquí.

El concepto de ciudadanía convierte al ciudadano frente al extranjero en sujeto privilegiado de derechos y en particular de los políticos. La ciudadanía es un vínculo de identidad, de pertenencia y de reconocimiento, y es esta dimensión básica de la ?pertenencia? la que parece más necesitada de justificación. La condición de pertenencia parece un bien privilegiado, accesible tan sólo mediante la posesión de una identidad previa, prepolítica, vetada a los que quedan fijados en la condición de no-ciudadanos por su identidad esencialmente diferente, ajena por alógena, o bien ajena por anómica o desviada respecto al canon normal ?nacional?.

Estamos en expresión de Petrella ante un incremento de la ciudadanía ?mutilada?, por este motivo, una globalización fragmentada como la que vivimos no puede dejar de agudizar la crisis del vínculo social, la marea creciente de lo que ha sido denominado como
el mundo de los sin, de los que caen a través de las mallas cada vez más deshilachadas de la red social.

Queremos contribuir a revisar un falso antagonismo: el que enfrenta las aspiración a la universalidad que definiría la democracia global al particularismo/relativismo del narcisismo de las pequeñas identidades, de ámbito local. Esto significa discutir la noción de pluralismo cultural teniendo como eje de reflexión la necesidad de transformar la democracia y la política.

Esto significa corregir postulados importantes del modelo de legitimidad de la democracia liberal, como el principio de neutralidad cultural en la esfera pública o la irrelevancia de la cuestión identitaria para la ciudadanía y el reconocimiento de la pluraldad de marcos hermenéuticos de la situación prepolítica.

Esto nos obliga al mismo tiempo a reconocer que el principio-guía de autonomía moral no puede ser presentado como si fuese ajeno al individuo que es indefectiblemente identidad histórica y singular. Y eso a pesar de las innegables dificultades de este concepto que justifica el dictum de Wittgenstein sobre el ?infierno de la identidad?.

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lo dijo jorio maia 08 diciembre 2007 | 7:22 PM

Los mecanismos de integracií³n social y polí tica en el modelo de globalizacií³n puede perder este status simbí³lico de capacidad para crear comunidad y transformarse en factores de privilegio.

Entre otras cosas está la crisis del principio de igualdad que resulta atacado por la adopcií³n del modelo de globalizacií³n que conocemos como capitalismo anglosají³n.

Por otro lado, la no-regulacií³n del mercado global que constituye la divisa de la globalizacií³n arruina la igualdad y fomenta la exclusií³n.

Espero que esta visií³n contribuya a ver ciertos riesgos que contrae este tipo de teorí a globalizadora. Arruina al mismo tiempo el refugio de las identidades de legitimidad ante la incapacidad de la mediacií³n estatal y propicia de esta manera la atomizacií³n del ví nculo social y el repliegue a identidades primarias.

un cordial saludo

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lo dijo sylphides a jorio maia 08 diciembre 2007 | 7:34 PM

ante todo, gracias por su visita, me siento muy honrada.

Sí , se manifiesta su crí tica en la crisis, valga la redundancia, del principio de igualdad, que liga la libertad del individuo y la cohesií³n social a los mecanismos de la economí a liberal capitalista,

frente a ello vale decir que es posible hablar de otro modelo de capitalismo, como el llamado capitalismo "renano" o europeo, que entiende la igualdad como factor de libertad y que trata de asegurar la libertad individual y la cohesií³n social mediante el fomento de la igualdad que sustrae a los individuos, especialmente a los más vulnerables, de la arbitrariedad del libre mercado y de la lí³gica del beneficio puro.

No es el pluralismo lo que amenazarí a la igualdad, sino la incapacidad de entenderlo más allá de la reduccií³n liberal a la garantí a de las preferencias individuales.

La cuestií³n consiste en saber cí³mo las nuevas identidades, las identidades múltiples en que se reconstruye la singularidad, pueden negociarse, transformarse, convertirse en vectores de identidad visibles, legí timos; en elementos de inclusií³n en el espacio público.

un beso

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lo dijo jorio maia 08 diciembre 2007 | 8:00 PM

Por mi parte, subrayarí a el hecho de que detrás del pretendido cosmopolita se esconde a menudo un cosmopaleto, por utilizar un parí³nimo.

Parece sostenible que el único universalismo aceptable es el que sigue la ratio de la universalizacií³n de los derechos humanos y del reconocimiento de la condicií³n de sujeto de todo ser humano como tal. Pero este â??como talâ?? a diferencia de lo que a veces se sostiene, no lo hace intercambiable con cualquier otro, sino que subraya su particularidad, que es lo que lo individualiza y por eso no es defendible el modelo robinsoniano de exencií³n de supuestos que hoy nos predican los liberales.

Y aún así este universalismo ha de hacer frente a crí ticas como aquellas que provienen del incremento y de los cambios cualitativos del fení³meno de la multiculturalidad.

Por todo ello quizá es más fructí fero el planteamiento del cosmopolitismo plurinacional por complejizacií³n. Este modelo que tiene en cuenta las diferencias entre cultura y civilizacií³n puede ofrecer un buen punto de partida para matizar el debate sobre la falsa tensií³n entre universalismo y exigencias de reconocimiento de idntidades particulares.

Bueno, espero que esto te ponga a pensar un poco, un saludo afectuoso.

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lo dijo sylphides a jorio maia 08 diciembre 2007 | 8:11 PM

ya entiendo: el cosmopolita no es quien pertenece al ámbito cosmopolita, sino quien se construye como tal desde la múltiple pertenencia; cosa que en lugar de surgir del desarraigo identitario (substituido por la condicií³n de consumidor global), parte de estas raí ces para insertarse en el mundo.

Es quizá también el sentido de la conocida propuesta de baubí¶ck sobre ciudadaní a transnacional que paradí³jicamente empieza como empezí³ por aquello que es local, por las ciudades, que pueden recuperar la residencia como condicií³n de ciudadaní a y hacer posible una ciudadaní a múltiple, transnacional.

Pero con relacií³n a los efectos sociales no es necesario profundizar demasiado para encontrar efectos negativos de esta tensií³n (o falsa tensií³n) entre cultura y civilizacií³n: clandestinizacií³n de ciertas prácticas, aparicií³n del sí ndrome de resistencia y victimizacií³n del grupo frente a la mayorí a, perjuicios para la auténtica ví ctima, que en los casos de escisií³n ve destruida la unidad familiar y cuestionados sus lazos con la misma familia, experimenta el rechazo del propio grupo y con el rechazo, la negacií³n de su identidad.



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El estudio que hice anoche de este tema, y yo misma me enfrento a tales conceptos que se deberán aplicar en grandes foros y conferencias quizá de polí tica universal, ya veremos, porque hoy dí a todos estos conglomerados territoriales están cambiando y ya no nos podemos aferrar así como así a las entidades de estado-nacií³n,

ni tampoco al pequeño postulado de la "preferencia nacional", ni a esas identidades asesinas como fobotipo: la del otro, la de los nacionalismos periféricos, la de las minorí as no integradas, la de los pueblos indí genas que se resisten â??románticamenteâ?? a la religií³n de la modernidad -democracia, desarrollo/progreso y derechos humanos-, la de los creyentes de otras confesiones, a los que se los presenta como fundamentalistas, y la de los inmigrantes inasimilables, incompatibles.


Además hay que desechar el modelo robinsoniano, de neoliberalismo, donde la unica logica es la del beneficio puro, habrí a que hacer alguna distincií³n entre cultura y desarrollo de civilizacií³n para poder respetar desde el valor de la diferencia lo que también tu dices, el enriquecimiento y la integracií³n para evitar el desarraigo identitario, la clandestinizacií³n de ciertas prácticas.



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La ley no estigmatiza al inmigrante sino a las mafias pero esta les da una coartada q es posible por los irregulares y por el modelo de ley; hasta el derecho de los trabajadores se le regatea y lo peor es que no se respetan derechos humanos fundamentales; el modelo de la inmigración es la inmigración invisible, el Gastarbeiter, no se quiere inmigrantes sólo mano de obra dócil y barata.

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Me estoy basando para escribir esto en dos autores o filósofos españoles, Javier Muguerza y Javier de Lucas.






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Parece sostenible que el único universalismo aceptable es el que sigue la ratio de la universalización de los derechos humanos y del reconocimiento de la condición de sujeto de todo ser humano como tal.

Aún así este universalismo ha de hacer frente a críticas como aquellas que provienen del incremento y de los cambios cualitativos del fenómeno de la multiculturalidad. Es más fructífero el planteamiento del cosmopolitismo plurinacional por complejización. Este modelo que tiene en cuenta las diferencias entre cultura y civilización. El universalismo subraya las exigencias de reconocimiento de identidades particulares.

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La pregunta que me formulas así : ¿Mejora la sociedad humana por creer en el relativismo ético en lugar del universalismo moral?, tal vez también se pudiera formular al revés y no perderí a sentido.

Tal vea estemos en el otro lado, de lo que ganarí amos si en lugar de imponer un subjetivismo o un emotivismo en ética hiciéramos algo más por pretender conducirnos con leyes que estuviéramos dispuestos a convertir tambien en ley universal.
Lo que ganarí amos es que serí amos nuestros propios legisladores. Nos guiarí­amos por una instancia universal y racional que partirí a de nosotros. Es mérito indudable de Kant el acierto singular de haber explicitado la forma de los imperativos morales frente a las máximas meramente prudenciales deriva de esta voluntad autolegisladora un reino de los fines en el cual el ser humano legisla y obedece al mismo tiempo.

La felicidad no es una conquista humana, ni la acompañante inseparable de la virtud, como las éticas ilustradas exigen, la vida humana es destierro, y â??la moral no es propiamente la doctrina de cí³mo nos hacemos felices sino de cí³mo debemos llegar a ser dignos de la felicidadâ??.

De otro modo te contesto en el amplio discurso que le dirijo a mi amigo Daven cuando hablo de la necesaria complementariedad entre neopositivismo y neorromanticismo. En fin, el discurso presenta mucha variedad de soluciones, ya ves, y de disquisiciones que parecen puramente verbales, de ahí también cuando se nos propone en el Tao abandonar las palabras y regirnos por nuestro silencio interior.
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ciudadanía





Si de lo que se trata -dirá Rawls- no es de asegurar la estabilidad política de una sociedad liberal con pluralismo razonable, sino de establecer un derecho de los pueblos, entonces es preciso proponer unos mínimos que podrían aceptar sociedades no liberales (jerárquicas), con tal de que sean “bien ordenadas”: que sean pacíficas, que su sistema jurídico esté guiado por una concepción de la justicia basada en el bien común, de forma que imponga deberes y obligaciones morales a todos sus miembros, que respete derechos humanos básicos (como el derecho a la vida, a la libertad frente a la esclavitud o los trabajos forzados, a la propiedad y a una igualdad formal).



Partir de estos mínimos de justicia, compartidos por distintos Estados, partir de lo que ya tienen en común las diferentes culturas, los diferentes credos religiosos, sería un buen camino para construir esa paz duradera soñada desde mucho antes que nacieran los proyectos ilustrados de paz.

Sin embargo, y aun concediendo toda la importancia que pueda tener a la diferencia cultural, quisiera dejar constancia de que los grandes conflictos y las dificultades de construir tanto una ciudadanía política como una ciudadanía multicultural siguen teniendo también en su raíz, y con gran fuerza, las desigualdades económicas y sociales. A pesar del empeño por asegurar que los grandes problemas sociales son hoy el racismo y la xenofobia, sigue siendo cierto que el mayor de ellos es la aporofobia, el odio al pobre, al débil, al menesteroso. No son los extranjeros sin más, los diferentes (que somos todos), los que despiertan animadversión, sino los débiles, los pobres.



Podríamos decir, por tanto, que el reconocimiento de la ciudadanía social esconditio sine qua non en la construcción de una ciudadanía cosmopolita que, por ser justa, haga sentirse y saberse a todos los hombres ciudadanos del mundo.



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Como es obvio, el multiculturalismo puede suponer un problema, tanto a la hora de diseñar una ciudadanía política, como a la de esbozar un ideal deciudadanía cosmopolita. Porque si afirmamos que en las democracias liberales existe una cultura dominante -la liberal- y las restantes se sienten relegadas, de suerte que los ciudadanos “de segunda” mal van a sentirse miembros suyos, el problema aumenta desmesuradamente cuando tenemos por referente la comunidad humana en su conjunto. ¿Cómo conseguir que se sientan ciudadanos de una misma comunidad humana aquellos cuya cultura es relegada, si no es que está en trance de extinción? ¿Qué sentido tiene una ciudadanía cosmopolita con una jerarquía de culturas, que condena algunas de ellas a ocupar el escalón último?



El debate del multiculturalismo planteado a escala mundial aumenta prodigiosamente los problemas que se presentan en las comunidades políticas concretas, porque exige de cada una de ellas el respeto hacia culturas que apenas se encuentran dentro de los límites de su comunidad; y no sólo el respeto, sino también el diálogo.



Un diálogo que, al decir de Huntington, viene exigido incluso por el deseo de supervivencia: por el deseo de evitar futuras guerras mundiales. Recordemos que, según él, la fuente fundamental de conflictos en el futuro será cultural, que tales conflictos tendrán lugar entre grupos de diversas civilizaciones, porque las mayores diferencias que existen entre los grupos humanos son -a su juicio- las diferencias de civilización.

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El individualismo posesivo -que hasta el siglo pasado parecí a suficiente, o cuando menos indispensable, para fundamentar el cuerpo entero de la teorí a polí tica liberal- hizo crisis con la aparicií³n de la sociedad polí tica de una fuerza hasta entonces existente sí³lo en la sociedad civil: el movimiento obrero organizado en el que se asociaban quienes no tení an otra propiedad que su fuerza de trabajo, lo que a su vez obligarí a a las clases socialmente dominantes a organizar su propia clase polí tica y hasta, en caso necesario, a subordinar a esta última el aparato estatal mismo (la irrupcií³n de los fascismos en la escena europea de nuestro siglo no serí a, como tantas veces ha sido interpretada, sino una acentuacií³n extrema de aquella última tendencia).

Desde un punto de vista teí³rico, sin embargo, cabrí a decir que el individualismo así entendido era ya insuficiente desde el instante mismo de su surgimiento, pues, como Marx oportunamente habí a hecho ver, la inoperancia de la abstracta concepcií³n liberal del individuo -que permite hablar de robinsonianos individuos, naturalmente independientes, que conciertan contratos entre sí cuando hace al caso- se pone de evidencia si se piensa, son sus propias palabras, que â??el individuo, el hombre, no es posible sin la sociedadâ??.

En Rousseau hay también la invitacií³n a que los individuos acorten cuanto puedan la distancia que separa al hombre del ciudadano, invitacií³n que lleva hasta el extremo de repudiar el gobierno representativo y otorgar la soberaní a a una asamblea de individuos en la que estos puedan hacerse oí r sin mediaciones.

Y de ahí que ni siquiera tenga nada de extraño que -pese a una aversií³n hacia Marx posiblemente basada en idéntico prejuicio o interpretacií³n insuficiente de su pensamiento- hasta él mismo acabará haciendo un hueco a a la teorí a del contrato en la tradicií³n marxista.
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Sin embargo, todo lo que significa burocratizacií³n, tecnocracia y desideologizacií³n polí tica parece ser una caraterizacií³n actual de la racionalizacií³n de las sociedades postindustriales y a mi modo de ver volver a pensar éstas caracterí sticas en los términos del revisionismo marxiano y en términos weberianos y habermasianos, nos da una nueva concepcií³n mucho más crí tica y realista, no cabe relegar que el determinismo cientí fico-social en el que se mueven tanto Kant como Marx aquí es criticado, pero no lo que es su aportacií³n fundamental a la teorí a social, como elemento sustentador de las sociedades y en tanto que los sujetos interactúan como individuos libres y no alienados.

Luckács, uno de sus grandes intérpretes, que oscila entre identificar al proletariado con los obreros insurrectos de los frentes de guerra y las barricadas urbanas o con los trabajadores de las fábricas y colectividades socializadas, acaba por identificarlo con el partido en tanto que organizacií³n, puesto que en definitiva no sabe otorgar otros atributos a su representacií³n del proletariado que los del sujeto clásico-moderno de la dominacií³n.

Esta identidad del proletariado como sujeto histí³rico-universal y el sujeto de la dominacií³n explica la miseria del proletariado como representacií³n. Ya en la misma obra de Luckács el proletariado se confunde muchas veces con el partido de concepcií³n leninista, es decir, la organizacií³n de funcionarios o profesionales de la revolucií³n.

¿Esto explicarí a también su misma aberracií³n a la interpretacií³n de lo que ha dado de sí el marxismo?

Mi interés es, por supuesto, las revisiones crí ticas de la actualidad y concebir también la transformacií³n que ha experimentado nuestra sociedad democrática y social, no olvidemos la cantidad de derechos laborales que hay introducidos en nuestros cí³digos laborales actuales, todo ello expresa un testimonio tácito hacia la labor teórica como motor también de la acción.


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El economista observador:


Una de las preguntas habituales de la prensa y los inversores internacionales es porque en España no hay una convulsión social con una tasa de paro del 20%. En las familias españolas ya quedó claro en 1979 y 1992 que el colchón familiar y el estado de bienestar es suficiente para evitarla. En el caso de los inmigrantes tienen también colchón del estado de bienestar pero no familiar aunque todo parece indicar que se están buscando la vida, ya que tras una fuerte caída de las remesas que mandaban a sus países en 2008 desde el pasado verano han vuelto a crecer ligeramente. Los países que reciben inmigración, como es el caso de EEUU, son países de progreso ya que la mayoría de los que vienen es gente emprendedora y que asume riesgos. El drama es para los países de los que se van que pierden a esos emprendedores lo cual limita su crecimiento potencial. Pero qué duda cabe que el fenómeno necesita ser regulado.


Ahora, según la EPA en la página 10, hay 1.1 millones de inmigrantes desempleados lo cual supone una tasa de paro del 30% y parece que el mercado no será capaz por sí sólo de estabilizar ese problema, a pesar de que hay pocas fricciones, y es necesaria la intervención pública.


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Creo que debemos abrir la ética a la libertad.

Por otro parte, no creo que hablar de multiculturalidad suponga renunciar al núcleo de la cultura que acoge a las otras diversidades culturales, puesto que la cultura relevante en este caso no pierde su poder de legislacií³n. Lo que supone la complejizacií³n cultural es precisamente una instancia de legislacií³n que individualice las diferencias culturales preciamente para individualizar al sujeto y para que éste no se refugie en la vida precaria de un guetto econí³mico que de lugar a que surjan determinados focos de violencias o de mafias entre ellos. Por tanto, se tratarí a no de un principio de tolerancia sino de dar un estatus diferencial de derecho que a su vez le permita actuar con sus propios mecanismos individuales y su propia consideracií³n y libertad.
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Mas que de respeto a la tradicií³n, yo hablarí a de cutura.

Los tabúes son cultura y también viceversa, pues â??una cultura sin tabúes vendrí a a ser algo así como un cí rculo cuadradoâ??, dice Kolakowoski. Y a nuestra participacií³n en ellos le debemos la misma distincií³n moral entre el mal y el bien, por este orden.

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La gran aportacií³n con Freud consiste en el descubrimiento del "inconsciente humano", hoy eso es irrefutable, el inconsciente ocupa el mayor lugar en nuestro cerebro.

Y Freud asumií³ más en profundidad el concepto del inconciente y del superyo de la cultura cuando se dio cuenta de que los lazos que uní an la existencia de los pueblos dependí an de la cultura y con formas del inconsciente de la misma.
(Vease â??Totem y tabúâ?? y â??Moises y el monoteismoâ??).

Freud mostrí³ suficientemente la relacií³n entre la progresií³n de la tolerancia y el debilitamiento de los lazos amorosos de los que se alimenta el sentimiento religioso.

Se refiere, sobre todo, al papel desempeñado por la conciencia de culpa en la constitucií³n moral de nuestra especie tal y como la conocemos.

La racionalidad por tanto no puede comprenderlo todo, pero de ahí a otorgarle al sentimiento de culpabilidad el principal papel guiador de la misma es un camino que ya hemos recorrido con dos mil años de religií³n y que no estamos dispuesto otra vez a recorrer.

Por tanto afirmemos el papel de la cultura pero tambien el racional de la ética.

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lo dijo añadiendo 16 julio 2008 | 8:28 PM

Me gustarí a exponer aquí también la forma que tiene Wittgenstein de superar ese â??relativismoâ?? en ética, del que al parecer Von Mises no puede despegarse. Y porque ésta es la cuestií³n que parece ha dado lugar a ese forma de incendiar el discurso filosí³fico. Wittgenstein habla desde la filosofí­a del lenguaje y la interpretacií³n del dicurso analí tico.

La posicií³n de Wittgenstein difiere en consecuencia de la del relativista para el que el lenguaje determinarí a lo real y la del absolutista que simplemente invertirí a esta relacií³n.

Wittgenstein no se muestra dispuesto a refrendar que los hechos de la naturaleza determinan completamente nuestro lenguaje, mientras, por otro lado, se resiste a afirmar que los hechos de la naturaleza sean en su totalidad creaciones de nuestro lenguaje.

Un intérprete tan sagaz del pensamiento de Wittgenstein como Derek L. Phillips ha tratado asimismo de reunir los escasos y dispersos pronunciamientos wittgensteinianos sobre la â??historia natural de la especie humanaâ?? con vistas a sugerir partiendo de ellos una tercera ví a entre el absolutismo y el relativismo:
el lenguaje serí a como el hombre un producto a la vez histí³rico y natural, en tanto que histí³rico su consideracií³n nos pondrí a a salvo de cualquier veleidad absolutista, en tanto que natural y dado que -con él- los hombres somos lo que somos y estamos hechos como lo estamos nos permitirí a escapar al relativismo.

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Esto también lo sabe Freud cuando deja dicho que no existe una libertad del inconsciente y que sus pautas y mecanismos se repiten inconscientemente en nosotros.

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Se trata de un asunto muy complejo, que tiene gran variedad de aspectos.

No estamos hablando de mercancías fungibles que vienen en containers, aparcables en parques logísticos, ni de transacciones monetarias electrónicas.

Los inmigrantes:
- tienen derechos humanos y libertades, así como obligaciones legales
- tienen familias aquí y allí
- deben poder acceder a la sanidad, a la educación y otros servicios, ya sean públicos o privados, salvo que se acepte mantener bolsas de marginalidad
- en muchos casos deben aprender la lengua, usos y comportamientos sociales, leyes, cómo funcionan las cosas en su nuevo país
- compiten con los trabajadores nacionales por vacantes en empleos o ponen negocios que alteran el panorama competitivo existente anteriormente
- aportan su trabajo, talento, conocimientos, cultura, etc.
- pueden ser un puente para exportar a o invertir en sus países de origen
- un pequeño porcentaje de ellos delinque o crea problemas sociales o vecinales o abusa de los subsidios
- sufren el mal trato de algunos españoles que infringen las leyes o atentan contra la equidad (me estoy acordando de aquel trabajador que perdió el brazo en una panadería o negocio similar y sus empleadores lo tiraron a la basura, impidiendo cualquier posibilidad de reimplante)
- pueden tener influencia política en las elecciones municipales
- y otros muchos aspectos que me dejo en el teclado.

Todo esto plantea un gran reto de gestión e incluso sólo para acordar principios básicos aplicables. Y da la sensación de que las autoridades españolas, sean del partido político que sean, no han estado a la altura en la última década —como en tantos otros asuntos.

Pienso que no ha habido una voluntad política de gestionar esto de manera integral, con cabeza, viendo cuáles son las mejores prácticas en otros países o dentro de España para solucionar o mitigar cada necesidad. Y teniendo también en cuenta que muchos españoles han sido emigrantes en el pasado y se puede aprender también de esa experiencia.

Ahora existe una alta tasa de paro, pero, según prevé el grupo de expertos europeos que preside Felipe González, a largo plazo será necesaria más inmigración.

Puesto que la inmensa mayoría de los inmigrantes han venido a progresar económica y socialmente y no desea tener problemas, no me da la sensación de que vaya a haber conflictos muy graves, aunque, si se produce alguno puntualmente, es probable que origine mucho ruido.

Jamás el hombre ha estado mejor considerado. ¿Dónde buscar el origen de visión tan exagerada? Nacido en Chipre, Zenón, padre del estoicismo, era un fenicio helenizado que hasta el fin de su vida conservó su calidad de meteco. Antístenes, fundador de la escuela cínica (cuya versión mejorada o deformada, como se prefiera, es el estoicismo), nació en Atenas de madre tracia. Es evidente que hay algo de no griego en estas doctrinas, un estilo de pensamiento y de vida procedente de otros horizontes. Podría sostenerse que todo lo que atrae y repele en una civilización avanzada es producto de los recién llegados, de los inmigrantes, de los marginados ávidos de deslumbrar..., de un hampa refinada.


El culto de la sabiduría iba a eclipsarse.




del individualismo ético al cosmopolitismo, por Javier Muguerza
08
SEP
2010
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by estherllull in carta Etiquetas: horizonte [Editar]

Del individualismo ético al cosmopolitismo

Pocos años después de la Revolución Francesa de 1789 el pensador contrarrevolucionario Joseph de Maistre criticaba los derechos humanos -los droits de l’homme promulgados por la Asamblez revolucionaria de Francia- asegurando que a lo largo de su vida había tenido la ocasión de tropezarse con franceses, italianos o rusos, pero no se había tropezado nunca con “el hombre” supuestamente portador de esos derechos. Al afirmar tal cosa coincidía aparentemente con el filósofo antiguo Diógenes de Sínope, también llamado el Cínico, quien enemigo de Platón y las ideas platónicas- iba diciendo por las calles que no encontraba a el hombre, esto es, al correlato de la correspondiente idea platónica, ni siquiera buscándolo con un candil. Pero la coincidencia entre ambos no pasa de aparente, puesto que -a diferencia de De Maistre- Diógenes no se habría contentado con menos de encontrar a un hombre, a un individuo singular con nombre propio, en lugar de a un representantes de esta o la otra nacionalidad.
Un individualismo como éste, el de los hombres concretos, puede que nos suministre un buen recurso del que servirnos para vertebrar un cierto cosmopolitismo, cosmopolitismo que desearía contraponer a la manera de tertium quid a las dos posiciones hoy prevalecientes, además de polémicamente enzarzadas entre sí a ese respecto, dentro de la filosofía moral y política contemporáneas. Me refiero en esto al universalismo por un lado y al comunitarismo por el otro. El universalismo sostendría que los derechos humanos son aquellos que corresponden al hombre en cuanto hombre y no en cuanto miembro de esta o la otra comunidad. Pero cuya formulación peca sin duda de abstracción pues para nada tiene en cuenta la obligada vinculación de los seres humanos a un éthos comunitario determinado. La gente por el contrario acostumbra a vivir en comunidades que imponen a sus miembros una determinada nacionalidad, una determinada religión, unos determinados usos y costumbres, etc. Eso es lo que vendría a sostener el comunitarismo que en la línea de Maistre pero de acuerdo también con Aristóteles insiste en que los seres humanos adquieren su humanidad en cuanto miembros de una comunidad, comunidad que les impone, por lo tanto una concreción específica, la cual afecta, por lo pronto, al ámbito al que se circunscribe el disfrute de sus derechos humanos.
Y finalmente con las dos anteriores, el cosmopolitismo representaría ahora una tercera alternativa destinada a superar por igual el exceso de abstración del universalismo al uso -que prescinde de la insoslayable inserción del individuo en alguna comunidad- y la insuficiente concreción del comunitarismo asimismo usual, para el que el ser humano más concreto imaginable sería el ser humano en su condición de miembro de una comunidad, y por más señas de una comunidad nacional, olvidando así el comunitarismo que la individualidad hace a los seres humanos más concretos aún que su nacionalidad, que es lo que explica, tanto o más que la crítica al universalismo abstracto, la necesidad que el cosmopolitismo tiene de verse complementado por el individualismo.

Algo que en cualquier caso no acontece con la comunidad humana en su conjunto ya que incluso si la entendíesemos como una concreta comunidad real y no como esa vagorosa comunidad ideal que abstractamente designamos bajo el rótulo de la humanidad, semejante comunidad cosmopolita no sería en rigor una comunidad cosmopolita o políticamente soberana: ni está claro por ahora que el cósmos sea una pólis es decir una sociedad cuyos miembros sean ciudadanos de un Mundo-Estado o Estado mundial, ni mucho menos se halla a nuestro alcance la posibilidad de una utópica pólis sin politéia, esto es, de una ciudadanía sin Estado que nos permita proclamarnos ciudadanos del mundo como no sea por el momento sino a título puramente retórico.

Pero si el cosmopolitismo pese a todo se ha de constituir en una alternativa tanto frente a la abstracta humanidad del universalismo abstracto cuanto frente a la concreción comunitarista de las simples comunidades nacionales, ¿qué es lo que habremos de entender bajo semejante término?

Por mi parte, no es la primera vez que reconozco no estar en condiciones de ofrecer una definición del mismo. Nietzsche ya advertía que sólo nos es dado definir aquello que carece de historia; y el cosmopolitismo o por mejor decir la comunidad cosmopolita habrá de ser una comunidad ubicada en el tiempo y asimismo naturalmente en el espacio, como cualquier otra comunidad sociohistórica. De modo que a falta de una definición, echaré mano a este respecto de una metáfora por la que confieso sentir desde hace años una cierta predilección, no siendo ésta tampoco la primera vez, ni habrá de ser la última, que me sirvo de ella.
Se trata de la metáfora del economista Kenneth E. Boulding según la cual los seres de nuestra especie seríamos pasajeros de lo que dio en llamar la Spaceship Earth, esto es, la Aeronave Espacial Tierra. Lo que trata de transmitir dicha metáfora es la idea de que la aeronave transporta como pasaje a la totalidad de la especie humana, esto es, a la comunidad humana en su conjunto de que antes se hablaba, comunidad ahora interpretable como una comunidad de comunidades.

En lo tocante a los derechos humanos, hicimos constar en su momento que se hablaba acerca de ellos desde nuestra propia tradición occidental, por lo que no podía evitarse el incurrir en un cierto etnocentrismo. El miedo al etnocentrismo está más justificado, puesto que la peor propaganda que cabría hacer en el Tercer Mundo de los derechos humanos exportados desde el Primero consiste, en efecto, en presentarlos como no más que un subproducto del neocolonialismo. Pero la internacionalización de nuestros derechos humanos moderno-occidentales no sólo no tendría por qué parecernos repudiable, sino que como alguna vez se ha dicho podría oficiar a la manera de un saludable contrapeso con que paliar las desastrosas consecuencias inducidas en sociedades dependientes y subdesarrolladas por la expansión no menos etnocéntrica de la economía capitalista de mercado, con la secuela del imperialismo de los mercados financieros envuelta hoy en el fenómeno de la globalización. Dada la al parecer inexorable globalización de esos mercados, ¿por qué no habríamos de intentar asimismo la de los derechos humanos que pudieran contrarrestar siquiera sea algunos de sus efectos perniciosos?
Ahora bien un individualismo ético que se precie no podría confiar en una efectiva internacionalización o globalización de tales derechos humanos sin individuos dispuestos a luchar por ellos: quizás no todas las culturas sean individualistas, y de muchas que no lo son cabría aprender no poco en nuestro mundo occidental por lo que se refiere a los valores de la cooperación y la ayuda mutuas, pero en todas ellas habrá, o podría haberlos, individuos y grupos de individuos disidentes que hagan valer su inconformismo y hasta su insumisión frente al sistema establecido.
El apoyo moral y material a la disidencia interna de aquellos países en que no se respetan los derechos humanos parece hoy por hoy lo decisivo y resulta desde luego bastante más recomendable que la adopción de medidas de presión externa, económicas por ejemplo que pudieran repercutir negativamente sobre las poblaciones inocentes afectadas.
Y por supuesto dicho apoyo parece asimismo menos arriesgado que el recurso a la injerencia de otros países con el fin de imponer coactivamente esos derechos, aun cuando se tratase de una coalición ampliamente respaldada por la comunidad internacional y no tan sólo -como es lo más frecuente- por un grupo de naciones poderosas o lo que aún sería peor, por la potencia hegemónica imperante, siempre proclive a reemplazar el Imperio de la Ley por la Ley del Imperio. Nada de lo cual obsta, por lo demás, para aplaudir calurosamente el envío de contingentes civiles o militares, de interposición entre facciones opuestas en litigio con el fin de lograr la pacificación u otros fines humanitarios, y no digamos la iniciativa de instituir tribunales internacionales para penalizar el genocidio u otros crímenes contra la humanidad, como es el caso de la reciente institución de una Corte Penal Internacional de tan problemático presente como confiemos prometedor futuro.
En el célebre texto Hacia la paz perpetua de Kant de 1795 cuyo título ya nos pone sobre aviso de que la Paz perpetua, como la Justicia plena, no es para Kant sino una utopía algo hacia lo que tendemos y hemos de perseguir incesantemente pero a sabiendas de que nunca lo alcanzaremos en este mundo. Y digo en este mundo porque el título se lo sugirió a Kant, como es sabido, el letrero que figuraba en la fachada de una posada holandesa: el letrero decía “La paz perpetua”, pero lo interesante era el grabado que ilustraba dicho rótulo, a saber, ¡el dibujo del cementerio! Para que la paz perpetua hubiera de ser posible en este mundo y no en esa otra vida de los camposantos, se requeriría según Kant una ciudadanía mundial, en que la humanidad se organizase exclusivamente en función de los dictados de la conciencia de los ciudadanos, es decir, a base de preceptos puramente morales y sin que para nada mediase ni la coacción de las leyes jurídicas ni la coerción del poder político, dándose así lugar a na auténtica cosmópolis o sociedad sin Estado a escala universal, como la que ha sido siempre el sueño de los visionarios ácratas.

Pero Kant que era bastante más realista que todo eso, se contentaba con el sueño también bastante más modesto de la vigencia planetaria del Derecho Internacional en un mundo constituido como una confederación de pueblos libres y organizado a la manera de una Sociedad o Liga de Naciones (o como hoy se diría, una organización horizontal del mundo que respetase la diversidad de culturas y civilizaciones que la habitan), en lugar de un Superestado o Estado mundial, esto es, un Imperio que imponiendo a dicho mundo una Administración centralizada y unidireccionalmente vertical- acabaría aurrinando toda posibilidad de cosmopolitismo y dejando inermes a los individuos ante las impersonales instancias transnacionales encargadas de su gobierno.

Concluiría tomando en préstamo un título del filósofo peruano Miguel Giusti que no hay un cosmopolitismo sin alas (las alas que nos permitan sobrevolar los particularismos e instalarnos en una dimensión universal), pero que tampoco hay un cosmopolitismo sin raíces (las raíces que nos permitan dar arraigo en el aquí y el ahora de una comunidad y una comunidad nacional, a la individualidad que somos y que nos constituye.
Si el cosmopolitismo con alas habría de ser global y el cosmopolitismo con raíces habría de ser local, cabrá decir, sirviéndonos de un neologismo de reciente acuñación, que el cosmopolitimo no podría ser sino glocal.

Cuando a Diógenes le preguntaron de dónde era respondió que era kósmou polítes, esto es, que tenía por patria al mundo entero, aunque eso sí lo dijo en griego, pues en alguna lengua hubo de aprender a expresarse. Y lo que el cosmopolitismo nos daría es la oportunidad de tener tantas patrias como lenguas, cosa que según pienso no habría de echar en saco roto en un país multilingüe como el nuestro ni tampoco a propósito de una lengua patrimúltiple como la que estamos ahora usando.

De modo que ser cosmopolita es saber levantar el vuelo, pero sin renunciar a las raíces. Y es estar enraizado, pero sin dejarnos por ello recortar las alas. Que es la única manera en que los seres humanos y no tan sólo sus derechos, podrían llegar a ser verdaderamente humanos, esto es, tales que nada humano les sea ajeno.
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la globalización y la jungla global por Adela Cortina






Los bienes de la Tierra

Los bienes de la Tierra -ésta sería la primera afirmación- son bienes sociales. Y no es ésta una concesión bienintencionada, sino un reconocimiento de sentido común, porque cada persona disfruta de una buena cantidad de bienes por el hecho de vivir en sociedad. El alimento, el cariño, la educación, el vestido, la cultura, y todo lo que nos separa de un “niño lobo”, son bienes de los que disfrutamos por ser sociales.

De ahí que resulte insostenible la teoría del “individualismo posesivo” con la que se inició la economía moderna, según la cual, cada hombre es dueño de sus facultades y del producto de éstas, sin deber por ello nada a la sociedad. Por contra, fuerza es reconocer que el desarrollo de las facultades humanas (inteligencia, voluntad, corazón) debe muy mucho a la familia, la escuela, el grupo de amigos, la comunidad religiosa, las asociaciones voluntarias, la sociedad política. Incluso a la sociedad internacional, en estos tiempos de economía global, en los que cada producto es resultado del esfuerzo conjunto de quienes trabajan en distintos lugares de la Tierra. Determinar de qué lugar en exclusiva surge una mercancía es prácticamente imposible, gracias al fenómeno de la mundialización de la economía. De ahí que afirmar que una persona es dueña de sus facultades y del producto de ellas no sólo es una muestra de egoísmo, sino también de ignorancia.

Los bienes del universo, por contra, son producto de personas que viven en sociedad y, por lo tanto, son bienes sociales. Bienes que, en consecuencia, deben ser también socialmente distribuidos para que podamos llamar a esa distribución justa. ¿Y cuáles son los bienes que una sociedad distribuye?

Conviene aquí recordar que los bienes de la Tierra son de diverso tipo, porque algunos de ellos pueden caracterizarse como materiales y otros, como inmateriales o espirituales. De ahí que para distribuir unos y otros con justicia resulte indispensable la aportación de los tres sectores de la sociedad: del sector social, del económico y del político. Sin el concurso de todos ellos la distribución será irremediablemente injusta.

Cuando entran en conflicto necesidades biológicas y deseos psicológicos, exige la justicia atender prioritariamente a las primeras sean cuales fueren quienes las experimenten.

Por tanto para ser hoy un buen ciudadano de cualquier comunidad política es preciso satisfacer la exigencia ética de tener por referentes a los ciudadanos del mundo. Exigencia que no se satisfará sólo a través de la educación, ni adoptando medidas jurídicas, sino cambiando el orden internacional en diversos niveles. En la economía política, sin ir más lejos, universalizando cuando menos la ciudadanía social, puesto que sociales son los bienes de la Tierra y ningún ser humano puede quedar excluido de ellos.

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La globalización es junto con el desempleo, el tema estrella en las más recientes publicaciones sobre economía, en las reflexiones medioambientales y en Foros Mundiales. Los mercados financieros alcanzan un nivel planetario y las autopistas de la información llegan hasta los últimos rincones de la tierra. Evitar la destrucción de la ecosfera, esquivar el riesgo de desertización del planeta, exterminar la plaga del hambre y la guerra, destruir la maldición de la pobreza, son tareas que exceden con mucho las posibilidades de una nación. Vivimos -esto es innegable- en una “Aldea Global”, que ha dejado chiquitos a los estados-nación y requiere para sus problemas soluciones globales.

Ante hechos irreversibles como éste suelen producirse al menos tres reacciones: la timorata y catastrofista, deseosa de hacer marcha atrás, asustada ante cambios a su parecer apocalípticos, situados muy por encima de cualquier intervención humana: la oportunista, que en el río revuelto del desconcierto general trata de desvíar las aguas hacia su provecho individual o grupal, que es el que al cabo le importa; la ética, convencida de que las innovaciones deben convertirse en oportunidades de progreso para todos, y de que para eso hemos de coger el toro por los cuernos.

“Coger el toro por los cuernos” significa en nuestro caso abandonar discursos catástrofistas, acoger con optimismo lo nuevo y orientarlo hacia metas tan antiguas ya, pero no estrenadas, como la realización de mayor libertad, igualdad y solidaridad. Para eso será necesario asumir globalmente los problemas que globalmente se presentan, abandonando, por retrógrados tanto el catástrofismo como el egoísmo oportunista.

En una Aldea Global el egoísmo es actitud pasada de moda, como lo son las pequeñas endogamias, los vulgares nepotismos y amiguismos, las aldeítas locales, la defensa de “los míos”, “los nuestros”, sea en política, sea en la economía, en la universidad o en el hospital. Ante retos universales no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista, que tiene por horizonte para la toma de decisiones el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local. Lo otro, los oportunismos miopes, es cosa no sólo trasnochada, sino suicida y homicida.

Bregar por una globalización ética, por la mundialización de la solidaridad y la justicia, es la única forma de convertir una “Jungla Global” en una comunidad humana, en la que quepan todas las personas y todas las culturas humanizadoras.

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Lo que en ultima instancia cuenta para la gente -llega a decir Huntington-no es la ideología política ni los intereses económicos. Los problemas se identifican con la fe y la familia, la sangre y las creencias, y por eso lucharán y morirán. Y ésta es la razón por la que el conflicto entre civilizaciones está sustituyendo a la Guerra Fría como fenómeno central de la política mundial; ésta es también la razón por la cual el paradigma de las civilizaciones nos proporciona, mejor que cualquier otra alternativa, un punto de partida para entender y hacer frente a los cambios que tienen lugar en el mundo.

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El debate del multiculturalismo planteado a escala mundial aumenta prodigiosamente los problemas que se presentan en las comunidades políticas concretas, porque exige de cada una de ellas el respeto hacia culturas que apenas se encuentran dentro de los límites de su comunidad; y no sólo el respeto, sino también el diálogo.

Un diálogo que, al decir de Huntington, viene exigido incluso por el deseo de supervivencia: por el deseo de evitar futuras guerras mundiales. Recordemos que, según él, la fuente fundamental de conflictos en el futuro será cultural, que tales conflictos tendrán lugar entre grupos de diversas civilizaciones, porque las mayores diferencias que existen entre los grupos humanos son -a su juicio- las diferencias de civilización.

Como es obvio, el multiculturalismo puede suponer un problema, tanto a la hora de diseñar una ciudadanía política, como a la de esbozar un ideal de ciudadanía cosmopolita. Porque si afirmamos que en las democracias liberales existe una cultura dominante -la liberal- y las restantes se sienten relegadas, de suerte que los ciudadanos “de segunda” mal van a sentirse miembros suyos, el problema aumenta desmesuradamente cuando tenemos por referente la comunidad humana en su conjunto. ¿Cómo conseguir que se sientan ciudadanos de una misma comunidad humana aquellos cuya cultura es relegada, si no es que está en trance de extinción? ¿Qué sentido tiene una ciudadanía cosmopolita con una jerarquía de culturas, que condena algunas de ellas a ocupar el escalón último?

Es en este sentido en el que resultan sumamente fecundos esfuerzos por descubrir los elementos comunes a todas las religiones, como los del Parlamento de las Religiones Mundiales; elementos que, por cierto, son abundantes. Como también los esfuerzos de autores como Rawls por garantizar unos mínimos comunes a la mayor parte de sociedades.

Si de lo que se trata -dirá Rawls- no es de asegurar la estabilidad política de una sociedad liberal con pluralismo razonable, sino de establecer un derecho de los pueblos, entonces es preciso proponer unos mínimos que podrían aceptar sociedades no liberales (jerárquicas), con tal de que sean “bien ordenadas”: que sean pacíficas, que su sistema jurídico esté guiado por una concepción de la justicia basada en el bien común, de forma que imponga deberes y obligaciones morales a todos sus miembros, que respete derechos humanos básicos (como el derecho a la vida, a la libertad frente a la esclavitud o los trabajos forzados, a la propiedad y a una igualdad formal).

Partir de estos mínimos de justicia, compartidos por distintos Estados, partir de lo que ya tienen en común las diferentes culturas, los diferentes credos religiosos, sería un buen camino para construir esa paz duradera soñada desde mucho antes que nacieran los proyectos ilustrados de paz.
Sin embargo, y aun concediendo toda la importancia que pueda tener a la diferencia cultural, quisiera dejar constancia de que los grandes conflictos y las dificultades de construir tanto una ciudadanía política como una ciudadanía multicultural siguen teniendo también en su raíz, y con gran fuerza, las desigualdades económicas y sociales. A pesar del empeño por asegurar que los grandes problemas sociales son hoy el racismo y la xenofobia, sigue siendo cierto que el mayor de ellos es la aporofobia, el odio al pobre, al débil, al menesteroso. No son los extranjeros sin más, los diferentes (que somos todos), los que despiertan animadversión, sino los débiles, los pobres.

Podríamos decir, por tanto, que el reconocimiento de la ciudadanía social es conditio sine qua non en la construcción de una ciudadanía cosmopolita que, por ser justa, haga sentirse y saberse a todos los hombres ciudadanos del mundo.

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