viernes, 10 de septiembre de 2010

competitividad y racionalidad funcional-estratégica

La competitividad de un país consiste, según la definición de la OCDE, en elevar los salarios reales sin perder oportunidades de venta en el mercado mundial. En la mayor parte del Tercer Mundo esta situación está actualmente invertida: se reducen los salarios a fin de ser internacionalmente competitivos.

Desde el punto de vista de la teoría económica, los ODM se pueden entender como un sistema de compensación, en el que los países que producen con rendimientos crecientes (países industrializados) pagan anualmente una especie de indemnización por sus pérdidas a los países que producen con rendimientos constantes o decrecientes (productores de materias primas). Esta idea no es nueva, y se halla en los textos estadounidenses de enseñanza media desde la década de 1970. Hasta la victoria del Consenso de Washington sobre las instituciones de desarrollo de la ONU, la opción preferida consistía en industrializar a los países pobres aunque su industria no fuera a ser competitiva en el mercado mundial durante mucho tiempo. La conversión del libre comercio en eje del sistema económico mundial -al que deben ceder todas las demás consideraciones- ha dejado como única opción viable el colonialismo del bienestar. La opción alternativa de desarrollar el mundo pobre ha desaparecido porque muchos desean mantener el libre comercio como núcleo incuestionable del orden económico mundial.

La única vez que Adam Smith menciona “la mano invisible” en La Riqueza de las Naciones es después de haber alabado la política inglesa de altos aranceles en las Leyes de Navegación, y entonces añade que tras esa política proteccionista es como si una mano invisible hubiera impulsado a los consumidores ingleses a comprar productos industriales ingleses. La mano invisible no sustituyó en realidad a los altos aranceles hasta que la industria manufacturera, tras un largo periodo, resultó internacionalmente competitiva. Leyendo a Adam Smith de esa manera es posible argumentar que era un mercantilista mal entendido. Para él el punto clave era el ritmo con el que se iba imponiendo el libre comercio. Vale la pena señalar que entre Enrique VII y Adam Smith hubo tres siglos de rigurosa protección arancelaria.

El colonialismo es sobre todo un sistema económico, o un tipo peculiar de integración económica entre distintos países. Lo menos importante es la calificación política que se le dé, ya sea la independencia nominal y el “libre comercio” o cualquier otra cosa. Lo que importa es qué tipo de bienes fluyen y en qué dirección. Ateniéndonos a la clasificación antes expuesta, las colonias son naciones que se especializan en el mal comercio, en exportar materias primas e importar productos de alta tecnología, ya se trate de productos industriales o de servicios intensivos en conocimientos. Más adelante veremos que en la agricultura también se pueden distinguir productos típicos de los países ricos (mecanizables) y productos de las colonias (no mecanizables).

En los países ricos también se constata la misma diferencia entre los niveles salariales de la industria y de la agricultura. Aunque la mayoría de los habitantes de Europa fueran todavía agricultores y ganaderos, en las obras de Marx y los primeros socialistas, no se les menciona apenas; era entre los obreros industriales donde se descubría la pobreza más sobrecogedora, ya que la pobreza urbana tiene a menudo un aspecto más miserable que la rural. Cuando los obreros urbanos, con un creciente poder político, pudieron presentar sus demandas de salarios más altos y se beneficiaron de la mayor productividad en la industria, fueron los agricultores los que quedaron económicamente atrás. Los industriales, y también paulatinamente los obreros urbanos, gozaban de la protección de su gran poder de mercado, podían mantener los precios altos y evitar una “competencia perfecta”. El industrialismo consolidó así lo que John Kenneth Galbraith llamaba “el equilibrio de poderes compensados”, esto es, un sistema en el que la riqueza se basa en una competencia extremadamente imperfecta tanto en el mercado laboral como en el de productos físicos. El industrialismo era un sistema basado en una triple manipulación del mercado por parte de los capitalistas, los obreros y el Estado. La competencia perfecta de los textos de economía sólo se daba en el Tercer Mundo.

Como dijo el gran economista alemán Gustav Schmoller en la conferencia fundacional de la Asociación para una Política Social en 1872: “La sociedad es hoy día como una escalera en la que los travesaños intermedios están podridos”. La sociedad se polariza entre países ricos y pobres y los de renta media tienden a desaparecer. Los intentos desde la década de 1950 hasta la de 1970 de crear mediante la industrialización países de renta media, aunque sus industrias no fueran todavía internacionalmente competitivas, fueron después desmantelados por la terapia de choque de un libre comercio demasiado repentino. Esos países (más adelante examinaremos el ejemplo de Mongolia) se desindustrializaron y volvieron a caer en una creciente pobreza. Si había algo contra lo que los teóricos del pasado como James Steuart y Friedrich List hubieran advertido, era contra los cambios repentinos en el régimen comercial. Los sistemas de producción necesitan tiempo para ir ajustándose. La Europa continental no se dejó engañar por los intentos ingleses durante el siglo XIX de seguir siendo el único país industrializado del mundo ni por su evangelio de una armonía económica global en la que el resto del mundo produciría materias primas para intercambiarlas por artículos industriales ingleses. El resto de Europa y países de ultramar con gran proporción de inmigrantes europeos -Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica- siguieron la misma política que la propia Inglaterra había seguido desde finales del siglo XV: una protección arancelaria relativamente alta para alentar la industrialización. A pesar de la protección natural que le ofrecían los elevados costes de transporte, Estados Unidos decidió resguardar su enorme industria siderúrgica tras barreras arancelarios de hasta el cien por cien. Aunque la mayoría de los inmigrantes fueran o hubieran sido agricultores, éstos fueron los principales beneficiarios de la existencia de un sector industrial, como señaló Abraham Lincoln: “No puedo adivinar la razón pero los elevados aranceles hacen que todo lo que compran los granjeros les resulte más barato”.


El primer Secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton, recreó con su Informe sobre las Manufacturas en Estados Unidos, de 1791, una caja de herramientas muy similar a la de Enrique VII. Los objetivos declarados de Hamilton eran los mismos: una mayor división del trabajo y un mayor sector industrial. La misma caja de herramientas se empleó en prácticamente todos los países de la Europa continental durante el siglo XIX, incluido mi propio país, Noruega, en la periferia europea. Las teorías del economista alemán Friedrich List -que vivió lo suficiente en Estados Unidos como para convertirse en ciudadano americano- fueron la principal inspiración para los países de Europa que siguieron la vía de la industrialización inglesa. Las obras de List fueron traducidas a muchas lenguas y la misma caja de herramientas “listiana” se utilizó en Japón desde la restauración Meiji en la década de 1870 y en Corea -un país más pobre que Tanzania en 1950- a partir de la década de 1960. Los países pobres son los que no han empleado esa caja de herramientas, o los que la han empleado durante un periodo demasiado corto y/o de una forma estática que ha impedido que la dinámica competitiva echara raíces. La comparación entre el proteccionismo “bueno” y el “malo” pone de relieve las diferencias cualitativas entre distintas prácticas proteccionistas.

Expresamente no he distinguido aquí entre racionalidad teleológica (inclusive la racionalidad estratégica) y racionalidad consensual-comunicativa como formas de la racionalidad de la acción. En efecto, ambas formas, en el nivel de la “racionalidad sistemática” funcional pueden convertirse en irracionalidad, dicho más exactamente: tanto acciones directamente racionales estratégico-teleológicas de los individuos y de los grupos de intereses, como acciones teleológicas que fueron coordinadas consensual-comunicativamente sobre la base de la racionalidad discursiva. Si no me equivoco, esto tiene como consecuencia que los individuos, en su actuar estratégico (pero también en su contribución a los cuasidiscursos) se convierten en abogados de una determinada concepción de la racionalidad sistemática funcional: desde Maquiavelo y Bodino, por ejemplo, en abogados de la “razón del Estado”, y en la actualidad además en abogados de diferentes concepciones competitivas de la racionalidad sistemática de la economía. (Quizás uno debería hablar de “racionalidad sistemática” sólo en la medida en que las personas, en tanto actores y hablantes en el discurso, pueden convertirse en abogados de esta racionalidad funcional.)
¿En qué medida puede suponerse que uno puede solucionar más fácilmente las dificultades que están vinculadas con los posibles conflictos entre la racionalidad de la acción y la “racionalidad sistemática”, bajo las condiciones que hemos indicado de la ética discursiva y su complementación estratégica? Me parece que una respuesta también a esta pregunta resulta de la reflexión sobre el fracaso de la filosofía especulativa de la historia (la “superación” historicista de la utopía social) y de todas las formas de la tecnología social cientificista en las cuales la sociedad tiene que ser dividida en sujetos y objetos del “social engineering”. Si uno ve claramente las aporías -en no poca medida éticas- de estas concepciones de la planificación social, se infiere, según mi opinión, que sólo una forma de la teleología referida a la historia es hoy plausible: la fundamentación -ya insinuada por Kant en sus escritos sobre filosofía de la historia- de objetivos a largo plazo (como, por ejemplo, una sociedad jurídica de ciudadanos del mundo) a partir de principios éticos universales que en tanto tales, independientemente del éxito o del fracaso de intentos particulares de realización histórica, son susceptibles de obtener consenso.
Justamente porque la marcha de la historia no puede ser predicha ni en pronósticos “incondicionados” ni “condicionados”, las personas necesitan objetivos a largo plazo que puedan apoyar en todo momento. Me parece que estos objetivos no deben ser inferidos de “imperativos sistemáticos” funcionales -por ejemplo, de política del poder o económicos- porque a través de ellos tendencialmente los sujetos humanos de la acción son degradados a meros medios. Naturalmente, en una “ética de la responsabilidad”, las personas transitoriamente tienen que transformarse también en abogados de la racionalidad funcional de los “sistemas”: pues manifiestamente la supervivencia de la comunidad real de comunicación humana depende de la autoafirmación de sistemas sociales funcionales. Pero el desarrollo a largo plazo de aquella racionalidad consensual-comunicativa que -desde el surgimiento del lenguaje y del pensamiento- está dada en el mundo de la vital de todos los hombres y que caracteriza el objetivo por lo menos del entendimiento no violento sobre fines y objetivos, tiene que conservar prioridad teleológica frente a una “colonización del mundo vital” a través de estructuras y mecanismos y de conducción tendencialmente anónimos de la llamada racionalidad sistemática.


Se trata aquí de la complementación de la norma básica ética de la racionalidad discursiva a través de un principio de racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de una tal complementación de la racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de un tal complementación de la racionalidad teleológica discursiva con la racionalidad estratégica resulta de la circunstancia de que todavía no es posible solucionar todos los conflictos entre las personas (sus sistemas de autoafirmación, cuasinaturales) a través de discursos prácticos. Con todo, nuestra época está caracterizada por la circunstancia -en modo alguno evidente- de que casi todas las empresas primariamente estratégicas de comunicación (por ejemplo, las negociaciones comerciales y políticas) de mayor importancia deben por lo menos, pretender ante el público satisfacer las normas procesales de un discurso sobre los intereses de todos los afectados. Es, por así decirlo el excedente estratégico -ante el público en gran medida silenciado- más allá de las normas procesales de la racionalidad discursiva, que es subordinado también a un telos ético a través de la exigida estrategia ética a largo plazo.

La diferencia entre comunicación estratégicamente distorsionada y comunicación transujetivamente orientada (y por lo tanto: interacción proporcionada a través de la comunicación) no debe ser pero, al mismo tiempo, tiene que ser tenida en cuenta en todo momento como un hecho por parte de una ética de la responsabilidad. De aquí resulta, en mi opinión, el deber de una estrategia ética a largo plazo de ocntribuir (políticamente, en el más amplio sentido de la palabra) a la creación de tales situaciones sociales -y con ello de condiciones reales de acción- en las cuales son exigibles las normas de la ética discursiva (por ejemplo, entre otras, de situaciones jurídicas a nivel internacional, tales como las que ya exigiera Kant en su escrito “Sobre la paz perpetua”).
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Kar-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 102-105


El sentimiento resulta fácilmente manipulable y unas relaciones paternalistas pueden provocar un sentimiento de pertenencia por parte de quienes son objeto de ellas, y lo que determina efectivamente el éxito de una empresa no es el precio del trabajo sino la productividad de esa empresa, que depende de la eficiencia más que del precio.

Pero es bueno por ello “saberse” integrado y no solo “sentirse”, es decir, saberse miembro de una empresa, ser parte importante de un proyecto. Y esto mal se consigue con los trabajos precarios y los trabajos faltos de protección social.

El valor de los “recursos humanos” para la empresa es destacado por autores como Robert B. Reich que recuerdan que el trabajo constituye “la riqueza de las naciones”, el factor decisivo para recuperar la rentabilidad de las empresas. El verdadero desafío económico consiste en fomentar las capacidades de los miembros de las empresas y en compatibilizarlas con los requerimientos del mercado mundial.

Siguiendo la lectura de Adela Cortina desde aquí se urge añadir al “imperativo tecnológico” otros dos tipos de imperativos, si es que deseamos incrementar la productividad y competitividad de las empresas: el imperativo de “capacitación” de los miembros de la empresa, por el que aumenta su formación y cualificación, y el imperativo de la “incorporación” de tales miembros en el proyecto común, que exige, entre otras cosas, trabajos estables y protección social. La supresión de los costes sociales no reduce la competitividad necesariamente, como lo muestra el hecho de que justamente los países con más elevada protección social sean los más competitivos.

Las empresas más inteligentes no son entonces las que se pliegan a una “reingeniería social” que consiste en reducir plantilla y bajar los gastos salariales y de protección social, sino las que son capaces de aunar la eficiencia productiva con la eficiencia social.

El trabajo es el principal medio de sustento, pero además uno de los cimientos de la identidad personal, un vehículo insustituible de participación social y política y una forma de educación y humanización difícilmente sustituible.
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Su socialización parece haberse llevado a cabo en subculturas exentas de premuras económicas inmediatas, en las que las tradiciones de la moral burguesa y de sus derivaciones pequñoburguesas han perdido su función, de tal forma que el “training” para la sintonización con las orientaciones valorativas de la acción racional con respecto a fines, no incluye ya la fetichización de este tipo de acción.

Estas técnicas de educación pueden posibilitar experiencias y favorecer orientaciones que chocan frontalmente con la conservación de una forma de vida propia de una economía de la pobreza. Sobre esta base puede cristalizar una incomprensión y rechazo de principio de la reproducción absurda de virtudes y sacrificios que se han hecho ya supérfluos; un no entender por qué la vida del individuo, pese al alto grado de desarrollo tecnológico, sigue estando determinada por el dictado del trabajo profesional, por la ética de la competitivdad en el rendimiento, por la presión de la concurrencia de status, por los valores de la cosificación posesiva, y por los sucedánes de satisfacción ofertados, ni por qué han de mantenerse la lucha institucionalizada por la existencia, la disciplina del trabajo alienado y la eliminación de la sensibilidad y de la satisfacción estéticas.

Para esta sensibilidad tiene que resultar insoportable la eliminación de las cuestiones prácticas del espacio público despolitizado. Pero de todo ello sólo puede resultar una fuerza política si esa sensibilización afecta a algún problema sistemático insoluble. Y a mi entender en el futuro puede plantearse un tal problema. Efectivamente, la proporción de riqueza social que crea un capitalismo industrialmente desarrollado y las condiciones tanto técnicas como organizativas bajo las que se produce esta riqueza, hacen cada vez más difícil vincular la atribución de status, aunque sólo sea de forma subjetivamente convincente, al mecanismo de la evaluación del rendimiento individual. Por eso, la protesta de los estudiantes podría acabar destruyendo a la larga esta ideología del rendimiento que epieza a resquebrajarse, y, con ello, derrumbando el fundamento legitimatorio del capitalismo tardío, que ya es frágil, pero que está protegido por la despolitización.
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Habitualmente suele concluirse de análisis semejante que urge recuperar de algún modo la forma liberal del Estado de derecho, que parece ser la alternativa más clara al Estado benefactor, y sustituir, en lo que a valores morales se refiere, la institucionalización de la solidaridad por la promoción de la eficiencia y la competitividad y por el respeto a la libertad individual y a la libre iniciativa. El Estado del bienestar habría ahogado a los individuos en un colectivismo perverso, siendo así que -según estos autores- el individualismo, como paradigma moral, es insuperable; el individuo es la clave de cualquier organización social, política o económica y por eso urge restaurar una suerte de Estado liberal, bien provisto de individuos inteligentes, competitivos, “excelente”, alérgicos a esa mediocridad gris generada por la solidaridad puesta en instituciones: necesitamos -vienen a deicr los críticos del Estado del bienestar- ciudadanos creativos más que solidarios; empresarios, más que ideólogos “excelentes” en sus empresas, más que dotados de buena voluntad.

Con toda la parte de razón que pueden tener quienes así se expresan, existen -a mi juicio- en lo dicho un buen número de confusiones, que conviene aclarar porque nos jugamos demasiado en ello como para dejarlo en proclamas más o menos provocativas. De hecho, cualquier político que en la vida cotidiana pretendiera arrasar sin mas el vituperado “megaestado” y sustituirlo, sin conservar nada de él, por un Estado liberal construido en exclusiva sobre los pilares de la iniciativa y la competencia, no sólo resultaría regresivo en relación con conquistas sociales ya irrenunciables sino que a la corta o a la larga perdería las elecciones porque hay una dimensión del Estado del bienestar que nadie está dispuesto a tirar por la borda.

La jubilación es un derecho reconocido, los ciudadanos consideran esa conquista irrenunciable; como también la de la universalización de la enseñanza y la asistencia sanitaria con cargo a fondos públicos, el sistema de pensiones no contributivas para los incapacitados y algún tipo de ingreso básico o “ingreso de ciudadanía”. En suma: lo que llamamos derechos humanos económicos, sociales y culturales, o bien “derechos de segunda generación”.

Los ciudadanos critican, por supuesto, cómo se gestiona la satisfacción de esos derechos, pero no desean perderlos, sino que se gestionen correctamente.

Por eso, a mi modo de ver, una crítica al Estado del bienestar que conservara de él lo que de ineliminable tiene -aunque transformándolo, porque la historia no pasa en vano-, debería considerar los siguientes puntos:

1)El Estado de derecho puede revestir formas diversas, entre ellas el Estado liberal de derecho, el Estado social de derecho o el Estado del bienestar; y, aunque en la práctica las dos últimas puedan haberse dado juntas urge -sin embargo- distinguirlas con claridad. Porque si el Estado del bienestar ha degenerado en “megaestado” y, por eso mismo, ha entrado en un proceso de descomposición, los mínimos de justicia que pretende defender el Estado social de derecho constituyen una exigencia ética, que en modo alguno podemos dejar insatisfecha.

En efecto, el Estado social de derecho tiene por presupuesto ético la necesidad de defender los derechos humanos, al menos de las dos primeras generaciones, con lo cual la exigencia que presenta es una exigencia ética de justicia, que debe ser satisfecha por cualquier Estado que hoy quiera pretenderse legítimo.

La justicia fundamento de un Estado social de derecho no es lo mismo que el bienestar. La primera debe procurarla un Estado que se pretenda legítimo; la segunda han de agenciársela los ciudadanos por su cuenta y riesgo, cada uno según sus deseos y según sus posibles. De ahí que urja aclarar a qué ha de referirse el término “bienestar” que aparece en el artículo 25 de la Declaració Universal de los Derechos humanos de 1948 de forma bien poco afortunada por las consecuencias indeseables que ha tenido su uso y abuso.

2)La protección de los derechos humanos no demanda una institucionalización de la solidaridad, entre otras razones porque la solidaridad no puede institucionalizarse; y precisamente una de las funestas secuelas de su presunta institucionalización en el Estado del bienestar ha sido generar una fuerte alergia contra ella, porque se le imputan erróneamente la mediocridad, pasividad e improductividad de la ciudadanía de los megaestados.
3)El antídoto contra el colectivismo de los países comunistas o de las democracias del “mayor bienestar para el mayor número” no es el individualismo ni el retorno a un liberalismo salvaje, porque el individualismo puro y duro carece de sensibilidad para compadecerse con el Estado social. Ahora bien, puesto que la solidaridad no puede institucionalizarse, será preciso recordar que sólo una sociedad civil motu propio solidaria hace realmente posible un Estado social de derecho.
Todo ello exige revisar de nuevo los conceptos de “Estado” y “sociedad cvil”, conceptos que son móviles y no fijos, y ver de qué modo sociedad civil y Estado han de cooperar en la tarea de crear una sociedad libre y justa; asunto del que nos ocuparemos en el capítulo dedicado a la ciudadanía civil.
4)Obviamente en nuestros días, aunque el Estado nacional sigue siendo el núcleo de la vida política, es imprescindible situar su acción en ese contexto transnacional y mundial en el que realmente juega y, frecuentemente -como sabemos-, con las cartas marcadas.

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