viernes, 13 de febrero de 2009

filosofía contemporánea

Filosofía 3


La sustitución o profundización del concepto -binario- de verdad como adecuación por el concepto “originario” de Alétheia (esto es, de “apertura” del “ser ahí” o, posteriormente, de “desocultamiento” o “iluminación” del ser) por parte de Heidegger -hasta 1964 (¡sobre esto tengo todavía que volver!) condujo, en mi opinión, en Heidegger y en Gadamer, a que la validez contrafáctica y, en esa medida, absolutamente intersubjetiva de la verdad, presupuesta por Kant, fuese reemplazada por la facticidad en sentido abierto en cada caso para nosotros en la situación histórica.

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La denominé “hermenéutica trascendental” para dejar constancia de mi adhesión al planteamiento kantiano, inspirado por Heidegger en la tradición del humanismo desde Dante a Vico, y luego más tarde lo encontré en el opus magnum de Gadamer.
Pues en aquel entonces de manera semejante a Gadamer con su concepción de una “hermenéutica filosófica” -me parecía posible entender la hermenéutica del ser ahí como una transformación necesaria y suficiente de la filosofía trascendental de Kant y de Husserl, en el sentido de una atención a la lingüisticidad y la historicidad de nuestro “ser en el mundo”.

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los ciudadanos en una democracia madura
Los ciudadanos desempeñan dos papeles principales en una democracia madura. Primero, son los jueces de las contiendas políticas cuyos veredictos, expresados por medio de elecciones formales, en referendos o en otras formas de legislación directa, son normalmente decisivos, La “opinión púbica” es la opinión relevante de los ciudadnos que actúan de acuerdo con esta capacidad. Los ciudadanos son también, sin embargo, participantes en las contiendas políticas que ellos juzgan: son candidatos y partidarios cuyas acciones ayudan, de diferentes maneras, a formar la opinión pública y a establecer cómo vota el resto de los ciudadanos.
La concepción mayoritaria de la democracia presta atención exclusiva al primero de estos papeles. En la versión más sofisticada que he descrito, se insiste en que, en tanto esto resulte factible, las opiniones instruidas y reflexivas de la mayoría deberían ser decisivas acerca de quién es elegido para el gobierno y qué es lo que éste, una vez electo, hará.
Sin embargo, no dice nada más sobre el papel que debe permitirse que realicen tanto los ciudadanos individuales como los grupos en la formación de la opinión de los otros.
La concepción asociativa reconoce ambas funciones, puesto que supone que en una verdadera democracia los ciudadanos deben desempeñar un papel, como socios iguales e ua empresa colectiva, tanto en la formación como en la constitución de la opinión pública.

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Ronald Dworkin, Virtud Soberana, ibid, Pág. 388







una versión populista y una versión más sofisticada de la democracia mayoritaria
La democracia, todos lo decimos, significa el gobierno del pueblo antes que el de la familia, una clase, un tirano o un general. Pero “gobierno del pueblo” puede ser entendido de dos maneras radicalmente distintas. Según una visión -la concepción “mayoritaria”- significa el gobierno de la mayor cantidad de gente. Para esta visión mayoritaria, el ideal democrático radica en una equivalencia entre la decisión política y el deseo de la mayoría o la pluralidad de opinión.
Podemos construir diferentes versiones de esta descripción general de la democracia. Una es una versión populista, según la cual un Estado es democrático en tanto y en cuanto el gobierno apruebe una ley o implemente un plan que reciba el apoyo de la mayoría de los ciudadanos en ese momento., Sin embargo, una versión sofisticada de esta concepción mayoritaria insiste en que la opinión de la mayoría de los ciudadanos en ese momento.
Sin embargo, una versión más sofisticada de esta concepción mayoritaria insiste en que la opinión de la mayoría no debe interpretarse como su voluntad a menos que los ciudadanos hayan tenido una oportunidad adecuada de informarse y de deliberar acerca de determinadas cuestiones. Un Estado es democrático, de acuerdo con esta versión más sofisticada, cuando sus instituciones conceden esa oportunidad a los ciudadanos y permiten luego que una mayoría seleccione a los funcionarios cuyas políticas e ideas se acerquen a sus deseos.
Esta descripción sofisticada resulta claramente más atractiva que la populista, y es la que voy a tener en mente cuando me refiera a la concepción mayoritaria de la democracia.
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Denominaré a la concepción rival de la democracia, muy diferente a la anterior, concepción “asociativa” (partnership). De acuerdo con esta última, gobierno “del pueblo” significa gobierno de todo el pueblo, cuyos integrantes actúan juntos como socios plenos e iguales en una empresa colectiva de autogobierno. Ésta es una concepción más abstracta y problemática que la mayoritaria, y como veremos es más difícil señalar con precisión qué implica para ella el ideal democrático. Pero deberíamos notar, inmediatamente, una diferencia fundamental y relevante entre las concepciones mayoritaria y asociativa de la democracia.
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Ronald Dworkin, Virtud Soberana, ibid, Págs. 387-388

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la estrategia para conciliar libertad e igualdad, la estrategia del interés y la constitutiva

La estrategia de Rawls para reconciliar la libertad y la igualdad parece ser una mezcla de la estrategia del interés y de la constitutiva. La libertad entra en la definición de la igualdad, a la manera de la estrategia constitutiva, de la siguiente forma. Una comunidad política trata a la gente con igual consideración cuando respeta los principios de justicia que serían elegidos por sus representantes en la posición original, y las condiciones de dicha posición se modelan de forma que asuman que las personas tienen un interés básico en la libertad.

A los fiduciarios de la posición original, en la que se eligen los principios, se les enseñan que sus beneficiarios tienen un obligado interés por desarrollar y explotar su capacidad para la autonomía –su capacidad para formarse, criticar y seguir concepciones de la vida buena- y que, evidentemente, ese interés no puede ser atendido en una comunidad cuyas reglas no proporcionen una amplia ibertad de elección, al menos sobre asuntos importantes. Pero Rawls parece retener al menos un pequeño elemento de la estrategia del interés: supone que los fiduciarios de la posición original se apoyarán en afirmaciones empíricas instrumentales sobre cómo se atienden mejor los intereses supuestamente superiores de la gente al diseñar derechos concretos a la libertad. Entre éstos se incluyen, por ejemplo, exigencias sobre las circunstancias en que las personas tendrán confianza en sus propias fuerzas, algo necesario para alcanzar el autorrespeto.
Dworkin, pág. 150
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Las teorías contractualistas de la justicia

Las teorías contractualistas de la justicia también usan por lo general la estrategia del interés para introducir la libertad en la historia que cuentan. Ellos insisten en que los principios justos de gobierno son aquellos que las personas estarían de acuerdo en elegir, por su propio interés, en condiciones de elección especificadas de forma correcta.
Para estas teorías una distribución ideal es una distribución que satisface plenamente os principios que se elijan en esas circunstancias. El atractivo de cualquier teoría contractualista concreta depende de cómo se designen esas condiciones de elección.
En la teoría contractualista más tosca, los principios de justicia son aquellos que personas reales con pleno conocimiento de su posición social, de sus gustos, ambiciones y convicciones morales y religiosas acordarían que satisfacen los mejores intereses de cada uno, si pudieran hacen una asamblea con ese fin.
La estrategia del interés exigiría a esta versión tosca que se demostrase que todo el mundo estaría de acuerdo, de hecho, con una serie de principios de justicia que protegieran la libertad o, al menos, que estaría de acuerdo con esos principios tras una reflexión apropiada. Pero esto resulta muy inverosímil. ¿Por qué habrían de estar de acuerdo los miembros de una mayoría dominante, que comparten una misma convicción, por ejemplo, con ciertos principios que protegen la libertad de culto y de elección de una minoría, como si ello fuera del interés de la mayoría, especialmente cuando el coste de proteger esa libertad supone tener menos bienes materiales para ellos?

La teoría contractualista de John Rawls es mucho más compleja. En su última versión, las condiciones de elección se construyen de forma que reflejen, primero, una concepción de la persona como ciudadano de una comunidad libre e igualitaria, que tiene un interés “moral” superior en proteger su capacidad para la justicia y para formarse y revisar racionalmente ciertas concepciones del bien; y, segundo, principios de razonabilidad adpatados a la cultura política de las democracias liberales occidentales. Así pues, las partes de la “posición original” en la que se eligen los principios, actúan como fiduciarios de otras personas, cuya posición social y económica, sus aptitudes y habilidades, sus gustos y concepciones del bien quedan ocultos para los fiduciarios por un “velo de la ignorancia”.
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Dworkin, Págs. 149-150

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El desarrollo ha provocado una actitud consumista en la que el marketing nos convierte en seres pavlovianos y nos llena de reflejos. Nos hace desear las cosas. Destruye eso que dicen los libros de texto -y que, al parecer, hay profesores de economía que, candorosa o maliciosamente, se lo cree- cuando afirman que el consumidor es el rey, que el consumidor expresa sus deseos en el mercado y entonces, como si fuese el genio Aladino, vienen los deseos del consumidor. La verdad es justamente todo lo contrario: son las empresas y los empresarios quienes están provocando los deseos del consumidor e induciéndole a desear más, sin más.
Por ello, el modelo actual resulta tan bárbaro, que una ciencia que, desde las primeras líneas de sus libros de texto profesa ocupase de los bienes escasos, olvidó nada menos que nuestro propio planeta es escaso y es un bien limitado.
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Jose Luis Sampedro, Economía Humanista, Random Haouse Mondadori, Barcelona, 2009, Pág. 302

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Corregir desequilibrios, la transformación de los valores

Oscar Wilde decía que el cínico -y resulta aplicable al economista actual- es el hombre que conoce el precio de todo y no conoce el valor de nada. Esto es exactamente lo que ocurre. El mercado sólo tiene en cuenta lo que tiene valor de mercado, y, por ello, lo que no tiene valor de mercado no le sirva para nada. Consiguientemente, las emociones, las sensaciones, los sentimientos, que no tienen valor de mercado -aunque inmediatamente se comercializan por otros procedimientos-, son desdeñados por el sistema.
Nos encontramos así hoy con que, a los países llamados en desarrollo, no se les ofrece más que un modelo que es éste. Y lo mismo ocurre no sólo en los países del área occidental o en el modelo a imitar que ofrecen a los países del Tercer Mundo, sino que los países socialistas, donde existe menos consumismo, sostienen, en cambio, el mito del productivismo, de la técnica por la técnica, de casi la tecnolatría, donde las hadas de los cuentos infantiles se han convertido en el ingeniero y en el técnico. También estos países socialistas ofrecen el mismo modelo de desarrollo.
Parece irracional que, para casos tan distintos como los que presentan países tan diversos, sólo se ofrezca un único modelo de desarrollo, que se mide por un patrón tan absurdo como es el producto nacional y que, en esencia, consiste en el desarrollo de las cosas y no de los hombres. Porque se fija, sobre todo, en la multiplicación de los objetos y arroja objetos sobre el espacio -ahí están los automóviles y los atascos-, y mutila así dimensiones importantes de la vida humana. El hombre no se reduce simlemente a un consumidor. Y el modelo actual económico apaga violentamente y aun yugula importantes dimensiones humanas.
Incluso algunos placeres sencillos, que no son útiles inmediatamente al mercado, porque no suponen consumo, son inmediatamente transformados en placeres costosos. Por poner un ejemplo muy familiar, de la vida corriente, una de las cosas más sencillas que hay es echarse a pasear y resulta bastante barato. Naturalmente ya se ha inventado el footing con objeto de poder vender las botas para el footing, el chándal para el footing. Luego vendrán las pastillas para poder resistir durante más tiempo haciendo footing y, finalmente, otras pastillas para descansar de haber resistido más tiempo haciendo footing. Todo esto puede producir risa, pero en el fondo es trágico. Hace unos años, los muchachos y las muchachas comenzaron en Londres a vestirse de otra manera, a ponerse cualquier traje, a hacerse os hippies. Inmediatamente el mercado reaccionó, vendiendo trajes deliberadamente usados, jeans medio destrozados y convirtió en industria lo que era una reacción contra el mundo industrializado. Todos esto mecanismos vienen a constituir una especie de prisión para el hombre y, desde luego, resultan rechazables a la luz de determinados valores que muchos defendemos como importantes.
Por estas consideraciones que hemos apuntado brevemente, constatamos que ese sistema es rechazable. Y tenemos que preguntarnos por cuál otro modelo podría y debería ser sustituido. Naturalmente, no se puede describir ahora con certeza qué va a ser del mundo o de Europa en el año 2025. Sin embargo, sí pueden apuntarse ya algunas líneas que nos indican por dónde podrían ir las correcciones a introducir necesariamente en el modelo actual.
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J. L. Sampedro, ibid, Págs. 302, 304


Así, más tarde Gadamer pudo sustituir los conceptos normativamente orientados -y por ello también relevantes gnoseológicamente y metodológicamente- de la hermenéutica tradicional (de Schleimacher y Dilthey, “alétheia”, “iluminación”, “apertura”, “ser ahí”) por conceptos temporal-ontológicos, y esto quiere decir: de la teoría del acontecer -tal como, por ejemplo, la comprensión como un “entrar en el acontecer de la tradición”, la “aplicación de la comprensión como una prosecución de la tradición”, el “círculo hermenéutico” como un “poner en juego los prejuicios” en el modo de la “fusión de horizontes” y, por último, la peculiar reunión del concepto metodológicamente relevante de reflexión y del concepto de acontecer: “conciencia de la historia efectual”.
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Oportunidad y elección, azar y elección

Cohen admite, por la razón antes señalada, que la igualdad de bienestar es un ideal político impropio, dado que no puede distinguir entre los gustos onerosos que las personas no controlan y aquellos que cultivan deliberadamente. Es por ello que Cohen y otros críticos que utiizan argumentos similares han rechazado tanto la igualdad de bienestar como la igualdad de recursos para, en su lugar, proponer un aparente tercer ideal: la igualdad en las capacidades de las personas, o también capacidad u oportunidad para garantizar el bienestar, o alguna otra variante de beneficio.
Dado que antes de cultivar sus gustos caros Louis tenía las mismas oportunidades de bienestar que otra persona, no es necesario compensarlo por ello. Pero el fotógrafo no ha elegido su vehemente ambición: simplemente le ha sobrevenido. No ha tenido una oportunidad igual de bienestar y, por ello, se merece una compensación.
Esta última distinción -que para Cohen resulta fundamental- es, sin embargo, ilusoria. Louis no ha cultivado sus gustos refinados para lograr mayor “bienestar” como si fueran zumbidos de placer o destellos de satisfacción: ello hubiera sido irracional, pues incluso dentro de una comunidad preocupada por la igualdad de bienestar, el resultado obtenido hubieran sido menos sumbidos o meos destellos. Cultivó gustos refinados porque, dada su herencia real borbónica, pensó que esos gustos eran apropiados para él: podría decirse que experimenta el placer de tener gustos refinados. Pero ese gusto básico a partir de cual actúa no es atribuible a su elección, como tampoco lo es el gusto del fotógrafo por la fotografía. (Tampoco depende de la herencia regia de Louis o de su educación: podría haberle llamado Jay en lugar de Louis).
Tampoco sería una solución si Cohen describiera el gusto concreto de Louis de “segundo orden” y luego propusiera un principio para compensar a las personas por sus gustos no cultivados de primer orden, pero no sus gustos costosos de segundo orden. Cohen se propone realizar una separación tajante entre la elección y la suerte; y sea cual sea la forma en que se supone que sufriría su fotógrafo si no pudiera comprar lentes caros, en la misma medida, Louis habría sufrido si hubiera descubierto, para su propio horror, que gozaba de comidas enlatadas o precocinadas.
Entendida como la propone Cohen, la igualdad de oportunidades para el bienestar o para gozar de una serie de ventajas no constituye, en última instancia, un ideal político distinto. Se reduce a la simple igualdad de bienestar que Cohen pretende abandonar. Si no somos responsables por el resultado final de algunos de nuestros gustos “costosos” porque no los elegimos, entonces no somos responsables por ninguno de ellos y, de acuerdo con este principio, la comunidad estaría obligada a bregar para que no sufriéramos desventajas financieras comparativas por culpa de cualquiera de ellos.
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En realidad, el argumento de Cohen está a favor de una simple igualdad de bienestar y depende de un modo particular de trazar el límite entre oportunidad/elección, que es distinto al que yo sugiero.
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Dworkin, Virtud soberana, Págs. 313-314






Mi propuesta de corte sigue la pista de la experiencia ética de la gente común. En su vida cotidiana la gente común se hace cargo de la responsabilidad de las consecuencias de su propia personalidad. Sabemos que cuando tomamos las pequeñas o grandes decisiones que modelarán nuestras vidas, muchs veces tenemos que luchar, adaptar, pasar por alto y pactar con nuestras inclinaciones, disposiciones, hábitos y deseos brutos, y que debemos hacerlo en función de nuestros diversos juicios y convicciones, incluidas las convicciones morales acerca de lo que es equitativo para los demás y los juicios éticos relativos al tipo de vida que sería apropiado y satisfactorio para nosotros.
No creemos haber elegido tales juicios y convicciones a partir de opciones alternativas de igual entidad, como si estuviéramos escogiendo una camisa en un cajón o una comida en el menú. Es cierto que somos nosotros quienes decidimos qué lecturas hacer, qué cosas escuchar, si estudiaremos o dejaremos que las ideas fluyan, por cuánto tiempo y en qué circunstancias. Pero no elegimos las conclusiones a las que llegaremos después de haber hecho lo que hicimos y del modo particular en que lo hicimos. A pesar de ello, no consideramos que las conclusiones morales o éticas a las que hemos llegado sean el producto de la buena o mala fortuna. Esto implicaría tratarnos a nosotros mismos como disociados de nuestras personalidades en lugar de identificados con ellas -tratarnos como si fuéramos víctimas bombardeadas por la radiación mental al azar-. Cuando nos pensamos a nosotros mismos lo hacemos de un modo distinto -como agentes morales o éticos que se han esforzado por recorrer el camino que les condujo a formar las convicciones que hoy les resultan ineludibles-. Nos parecería caprichoso que alguien dijera que es digno de la compasión o de la compensación de sus conciudadanos por haber tenido la mala suerte de haber decidido previamente que debe ayudar a sus amigos cuando se encuentren necesitados, o que Mozart es más fascinante que el hip-hop, o que una vida plena incluy viajes al extranjero.
Los filósofos que utilizan el lenguaje de la psicología del siglo XVIII y de la economía del siglo XX denominan “deseos” o “preferencias” a una amplia variedad de motivaciones humanas, sean simples o complejas, rústicas o sofisticadas.
Estos términos sugieren una aguda separación entre los motivos, por un lado, y los juicios razonados y convicciones, por el otro. En realidad, la mayoría de las motivaciones a las que la gente recurre para explicar su conducta no son emociones en bruto, sino la consecuencia de una confrontación con esos juicios. Las esperanzas a gran escala de las personas con relación a su vida -sus ambiciones- están claramente entretejidas con los juicios. Cuando alguien desea modificar el curso de la arquitectura, llega a ser presidente, ayudar a los sin techo a conseguir vivienda, no solamente desea, sino que también valora esos logros. Sin duda, esa persona gozaría profundamente si viera realizados sus sueños, pero lo que sostiene sus esfuerzos es la importancia de su logro, y no la expectativa de lograr satisfacción: la importancia que tienen para él esos logros explican la satisfacción, y no al revés. Incluso la mayor parte de lo que denominamos “gustos” están empapados de juicio. Algunos no lo son, otros se deben simplemente a la mala suerte. El hombre desafortunado que no puede dejar de sentir el sabor amargo del agua corriente preferiría no tener esa discapacidad: su condición es una desventaja, y la igualdad de recursos debe considerarla como tal. Pero los gustos más complejos están entretejidos con juicios de aprobación y asentimiento. Es bien cierto que un fotógrafo apasionado aprecia la tecnología, las pericias de su arte y el regocijo que le produce captar las imágenes de forma, y posiblemente mencionaría estas sensaciones para explicar su pasión. Pero en alguna medida se deleita -con frecuencia en gran medida, porque esas sensaciones están en consonancia con otras opiniones más generales acerca del valor del juicio y la respuesta estéticos, el dominio técnico, la captación visual y una gran variedad de otros valores pertienentes-. A su vez esas opiniones provienen de y desempeñan cierto papel dentro de una visión todavía más general acerca del tipo de vida correcto, si no para todo el mundo, al menos para él. Ninguna de estas cosas es necesariamente (o con frecuencia) el resultado de una evaluación autoconsciente. Sin embargo, en la psique del fotógrafo hay una mezcla de gustos, juicios y creencias interconectados y que se refuerzan mutuamente, y es esa mezcla la que explica la repugnancia que experimentaría si se le ofreciera una píldora que eliminara su interés por su arte. Para él sería tan grotesco hablar de su compromiso en términos de mala suerte, como lo sería para cualquier otra persona describir de ese modo la lealtad que siente hacia sus amigos.
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La tranformación de este mundo de valores trastocados tiene su punto de apoyo en un modelo económico que pueda ser considerado humanista. Partiendo de este cambio de perspectiva, podemos concretar que el modelo que nos parece ideal debería contar con dos características: promover un desarrollo plural, y para corregir las desigualdades, partir de un desarrollo autolimitado en los países ricos.
No puede haber un solo modelo de desarrollo para todos. Nos parecería demencial el hecho de que un médico recetase a todos los enfermos que acuden a él la misma medicina. No es posible que Canadá, Afganistán, España y Andorra tengan exactamente la misma receta. Y aunque el desarrollo plural tiene muchos sentidos, señalaremos uno que nos parece el más importante. Hemos condenado antes, porque teníamos en la mente el caso de los países adelantados de Europa, el productivismo y la cosificación del desarrollo. Pero si se piensa en países atrasados y pobres -¿por qué no llamarlos directamente pobres en lugar de acogerse a expresiones que rodean la realidad de la pobreza, tales como países subdesarrollados, en vías de desarrollo, en proceso de recuperación, económicamente débiles?-, entonces, para estos países pobres, habria que recomendar un desarrollo productivista cuantificado, que es precisamente el que acabamos de condenar. Esos países lo primero que tienen que hacer es comer y, por lo tanto, en ellos hay que mantener el progreso técnico, la aceleración, el suministro de bienes y objetos que son indispensables como sustento de la vida. Sin destruir, por supuesto, otros valores en los que dichos países pueden ser realmente más ricos que nosotros, como son, por ejemplo, la dimensión interior del hombre. En cambio, en los países ricos, se debe pensar en limitar el crecimiento cuantitavtivo y reflexionar mças en la dimensión interior de la persona. Resulta a veces impresionante la mediocridad del contenido que se nos ofrece, con mucha frecuencia, en escenarios, pantallas y libros. Y todo esto necesita una reconstrucción.
La pluralidad del modelo apunta, por lo tanto, a un desarrollo compensatorio. Donde haya un desequilibrio a favor de la vida material, es decir, donde ésta sea próspera, entonces hay que tratar de recuperar la otra dimensión humana, con frecuencia perdida, del mundo interior de cada uno. Donde haya un mundo interior rico, como lo hay en muchos países materialmente pobres, hay que corregir la situación de la pobreza.
En segundo lugar, pensando ya más en los países ricos -porque incluso en España somos ricos en comparación con muchos países-, hay que pensar en un desarrollo autolimitado en el sentido cuantitativo. No parece necesario tener que convencer a nadie de que, incluso en España, vivimos una economía de derroche, absolutamente innecesario. Se conocen trabajos como los de la Fundación Dag Hammarskjöld de Suecia, puntos de vista como los de Schumacher, o el small is beautiful. Hay un derroche que se podría corregir con una decisión personal de austeridad, que además sería incluso más gratificante. Se pueden hacer muchas cosas sin revoluciones ni cambios de gobierno. Sólo haría falta, aunque esto puede ser una tarea más difícil que algunas revoluciones, cambiar la tabla de valores con que nos indoctrina el mercado todos los días. Hemos de reconocer, lealmente, que los intereses creados nos hacen difícil percibir la posibilidad real de una serie de sugerencias.
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Comprender no es comprender mejor, ni en el sentido objetivo de saber más en virtud de conceptos más claros, ni en el de la superioridad básica que posee lo consciente respecto de lo inconsciente de la producción. Bastaría decir que, cuando se comprender, se comprende de modo diferente.
Esta es la tesis central de Gadamer dirigida contra Kant, Fichte y Schleimacher.
Nosotros en tanto que seres finitos e históricos comprendemos de facto el interpretandum en cada situación de modo diferente. Es decir: siempre de un modo diferente de como fue pensado.
Esta sería la ontología del comprender temporal de la “fusión de horizontes”, de ahí que la autoridad de la tradición cultural queda en entredicho, también en Heidegger y Platón que ven el desocultamiento del ser en el pasado, como destrucción o torsion de esa historia.

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igualdad y capacidad

Sen también rechaza las propuestas de igualdad fundadas en los recursos. En su lugar ha elaborado una concepción que expresa mediante un lenguaje de oportunidad o capacidad o (para usar el término de Sen) capacidades. Sin embargo, su objeción a las teorías basadas en los recursos no está fundamentada, como la de Cohen, en un argumento que demuestre que conducen demasiado lejos de la igualdad de bienestar, sino en que no nos conducen los suficientemente lejos de ella. Sen afirma que los filósofos que proponen medir la igualdad en términos de recursos -nos meciona a Rawls y a mí- tienen en mente un objetivo correcto, esto es, la libertad personal de los individuos. “No es irrazonable -dice- pensar esta propuesta como un modo de conducirnos en dirección a la libertad -que la aleja de la atención centrada exclusivamente en la evaluación de los logros-. Si tenemos como meta la igualdad de los recursos o de los bienes primarios, esto puede interpretarse como un modo de conducir el ejercicio evaluativo hacia la valoración de la libertad y lejos de los logros en cuanto tales.” (Amartya Sen)
Sin embargo, según Sen, esta formulación no constituye una igualdad de libertad fenuina porque ignora el hecho crucial de que las personas diferentes tienen niveles muy distintos de habilidad real para hacer lo que desean -en sus términos, pueden lograr distintos niveles de “funcionamientos”- con los mismos recursos materiales. “Pero al mismo tiempo hay que reconocer -agrega- que al igualar la propiedad de recursos o posesiones de bienes primarios no necesitamos igualar las libertades sustantivas de las que disfrutan distintas personas, dado que puede haber diferencias significativas en cuanto a la conversión de recursos y bienes primarios en libertades”. Estas diferencias pueden reflejar “cuestiones sociales complejas”, pero también pueden deberse a “simples diferencias físicas”. “La libertad de una persona pobre de no estar desnutrida -escribe- puede depender no sólo de sus recursos y bienes primarios sino también de su metabolismo, sexo, embarazo, factores ambientales, exposición a enfermedades parasitarias y otros factores semejantes. Si tomamos en cuenta dos personas con ingresos y otros bienes primarios y recursos idénticos (como están caracterizados en las propuestas de Rawls y de Dworkin), una de ellas puede ser enteramente libre para evitar la desnutrición y la otra no sería libre de ninguna manera como para lograrlo.”
Sen piensa que se presta un mejor servicio a la igualdad de la libertad si, en lugar de comparar recursos, se la confronta con la capacidad de las personas para encarar distintos funcionamientos y actividades.
Advierte empero una dificultad obvia. Cada persona otorga una importancia diferente al orden de prioridad de las distintas actividades. Algunas por ejemplo creen que un nivel alto de logros artísticos e intelectuales es más importante que la pericia física, pero otras piensan lo contrario. Ésta es la dificultad con la que se encuentra, como he dicho, cualquier versión de la igualdad de bienestar: sea cual fuere el tipo de concepción del bienestar que se especifique, todo intento que se haga por convertir a las personas en iguales en ese tipo específico de bienestar tratará de igualarlas en relación con algo que ellas valora de manera muy distinta. Sen ha sugerido que se podría construir un orden objetivo de actividades, aunque concede que tal orden sufriría cierta indeterminación. Pero como he señalado sería incontrovertido elaborar un orden de ese tipo, aun cuando incluyera una dosis generosa de ayuda de la indeterminación; por tant, el hecho de fundar la distribución en un orden de estas características no resulta consistente con una igual consideración de todos.
Ahora dejaré de lado esa objeción para considerar, primero, si la crítica de Sen a las teorías de la igualdad fundadas en recursos es sólida y, segundo, si realmente su “igualdad de capacidades” nos proporciona una alternativa genuina y atractiva frente a tales teorías, como él cree. No intentaré defender aquí la versión rawlsiana de la justicia distributiva fundada en recursos, dado que, como se ha puesto de manifiesto en distintos lugares de este libro, su teoría es distinta en determinados sentidos que podrían hacer aparecer a la de Rawls como más vulnerable a la crítica de Sen. Sin embargo, la crítica de Sen a mi propia concepción de la igualdad es misteriosamente errada.
Desde los primeros capítulos me he preocupado de hacer hincapié en que los recursos que posee una persona incluyen recursos personales tales como la salud y la capacidad física y también recursos impersonales o transferibles, como el dinero, y que, si bien se requieren técnicas distintas para mitigar o corregir las desigualdades en estos dos ámbitos centrales de recursos, abos merecen recibir la atención de los igualitarios. Por ejemplo, el mercado de seguros aplicado a la salud o a la discapacidad física, fundado en una subasta hipotética, que describí e ilustré tiene como meta aumentar los recursos impersonales de aquellos cuyos recursos personales se han visto menoscabados en distintas formas.
Sen, por cierto, describe, las diferencias físicas entre las personas de un modo mucho más sutil que el que yo logré al ilustrar los recursos personales: por ejemplo, presta atención a la posible importancia de las diferencias entre los niveles de metabolismo en las distintas personas. Sin embargo, es importante distinguir dos cosas, al analizar en qué medida este grado de detalle mayor produce una divergencia teórica. Primero, ¿cuáles son las diferencias que -en principio- deben tomarse en cuenta, cuando se quieren justificar medidas que tienden a compensar o mitigar esas diferencias? Segundo, ¿cuáles de esas diferencias son efectivamente susceptibles de ser compensadas o mitigadas en un esquema realista que tienda a aumentar la igualdad? En el primer nivel, te´rico, la crítica de Sen está extraviada. Es evidente que los niveles de metabolismo son recursos personales, y por eso la igualdad de recursos los considera, en principio, como algo que debe ser tenido en cuenta por un igualitario.
Es más difícil responder a la segunda cuestión de un modo abstracto. Que un mecanismo práctico y justificado para lograr la igualdad de recursos tenga que compensar a las personas por un nivel metabólico insuficiente -y proveerlo, por ejemplo, de raciones adicionales de comida- depende de muchos factores, incluyendo, en primer ligar, la gravedad de dicha insuficiencia. El esquema redistributivo moldeado sobre la base de un mercado hipotético de seguros compensaría a todo aquel que tenga un desorden metabólico y que necesite la provisión de comida muy costosa o abundante para sobrevivir. Pero esto no implica, según creo, que los desórdenes metabólicos mínimos tengan que ser compensados mediante dinero para cubrir esa necesidad marginal para un grupo mayor de personas, dado que los costes administrativos de tal programa serían desproporcionadamente altos. El mismo Sen no ha propuesto un esquema preciso y políticamente realizable para poner en práctica su concepción de la igualdad, y el tono de su discusión sugiere que la crítica no es práctica, sino teórica.
Ahora bien, ¿es posible decir que la concepción positiva de la igualdad de Sen -la igualdad de capacidades- es en realidad distinta de la igualdad de recursos? Y si lo es, ¿es en realidad distinta de la igualdad de bienestar? Consideremos la manera en que enuncia su posición:
“Los logros de una persona, en este aspecto, pueden ser interpretados como el vector de sus “funcionamientos”, que consisten en lo que son y lo que hacen (beings and doings). Los funcionamientos relevantes pueden variar por cosas tan triviales como estar bien nutrido, tener buena salud, poder evitar la morbilidad y mortalidad prematura, etc., o por logros más complejos como, por ejemplo, ser feliz, respetarse a sí mismo, participar en la vida de la comunidad y otros. Lo que se afirma es que los funcionamientos son elementos constitutivos de una persona, y que cuando se intenta evaluar el bienestar (estar-bien) es necesario tener en cuenta estos elementos constitutivos. La noción de funcionamientos está íntimamente relacionada con la de capacidad para funcionar. Representa las distintas combinaciones de funcionamientos (lo que son y lo que hacen) que puede alcanzar una persona. Capacidad representa la libertad de la persona para elegir entre distintos modos de vida.” (Sen)

Temo que lo más natural ha sido entender este pasaje como si se estuviera sugiriendo que, en la medida de lo posible, las personas deberían igualarse en relación con su aptitud para alcanzar logros complejos tales como la felicidad, el autorrespeto y un papel significativo en la vida de su comunidad. Pero si se interpreta de este modo, entonces no se está proponiendo nada nuevo, sino simplemente una forma de igualdad de bienestar -y una forma particularmente desalentadora-. Las personas difieren en su capacidad para la “felicidad” por miles de razones, incluyendo su fortuna, personalidad, ambiciones, sensibilidad frente al sufrimiento de los otros y sus actitudes ante las musas rivales de Milton. El misántropo de Molière carece de la capacidad de felicidad del Pangloss de Voltaire. Las personas son diferentes en su capacidad de sentir “autorrespeto” por otdas éstas y por innumerables otras razones, incluidas sus opiniones acerca de qué tipos de vida justifican el “autorrespeto”. (Por ejemplo, el Ivan Illych de Tolstoy tuvo una capacidad formidable de autorrespeto durante la mayor parte de su vida, pero ninguna cerca del final). La capacidad de las personas para “formar parte de la vida de su comunidad” o para granjearse la estima o el respeto de los miembros de la misma son diferentes por muchas de las razones que hemos mencionado y por muchas otras más. También los otros individuos que componen mi comunidad tienen gustos, convicciones, valores y actitudes, y ellos se reflejan en la opinión que tienen sobre mí, y sobre is distintas convicciones, y en el grado de su deseo de establecer una causa común conmigo. Por supuesto, es bueno que la gente sea feliz, tenga una buena opinión de sí misma y goce de la consideración de los otros. Pero la idea de que las personas deben ser iguales en su capacidad de lograr estas situaciones deseables es apenas coherente y, sin duda, ridícula -¿por qué esto debería ser bueno?-, y la idea de que el gobierno debería tomar medidas para lograr dicha igualdad -¿podríamos imaginar qué pasos deberían seguirse para ello?- resulta escalofriante.
Pero ¿por qué todo esto no es obvio? Porque sabemos que lo que hace imposible a la mayoría de la gente alcanzar la felicidad, el autorrespeto y un lugar decente dentro de la vida de la comunidad es la falta de recursos -en gran parte recursos impersonales, incluyendo la educación, pero también, en muchos casos, recursos personales-. Es por eso por lo que nos sentimos tentados a decir que cuando redistribuimos recursos y creamos oportunidades queremos lograr una mejora en la capacidad de las personas para asegurarse estos bienes importantes. Sin embargo, si lo expresamos de este modo existe un peligro, el de caer en una falacia al suponer que nuestro objetivo político último no es simplemente convertir a las personas en iguales respecto de los recursos que necesitan para lograr la felicidad, el autorrespeto y otros anhelos similares -objetivo que por cierto es atractivo y urgente-, sino intentar que sean iguales en su capacidad total para alcanzar esos objetivos, sean cuales fueren sus ambiciones, proyectos, gustos, disposiciones, convicciones y actitudes -y éste es el objetivo falso de la igualdad de bienestar (irle bien y estar-bien).
Afortunadamente contamos con excelentes razones para rechazar la interpretación “natural” de esta propuesta de Sen, teniendo en cuenta que, como ya he dicho, su objetivo es separarse mucho más de la igualdad de bienestar que lo que nos hemos alejado Rawls y yo mismo. Por eso debemos adoptar la siguiente interpretación de lo que dice, que es diferente de la anterior. El gobierno debería preocuparse por asegurar que todas las diferencias en virtud de las cuales las personas no tienen la misma capacidad para lograr la felicidad y otras realizaciones “complejas” no sean atribuidas a diferencias en los recursos personales e impersonales de los cuales disponen, sino las diferencias en relación con sus elecciones y personalidad y las elecciones y personalidad de otros individuos.
Si entendemos de este modo la igualdad de capacidades, entonces esta propuesta no constituye una alternativa frente a la igualdad de recursos, sino simplemente el mismo ideal expresado en un lenguaje distinto.
Las personas por supuesto desean tener recursos para aumentar sus “capacidades” para “funcionar” -esto es, con el fin extender su poder para hacer lo que ellos desean-. Pero (en esta interpretación de la posición de Sen) lo que interesa desde el punto de vista de la igualdad son los recursos personales e impersonales, y no la felicidad o el bienestar que las personas puedan lograr mediantes sus elecciones. De este modo, los esfuerzos de Sen por alcanzar una escala objetiva de funcionamiento no son, finalmente, ni necesarios ni provechosos. Basta con distribuir equitativamente los recursos impersonales y encontrar artificios, como el mercado de seguros hipotéticos, para mitigar las diferencias que existen en cuanto a los recursos personales, en un nivel máximo, en la medida de lo posible. De este modo permitiremos que las personas diseñen la escala de los “funcionamientos” que consideren importantes, mediante elecciones realizadas en un medio lo más igualitario posible.
Aun si la teoría de Sen es simplemente la igualdad de recursos expresada mediante otro lenguaje, ese lenguaje subraya el punto que considero obvio: que las personas no desean recursos por el simple hecho de tenerlos, sino para hacer algo con ellos. Pero esta puntualización constituye una ventaja sólo si somos cuidadosos en establecer el punto que acabo e alaborar: que la igualdad que buscamos es una igualdad en recursos personales e impersonales en sí mismos, y no en las capacidades de las personas para alcanzar el bienestar (irle bien y estar-bien) con la ayuda de tales recursos. La diferencia entre estas metas igualitarias es profunda: es la diferencia entre una nación de iguales y una nación de adictos.
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Pág. 324-330





igualdad de bienestar e igualdad de recursos, dos teorías de la igualdad

La igualdad es un ideal político popular pero misterioso. La personas pueden ser iguales (o al menos tener mayor igualdad) en un aspecto, con la consecuencia de que se vuelven desiguales (o más desiguales) en otros. Por ejemplo, si sus ingresos son iguales, su grado de satisfacción con la vida será diferente casi con toda seguridad. De aquí no se sigue, claro está, que la igualdad sea un ideal que no sirve para nada. No obstante, es necesario establecer, con mayor precisión de la habitual, qué forma de igualdad es importante en última instancia.
Ésta no es una cuestión lingüística, ni siquiera conceptual. No se precisa de una definición de la palabra “igualdad” o de un análisis de cómo se usa esa palabra en el lenguaje ordinario. Lo que se nos exige es que distingamos diversas concepciones de la igualdad para decidir cuál de esas concepciones (o qué combinación de ellas) establece un ideal político atractivo, si es que acaso establece alguno. Ese ejercicio se puede describir, de forma algo diferente, usando la distinción que ya he trazado en otros contextos. Existe una diferencia entre tratar a las personas equitativamente, con respecto a este o aquel bien u oportunidad, y tratarlas como iguales. Quien sostenga que los ingresos de la gente deben ser más equitativos afirmará que una comunidad que logre la igualdad de ingresos trata a las personas como iguales. Quien apremia, en cambio, para que la gente sea feliz por igual, ofrecerá una teoría alternativa diferente sobre qué sociedad se merece ese título. La cuestión, entonces, es ésta: ¿cuál de las muchas teorías de este tipo es la mejor?
En este capítulo y en el siguiente voy a discutir un aspecto de esta cuestión, que podríamos llamar el problema de la igualdad distributiva.
Supongo que cierta comunidad ha de elegir entre planes alternativos para distribuir dinero y otros recursos entre los individuos ¿Cuál de esos planes trata a las personas como iguales? Éste es sólo un aspecto del problema más general de la igualdad, pues deja a un lado otros a los que se podría llamar, por contraste, cuestiones de igualdad política. La igualdad distributiva, tal y como la describo, no se ocupa de la distribución del poder político, por ejemplo, o de derechos individuales, aparte del derecho a cierta cantidad o a cierta parte de los recursos.
Creo que es obvio que estas cuestiones que reúno a vuela pluma bajo la etiqueta de igualdad política no son tan independientes de las cuestiones de igualdad distributiva como podría sugerir la distinción. Una persona que no pueda desempeñar papel alguno a la hora de determinar, por ejemplo, si un entorno natural que le preocupa debe ser preservado de la polución es más pobre que alguien que pueda desempeñar un importante papel en esa decisión. Sin embargo, probablemente nos aproximemos mejor a una teoría completa de la igualdad, que abarque un ámbito de asuntos que incluyan la igualdad política y la distributiva, aceptando la distinción inicial, aunque algo arbitraria, entre esas cuestiones.
Voy a tomar en consideración dos teorías generales de la justicia distributiva.
La primera (a la que llamaré igualdad de bienestar) sostiene que un plan distributivo trata a las personas como iguales cuando distribuye o transfiere recursos entre esas personas como iguales cuando distribuye o transfiere recursos entre esas personas hasta que ninguna transferencia adicional consiga que su bienestar sea más equitativo. La segunda (igualdad de recursos) sostiene que ese plan trata a las personas como iguales cuando distribuye o transfiere de forma que niguna transferecnia adicional haga que su parte de los recursos totales sea más equitativa. Estas dos teorías, tal y como las acabo de presentar, son muy abstractas, pues, como veremos, hay muchas interpretaciones diferentes del bienestar, así como diferentes teorías sobre lo que se debe considerar como igualdad de recursos. Sin embargo, incluso en su forma abstracta, resulta obvio que las dos teorías recomendarán cosas muy diferentes en muchos casos concretos.
Su pongamos, por ejemplo, que un hombre acaudalado tiene varios hijos; uno de ellos es ciego, el otro un playboy de gustos caros, un tercero es un político en ciernes de ambiciones caras, otro es un poeta cuyas necesidades son modestas, otro un escultor que trabaja con un material caro, etc. ¿Cómo hará su testamento? Si su objetivo es la igualdad de bienestar, deberá tener en cuenta las diferencias entre sus hijos, así que no les dejará partes iguales. Por supuesto, tendrá que tomar su decisión basándose en alguna interpretación del bienestar, y tendrá que decidir, por ejemplo, si los gustos caros deben entrar en sus cálculos del mismo modo que las discapacidades o las ambiciones caras. Pero si por el contrario su objetivo es la igualdad de recursos entonces suponiendo que sus hijos tengan ya, más o menos, la misma riqueza, puede decidir que su objetivo exige la división equitativa de su riqueza. En cualquier caso, las cuestiones que se plantee serán, pues, muy diferentes.
Es cierto que la distinción entre las dos teorías abstractas será menos clara en un contexto político normal, especialmente cuando los funcionarios tengan muy poca información sobre los gustos y ambiciones reales de ciudadanos concretos. Si un igualitarista del bienestar no conoce los gustos y ambiciones de un gran número de ciudadanos, puede decidir prudentemente que su mejor estrategia para asegurar la igualdad de bienestar consistirá en establecer la igualdad de ingresos.
Sin embargo, por diversas razones las diferencias teóricas entre las dos teorías abstractas de la igualdad siguen siendo importantes en política.
Con frecuencia, los funcionarios tienen suficiente información general sobre la distribución de gustos y discapacidades como para que esté justificado que se ajusten, de forma general, a la igualdad de recursos (por ejemplo, mediante desgravaciones fiscales especiales), si su objetivo es la igualdad de bienestar. Incluso si no es así, algunas de las estructuras económicas que pudieran idear servirían mejor, de antemano, para calcular la forma de reducir las desigualdades de bienestar en condiciones de incertidumbre, y otras para reducir la desigualdad de recursos. Pero la importancia de la cuestió que planteo es teórica. Los igualitaristas tienen que decidir si la igualdad que buscan es igualdad de recursos o de bienestar, una combinación de ambas o algo muy diferente, con el fin de que puedan argüir de forma convincente que la igualdad merece la pena totalmente.
Hay otras teorías importantes que estas dos solo captan artificialmente. Por ejemplo, diversos filósofos apoyan teorías meritocráticas de la igualdad distributiva, algunas de las cuales apelan a lo que a menudo se denomina igualdad de oportunidades. Esta afirmación adopta distintas formas, pero una de las más importantes sostiene que a las personas se les niega la igualdad cuando su posición más elevada en lo que respecta al bienestar o a los recursos se tiene en cuenta en su contra al competir por plazas de universidad o por puestos de trabajo, por ejemplo.
Pese a la afirmación de que tanto la igualdad de bienestar como la igualdad de recursos nos resultan familiares y evidentes, son justamente las igualdades que voy a considerar. Respaldo una versión concreta de la segunda. Quizá debiera añadir dos advertencias más. Esta muy extendida la opinión de que cierta gente (por ejemplo, delincuentes) no se merecen la igualdad distributiva. Aunque me planteo alguns cuestiones sobre el mérito al considerar qué es la igualdad distributiva, no tendré en cuenta la cuestión. John Rawls (entre otros) se ha preguntado si la igualdad distributiva no exigirá desviarse de una base igualitaria cuando se hace en interés del grupo de los menos favorecidos, de forma que, por ejemplo, se atiende mejor a la igualdad de bienestar cuando los menos favorecidos tienen menos bienestar que otros, pero más que el que, en cualquier otro caso, podrían tener. Esta afirmación la discuto en el siguiente capítulo, en relación con la igualdad de recursos, pero no en éste, en el que sugiero que la igualdad de bienestar no es una meta política deseable, ni siquiera cuando la desigualdad de bienestar no mejora la situación de los que están peor.

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Dworkin, págs, 21-24


el bienestar esencial y la igualdad de éxito

Es importante distinguir dos estrategias que alguien que desee defender una concepción concreta de la igualdad de bienestar podría usar. Podría empezar aceptando, en primer lugar, la idea de bienestar como bienestar esencial, y luego como premisa provisional de su argumento, aceptar la proposición de que la igualdad genuina exige que el bienestar esencial de las personas sea igual. Podría defender entonces una teoría cocnreta del bienestar (el éxito, por ejemplo) como la mejor teoría de aquello en que consiste el bienestar y concluir así que la igualdad exige que el éxito de las personas sea igual. O bien, en segundo lugar, podría defender alguna concepción de la igualdad de bienestar, como la igualdad de éxito, de forma más directa. Podría no adoptar posición alguna en lo que respecta a la cuestión de si el bienestar esencial consiste en el éxito, o incluso en lo que respecta a la cuestión previa de si esa pregunta tiene sentido. Podría sostener que, en cualquier caso, la igualdad de éxito viene exigida por razones de equidad o por algun aotra que tenga que ver con un análisis de la igualdad que sea independiente de cualquier teoría sobre el sentido o el contenido del bienestar esencial.
¿Es necesario, por tanto, tener en cuenta ambas estrategias para valorar la defensa de una concepción concreta de la igualdad de bienestar? Creo que no, porque el fracaso de la segunda estrategia (al menos en cierto modo) ha de considerarse también como el fracaso de la primera. No es mi intención afirmar que la idea del bienestar esencial, qe es un concepto que admite diferentes concepciones, no tenga sentido, de forma que la primera estrategia, depurada de su falta de sentido, sea la segunda.
Al contrario creo que esta idea es importante, al menos tal y como se define en algunos contextos: la cuestión de dónde radica el bienestar esencial de las personas, cuando se concibe apropiadamente, resulta a veces, en esos contextos, una cuestión de profunda importancia. Ni creo que de la conclusión de que, desde la perspectiva de cierta concepción concreta del bienestar, las personas no deben ser iguales, se siga que ésta es una mala concepción del bienestar, de ello se sigue que el bienestar de las personas, concebido así, debe ser igual. Esto no se puede concluir. Podría aceptar, por ejemplo, que el bienestar esencial de las personas es igual cuando logra, de forma más o menos equitativa, que algunas de sus preferencias se satisfagan, sin que tenga que admitir por ello que avanzar hacia esa situación suponga, por tanto, un avance hacia una igualdad distributiva genuina. Incluso si aceptara inicialmente ambas proposiciones debería abandonar la última, si es que estoy persuadido de que hay buenas razones de moralidad política para que ese tipo de éxito no sea igual para todo el mundo. Esas razones son válidas sea sólida o no la primera proposición. Así pues, los argumentos que sean capaces de anular la segunda estrategia -mostrando que hay poderosas razones de moralidad política por las que una distribución no debería pretender que el éxito de las personas sea equitativo- han de contar, asimismo, con poderosos argumentos en contra de la primera estrategia, que no sean, por supuesto, razones que anulen la conclusión provisional de dicha estrategia, a saber, que el bienestar esencial consiste en el éxito. En lo que sigue trataré de oponerme a la segunda estrategia de esta manera.

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Dworkin , pags. 30-31















teorías del éxito
Una sociedad que tratara de lograr la igualdad de éxito (o de satisfacción) en cualquiera de sus versiones sólo podría hacerlo, como mucho, de forma aproximada; y sólo podría formarse una idea aproximada de hasta qué punto lo habría hecho bien.
Ciertas difereencias en el éxito obtenido se hallarían fuera del alcance de la acción política, y alguna de esas diferencias sólo se podría eliminar mediante procedimientos demasiado caros con respecto a otros valores. Concebida así, la igualdad de bienestar sólo puede cosiderarse como la igualdad ideal, que debería usarse como criterio para decidir cuál de los diferentes acuerdos políticos prácticos es más o menos probable que consiga que ese ideal progrese en general, como tendencia previa. Pero precisamente por esa razón, es importante poner a prueba las diferentes concepciones de la igualdad de bienestar en tanto que ideales. Nuestra pregunta es la siguiente: si pudiéramos lograr (por imposible que sea) la igualdad de bienestar en alguna de esas concepciones, ¿sería deseable hacerlo en nombre de la igualdad?

Voy a empezar considerando la igualdad de éxito en el sentido más amplio e ilimitado de cuantos he distinguido, esto es, como satisfacción igualitaria de las preferencias de las personas cuando se incluyen tanto las preferencias políticas como otras. Deberíamos darnos cuenta de que existe cierta dificultad al aplicar esta concepción de la igualdad en una comunidad en la que algunas personas, dadas sus propias preferencias políticas, sostienen exactamente la misma teoría. Los funcionarios no podrían saber si se satisfacen las preferencias políticas de una persona hasta que no supieran si la distribución que han elegido satisface por igual las preferencias de todo el mundo, incluyendo las preferencias políticas de esa persona, por lo que se corre aquí el peligro de caer en un círculo vicioso. Pero supondré que la igualdad de bienestar, concebida así, se podría lograr en tal sociedad mediante ensayo y error. Los recursos se podrían distribuir y redistribuir hasta que todo el mundo declarase que está satisfecho de que la igualdad de éxito se haya logrado en su concepción más amplia.
También deberíamos dar cuenta, sin embargo, de una nueva dificultad: probablemente con esta concepción resulte imposible alcanzar un grado razonable de igualdad, incluso mediante métodos de ensayo y error, en una comunidad cuyos miembros apoyan teorías políticas muy diferentes sobre las distribuciones justas, teorías sobre las que se albergan sentimientos muy profundos. Sea cual fuere la distribución de bienes que se establezca, siempre surgirá algún grupo que, comprometido de forma apasionada con una distribución diferente por razones de teoría política, se sienta, por bien que les vaya personalmente a sus miembros, profundamente insatisfecho, mientras que otros se sentirán muy satisfechos porque sostienen teorías políticas que aprueban el resultado. Pero dado que me propongo no prestar atención a las dificultades o contingencias prácticas, supondré que existe una sociedad en la que es posible lograr la igualdad, a grandes rasgos, en el grado en que las personas ven satisfechas sus preferencias no restringidas -esto es, tener más o menos éxito de forma equitativa, según esta concepción amplia-, bien porque todo el mundo sostiene, aproximadamente, la misma teoría política, bien porque aunque la gente no esté de acuerdo, la insatisfacción de alguien respecto a una solución por motivos políticos podría compensarse mejorando su situación personal, sin provocar en los demás un rechazo tan grande como para que la igualdad, concebida así, quede anulada por ese motivo.
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La gente discrepa sobre la importancia del éxito relativo para lograr el éxito general. Que sea probable que una persona tenga mucho éxito en una carrera profesional concreta (o en un asunto amoroso, o deportivo, o en otra actividad) cuenta enormemente, cabe pensar, a favor de que haya elegido o buscado ese éxito. Si esa persona duda entre ser artista o abogado, pero cree que puede ser un abogado brillante y sólo un buen artista, esto podría resultar decisivo a favor del Derecho. Otra persona podría sopesar el éxito relativo mucho menos. En las mismas circunstancias podría preferir ser un buen artistas en vez de un brillante abogado, pues considera el arte mucho más importante que lo que pueda hacer un abogado.

Este hecho -que las personas valoran así el éxito relativo- es relevante aquí por la consiguiente razón. El atractivo básico e inmediato de la igualdad de bienestar, de la forma abstracta en que lo expuse al principio, reside en la idea de que el bienestar es lo que realmente importa a la gente, a diferencia del dinero y los bienes, que importan sólo instrumentalmente, dado que son útiles para producir bienestar. Esto es, a igualdad de bienestar propone que las personas sean iguales en lo que les importa realmente. Bien se podría oensar que nuestra primera conclusión -que, en cualquier caso, la satisfacción de las preferencias políticas e impersonales no deben ifgurar en ningún cálculo que aspire a que el bienestar que logran las personas a través de una distribución sea equitativo- perjudica ese atractivo básico. En efecto, restringe las preferencias que se supone que todo el mundo ha de satisfacer en igual medida a lo que he llamado preferencias personales; pero las personas no se preocupan por igual de la satisfacción de sus preferencias personales frente a sus convicciones políticas y sus metas impersonales. Algunos se preocupan más que otros de sus preferencias personales, frente a sus otras preferencias. Pero una parte sustancial de ese atractivo inmediato que he descrito sigue ahí, aunque habría que plantear ahora la cuestión de manera algo diferente. La igualdad de bienestar (se podría decir ahora) iguala a las personas en lo que todos valoran por igual y de manera fundamental, siempre que su propia situación o circunstancia personales se vea afectada.
Pero incluso esa afirmación sobre su atractivo remanente se pierde si la igualdad de bienestar se construye para que las personas sean iguales respecto a su éxito relativo, siempre que una distribución pueda lograrlo, esto es, que el grado en que logran las metas que se fiajn sea equitativo. Según esta concepción, se da dinero a una persona en vez de a otra, o se sustrae dinero a una para dárselo a otra, con el fin de lograr la igualdad en un aspecto que algunos valoran más que otros /y que algunos realmente valoran muy poco), a costa de la desigualdad que se produce en lo que algunos valoran más. Una persona de escasas aptitudes podría elegir una vida muy limitada en la que tuviera grandes perspectivas de éxito, porque es importante tener éxito en algo. Otra persona elegiría metas casi imposibles porque para ella lo que tiene sentido es el reto. La igualdad de éxito relativo propone que los recursos se distribuyan -seguramente muchos menos a la primera de esas personas y muchos más a la segunda- de forma que todo el mundo tenga la misma posibilidad de que sus diferentes objetivos se cumplan con éxito.
Supongamos que alguien reponde ahora que el atractivo de la igualdad de bienestar no se encuentra donde yo lo e situado. Su objetivo no es hacer que la gente sea igual en lo que valora fundamentalmente, ni siquiera para su propia vida, sino, más bien, en lo que debería valorar fundamentalmente. Pero cambiando así lo que afirma la igualdad de bienestar no se logra nada, pues resulta absurdo suponer que las personas deberían valorar sólo el éxito relativo, sin considerar el valor intrínseco o la importancia de la vida en la que tienen éxito relativamente. Quizás algunas personas -las que tienen graves minusvalías- restrinjan lo que pueden hacer y elijan sólo aquello que les permite tener un mínimo de éxito en algo.
Pero la mayoría de la gente tratará de hacer más de lo que puede hacer con relativo éxito.

Éxito general.-
Cabría pensar que esta discusión apunta a una interpretación mejor de la igualdad de bienestar, a saber, la igualdad de éxito general, no de éxito relativo. Pero si hemos de explorar la igualdad de bienestar según esta concepción, tendremos que establecer una distinción que no es necesaria (o, en todo caso, no es claramente necesaria) al comparar el éxito relativo. Debemos distinguir cómo juzga una persona su éxito general (o si se prefiere, el juicio que emitiría si estuviera completamente informada de los hechos normales pertienentes), del juicio objetivo sobre cuánto éxito general tiene realmente. El juicio de una persona reflejará (incluso si está completamente informada de los hechos) sus propias convicciones filosóficas sobre el valor de la vida; mas desde el punto de vista del juicio objetivo esas convicciones podrían resultar confusas, inexactas o simplemente erróneas. Voy a suponer aquí que la igualdad de éxito general se refiere a la igualdad en el éxito de las personas juzgado por sí mismas, desde el punto de vista de sus propias creencias filosóficas, que quizá sean muy diversas. Con el nombre de teorías objetivas del bienestar, tendré en cuenta más adelante una concepción diferente que exige igualdad en relación con el éxito de la vida juzgado de alguna forma más objetiva.
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Dworkin, pags. 40-42


discapacidades

Al principio acepté que la idea de que la igualdad genuina es igualdad de bienestar tiene un atractivo inmediato, que quizás haya superado fácilmente las diversas dudas que he planteado, es el aparente poder de la igualdad de bienestar para explicar por qué las personas con discapacidades físicas o mentales (o con otras necesidades especiales) deben tener recursos adicionales. Seguramente (cabe decir) esto es porque esas personas obtienen menos que otras de algo que cae dentro del ámbito general del “bienestar” en la misma partición de recursos. Quizá nos preocupemos por los discapacitados porque la satisfacción, el éxito relativo o el éxito general que pueden lograr es menor; o quizá se trate de una combinación diferente de alguno de esos elementos, o de todos ellos. Pero algunas de nuestras intuiciones sobre los discapacitados tienen que empujarnos hacia la igualdad de bienestar en alguna de sus interpretaciones. Si es así, cabe pensar entonces que este hecho muestra que cualquier teoría definitiva de la igualdad tiene que dejar hueco a la igualdad de bienestar, quizá sólo como suplemento o matización de otra teoría de la igualdad, aunque sólo sea para captar las condiciones que hemos insistido que hay que establecer para los que tienen esa mala suerte.
Pero no está nada claro que se necesite un concepto de bienestar para explicar por qué los discapacitados deberían recibir a veces más recursos materiales que los que están sanos. En el siguiente capítulo describiré una aproximación diferente al problema de las discapacidades que no se apoya en comparaciones de bienestar, pero que pueda explicar ese problema igual de bien. No hay razón para suponer, considerando de antemano esta o aquella sugerencia, que sólo una teoría de la igualdad que se base en el bienestar puede proporcionar la explicación que es necesaria.
De hecho (y además) una teoría basada en el bienestar proporciona una explicación menos satisfactoria de lo que en principio pudiera parecer. El argumento que tomamos en consideración ahora es que la igualdad de bienestar merece al menos ocupar un lugar en una teoría general de la igualdad, ya que capta con tanta exactitud nuestras intuiciones sobre cómo se debe tratar a los discapacitados en nombre de la igualdad. ¿Pero es esto cierto? En relación con cualquier concepción del bienestar, resulta inadmisible afirmar como grupo de menos bienestar que otros. Pero por supuesto esto sólo es cierto estadísticamente. En muchos casos los discapacitados tienen, en consecuencia, menos ingresos, y por ello no disponen siquiera de los mismos recursos materiales que otros. Y algunas personas con discapacidades terribles necesitan ingresos adicionales sólo para sobrevivir. Pero muchas personas con graves discapacidades tienen niveles elevados de bienestar, en cualquiera de sus concepciones; más eleavados que muchos discapacitados.
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Pág. 69-70


Consiste el respeto activo no sólo en soportar estoicamente que otros piensen de forma distinta, tengan ideales de vida feliz difeentes a los míos, sino en el interés positivo por comprender sus proyectos, por ayudarles a llevarlos adelante, siempre que representen un punto de vista moral respetable.
Como dice Amy Gutmann, distinguiendo entre tolerar una opinión y respetarla, “la tolerancia se extiende a la más vasta gama de opiniones, mientras no amenacen y dañen a las personas de forma directa y discernible. El respeto es mucho más selectivo. Si bien no tenemos que estar de acuerdo en una opinión, debemos comprender que refleja un punto de vista moral”.
El respeto supone un aprecio positivo, una perspectiva, aunque no se comparte, y un interés activo en que pueda seguir defendiéndose. Aunque se hable menos de él que de la tolerancia, es indispensable para que la convivencia de distintas concepciones de vida sea, más que un modus vivendi, una auténtica construcción compartida. Y no sólo al nivel ciudadano de las sociedades internamente multiculturales, sino también en el ámbito de la ciudadanía cosmopolita.


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En el capítulo primero consideramos las afirmaciones de la igualdad de bienestar como una de las formas de interpretar que se trate a las personas como iguales. Aquí consideraremos las afirmaciones alterantivas de la igualdad de recursos.
Nos ocuparemos de definir una concepción adecuada de la igualdad de recursos. Con este fin supondré que la igualdad de recursos es una cuestión referente a la igualdad en los recursos que los individuos posean de forma privada. La igualdad de poder político, incluyendo la igualdad de poder sobre los recursos que se poseen de forma pública o común, se trata pues como un tema diferente cuya discusión se reserva para otra ocasión.
Por supuesto esta distinción es arbitraria por muchos motivos. Desde el punto de vista de cualquier teoría económica refinada, el uso por parte de un individuo de recursos públicos forma parte de recursos privados. Por ejemplo, quien tiene poder para influir en las decisiones públicas sobre la calidad del aire que respira es más rico que el que no puede. Así pues una teoría general de la igualdad tiene que hallar el medio de integrar los recursos privados y el poder político.
Además, la propiedad privada no es una relación sencilla y única entre una persona y un recurso material, sino una relación abierta, muchos de cuyos aspectos han de ser establecidos políticamente. Así que la pregunta sobre qué división de recursos es equitativa tiene que incluir, a su vez, la cuestión adicional de su derecho a vetar cualquier transformación de ese poder con que se le amenace mediante la política. Sin embargo, aquí casi siempre supondré que los aspectos generales de la propiedad se entienden lo suficientemente bien como para que la cuestión de qué modelo de propiedad privada constituye una división equitativa de los recursos privados se pueda discutir con independencia de esas complicaciones.
Lo que yo sostengo es que una división equitativa de recursos supone un mercado económico de algún tipo, como institución política real. Esa afirmación puede parecer lo suficientemente paradójica, como para que estén justificados los siguientes comentarios preliminares.
La idea de un mercado de bienes ha estado presente, de dos formas bastante distintas, en la teoría política y económica desde el siglo XVIII. En primer lugar, el mercado ha sido celebrado por ser un mecanismo que permite definir y lograr ciertos objetivos de toda la comunidad, que se han descrito de forma diversa como prosperidad, eficiencia o utilidad general. En segundo lugar, el mercado ha sido aclamado como la condición necesaria de la libertad individual, la condición gracias a la cual los hombres y mujeres libres pueden ejercer su iniciativa individual y elegir que su destino esté en sus manos. Esto es, se ha defendido el mercado a través tanto de argumentos políticos, que apelan a las ganancias generales que produce para toda la comunidad, como mediante argumentos de principio, que apelan más bien a un supuesto derecho a la libertad.
Pero el mercado económico, defendido de una de esas formas, o de ambas, llega a considerarse durante ese mismo período como el enemigo de la igualdad, en gran medida porque la forma en que se desarrollaron y se pusieron en práctica los sistemas económicos de mercado en los países industriales permitió y, de hecho, fomentó enormes desigualdades en la propiedad. Tanto los filósofos políticos como los ciudadanos corrientes han representado la igualdad, pues, como la antagonista o la víctima de los valores de la eficiencia y la libertad a los que, supuestamente, sirve el mercado; de forma que una política inteligente y moderada consiste en encontrar un equilibrio o intercambio entre la igualdad y esos otros valores, bien imponiendo limitaciones al mercado como ámbito político, bien reemplazándolo, en parte o del todo, por un sistema económico diferente.
Por el contrario, yo voy a tratar de sugerir que la idea de un mercado económico, como mecanismo para establecer los precios de una gran variedad de bienes y servicios, ha de hallarse en el centro de cualquier desarrollo teórico atractivo de la igualdad de recursos. El argumento principal se puede mostrar con mayor rapidez mediante un ejemplo, razonablemente sencillo, de igualdad de recursos, tan deliberadamente artificial como abstraído de los problemas que habremos de afrontar más tarde. Supongamos que varios supervivientes de un naufragio son arrastrados por el agua hasta una isla desierta que tiene abundantes recursos y carece de población nativa, y que la posibilidad de un rescate es remota. Esos inmigrantes aceptan el principio de que nadie tiene un derecho previo a ninguno de esos recursos, sino que se dividirán equitativamente entre ellos (Pongamos por caso que aún no han caído en la cuenta de que podría resultar prudente crear un estado que conservara algunos recursos para que fueran de propiedad común.) Asimismo, aceptan (al menos provisionalmente) someter una división equitativa de recursos a la siguiente prueba, que denominaré prueba de la envidia.
Ninguna división de recursos es una división equitativa si, una vez que se completa la división, cualquier inmigrante prefiere el paquete de recursos de otro al suyo.
Supongamos ahora que se elige a un inmigrante para que lleve a cabo la división según ese principio. Es improbable que pueda lograrlo dividiendo físicamente, sin más, los recursos de la isla en n paquetes idénticos de recursos. El número de cada uno de los recursos no divisibles, como las vacas lecheras, podría no se un múltiplo exacto de n; y en el caso de los recursos divisibles como la tierra de labranza, unas parcelas de tierra serían mejores que otras y algunas resultarían mejor para unos usos que para otros. Sin embargo, su pongamo que, tras mucho ensayo y error, y con mucho cuidado, el que divide pudiera crear n paquetes de recursos, cada uno de ellos elgo diferente a los otros, de forma, no obstante, que pudiera asignarle uno a cada inmigrante y que ninguno envidiase, de hecho, el paquete de recursos de los demás.
La equidad de la distribución podría aún no satisfacer a los inmigrantes por una razón que no capta la prueba de la envidia. Supongamos (para plantear el argumento de forma exagerada) que el que divide consigue su resultado transformando todos los recursos disponibles en grandes existencias de huevos de chorlito y clarete prefiloxera (bien mediante magia o comerciando con una isla vecina que entra en esta historia sólo por esta razón), y que reparte esa gran cantidad en paquetes iguales de cestas y botellas. Muchos de los inmigrantes -digamos que todos menos uno- están encantados. Pero si esa persona odia los huevos de chorlito y el clarete prefiloxera sentirá que no se le ha tratado como igual en la división de recursos. Se satisface la prueba de la envidia -esa persona no prefiere el paquete de recursos de los demás al suyo-, pero prefiere lo que habrá tenido si los recursos iniciales disponibles se hubieran tratado de una forma más justa.
Un tipo de injusticia similar, aunque menos exagerada, se podría producir incluso sin magia y sin un extraño comercio. En efecto, la combinación de recursos de la que está compuesto cada paquete creado por el que hace la división favorecerá algunos gustos por encima de otros, en comparación con las diferentes combinaciones que podría haber compuesto. Esto es, mediante ensayo y error se podrían haber creado diferentes conjuntos de n paquetes que pasaran la prueba de la envidia, de forma que para cada uno de esos conjunots que elige el que divide, alguien preferiría que hubiera elegido un conjunto distinto, incluso aunque esa persona no prefiriera un paquete diferente en ese conjunto.
El comercio posterior a la distribución inicial puede mejorar, por supuesto, la situación de la persona. Pero es difícil que le lleve a la situación que habría tenido con el conjunto de paquetes que prefería pues dado que los demás empiezan con el paquete que prefieren frente al que habrían tenido en ese conjunto, no tienen motivo, pues, para comerciar con ese paquete.
Así pues el que divide necesita un mecanismo que haga frente a dos focos de arbitrariedad o posible injusticia. No se puede satisfacer la prueba de la envidia mediante una simple división mecánica de los recursos. Si se puede hallar una división algo más compleja que la satisfaga, se podrán hallar otras muchas, de modo que la elección entre ellas será arbitraria.
La misma solución se les habrá ocurrido ya a los lectores. El que divide necesita algún tipo de subasta u otro procedimiento de mercado para responder a estos problemas.
Describiré un procedimiento razonablemente directo que resulte aceptable, si se consigue que funcione; aunque tal y como lo voy a describir resulte, por el tiempo que conllevaría, imposible. Supongamos que el que divide le entraga a ca inmigrante un número equitativo y muy grande de conchas, que son lo suficientemente abundantes y sin valor en sí mismas para nadie como para usarlas de fichas en un mercado del siguiente tipo. Se hace una lista con lotes de cada elemento distinto de la isla (sin incluir a los inmigrantes mismos) para venderlos, a menos que alguien notifique al subastador (que es en lo que se ha convertido ahora el que divide) su deseo de pujar por cierta parte de un elemento, incluyendo, por ejemplo, parte de un trozo de tierra, en cuyo caso esa parte se convierte en un lote distinto. El subastador propone entonces una serie de precios para cada lote y descubre si esa serie de precios vacía todos los mercados, esto es, si hay un solo comprador para cada precio y todos los lotes se venden. Si no es así, el subastador ajustará entonces los precios hasta que logre un conjunto de precios que vacíen los mercados.
Pero el proceso no se detiene ahí, pues cada uno de los inmigrantes sigue siendo libre de cambiar sus pujas incluso cuando se logra un conjunto de precios que vacía el mercado, y puede, además, proponer lotes diferentes. Pero supongamos que con el tiempo incluso ese lento proceso termina, todo el mundo se declara satisfecho y, en consecuencia, los bienes se distribuyen.
Ahora se tiene que cumplir la prueba de la envidia. Naide envidiará el conjunto de compras de otro porque, por hipótesis, podía haber comprado con sus conchas ese paquete en vez del suyo. Tampoco es arbitraria la elección de conjunto de paquetes. Mucha gente supondrá que se podrían haber establecido diferentes conjuntos de paquetes que satisfacieran la prueba de la envidia, pero el conjunto real de paquetes tiene el mérito de que cada persona, mediante sus compras con una cantidad equitativa de fichas, desempeña un papel equitativo a la hora de determinar e conjunto de paquetes elegidos realemente.
Nadie se halla en la posición de aquella persona de nuestro primer ejemplo que se encontró con lo que odiaba. Por supuesto, la suerte desempeña cierto papel a la hora de determinar cuán satisfecho se halla alguien con el resultado, frente a otras posibilidades que había previsto. Si los huevos de chorlito y el clarete añejo fueran los únicos recursos de la subasta, la persona que los detesta estaría tan mal como en nuestro primer ejemplo. Habría tenido la mala suerte de que los inmigrantes no fueran arrastrados por las aguas a una isla que tuviera más cosas de las que él quiere (aunque ha tenido suerte, claro está, de que la isla no tenga aún menos). Pero no puede quejarse de que la división de los recursos reales que hallaron no fuera equitativa.
Se podría sentir también afortunado o desafortunado de otra forma. Por ejemplo, sería cuestión de suerte cuántas personas comparten varios de sus gustos. Si hubiera resultado que sus gustos y ambiciones eran relativamente comunes, esa circunstancia hubiera podido obrar en su favor en la subasta, si se hubieran dado economías de escala en la producción de lo que él quería; o en su contra, si lo que quería era escaso. Si los inmigrantes hubieran decidido establecer un régimen de igualdad de bienestar, y no de bienestar de recursos, entonces compartiría con otros esa buena o mala suerte, pues la distribución no se basaría en una subasta del tipo que he descrito, en la que la suerte desempeña un papel importante, sino en la estrategia de igualar las diferencias en cualquier concepción de bienestar que se haya elegido. Sin embargo, la igualdad de recursos no ofrece un motivo semejante para corregir las contingencias que determinan cuán caras o frustrantes son las preferencias de alguien.
Se supone que la gente, en condiciones de igualdad de bienestar tiene que decidir qué tipo de vida quiere, con independencia de la información relevante que permita determinanr hasta qué punto su elección reducirá o incrementará la capacidad de los demás para tener lo que quieren. Ese tipo de información sólo se vuelve relevante en un segundo nivel político, en el que los adinistradores reúnen lo que la gente ha elegido en el primer nivel para ver qué distribución proporcionará a los que elijan una opción equitativa de éxito, bajo un concepto de bienestar que se considere como la dimensión correcta del éxito. Sin embargo en condiciones de igualdad de recursos, las personas deciden qué tipo de vida van a llevar contando con información previa sobre el coste real que le imponen a otras personas con su elección y, por lo tanto, sobre las existencias totales de recursos que pueden usar de forma justa. La información que se deja para un ámbito político independiente en la igualdad de recursos. El elemento de suerte presente en la subasta que acabamos de escribir es, en realidad, información de un tipo crucial; información que se adquiere y se emplea en ese proceso de elección.
Así pues los hechos contingentes sobre la materia prima y la distribución de gustos no son motivo para que se cuestione la distribución por no ser equitativa. Se trata más bien de hechos previos que determinan lo que es la igualdad de recursos en esas circunstancias. En condiciones de igualdad de recursos, no se puede extraer de esos hechos previos ningún indicio que nos permita calcular lo que exige la igualdad y que ponga a prueba esos hechos. Que la subasta tenga carácter de mercado no es sólo porque sea un mecanismo conveniente o ad hoc para resolver problemas técnicos de la igualdad de recursos en sencillos ejercicios como el denuestra isla desierta. Es una forma institucionalizada del proceso de descubrimiento y adaptación que se halla en el centro de la ética de este ideal. La igualdad de recursos supone que los recursos dedicados a la vida de una persona se establezca preguntando hasta qué punto ese recurso es realmente importante para otras personas. Insiste en que el coste, medido de esta forma, figure en el sentido que tiene cada persona de lo que es correcto sea suyo, y en cómo juzga cada persona la vida que debe llevar, dado aquel mandato de la justicia. Quienquiera que insista en que cualquier perfil concreto de gustos iniciales viola la igualdad ha de rechazar, pues, la igualdad de recursos y recurrir a la igualdad de bienestar.
Por supuesto, en este argumento, y en la conexión entre el mercado y la igualdad de recursos, es soberano el hecho de que las personas entren en el mercado en igualdad de condiciones. La subasta de una isla desierta no habría evitado la envidia, y no habría resultado atractiva como solución al problema de la división equitativa de recursos, si los inmigrantes, una vez en tierra, se hubieran peleado al usar libremente en la subasta diferentes cantidades de dinero que traían en el bolsillo, o si alguno le hubiera robado las conchas al otro. No debemos perder de vista este hecho, bien en el argumento que sigue, bien en cualquiera de las reflexiones sobre la aplicación del argumento a los sistemas económicos contemporáneos. Pero tampoco deberíamos perder de vista -dada la consternación que nos produce la desigualdad de esos sistemas-, la importante conexión teórica que existe entre el mercado y el concepto de igualdad de recursos.
Se podrían plantear, por supuesto, otras objeciones muy diferentes al hecho de que se use una subasta, incluso una subasta equitativa del tipo que he descrito. Se podría decir, por ejemplo, que para que una subasta sea justa las preferencias con las que las personas llegan a la subasta, o las que se forman en el curso de la misma, tienen que ser auténticas: las preferencias verdaderas del agente más que las preferencias impuestas por el sistema económico mismo. Quizás una subasta de cualquier tipo, en la que una persona puja contra otra, imponga el supuesto ilegítimo de que lo que es valioso en la vida es la propiedad individual de algo, en vez de empresas más cooperativas de la comunidad o algún frupo de la misma en conjunto. Sin embargo, en la medida en que esta objeción (misteriosa en parte) resulte pertinente aquí, se tratará de una objecion contra la idea de propiedad privada en un amplio ámbito de recursos, lo cual se puede tener en cuenta mejor bajo el título de igualdad política y no como una objeción a la afirmación de que un mercado, del tipo que sea, debe figurar en cualquier explicación satisfactoria de lo que es la igualdad de la propiedad privada.
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págs. 75-81

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Existen también conexiones superficiales entre la teoría de la igualdad de recursos sugerida aquí y diversas formas de la teoría lockeana de la justicia de la propiedad privada, en concreto la distinguida e influyente versión de Robert Nozick.
Ahora bien, las diferencias son más llamativas, incluso superficialmente. En una teoria como la de Nozick no cabe nada parecido a la idea de una distribución del poder económico abstracto de todos los bienes que están bajo control social. Pero tanto la teoría de Nozick como la de la igualdad de recursos que se ha descrito aquó otorgaan un lugar destacado a la idea del mercado y recomiendan una distribución que se logre mediante un mercado que se defina y se limite de forma apropiada. Puede ser que las partes de la argumentación de Nozick que parecen intuitivamente más persuasivas se basen en ejemplos en los que la presente teoría lograría los mismos resultados.
El famoso ejemplo de Wilt Chamberlain es uno de los casos en cuestión. Nozick parte del supuesto de una distribución equitativa de la riqueza, seguida de intercambios sin coacción para obtener un beneficio mutuo, en la que cada persona de entre una multitud paga una pequeña suma de dinero para ver jugar a Chamberlain al baloncesto, tras lo cual él se hace rico y la riqueza ya no es equitativa. La igualdad de recursos no rechazaría este resultado, si se lo considera por sí sólo. La riqueza de Chamberlain refleja el valor que tiene para otros que él lleve esa vida. Por supuesto, su mayor riqueza al final del proceso procede principalmente de su mayor talento y, sólo en menor medida, podemos suponer, del hecho de que quiera llevar esa vida que otros no querrían llevar. Pero en el mercado hipotético de seguros casi nadie se habría hecho un seguro por si acaso no tuviera el talento que permite obtener esa riqueza. Ese seguro sería, para casi todo el mundo, una inversión llamativamente irracional. Así, nuestra discusión no justificaría el hecho de gravar la riqueza de Chambarlain para redistribuirla a otras personas menos afortunadas, si sólo entendemos a que los otros tienen mucha menos riqueza, como hace Nozick.
Pero nuestra discusión, a diferencia de la de Nozick, ha dejado abierta la posibilidad de que se puedan encontrar argumentos que justifiquen tal redistribución mediante un estudio más amplio de las circunstancias en las que se acumulan riquezas como la de Chamberlain. Supongamos que Chamberlain no juega en una comunidad en la que la disparidad de riqueza reside sólo en su enorme riqueza frente a la riqueza equitativa de todos los demás, cada uno de los cuales sólo tiene un pco menos de lo que tendría en la distribución más equitativa que se pueda imaginar, sino en la Filadelfia de principios de los setenta.
Una gran cantidad de personas gana ahora menos que la cobertura media supuesta en un mercado hipotético de seguros verosímil para esa sociedad, de forma que incluso si asumimos que las complejas diferencias de riqueza que hallamos proceden todas de la ausencia de talento en vez de la ausencia de un punto de partida eqitativo (lo que es absurdo), aún se nos exigirá poner en práctica un sistema impositivo redistributivo y a Chamberlain que contribuya con ese sistema.
En realidad, puesto que nuestra argumentación justificaba la conclusión de que las primas en el mercado hipotético de seguros se establecieran mediante tasas progresivas, basadas en los ingresos reales, a Chamberlain se le exigiría contribuir más que a nadie, tanto en términos absolutos como en porcentaje de ingresos. Cuando la discusión se amplía de esta forma, la igualdad de recursos se aleja mucho de las fronteras de un Estado que no es más que un vigilante nocturno.

El difeente uso que hacen del mercado estas dos teorías resulta, por lo tanto, bastante claro. Para Nozick el papel de mercado a la hora de justificar las distribuciones es negativo y contingente a un tiempo.
Si una persona ha adquirido algo de forma justa y decide cambiarlo con alguien por bienes y servicios de este último, entonces no se podrán plantear, en nombre de la justicia, objeciones a la distribución que resulte. La historia de la transacción la aísla de cualquier ataque y, de esta forma negativa, certifica su pedigrí moral. En esta teoría no cabe mercado hipotético de ningún tipo, excepto en el caso especial de restituciones por aquellas injustcias pasadas que se puedan demostrar, pues Nozick no emplea el mercado (como hacen, por ejemplo, algunos maximizadores de riqueza) para definir simplemente otra de las teorías de la justicia que él denomina “configuradas”. La justicia no consiste en la distribución que se pueda lograr mediante un mercado justo de personas racionales, son en la distribución que se logre realmente, como contingencia histórica, mediante un proceso que podría incluir un mercado de transacciones, pero que no tiene por qué.
Cuando se introduce el mercado en un contexto de igualdad de recursos, se hace de forma más positiva, pero también más servil. Se introduce porque está respaldado por el concepto de igualdad, como el mejor medio de hacer cumplir, al menos hasta cierto punto, el requisito fundamental de que sólo se dedique una parte equitativa de los recursos sociales a la vida de cada uno de los miembros de la sociedad, medida mediante el coste de oportunidad de esos recursos para los demás. Pero el valor del mercado real de transacciones acaba precisamente en este punto, por lo que hay que abandonarlo, o limitarlo, cuando el análisis muestra, por todos lados, que ha fallado en su cometido, o que un mecanismo teórico o institucional enteramente diferente lo haría mejor. Para este propósito, los mercados hipotéticos son, con toda claridad, de importancia teórica comparable a los mercados reales. Tenemos menos certeza sobre sus resultados, pero su diseño es mucho más flexible y la objeción de que no tienen validez histórica está fuera de lugar.

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Por último, intentaré decir algo sobre las conexiones y diferencias entre nuestra concepción de la igualdad de recursos y la teoría de la justicia de John Rawls. Esta teoría es lo suficientemente rica como para proporcionarnos dos niveles de conexión diferentes. En primer lugar, ¿hasta qué punto los argumentos a favor de la igualdad de recursos, tal y como la hemos descrito, siguen la estructura del argumento que desarrolla Rawls? Esto es, ¿hasta qué punto son diferentes los requisitos de la igualdad de recursos de los dos principios de justicia que Rawls supone que eligirían de hecho las personas en esa posición?
Evidentemente, es mejor empezar con la seunda pregunta. La comparación en cuestión se da entre la igualdad de recursos y el segundo principio de justicia de Rawls, cuyo componente principal es el principio de “diferencia”, que exige que nose produzca ninguna variación de la igualdad absoluta de “bienes primarios” salvo la que obre en beneficio de la clase económica de los que están en peor situación. (El primer principio de Rawls que establece lo que denomina la prioridad de la libertad, tiene que ver más bien con los temas que he dejado a un lado porque pertenecen a la igualdad política, que se discute en el capítulo 4). El principio de diferencia como nuestra concepción de la igualdad de recursos, sólo funciona contingentemente en dirección a la igualdad de bienestar con respecto a una concepción cualquiera del bienestar. Si distinguimos de forma amplia entre teorías de la igualdad de bienestar y de recursos, el principio de diferencia es una interpretación de la igualdad de recursos.
Sin embargo, se trata de una interpretación muy diferente de nuestra concepción. Desde el punto de vista de esta última, el principio de diferencia no es lo suficientemente sutil por diversos motivos. Hay cierto grado de arbitrariedad en la elección de cualquier descripción del grupo de lo sque están económicamente en peor situación, los cuales son, en cualquier caso, un grupo cuya fortuna sólo se puede representar mediante alguna media mítica o mediante un miembro representativo de ese grupo. En concreto, la estructura no parece lo suficientemente sensible con respecto a la situación de los que tienen discapacidades de nacimiento, físicas o mentales, que en sí mismos no constituyen un grupo de los que están en peor situación, pues ésta se define económicamente, por lo que los discapacitados no contarían como miembros representativos o medios de tal grupo. Rawls llama la atención sobre lo que denomina principio de reparación, que sostiene que la compensación se debe aplicar a las personas discapacitadas como se aplica, de hehco, en nuestra concepción de la igualdad, tal y como la he descrito. Pero apunta que el principio de diferencia no incluye el principio de reparación, aunque avanzarían en la misma dirección siempre que una educación especial para los discapacitados, por ejemplo, obre en beneficio de la clase que se encuentra en peor situación económica. Pero no hay razón para pensar que eso ocurra, al menos en circunstancias normales.
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Págs. 123-124


Se ha señalado a menudo ademas que el principio de diferencia













El diferente uso que hacen de mercado estas dos teorías resulta, por lo tanto, bastante claro. Para Nozick el papel de mercado a la hora de justificar las distribuciones es negativo y contingente a un tiempo. Si una persona ha adquirido algo de forma justa y decide cambiarlo con alguien por bienes y servicios de este último, entonces no se podrán plantear, en nombre de la justicia, objeciones a la distribución que resulte. La historia de la transacción la aísla de cualquier ataque y, de esta forma negativa, certifica su pedigrí moral. En esta teoría no cabe mercado hipotético de ningún tipo, excepto en el caso especial de restituciones por aquellas injusticias pasadas que se puedan demostrar, pues Nozick no emplea el mercado (como hacen, por ejemplo, algunos maximizadores de riqueza) para definir simplemente otra de las teorías de la justicia que él denomina “configuradas”. La justicia no consiste en la distribución que se pueda lograr mediante un mercado justo de personas racionales, sino en la distribución que se logre realmente, como contigencia histórica, mediante un proceso que podría incluir un mercado de transacciones, pero que no tiene por qué.
Cuando se introduce el mercado en un contexto de igualdad de recursos, se hace de forma más positiva, pero también más servil. Se introduce porque está respaldado por el concepto de igualdad, como el mejor medio de hacer cumplir, al menos hasta cierto punto, el requisito fundamental de que sólo se dedique una parte equitativa de los recursos sociales a la vida de cada uno de los miembros de la sociedad, medida mediante el coste de oportunidad de esos recursos para los demás. Pero el valor del mercado real de transacciones acaba precisamente en este punto, por lo que hay que abandonarlo, o limitarlo, cuando el análisis muestra, por todos lados, que ha fallado en su cometido, o que un mecanismo teórico o institucional enteramente diferente lo haría mejor. Para este propósito, los mercados hipotéticos son, con toda claridad, de importancia teórica comparable a los mercados reales. Tenemos menos certeza sobre sus resultados, pero su diseño es mucho más flexible y la objeción de que no tienen vaidez histórica está fuera de lugar.

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Por último intentaré decir algo sobre las conexiones y diferencias entre nuestra concepción de la igualdad de recursos y la teoría de la justicia de John Rawls. Esta teoría es lo suficientemente rica como para proporcionarnos dos niveles de conexión diferentes. En primer lugar, ¿hasta qué punto los argumentos a favor de la igualdad de recursos, tal y como la hemos descrito, siguen la estructura del argumento que desarrolla Rawls? Esto es, ¿hasta qué punto dependen de la hipótesis de que las personas en la posición original descrita por Rawls elegirían los principios de la igualdad de recursos tras el velo? En segundo lugar, y de forma independiente, ¿hasta qué punto son diferentes los requisitos de la igualdad de recursos de los dos principios de justicia que Rawls supone que elegirían de hecho las personas en esa posición?
Evidentemente, es mejor empezar con la segunda pregunta. La comparación en cuestión se da entre la igualdad de recursos y el segundo principio de justicia de Rawls, cuyo compenente principal es el principio de “diferencia”, que exige que no se produzca ninguna variación de la igualdad absoluta de “bienes primarios” salvo la que obre en beneficio de la clase económica de los que están en peor situación. (El primer principio de Rawls, que establece lo que denomina la prioridad de la libertad, tiene que ver más bien con los temas que he dejado a un lado porque pertenecen a la igualdad política, que se discute en el capítulo 4). El principio de diferencia, como nuestra concepción de la igualdad de recursos, sólo funciona contingentemente en dirección a la igualdad de bienestar con respecto a una concepción cualquiera del bienestar. Si distinguimos de forma amplia entre teorías de la igualdad de bienestar y recursos, el principio de diferencia es una interpretación de la igualdad de recursos.
Sin embargo, se trata de una interpretación muy diferente de nuestra concepción. Desde el punto de vista de esta última, el principio de diferencia no es lo suficientemente sutil por diversos motivos. Hay cierto grado de arbitrariedad en la elección de cualquier descripción del grupo de los que están económicamente en peor situación, los cuales son, en cualquier caso, un grupo cuya fortuna sólo se puede representar mediante alguna media mítica o mediante un miembro representativo de ese grupo. En concreto, la estructura no parece lo suficientemente sensible con respecto a la situación de los que tienen discapacidades de nacimiento, físicas o mentales, que en sí mismos no constituyen un grupo de los que están en peor situación, pues ésta se define económicamente, por lo que los discapacitados no contarían como miembros representativos o medios de tal grupo. Rawls llama la atención sobre lo que denomina principio de reparación, que sostiene que la compensación se debe aplicar a las personas discapacitadas como se aplica, de hecho, en nuestra concepción de la igualdad, tal y como la he descrito. Pero apunta que el principio de diferencia no incluye el principio de reparación, aunque avanzarían en la misma dirección siempre que una educación especial para los discapacitados, por ejemplo, obre en beneficio de la clase que se encuentra en peor situación económica. Pero no hay razón para pensar que eso ocurra, al menos en circunstancias normales.
Se ha señalado a menudo además que el principio de diferencia no es suficientemente sensible a las variaciones que se dan cuando se distribuye más allá de la clase de los que están en peor situación económica. Esta queja se ilustra a veces con ridículas cuestiones hipotéticas. Supongamos que un sistema económico existente es justo. Cumple las condiciones del principio de diferencia porque ninguna nueva transferencia de riqueza a la clase de los que están peor mejoraría en realidad su situación. Entonces una catástrofe inminente (por ejemplo) plantea a los funcionarios la siguiente elección. Pueden actuar de forma que la situación del miembro representativo de la clase más pequeña de los que están peor empeore sólo un poco, o de forma que la situación de todos los demás empeore drásticamente y se vuelva casi tan pobres como el grupo de los que están peor. ¿Exoge la justicia que todo el mundo, menos los pobres, pierda mucho para evitar que los más pobres pierdan un poco?
Basta con responder que es muy improbable que se den circunstancias de ese tipo y que en realidad el destino de los diversos estamentos económicos está “encadenado”, o puede estarlo con facilidad, de forma que mejorar la situación de la clase de los que están peor lleva en realidad aparejada la mejora de otras clases, al meos las que se hallan justo por encima de aquélla. Pero esta réplica no elimina la pregunta teórica de si lo que determina lo que es justo, en cualquier circunstancia, es realmente y exclusivamente la situación del grupo de los que están peor.
La igualdad de recursos, tal y como se ha descrito aquí, no señala a ningún grupo cuyo estatus se encuentre en esa situación. Pretende proporcionar una descripción de la igualdad de recursos (o más bien un conjunto de mecanismos para aspirar a ella) persona a persona), y lo que se toma en consideración de la historia de cada persona que afecte a lo que debe tener, en nombre de la igualdad, no incluye su pertenencia a una clase económica o social. No quiero decir que nuestra teoría, incluso tal y como se ha detallado hasta ahora, exija de esos mecanismos un grado de imprecisión impresionante. Al contrario, incluso en los casos artificialmente sencillos que hemos tratado, en muchas ocasiones hemos tenido que admitir que la especulación y las soluciones de compromiso -y a veces incluso la determinación- en las afirmaciones de lo que exigiría la igualdad en circunstancias concretas. Pero la teoría propone, no obstante, que la igualdad en circunstancias concretas. Pero la teoría propone, no obstante, que la igualdad en cuestión, en principio, de derechos individuales, más que de posición de grupo. No en el sentido, por supuesto, de que cada persona tenga una parte predeterminada a su disposición, con independencia de lo que le hagan o les ocurra a los demás. Al contrario, la teoría vincula al destino de las personas entre sí, en el sentido en que se supone que el mercado real y el hipotético, como mecanismos dominantes, lo describen; pero en un sentido muy diferente a aquel en que la teoría supone que la igualdad define una relación individualizada entre ciudadanos, y que se puede considerar que establece derechos tanto desde el punto de vista de cada persona como del resto de la comunidad. Incluso cuando nuestra teoría misma se sirve de la idea de una curva de utilidad media, cosa que hace al construir mercados hipotéticos de segurs, lo hace como una cuestión de juicios de probabilidades sobre los gustos y ambiciones concretas de las personas -pues está interesada en proporcionarles aquello a lo que tienen derecho como individuos-, más que como parte de una premisa según la cual la igualdad es cuestión de igualdad entre grupos.
Por otro lado, Rawls supone que el principio de diferencia vincula la justicia a una clase no como adaptación práctica de segundo orden a alguna versión más profunda de la igualdad que resulte, en principio, más individualizada, sino porque la elección en la posición original, que define lo que es la justicia incluso desde el fondo, sería formulada desde el principio, por razones prácticas, en términos de clase.
Es imposible decir, a priori, si el principio de diferencia o la igualdad de recursos funcionarán para que se logre una mayor igualdad absoluta de lo que Rawls denomina bienes primarios.
Eso dependerá de las circunstancias. Supongamos, por ejemplo, que el impuesto necesario para proporcionar la cobertura correcta para los discapacitados y los desempleados tiene el efecto, a largo plazo, de desincentivar la inversión, reduciendo de esa forma las perspectivas del miembro representativo de la clase de los que están peor a la hora de obtener bienes primarios. Algunos miembros individuales del grupo de los que están peor, que son discapacitados o que están desempleados y que seguirán estándolo, verían mejorada su situación con ese plan impositivo (como la verían mejorada también ciertos miembros de otras clases), pero el miembro medio o representativo de la clase de los que están peor estaría en peor situación. El principio de diferencia, que observa en su totalidad al grupo de los que están peor, criticaría el impuesto, mientras que la igualdad de recursos, en cambio, la recomendaría.
En las circunstancias de esta ridícula cuestión tan conocida que acabamos de describir, en la que sólo se puede impedir que, partiendo de una base justa, el miembro representativo de la case de los que están en peor situación tenga una pérdida imperceptible mediante una pérdida sustantiva de los que se encuentran en mejor situación tenga una pérdida imperceptible mediante una pérdida sustantiva de los que se encuentran en mejor situación, el principio de diferencia se ve obligado a impedir esa pequeña pérdida incluso a ese coste. La igualdad de recursos sería sensible, en cambio, a diferencias cuantitativas como las que consideran importantes, precisamente por ese motivo, los que se oponen a la teoría de Rawls. Si la base es una división equitativa de recursos, esto no significa que cualquier transferencia de recursos para el grupo de los que están en peor situación suponga una pérdida a largo plazo para ese grupo, lo que podría ocurrir o no, sino que cualquier transferencia de ese tipo sería injusta para los demás. El hecho de que los que han tocado fondo no tengan más no indicaría que resulte imposible darles más, sino más bien que ya tienen todo a lo que tienen derecho. Si además existe la amenaza de una catátrofe económica, un gobierno que permita que recaiga una gran pérdida sobre un ciudadano para evitarle a otro una pérdida mucho más pequeña no estará tratando al primero como igual, porque dado que la igualdad en sí misma no exige que se le presta una atención especial al segundo, el gobierno deberá guardar más consideración por su suerte que por la suerte de otros. Así pues, si la pérdida que amenazaba al que está financieramente peor resulta que en realidad no tiene consecuencias para él, como supone esta extraña cuestión, entonces se termina el asunto.
Pero de ahí no se sigue que la igualdad de recursos se convierta en utilitarismo en vista de ejemplos como éstos. De hecho, tiene una mayor sensibilidad, o al menos una sensibilidad diferente, con respecto a la información cuantitativa que el principio de diferencia o el utilitarismo. Pues supongamos que la catástrofe inminente no amenaza al grupo de los que están en peor situación con una pérdida insignificante, como en la cuestión originaria, sino con una pérdida sustancial, aunque no tan grande, en conjunto, como la que amenaza a los que están en mejor situación. La igualdad de bienestar debe preguntarse si los cálculos del mercado hipotético de seguros y del sistema impositivo en vigor han tenido en cuenta adecuadamente los riesgos de la amenaza que ahora está a punto de materializarse. Podrían no haberlos tenido en cuenta. La posibilidad de una pérdida sustancial de forma inesperada, si se ha previsto, podría haber llevado al comprador medio de ese mercado a hacerse un seguro contra la catástrofe, o contra el desempleo, a un elevado nivel de cobertura, y este hehco podría afectar a la decisión de un funcionario, en ese momento, sobre cómo distribuir la pérdida venidera. Se le podría convencer, por ejemplo, de que permitiendo que la pérdida recaiga sobre los que tienen una situación mejor se lograría llegar, pese a la pérdida general de bienestar, a una situación cercana a la que habrían tenido todos si el sistema impositivo hubiera reflejado mejor lo que las personas habrían hecho en el mercado hipotético con esa información adicional.
Estos contrastes entre los consejos prácticos que ofrecen el principio de diferencia y la igualdad de recursos en determinadas circunstancias son de hecho una mínima parte de los que podríamos mencionar; estos ejemplos sólo se traen a colación como una forma de sugerir otros. Estos contrastes se organizan en torno a la distinción teórica que he apuntado. El principio de diferencia sólo sintoniza con una de las dimensiones de la igualdad que la igualdad de recursos reconoce. El principio de diferencia supne que la igualdad de matices con respecto a los bienes primarios, la igualdad que no tienen en cuenta las ambiciones, los gustos, la ocupación o el consumo y que deja a un lado la condición física o las discapacidades diferentes, es la igualdad básica o verdadera. Puesto que (una vez que se cumple la prioridad de la libertad) la justicia consiste en la igualdad y puesto que la verdadera igualdad es precisamente esa igualdad sin matices, cualquier solución de compromiso o desviación únicamente se podrá justificar basándose en que es en interés sólo de aquellas personas que podrían quejarse con razón por la desviación.
Este análisis unidimensional de la igualdad resultaría claramente insatisfactorio si se aplicara persona a persona. Se vendría abajo ante el argumento de que el hecho de que alguien que consume más que otros quiera, sin embargo, que le quede tanto como a alguien que consume menos no es una división equitativa de los recursos sociales; ni lo es tampoco que alguien que elige trabajar en una ocupación más productiva, medida en términos de lo que otros quieren, no deba tener, en consecuencia, más recursos que alguien que prefiere el ocio. (Esto es, se vendría abajo ante tales argumentos a menos que se convierta en una suerte de igualdad de bienestar mediante la dudosa proposición de que la igualdad de bienes primarios, a pesar del diferente historial de consumo u ocupación, es la mejor garantía de la igualdad de bienestar.)
Así pues, como Rawls deja claro, el principio de diferencia mismo no está vinculado en mayor medida a grupos que a individuos como adaptación de segundo orden a una concepción más profunda de la igualdad que sea individualista. Una concepción más profunda condenaría el principio de diferencia por ser inadecuado. En principio, se vincula a grupos porque la idea de igualdad entre grupos sociales, definida en términos económicos, es especialmente adecuada para la interpretación sin matices de la igualdad. De hecho, la idea de la igualdad como igualdad entre grupos económicos no permite otra interpretación. Puesto que los miembros de cualquier grupo económico serán muy diferentes en gustos, ambiciones y concepciones de la buena vida, abandonarán cualquier principio que establezca lo que exige la verdadera igualdad entre grupos y nos quedaremos únicamente con el requisito de que sólo serán iguales en la dimensión en que puedan diferir como grupo. El vínculo entre el principio de diferencia y el grupo que se toma como su unidad de medida social se establece prácticamente por definición.
Hemos de ser precavidos y no apresurarnos a extraer de estos hechos conclusones sobre la teoría de la justicia de Rawls en general. Se supone que el primero de sus principios de justicia es individualista, no como el principio de diferencia, y cualquier evaluación del papel de los individuos en la teoría general exigiría un análisis cuidadoso de ese principio, así como de la manera en que los dos principios podrían trabajar a dúo. Pero, en la medida en que el principio de diferencia pretende expresar una teoría de la igualdad de recursos, expresa una teoría diferente a la esbozada aquí en su vocabulario y disño básicos. Bien podría merecer la pena perseguir más aún esa diferencia, quizás elaborando y resaltando con más detalle las diferencias entre las consecuencias de las dos teorías en circunstancias prácticas. Pero volveré más bien a la primera de las dos comparaciones que distinguí.
He tratado de mostrar el atractivo de la igualdad de recursos tal y como la hemos interpretado aquí, dejando claro solamente sus motivaciones y defendiendo su coherencia y fuerza práctica. No he intentado defenderla de una forma que se pueda considerar más directa, deduciéndola de principios políticos generales y abstractos. Surge, pues, la cuestión de si se puede proporcionar ese tipo de defensa y, en concreto, si se puede hallar en el método general de Rawls. El hecho de que la igualdad de recursos difiera de diversas maneras, algunas de ellas fundamentales, del principio de diferencia de Rawls no resulta decisivo en contra de esa posibilidad. Pero quizá resulte posible mostrar que las personas que habitan en la posición original de Rawls no eligirían tras el velo de su ignorancia el principio de diferencia, sino la igualdad de recursos o algunos principios constitucionales intermedios que, al levantarse el velo, descubrirían que la igualdad de recursos satisface mejor que el principio de diferencia.
Espero que esté claro que yo no he presentado aquí tal argumento. Es cierto que he sostenido que una distribución equitativa es una distribución que resultaría de las decisiones de las personas en ciertas circunstancias, algunas de las cuales exigen, como en el caso de los mercados hipotéticos, el supuesto contrafáctico de que las personas ignoren lo que seguramente saben. Pero este argumento difiere del de la posición original en dos sentidos. En primer lugar, he diseñado mis argumenots de forma que se permita a las personas tener el mayor conocimiento posible sin anular toda la operación. En concreto, se les permite tener bastante conocimiento de sí mismos como individuos, de manera que conserven relativamente intacto el sentido de su propia personalidad y, sobre todo, de su teoría de lo que es valioso en la vida; para la posición original, en cambio, es crucial que éste sea el conocimiento preciso del que carezca la gente. Y lo que es más importante, he construido mis argumentos, en segundo lugar, apoyándome en un trasfondo de supuestos sobre lo que, en principio, exige la igualdad. No se tiene la intención, a diferencia del argumento de Rawls, de establecer ese trasfondo. Mis argumentos tratan, más que de construir, de hacer cumplir un diseño básico de justicia, y ese diseño tiene que encontrar apoyo, si acaso, en un lugar distinto de esos argumentos.
No pretendo sugerir, sin embago, que no soy más que un agnóstico con respecto al proyecto de apoyar la iguadad de recursos como ideal político, mostrando que las personas en la posición original la elegirían. Creo que cualquier proyecto semejante tiene que fracasar o, más bien, que está mal concebido, pues para explicar por qué la posición original es un mecanismo útil -entre otros mecanismos de este tipo- para considerar qué es la justicia se necesita alguna teoría de la igualdad, como la igualdad de recursos. Tal y como se acaba de describir, el proyecto resultaría autosuficiente en exceso. El mecanismo de una posición original (como he defendido en otro sitio extensamente) no se puede considerar de forma verosímil como el punto de partida de la filosofía política. Exige una teoría más profunda que la sustente, una teoría que explique por qué la posición original tiene las características que tiene y por qué el hehco de que las personas elijan unos principios concretos en esa posición, si es que los eligen, acredita a esos principios como principios de justicia. La fuerza de la posición original como mecanismo de los argumentos de justicia, o de un diseño concreto de la posición original para ese propósito, depende, a mi modo de ver, de la adecuación de una interpretación de la igualdad de recursos que la apoye, no al revés.
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El lugar de la libertad

He defendido una concepción de la igualdad según la cual la igualdad ideal consiste en las circunstancias en que las personas son iguales, no en su bienestar, sino en los recursos que tienen a su disposición.
¿Qué implicaciones tiene para la libertad esta afirmación sobre la igualdad?
La pregunta se puede acotar de dos formas. En primer lugar, por libertad me refiero a lo que a menudo se denomina libertad negativa -libertad de coacción legal-, no libertad o poder en general. En segundo lugar, no me interesa la libertad en general, sino sólo la conexión entre libertad e igualdad distributiva. Así pues, aunque defenderé la tesis, característica del liberalismo, de que nose debe infringir la libertad de las personas sobre asuntos de un gran interés personal, sólo la defenderé contra las críticas basadas en argumenots distributivos. No tendré en cuenta las críticas morales o paternalistas al liberalismo; no tendré en cuenta, por ejemplo, el argumento de que la libertad en asuntos religiosos debe ser abolida para asegurar la salvación de todos. Por supuesto, hay movimientos políticos fundamentalistas, como la Mayoría Moral, que se oponen al liberalismo por motivos de este tipo. Pero creo que los retos distributivos a los que se enfrenta el liberalismo son políticamente más importantes hoy por hoy que los morales y políticos. Es una opinión muy común que es preciso limitar ciertas libertades, incluyendo la libertad de elegir la educación, para lograr la verdadera igualdad económica, por ejemplo. También es común la opinión, aunque en otro terreno, de que hay que limitar otras libertades, incluyendo la libertad de elección sexual, para otorgarle a la mayoría el ambiente moral que desea, y al que tiene derecho por una cuestión de justicia distributiva. Tendré en cuenta argumentos de este tipo contra el liberalismo.
Sin embargo, lo que trato de defender es una afirmación mucho más general: siaceptamos la igualdad de recursos como la mejor concepción de la igualdad distributiva, la libertad se convierte en un aspecto de la igualdad, en lugar de ser, como se suele pensar, un ideal político independiente potencialmente en conflicto con ella. Mis argumentos a favor de esta tesis son complejos y estaría bien que proporcionara antes una descripción informal de las principales ideas que se desarrollan en los argumentos. Muchos de nosotros creemos que hay que proteger las libertades que consideramos moralmente importantes -libertad de expresión, libertad religiosa, libertad de pensamiento y libertad de elección en cuestiones personales importantes-, excepto en las circunstancias más extremas, y seríamos reacios a pensar que esas libertades se pueden limitar para mejorar la igualdad. Pero esta última concepción es difícil de defender. Después de todo, estamos dispuestos incluso a limitar libertades importantes por otros fines. Limitamos la libertad de expresión de muchas formas para protegernos del ruido no deseado a horas inadecuadas, y limitamos la libertad de elegir la educación de los niños para asegurarnos que reciben una educación adecuada. Pero si estas importantes libertades ceden ante valores en disputa de ese tipo, ¿por qué no habrían de ceder ante los requisitos de la justicia distributiva, que normalmente son más imperiosos?
Si la libertad se valorara al modo en que mucha gente cree que hay que valorar el arte -en sí mismo, con independencia de la impresión que le cause a quien lo disfruta-, entonces podríamos comprender, e incluso aprobar, la concepción de que la libertad resulta de una importancia metafísica tan fundamental que tiene que ser protegida sean cuales fueren las consecuencias que creemos que tiene para la gente: creemos que una vida en libertad es mejor precisamente por esa razón. ¿Realmente puede ser más importante que se proteja la libertad de ciertas personas, para mejorar sus vidas, que el hecho de que otras personas, que ya están en peor situación, tengan los distintos recursos y oportunidades que ellos necesitan para llevar una vida decente? ¿Cómo podemos defender esta opinión? Podría tentarnos el dogmatismo: manifestamos nuestra intuición de que la libertad es un valor fundamental que no se debe sacrificar a favor de la igualdad y afirmamos entonces que no hay más que decir. Pero esto resulta vano y demasiado duro. Si la libertad es importante de forma trascendental, al menos deberíamos poder decir por qué.
Éstas son algunas de las razones que tengo para pensar que cualquier defensa atractiva de las libertades moralmente importantes tiene que proceder de forma diferente, menos convencional: no se trata de insistir en que la libertad es más importante que la igualdad, sino de mostrar que se deben proteger esas libertades de acuerdo con la mejor concepción de lo que es la igualdad distributiva, la mejor concepción de cuándo la distribución de la propiedad de una sociedad trata a cada ciudadano con igual consideración. Si aceptamos la igualdad de recursos como la mejor concepción, esa afirmación resulta admisible. Otras concepciones de la igualdad describen la igualdad distributiva mediante una métrica que noes sensible a las diversas cualidades y valores de la libertad. La igualdad de bienestar, entendida como satisfacción de gustos y preferencias, por ejemplo, define la igualdad distributiva como aquella en la que las preferencias de las personas se satisfacen por igual, y puesto que es una cuestión contingente cuánta gente prefiere la libertad a otros recursos, que podrían asegurarse sacrificándola, parece dudoso que proteger las libertades moralmente importantes se justifique siempre como una forma de mejorar la igualdad de bienestar.
Por otro lado, la igualdad de recursos proporciona una explicación de la igualdad distributiva que es sensible, de forma inmediata y obvia, al carácter especial y a la importancia de la libertad. La igualdad de recursos consigue que una distribución equitativa no dependa de un simple resultado que se pueda medir directamente, como la satisfacción de preferencias, sino de un proceso de decisiones coordinadas en el que las personas que asumen la responsabilidad de sus propias ambiciones y proyectos y que aceptan, como parte de esa responsabilidad, su pertenencia a una comunidad en la que hay igualdad de consideración, pueden identificar los verdaderos costes de sus planes para otras personas, y diseñar y rediseñar así esos planes de forma que empleen sólo la parte justa de los recursos que, en principio, todos tienen a su disposición. Que una osciedad se aproxime siquiera a la igualdad de recursos depende, pues, de la adecuación del proceso sea adecuado, porque los verdaderos costes que recaen sobre otras personas por el hecho de que una persona tenga un recurso u oportunidad sólo se pueden descubrir cuando las ambiciones y convicciones de la gente son auténticas y cuando sus elecciones y decisiones se ajustan razonablemente bien a esas ambiciones y convicciones. Nada es posible menos que la libertad sea amplia. Así pues la libertad es necesaria para la igualdad de acuerdo con la presente concepción de esta última, no por la dudosa y frágil hipótesis de que las personas valoran realmente las libertades importantes más que otros recursos, sino porque la libertad, se valore o no por encima de todo, es esencial para cualquier proceso en el que la igualdad esté definida y asegurada. Esto no supone que la libertad sea instrumental para la igualdad distributiva, del mismo modo que esta última no es instrumental para la libertad: las dos ideas se funden más bien en una explicación más completa de cuándo la ley que gobierna la distribución y el uso de los recursos trata a todo el mundo con igual consideración.
Se sigue de aquí que la igualdad de recursos exija que adoptemos una concepción diferente de las controversias políticas, como la controvrsia sobre la educación y la medicina privadas, que de forma generalizada se considera que presentan una difícil elección entre la libertad y la igualdad. Si el hecho de limitar la libertad de elegir la educación y la medicina mejorara realmente la igualdad de recursos -como ocurriría, ciertamente, con algunas limitaciones-, entonces ningún ideal defendible de la libertad se vería en un compromiso y no se podría objetar nada a los liberales. Pero no cualquier violación de la libertad que asegure que promueve la igualdad de recursos lo hace realmente, y la violación de las libertades que los liberales tienen mayor interés en proteger -las libertades moralmente más importantes- rara vez sería considerada como una contribución a la igualdad así entendida, s es que lo ha sido alguna vez. La igualdad de recursos proporciona una explicación más convincente de nuestras convicciones intuitivas que cualquier teoría para la cual la libertad y la igualdad sean virtudes independientes y, a veces, en conficto.
Este es un resumen previo de los asuntos que se tratan y de las conclusiones que se proponen en este capítulo. Tengo que intentar mostrar, con cierto detalle qué libertades son particularmente importantes para un proceso adecuado de reflexión y decisión en servicio de la igualdad y cuáles, por el contrario, hay que limitar para mejorar el proceso. Intentaré mostrar por qué hay que considerar que las libertades moralmente importantes resultan particularmente invulnerables a tales recortes y hasta qué punto la igualdad de recursos puede proporcionar una guía práctica de los pasos que ha de dar una sociedad desigual, limitando la libertad, en la dirección de una mayor igualdad. Éstas son cuestiones complejas, por l oque mi argumentación será, en consecuencia, densa.

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Págs. 133-136







trabajos y salarios
Una vez establecida mediante subasta, y corregida para mantener a los discapacitados, la igualdad de recursos se vería perturbada por la producción y el comercio. Si ha resultado que uno de los inmigrantes, por ejemplo, es muy competente en la producción de tomates, podría intercambiar su excedente por cosas que nadie puede adquirir, con lo que el resto de inmigrantes comenzarían a tener envidia de su paquete de recursos. Supongamos que lo que se desea es crear una sociedad en la que la división de recursos fuera siempre equitativa, a pesar de los diferentes tipos o grados de producción e intercambio. ¿Podemos adaptar nuestra subasta de forma que genere esa sociedad?
Deberíamos considerar, para empezar, una serie diferente de hechos tras a cual la gente envidiaría los recursos de los demás, por lo que cabría pensar que la división ya no es equitativa. Supongamos que las aptitudes de los inmigrantes para producir, aproximadamte, los mismos bienes con el mismo conjunto de recursos -dadas las escasas formas de producción que les permiten esos recursos- son más o menos iguales. Sin embargo, desean que la vida de cada uno sea diferente; y de hecho, adquieren paquetes diferentes de recursos en la subasta inicial y, por tanto, los emplean de distinta manera. Adrian elige unos recursos y los maneja con la única ambición de producir cuando pueda de aquello que valoran los demás; de esa manera, sus existencias totales de bienes son al final del año mayores que la de cualquier otro. El resto de inmigrantes preferiría ahora las existencias de Adrian a las suyas propias; pero, por hipótesis, ninguno de ellos ha mostrado intención alguna de llevar la vida que permite producirlas. Si rastreamos la envidia en momentos concretos del tiempo, entonces todo el mundo envidia los recursos de Adrian al final del año y, por tanto, la divisió no es equitativa. Pero si observamos la envidia de forma diferente, como una cuestión que tiene que ver con los recursos de toda una vida, e incluimos la ocupación de la persona como parte de su paquete de bienes, nadie envidia el paquete de recursos de Adrian, y no se puede decir que la distribución, a tenor de lo dicho, no sea equitativa.
Seguramente, deberíamos adoptar el segundo punto de vista sinóptico. Nuestro objetivo final es que cada persona cuente, para realizar su vida, con una parte equitativa de los recursos y hemos elegido la subasta como la forma correcta de medir el valor de los quese pone a disposición de una persona para tal fin, mediante su decisión.
Si Bruce decide adquirir tierra para usarla como pista de tenis, la cuestión que se plantea entonces es en qué medida debe aparecer en su cuenta un cargo, para estimar si se ha puesto en sus manos una parte equitativa de recursos, en virtud de su elección, y si es correcto que se cargue en su cuenta la cantidad que otros habrían estado dispuestos a pagar si la tierra se hubiera dedicado a los fines que ellos querían.
El atractivo de la subasta como mecanismo que refleja la igualdad de recursos radica, precisamente, en que respeta esa métrica. Pero a menos que Adrian pueda pujar por la misma tierra a un precio que refleje su intención de trabajar en vez de jugar en ella y de obtener así el beneficio que le indujo a tomar esa decisión, este plan fracasará y el mecanismo nos decepcionará.
De otra forma, aquellos que quieran tomates y que pagarían a Adrian lo que cuesten, no podrán pujar de forma indirecta, mediante la decisión de Adrian, contra Bruce, que se asegurará su pista de tenis a un precio que, por ser muy bajo, anula la igualdad de recursos. Debo añadir que éste no es un argumento basado en la eficiencia, entendida como algo distinto de la equidad, sino más bien un argumento según el cual, en las circunstancias descritas, en las que las aptitudes son iguales, la eficiencia es, simplemente, equidad, al menos tal y como se concibe la equidad en la igualdad de recursos. Si Adrian quiere dedicar su vida a un trabajo pesado, a cambio del beneficio que obtendrá dado el precio que los demás pagarán por sus recursos, la tierra en que llevaría a cabo ese duro trabajo no se debería usar para construir una pista de tenis, a menos que su valor como pista de tenis sea mayor, medido mediante la disposición de alguien a invadir unas existencias equitativas iniciales de recursos abstractos.
Ahora bien, esto supone mirar el asunto, completamente, desde la perspectiva de los que quieren los tomates de Adrian, un punto de vista que trata a Adrian sólo como un medio. Pero llegamos a la misma conclusión si miramos el asunto también desde su punto de vista. Si en un régimen de igualdad de recursos alguien decide tener algo barato en su vida, le quedará entonces más para el resto de las cosas que quiere. Por ejemplo, alguien que acepte que los huevo de chorlito se pueden regar con un vino argelino.
Pero la decisión de producir una cosa en vez de otra en aquella tierra o de emplear l atierra para el ocio en vez de para la producción es también una decisión de algo para la vida de uno, y esto también puede ser barato.
Supongamos que a Adrian le vuelven loco los huevos de chorlito, pero que prefiere trabajar intensamente para cultivar su tierra antes de conformarse con menos que champán. Medido en términos de lo que su decisión le cuesta a otros, el total puede que no sea más caro que una vida de ocio y zumo de uva. Si gana lo suficiente trabajando mucho, o trabajando en algo que nadie quiere hacer, para satisfacer todos sus gustos caros, entonces la vida que elige no le cuesta al resto de la comunidad más que si tuviera gastos más sencillos y fuera menos industrioso.
Así pues no hay mayor motivo para negarle que trabaje y consuma mucho que para negarle que trabaje menos y que sea más frugal. La decisión debería resultar indiferente en un contexto de igualdad de recursos, siempre que nadie envidie el paquete total del trabajo y consumo que ha elegido Adrian: esto es, siempre que no envidie su vida entera. Por supuesto Adrian podría disfrutar realmente trabajando mucho, de forma que no e suponga un sacrificio. Él prefiere por encima de todo trabajar mucho. Pero su preferencia no puede proporcionar argumento alguno, en un contexto de igualdad de recursos, para que gane menos dinero u obtenga menos bienes con su trabajo que si odiara cada minuto del mismo; desde luego no lo proporciona en mayor medida que el hecho de que él esté en contra de que alguien pague por la lechuga un pecio muy bajo cuando, ciertamente, la prefiere a las trufas.
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Así pues tenemos que aplicar la prueba de la envidia diacrónicamente: se exige que nadie envidie la ocupación y el paquete de recursos que se encuentran a disposición de los demás a lo largo del tiempo, aunque puede que alguien envidie la ocupación y los recursos de otra persona en un momento dado. Por tanto, se violaría la igualdad de recursos si la comunidad redistribuyera la riqueza de Adrian al final del año, pongamos por caso. Si el talento de todo el mundo es igual (como venimos suponiendo hasta ahora), la subasta inicial produciría una permanente igualdad de recursos, incluso aunque la cuenta bancaria se haga más y más desigual a medida que pasan los años.
¿Es absolutamente necesaria esta condición -que todo el mundo tenga el mismo talento- para esa conclusión? ¿Produciría la subasta una igualdad permanente de recursos si el talento productivo (como en el mundo real) difiriera claramente de una persona a otra? La prueba de la envidia fracasaría ahora, incluso interpretada diacrónicamente. Claude, a quien le gusta trabajar la tierra pero es muy torpe, no pujaría lo bastante por una tierra de labranza como para adquirir la tierra de Adrian; o si lo hiciese tendría que conformarse con menos recursos para el resto de su vida. Pero entonces envidiaría la ocupación y la riqueza de Adrian. Si interpretamos la ocupación de una forma que sea sensible a las alegrías que proporciona un oficio, entonces la ocupación de Adrian, que se tiene que describir como el cultivo diestro, artesano de la tierra, resulta simplemente accesible para Claude.
Si interpretamos la ocupación de una forma parecida a la de un censo, entonces Claude puede emprender la ocupación de Adrian pero no tendrá los recursos adicionales que obtendría éste con ella. Así pues, si seguimos insistiendo en que la prueba de la envidia es una condición necesaria de la igualdad de recursos, entonces la subasta inicial no nos asegurará una igualdad permanente en un mundo de aptitudes productivas desiguales.
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Pero se puede objetar ahora que, en principio, no deberíamos insistir en la prueba de la envidia en este momento, por las siguientes razones. Nos estamos aproximando mucho al objetivo de que las personas no tengan que envidiarse, lo que es diferente del requisito de que no tengan que envidiar al paquete de recursos de otros. La gente puede envidiarse por razones muy diversas: algunos son físicamente más atractivos, otros se contentan más fácilmente con sus condiciones, unos gustan más, otros son más inteligentes o más capaces de diferentes maneras y así sucesivamente. Por supuesto en un régimen de igualdad de bienestar habría que tener en cuenta cada una de estas diferencias y realizar transferencias que borren sus consecuencias en términos de bienestar en la medida de lo posible o de lo admisible. Pero la esencia de la igualdad de recursos es radicalmente diferente: se trata de que las personas deben tener a su disposición los mismos recursos externos para hacer con ellos lo que puedan, dadas sus diversas características y aptitudes. Esa esencia se satisface mediante una subasta inicial, pero puesto que la gente es diferente, no es necesario, ni deseable, que los recursos sigan siendo equitativos posteriormente y resulta casi imposible que se elimine toda envidia mediante una distribución política. Si una persona, a costa de un esfuerzo supremo, o de su talento, emplea su parte equitativa para generar más recursos que otra, tiene derecho a beneficiarse de ello, pues su ganancia no se ha producido a expensas de alguien que ha hecho menos con su parte. Debemos reconocer que, precisamente ahora, cuando se ha concedido que la mayor diligencia debe ser recompensada, se debe permitir que Adrian, que ha trabajado mucho, conserve las recompensas de su esfuerzo.
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Ahora bien esta objeción da cobijo a muchos errores, pero todos van a parar al mismo sitio: se confunde la igualdad de recursos con una idea radicalmente diferente denominada a veces igualdad de oportunidades. En primer lugar, no es cierto que alguien que aprovecha más su parte inicial no reduzca de esta forma el valor de lo que tienen otros. Si a Adrian no le fuera tan bien con la agricultura, entonces los esfuerzos de Claude obtendrían una recompensa mayor, pues la gente compraría sus productos de inferior calidad al no tener otra alternativa. Si Adrian no tuviera tanto éxito y, por tanto, no fuera tan rico, no podría pagar lo que paga con el vino y Claude, con su pequeña fortuna, podría comprar más a menos precio.
Estas son las consecuencias más obvias del hecho de que los inmigrantes creen, tras la subasta inicial, una sola economía, en vez de un conjunto de economías distintas. Esas consecuencias se siguen también, por supuesto, de la situación que discutimos hace un momento. Si Adrian y Bruce tienen las mismas aptitudes, pero Adrian decide trabajar mucho más, o de forma diferente, y consigue más dinero, esta circunstancia puede mermar también el valor que tiene la parte de Claude para él. La diferencia entre estas dos circunstancias si es que hay alguna se encuentra en otro sitio; pero es importante rechazar la afirmación o más bien la intuición, de algunos argumentos a favor de la igualdad de oportunidades, de que si las personas empiezan con partes iguales, la prosperidad de uno no daña la del otro.
Tampoco es cierto que si aspiramos a un resultado en el que los que cuentan con menos talento no envidien a los que tienen más, habremos disuelto la distinción entre envidiar a otros y envidiar lo que otros tienen. Adrian tiene, en efecto, dos cosas que Claude preferiría tener, que pertenecen a las circunstancias de Adrian más que a su persona. Los deseos y necesidades de otras personas le proporcionan a Adrian pero no a Claude una ocupación satisfactoria por lo que Adrian dispone de más dinero del que pueda tener Claude. Quizá no se pueda hacer nada, mediante la estructura política o la distribución, para borrar las diferencias y eliminar completamente la envidia.
Por ejemplo, no podemos alterar los gustos de otra persona con medios eléctricos de forma que valoren mas lo que produzca Claude y menos lo que produzca Adrian. Pero el hecho de que no podamos ni debamos hacerlo no proporciona argumento alguno contra otros planes, como un plan de impuestos que le redistribuyera parte de la riqueza de Adrian, y podríamos describir esos planes de forma justa afirmando que aspiran a eliminar la envidia que le tiene Claude a Adrian por las cosas que éste posee, y no su envidia de lo que Adrian es.
Pese a la importancia del argumento, es aún más importante identificar y corregir otro error que presenta la actual objeción: entiende mal nuestra conclusión inicial de que cuando el talento es más o menos igual la subasta proporciona igualdad de recursos permanente y se le escapa la importante distinción entre ese caso y el argumento actual.
Esta objeción supone que se llega a esa conclusión porque aceptamos, como base de la igualdad de recursos, lo que podríamos denominar teoría de la justicia del punto de partida (starting-gate teory): si las personas parten de las mismas circunstancias, entonces es justo que conserven lo que ganan gracias a su propia habilidad. Pero la teoría de la justicia del punto de partida está muy lejos de la igualdad de recursos. De hecho, apenas es una teoría política coherente.
La teoría del punto de partida sostiene que la justicia exige recursos iniciales iguales. Pero también sostiene que la justicia exige por ello laissez-faire, de acuerdo, seguramente, con alguna versión de la teoría lockeana de que las personas adquieren sus propiedades añadiendo su trabajo a los bienes, o algo por el estilo.
Pero estos dos principios no pueden convivir juntos cómodamente. La igualdad no puede tener mayor fuerza a la hora de justificar posesiones iniciales equitativas cuando los inmigrantes llegan a tierra -en contra de la concepción opuesta de que toda propiedad debería estar disponible en todo momento para una adquisición lockeana- que posteriormente cuando la riqueza se vuelve desigual porque el talento productivo de las personas es diferente. La misma cuestión se puede plantear al revés.
Puede que la teoría de la adquisición lockeana (o cualquier otra teoría de las adquisiciones justas que justifique el componente de laissez-faire de una teoría de punto de partida) no tenga menos fuerza para gobernar la distribución inicial que para justificar el título de propiedad mdiante el talento y el posterior esfuerzo.
Si después la teoría es sólida, ¿entonces por qué no ordena un proceso de adquisición un proceso de adquisición lockeana desde el primer momento, en lugar de una distribución equitativa de todo lo que hay? Despues de todo, el momento en que los inmigrantes desembarcan por primera vez es un instante arbitrario en sus vidas en el que situar la puntual exigencia de que cada uno de ellos tenga una parte equitativa de los recursos disponibles. Si esa exigencia vale en ese momento, tiene que valer también diez años después, que es, en palabras del banal pero importante tópico, el primer día del resto de sus vidas. De esta forma, si la justicia exige una subasta equitativa cuando desembarcan, tiene que exigir, a partir de entonces, una nueva subasta equitativa cada cierto tiempo: y si la justicia exige laissez faire a partir de entonces, lo tiene que exigir cuando llegan a tierra.

Supongamos que alguien responde que hay una importante diferencia entre la distribución inicial de recursos y cualquier redistribución posterior. Cuando los inmigrantes desembarcan nadie posee ninguno de los recursos, y el principio de igualdad dicta por ello que se lleven a cabo particiones iniciales equitativas. Pero posteriormente una vez que se han subastado los recursos iniciales, todo el mundo los posee de alguna forma, de manera que el principio de igualdad es reemplazado por el respeto al derecho de propiedad de las personas o algo por el estilo. Esta réplica plantea la cuestión directamente, ya que estamos considerando exactamente si se debe establecer en primer ugar un sistema de propiedad que tenga esa consecuencia, o si se debe elegir un sistema de propiedad difeente que vincule explícitamente cada adquisición a planes posteriores de redistribución. Si se elige al principio el último tipo de sistema, entonces nadie se puede quejar más tarde de que la redistribución quede descartada debido sólo a sus derechos de propiedad. No quiero decir que ninguna teoría de la justicia pueda distinguir coherentemente entre la justicia de la adquisición inicial y la justicia de las transferencias, apoyándose en que cualquiera puede hacer lo que quiera con una propiedad que ya es suya. La teoría de Robert Nozick, por ejemplo, hace precisamente esto, lo cual resulta coherente porque su teoría de la justicia de las adquisiciones iniciales pretende justificar un sistema de derechos de propiedad que tiene esa consecuencia: que las transferencias sean justas, esto es, que surjen de los derechos que la teoría de la adquisición afirma que se adquieren al adquirir propiedad. Pero la teoría de la adquisición inicial en que se apoya la teoría del punto de partida, que es la igualdad de recursos, ni siquiera pretende justificar una caracterización de la propiedad que necesariamente incluya el control absoluto, sin límite de tiempo.
Así pues, la teoría del punto de partida, según la cual los inmigrantes deben empezar con recursos iguales para desenvolverse a partir de ahí, de forma próspera o con estrecheces, mediante su propio esfuerzo, es una combinación indefinible de teorías muy diferentes de la justicia.
Algo parecido a esa combinación tiene sentido en los juegos, como el Monopoly, donde la cuestión reside en permitir que la suerte y la habilidad desempeñen un papel enormemente circunscrito y, en último caso, arbitrario; pero eso no proporciona unidad a una teoría política. Nuestro propio principio -que afirma que si la gente de igual talento elige vidas diferentes es injusto realizar redistribuciones a la mitad del camino de esas vidas- no apela a la teoría del punto de partida. Se basa en la idea, muy diferente, de que la igualdad en cuestión es igualdad de recursos a lo largo de una vida. Ese principio ofrece una clara respuesta a la pregunta que puso en un aprieto a la presente objeción. Nuestra teoría no supone que una división equitativa de recursos sea apropiada en un momento dado de la vida de alguien, pero no en otro. Sólo sostiene que los recursos que se encuentran a disposición de esa persona en un momento dado deben estar en función de los recursos que estaban a su disposición o que consumió en otros momentos, de forma que la explicación de por qué alguien tiene menos dinero ahora pueda se que, previamente, su consumo de actividades de ocio haya sido caro. No disponemos de ninguna explicación como ésta para explicar por qué Claude que ha trabajado tanto como Adrian y de la misma manera debe tener menos por ser menos habilidoso.
Así pues hemos de rechazar la teoría del punto de partida y reconocer que las exigencias de la igualdad (al menos en el mundo real) empujan en dirección contraria. Por un lado, tenemos que permitir, so pena de violar la igualdad, que la distribución de recursos en un momento concreto sea (como podríamos decri) sensible a ambiciones. Esto es, debe reflejar el coste o el beneficio que las decisiones de la gente tienen para los demás, de forma que, por ejemplo, a lo sque deciden invertir en vez de consumir, o consumir de forma más barata que cara, o trabajar de forma más beneficiosa que menos, se les debe permitir que conserven los beneficios que proceden de esas decisiones en una subasta equitativa seguida por el libre comercio. Pero por otro lado, no debemos permitir que la distribución de recursos sea en ningún momento sensible a las dotaciones, esto es, que se vea afectada por las diversas habilidades que generan ingresos diferentes en una economía de laissez-faire, entre personas con las misma ambiciones. ¿Podemos ingeniar alguna fórmula que nos ofrezca una salidad de compromiso, práctica o incluso teórica, entre dos requisitos aparentemente en disputa?
Podríamos hacer referencia a una posible respuesta, pero sólo para descartarla. Supongamos que permitimos que nuestra subasta inicial incluya como recurso que subastar el trabajo mismo de los inmigrantes, de forma que cada inmigrante pueda pujar por el derecho a controlar en parte o totalmente su trabajo o el de otras personas. Las habilidades especiales se acumularían para beneficio de toda la comunidad, no del trabajador mismo, como cualquier otro recurso valioso que los inmigrantes encuentren al desembarcar. Excepto en casos inusuales puesto que se empieza con recursos equitativos para pujar, cada agente pujará lo bastante como para asegurarse su propio trabajo. Pero el resultado será que todo el mundo tendrá que pasarse la vida de la forma económicamente más beneficiosa posible o, en caso de que se tenga talento, sufrir privaciones muy serias si no lo hace. Puesto que Adrian, por ejemplo, es capaz de generar prodigiosos ingresos con la agricultura, otros querrán pujar por una gran cantidad para tener derecho sobre su trabajo y los vegetales que produce, y si él puja por encima de ellos, pero decide escribir poesía mediocre en lugar de dedicar todo el tiempo a la agricultura, tendrá que gastar gran parte de sus dotes iniciales en un derecho que le dará poco beneficio financiero. Eso es, realmente, la esclavitud de los que tienen talento.
Esto no lo podemos permitir, pero merece la pena detenerse para preguntar qué otivos tenemos para prohbiro. ¿Se puede decir que, puesto que una persona es dueña de su propia mente y de su propio cuerpo es dueña de su talento que no es sino una capacidad de aquéllos y que por lo tanto es dueña de los frutos de ese talento? Por supuesto, se dan aquí una serie de non sequiturs. Asimismo que hayamos resuelto que se viola la igualdad de recursos cuando la gente tiene aptitudes desiguales no es sino un conocido argumento a favor del mercado de trabajo laissez-faire. Pero no podemos aceptarlo en ningún caso, porque emplea la idea de derechos prepolíticos basados en algo distinto a la igualdad, y esto es incompatible con la premisa del plan de igualdad de recursos que hemos desarrollado.
Así pues debemos buscar en otra parte el fundamento de nuestra objeción en contra de que se considere el trabajo de las personas como una recurso para la subasta. De hecho, no hay que buscar muy lejos; el principio de que no se debe penalizar a las personas por su talento sólo es parte del mismo principio en que nos apoyamos para rechazar la idea, aparentemente opuesta, de que se debe permitir que las personas retengan los beneficios que genera su mayor talento.
La prueba de la envidia prohíbe ambos resultads. Si se trata a Adrian de forma que sea dueño de todo aquello que su talento le permita producir, entonces Claude envidiará el paquete de recursos de Adrian -incluyendo su ocupación- durante toda su vida. Pero si se le exige a este último que compre tiempo libre o el derecho a una ocupación menos productiva a costa de otros recursos, entonces Adrian envidiará el paquete de recursos de Claude. Si se entiende que la igualdad de recursos incluye alguna versión admisible de la prueba de la envidia como condición necesaria de una distribución equitativa, entonces el papel del talento tiene que ser neutralizado de forma que no se añada, simplemente, a las existencias de bienes que subastar.
Por tanto, debemos recurrir a una idea más conocida: la redistribución periódica de recursos mediante alguna forma de impuesto sobre la renta. Queremos desarrollar un plan de redistribución, en la medida en que podamos, que neutralice los efectos de las diferentes aptitudes, pero que preserve las consecuencias de que una persona elija una ocupación en respuesta a su sentido de lo que quiere hacer en la vida que se más cara para la comunidad que la otra elige. Un impuesto sobre la renta es un mecanismo admisible para este propósito porque deja intacta la posibilidad de elegir una vida en la que los sacrificios se hagan siempre y la disciplina se imponga permanentemente, en nombre del éxito financiero y los recursos adicionales que acarrea, aunque, por supuesto, ni respalda ni condena esa elección. Pero también reconoce el papel de la suerte genética en esa vida. El acuerdo al que llega es una solución de compromiso; pero es una solución de compromiso de dos requisitos de la igualdad frente a la incertidumbre práctica y conceptual sobre cómo satisfacer esos requisitos, no una solución de compromiso por la igualdad con respecto a algún valor independiente, como la eficiencia.
Pero, por supuesto, el hecho de apelar a un impuesto depende de nuestra capacidad para fijar niveles impositivos que establezcan esa solución de compromiso de forma adecuada. Para este propósito puede servir de ayuda que podamos hallar alguna forma de identificar, en la riqueza de una persona cualquiera en un momento cualquiera, los componentes que proceden del talento diferente, que son distintos de los que proceden de diferentes ambiciones. Podríamos intentar entonces ingeniar un impuesto que retomara precisamente ese componente para la redistribución. Pero no cabe esperar que identifiquemos semejante componente, aun contando con información perfecta sobre la personalidad de la gente, pues la influencia recíproca del talento y la ambición desbaratará esa identificación. El talento se alimenta y se desarrolla, no se descubre de golpe; las personas eligen qué aptitudes desarrollar para responder a lo que creen que es el mejor tipo de persona que se puede ser. Pero la gente también desea desarrollar y emplear el talento que tiene, no sólo porque se prefiera una vida de éxito relativo, sino porque el ejercicio del talento es placentero, y también, quizá, porque sienten que no hacer uso del talento es desperdiciarlo. Una persona avispada o mañosa se representa lo que da valor a la vida de forma muy distinta a como lo haría alguien más patoso.
Asi pues no cabe esperar que se fije el nivel de nuestro impuesto sobre la renta de forma que se redistribuya exactamente la parte de los ingresos de cada persona que sea atribuible a su talento, en la medida en que se distingue de sus ambiciones. Aptitudes y ambiciones están íntimamente enlazadas. ¿Nos irá mejor con una táctica un poco diferente? ¿Podemos tratar de fijar ese nivel de forma que todo el mundo se quede con los ingresos que habría tenido si, contrafácticamente, el talento productivo de la personas fuera igual? No, porque es imposible decir, de forma significativa, qué clase de mundo sería ese. Deberíamos determinar que clase de talento y cuanto habría de ser igual para todo el mundo y que ingresos lograrian pues las personas que explotaran ese talento con un grado de esfuerzo diferente.
¿Deberíamos estipular que en ese mundo todos contarían con el talento que en el mundo real tiene la gente de más talento? ¿Con “los que tienen más talento” nos referimos a las personas que son capaces de ganar más dinero en el mundo real si trabajan pensando sólo en el dinero? Pero en un mundo en el que todos pudieran meter tres goles en un partido o realizar papeles sensuales en el cine con igual solvencia, probablemente no habría futbol ni películas; en cualquier caso a nadie se le pagaría mucho por poner en practica esas aptitudes. Tampoco sería de mucha ayuda describir de cuaqluier otra forma el talento que se supone que todo el mundo tiene en igual medida.
Pero aunque estos ejercicios contrafácticos rudimentarios estén abocados al fracaso, sugieren una maniobra más prometedora. Revisemos nuestra situación. Queremos encontrar alguna forma justa de distinguir las diferencias injustas de riqueza generadas por diferentes ocupaciones. Las diferencias injustas son aquellas que proceden de la suerte genética, del talento que permite que ciertas personas sean más prósperas, pero que se les niega a otras que le sacarían todo el provecho si lo tuvieran. Ahora bie, si esto es correcto entonces el problema del talento diferente es en cierto modo similar al problema de las discapacidades que ya hemos tomado en consideración.
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Págs. 98-103


En los dos últimos capítulos nos hemos planteado qué lugar ocupan dos ideales políticos fundamentales -la libertad y la democracia- en una sociedad comprometida con la igualdad, cuando se entiende que la igualdad exige igualdad de recursos, más que de bienestar, a lo largo de la vida. En este capítulo consideraremos el lugar que ocupa en dicha sociedad un ideal político más, el de la comunidad.
Nos centraremos en el viejo problema: ¿se debe imponer una ética convencional mediante el derecho penal? ¿Actuó correctamente la Corte Suprema en el caso Bowers v. Hardwick al confirmar, contra la recusación constitucional, la ley de Georgia que hace de la sodomía un delito? En general se considera que la tolerancia liberal -que insiste en que es un error que el gobierno emplee su poder coactivo para imponer una homogeneidad ética -socava la comunidad porque la esencia de la misma consiste en un código ético compartido.
Voy a defender la idea de que si se entiende la tolerancia liberal desde el trasfondo de la concepción de la igualdad que he definido, entonces esa tolerancia no sólo es compatible con la concepción más atractiva de la comunidad, sino que le resulta indispensable.
Se han empleado argumentos muy diferentes que hacen uso de distintos conceptos de comunidad, para atacar a la tolerancia liberal de distintas maneras. Voy a distinguir cuatro de esos argumentos. El primero es un argumento procedente de la teoría de la democracia que asocia la comunidad con la mayoría. En el caso Bowers, el juez Byron White sugirió que la comunidad tiene derecho a usar la ley para apoyar su concepción de la decencia ética: la comunidad tiene derecho a imponer sus concepciones éticas sencillamente porque es la mayoría. El segundo es un argumento relacionado con el paternalismo. Sostiene que en una comunidad política genuina todo ciudadano es responsable del bienestar de los demás miembros y, por tanto, debe usar su poder político para reformar a aquellos cuyas prácticas defectuosas arruinarán sus vidas. El tercero es un argumento relativo al interés propio, concebido de forma amplia. Este argumento condena el atomismo, es decir, la concepción que sostiene que los individuos son autosuficientes y pone el acento en la amplia variedad de formas -materiales, intelectuales y éticas- en que las personas necesitan de la comunidad. Esta concepción insiste en que la tolerancia liberal socava la capacidad de la comunidad para atender a esas necesidades. El cuarto argumento, al que llamaré integración, sostiene que la tolerancia liberal depende de la distinción ilegítima entre la vida de las personas en la comunidad y la vida de la comunidad como un todo. Según este argumento, el valor o la bondad de la vida de cualquier ciudadano es tan sólo reflejo y función del valor de la vida de la comunidad en la que vive. De esta forma, para tener éxito en la vida los ciudadanos lleven una vida decente.
Cada uno de estos argumentos emplea el concepto de comunidad de una forma cada vez más sustantiva y menos restringia. El primer argumento, para el cual una mayoría democrática tiene derecho a definir modelos éticos para todo, sólo emplea la comunidad como símbolo abreviado de un grupo político concreto, definido numéricamente. El segundo argumento, que fomenta el paternalismo, le concede más sustancia al concepto: no define la comunidad sólo como un grupo político sino como la dimensión de una clara responsabilidad compartida. El tercer argumento, según el cual las personas necesitan de la comunidad, reconoce que es una entidad por derecho propio, fuente de una amplia variedad de influencias y beneficios que no se pueden reducir a las contribuciones de personas concretas una a una. El cuarto argumento, que trata de la identificación, personifica la comunidad aún más y describe el sentido en que la comunidad política no es sólo independiente sino previa a los ciudadanos individuales. En este capítulo me voy a centrar en este cuarto argumento, en parte porque no lo he discutido con anterioridad, pero también porque considero que su idea fundamental -a saber, que las personas deben identificar sus propios intereses con los de su comunidad política- es verdadera y valiosa. Si se entiende de forma apropiada, esta idea no proporciona argumento alguno en contra de la tolerancia liberal, ni apoya la decisión de caso Bowers. Al contrario, el liberalimso ofrece la mejor interpretación de ese concepto de comunidad y la teoría liberal la mejor explicación de su importancia.
Comunidad y democracia
Algunos liberales han creído que la tolerancia liberal se puede justificar totalmente mediante el principio del daño de John Stuart Mill, que sostiene que el Estado sólo puede restringir apropiadamente la libertad de alguien para prevenir que dañe a otros, no a sí mismo. En Law, Liberty and Morality, H. L. A. Hart sostuvo que este principio descarta que la legislación considere delictivos los actos homosexuales. Pero el argumento de Hart sólo es sólido si el daño se limita a los perjuicios físicos causados contra la persona o la propiedad.
Cada comunidad cuenta con un entorno ético, y ese entorno influye en la vida de sus miembros. Una comunidad que tolere la homosexualidad y en la que la homosexualiad esté muy presente proporciona un entorno ético diferente al de aquella otra en la que la homosexualidad está prohibida y en la que algunas personas consideran que esa diferencia les perjudica. A esas personas les resulta mucho más difícil por ejemplo educar a sus hijos según las ideas y valores que aprueban.

El primer argumento contra la tolerancia liberal afirma que las cuestiones sobre la forma del entorno ético de una comunidad democrática se deben decidir de acuerdo con la voluntad de la mayoría. Ese argumento no sostiene simplemente que cualquier decisión que tomen los funcionarios políticos elegidos por la mayoría se deba aceptar como ley, sino que esos funcionarios políticos deben tomar decisiones que reflejen las preferencias de una mayoría y no las de una minoría. Se trata de un mayoritarismo sustantivo, y no meramente procedimental. En esa argumentación no se supone que las concepciones morales de una minoría sean de baja estofa o deplorables, sino tan sólo que cuando las opiniones sobre el entorno ético apropiado para una comunidad están divididas, es injusto permitir que una minoría dicte su voluntad a la mayoría.
Sin embargo, ese argumento sí supone que el perímetro del entorno ético de una comunidad se debe decidir colectivamente, al modo del que gana siempre, de forma que bien la mayoría o bien una minoría tengan que determinar su configuración. Si este supuesto fuera cierto, entonces esta argumentación sería, con toda claridad, muy poderosa. Algunos asuntos se tienen que decidir, de hecho, desde la perspectiva del ganador, y en esos casos la perspectiva de un grupo tiene que prevalecer enteramente, excluyendo del todo la perspectiva de cualquier otro. Uno de esos asuntos se está debatiendo hoy en día acaloradamente: si el país debe adoptar o no una versión concreta de la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE). Pero la democracia no exige que todas las decisiones políticas sean del tipo en que se impone la visión del ganador. Por el contrario, en una esfera crucial de la vida -el entorno económico- la justicia exige exactamente lo opuesto.
El entorno económico en que vivimos -la distribución de la propiedad y las preferencias que crean la oferta, la demanda y los precios- nos afecta incluso de una forma más obvia que nuestro entorno ético. El hecho de que yo tenga menos propiedades que las que podría tener y que los demás tengan unos gustos diferentes de los que yo querría que tuvieran me perjudica. El entorno económico puede frustrar mis esfuerzos para educar a mis hijos en los valores que yo deseo que tengan; no puedo educarlos, por ejemplo, de forma que tengan la capacidad y la experiencia necesarias para coleccionar obras maestras del Renacimiento. Sin embargo, incluso si una mayoría de ciudadanos quisieran asignarse todos los recursos económicos, no sería justo que lo hicieran. La justicia exige que la propiedad se distribuya en partes equitativas (fair), permitiendo que cada individuo tenga su parte equitativa de infuencia en el entorno económico. La gente no se pone de acuerdo, por supuesto, sobre qué es una parte equitativa y, en gran medida, los argumentos políticos modernos reflejan ese desacuerdo. Pero el punto que me ocupa en estos momentos no depende de ninguna concepción concreta de la justicia distributiva, pues cualquier teoría remotamente admisible rechazará el principio del control exclusivo de la mayoría.
Si establecemos un paralelismo con el entorno ético, tenemos que rechazar entonces la afirmación de que la teoría democrática atribuye a la mayoría el control total de ese entorno. Debemos insistir en que el entorno ético, como el económico, es producto de las decisiones individuales de las personas. Ninguno de estos entornos debe dejarse, por supuesto, en manos de decisiones individuales, que no están reguladas en absoluto. Necesitamos leyes que protejan el entorno económico del robo y de los monopolios, por ejemplo, y regulaciones por zonas que respondan a las externalidades del mercado. Esas leyes no aseguran, en la medida de lo posible, que el entorno económico adopte la forma que tendría si los recursos se distribuyeran equitativamente y el mercado fuera perfecto.
El entorno ético exige una regulación que comparta ese mismo espíritu, para limitar el impacto de una minoría sobre el entorno ético al impacto que justifica su número y sus gustos. La regulación por zonas, que restringe la práctica de actos potencialmente ofensivos a ámbitos especiales o privados, atiende a ese propósito por ejemplo. Pero restringir el impacto de una minoría sobre el entorno ético mediante la división en zonas difiere de escamotearle todo impacto a la minoría, que es lo que propone el argumento mayoritario.
Si al entorno ético le damos el mismo trato que al entorno económico -permitiendo que quede establecido mediante decisiones individuales que se toman con el telón de fondo de una distribución equitativa de recursos-, entonces rechazaremos la afirmación mayoritarista según la cual la mayoría tiene derecho a eliminar del entorno ético lo que considere dañino. Cada miembro de la mayoría sólo tiene derecho a un impacto equitativo sobre su entorno: el mismo impacto que cualquier otro individuo. No tiene derecho a un entorno que le haga más fácil educar a sus hijos según las opinones que él favorece. El miembro de la mayoría debe tratar de lograr ese fin lo mejor posible en el entorno que le proporciona la equidad.
¿Se puede hallar acaso motivo alguno para tratar el entorno ético de manera diferente al entorno económico? Algunos asuntos económicos, como la IDE, se tienen que decidir colectivamente, de una forma o de otra, y no como resultado de fuerzas individuales. Nuestro sentido de la integridad y de la equidad nos exige que algunas cuestiones de principio se decidan de una misma manera para todo el mundo. Por ejemplo, los funcionarios no deben ejecutar a una proporción de condenados por asesinato para igualar la proporción de ciudadanos que están a favor de la pena de muerte. Sin embargo ninguna de las razones por las que ciertas decisiones políticas deberían ser colectivas nos proporciona argumento alguno para establecer de esa forma el entorno ético de una comunidad. No existe ninguna razón práctica por la cual ese entorno deba ser, exactamente, tal y como cierto grupo considere que es mejor. Y puesto que las diversas decisiones y actos individuales que contribuyen a formar un entorno ético no son actos de gobierno en mayor medida que las decisiones económicas individuales que establecen el entorno económico, no cabe la posibilidad de que el gobierno viole la integridad permitiendo que los individuos tomen sus decisiones de forma diferente.
Los entornos ético y económico no deberían estar sujetos a diferentes regímenes de justicia, pues no son dos entornos distintos, sino aspectos interdependientes del mismo. El valor de los recursos que alguien controla no sólo está fijado por las leyes de propiedad, sino también por otras leyes que establecen cómo se puede usar esa propiedad. Por ello, la legislación moralista, que diferencia entre ciertos usos de la propiedad o del ocio, afecta siempre, en cierta medida, al precio y al valor. En algunas circunstancias ese efecto es significativo: las prohibiciones legales moralmente inspiradas constituyen un ejemplo de ello. Para juzgar si una distribución concreta de los recursos de una comundiad es justa hay que tener en cuenta el grado de libertad de los ciudadanos. Si insistimos en que hay que fijar el valor de los recursos de la gente mediante la interacción de elecciones individuales, en vez de hacerlo mediante decisiones colectivas de una mayoría, habremos decidido ya, pues, que la mayoría no tiene derecho a decidir qué tipo de vida ha de llevar cada cual. En otras palabras, una vez que aceptamos que el entorno económico y el ético están unidos, tenemos que aceptar la tolerancia liberal en cuestiones éticas, pues cualquier opinión ontraria niega esa unidad.
El argumento mayoritarista que tomamos en consideración es el argumento políticamente más poderoso contra la tolerancia liberal. Ocupó un destacado lugar en la opinión de la mayoría en el caso Bowers. Esta parte de nuestra discusión general resulta, por tanto, de una impotancia práctica considerable. Pero es importante tener presente sus límites. Nuestra discusión sólo se dirige al argumento mayoritario; no se debe considerar como si se tratara de una afirmación sobre el fundamento exclusivo de la tolerancia liberal, o como si todo el valor de la libertad descansara en una analogía económica. Ni pretrende definir derecho especial alguno sobre libertades especialmente importantes, como la libertad de expresión o de asociación. Lo que se niega es la premisa esencial del argumento mayoritario según la cual la forma de todo el entorno ético debe ser establecida, al estilo del ganador, mediante los deseos de la mayoría. Si el concepto de comunidad desempeña un papel importante en la crítica de la tolerancia liberal, tiene que desempeñarlo en un sentido más robusto que el simple nombre de una unidad política por la que deambula la regla de la mayoría.


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Comunidad y consideración

El segundo argumento comunitarista, el argumento del paternalismo, apela a la idea de comunidad en un sentido más robusto. Parte de la atractiva idea de que una comunidad política verdadera es algo más que una asociación hobbesiana de beneficio mutuo, en la que cada ciudadano no considera a los otros sino como medios para sus propios fines; la comunidad debe más bien ser una asociación en la que cada uno se tome un interés especial en el bienestar de los demás por el bien de esas personas. El argumento añade que las personas que se preocupan verdaderamente de los demás se interesan tanto por su bienestar crítico como por su bienestar volitivo. Tengo que explicar esta distinción porque resulta crucial para el argumento sobre el partenalismo.
Las personas tienen intereses en dos sentidos; la vida les puede ir mejor o peor de dos maneras. El bienestar volitivo de una persona mejora si tiene o cosigue aquello que debe tener, es decir, aquellos logros y experiencias que, de no quererlos, harían su vida peor. Esta distinción puede ser subjetiva, como la distinción entre dos formas en las que una persona puede entender o considerar sus intereses. Por ejemplo, yo mismo considero que muchas de las cosas que más deseo se incluyen entre mis intereses volitivos. Deseo una buena comida, no tener que visitar mucho al dentista y navegar mejor de lo que lo hago: cuando lo consigo, mi vida va mejor por esa razón. Pero si por algún motivo no lo consigo, no creo que tenga la obligación de desearlo, ni que mi vida se empobrezca por ello. Sin embargo, tengo una opinión muy diferente con respecto a otras cosas que deseo, como tener una relación más estrecha con mis hijos, o conseguir cierto éxito en mi trabajo. No creo que tener una relación más estrecha con mis hijos sea importante sólo porque lo deseo; por el contrario, lo deseo porque creo que la vida se empobrece sin esas relaciones. Podemos establecer esta misma distinción objetivamente, esto es, como una distinción que no se da entre dos formas de considerar los intereses, sino entre dos tipos de intereses que las personas albergan realmente. Quizá la gente no logre reconocer sus propios intereses críticos. Pero tiene sentido afirmar que quien no estima la amistad, o la religión o un trabajo estimulante, por ejemplo, lleva una vida más pobre por esa razón; esté esa persona de acuerdo o no. Asimismo, podemos emitir juicios críticos sobre nosotros mismos; con demasiada frecuencia, las personas se dan cuenta, demasiado tarde, de que no han prestado atención a lo que ahora consideran que es lo realmente importante en la vida.
La distinción es compleja y se puede explorar y criticar de diversas maneras. Habrá quien, por ejemplo, se muestre escéptico con la idea general de interés o de bienestar crítico. Quizá piensen que puesto que nadie puede demostrar que entre los intereses críticos de alguien está querer algo que no quiere, la idea general de bienestar crítico es errónea. No voy a responder aquí a esta objeción escéptica. Supondré como creo que haceos la mayoría de nosotros en la vida cotidiana, que todos tenemos intereses de ambos tipos. Podemos usar la distincion entre intereses críticos y volitivos para distinguir dos formas de paternalismo. El paternalismo volitivo supone que en algunas ocasiones la coacción puede ayudar a las personas a lograr lo que, de hecho, quieren conseguir y que por tal motivo esa coacción se halla entre sus intereses volitivos. El paternalismo crítico supone que a veces la coacción puede proporcionar a las personas una vida mejor que la que tienen y consideran que es buena y que por eso la coacción se halla, a veces, entre sus intereses críticos.
El segundo argumento comunitarista apela al paternalismo crítico, y no al volitivo. Nos obliga a afrontar un asunto filosófico en torno al bienestar crítico. Podemos evaluar la vida de una persona de dos formas. Podemos observar primero los componentes de esa vida -los hechos, experiencias, asociaciones y logros que la componen- y plantearnos si, a nuestro modo de ver, esos componentes, en la combinación en que los encontramos, hacen que la vida sea buena. En segundo lugar, podemos observar las actitudes de la persona en cuestión. Nos podemos preguntar cómo juzga ella misma esos componentes; si los busco o los considero valiosos. En resumen, si esa persona aprueba esas actitudes porque atienden a sus intereses críticos.
¿Qué punto de vista debemos adoptar respecto a la relación que se da entre esas dos formas de observar los valores críticos de la vida? Debemos distinguir dos respuestas. La concepción aditiva sostiene que componentes y aprobación son elementos separados de valor. Si la vida de una persona cuanta con los componentes de una buena vida, tiene entonces valor crítico. Si esa persona aprueba esos componentes entonces aumenta su valor. Ese apoyo es miel sobre hojuelas. Pero si no le da su apoyo, los componentes siguen teniendo valor. La concepción constitutiva, por otro lado, sostiene que ningún componente contribuye al valor de una vida si la persona no le proporciona su apoyo: si un misántropo es muy amado pero desprecia ese amor porque no lo valora, el afecto de los otros no hace que su vida sea mucho más valiosa.
La concepción constitutiva es preferible por diversas razones. La concepción constitutiva es preferible por diversas razones. La concepción aditiva no puede explicar por qué una buena vida es inconfundiblemente valiosa para la persona de cuya vida se trata. Resulta inadmisible pensar que la vida de alguien sea mejor si está en contra de sus convicciones éticas más profundas que si se encuentra en paz con ellas. Si aceptamos la concepción constitutiva, podemos responder, pues al argumento procedente del paternalismo crítico en su forma más cruda o directa. Supongamos que alguien quiere llevar una vida homosexual y no lo hace por miedo al castigo. Si no respalda nunca la vida que lleva por ser superior a la que podría llevar entonces su vida no ha mejorado, ni siquiera en sentido crítico, mediante las constricciones paternalistas que odia.
Sin embargo, tenemos que reconocerle al paternalismo crítico un propósito más sutil. Supongamos que el Estado emplea una combinación de constricciones y estímulos tales que un homosexual se convierte y finalmente apoya y aprecia la conversión. ¿Ha mejorado su vida? La respuesta gira en torno a una cuestión a la que hasta ahora no he prestado atención: las condiciones y circunstancias de un apoyo genuino. El apoyo ha de estar sometido a ciertas constricciones; de otra forma, el paternalismo crítico siempre podría justificarse mediante el lavado de cerebro químico o eléctrico.
Tenemos que distinguir las circunstancias del apoyo que son aceptables de las que resultan inaceptables. Se hace difícil trazar la distinción, como sabemos por la historia de las teorías liberales de la educación, pero creo que cualquier descripción adecuada de las circunstancias aceptables incluiría la siguiente proposición. No mejoraríamos la vida de una persona, incluso aunque apoyase el cambio que tratamos de ocasionar, si los mecanismos que empleáramos para asegurarnos ese cambio redujeran su capacidad para considerar los méritos críticos del cambio de forma reflexiva. El hecho de amenazar con el castigo penal, más que mejorar el juicio crítico, lo corrompe, e incluso si las conversiones a las que induce son sinceras, no se pueden considerar genuinas a la hora de decidir si las amenazas han mejorado la vida de alguien. El segundo argumento comunitarista se anula pues a sí mismo.
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Interés propio y comunidad

La necesidad de objetividad
Hasta ahora hemos considerado los argumentos comunitaristas que se desarrollan a partir de la afirmación de que las personas necesitan los recursos materiales e intelectuales que les proporciona una comunidad y que necesitan también establecer algún vínculo con dicha comunidad para constituir su identidad. Ahora debemos prestarle atención a un argumento más sutil: las personas necesitan una comunidad moralmente homogénea como trasfondo conceptual imprescindible de una vida ética y moral. Necesitan ese trasfondo porque, según la esclarecedora frase de Philip Selznick, la ética debe tener un ancla -una posición objetiva fuera de las convicciones del agente-, y la única posible procede de las convicciones incuestionables y compartidas de la comunidad política del agente. La primera de estas dos proposiciones -que la ética y la moral tienen que tener un ancla- parece correcta. Nuestra experiencia ética trata la cuestión de cómo vivir bien como algo que demanda reflexión y juicio, no sólo elección. Creemos que es posible equivocarse sobre qué tipo de vida es buena y que un grave error se convierte en una tragedia.
Pero ¿qué significa la segunda proposición, esto es, que el único anclaje posible es una comunidad homogénea? Podría significar que las personas sienten que sus juicios éticos y morales sólo tienen fundamento -son verdaderos con independencia de que ellos crean que lo son- cuando son confirmados por una moral convencional, incluso excéntricas, suelen estar convencidas de que esas opiniones son objetivamente sólidas. (De hecho, cuanto menos convencional sea la opinión, más probable será que el que la sostiene reclame que su autoridad es trascendente). Hay que entender la segunda proposición, pues, de una forma diferente: hay que entender que lo que significa es que quienquiera que reclame objetividad fuera de toda convención está cometiendo un error filosófico. Así entendida, cabe pensar que la segunda proposición respalda el siguiente argumento comunitarista. Si la única forma disponible de objetividad en ética y moral es la objetividad de las prácticas convencionales, una comunidad pluralista y tolerante sustrae a sus miembros la única fuente posible de anclaje ético y moral que necesitan.
Sin embargo, este argumento presenta una dificultad evidente. La objetividad que la gente desea (y con la que se supone que cuenta) para sus convicciones morales y éticas no es la versión aguada que ofrece este argumento: la mayoría de las personas rechazan implícitamente si no explícitamente el ancla que se les ofrece. Con respecto a la presente argumentación, resulta paradójico que la parte más firme de nuestra moral convencional, compartida a través de cualquier otra división, sea la convicción de segundo orden según a cual los juicios éticos y morales no pueden ser verdaderos o falsos por consenso, conservan su fuerza a través de las fronteras culturales, no son, en suma, creación de la cultura o de la comunidad, sino más bien sus jueces. La amplia popularidad de este apasionado objetivismo no lo hace, por supuesto, verdadero o filosóficamente coherente cosa que no voy a tratar aquí. Lo que me interesa es que resulta irremediablemente que, cuando una sociedad desarrolla esa actitud crítica -que insiste en que sus propias costumbres y convenciones son permanentemente vulnerables al examen y revisión a que las somete un criterio más elevado e independiente-, pierde el tipo de objetividad arraigada en las convenciones que se encuentra a disposición de una comunidad menos crítica y más simple.

La integración con la comunidad

Integración
He llegado por fin al cuarto argumento comunitarista (en mi opinión el más importante e interesante) contra la tolerancia liberal. Según muchos de sus críticos, el liberalismo presuspone una distinción tajante entre el bienestar de las personas y el de la comunidad política a la que pertenecen. El cuarto argumento contra la tolerancia niega esta distinción. Lo que afirma es que las vidas de las personas y de la comunidad están integradas y que el éxito crítico de cada una de ellas es un aspecto de la bondad del conjunto de la comunidad y, por lo tanto, depende de esa bondad. A los que aceptan esta opinión los llamaré (adoptando un término que está de moda) republicanos cívicos. Ellos adoptan la misma actitud hacia la salud ética y moral de la comunidad que hacia la suya propia. Los liberales entienden la cuestión relativa a si la ley debe tolerar la homosexualidad como si se preguntara si algunas personas tienen derecho a imponer sus propias convicciones éticas a otras. Los republicanos cívicos la entienden como si se pregntara si la vida común de la comunidad, de la que depende el valor crítico de sus propias vidas, debe ser saludable o degenerada.
Según el argumento de la integración, una vez que se reconoce que la distinción entre el bienestar personal y el comunitario es errónea y prospera el republicanismo cívico, los ciudadanos estarán necesariamente tan interesados en la solidez de la salud ética de la comunidad, incluyendo las concepciones sobre la mora sexual que propone o desaconseja, como en la equidad o en la generosidad del sistema fiscal o en la de un programa de ayuda externa. Ambos son aspectos de la salud general de la comunidad y un ciudadano integrado, que reconozca que su propio bienestar deriva del bienestar de la comunidad, tiene que estar interesado en la salud general de la comunidad y no sólo en un aspecto concreto de la misma. Éste es un importante argumento, aunque termine en un grave error. Debo decir de una vez por todas lo que considero que es la parte buena del argumento y donde reside, a mi modo de ver, el error. Su premisa fundamental es correcta e importante: las comunidades políticas tienen una vida comunitaria, y el éxito o el fracaso de la vida comunitaria de la comunidad forma parte de lo que determina si la vida de sus miembros es buena o mala. El error fundamental del argumento reside en una mala interpretación del carácter de la vida comunitaria que una comunidad política puede tener. El argumento sucumbe ante el antropomorfismo; supone que la vida de una comunidad es la vida de una persona gigantesca, que tiene la misma forma, se encuentra ante las mismas situaciones críticas y dilemas éticos y morales, y está sujeta a los mismos criterios de éxito y fracaso que la vida de los muchos ciudadanos que la forman. La fuerza antiliberal de todo el argumento depende de esta falacia, que hace que se pierdan muchas de las ventajas que se obtuvieron mediante la sólida y atractiva premisa de la que partía el argumento.

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La vida comunitaria de una comunidad
Para empezar necesitamos una descripción más detallada de lo que se supone es el fenómeno de la integración. El republicano cívico, que reconoce que está integrado en su comunidad, no es el ciudadano altruista para quien los intereses de los otros son de capital importancia. Esta es una distinción crucial, pues el argumento de la integración, que es el que ahora nos ocupa, es diferente del argumento del paternalismo y de otros argumentos que parten de la idea de que un ciudadano virtuoso se interesará por el bienestar de los demás. El argumento de la integración no supone que el buen ciudadano se interesará por el bienestar de sus conciudadanos; lo que sostiene es que tiene que estar interesado en su propio bienestar y que, en virtud de ese interés, tiene que interesarle la vida moral de la comunidad de la que es miembro. Así pues el ciudadano integrado difiere del ciudadano altruista, por lo que necesitamos una nueva distinción para ver cómo y por qué.
Las acciones se relacionan con lo que voy a llamar unidad de agencia: la persona, el grupo o la entidad que se considera autor de la acción y que es responsable de la misma. Como individuos nos considerams, normalmente, unidades de agencia de las acciones que iniciamos o de las decisiones que tomamos nosotros mismos y sólo de esas. Sólo me considero responsable de lo que yo hago. No me siento orgulloso, o satisfecho, ni siento remordimiento o vergüenza por lo que tú haces, con independencia del interés que pueda tener en tu vida y sus consecuencias. Las personas dirigen a menudo sus acciones hacia sus propio bienestar ya sea en sentido volitivo o crítico. La unidad de agencia y lo que podríamos llamar la unidad de intereses del agente son, pues, idénticas. Cuando alguien actúa altruisamente, ya sea por caridad o por sentido de la justicia, se sigue considerando a sí mismo como una unidad de agencia, si bien la unidad de su interés emigra o se expande. El paternalismo incluyendo el paternalismo moral es una subespecie del altruismo. Si yo creo que los homosexuales llevan una vida degradada, podría pensar que actúo en su interés cuando lago campaña a favor de leyes que consideren delictiva su conducta.

A tenor del argumento que me ocupa, la integración es un fenómeno diferente, pues supone que la unidad apropiada de agencia, con respecto a ciertas acciones que afectan al bienestar del individuo, no es el individuo, sino la comunidad a la que pertenece. Tal individuo pertenece a esa unidad de agencia éticamente: comparte el éxito o el fracaso de actos, logros o prácticas que pueden ser completamente independientes de lo que él mismo, como individuo, haya hecho. Algunos ejemplos son de sobra conocidos: por ejemplo, muchos alemanes que nacieron bastante después de la Segunda Guerra Mundial se avergüenzan de las atrocidades de los nazis y sienten que tienen la responsabilidad de compensarlas. En un contexto algo diferente, John Rawls ofrece un ejemplo que resulta mucho más clarificador para nuestros propósitos. Una orquesta saludable es, en sí misma, una unidad de agencia. Los distintos músicos que la componen se regocijan, en la medida en que el triunfo personal regocija, no por la calidad o brillantez de su contribución individual, sino por la actuación de la orquesta en su totalidad. Es la orquesta la que triunfa o fracasa, y el triunfo o fracaso de esa comunidad es el de cada uno de sus miembros.
Así pues la integración es completamente diferente del altruismo o del paternalismo. También difiere de orgullo o del arrepentimiento vicarios o indirectos. Cuando los padres se enorgullecen de los logros de sus hijos, o los amigos se alegran de sus respectivos éxitos, o los hermanos (en algunas culturas) son deshonrados por una hermana mancillada, la unidad de agencia -el actor cuyos actos han ocasionado el orgullo, el regocijo o el deshonor- sigue siendo individual. La emoción vicaria es de segundo orden y dependiente; el éxito o el fracaso, los logros o desgracias, siguen siendo principalmente y claramente de alguien y el interés vicario no refleja que se participe en acto alguno, sino en una relación concreta con el actor.
El argumento que parte de la integración escapa a la objeción que hice al segundo argumento paternalista, pues rechaza toda la estructura de agencia e interés en que descansa el argumento sobre el paternalismo. El argumento que parte de la integración nos impide pensar, en los términos de Mill, sobre si intervenimos o no para proteger a otras personas, o únicamente al mismo agente, de un perjuicio que les cause la conducta de éste. Dicho argumento rechaza esta forma de pensar individualizada. Su unidad de agencia es la comunidad misma, y sólo se plantea cómo pueden afectar las decisiones de la comunidad sobre la libertad y la regulación a la vida y carácter de dicha comunidad. Se insiste en que la vida de los ciudadanos está ligada a la vida de la comunidad, por lo que no se puede dar una descripción privada del éxito o el fracaso crítico de sus vidas individuales una a una. De esa forma, la personificación latente en la idea de integración es genuina y profunda. Las idea más conocidas del altruismo, el paternalismo y la emoción vicaria se construye en torno a unidades individuales de agencia e interés. La integración su pone una estructura muy diferente de conceptos en la que la comunidad y no el individuo resulta fundamental.
Todo esto sugiere que la integración depende de una metafísica barroca que sostiene que las comunidades son entidades fundamentales en el universo y que los seres humanos individuales sólo son abstracciones o ilusiones. Pero la integración se puede entender de una forma diferente, no que dependa de la primacía ontológica de la comunidad, sino de hechos ordinarios y conocidos sobre las prácticas sociales que desarrollan los seres humanos. Una orquesta tiene una vida colectiva no porque sea ontológicamente más fundamental que sus miembros, sino en virtud de sus prácticas y actitudes. Los músicos reconocen una unidad de agencia personificada en la que no figuran ya como individuos, sino como componentes; la vida colectiva de la comunidad consiste en las actividades que ellos consideran que constituyen su vida colectiva. Voy a llamar a esta interpretación de la integración, que supone que la integración depende de la primacía ontológica de la comunidad. No prentendo sugerir que la perspectiva práctica sea reduccionista. Cuando existe una comunidad integrada, los planteamientos que se hacen los ciudadanos en su seno sobre el éxito o fracaso como individuos. Una comunidad integrada tiene intereses y preocupaciones por sí misma; posee vida propia. Integración y comunidad son fenómenos genuinos, incluso para la perspectiva práctica. Pero según esa perspectiva ambas son creadas por determinadas actitudes y prácticas, y se hallan inmersas en ellas, no las preceden.
Según la perspectiva práctica, pues, se tiene que dar una situación especial antes de que pueda hablarse de integración. Se tiene que demostrar que la práctica social ha creado, de hecho, una unidad de agencia compuesta. No tendría sentido que alguien afirmara que está integrado en una comunidad o en una institución porque él lo diga, esto es, declarando y creyendo, simplemente, que es parte de ella. Yo no puedo declarar, sin más, que estoy integrado en la Orquesta Sinfónica de Berlín y que, por tanto, comparto los triunfos de la institución y sus ocasionales deslices. Ni puedo provocar la existencia de euna unidad de agencia común porque yo lo diga. Puedo declarar y creer, por ejemplo, que los filósofos cuyos apellidos empezan por “D” constituyen una unidad de agencia en el trabajo filosófico y puedo sentirme orgulloso y tener crédito por el trabajo de Donald Davidson y Michel Dummett, del mismo modo que un cimbalista puede sentirse orgulloso y tener crédito por la actuación de la orquesta. Pero estaría equivocado. Tiene que haber ya una unidad de agencia común, a la que ya se encuentre ligado, para que sea apropiado que me considere éticamente integrado en sus acciones.
Así pues, el argumento de la integración tiene que descansar en alguna teoría sobre cómo se establecen las unidades colectivas de agencia y cómo se fija la pertenencia individual a ellas. Para la perspectiva metafísica de la integración, las unidades colectivas de agencia simplemente existen: son más reales que sus miembros. Pero para la perspectiva práctica las unidades colectivs de agencia simplemente existen: son más reales que sus miembros. Pero para la perspectiva práctica las unidades colectivas de agencia no son primigenias; están constituidas por prácticas y actitudes sociales y quien defienda esta perspectiva de la integración tiene que identificar y describir esas prácticas. Nuestro ejemplo de la orquesta es instructivo, pues indica los rasgos que proporciona una unidad común de agencia de casos centrales o paradigmáticos. En primer lugar, la agencia colectiva presupone actos que socialmente se consideran colectivos y no de miembros de la comunidad en tanto que individuos. La actuación de una orquesta es considerada un acto colectivo en ese sentido, tanto por sus miembros como por el conjunto de la comunidad. En segundo lugar, los actos individuales que constituyen actos colectivos son concertados. Se realizan conscientemente como contribuciones al acto clectivo, más que como actos aislados que resulta que, en cierto modo, coinciden. La orquesta ejecuta un concierto concreto sólo cuando sus miembros tocan con la intención de cooperar; no podría hacerlo en absoluto su los músicos tocaran exactamente las notas de la partitura que les corresponden, en el momento exacto y en la misma sala, pero sin intención de tocar juntos como orquesta. En tercer lugar, la composición de la comunidad -que es tratada como un miembro más- está confeccionada por sus actos colectivos, de forma que dichos actos de una comunidad explican su composición, y viceversa. Puesto que una orquesta constituye una unidad común de agencia para la producción de música, sus miembros son músicos.
Los actos colectivos de una comunidad constituyen su vida comunitaria. Para la perspectiva metafísica, una comunidad es una superpersona, y su vida colectiva encarna todos los rasgos y dimensiones de la vida humana. Pero la perspectiva práctica define la vida comunitaria de una comunidad de forma más limitada: sólo incluye los actos que las prácticas y actitudes que crean la comunidad como agente colectivo tratan como colectivos. La vida comunitaria de una orquesta se limita a producir música orquestal: es sólo una vida musical.
Este hecho determina el carácter y los límites de la integración ética de la vida de los músicos en la vida comunitaria. Los músicos consideran todas sus actuaciones como la actuación de su orquesta personificada y comparten sus triunfos y fracasos, que hacen suyos. Pero no suponen que la orquesta tiene también vida sexual, compuesta de algún modo por la actividad sexual, compuesta de algún modo por la actividad sexual de sus miembros, o que tiene dolores de cabeza, o la tensión alta, o responsabilidades para con los amigos, o que entra en crisis al plantearse si no debería preoucparse menos de la música e interesarse por la fotografía. Aunque el primer violín esté preocupado por los hábitos o desviaciones sexuales de un colega, esa preocupación por un amigo refleja altruismo, y no la preocupación que le afecta a él mismo, por una unidad compuesta de agencia que le incluya. Su integridad moral no se ve en un compromiso por el adulterio del percusionista.

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La vida comunitaria de la comunidad política

La comunidad liberal.- Republicanos cívicos liberales

El argumento no liberal de la integración supone que una comunidad política tiene una vida que incluye una vida sexual. Este supuesto es cierto a medias. Una comunidad política tiene vida, pero no esa vida. Si esto es así, el argumento de la integración se viene abajo como crítica de la tolerancia liberal en cuestiones sexuales. Voy a explorar ahora la parte del argumento que es correcta: su importante premisa subyacente de que la integración política resulta de gran importancia ética. Trataré de mostrar que, aunque los liberales no hayan subrayado la importancia ética de la integración, el hecho de reconocer su importancia no amenaza sino que nutre, los principios liberales.
En primer lugar, he de prevenir contra una lectura errónea de mi argumentación, tal y como la he desarrollado hasta ahora. No he dicho que las personas no deban identificarse plenamente con su propia comunidad política o que la plena identificación resulte imposible porque no se pueden cumplir sus condiciones. He defendido más bien una perspectiva concreta de lo que significa identificarse con la comunidad. Los ciudadanos se identifican con su comunidad política cuando reconocen que ésta tiene una vida comunitaria y que el éxito o el fracaso de su propia vida es éticamente dependiente del éxito o el fracaso de su propia vida es éticamente dependiente del éxito o el fracaso de esa vida comunitaria.
Así pues lo que cuenta como plena identificación depende de lo que se entienda por vida comunitaria. La perspectiva liberal de la integración que describiré adopta una perspectiva limitada de las dimensiones de la vida comunitaria de una comunidad política. Pero no se trata por ello de una concepción aguada de la identificación conla comunidad. Se trata de una concepción plena, genuina e intensa precisamente porque tiene capacidad discriminante. Quienes sostienen que la identificación con la comunidad exige una legislación no liberal no defienden un nivel más profundo de identificación que el del liberalismo. Sólo defienden una descripción diferente de lo que es realmente la vida colectiva de una comunidad. Si la descripción liberal es correcta y la suya incorrecta, el liberalismo proporciona una forma más genuina de identificación que la de sus críticos.
¿En qué consiste, pues, la vida comunitaria de una comunidad? Ya he dicho que la vida colectiva de una comunidad política incluye sus actos políticos oficiales: legislación, adjudicación, coacción y las demás funciones ejecutivas del gobierno. Un ciudadano integreado considerará que el éxito o el fracaso de su comunidad en esos actos políticos formales resuenan en su propia vida, mejorándola o empobreciéndola. Según la perspectiva liberal no hay que añadir nada más. Se considera que estos actos políticos formales de la comunidad en su totalidad agotan la vida comunitaria de un cuerpo político, de forma que se entiende que los ciudadanos actúan juntos, como un colectivo, de esa forma estructurada. Esta perspectiva de la vida comunitaria de la comunidad política puede que a mucha gente le resulte pobre, pero no es necesaria para el argumento a favor de la tolerancia liberal que he desarrollado. No obstante, merece la pena explorar por qué despues de todo puede que baste la perspectiva pobre.
La idea de que la vida colectiva de una comunidad sólo es su vida política formal resulta decepcionante porque parece que destripa la idea de integración, dejándola sin función. La idea de que la vida de las personas debería estar integrada en la vida de su comunidad sugiere, a primera vista, una emocionante expansión de la teoría política. Parece prometer una vida política dedicada aa promover el bien colectivo así como a -o quizás en lugar de- proteger los derechos individuales. La concepción antropomórfica de la vida comunitaria (para la cual la vida de la comunidad refleja todos los aspectos de la vida de los individuos, incluyendo sus elecciones y preferencias sexuales) parece satisfacer esa promesa. Esa concepción afirma que un ciudadano integrado rechazará la tolerancia liberal a favor de que se le imponga a todo el mundo el compromiso de atenerse a normas sexuales saludables, pues preocuparse por la comunidad significa preocuparse de que su vida sea buena y justa.
Pero lo que yo sugiero (que la vida comunitaria se limite a las actividades políticas) no aplía la justificación política más allá de lo que los liberales ya aceptan. Si la vida de una comunidad se limita a las decisiones políticas formales, si el éxito crítico de la comunidad sólo depende, pues, del éxito o fracaso de sus decisiones legislativas, ejecutivas y adjudicativas, podemos aceptar entonces la primacía ética de la vida de la comunidad sin abandonar o comprometer la tolerancia liberal y la neutralidad con respecto a la buena vida. Simplemente repetimos que el éxito de las decisiones políticas exige tolerancia. Por supuesto, se puede cuestionar y se ha cuestionado. Sin embargo, el argumento el argumento a favor de la integración sólo presenta un nuevo reto a los argumentos favorables a la tolerancia liberal si se asume una visión antropomórfica de la comunidad o al menos una visión que incluya algo más que las actividades políticas puramente formales de la misma. Si limitamos la vida comunitaria de un colectivo a sus decisiones políticas formales, la integración no representa una amenaza para los principios liberales, y por esa razón precisamente resulta decepcionante.
Sin embargo, sería un error concluir que la integración es una idea que no tiene consecuencias que no añade nada a la moralidad política. Un ciudadano que se identifique con la comunidad política, aceptando la prioridad ética de la comunidad, no ofrecerá nuevos argumentos sobre la justicia o la prudencia de cualquier decisión política. Sin embargo, adoptará una actitud muy diferente hacia la política. Podemos ver la diferencia contrastando su actitud no con la del individuo egoísta de las fantasías de la mano invisible, sino con la persona que, según sus críticos, se supone que es el paradigma del liberalismo, la persona que rechaza la integración pero está movida por un sentido de la justicia. Esa persona sólo votará y trabajará y presionará a favor de las decisiones políticas que crea que exige la justicia. No obstante, esa persona trazará una nítida línea entre lo que le exige la justicia y el éxito crítico de su propia vida. No considerará que tiene menos éxito en la vida si, a pesar de sus esfuerzos, su comunidad acepta una gran desigualdad económica, o constricción injusta sobre la libertad individual, a menos que por supuesto, él mismo sea víctima de esas diversas formas de discriminación.
El liberal integrado no separará su vida privada y su vida pública de esa forma. Considerará que su propia vida merma -será una vida peor que a que podría haber tenido- si vive en una comunidad injusta, con independencia de esfuerzo que haya realizado para que sea justa. Esta fusión de moralidad política e interés propio crítico constituye el verdadero núcleo del republicanismo cívico, que es la vía más importante a través de la cual los ciudadanos deberían unir sus intereses y su personalidad en la comunidad política. Esa unión establece un ideal claramente liberal, que sólo prospera en una osciedad liberal. Yo no puedo asegurar, por supuesto, que una sociedad de ciudadanos integrados llegue a ser una sociedad más justa que una sociedad no integrada. La injusticia es el resultado de muchos otros factores: falta de recursos energéticos o de industria, debilidad de la voluntad, o errores filosóficos.
Una comunidad de gente que acepte la integración en este sentido siempre tendrá una importante ventaja con respecto a las comunidades en las que los ciudadanos rechazan la integración. Un ciudadano integrado acepta que el calor de su propia vida depende de que su comunidad tenga éxito a la hora de tratar a todo el mundo con igual consideración. Supongamos que este sentido es algo público y transparente: todo el mundo sabe que todos comparten esa actitud. La comunidad tendrá, entonces, una importante fuente de estabilidad y legitimidad, incluso aunque sus miembros discrepen en gran medida sobre lo que es la justicia. Los miembros comprenderán que la política es una empresa común en un sentido especialmente vigoroso: comprenderán que todo el mundo, sea cual sea su credo y nivel económico, apuesta personalmente por la justicia -asume una fuerte apuesta personal a favor de las personas con un vivo sentido de sus intereses críticos-, no sólo para sí mismos, sino también para los demás. Esa comprensión proporciona un vínculo poderoso que subyace incluso al argumento más acalorado sobre políticas y principios concretos. Las personas que piensan en la justicia de forma no integrada, como si ésta les exigiera que comprometan sus intereses en beneficio de otros, mostrarán una tendencia a sospechar que aquellos que se oponen a ciertos programas que les exigen sacrificios evidentes, porque rechazan la concepción de la justicia en que se basan esos programas, actúan sesgados por el propio interés, ya sea deliberada o subconscientemente.
Este tipo de sospecha no puede arraigar entre personas que consideran que el desacuerdo político no tiene que ver con los sacrificios que se exigen a cada cual, sino que se centra en c´mo atneder al interés común asegurando una solución verdaderamente justa. El desacuerdo persiste frente a ese trasfondo, y es deseable que sea así. No obstante, se trata de un desacuerdo saludable entre compañeros cuyos intereses confluyen, que saben que sus intereses no son antagónicos, que saben que vencerán o que perderán juntos. Así entendida, la integración le proporciona un sentido nuevo a la vieja idea de la comunidad (commonweal): el interés genuino que comparten las personas por la política, incluso cuando los desacuerdos políticos son profundos. Todo esto es, claro está, utópico. Apenas cabe esperar que una sociedad política completamente integrada se lleve a cabo jamás. En las próximas décadas no tendrá lugar. Mas estamos explorando ahora la utopía, un ideal de comunidad que podemos definir, defender, e incluso avanzar a tientas hacia él, con la conciencia tranquila moral y metafísicamente.
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Págs. 253-256


Prioridad ética

Las consecuencias del republicanismo cívico en su versión libera resultan, pues, atractivas. Pero en el argumento que he ofrecido se produce una brecha considerable, pues hasta ahora no he ofrecido razón alguna de por qué la gente debería aceptar la integración en sentido liberal, por qué debería considerar que el hecho de que su vida sea satisfactoria depende, por qué debería considerar que el hecho de que su vida sea satisfactoria depende, de la forma que he descrito, de que las decisiones políticas de su comunidad sean justas. No cabe esperar que la respuesta a esta pregunta nos proporcione una demostración contundente. Pero podemos intentar que la idea de una comunidad liberal resulte más atractiva identificando aspectos de la buena vida que son posibles o se alimentan en una sociedad justa.
Describiré sólo el hilo argumental de ese proyecto de forma esquemática. El proyecto comienza con una de las formas menos convincentes de la perspectiva de Platón, articulada en la República, según la cual la moralidad y el bienestar son interdependientes en una ética adecuada, por lo que alguien que se comporta de forma injusta lleva, en consecuencia, una vida peor. Esta perspectiva apenas resulta admisible si tenemos presente lo que he denominado bienestar volitivo. No parece que exista una conexión inherente entre el hecho de que yo sea injusto y que yo tenga lo que quiero. Pero la perspectiva de Platón resulta más admisible cuando tenemos presentes los intereses críticos. Los criterios de una buena vida en sentido crítico no se pueden definir sin un contexto, como si fueran iguales para todo el mundo en todas las épocas de la historia. Alguien vive bien cuando responde de manera apropiada a sus circunstancias. La cuestión ética no es cómo debemos vivir, sino cómo debe vivir alguien que se halle en mi posición. Por ello, buena parte de empeño gira en torno a cómo hay que definir mi posición, y parece obigado que la justicia figure en la descripción. La pregunta ética pasa a ser la siguiente: ¿qué es una buena vida para laguien que tenga derecho a la parte de recursos a la que yo tengo derecho? Y con ese telón de fondo, la perspectiva de Platón del éxito crítico resulta atractiva. Una persona hace con su vida, por tanto, un trabajo pobre -responde de manera pobre a sus circunstancias- si actúa injustamente. No es necesario aceptar la perspectiva fuerte, que Platón defiende de hecho, de que nadie se beneficia nunca con la injusticia. Quizá la vida de algunos grandes artistas no habría sido posible en una sociedad totalmente justa, lo que no implica que llevaran una vida mala. Pero el hecho de que se apoye en la injusticia sí habla en contra de la bondad de una vida, incluso la de aquellos artistas.
Préstese atención ahora a una posible contradicción entre dos ideales éticos que la mayoría de nosotros abrazamos. El primero de ellos domina nuestra vida privada. Creemos que tenemos una responsabilidad especial para con aquellas personas con las que mantenemos una relación especial: nosotros mismos, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros colegas. A ellos les dedicamos más tiempo y más recursos que a los extraños y consideramos que eso es lo correcto. Creemos que alguien que tratara con igual consideración a todos los miembros de su comunidad política en su vida privada tendría algún defecto. El segundo ideal domina nuestra vida política. El ciudadano justo insiste, en su vida política, en que se trate a todo el mundo con igual consideración. Vota y trabaja a favor de las políticas que considera que tratan a todos los ciudadanos como a iguales. A la hora de elegir entre candidatos y programas, no muestra mayor consideración por sí mismo y su familia que por la gente que no son para él nada más que un dato estadístico.
Una ética general que sea competente tiene que reconciliar estos dos ideales. Sin embargo, sólo se puede reconciliar adecuadamente cuando la política logra distribuir realmente los recursos como lo exige la justicia. Si se ha garantizado una distribucicón justa, entonces los recursos que controla la gente son moral y legalmente suyos; el hecho de que los usen como desean, esto es, como requieren sus vínculos especiales y sus proyectos, no impide en modo alguno que reconozcan que todos los ciudadanos tienen derecho a una parte justa. Pero cuando la injusticia es sustancial, las personas que se sienten atraídas por ambos ideales -el que se refiere a proyectos y vínculos personales, por un lado, y el de la igualdad de consideración política, por otro- se hallan ante un dilema ético. Tienen que comprometer a uno de los ideales y la forma en que lo comprometan deterioraráa el éxito crítico de su vida.
Actuar de manera justa no es una cuestión totalmente pasiva; no sólo supone no hacer trampas, sino hacer tambén lo que se pueda para reducir la injusticia. De esta forma, alguien actúa de forma injusta cuando no dedica recursos, que sabe que no tiene derecho a tener, a las necesidades de las personas que tienen menos. Esta falta apenas se redime con la caridad ocasional, que de manera inevitable resulta limitada y arbitraria. Así pues si el valor crítico de una vida se reduce porque no se actúa como exige la justicia, se reduce entonces por no atender a la injusticia en nuestra propia comunidad política. Por otra parte, una vida totalmente dedicada a reducir la injusticia en la medida de los posible se vería como poco igualmente mermada. Cuando en una comunidad política la injusticia es sustancial y permanente, cualquier ciudadano que acepte la responsabilidad personal de hacer lo que pueda para corregirla terminará negándose a sí mismo los proyectos y vínculos personales, así como los placeres y las frivolidades, que resulten esenciales en una vida decente que nos compense.
Quien tiene un vívido sentido de sus propios intereses críticos se siente inevitablemente frustrado cuando su comunidad no asume su responsabilidad con la justicia; y ello es así incluso cuando una persona, por su parte, ha hecho todo lo posible para que se logre. Cada uno de nosotros comparte esa poderosa razón para querer que nuestra comunidad sea justa. Una sociedad justa es el prerrequisito de una vida que respete ambos ideales, ninguno de los cuales habría que abandonar. De esa forma, nuestra vida privada -nuestro éxito o fracaso a la hora de llevar la vida que una persona como nosotros debe llevar- es un sentido limitado, pero vigoroso, parasitaria de nuestro éxito político conjunto. La comunidad política tiene esa primacía ética sobre nuestras propias vidas individuales.

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Págs. 256-258

igualdad de recursos

la subasta (ya visto)

el proyecto

Puesto que el mecanismo de una subasta equitativa parece prometedor como técnica para lograr una interpretación atractiva de la iguadad de recursos en un contexto sencillo, como el de la isla desierta, surge la pregunta de si resultará útil en el desarrollo de una explicación más general de ese ideal. Deberíamos preguntarnos si se puede elaborar el mecanismo para proporcionar un plan que desarrolle, o ponga a prueba, la igualdad de recursos en una comunidad que tenga una economía dinámica, con trabajo, inversiones y comercio. ¿Qué estructura debe adoptar una subasta en tal economía -qué ajustes o complementos se han de realizar en la producción y el comercio que seguirían a esa subasta- para que los resultados sigan satisfaciendo nuestro requisito inicial de que todos los ciudadanos tengan a su disposición una parte equitativa de los recursos?
Nuestro interés en esta cuestión es triple. En primer lugar, el proyecto proporciona una importante prueba de la coherencia de la idea de la igualdad de recursos y de lo completa que resulta. Supongamos que no se puede descubrir subasta algna, o pauta alguna de comercio postsubasta, cuyos resultados se consideren igualitarios en una sociedad mucho más compleja, o menos artificial, que una sencilla economía de consumo; o que ninguna subasta puede producir sin constricciones ni restricciones que violen ciertos principios independientes de justicia. Esto nos lleva a suponer, como poco, que no existe un ideal coherente de igualdad de recursos o que ese ideal, después de todo, no es políticamente atractivo.
Por el contrario, podríamos descubrir brechas o defectos menos comprehensivos en esa idea. Supongamos por ejemplo que el diseño de la subasta que hemos desarrollado no determina únicamente una distribución concreta, incluso dado un conjunto inicial estipulado de recursos y una población estipuada con intereses y ambiciones fijas, sino que es capaz más bien de producir resultados significativamente diferentes que dependan del orden de las decisiones, de las elecciones arbitrarias sobre la composición de la lista inicial de opciones u otras contingencias. Podríamos concluir que el ideal de la igualdad de recursos abarca diversas distribuciones, cada una de las cuales satisface el ideal y que, por tanto, ese ideal resulta parcialmente indeterminado. Esto pondria de manifiesto la limitada capacidad de ese ideal para distinguir entre diversas distribuciones, pero no mostraría, por esa razón que el ideal es incoherente o resulta impotente en la práctica. Así pues, merece la pena intentar desarrollar la idea de una subasta equitativa como prueba de la resistencia y la fuerza teóricas de este ideal político.
En segundo lugar, una descripción totalmente desarrollada de una subasta equitativa, adecuada para una sociedad más compleja, podría proporcionar un modelo para juzgar instituciones y distribuciones del mundo real. Por supuesto, ninguna sociedad compleja y orgánica daría lugar, a lo largo de su historia, a nada remotamente comparable a una subasta equitativa. Sin embargo, en relación con una distribución real cualquiera, cabe preguntarse si pertenece a la clase de distribuciones que tal subasta podría haber producido a partir de una descripción defendible de los recursos iniciales; o, si no pertenece a la clase de distribuciones que tal subasta podría haber producido a partir de una descripción defendible de los recursos iniciales; o si no pertenece en quñe medida difiere o se aleja de la distribución que más se aproxima a las de ese tipo. En otras palabras, el macanismo de la subasta podría proporcionar un criterio para juzgar hasta qué punto una distribución real, con independencia de cómo se haya logrado, se aproxima a la igualdad de recursos en un momento dado.
En tercer lugar, e mecanismo podría ser útil en el diseño de instituciones políticas reales. En ciertas circunstancias (quizá muy limitadas), cuando se satisfacen las condiciones para una subasta equitativa al menos de forma aproximada, una subasta real podría ser el mejor medio de alcanzar o preservar la igualdad de recursos en el mundo real. Esto es cierto especialmente cuando los resultados de tal subasta están previamente indeterminados de la manera que se acaba de describir, de forma que cualquier resultado al que se llegue con la subasta respetará la igualdad de recursos incluso aunque no se sepa, de antemano, a qué resultado se llegará. En tal caso, puede ser más justo realizar una subasta real que elegir, mediante otros medios políticos, unos resultados, en vez de otros, de entre los que pudiera producir una subasta. Incluso en ese caso, rara vez sería posible o deseable llevar a cabo una subasta real con el diseño que recomiendan nuestras investigaciones teóricas. Pero sería posible diseñar una subasta sustituta: una institución económica o política que cuente con las suficientes características de una subasta teórica equitativa como para que los argumentos basados en la justicia que recomiendan una subasta real si fuera posible recomienden también la sustituta. Los mercados económicos de muchos países se pueden interpretar, tal cual, como tipos de subastas. (Y asimismo muchos procesos políticos democráticos). Una vez que heos desarrollado un modelo satisfactorio de subasta real (en la medida de lo posible) podemos usar el modelo para poner a prueba esas instituciones, y reformarlas para acercarlas al modelo.
Sin embargo, con respecto a la discusión que presentamos aquí, nuestro proyecto es, en general, enteramente teórico. Nuestro interés reside, en primer lugar, en el diseño de n ideal y de un mecanismo que ilustre ese ideal y pruebe su coherencia, lo completo que resulta y su atractivo. Por tanto, no se tendrán en cuenta las dificultades prácticas -como el problema de hacer acopio de información-, que no someten a juicio esos objetivos teóricos, y que realizan, asimismo, supuestos contrafácticos simplificadores que no los subvierten. Pero trataremos de dar cuenta de las simplificaciones que estamos realizando, pues tendrán su importancia especialmente en relación con la tercera aplicación más práctica de nuestros proyectos, en un estadio posterior, en el que consideraremos, en el mundo real, soluciones intermedias de segundo orden (second best) de nuestro ideal.
Págs. 81-83

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El pluralismo moral

Creo que las ideas de Isaiah Berlin son cada vez más influyentes y lo seguirán siendo en el futuro. Esta influencia creciente y continuada la detecto especialmente en su filosofía política y en su idea del pluralismo de valores. Voy a citar algunos párrafos de su trabajo, afirmaciones que a pesar de no estar conectadas permiten apreciar la notable originalidad e interés de su planteamiento. Berlin comienza afirmando:

“Lo que resulta claro es que los valores pueden colisionar. Los valores pueden fácilmente estar en conflicto dentro del seno de un mismo individuo. Y de ahí no se sigue que algunos deban ser verdaderos y otros falsos. Tanto la libertad como la igualdad forman parte de los bienes primarios perseguidos por los seres humanos desde hace muchos siglos. Pero la libertad plena para los lobos es la muerte para los corderos. Estas colisiones de valor son la esencia de lo que son y de lo que somos.
Si nos cuentan que estas contradicciones serán resueltas en algún mundo perfecto donde todo lo bueno está en armonía de principio, deberemos entonces responder a los que realizan esta afirmación que los significados que asignan a los nombres que para nosotros denotan los valores en conflicto no son los nuestros. Si son transformados, lo son dentro de concepciones absolutamente desconocidas para nosotros. La noción de conjunto perfecto, la solución final en la que todas las cosas buenas coexisten no me parece solamente inalcanzable (esto es un truismo) sino algo conceptualmente incoherente. Algunos de los bienes más grandes no pueden vivir juntos. Ésa es una verdad conceptual. Estamos condenados a elegir, y cada elección puede comportar una pérdida irreparable.”
















filosofía 4



órdenes de legitimación y la funcion simbólica




Tipos de niveles de legitimación
Los universos simbólicos que funcionan para legitimar la biografía individual y el orden institucional tienen carácter nómico y ordenador.
La realidad se integra por incorporación al mismo universo de significado de la experiencias biográficas.
Por ejemplo determina la significación de los sueños dentro de la realidad de la vida cotidiana, que reestablece a cada momento la situación prominente y mitiga el impacto que acompaña el paso de una realidad a otra.
Esta integración de las realidades de las situaciones marginales dentro de la realidad prominente de la vida cotidiana tiene gran importancia, porque dichas situaciones constituyen la amenaza más señalada para la existencias establecida y rutinizada en sociedad.
Si se concibe a esta última como el “lado luminoso” de la vida humana en ese caso las situaciones marginales constituyen el “lado sombrío” que se cierra siniestro en la periferia de la conciencia cotidiana. Por el solo hecho de que el lado sombrío tiene su realidad propia que suele ser siniestra, constituye una amenaza constante para la realidad “lúcida”, establecida y positiva de la vida en sociedad. Constantemente se sugiere la idea (la idea “insana” por excelencia) de que tal vez la realidad luminosa de la vida cotidiana no sea más que una ilusión que en cualquier instante puede ser devorada por las ululantes pesadillas de la otra realidad, la sombría.
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Hay un nivel pre-teórico de legitimación, a este nivel incipiente pertenecen todas las afirmaciones sencillas referentes al “así se hacen las cosas” que son las respuestas primeras y generalmente mas eficaces a los “¿por qué?” del niño, constituye un fundamento del conocimiento auto-evidente sobre el que descansan todas las teorías subsiguientes.
En un segundo nivel de legitimación se contienen proposiciones teóricas en forma rudimentaria, estos esquemas son sumamente pragmáticos, son grupos de significados objetivos, y se relacionan directamente con acciones concretas, son comunes a este nivel los proverbios, las máximas morales, sentencias y a él corresponden también las leyendas y cuentos populares, que suelen transmitirse en forma poética.
En un tercer nivel de legitimación se contienen teorías explícitas por las que un sector institucional se legitima y proprocionan marcos de referencia bastante amplios, en razón de su complejidad suele encomendarse a personal especializado que la transmite mediante procedimientos formalizados de iniciación.
Los universos simbólicos constituyen un cuarto nivel de legitimación y abarcan el orden institucional en una totalidad simbólica.
La legitimación consiste en lograr que las objetivaciones de “primer orden” ya institucionalizadas lleguen a ser objetivamente disponibles y subjetivamente plausibles, y la función de “integración” está entre su propósito típico y que motiva a los legitimadores.
El problema de la legitimación surge inevitablemente cuando las objetivaciones de orden institucional, ahora histórico, deben transmitirse a una nueva generación, al llegar a ese punto, como hemos visto, el carácter auto-evidente de las instituciones ya no puede mantenerse por medio de los propios recuerdos o habituaciones del individuo, la unidad de historia y biografía se quiebra, para restaurarla y volver inteligibles así ambos aspectos de ella deben ofrecerse “explicaciones” y justificaciones de los elementos salientes de la tradición institucional, este proceso de “explicar” y justificar constituye la legitimación.
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Distintas funciones de legitimación
El universo simbólico es teórico, se origina en procesos de reflexión subjetiva los que con la objetivación social llevan al establecimiento de vínculos explícitos con las diversas instituciones. El carácter teórico resulta indidable por más ilógicos o no sistemáticos que puedan parecerle a un observador “indiferente”.
La legitimación del orden institucional también se ve ante la necesidad de poner una valla al caos. Toda la realidad social es precaria, todas las sociedades son construcciones que enfrentan el caos. La constante posibilidad de terror anómico se actualiza cada vez que las legitimaciones que oscurecen la precariedad están amenazadas o se desploman. El temor que acompaña a la muerte de un rey especialmente si acaece con violnecia repentina expresa este terror y lo trae desde el caos hasta una cercanía consciente. Tiene que comprenderse por ejemplo ante la muerte de Kennedy como a los acontecimeintos de esta indole tienen que sucederles inmediatamente las más solemnes reafirmaciones sobre la realidad continuada de los símbolos protectores.
Los orígenes de un universo simbólico arraigan en la constitución del hombre. Si el hombre en sociedad es el constructor de un mundo, esto resulta posible debido a esa abertura al mundo que le ha sido dada constitucionalmente, lo que ya implica un conflicto entre el orden y el caos. Los universos simbólicos que proclaman que toda la realidad es humanamente significativa y que recurren al cosmos entero para que signifique la validez de la existencia humana constituyen las estribaciones más remotas de esta proyección.
El universo simbólico ordena la historia y ubica los acontecimientos colectivos dentro de una unidad coherente que incluye el pasado, el presente y el futuro.
También proveen la delimitación de la realidad social, asigna rangos a los diversos fenómenos en una jerarquía del ser, definiendo los rangos de lo social dentro de dicha jerarquía, esos rangos se asignan a los tipos diferentes de hombres y suele suceder que hay categorías de esos tipos que son definidos como distintos de lo humano o menos que humano. Por ejemplo el universo de la India tradicional asignaba a los parias un status más cercano al de los animales que al status humano de las castas superiores, operación legitimada definitivamente en la teoría del karma-samsara, que abarcaba a todos los seres, humanos o no, y aun mas tarde durante las conquistas españolas en america, los españoles llegaron a concebir que los indios pertenecían a una especie diferente, esta operación se legitimaba en una manera menos amplia por una teoría que “probaba” que los indios no podían descender de Adán y Eva.


Una función legitimadora de los universos simbólicos es la de la “ubicación” de la muerte, que tiene importancia para la biografía de sus individuos y es donde se revela con importancia trascendental el carácter apaciguador fundamental de las legitimaciones definitivas de la realidad cotidiana. La experiencia de la muerte de otros y posteriormente la anticipación de la muerte propia plantea la situación marginal por excelencia para el individuo, plantea la amenaza más terrible para él. Todas las legitimaciones de la muerte deben cumplir la misma tarea esencial: capacitar al individuo para seguir viviendo en sociedad después de la muerte de otros significantes y anticipar su propia muerte con un terror que al menos se halla suficientemente mitigado como para no paralizar la realización continua de las rutinas de la vida cotidiana.
El universo simbólico también posibilita el ordenamiento de las diferentes fases de la biografía. En las sociedades primitivas los ritos de pasaje representan la función nómica en forma prístina, la periodización de la biografía se simboliza en cada etapa, la niñez, la adolescencia, la adultez, con referencia a la totalidad de los significados humanos. Sería un error pensar aquí en las sociedades primitivas solamente, una teoría psicológica moderna sobre el desarrollo de la personalidad puede cumplir igual función. El individuo que pasa de una fase biográfica a otra puede percibirse él mismo como repitiendo una secuencia ya establecida en la “naturaleza de las cosas” o en su propia “naturaleza”, vale decir que puede él infundirse la seguridad de que vive correctamente.
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Andrómeda

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funciones de legitimación
Una función legitimadora de los universos simbólicos es la de la “ubicación” de la muerte, que tiene importancia para la biografía de sus individuos y es donde se revela con importancia trascendental el carácter apaciguador fundamental de las legitimaciones definitivas de la realidad cotidiana. La experiencia de la muerte de otros y posteriormente la anticipación de la muerte propia plantea la situación marginal por excelencia para el individuo, plantea la amenaza más terrible para él. Todas las legitimaciones de la muerte deben cumplir la misma tarea esencial: capacitar al individuo para seguir viviendo en sociedad después de la muerte de otros significantes y anticipar su propia muerte con un terror que al menos se halla suficientemente mitigado como para no paralizar la realización continua de las rutinas de la vida cotidiana.
La legitimación del orden institucional también se ve ante la necesidad de poner una valla al caos. Toda la realidad social es precaria, todas las sociedades son construcciones que enfrentan el caos. La constante posibilidad de terror anómico se actualiza cada vez que las legitimaciones que oscurecen la precariedad están amenazadas o se desploman. El temor que acompaña a la muerte de un rey especialmente si acaece con violencia repentina expresa este terror y lo trae desde el caos hasta una cercanía consciente. Tiene que comprenderse como a los acontecimientos de esta indole tienen que sucederles inmediatamente las más solemnes reafirmaciones sobre la realidad continuada de los símbolos protectores.
El universo simbólico también posibilita el ordenamiento de las diferentes fases de la biografía. En las sociedades primitivas los ritos de pasaje representan la función nómica en forma prístina, la periodización de la biografía se simboliza en cada etapa, la niñez, la adolescencia, la adultez, con referencia a la totalidad de los significados humanos. Sería un error pensar aquí en las sociedades primitivas solamente, una teoría psicológica moderna sobre el desarrollo de la personalidad puede cumplir igual función. El individuo que pasa de una fase biográfica a otra puede percibirse él mismo como repitiendo una secuencia ya establecida en la “naturaleza de las cosas” o en su propia “naturaleza”, vale decir que puede él infundirse la seguridad de que vive correctamente.
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Andrómeda











Lo instintivo es siempre lo que predomina sobre el disfraz de la inteligencia, casi siempre todos estamos arrojados como expulsados no sólo hacia el otro sexo sino hacia la inconsciencia, es como si todo solamente tuviera un destino orgánico y vital.
En el destino social siempre tenemos que ver un desvío de lo que es nuestro propio instinto, por mucho que quise ser rebelde yo enseguida vi que no podía luchar, que la sociedad era un poder más fuerte.
Y sí, como me decías, Antígona se sacrificó por algo como una dignidad natural y los destinos se mimetizan también, a ella ya sólo le quedaba morir como su hermano y como su amante.
Pienso que lo nuestro nació con una fuerza del destino inusual y descomunal, una fuerza más fuerte que nosotros, nos unió a mí por mi desesperación y a ti por tu irrefrenable osadía pero sobre todo porque había un fondo de confianza común y parecido entre nosotros.
Todo el mundo, toda la vida, es un vasto sistema de inconsciencias que opera a través de consciencias individuales, la vida sigue siendo ese inconsciente colectivo y aunque cumpla un destino social se trata de cumplir con un destino orgánico, vital e instintivo a través de la apariencia de una conciencia individual, somos una conciencia dentro de un sistema de inconsciencias, hoy se sabe que el cerebro humano en su mayor parte es inconsciencia.
Las mujeres desorientadas subrayan así el eterno femenino.

gracias a la luz de tu mirada por encontrarnos en el mismo camino, por coincidir en el mismo destino, por entregarte mi soledad y quitármela.
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La ecuación según la cual “el hombre es a la mujer lo que la cultura es a la naturaleza” -además de insostenible por infundada- es sumamente peligrosa pues la dicotomía cultura-naturaleza sustenta sobre sí, por encabalgamiento, otras muchas parejas dicotómicas, desde el par “razón”-”sentimiento” al par “público”-”privado”, por citar sólo dos que se dan cita en Rousseau.
De la falta de fundamento de aquella ecuación no hay mucho que decir salvo que la supuesta condición natural de la mujer tiene bastante poco de “natural”: “La asociación conceptual de la mujer con la naturaleza -concepto nunca dado, claro está por la propia naturaleza, sino siempre social e ideológicamente construido desde las definiciones que la cultura se da a sí misma- no aparece creemos como algo que se pueda derivar sin más de su proximidad a la vida por ser dadora de la misma...
Pensemos que la recurrencia en la adjudicación de los lugares en las contraposiciones categoriales responde a la generalizada situación de marginación y de opresión -cuando no de explotación- en que se encuentra la mujer, opresión desde la que se define -pues en ellos consiste la operación ideológica fundamental de la racionalización y legitimación- como aquello que requiere ser controlado, domesticado y superado”.
De hecho añade Celia Amorós con justificada ferocidad las instrucciones ofrecidas en el Emilio para la educación de las niñas en su alusión a Rousseau -”Las niñas deben ser activas y diligentes, pero eso no es todo; desde muy temprano han de saber contenerse”. “Deben someterse al decoro durante toda su vida, que es el freno más severo y más constante”, “Demasiada indulgencia las corrompe y pervierte con la disipación, la vanidad y la inconstancia, que son los vicios a los que son más propensas”- parecen extraídas del “Manual del perfecto domador”.
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Para poner otro ejemplo, caro a Celia Amorós, pensemos en la interpretación hegeliana del personaje de Antígona. Con la distinción entre naturaleza y cultura se engarzan para Hegel otras varias distinciones de su cosecha, como las existentes entre el ser-en-sí y el ser-para-sí, la inmediatez y la mediación o lo genérico y lo individual. Merecerá la pena que nos detengamos por un instante en el último eslabón.
La dicotomía “género”-”individuo” cumple un papel fundamental por su articulación orgánica con la de naturaleza y cultura. Siendo naturaleza en última instancia, la mujer no accede al estatuto de la individualidad, estatuto cultural por excelencia, que Hegel reserva al ser-para-sí o “autoconciencia” capaz de despegar de la inmediatez. Por el contrario, eso es lo que no puede hacer “la esencia de lo femenino”, compacta en un bloque de características genéricas en que cada uno de sus ejemplares individuales es irrelevante en tanto que tal, por lo que -en cuanto puro “género”- tampoco le será dado orientarse hacia el otro como individuo.
Como comenta Celia Amorós en su "Crítica de la Razón patriarcal"a propósito de este célebre pasaje de la Fenomenología del Espíritu, perla misógina donde las haya: “Para la mujer, dirá Hegel, en la morada de la eticidad no se trata de este marido o este hijo, sino de un marido o de los hijos en general...
Aquí se encontraría para Hegel la justificación del doble código moral según se aplique al hombre o a la mujer”.
Pues mientras la mujer ha de permanecer ajena a la singularidad de la apetencia, el hombre tendrá derecho a ella, esto es, su “individualidad” se constituye en fundamento de “la cana al aire” masculina. En su condición de género, en cambio, a la mujer “debieran” serle indiferentes un individuo u otro, de donde se desprendería la intolerabilidad de su adulterio que sería “un atentado contra el realismo de los universales”.
Nos tropezamos con la cuestión del “nominalismo” que para Celia Amorós vendría a representar el polo opuesto de cualquier reificación de la esencia de lo femenino. Pero no todo feminismo se encuentra reluctante a hablar de dicha “esencia”, esto es de la feminidad.
nominalismo, marxismo, ecologismo, feminismo


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Se supera el sueño mismo del ángel de la melancolía! Como el diablo te has salido del orden del mundo, metafísicamente ilegal! Las prescripciones visibles están excluídas para ti.
Lamentas que no haya languidecido por ojos aún más lejanos.
Como un vándalo roído por la melancolía, te dirijes sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé qué rincones...
La reificación es la aprehensión de fenómenos humanos como si fueran cosas, vale decir, en términos no humanos o posiblemente supra-humanos.
Se puede expresar diciendo que es la aprehensión de los productos de la actividad humana como si fueran algo distinto de los productos humanos, como hechos de la naturaleza, como resultados de leyes cósmicas, o manifestaciones de la voluntad divina.
La objetividad del mundo social significa que enfrenta al hombre como algo exterior a él mismo. Queda fijado como facticidad inerte.
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Todo lo que sucede aquí abajo podria decirse no es mas que un palido reflejo de lo que sucede allá arriba, quiere decirse en el status donde se origina el modelo a seguir, este concepto puede relacionarse con el de la "mala fe" de Sartre, tal vez. Parece que hay que romper el mito.
Porque todas esas recreaciones que intentan dar vida, parece que son representaciones muertas de la verdad.
En fin hoy no tengo la conciencia para hallar el fin de esta enredada madeja.
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Negamos la individualidad y aceptamos el orden objetivo pero tampoco eso es.
No se trata de al desaparecer como sujeto caer en todo lo opuesto, en ser como cosas sin alma, más bien somos roles, somos desempeños de papeles, la identidad misma puede desaparecer y somos aprehendidos como una identidad total o el individuo mismo puede desaparecer.
Una coseidad (durkheim) consiste en concederle un satatus ontológico independiente de la actividad y la significación humanas.
Es una evidencia no sólo psicológica sino etnológica, es decir, la aprehensión original del mundo social es sumamente reificada tanto filogenética como ontogenéticamente., algo así como propio de las civilizaciones cosmológicas (mircea eliade).
Y uno puede hasta desaparecer cuando se desidentifica con el arriba o con el abajo.
Es un problema también de legitimación de los universos simbólicos.
Un saludo filogenético!
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una fe metafísica
30 Noviembre 08 Cuantas más injusticias se han sufrido mayor es el riesgo de caer en el engreimiento y hasta en la soberbia. Toda víctima se vanagloria de ser un elegido a contracorriente y reacciona en...
http://blogs.librodearena.com/sylfide/post/2008/11/30/ua-fe-metafisica
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Cuantas más injusticias se han sufrido mayor es el riesgo de caer en el engreimiento y hasta en la soberbia. Toda víctima se vanagloria de ser un elegido a contracorriente y reacciona en consecuencia, sin sospechar que es así como actúa el Diablo.
Ninguna de las religiones han estado libres de esta soberbia lamentablemente.

No es que haya que condenar en masa a los gentiles. Pero, a fin de cuentas, no tienen de qué estar tan orgullosos: forman tranquilamente parte del «género humano»...
Esto es precisamente lo que, de Nabucodonosor a Hitler, no se ha querido conceder a los judíos; desdichadamente, estos últimos no tuvieron el valor de glorificarse de ello.
Con una arrogancia de dioses, hubieran debido jactarse de sus diferencias, proclamar ante la faz del universo que no tenían semejantes...
dar la razón a quienes les odian... Dejemos los pesares o el delirio.
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Cuantas más injusticias se han sufrido mayor es el riesgo de caer en el engreimiento y hasta en la soberbia. Toda víctima se vanagloria de ser un elegido a contracorriente y reacciona en consecuencia, sin sospechar que es así como actúa el Diablo.
Ninguna de las religiones han estado libres de esta soberbia lamentablemente.
No es que haya que condenar en masa al sistema financiero actual. A fin de cuentas, no tienen de qué estar tan orgullosos: forman tranquilamente parte del «género humano»...

Con una arrogancia de dioses, hubieran debido jactarse de sus diferencias, proclamar ante la faz del universo que no tenían semejantes... dar la razón a quienes les odian...
Pero dejemos los pesares o el delirio.

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una fe metafisica

Pero lo importante es ver cómo se afirma una definición global y universal de las singularidades étnicas de cada pueblo, y hoy día avanzamos cada vez más en este otro sentido, el de que Europa es un conglomerado de pueblos politeístas, aún cuando la amalgama y la unidad de la cristiandad sean ambas definitorias de su origen.
Hoy ya no podemos decir que ninguna ética o religión responde a una inversión de valores, hoy responden a sus propias concepciones simbólicas, a un universo de legitimación del orden, ya no buscan la revolución, no.
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Una moral de esclavos, sí, pero con todo el refinamiento de los textos de la antiguedad hebraica. De ahí nace una moral también del resentimiento, por haber sido esclavizados.
Cuando después se impone el cristianismo sobre el judaísmo y sobre las culturas paganas de Roma, entonces ya empieza otra lógica diferente.
Sabiendo también que el concepto del judío en Europa, no es más que el resultado de años de aculturación.
Es decir, que el rol que los judíos han tenido en los sectores bancarios como en el de la usura son el producto de cientos de años de leyes medievales que prohibían a los judíos el acceso a ciertas profesiones y oficios y los confinaban a tener que jugar el rol de banqueros o usureros.
Es cierto que han conseguido todos los méritos para tener legitimidad moral para querer volver a su tierra u hogar, para haber conseguido en los EEUU lo que se le negó en Alemania, pero por mucho que hacen y se afanan por hacerse notar o amar no lo consiguen, porque no quieren igualarse con la humanidad.
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Pero esta vez no van a querer dejar escapar la oportunidad ¿cómo no querer hacer la paz?
En lugar de enorgullecerse de sus orígenes, de exhibirlos y proclamarlos, a veces los camuflan.
De ahí sus apasionamientos, su capacidad de amor y de odio, su gusto por la venganza o las excentricidades de su caridad.
Los primeros cristianos a su lado parecen unos oportunistas y el evangelio una pueril alegoría enternecedora.
Fueron ellos quienes no reconocieron a los gentiles como seres humanos, el pecado ya empezó con ellos.
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Por eso ahora más que nunca la memoria está ahí del mismo lado, o nos ponemos de acuerdo en lo fundamental o lo pagaremos todos con la falta de dignidad y con más sinrazón.
Por eso digo que entre razón y fe el hombre moderno debe mirar a la razón y hacer un flaco favor a la fe. Como si la fe fuera también una razón metafísica.
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El mundo reificado es por definición un mundo deshumanizado, que el hombre experimenta como facticidad extraña, como un opus alienum sobre el cual no ejerce un control mejor que el del opus propium de su propia actividad productiva.
La objetividad del mundo social significa que enfrenta al hombre como algo exterior a él mismo. La cuestión decisiva es saber si el hombre conserva conciencia de que el mundo social, aún objetivado, fue hecho por los hombres y de que éstos por consiguiente pueden rehacerlo. La reificación puede describirse como un paso extremo en el proceso de la objetivación, por el que el mundo objetivado pierde su comprehensibilidad como empresa humana y queda fijado como facticidad inerte, no humana y no humanizable.
Hemos hablado de las sedimentaciones del lenguaje objetivadas que subyacen en todas las acciones institucionalizadas, pero no sólo también pueden referirse a la transmisión de tipificaciones entre individuos que no atañen a instituciones.
Un sistema de signos objetivamente accesible otorga un status de anonimato incipiente a las experiencias sedimentadas al separarlas de su contexto originario de biografías individuales concretas y volverlas accesibles en general a todos los que comparten ese sistema de signos.
El lenguaje objetiva las experiencias compartidas y es el medio más importante para transmitir las sedimentaciones objetivadas en la tradición de la colectividad.
Los significados institucionales además deben grabarse poderosa e indeleblemente en la conciencia del individuo, puesto que los seres humanos solemos ser indolentes y olvidadizos deben existir también procedimientos para que dichos significados se machaquen y se recuerden reiteradamente, si fuese necesario, por medios coercitivos y por lo general desagradables. Además los procesos institucionales tienden a simplificarse en el proceso de transmisión dado que los seres humanos no solemos tener buena memoria y se convierten en el carácter de fórmulas para asegurar su memorización y se produce un proceso de rutinización y trivialización.
Por otra parte, la segmentación del orden institucional y la distribución concomitante de conocimiento planteará el problema de proporcionar significados integradores que abarquen la sociedad y provean un contexto total de sentido objetivo para la experiencia social fragmentada y el conocimiento del individuo. Y además estará no sólo el problema de integración significativa total sino el de legitimación de las actividades institucionales, desde el tipo de actor vis-à-vis a otros tipos de actores como los guerreros, agricultores, comerciantes y exorcistas, lo que no significa que no existirán conflictos de intereses entre ellos. Los métodos de esa legitimación han sido variados a lo largo de la historia, los exorcistas pueden tener el problema de “explicar” algunas de sus actividades.
Del análisis de la objetivación del conocimiento surge claramente que en el momento mismo en que se establece un mundo social objetivo no está lejos la posibilidad de aprehenderlo como “facticidad no humana”, es decir, la posibilidad de “reificación”, de cosificación.
La reificación es la gran cuestión de gran interés teórico que nos trae provocada por la gran variabilidad histórica de la institucionalización.
La reificación es la aprehensión de fenómenos humanos como si fueran cosas, vale decir, en términos no humanos o posiblemente supra-humanos. Se puede expresar diciendo que es la aprehensión de los productos de la actividad humana como si fueran algo distinto de los productos humanos, como hechos de la naturaleza, como resultados de leyes cósmicas, o manifestaciones de la voluntad divina. La reificación implica que el hombre es capaz de olvidarse de que él mismo ha creado el mundo humano y además que la dialéctica entre el hombre productor y sus productos pasa inadvertida para la conciencia.
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alienacion y comunidad humana

Cuando los hombres se relacionan entre sí por la vía de la acción recíproca, pues la auténtica interacción sólo es posible con una relación entre sujetos, la concepción de dicha interacción como una relación entre un sujeto y un objeto conduciría obviamente a su degradación, pues entraña invariablemente la objetualización de algún sujeto; o apurando al extremo la analogía del trabajo, la explotación de unos sujetos por otros, tras de haber estos objetualizado a los primeros.
Y es precisamente esa “cosificación” u objetualización de los sujetos a lo que, en sus Manuscritos económico-filosóficos dio Marx el nombre de “alienación”. Aun cuando el nombre mismo acabara por caer en desuso en sus obras de madurez, difícilmente el Marx teórico social podría haberse olvidado de la alienación, como tampoco es fácil que lo hiciera el Marx revolucionario.
Al reparar en que la sociedad -producto al fin y al cabo de los hombres- puede escapar al control de éstos como lo hacía la escoba del aprendiz de brujo, Marx nos puso, en efecto, sobreaviso de que la capacidad de imposición de las leyes científico-sociales -que aparentemente objetualizan, o cuasi-objetualizan, al hombre, siquiera en la medida en la que lo convierten en objeto de explicación y predicción científica- no es en rigor menor que la de las leyes científico-naturales que explican y predicen los movimientos orbitales de los astros, lo que acaso constituya una de sus contribuciones capitales a la teoría social.
Aceptando el modelo determinista de ciencia en el que Marx, no menos que Kant, se hubo de mover en su tiempo, por más que ambos se hallasen familiarizados con la regularidad estadística, el sometimiento del hombre a la legalidad científico-social parecía reproducir, a este nuevo nivel de causalidad, el resto del determinismo a nuestra libertad de la famosa antinomia kantiana, sin que a Marx le cupiera solventarla relegando la libertad de los sujetos a un trasfondo “nouménico” supuestamente compatible con nuestra “fenoménica” aceptación de la causalidad social, pues aceptar la imposición de esta última como si su necesidad fuera de hecho ineluctable equivaldría ni más ni menos que a dejar de actuar como sujetos.
Marx no tuvo ocasión de reparar en esta importantísima precisión metodológica que de haberle sido hecha observar, tal vez le habría inducido a mostrarse más cauteloso en el asunto de sus tan traídas y llevadas predicciones.
Mas precisamente por ello reviste mayor mérito su confianza en que los hombres -sin los que no sería posible para él la instauración de ninguna legalidad causal en el seno de la sociedad- pudiesen libremente contribuir a la cancelación de cualquier género de determinismo social. La ciencia social habría cumplido su ciclo dando paso a una comunidad de individuos libres.
Para aducir una de sus razones, pensemos en que la incitación a la desobjetualización de los sujetos -acaso no tan apremiante como en tiempos de Marx desde la perspectiva de una ciencia social que ha dejado de ser concebida en términos deterministas y en la que, por lo tanto, nuestra sumisión a leyes puramente estadísticas se diría que ya no compromete nuestra libertad individual (lo que, por descontado, no garantiza que no continúe habiendo alienación, como tampoco garantiza que no continúe habiendo causalidad social)- sigue siendo apremiante, y lo es incluso más que nunca, en la tecnología social de nuestros días, so pena de que ésta se reduzca lisa y llanamente a “ingeniería social”.
Una reducción ésa que prolonga, en las concretas realizaciones del marxismo, la alienación con que el marxismo pretendía acabar, y a la que presumiblemente no es ajeno el reduccionismo instrumentalista de la concepción de la racionalidad cuya unilateralidad estamos deplorando.
Mas como quiera que ello sea, y salvo para los contumaces ideólogos de la interpretación “laborista” del marxismo, lo cierto es que esa especie de homo faber que sería el homo laborans -o laborem exercens, como le llamaría el más alto dignatario de la Iglesia católica con el sagaz sentido de la oportunidad que Dios reserva de ordinario a sus representantes en la Tierra- anda en la actualidad de capa caída.
Superficialmente hablando su más inmediato rival parece ser el homo ludens que no es tampoco que digamos un invento de ayer ni antesdeayer.
Pero aunque algo haya de eso, la verdadera alternativa a que se enfrenta el hombre contemporáneo no es la del goce de las múltiples delicias del “bazar psicodélico” -un tanto desabastecido últimamente, tras el abrupto cerrojazo a la ilusión de la opulencia relativa de las pasadas décadas- en lugar de la rígida observancia de la moral puritana del trabajo, que no hay que confundir, después de todo, con el marxismo.
En su dimensión más profunda, el juego mismo envuelve o presupone una forma de interacción. Y lo que para nosotros es más importante, ésta última envuelve o presupone la comunicación por medio de algún tipo de lenguaje, la “interacción comunicativa” que acompaña a, o se encuentra en la base de, cualquier otro género de interacción. Nada de extraño tiene, entonces, que el nuevo modelo de hombre que reclama en la actualidad nuestra atención sea el del homo loquens, esto es, aquel cuya sociabilidad se manifiesta -al menos tanto como, si acaso no más que, en el trabajo- en su capacidad de comunicación con sus semejantes.
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Tecnocracia y despolitización.-
Por ejemplo, Marx no previó que la creciente interdependencia entre investigación científica y tecnología acabaría convirtiendo a la ciencia en fuerza productiva predominante, como tampoco le fue dado prever que la intervención creciente del Estado para paliar las disfunciones de la sociedad de mercado acabaría modificando de manera no menos importante el cuadro de las relaciones sociales vigentes de producción.
En el capitalismo tardío, lo primero fomenta la creencia de que el funcionamiento del sistema social constituye un problema de orden técnico más bien que de orden práctico, en tanto lo segundo contribuye a reforzar la lealtad de unas masas despolitizadas al Estado benefactor a cambio del mantenimiento de un nivel relativamente estable del bienestar social.
Tecnocracia y despolitización se complementan mutuamente y conducen a la pérdida de función de la participación democrática en las tareas de decisión, confiada cada día más a los “expertos” o limitada a la periódica elección plebiscitaria de líderes alternativos cuya representatividad parece tener bastante más que ver con su capacidad para “representar” su propio liderazgo, como si de actores se tratase, que con la “representación” de sus electores.
El caso es que la teoría crítica en la que francfortianamente Habermas hace consistir el marxismo se haya necesitada de revisión.
Fenómenos tales como la lucha de clases o el de la falsa conciencia -cuya conceptuación jugaba un papel clave en aquella teoría- han de ser, por ejemplo, objeto de reinterpretación.
Aun así el antagonismo clasista no ha sido eliminado, los mecanismos de regulación del conflicto social han conseguido al menos relegarlo a un estado de “latencia”; y de la conciencia tecnocrática imperante cabe decir que es “menos ideológica” que cualquiera de las ideologías precedentes, lo que ciertamente no hace sino incrementar su poder de imposición.
El marxista ortodoxo siempre podrá alegar que el análisis habermasiano de recambio recae sobre un modelo de sociedad todavía lejos de una posible implantación a escala planetaria y susceptible, allí donde se halle efectivamente implantado, de experimentar la convulsión de crisis económicas al estilo clásico.
Para su consuelo, Habermas ni siquiera necesita excluir esta última posibilidad, limitándose a apuntar la del surgimiento de crisis de otro estilo, como las llamadas crisis de motivación y de legitimación.
Y le guste ello o no al marxista ortodoxo, los factores que entran en juego en este tipo de crisis -como sucede con el déficit de participación a que aludíamos- se dan también, y en no menor medida que en las sociedades capitalistas, en las sociedades de socialismo burocrático y autoritario.
En última instancia, dicho déficit representa en el ámbito de la interacción un deterioro comparable al representado por la explotación económica en el ámbito del trabajo. Y su superación habría de constituir un objetivo emancipatorio no menos apremiante que la superación de esta última, como lo es el de hacer posible entre los hombres una comunicación libre de dominación.
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estimado amigo:
El individualismo posesivo -que hasta el siglo pasado parecía suficiente, o cuando menos indispensable, para fundamentar el cuerpo entero de la teoría política liberal- hizo crisis con la aparición de la sociedad política de una fuerza hasta entonces existente sólo en la sociedad civil: el movimiento obrero organizado en el que se asociaban quienes no tenían otra propiedad que su fuerza de trabajo, lo que a su vez obligaría a las clases socialmente dominantes a organizar su propia clase política y hasta, en caso necesario, a subordinar a esta última el aparato estatal mismo (la irrupción de los fascismos en la escena europea de nuestro siglo no sería, como tantas veces ha sido interpretada, sino una acentuación extrema de aquella última tendencia).
Desde un punto de vista teórico, sin embargo, cabría decir que el individualismo así entendido era ya insuficiente desde el instante mismo de su surgimiento, pues, como Marx oportunamente había hecho ver, la inoperancia de la abstracta concepción liberal del individuo -que permite hablar de robinsonianos individuos, naturalmente independientes, que conciertan contratos entre sí cuando hace al caso- se pone de evidencia si se piensa, son sus propias palabras, que “el individuo, el hombre, no es posible sin la sociedad”.
En Rousseau hay también la invitación a que los individuos acorten cuanto puedan la distancia que separa al hombre del ciudadano, invitación que lleva hasta el extremo de repudiar el gobierno representativo y otorgar la soberanía a una asamblea de individuos en la que estos puedan hacerse oír sin mediaciones.
Y de ahí que ni siquiera tenga nada de extraño que -pese a una aversión hacia Marx posiblemente basada en idéntico prejuicio o interpretación insuficiente de su pensamiento- hasta él mismo acabará haciendo un hueco a a la teoría del contrato en la tradición marxista.
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Sin embargo, todo lo que significa burocratización, tecnocracia y desideologización política parece ser una caraterización actual de la racionalización de las sociedades postindustriales y a mi modo de ver volver a pensar éstas características en los términos del revisionismo marxiano y en términos weberianos y habermasianos, nos da una nueva concepción mucho más crítica y realista, no cabe relegar que el determinismo científico-social en el que se mueven tanto Kant como Marx aquí es criticado, pero no lo que es su aportación fundamental a la teoría social, como elemento sustentador de las sociedades y en tanto que los sujetos interactúan como individuos libres y no alienados.
Cordialmente, quede de usted,
sylphides
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Estimado signore:
Alguien dijo que la clase obrera era la heredera de la filosofía clásica alemana y no sólo para mayor gloria del pensamiento idealista de la modernidad, sino también para mayor desdicha de la propia clase obrera.
No he leído sino en algunos fragmentos el Capital de Marx, pero le prometo que lo haré, entre otras cosas como una satisfacción.
Y Luckács, uno de sus grandes intérpretes, que oscila entre identificar al proletariado con los obreros insurrectos de los frentes de guerra y las barricadas urbanas o con los trabajadores de las fábricas y colectividades socializadas, acaba por identificarlo con el partido en tanto que organización, puesto que en definitiva no sabe otorgar otros atributos a su representación del proletariado que los del sujeto clásico-moderno de la dominación.
Esta identidad del proletariado como sujeto histórico-universal y el sujeto de la dominación explica la miseria del proletariado como representación. Ya en la misma obra de Luckács el proletariado se confunde muchas veces con el partido de concepción leninista, es decir, la organización de funcionarios o profesionales de la revolución.
¿Esto explicaría también su misma aberración a la interpretación de lo que ha dado de sí el marxismo?
Mi interés es, por supuesto, las revisiones críticas de la actualidad y concebir también la transformación que ha experimentado nuestra sociedad democrática y social, no olvidemos la cantidad de derechos laborales que hay introducidos en nuestros códigos laborales actuales, todo ello expresa un testimonio tácito hacia la descomunal labor de un hombre como el que nos trae.
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