martes, 21 de septiembre de 2010

republicanos y comunitarios, por Adela Cortina



Republicanos y comunitarios, ni individualismo ni holismo




El liberalismo, como venimos contando, nace en Occidente con el afán de defender a los individuos de interferencias ajenas, con la convicción de que el individuo es sagrado para el individuo, de que goza de una inalienable dignidad, en virtud de la cual ostenta unos derechos para cuya protección se crea la comunidad política. Desde esta perspectiva, el individuo es “anterior” a la comunidad política, ontológica y axiológicamente, de suerte que la comunidad política es un instante creado para defender los derechos individuales.


A esta forma de pensar se ha llamado individualismo frente a las posiciones que afirman la prioridad, ontológica y axiológica, de la colectividad, del todo social frente a las partes, frente a los individuos, posiciones que autores como Louis Dumont congregan bajo la rúbrica de holismo.


Desde esta perspectiva, individualismo y holismo serían dos esquemas para pensar la vida social contrapuestos e inconciliables. Contraposición que deja en muy mal lugar al holismo sobre todo despues de las experiencias de los países del Este, que vieron arrasada su sociedad civil, su vida pluralista, gracias a las actuaciones de una clase dirigente que decía representar la voluntad del todo social. Ésta es la razón por la que, a pesar de los esfuerzos de Hegel, de Marx y del marxismo en distintas versiones, la sociedad postliberal en que vivimos sigue optando por el individualismo frente al holismo. Y sería difícil realmente justificar una opción distinta, si efectivamente individualismo y holismo fueran las únicas alternativas.


Pero afortunadamente no es el caso. Afortunadamente existen otras opciones, además del individualismo y el holismo colectivista. En primer lugar, porque hay distintas variedades del individualismo que desde el punto de vista de la filosofía política, se encarnan en una amplia gama de liberalismos. Desde el liberalismo que se apoya en la teoría del individualismo posesivo, pasando por el liberalismo social de autores como Rawls o Walzar, hasta llegar a liberalismos como el que Van Parijs defiende en Libertad real para todos, alegando que es el liberalismo auténtico, o el defendido por Amartya Sen en su enfoque de las capacidades, tan próximo al marxiano de las necesidades. Pero en segundo lugar porque existen desde antiguo posiciones, a menudo entreveradas con las liberales que acabamos de mencionar, que tienen como clave de interpretación social o bien a la persona con sus dimensiones sociales, por entender que la persona nace del reconocimiento recíproco entre seres humanos, o bien a la comunidad de personas, por entender que la persona sólo puede devenir autónoma en la comunidad. Son dos posiciones un tanto diferenciadas, que continúan vigentes en nuestros días.


La segunda de estas posciones suele reclamarse de Aristóteles y asegurar que en su Política se abre un camino para pensar la vida social, perfectamente transitable hoy aunque con matizaciones.


Y hunde sus raíces en aquellos textos de Aristóteles que trata de la democracia, sea para criticarla como uno de los regímenes políticos desviados, sea para admitirla como un mal menor entre los ingredientes del régimen político más sostenible, sino en aquellos textos en los que Aristóteles sienta las bases de una politeia, de una república acorde con la naturaleza que le es propia.


Justamente los regímenes legítimos lo serán por tener como meta el bien común, mientras que los desviados lo son por tener como fin el bien de una parte de la sociedad (uno, pocos, mayoría), pero no el de la sociedad en su conjunto. Perseguir el bien común, que es lo propio de la politeia, requiere virtud por parte de los ciudadanos y amistad cívica, requisitos ambos que se integrarán en la tradición republicana más que en las tradiciones democráticas.
De estas raíces parecen surgir en nuestros días tanto el moviemiento comunitario más prometedor, empeñado en ligar estrechamente individuo y comunidad, como también el republicanismo en sus distintas versiones.


Por su parte, las propuestas kantianas de filosofía práctica, como es el caso de la ética del discurso, y las hermenéuticas de Ricoeur o Levinas acentúan el lado del reconocimiento recíproco entre sujetos más que el comunitario. Sin duda los sujetos nacen en comunidades y en ellas se socializan y se reconocen como personas, pero precisamente porque cada sujeto es capaz de reconocer su identidad con cualquier sujeto humano de cualquier comunidad, el límite del reconocimiento es el de una comunidad universal, en la que se incluyen también las generaciones futuras.
Comunitarismo, republicanismo y éticas del reconocimiento se sitúan más allá del individualismo y del holismo, destacando la importancia de la persona y de la comunidad en un mundo que debe tener necesariamente como horizonte la humanidad en su conjunto. De estas propuestas y de su visión de qué sea una comunidad justa nos ocupamos ahora.
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La comunidad política aristotélica adolece de lo que hoy en día consideraríamos claros límites, puesto que, como se ha dicho hasta la saciedad, no considera ciudadanos a todos los miembros, sino sólo a los que gozan de determinadas características, y entiende que los ciudadanos atenienses son hombres libres, pero no que son libres todos los seres humanos.

El principio universalista de la moral postconvencional no está aquí presente, sino que nos encontramos en un comunitarismo convencional que todavía no ha asumido la universalización de la libertad, ni tampoco que esa libertad se entienda como autonomía.

Importa el êthos de la comunidad, el carácter de la comunidad, en la que los ciudadanos deliberan conjuntamente sobre lo justo y lo injusto. Y en esta noción de política en la que arraigan diversas tradiciones que en nuestros días pugnan por mostrar su carácter diferencial.

Podríamos mencionar en principio las tradiciones republicanas de distinto signo, que tendrían en común al menos las siguientes características: 1) El hombre es por naturaleza un animal social y político, que debe vivr en asociación política si pretende desarrollar todas sus potencialidades 2) Un hombre bueno debe ser un buen ciudadano. 3) Un buen sistema político es una asociación constituida por buenos ciudadanos. 4) Un buen sistema político refleja y promueve la virtud de sus integrantes. 5) El mejor sistema político es aquel en el que los ciudadanos son iguales ante la ley. 6) No puede ser legítimo un sistema político que no cuente con la participación de sus ciudadanos. 7) Puesto que en el pueblo hay diferentes facciones y clases, hay que elaborar una constitución que refleje los intereses de los distintos grupos.


Una vez mencionado este núcleo común existe una amplia gama de republicanismos, amén de una enorme dificultad en situar hoy las tradiciones republicanas en el mapa de las tendencias de filosofía política.
Citaremos al respecto trees ejemplos como botón de muestra, el de Habermas en “tres modelos normativos de democracia”, el de Philip Pettit en Republicanismo y el de Rawls en Liberalismo político.

Por su parte, Habermas distingue entre un modelo de democracia comunitario-republicano, el de Michelman, un modelo liberal clásico y un tercer modelo, el de una democracia deliberativa, que encarna políticamente el principio del discurso.

En el modelo comunitario-republicano la comunidad es el núcleo de la vida política, la fuerza del poder comunicativo es una fuerza política, el derecho es derecho objetivo, y existe una cierta identificación entre la vida política y la vida ética, entre el bien común y el moral. Si en la distinción entre razones morales, éticas y pragmáticas algunas tienen más peso que otras en este modelo, serían las éticas, las que se apoyan en el êthos de la comunidad política, en lo que Hegel entiende como Eticidad.
En el modelo liberal de democracia el individuo es el núcleo de la vida compartida, el proceso político es un instrumento para equilibrar intereses individuales, importa defender los derechos subjetivos de los ciudadanos y las razones que avalan las normas jurídicas son muy especialmente pragmáticas.

Por último, en lo que se refiere a la democracia deliberativa, la pieza clave del engranaje político es la intersubjetividad, el reconocimiento recíproco de sujetos, que se expresa en las redes del lenguaje y funda el poder comunicativo por el que se legitima el poder político. En este punto, en el de reconocer el vigor del poder comunicativo, concuerda la democracia deliberativa con el republicanismo. Pero discrepa de él en tener por necesaria la distinción entre moralidad y eticidad: las razones que apoyan la validez de normas legales no son fundamentalmente éticas (nacidas de la concepción sustantiva de bien de la comunidad), sino también pragmáticas, como quieren ios liberales y también morales. La concepción sustantiva del bien de la comunidad política tiene que ser medida por principios morales de justicia, que incluyen a la república de todos los seres humanos. Como es fácil observar, en el mapa habermasiano el republicanismo se alinea con el comunitarismo, teniendo como polo opuesto al liberalismo.

Sin embargo, Pettit propone un mapa diferente. En él el comunitarismo se situaría en un polo, aduciendo una concepción sustantiva del bien para la vida política; el liberalismo se encontraría en el polo contrario, defendiendo ante todo las libertades básicas, es decir, las libertades que se acogen al rótulo de la “no interferencia” y el republicanismo, por último, se situaría entre el comunitarismo y el liberalismo, tomando como santo y seña la libertad entendida como “no dominación”. Y no sólo que el republicanismo no se identificaría con el comunitarismo, sino que se encontraría más cerca del liberalismo que del comunitarismo, hasta el punto de que podríamos hablar en realidad de un “republicanismo liberal”. Como recuerda Jesús Conill, el elemnto distintivo entre las distintas concepciones políticas es el modo de concebir la libertad, el concepto de libertad.

Sin embargo, la cuestión se complica si atendemos a la distinción rawlsiana entre dos tradiciones en realidad republicanas, el republicanismo clásico y el humanismo cívico, y al modo en que se sitúa su liberalismo político en relación con ellas. Dice Rawls:

Entiendo por republicanismo clásico el punto de vista, según el cual, si los ciudadanos de una sociedad democrática quieren preservar sus derechos y libertades básicos (incluidas las libertades civiles que garantizan las libertades de la vida privada), deben también poseer en grado suficiente las “virtudes políticas” (como yo las he llamado) y estar dispuestos a participar en la vida pública.”

Desde esta perspectiva no se propone la participación de los ciudadanos en la vida pública como el modelo de vida feliz que deben incorporar, sino como un medio para defender las libertades democráticas. Una democracia saludable requiere un grado de participación ciudadana, independientemente de que algunos ciudadanos vean en el ejercicio de esa participación el modelo de una vida digna de ser vivida.

Resuenan aquí los ecos de la conferencia de Constant, indiscutiblemente liberal, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, en ese apartado final en que el autor aconseja no sustituir la libertad de los antiguos 8entendida como participación en la cosa pública) por la de los modernos (entendida como independencia), sino dar prioridad a la de los modernos, pero tomando la participación en la vida ciudadana como un medio para defender esa independencia. Si la ciudadanía se acostumbra a recluirse en la vida privada, los poderes públicos pueden arrebatarle incluso esa gama de libertades básicas que configura la libertad de los modernos. La participación no es pues la forma de vida felicitante, pero sí un medio para defender las libertades básicas.
En esta tradición incluye Rawls al Maquiavelo de los Discursos, pero sobre todo La democracia en América de Alexis de Tocqueville, y aclara que su liberalismo político no está en desacuerdo con este republicanismo clásico, en la medida en que no se propone un modelo de vida feliz para la esfera pública. Cosa que sí hace, a su juicio, el “humanismo cívico”.

Siguiendo a Taylor, entiende Rawls por “humanismo cívico” una variante del aristotelismo, una doctrina según la cual el hombre realiza del modo más pleno su naturaleza esencial en una sociedad democrática, en cuya vida se dé una amplia y vigorosa participación. La participación no es una condición necesaria de la protección de las libertades básicas, sino el ámbito privilegiado de la vida buena. Rousseau sería el ejemplo más acabado de este humanismo, y Hannah Arendt una excelente representante contemporánea. El liberalismo político no podría entrar en comercio con el humanismo cívico así entendido porque éste propone una doctrina comprehensiva del bien, lo que yo llamaría una “ética de máximos”, en la que la participación es ingrediente indispensable.

Sin embargo, las denominaciones empleadas por Rawls resultan tan discutibles como cualesquiera otras. En principio porque en lo que se me alcanza, ninguna tradición republicana excluye a Rousseau de su nómina, y en lo que respecta a Hannah Arendt el núcleo más fecundo de su aportación consiste en defender que el “poder político” es la capacidad de actar de modo concertado, de forma que las relaciones de poder político son las relaciones de isonomía, las relaciones entre iguales propias de la república, desde las que se llega al mutuo consentimiento. La autoridad no se liga a la dominación, sino al reconocimiento que obtiene quien lo merece, y por eso la violencia y la persuasión están de más. Así como no hay política sin poder caracterizado de este modo -piensa Arendt- tampoco hay política con violencia: la violencia como instrumento para obtener obediencia, pertenece a la etapa prepolítica, mientras que la política propiamente dicha empieza con el diálogo y la instauración de las libertades. De hecho el propio Habermas que es todo menos perfeccionista, reconoce la deuda de su democracia deliberativa con el republicanismo de Arendt.

Por otra parte, las tradiciones que se acogen al rótulo “humanismo cívico” apelan a Tocqueville de forma recurrente. En efecto, Tocqueville se enfrenta a la que sigue siendo la pregunta radical de la filosofía política y la ciencia social a comienzos de este siglo: ¿cómo construir una democracia arraigada, capaz de hacer justicia a la igual aspiración a la libertad de los seres humanos?”, y para responder a ella delinea los trazos de un humanismo cívico, enfrentado al individualismo apático, que es responsable de la anemia democrática.

Como bien señala Juan Manuel Ros, son tres las claves del pensamiento de Tocqueville sumamente fecundas para nuestro momento: la crítica al individualismo democrático y la propuesta de un humanismo cívico comprometido, la dialéctica de la libertad y la igualdad, y la necesaria conexión entre la democracia y la sociedad civil.

Habida cuenta, pues de que las denominaciones “republicanismo clásico” y “humanismo cívico” no resultan demasiado felices, convendría ir al fondo de la cuestión antes de situar las distintas tradiciones en el atlas de la filosofía política y antes de ponerles nombres.

El fondo de la cuestión sería, según Rawls, el siguiente: algunas tradiciones republicanas consideran que una “vida digna de ser vivida”, una vida feliz, es la que desarrolla la persona como ciudadana en una comunidad política, de suerte que no existe una diferencia entre lo justo y lo bueno, sino que lo bueno se logra en la polis, mientras que otras tradiciones republicanas se aproximan más al modelo liberal y consideran que el marco político debe asegurar la justicia en la vida compartida y que lograr una comunidad justa exige participación ciudadana, pero sin hacer de la participación una forma de vida.

A mi juicio, en el primer caso nos encontraríamos en realidad ante un republicanismo perfeccionista, ante un modelo de hombre y de su desarrollo en la vida social, ante una ética “perfeccionista” que señala unas características como esencialmente humanas y entiende que son ésas las que un Estado debe potenciar. En el segundo caso, nos situariamos en el ámbito de un republicanismo liberal, que no pretende diseñar un modelo de hombre, sino unicamente mostrar cómo debe ser la vida política para permitir el desarrollo de las libertades. En este último modelo se inscribirían a mi modo de ver la mayor parte de propuestas republicanas hodiernas, mientras que el republicanismo perfeccionista se aproximaría al comunitarismo.

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republicanismo liberal

El republicanismo liberal al que se adscriben actualmente una gran cantidad de autores, tales como Barber, Dworkin, Pettit, Renaut, propone un diseño de comunidad política en que se entrelazan en realidad república y contrato. Aunque cada uno de ellos realiza su propuesta específica, tal vez la que aglutine mejor a las restantes, dando a la vez un sello específicamente republicano, sea la de Philip Pettit en Republicanismo.

En efecto, Pettit insiste en que la noción central de la vida política republicana debe ser la libertad entendida como no-dominación, y a partir de este punto entiende que una comunidad es libre cuando la estructura de las instituciones es tal que ninguno de sus miembros teme la interferencia arbitraria de los poderosos en sus vidas, según su estado de ánimo o su humor, ni necesita congraciarse con ellos para conseguir lo que se le debe en justicia, sino que todos puedan mirarse a los ojos, porque el servilismo está de más. No se trata de que tomen las decisiones asambleariamente, ni tampoco de que todos los miembros del grupo participen continuamente en las decisiones de la vida compartida, sino de que cada uno sepa a qué atenerse y no se vea obligado a defenderse estratégicamente de los ambiciosos, estar atento a sus cambios de humor y recurrir al falso halago para gozar seguridad.

En una comunidad republicana auténtica las leyes son expresión de la libertad, y no armas en manos de los déspotas feudales para ayudar a sus vasallos y abatir a quienes no doblan la rodilla; la virtud cívica conjuga las aspiraciones de los que comparten una misma meta y respalda las leyes queridas por ellos; las decisiones públicas se toman a través de la deliberación común, que lleva a determinar lo justo, y no desde las negociaciones y los pactos, que siempre perjudican a los más débiles, a los que deben contentarse con poco para no perderlo todo; el capital social de unos valores éticos compartidos presta el suelo común. Estos serían los rasgos ded una tradición republicana que deberían incorporar las instituciones públicas de una sociedad democrática para ir generando una “mano intangible”, capaz de transformar las preferencias particulares en metas comunes. No la mano invisible, presuntamente armonizadora de preferencias en conflicto, sino la mano intengible de las convicciones comunes, que congrega a los individuos tras un mismo propósito público.

¿Se encuentra tan lejos este republicanismo liberal del comunitarismo? ¿Puede decirse realmente que el movimiento comunitario se acerca al republicanismo perfeccionista al que entiende que el modelo de vida digna es la participación en la comunidad?
Me temo que a fin de cuentas republicanos liberales y comunitarios modernos acaban aproximándose enormemente e insistiendo sobre todo en fomentar dos tipos de capital social: el de los valores democráticos, que constituyen el suelo común desde el que es posible construir realmente la comunidad política y el de las asociaciones de la sociedad civil, sin las que no hay democracia auténtica, y ni siquiera funciona la economía.

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La comunidad, entre el individuo y el Estado

El comunitarismo actual enlaza con la tradición republicana de Aristóteles y toma también de Hegel la convicción de que es preciso encarnar la moralidad en las instituciones y en las costumbres de las comunidades concretas. De ahí, que igual que Hegel, se enfrente a los contractualismos actuales, entendiendo que el contractualismo liberal parte al menos de cuatro abstracciones:


  1. entender que el “yo” es un individuo racional, que elige su forma de vida entre planes y proyectos. Cuando la mayor parte de las relaciones que contrae no son tan “libremente” elegidas, sino en muy buena parte condicionadas, como la pareja o la carrera, y cuando en realidad su identidad está muy ligada a comunidades no elegidas.

  2. Universalismo formal, hasta el punto de que el liberal acaba perdiendo toda sensibilidad hacia el contexto. En realidad, más vale interpretar para nuestras comunidades los significados ya compartidos.

  3. Prioridad del individuo y sus derechos, que son en realidad capacidades fuertemente valoradas en una comunidad, con lo cual más valdría que el ciudadano asumiera también la responsabilidad por esa comunidad, no sea que dejen de valorarse esas capacidades y se diluya el carácter exigente de los derechos.

  4. La voz de la conciencia parece suficiente para velar por la moralidad. Pero no es así: la moralidad es en muy buena medida una cuestión de la comunidad. De ahí que no baste con la conversión del corazón, a la que Kant recurría, sino que es preciso renovar los lazos sociales y reformar la vida pública.
Desde estas críticas a las que obviamente acompaña una orientación positiva para la acción, el eje social del nuevo paradigma es la comunidad situada entre el individuo y el Estado. Esto podría significar un cierto regreso al aristotelismo sin embargo autores como Etzioni o Barber precisan cada vez con mayor claridad que no se trata de eso, sino de percatarse de que la autonomía personal no puede conquistarse sino en comunidad.

La comunidad no sólo no debe ahogar al individuo, sino que es condición de posibilidad de su autonomía. Pero a su vez la realización de la autonomía en comunidad exige que el individuo se responsabilice de su comunidad, que le preste lealtad y sea en este sentidod un patriota. De ahí la nueva regla de oro, que debería regir las relaciones entre los individuos y la comunidad: “respeta y defiende el orden moral de la sociedad de la misma manera que desearías que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía”.

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En este sentido la tarea de la educación moral es indispensable en una sociedad, es un producto de primera necesidad, porque las leyes son importantes en un conjunto social, pero todavía más lo son los compromisos morales adquiridos por sus miembros. Las leyes son indispensables, pero más aún lo son las costumbres, como ya apuntaba Tocqueville. Educar moralmente a las personas a través de la escuela y en el seno de la sociedad civil resulta urgente para una sociedad que quiera ser realmente libre y democrática.

Sin embargo, las dificultades empiezan a la hora de tratar de aclarar a qué tipo de comunidad nos estamos refiriendo, porque si es un intermedio entre el individuo y el Estado, si consiste en esas redes de asociaciones de la sociedad civil capaces de educar en el pluralismo sin coacción, entonces no se identifica sin más con la comunidad política. El Estado tiene aquí una función subsidiaria, debe hacer lo que no puedan hacer las asociaciones del ámbito local (familia, escuela, municipio), y lo que se está haciendo a fin de cuentas es tratar de crear y potenciar el capital social, la trama de asociaciones que crean lazos entre las personas.

Ciertamente, Etzioni asegura que con “la comunidad” no nos estamos refiriendo a una sola, sino a la necesidad del individuo de devenir autónomo en el seno de un conjunto de comunidades, que funcionan como el juego de las matrioskas o el de las cajas chinas (familias, comunidades vecinales y asociaciones laborales, pueblos, ciudades, comunidades nacionales y comunidades transnacionales). La resultante de este conjunto será una comunidad de comunidades, constituida por la relación entre comunidades que mantienen sus particularidades culturales, pero con un compromiso común. Esta comunidad de comunidades -dirá Etzioni- se representa como un mosaico y cuenta con un núcleo sustantivo de valores compartidos, no sólo con los valores procedimentales y los mecanismos formales de la democracia, porque este núcleo sustantivo resulta en realidad indispensable para mantener el orden social.

Sin embargo, a la hora de intentar determinar de qué valores se trata nos percatamos de que las éticas “sustancialistas” están más cerca de lo que parece de las éticas “procedimentalistas”; nos percatamos de que los hegelianos están más próximos a los kantianos de lo que a primera vista pudiera parecer, porque esos valores son los siguientes: el compromiso con la democracia, el respeto a la diferencia, la potenciación de diálogos abiertos en la sociedad, el fomento de los medios necesarios para reconciliar a los individuos que han dañado a la comunidad.

¿Son estos valores éticos que hoy en día distinguen a unas comunidades políticas de otras, de forma que podemos decir que alguna comunidad defiende esos valores y las restantes no?

La pregunta no es intrascendente, porque sucede que en la polémica entre universalistas y comunitarios se supone que los segundos defienden el punto de vista del êthos de las comunidades concretas, mientras que los universalistas defienden lo que se ha llamado el “punto de vista moral”, que es el de la imparcialidad. Si esto fuera tan claro, sucedería que el êthos, el carácter de cada comunidad, debería contener algún valor o algunos valores que le distinguieran de otras, de ahí que quienes desearan defender esos valores deberían también responsabilizarse de la comunidad para que siguiera educando en ellos.

Pero sucede que los valores que hemos mencionado, siguiendo a Etzioni, son hoy en día comunes al menos a todas las sociedades con democracia liberal. Ninguna de ellas se atrevería a decir que no aprecia como un valor positivo el compromiso con la democracia, el respeto a la diferencia o el diálogo y muchos otros valores que hoy defiende la cultura occidental, al menos verbalmente, y que en buena medida están siendo “globalizados” también al menos verbalmente.

Aunque pudiéramos distinguir, con Habermas, entre razones pragmáticas para justificar normas morales (las de conveniencia en una situación concreta), razones éticas (avaladas por la historia y las tradiciones que acuñan el carácter de una comunidad política determinada) y razones morales (las que entran en juego cuando tenemos en cuenta a la humanidad en su conjunto), no parece que los valores que hemos mencionado puedan pertenecer al ámbito ético de una comunidad frente a las restantes. Más parece que nos hemos referido a valores morales, comunes hoy al êthos de un buen número de comunidades políticas, comunidades que se distinguirían entre sí por rasgos consuetudinarios más que morales.

En esta línea entraría en realidad el célebre “patriotismo de la constitución”, que a mi juicio no es el que distingue a unas comunidades políticas de otras, puesto que prácticamente todos los países con democracia liberal defienden los mismos valores constitucionales.

Cabe, pues pensar que el comunitarismo actual no identifica la comunidad política con la comunidad moral, sino que propone potenciar las asociaciones en la sociedad civil, porque confía en ellas como transmisoras de valores morales; sobre todo, las asociaciones e signo más tradicional. Responsabilizarse de las comunidades concretas es importante, no porque defiendan unos valores que nadie más defiende (cosa a todas luces falsa), sino porque el compromiso con lo local es indispensable para realizar también lo universal. Desentenderse de lo próximo, de la comunidad de pertenencia, no es la mejor forma de ir construyendo una república de toda la humanidad, sino todo lo contrario; pero, a la vez, el horizonte moral de las comunidades políticas concretas no puede ser sino el de la humanidad en su conjunto.

Tal vez aquí resida la esencial diferencia entre el comunitarismo ilustrado y el republicanismo liberal, en el tipo de asociaciones que se proponen fomentar: más tradicionales en el primer caso, incluyendo aquellas en las que los individuos mantienen entre sí relaciones jerárquicas, asociaciones horizontales en el segundo caso. Pero de cualquier modo unos y otros apuntan a la necesidad de engrosar el capital social.
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