lunes, 13 de septiembre de 2010

el imperialismo de la racionalidad económica

el imperialismo de la racionalidad económica
Algunos científicos sociales en los últimos tiempos sugieren un marco común para entender los mecanismos a través de los cuales se producen resultados tales como gobierno más efectivo, desarrollo económico más rápido, etc., y le dan el nombre de capital social. Sin embargo, el mérito de haber desarrollado por primera vez el marco teórico de capital social ha cabido sin duda a James S. Coleman. La intuición de Coleman es sumamente sugerente. Observa Coleman que a la hora de describir y explicar la acción social se dibujan corrientes intelectuales amplias.
Una de ellas, propia del trabajo de muchos sociólogos, se caracteriza por considerar al actor como socializado, como gobernado por normas sociales. Tiene la ventaja de atender a ese innegable aspecto de la vida personal que es la enorme influencia en la persona del proceso de socialización y de las normas sociales, pero tiene también un grave inconveniente y es el de no enseñar un “motor para la acción” (engine of action). El actor está moldeado por el entorno, pero no se muestran los motores internos de la acción, que son lo que le dan un propósito o dirección.
La otra corriente intelectual es propia del trabajo de muchos economistas. Considera al actor como teniendo metas a las que llega de forma independiente, como interesado en la maximización de su utilidad. Es ésta una corriente presente en la economía neoclásica y también en corrientes de filosofía política, como el utilitarismo, el contractualismo y ciertas teorías de los derechos naturales. El “imperialismo económico en epistemología” resulta innegable.
Ahora bien, también esta corriente economicista, más que económica, adolece de un grave defecto, y es que descubre un móvil para la acción (la maximización de la utilidad), pero descuida aquel aspecto esencial que destacaban los sociólogos, y es que las acciones de las personas están modeladas por el contexto social. La organización social es esencial en el funcionamiento no sólo de la sociedad, sino también de la economía.
El objetivo de Coleman consiste entonces en importar el principio de la acción racional para usarlo en el análisis del sistema social, incluyendo el sistema económico, pero no limitándolo a él, y hacerlo sin descartar en el proceso de organización social. En este contexto el concepto de capital social es un instrumento de ayuda, porque si tomamos como punto de partida la teoría de la acción racional, en la que cada actor tiene el control de ciertos recursos e interés en ciertos recursos, el capital social constituye un tipo particular de recursos del actor. El capital social consiste en ciertos aspectos de la estructura social, que facilitan ciertas acciones de los actores.
En este punto se acoge Coleman a la ampliación del concepto de capital propuesta por Gary Becker y añade una tercera forma, el capital social. Las tres formas de capital -físico, humano y social- facilitan la actividad productiva: 1) el capital físico -formado por terrenos, edificios, maquinas, tierra- se crea mediante cambios para construir herramientas que facilitan la producción; 2) el capital humano -compuesto por las técnicas y los conocimientos de los que dispone una empresa o sociedad, lo que ha dado en llamarse “recursos humanos”- se crea mediante cambios en las personas, produciendo habilidades y capacidades que les permiten actuar de formas nuevas; 3) el capital social, sin embargo, se produce por cambios en las relaciones entre las personas, cambios que facilitan la acción. No se localiza en los objetos físicos, no es tangible como en el capital físico, sino que como en el capital humano, es intangible. Pero -podríamos decir- todavía es “menos tangible” que el capital humano, porque existe en las relaciones entre las personas, y no en las personas mismas. Situar el capital social en las relaciones entre las personas, aunque ello implique a las personas, y no en las personas mismas, es una de las características de la concepción de Coleman.
El capital social es pues un recurso para las personas y las organizaciones, de la misma manera que los capitales físico y humano. Hasta el punto de que algunos científicos sociales afirman que las economías nacionales dependen al menos de estas tres formas de capital.
Y como hemos comentado tanto los teóricos del republicanismo como los del comunitarismo proponen aumentar el capital social. ¿Se trata sólo de un recurso para alcanzar ciertas metas, o es algo también valioso por sí mismo?
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del capital social a la riqueza social
El capital social, en principio, puede ser un recurso para las personas, pero también puede serlo para los “actores corporativos”, también residir en las relaciones entre organizaciones, que pueden ser también actores. En lo que respecta a las personas, pueden utilizar y utilizan de hecho ciertos aspectos de la estructura social como recursos para lograr sus intereses. Asumiendo la perspectiva del individualismo metodológico es posible examinar qué relaciones sociales pueden ser recursos de capital para los individuos, pero no es menos cierto que el individualismo metodológico se queda corto en ocasiones.
En lo que respecta a las instituciones, la premisa central de la teoría del capital social se resume en la afirmación de que las conexiones sociales y el compromiso cívico influyen en nuestra vida pública tanto como en los proyectos privados; que hay una relación entre la Modernidad económica, el rendimiento institucional y la comunidad civil.
En una sociedad con capital social es más fácil vivir. Entre otras cosas, porque son más fáciles de resolver los dilemas de la acción colectiva, y porque se reducen los incentivos y el oportunismo. La creación de círculos virtuosos hace razonable actuar siguiendo las normas comunes y disuade a los polizones de incumplir las normas.
Por otra parte, las redes de compromiso cívico encarnan la colaboración que ha tenido éxito en el pasado y que puede servir de plantilla cultural para futuras colaboraciones, hay una cristalización de las actuaciones que han tenido mejor resultado y que aconsejan prolongar las redes de cooperación.
Ahora bien, la razón fundamental por la que el capital social permite superar los dilemas de la acción colectiva, tales como el célebre teorema de la imposibilidad de Arrow, es que las densas redes de interacción probablemente amplían el sentido del yo, desarrollando el “yo” en el “nosotros” o, en el lenguaje de los teóricos de la acción colectiva, refinando el “gusto” por los beneficios colectivos. Ésta a mi juicio la razón por la que tanto republicanos como comunitarios se interesan por el fomento del capital social: porque la única forma de resolver los dilemas de la acción colectiva es no equilibrar intereses colectivos al modo liberal, sino transformar el “yo” en el “nosotros”. ¿Permiten esta transformación cualesquiera formas de relación social?
Según R. D. Putnam, el acto mismo de la asociación es el que facilita la cooperación social que hace avanzar la democracia, más que los objetivos de las asociaciones. La densidad asociativa es ya un factor para que la democracia funcione. Sin embargo, en este punto Putnam recibe fuertes críticas, a las que me sumo: no es cierto que todo tipo de asociaciones cree capital social, al menos el tipo de capital social situado al nivel postconvencional en el desarrollo de la conciencia moral social, que es el único que puede favorecer el funcionamiento de una política practicada por ciudadanos autónomos y solidarios y de una economía consciente de su deuda con todos los seres humanos.
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Importa recordar que las asociaciones que producen bienes públicos no se identifican sin mas con las que gestionan recursos públicos, y que las asociaciones que producen bienes privados no se identifican sin más con las que gestionan recursos privados. Una asociación del primer tipo puede buscar primordialmente el interés privado de sus miembros, y una del segundo tipo puede generar conductas honradas, que generan credibilidad y confianza y por lo tanto producen un bien público.
De todo ello se sigue que generan capital social aquel tipo de asociaciones que encarnan los valores de una ética cívica. Es decir, asociaciones que potencian la autonomía, igualdad y solidaridad de sus miembros. Por tanto, son horizontales, fomentan el respeto mutuo entre sus miembros, resultan beneficiosas para el conjunto de la sociedad, sino que se contagia al resto de la sociedad, constituyen un bien público porque crean hábitos de confianza y solidaridad.
Ciertamente, el capital social puede tomarse como un recurso, igual que el físico y el humano. Y en este sentido traería yo de nuevo a colación la metáfora kantiana del pueblo de los demonios, que preferirían la cooperación al conflicto, con tal de que tuvieran entendimiento. La mano intangible de las virtudes y los valores compatidos ahorra costes de coordinación y por eso debería interesar a los demonios inteligentes.
En efecto, en lo que se refiere a la economía, esa actividad que los positivistas de todos los tiempos han descrito como “neutral” como ajena a los valores, como un mero mecanismo sometido a leyes cuasi naturales, resulta ser en realidad todo lo contrario a las pretensiones de los positivistas, resulta ser que sin recursos físicos no funciona la economía, pero tampoco sin recursos humanos y sin recursos sociales, sin valores compartidos, sin hábitos que generen la confianza necesaria como para firmar un contrato con ciertas garantías de cumplimiento, sin alguna dosis de honradez y lealtad, sin esa densa trama de asociaciones humanas que componen en realidad la más fecunda riqueza de las naciones y de los pueblos. Si falta el capital social, no hay ni siquiera negocios en este universo globalizado, en el que la red protectora de los valores y las asociaciones presta el suelo indispensable para que funcionen con bien las transacciones y los contratos.
Pero lo mismo sucede con la fortaleza de la política democrática, que parece depender de las actividades de los partidos políticos y de los gobiernos, cuando lo bien cierto es que depende en muy buena medida de la sociedad civil, de sus valores y de su capacidad asociativa, del capital social, en suma, de la sociedad.
Ciertamente, la fecundidad del capital social tanto para generar una democracia auténtica, en la que los ciudadanos sean los protagonistas, como para sentar las bases de una economía eficiente y justa, de una economía en el pleno sentido de la palabra, es uno de los temas centrales de estudio en las ciencias sociales. Pero la realidad de las asociaciones a las que nos hemos referido no se mantiene sólo por el autointerés, no se mantiene sólo por la inercia de encontrarse ya enredado en un círculo virtuoso. No es sólo un recurso, sino un haber, no es sólo una estrategia, sino un êthos, un carácter, una riqueza.
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La racionalidad humana no es sólo estratégica, ni siquiera sólo prudencial, de ahí las limitaciones del individualismo metodológico y del imperialismo económico. La realidad de las asociaciones a las que nos hemos referido se mantiene por una riqueza, por un conjunto de valores compartidos, entre los que cuenta el valor de asociarse con otro por sí mismo.
Y en este sentido no estaría de más preguntarse en este cambio de siglo si no sería aconsejable “invertir a Tocqueville”, al menos en parte, reconociendo que en algunos aspectos cruciales no es Norteamérica quien cuenta con un más potente capital social, sino precisamente Europa, y que importa no dilapidarlo, no sea que después resulte imposible reponerlo.
Sin duda en Europa existen regiones con una gran capacidad asociativa, y es urgente estimular este “arte asociativo”, extendiéndolo a regiones más individualistas y plasmándolo en instituciones. Pero todo ello desde esos valores (el otro lado del capital social) que parte de Europa ha ido compartiendo en su historia y que constituyen su mejor “ventaja competitiva” frente a otros núcleos políticos y económicos.
La ventaja competitiva de Europa no puede consistir en copiar (“¡Que inventen ellos!”), sino en llevar adelante su propio sueño: el “sueño europeo” de una sociedad justa y eficiente, donde la eficiencia tiene por meta la justicia, donde la eficiencia se logra precisamente desde la justicia. Una sociedad injusta no es al cabo ni siquiera eficiente, ya que la justicia, valiosa por sí misma, es también una “herramienta” para optimizar recursos físicos y humanos, porque presta mayor cohesión a una sociedad que su contrario.
El sueño europeo incluye unas bases de seguridad para los ciudadanos y para los inmigrantes, que no pueden mantenerse sin reformas radicales, pero que son asimismo irrenunciables. Jalones de este sueño serían el empleo estable, aunque flexible, la atención sanitaria, eficiente y equitativa, educación de calidad, que distribuya universalmente un buen “saber hacer”, la confianza de encontrar una red protectora en el momento de decir adiós al trabajo remunerado y en tiempo de ancianidad, la garantía de encontrar el buen trato que merece todo ser humano, ya sólo por serlo, cuando el hambre y la miseria obligan a abandonar la propia tierra. Conviene recordar al “mundo libre” o al menos predicador de la libertad, que la más básica de las liberaciones es la “liberación de la necesidad”. Sólo los países que la practican dentro y fuera de sus fronteras cuentan realmente con un capital social capaz de crear cohesión interna y cooperación externa, capaz de sentar las bases para el ejercicio de la libertad. Cuando hablen de ella y la propongan, estarán diseñando un círculo redondo.
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las asociaciones capaces de crear capital social
Conviene reconocer que las asociaciones capaces de crear capital social en el sentido expuesto no son cualesquiera, sino que deben reunir al menos las siguientes características:
1)Si distinguimos entre asociaciones horizontales y verticales, como el mismo Putnam hace en Making Democracy Work, son las asociaciones horizontales las que favorecen una política de seres autónomos y solidarios. Las asociaciones horizontales son las que “unen agentes con estatus y poder equivalentes”, mientras que las verticales “unen agentes desiguales en relaciones asimétricas de jerarquía y dependencia”. Obviamente, las segundas presentan una capacidad ilimitada de generar relaciones de reciprocidad, mutualidad y cooperación. Puesto que llegar a decisiones aceptables para todos es lo que ayuda a vencer los problemas colectivos, recurrir a organizaciones verticales no e slo que favorece la cooperación.
También cabe distinguir entre asociaciones según los objetivos del grupo y según su capacidad para promover la cooperación. En este sentido podemos distinguir entre tres tipos de relaciones:
2)Es evidente que los grupos que fomentan la intolerancia y la desigualdad entre sus miembros tienen un impacto negativo en el capital social.
3)El objetivo de la cooperación puede ser dañino para la comunidad o ser beneficioso. Las mafias o el Ku Klux Klan son claramente dañinos, mientras que las Hermanitas de los pobres son beneficiosas. Que exista capital social no significa que se utilice para el bien de la comunidad.
4)También las asociaciones se distinguen entre sí según el capital social que se crea dentro del grupo pueda o no ser útil en las interacciones que tienen lugar fuera de él. Putnam distingue entre “capital social que tiende puentes” y “el que no tiende puentes”. Una sociedad compuesta de asociaciones fuertes que chocan entre sí es destructiva.
5)Y por último parece que las asociaciones que producen bienes públicos generen mayor capital social que las que producen bienes privados. Parece que las primeras deben crear más capital social, mientras que las segundas incentivan comportamientos oportunistas.
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Adela Cortina

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