sábado, 7 de marzo de 2009

la filosofía hermenéutico-trascendental y pragmático trascendental

filosofía 6

~
Semioticismo, deconstruccionismo, crítica de la razón total y crítica posmetafísica
Yendo al semioticismo y deconstruccionismo de Derrida, quien se ve a sí mismo como el más consecuente ejecutor del programa heideggeriano de una torsión (Verwindung) de la metafísica occidental.
Derrida interpreta la pregunta conductora de Heidegger por el sentido del ser como pregunta por un significado trascendental incluso para la propia metafísica. Sin embargo, Heidegger tenía al acontecimiento de la formación de la diferencia por más originario que al sentido del ser, que sólo puede abrirse (y simultáneamente ocultarse) a raíz del acontecimiento de la formación de la diferencia.
Por consiguiente, tanto en Heidegger como en Derrida, el tiempo, en tanto que potencia de la formación de la diferencia, consigue en cierto modo la victoria final frente al logos, el cual, no obstante, es capaz de enunciar esto mismo. Estamos ante una completa inversión de la idea que definió los comienzos de la metafísica occidental en Parménides y Platón. El que en virtud del logos podamos pensar el tiempo, y enunciar y comunicar lo pensado -con pretensión de validez intersubjetiva-, ya no parece ser lo asombroso; incluso no se reflexiona sobre ello en cuanto inevitable pretensión de validez.
Ahora bien, yo creo que este programa deconstruccionista representa una aporía de la crítica de la metafísica, exactamente en la misma medida que el precedente reduccionismo ontológico de la crítica naturalista-cientificista a la metafísica. Y es digno de atención el que, en ambos casos, tanto en el reduccionismo ontológico como en el último Heidegger y en Derrida, da la impresión de que el propio intento de crítica de la metafísica termina por adquirir un carácter metafísico: finalmente, el tiempo formador de la diferencia resulta ser un candidato tan sugestivo para ocupar el lugar del origen en la metafísica qua explicación del mundo en sentido prekantiano, como el mecanismo de la naturaleza, la voluntad de Schopenhauer o la voluntad de poder de Nietzsche. Pero en todos estos planteamientos falta una reflexión estricta sobre las condiciones de posibilidad de las propias pretensiones de validez.
Hoy, como ya ocurrió en Nietzsche, quien por así decirlo medió entre el reduccionismo naturalista y la crítica total a la razón del posmodernismo, se acepta con frecuencia la autocontradicción performativa de la argumentación, y aún se cultiva como medio de expresión del filosofar.

Se diría que, tras el fracaso de tantas utopías racionales, en ella reside una nueva fascinación por lo subversivo para los jóvenes filósofos de nuestro tiempo. Pero, en mi opinión, precisamente el destino de Nietzsche, a quien se vuelve a invocar con entusiasmo, debería prevenirnos contra la posibilidad de aventurarse de verdad -y no sólo en el sumplemento cultural del periódico- por el camino de la autodestrucción de la razón.

En cualquier caso, llegados a este punto quisiera extraer de esta sinopsis de las aporías a que ha llevado la crítica de la metafísica en la modernidad la siguiente consecuencia: una crítica coherente de la metafísica deberá evitar desde el principio la crítica total de la razón. Sólo le estará permtido, por tanto, criticar lo que la metafísica tradicional tenía de dogmática y de acrítica porque se enunciaba sin reflexionar suficientemente sobre las condiciones de posibilidad de la propia validez. Con esto, estoy retomando el programa kantiano de una filosofía trascendental crítica, que sin duda tendrá que ser transformado mediante la radicalización de su propia idea crítica fundamental. En lo que sigue, quisiera reunir en una teoría diferenciada de los paradigmas de filosofía primera lo que hasta ahora he venido apuntando sobre una transformación poskantiana de la metafísica en el sentido de la filosofía trascendental. Con ello, se pondrá de manifiesto especialmente hasta qué punto puede ser llamado posmetafísico el paradigma de filosofía primera hoy vigente, en virtud de su superación crítica de los momentos dogmáticos contenidos en la metafísica tradicional (y en la versión kantiana de la filosofía trascendental).
~









la postulada transformación filosófico-trascendental de la metafísica
Me he permitido anticipar de nuevo la postulada transformación filosófico-trascendental de la metafísica. En relación con Derrida, quien, en su Gramatología, se apoya en Charles Peirce, quisiera calificar mi anticipación como la de una semiótica trascendental. Aquí se trata de comprender lo siguiente:
Por un lado, es correcto señalar, con Derrida y Charles Peirce, que todo intento cognoscitivo tiene que interpretar lo dado como un signo, y que todo intento de interpretar un signo conduce a su vez a un signo necesitado de interpretación. De este modo, es válida la expresión de Peirce: Signs about Signs about Signs, etc. La realidad parece disolverse en signos, y un significado (trascendental) parece tan poco cognoscible como la kantiana “cosa en sí”, si es que existe en absoluto.
Por otro lado, Derrida no podría siquiera enunciar su semanticismo sin tratar cuando menos la realidad del signo como un significado trascedental presente; y a esto responde el que Peirce postulase la tridimensionalidad de la función sígnica. Esto es: además de los signos tiene que existir lo real significado por ellos (que, en el caso límite de la falta de interpretación, nos hace frente como pura resistencia a la voluntad), y tiene que existir asimismo, en tercer lugar, la instancia del intérprete de los signos, o dicho más exactamente: la ilimitada comunidad de interpretación, a la vez real, existente e ideal, contrafácticamente anticipada.
Debemos identificar la verdad a la que aspiramos con el ya no superable consenso interpretativo de esta comunidad de interpretación. De esta manera, lo real no es ya lo incognoscible, como en Kant, sino lo cognoscible in the long run, que, desde luego, nunca llegará a ser completamente conocido, pues no hay que pensarlo como un hecho intratemporal.
Mas para enunciar filosóficamente todo esto -y esto significa: comunicarlo -debemos suponer que ya ahora el significado trascendental (Derrida) puede hacerse suficientemente presente al logos.
Este es el aspecto que a grandes rasgos presenta una semiótica trascedental, que hoy puede cumplir como filosofía primera.
~




el mundo en la relación sujeto-objeto como derivado abstractivo del entenderse con los otros sobre algo en el mundo

¿No sería posible evitar la contradicción performativa en que incurre la “deconstrucción” o “torsión” (Verwindung) de la metafísica logocéntrica, sencillamente haciendo patente que el concepto del logos como “imposición” (Gestell) -en términos semióticos: el concepto proposicional-semanticista del logos- puede interpretarse como un derivado abstractivo del concepto más abarcante de razón propio de la racionalidad discursiva (del mismo modo que la racionalidad del hacer disponible el mundo en la relación sujeto-objeto puede interpretarse como derivado abstractivo del entenderse con los otros sobre algo en el mundo)?
¡Y no parece que este logos más extenso del discurso sea rebasable tampoco para Heidegger o Derrida, es decir, para el “pensar” ya no metafísico o (según Heidegger) ya no filosófico!
~


la crítica radical de la metafísica occidental: la inevitable formación de la diferencia de sentido, es imposible por principio un “comunicar”
~

Derrida pone en contacto este planteamiento del último Heidegger con la semiótica posestructuralista. Esto quiere decir que la formación temporal de la diferencia (différance), en cuanto inevitable formación de la diferencia de sentido, se deriva de la diferencia semiótica originaria entre la repetibilidad de la forma sígnica y el contexto en cada caso singular del discurso. De este modo, la paradoja del programa de “torsión” (Verwindung) de la metafísica por medio de un pensamiento que depende él mismo del logos adopta la forma provocativa siguiente: Derrida mismo se ve obligado a “comunicar” al lector que es imposible por principio un “comunicar”, esto es: un hacer presente el sentido del signo de forma intersubjetivamente válida (también, por ejemplo, el significado trascendental de la palabra “signo”). ¿Qué puede decirse con respecto a esta forma de crítica de la metafísica?
En primer lugar, quisiera admitir, e incluso subrayar, que en el discurso acerca de la formación temporal de la diferencia (por ejemplo, en el discurso de Heidegger sobre el coultamiento epocal del sentido del ser y del mundo, y su apertura lingüísticamente articulada; pero asimismo en la interpretación semiótica de Derrida de la formación de la diferencia de sentido) se han captado fenómenos auténticos y de fundamental importancia. Ahora bien, el hecho de que puedan ser captados y afirmados filosóficamente muestra ya la problematicidad de la crítica total a la razón aneja a la crítica radical de la metafísica occidental.
~

una forma más radical de la idea de la filosofía trascendental, una nueva transformación de la metafísica

Para reparar estos déficits y pensar hasta el final de forma más radical la idea de la filosofía trascendental, es menester, en mi opinión, una nueva transformación de la metafísica: esta vez también de la forma kantiana de la filosofía trascendental.
Tal transformación se apunta ya en Charles Peirce, el fundador del pragmatismo. Él fue el primero que concibió, en su “clasificación de las ciencias”, la necesidad que estoy postulando de dos transformaciones complementarias de la metafísica tradicional.
A saber: una metafísica hipotético-falibilista que presupone, por su parte, una transformación de la lógica trascendental de Kant en una lógica semiótica y normativa de la investigación.
Pero en mi reconstrucción de las aporías de la crítica de la metafísica, resta todavía una breve pero enérgica alusión a la forma hoy dominante de la crítica de la metafísica: la de la “destrucción”, “deconstrucción” o “torsión” (Verwindung) de la metafísica por medio de un “pensar” posmetafísico y acaso posracional.
~


una filosofía trascendental crítico-reflexiva y complementaria de la ciencia empírica

Verdad es que Kant no pensó hasta el final su más profunda y revolucionaria idea: la de una filosofía trascendental crítico-reflexiva y complementaria de la ciencia empírica, o mejor dicho, de la experiencia en el más amplio sentido. No pudo liberarla en modo alguno del cascarón de la “metafísica dogmática”.
No aplicó, como ya vio acertadamente Hegel, la reflexión trascendental a la propia empresa cognoscitiva de una crítica de la razón. Como consecuencia de ello, tendió a hipostatizar, al estilo de la metafísica ontológica dogmática, el sujeto cognoscitivo trascendental y sus relaciones tanto con la cosa en sí como con el mundo fenoménico. Tampoco reconoció la dimensión de la intersubjetividad -o sujeto-cosujeto- de todo pensamiento, complementaria de la relación sujeto-objeto del conocimiento mediado lingüísticamente. Como consecuencia de ello, tampoco pudo tomar en consideración los fenómenos del “espíritu objetivo” -descubiertos por Hegel-, en tanto que problemas de la constitución del mundo social y, en esa medida, de una filosofía trascendental de las ciencias del espíritu y de la sociedad. Quedó reservado para los poshegelianos de los siglos XIX y XX plantear por vez primera el problema de una fundamentación filosófica de las ciencias empíricas del espíritu y de la sociedad. Por último, como consecuencia de estos déficit -de una reflexión trascendental estricta, referida a la argumentación, lingüísticamente mediada, de la propia filosofía y en esa medida también al apriori de la comunicación de todo pensamiento-, Kant no pudo proveer a la ética de una fundamentación última filosófico-trascendental. Verdad es que anticipó tal fundamentación parcialmente: en su teoría de los dos reinos, es decir, en una explicación enteramente metafísica del “hecho” no empírico de la razón práctica, autónoma y legisladora.
~
la disolución de la ambigüedad entre persuadir y convencer, el principio de autoalcance

El principio del autoalcance (Selbsteinholung Prinzip) de la reconstrucción de la historia como fundamento normativo del comprender crítico

En la filosofía actual -tanto en la contienental, por ejemplo en la fenomenología hermenéutica, como en la anglosajona influida por Collingwood, Wittgenstein y el pragmatismo americano, por ejemplo en Searle y en el “comunitarismo” ético-político- se puede constatar un amplio consenso en torno a la idea de que nosotros al comprender y valorar estamos determinados por las presuposiciones de trasfondo histórico-contingentes del “mundo de la vida” o de las “formas de vida” socio-culturales: por presuposiciones que no podemos por principio poner totalmente bajo el control objetivamente de la conciencia. Está claro que aquí se manifiesta una múltiple y rica confirmación de la “preestructura” de la “apretura” del “ser en el mundo” que Heidegger y Gadamer pusieron de relieve -del “perfecto apriórico” de la “facticidad” y el “estado de yecto” de nuestro comprender el mundo.

Las consecuencias de esta idea predominante en nuestra época se extienden tanto a la filosofía teórica (incluida la filosofía de la ciencia), cuanto a la filosofía práctica. Casi sin excepción, consisten en una tendencia fundamental hacia el relativismo-histórico, si bien ésta se disimula frecuentemente por medio de una estrategia -inspirada en Wittgenstein o en el pragmatismo- consistente en hacer aparecer el problema de las normas universalmente válidas y de las ideas regulativas en la filosofía teórica y práctica como un problema aparente, obsoleto e injustamente dramatizado, herencia de la metafísica tradicional. En todo caso, se da por descontado que algo así como normas universalmente válidas o ideas regulativas sólo pueden deberse a una posición metafísico-fundamentalista. Pero una posición semejante queda hoy -de esto también yo estoy convencido- fuera del terreno de un pensamiento filosófico crítico. ¿De modo que el único recurso que resta es el de hacer de la necesidad virtud y ver precisamente en la captación de la dependencia contingente respecto de la tradición que tiene nuestro pensamiento la solución de todos los problemas normativos de la ética y de las ciencias sociales y hermenéuticas del espíritu? ¡Parece que en esta opción Gadamer encuentra hoy compañía en pensadores como Rorty y McIntyre!
Ya he señalado anteriormente que no puedo considerar plausible esta respuesta. No me parece evidente que sea una solución a los problemas normativos para las diferentes culturas, que hoy existen y están obligadas a cooperar ( en muchos lugares, ya en el sentido de sociedades multiculturales) en el mundo de la vida unificado de la humanidad, el que cada cultura, cada forma de vida sociocultural, tenga que “proseguir” únicamente su tradición, o -como dice Rorty -hacerla valer “persuasivamente” y “persuasión” con la misma ambigüedad -entre “convencer” y “seducir”- que es característica de la historia entera de esas palabras en el marco de la tradición de la retórica occidental. Rorty no vería con buenos ojos la disolución de esa ambigüedad -por ejemplo, con ayuda de la teoría de los actos de habla-, dado que él impugna en general la existencia de criterios válidos universalmente de la convicción mediante argumentos. Me inclino a suponer que Gadamer no está demasiado lejos de esta tesis de Rorty. En cualquier caso, más cerca que de la tajante condena de la “persuasión” por parte de Kant, quien veía en ella un procedimiento para robarle al interlocutor su “autonomía”)
~


filosofia 7
~

Pero, ¿desde dónde pueden hacerse estas observaciones críticas, si no hay ninguna posibilidad de fundamentar normas universales de la comprensión y valoración críticas de las tradiciones independientemente de esas mismas tradiciones? Esto es, en efecto, lo que mostraré a partir de ahora, a pesar de todos los prejuicios sobre la improductividad del punto de vista reflexivo. A tal fin es preciso hacer algunas consideraciones previas sobre una teoría de la reflexión filosófica posterior al linguistic turn.
Se debe observar, en primer lugar, que sólo el discurso filosófico es capaz de reflexionar sobre sí mismo y sobre sus presuposiciones. Se corresponde, así, con la específica pretensión de validez -universal y, en su medida, autorreferente- de las proposiciones filosóficas; por ejemplo: de las proposiciones sobre discursos en general. Con esta “autorreflexión” el discurso filosófico lleva a término la “autogradación” reflexiva del discurso -y, en esa medida, del lenguaje- que conduce desde la tematización de lo “genérico del objeto” en las leyes naturales, pasando por la tematización empírico-hermenéutica de lo “genérico del sentido” en el leguaje y en los textos, hasta la tematización autorreflexiva de las pretensiones de validez, formales pero absolutamente universales, de la filosofía. Por lo tanto, esa “autorreflexión” del discurso filosófico da culminación también a la certeza reflexiva, que acompaña performativamente a todo argumentar, de que el argumentar es irrebasable para la reflexión. Las eventuales autorrefexiones posteriores de los participantes en el discurso pueden tener sólo significado psicológico, pero en modo alguno relevancia teórica.

Con esto es suficiente para darse cuenta de que la autogradación reflexiva del entendimiento discursivo -que puede ser ejercida en todo momento por cada interlocutor en el discurso tiene que ser netamente distinguida de la autorreflexión en el sentido de la tradicional filosofía de la conciencia, que, como sabemos, conduce o a paradojas o a un regreso infinito semejante al de los metalenguajes o metateorías en la metalógica.
La reflexión, llevada a cabo en el propio discurso filosófico, sobre las necesarias presuposiciones existenciales y de reglas (es decir; que no pueden negarse bajo pena de contradicción performativa) del discurso filosófico es capaz de sacar a la luz normas (en un sentido amplio) ya siempre reconocidas, que son completamente distintas de aquellas otras normas que, como a priori contingente de la facticidad, y junto con la “precomprensión del mundo” y el “acuerdo” social, son también siempre ya reconocidas por todo ser humano finito. No pertenecen a la “preestructura” del “cotidiano ser en el mundo” (del “mundo de la vida”) en el sentido de Heidegger y Gadamer (y de las “formas de vida” de último Wittgenstein), sino a la “preestructura” de esa reflexión sobre la preestructura del cotidiano ser en el mundo que es puesto en práctica en la filosofía ya desde su nacimiento en el “tiempo axial” (Karl Jaspers) de las civilizaciones antiguas.

(Ni Heidegger ni Wittgenstein han intentado jamás analizar la “preestructura” de su análisis del comportamiento cotidiano y de los correspondientes juegos del lenguaje. Si lo hubieran hecho, Heidegger no habría podido reducir el Logos de la filosofía occidental, junto con el “estado de yecto” de toda comprensión del mundo, a un “acontecimiento apropiador” (Ereignis) de la historia del ser. Y Wittgenstein habría tenido que dar alguna respuesta a la pregunta de cómo -es decir, en virtud de qué juego de lenguaje “sano” -le es posible a él mismo “curarnos” de los juegos de lenguaje filosóficos que “discurren en vacío”).
*La expresión estado-de-yecto viene a significar la efectividad del ser entregado. (El ser y el tiempo, 226). La manera en que el ente se enfrenta al mundo, hace alusión al carácter de estar lanzado o arrojado al mundo. Se relaciona directamente con la disposicionalidad.
~



El punto de vista de las siguientes consideraciones es la reflexión sobre la circunstancia de que el reconocimiento de las presuposiciones no contingentes que constituyen la “preestructura” (no advertida por Heidegger) del discurso filosófico pertenece hoy también al a priori fáctico de nuestro ser en el mundo. Con otras palabras: el reconocimiento de las mencionadas presuposiciones no sólo constituye, para todas las ciencias crítico-reconstructivas, un a priori de la argumentación no discutible, sino que también representa para ellas un dato de la historia a reconstruir; un dato que sólo a través de la reconstrucción comprensiva de la historia, según su posibilidad y su efectividad, puede ser, por así decirlo, “recogido” o alcanzado (einzuholen ist). El punto de partida hermenéutico-trascendental que presuponer la reconstrucción histórica hace pues tambien las veces de telos de la reconstrucción, cuya función como principio regulativo no puede ser discutida, si es que la reconstrucción no quiere caer en contradicción performativa con sus propias condiciones de validez. En esta preestructura de la reconstrucción de la historia radica la alternativa tanto a la filosofía especulativa de la historia, que concibe el telos de la historia dogmático-metafísicamente, como también a la hermenéutica del acontecer del sentido y de la verdad en el sentido de Gadamer, incapaz de justificar un principio regulativo del progreso posible.
La relevancia del principio de autoalcance de la reconstrucción de la historia se pone sobre todo de manifiesto cuando lo confrontamos con los intentos característicos de toda la modernidad (e irónicamente característicos también de la crítica total a la razón en el postmodernismo) de ofrecer una explicación reduccionista naturalista de la historia del espíritu a partir de motivos causales externos. Al confrontarla, por ejemplo, con el intento de Nietzsche de cuestionar genealógicamente todas las pretensiones de validez de la razón humana (verdad, rectitud moral y finalmente también la veracidad que durante tanto tiempo reivindicó para sí -la “sinceridad” de Nietzsche-). Frente a estos intentos (condenados a la contradicción performativa) de sustituir comprensión por explicación, el principio de autoalcance de la reconstrucción no exige renunciar a explicaciones externas pero sí subordinarlas y postergarlas a la comprensión en el sentido de una reconstrucción racional valorativa.

En lo que sigue consideraré sólo aquellas precondiciones aprióricas de la racionalidad del argumentar que, en mi opinión, no pueden ser negadas sin caer en una autocontradicción pragmático-trascendental. Por ésta entiendo una contradicción performativa entre el contenido de una proposición y el contenido intencional autorreferente -implícito o performativamente explícito- del acto de emitir una proposición en el marco de un discurso argumentativo.
La autoconsistencia posible de la “doble estructura” performativo-proposicional del habla y de la argumentación humanas puede caracterizarse como la consistencia del Logos humano. (Kant hablaba a este respecto del “acuerdo de la razón consigo misma”). Entre las precondiciones pragmático-trascendentales -que tienen que ser explicitadas una y otra vez- del discurso racional y, con ello, del Logos, cuentan las pretensiones universales de validez de los actos de habla argumentativos, junto con la necesaria presuposición de que ha de ser posible -por principio, aun cuando no sea así en cada caso particular- alcanzar, por medio del discurso argumentativo, el consenso acerca de la legitimidad de esas pretensiones de validez. Con Habermas yo enumeraría cuatro pretensiones universales de validez. Son las siguientes:
1. La pretensión al sentido válido intersubjetivamente y, por así decirlo, intemporal: sus portadores son los signos convencionales de nuestro lenguaje, ellos anticipan en alguna medida, pero nunca lo realizan completamente; antes bien, hay que contar con un proceso de interpretación de los signos (Peirce) potencialmente infinito, como explicación del sentido. En mi opinión, también la pretensión de sentido del habla está sujeta, en tanto que pretensión de validez, a la crítica argumentativa: una afirmación, por ejemplo, o una pregunta, puede “carecer de sentido” (unsinning sein, Wittgenstein), aunque la proposición correspondiente esté sintáctica e incluso semánticamente, “bien formada” y sea en esa medida “comprensible”. La pretensión universal de sentido es en mi opinión la más fundamental pretensión de validez del Logos, puesto que constituye la precondición del resto de condiciones universales de validez de habla.
2. La pretensión de verdad. Está directamente ligada a las proposiciones de los actos de habla asertivos; pero en la forma de presuposiciones de existencia está indirectamente ligada con todos los tipos de actos de habla. (A esta pretensión pertenece también implícitamente en mi opinión la pretensión de corrección de las inferencias, que transmiten la verdad de las proposiciones.)
3.La pretensión de veracidad. Está vinculada con los actos de habla en tanto que expresión de estados intencionales del espíritu. Ciertamente esta pretensión no puede ser desempeñada pertenece a las condiciones de la posibilidad de la argumentación. (La ironía, por ejemplo, en tanto que artificio retórico-literario, trasciende ya la racionalidad del discurso argumentativo en sentido estricto; aunque desde luego la presupone parasitariamente).
4. La pretensión, moralmente relevante, de rectitud. Está ligada a la función comunicativa apelativa de los actos de habla y pone al menos una parte de su fuerza social vinculante a disposición de la coordinación posible de las acciones humanas.

En el presente contexto, no intentaré mostrar detalladamente que las cuatro pretensiones universales de validez no pueden ser negadas sin que el que las niega se vea envuelto en una autocontradicción pragmático-trascendental. En lugar de eso, me limitaré a hacer algunas observaciones que pueden ayudar a evitar malentendidos. Así quisiera acentúar que no debe confundirse la pretensión necesaria de verdad de una constatación (o incluso de una hipótesis) con una pretensión de certeza, tal como ocurre en ocasiones por parte de falibilistas precavidos en exceso. Porque precisamente para poner en cuestión o criticar una proposición el crítico tiene que conocer la pretensión de verdad que está ligada con ella. Si se niega o se deja de reconocer la pretensión de verdad, la proposición -especialmente si es una hipótesis- queda inmunizada contra toda crítica posible.
Ahora bien, la comprobación de la pretensión de verdad de una hipótesis presupone por principio una comunidad ideal de argumentación. Es decir: presupone normas ideales de comunicación en el sentido de iguales derechos y deberes de reciprocidad argumentativa. Por esto en mi opinion es suficiente con la formulacion de hipótesis racionales comprobables para mostrar que por principio se presupone también la posibilidad de desempeñar racionalmente las pretensiones de rectitud, moralmente relevantes, de las propias acciones comunicativas del argumentar. En otras palabras: la presunción de las racionalidad de la ciencia empírica presupone ya la racionalidad de una ética.
~




las precondiciones reflexivo-trascendentales del discurso racional del argumentar.-

~



Pues bien, ¿cuáles son las presuposiciones normativas del discurso filosófico y en qué se diferencian de las de la precomprensión contingente del mundo?
En una conferencia como tal ofrecía la oportunidad de patentizar las presuposiciones las presuposiciones normativas del discurso filosófico en su ejercicio -sobre las que la mayor de las veces no se reflexiona-; es decir, aquí ejemplarmente: las presuposiciones de un acuerdo que se intentaba encontrar entre los miembros o representantes de las distintas tradiciones culturales y posiciones filosóficas.
Me refiero a la oportunidad de distinguir las siguientes presuposiciones normativas (presuposiciones tales que ninguno de los participantes hubiera podido negar sin caer en una contradicción performativa con lo que en ese momento está haciendo:
1. Un filósofo intenta mediante sus argumentos (es decir, mediante convicción y no mediante persuasión, por no hablar de otros usos estratégicos del lenguaje como el ofrecimiento de ventajas y las amenazas) llegar por principio a un consenso acerca de la legitimidad de las pretensiones de validez de lo que expone, con todos los participantes posibles). (Ciertamente, puede esperar, y aceptar en interés de la argumentación, que se producirá un disenso. Sin embargo, no puede -mal que le pese a Lyotard- aspirar al disenso; antes bien, en caso de disenso tiene que aspirar al menos a un consenso sobre las razones del disenso, siempre que siga argumentando).
2. Un filósofo, al argumentar, entabla necesariamente al menos las siguientes cuatro pretensiones de validez (las entabla siempre conjuntamente, aunque puede destacar cada vez una, según qué acto de habla elija -por ejemplo, afirmaciones, peticiones, confesiones-):
1) Como presupuesto de cualquier otra pretensión de validez, debe entablar la pretensión de que sus actos de habla poseen sentido intersubjetivamente compartible. (Debe suponer que cumple satisfactoriamente con esta pretensión incluso en el caso de que él -por ejemplo, en calidad de lingüista o psicólogo del lenguaje- argumente a favor de la imposibilidad empírica de enlazar significados idénticos con nuestras expresiones; o de que defienda la idea -con Derrida- de que la dissémination o la différance, en cuanto acontecer fundamental de todo proceso sígnico, hacen imposible la presencia de un signifié compartible. Entonces se produce precisamente una contradicción performativa, que Derrida, naturalmente, es capaz de soportar). En mi opinión, es posible poner en cuestión la pretensión de sentido de los argumentos -en especial de las preguntas filosóficas- de manera que la pretensión de sentido tenga que defenderse explícitamente. (Sin duda, se debe presuponer ya una inteligibilidad no problemática -en los planes sintáctico y semántico del elngauje- para las pretensiones de sentido problematizadas).
2) En el discurso teórico, la pretensión de verdad, como capacidad ilimitada de consenso de las afirmaciones, ocupa el primer plano. (La pretensión de verdad no incluye una pretensión de certeza; antes bien, es compatible con la defensa explícita de una reserva falibilista -excepto en los casos en que se trata precisamente de las presuposiciones del sentido de la tesis falibilista, por ejemplo: de las presuposiciones del concepto de verdad y de la posibilidad de discursos encaminados a la formación de consenso.)
3) Otra pretensión de validez presupuesta en el resto de pretensiones de validez -de igual modo que la pretensión de sentido- es la pretensión de veracidad relativa a las intenciones subjetivas. Cuando es puesta en cuestión, no puede desempeñarse por medio de argumentos, sino sólo aseverarse mediante actos de habla o desempeñarse en la práctica.
4) Además en todo argumento hay un presupuesto de la exposición de las pretensiones de verdad como tal que tienen que ser aceptadas o rechazadas en una comunidad de comunicación por principio ilimitada y éste es la pretensión éticamente relevante de actitud. Esta fundamental pretensión ética de rectitud (que no se debe confundir con las pretensiones de rectitud que plantean en el discurso práctico, por ejemplo por medio de peticiones) se puede explicitar del siguiente modo, a la vez que conseguimos una fundamentación ética mediante la reflexión sobre los argumentos: en el reconocimiento recíproco de los participantes en el discurso es necesario suponer, e incluso -tal como muestra cualquier acto de argumentación en serio- anticipar contrafácticamente, la solidaridad de una comunidad ideal de comunicación en la que se cumplan las normas fundamentales, estrechamente conectadas, de la igualdad de derechos y de la igual corresponsabilidad por el planteamiento y solución de problemas. (De aquí resulta inmediatamente la exigencia de que todos los problemas morales que pudieran plantear los participantes en el discurso -por ejemplo, los derivados de conflictos de intereses en el mundo de la vida, que de ordinario se resuelven apelando a la violencia- tienen que ser resueltos mediante discursos prácticos de los afectados.)
~





















Ahora bien, ¿qué relevancia tienen, de cara a nuestra confrontación con Gadamer, las presuposiciones normativas de discurso filosófico encaminado al entendimiento que, son pretender una descripción exhaustiva, hemos esbozado? Con mayor precision: ¿hasta qué punto se ha logrado aquí un fundamento (no metafísico, pero hermenéutico-trascendental o pragmático-trascendental) para la orientación normativa de todo comprender valorativo; una instancia que, frente a la pretensión de validez de la tradición (mejor dicho: frente a las pretensiones de validez de las distintas tradiciones culturales, cuando menos en parte no armonizables), sea de tal modo independiente y autónoma que permita fundamentar criterios universalmente válidos, y en esa medida también condiciones restrictivas, para el reconocimiento de la obligatoriedad de las pretensiones de validez de la tradición (o tradiciones)?
En lo que sigue, no puedo intentar desarrollar a continuación la relevancia práctica que posee la fundamentación reflexivo-trascendental de una ética del discurso en la situación actual del mundo; desarrollarla, por ejemplo, en discusión con una ética “comunitarista” o “neoaristotélica” que se limita a recurrir a tradiciones particulares (de una determinada forma de vida o de una determinada “buena polis”). Resaltemos tan sólo las siguientes tesis principales. La relación que tienen las presuposiciones uiversalmente válidas del discurso filosófico con las presuposiciones universalmente válidas del discurso filosófico con las presuposiciones histórico-contingentes de las diferentes formas de vida es la misma que tienen las normas fundamentaless formal-procedimentales de una ética del discurso con las valoraciones en cuanto al contenido de una eticidad sustancial en el sentido de Hegel o de un ethos en el sentido de Aristóteles: aquéllas ni pueden ni tienen que reemplazar a éstas o volverlas supérfluas; pero sí que las someten a las condicines restrictivas y los principios regulativos del discurso práctico en el que deben fundarse las normas -por ejemplo, a los derechos humanos, pero también a las normas hoy exigibles de una ética ecológica de las corresponsabilidad mundial por las consecuencias de actividades colectivas en la ciencia, la técnica, la economía y la política- tales que puedan ser consensuadas por todos los afectados (también, por ejemplo, por las generaciones vanideras). Las dificultades de este programa de una macroética de los miles de diálogos y conferencias son, ciertamente, grandes; pero el hecho de que se reconozca y se siga desde hace tiempo (al menos, eso se pretende públicamente) muestra que no existe en el mundo actual ninguna alternativa a este programa.
A continuación, sin embargo, expondremos aún otro argumento que mostrará más claramente que los aducidos hasta ahora la posibilidad de abrir nuevas perspectivas dependientes de la reflexión: la posibilidad de fundar, desde los presupuestos universalmente válidos del discurso filosófico, también los principios regulativos para una comprensión crítico-reconstructiva de todas las tradiciones culturales humanas, o dicho e otra manera: de la evolución cultural de la humanidad. Se trata de lo que he llamado principio de autoalcance de todas las ciencias del espíritu y sociales crítico-reconstructivas.
El punto de vista de las siguientes consideraciones es la reflexión sobre la circunstancia de que el reconocimiento de las presuposiciones no contingentes que constituyen la “preestructura” (no advertida por Heidegger) del discurso filosófico pertenece hoy también al a priori fáctico de nuestro ser en el mundo. Con otras palabras: el reconocimiento de las mencionadas presuposiciones no sólo constituye, para todas las ciencias crítico-reconstructivas, un a priori de la argumentación no discutible, sino que también representa para ellas un dato de la historia a reconstruir; un dato que sólo a través de la reconstrucción comprensiva de la historia, según su posibilidad y su efectividad, puede ser, por así decirlo, “recogido” o alcanzado (einzuholen ist). El punto de partida hermenéutico-trascendental que presuponer la reconstrucción histórica hace pues tambien las veces de telos de la reconstrucción, cuya función como principio regulativo no puede ser discutida, si es que la reconstrucción no quiere caer en contradicción performativa con sus propias condiciones de validez. En esta preestructura de la reconstrucción de la historia radica la alternativa tanto a la filosofía especulativa de la historia, que concibe el telos de la historia dogmático-metafísicamente, como también a la hermenéutica del acontecer del sentido y de la verdad en el sentido de Gadamer, incapaz de justificar un principio regulativo del progreso posible.
~


La relevancia del principio de autoalcance de la reconstrucción de la historia se pone sobre todo de manifiesto cuando lo confrontamos con los intentos característicos de toda la modernidad (e irónicamente característicos también de la crítica total a la razón en el postmodernismo) de ofrecer una explicación reduccionista naturalista de la historia del espíritu a partir de motivos causales externos. Al confrontarla, por ejemplo, con el intento de Nietzsche de cuestionar genealógicamente todas las pretensiones de validez de la razón humana (verdad, rectitud moral y finalmente también la veracidad que durante tanto tiempo reivindicó para sí -la “sinceridad” de Nietzsche-). Frente a estos intentos (condenados a la contradicción performativa) de sustituir comprensión por explicación, el principio de autoalcance de la reconstrucción no exige renunciar a explicaciones externas pero sí subordinarlas y postergarlas a la comprensión en el sentido de una reconstrucción racional valorativa.
La discusión que Lakatos sostuvo con a concepción Kuhniana de la historia de la ciencia nos proporciona un modelo para lo que estamos defendiendo. Ël postuló la prioridad de principio del intento de llevar a cabo una reconstrucción interna del progreso racional en la ciencia de la naturaleza (en el sentido de comprender las buenas razones de los científicos), por encima de cualquier intento de explicación externa de la historia de la ciencia recurriendo a causas psíquicas o sociales. Y además pedía el esfuerzo por maximizar la “historia interna” frente a la “historia externa” (lo cual indujo a Feyerabend a extraer la divertida pero absurda conclusión -porque deja intacto el problema- de que lo mejor en este caso sería partir de la presuposición: anything goes).
A mi parece, se puede generalizar el modelo de Lakatos de reconstrucción de la historia de la ciencia en el sentido de un principio de reconstrucción de la historia del espíritu o de la evolución de la cultura en su totalidad. (Pues podría ocurrir que lo que desde el punto de vista de la historia de la ciencia hay que concebir como motivo externo -por ejemplo, las especulaciones teológicas y teosóficas de Newton que le condujeron a la idea de un “espacio absoluto”- tuviera que comprenderse y apreciarse como interno desde el punto de vista de una reconstrucción hermenéutica de la historia). Se pone así de manifiesto que el postulado de Lakatos no es en el fono más que un análogo de principio de Gadamer de la “anticipación de la perfección”, si aplicamos aquél a la historia en su conjunto. Sin embargo, al aplicar el postulado de Lakatos a la totalidad de la historia se hace también evidente que dicho principio encaja mejor, en su función heurístico-metodológico, con el principio de autoalcance de la aquí defendida hermenéutica trascendental, que con una hermenéutica del comprender siempre de otra manera. Pues esta última no puede comprender la “anticipación de la perfección” como un postulado de progreso, sino tan sólo referirla a textos o contextos particulares.
Lo mismo vale respecto del “círculo hermenéutico” cuando lo aplicamos a la reconstrucción de la historia. Porque entonces, para “entrar en él de modo justo”, tenemos de nuevo que presuponer ya el principio de autoalcance. Y esto entra entonces en conflicto con la idea del último Heidegger de que la historia del ser ha de entenderse como una consecuencia de “desocultamientos-ocultamientos epocales” del sentido del ente (y en esa medida irracionalmente). Se vislumbra aquí una tensión de opuestos que yo concibo en los siguientes términos: entre el Logos de la comprensión -alcanzable (einholbar) reflexivamente y, en esa medida, inteligible- y el ser temporal (el acontecer de las aperturas de sentido) de Heidegger. La “hermenéutica filosófica” de Gadamer se ha entregado a una ontología del ser temporal (en contradicción con su apelación a la dialéctica socrático-platónica del diálogo: ¡del discurso argumentativo capaz de alcanzar mayéuticamente sus presuposiciones!. Esto es lo que he intentado corregir.

~
Karl-Otto Apel, Semiótica transcendental y filosofía primera, ibid, Págs. 164-167
~


En el plano de una ética de la responsabilidad nos encontramos de forma particularmente evidente con la necesidad de una mediación estratégica entre el principio de una ética del discurso consensual-comunicativo y los imperativos funcionales de la racionalidad sistemática política y económica. La razón de esta necesidad se muestra del modo más claro en el nivel de la política internacional. Pues aquí no disponemos hasta la fecha de un ordenamiento legal afectivo dotado de capacidad sancionadora que dirima los conflictos de intereses entre estados. En esta stuación la mayoría de la gente (¡piénsese por ejemplo en las negociaciones sobre desarme!) no pondría su destino en manos de una “política moral” en el sentido de Kant -es decir de una política que desatendiese la razón de estado del sistema de autoconservación ante el cual es responsable por seguir con Kant el principio “fiat justitia, pereat mundus”.
De hecho, ni siquiera en la esfera de la política interior es responsable descuidar el imperativo de la lógica funcional de los sistemas político y económico, para obedecer sencillamente al principio abstracto de la justicia; explicitado, por ejemplo, en los términos de una posible universalización de los intereses de todos los afectados. Pues una política bienintencionada semejante puede a veces evidenciarse como enteramente irracional con respecto a su función dentro del sistema social, a consecuencia de una función negativa de la “mano invisible” o de la “astucia de la razón”. Y esto significa que podría tener efectos desastrosos en el bien común y, con ello, en el bien de cada uno.
Desde luego, incluso esta necesidad de una mediación estratégica entre los principios abstractos de la racionalidad ética y la racionalidad sistémico-funcional todavía tendría que ser aceptada al menos por principio en un consenso de todos los afectados.
Esta posibilidad pone de nuevo de manifiesto que puede darse una estrategia moral a largo plazo con vistas a la superación aproximativa también con respecto a la tensión entre el imperativo de la racionalidad sistémico-funcional y la razón ética. De hecho, el postulado de la aspiración a un orden cosmopolita, expuesto por Kant en su ensayo “La paz perpetua”, adquiere una relevancia cada vez mayor en el plano de la política internacional, en tanto que idea regulativa de una estrategia moral a largo plazo. Lo mismo vale en mi opinión dicho de una estrategia a largo plazo de la realización de la justicia social, a pesar de las necesarias mediaciones de esa estrategia con el imperativo de la racionalidad sistémica económica.
Así resulta que la racionalidad consensual-comunicativa, capaz de cerciorarse de sí misma en el plano del discurso argumentativo, es de hecho el único candidato serio para el papel de tipo abarcador de racionalidad comunicativa y, por ello, de la racionalidad humana en general. Pues este tipo de racionalidad no es solamente compatible (a diferencia de los demás tipos) con el principio metodológico del autoalcance de la reconstrucción de la racionalidad, sino que él mismo provee asimismo los fundamentos del reconocimiento de la necesidad de su propia mediación con los tipos de racionalidad que compiten con él; y nos facilita, además, tal como he intentado mostrar, un principio regulativo para la estrategia a largo plazo de tal mediación.
¿Cómo podría ser de otro modo, si nosotros mismos, tanto tiempo como argumentemos -sea cual sea el tema-, tenemos que tomar por base la racionalidad del discurso argumentativo, la única que no es rebasable por argumento alguno?
~
Karl-Otto Apel, ibid, Págs. 190-191







problematizacion de la equiparación de la validez intersubjetiva del progreso en el comprender con la objetividad de la ciencia natural progresiva.


La diferencia fundamental entre la valoración que Gadamer, siguiendo a Heidegger, hace de la relación de la hermenéutica con la ciencia y la dicotomía que Dilthey huzo célebre entre “comprender” y “explicar” (o entre las “ciencias del espíritu” y las “ciencias de la naturaleza”) me parece que puede describirse, en este contexto, del modo siguiente: a Dilthey, como antes de él a Droysen, le interesaba poner de relieve, tan radicalmente como fuese posible, la diferencia gnoseológica y metodológica entre, por una parte, el modo de donación de y el acceso cognoscitivo a los “objetos” de las ciencias naturales explicativo-nomológicas y, por otra parte, la “realidad socio-histórica” comprensible y revivible como expresión vital; en cualquier caso, más radicalmente que los neokantianos, que no querían introducir esa diferencia ya en la constitución de los datos de la experiencia, sino tan sólo en la “formación de conceptos”. Sin embargo, Dilthey seguía aferrándose a la teoría moderna del conocimiento -en especial, a la del siglo XIX- al considerar que las ciencias del espíritu comprensivas tienen que ver con un objeto de conocimiento investigable progresivamente; y esto a pesar de que Dilthey había ya inteligido totalmente la dependencia histórica del comprender. Ahora bien, como Dilthey, por una parte, se aferraba al ideal de objetividad de las ciencias del espíritu, mientras que, por otra parte, reducía la pretensión de verdad de la filosofía (del “espíritu absoluto” en el sentido de Hegel) a la del “espíritu objetivo” (esto es, a la de una “expresión veraz de la multiformidad de la vida”), se vio necesaria e irremediablemente envuelto en las “aporías del historicismo”.

Gadamer cree poder resolver esas aporías renunciando a la relación sujeto-objeto (de la que Dilthey y la teoría del conocimiento en su conjunto todavía partían) y al correspondiente ideal de objetividad de la ciencia progresiva, por ser inadecuados para la “experiencia hermenéutica” y para el comprender propio de las ciencias del espíritu. Todo lo más, serían ficciones metódicas que a veces pueden resultar de utilidad. Según Gadamer, en el nivel reflexivo de una “hermenéutica filosófica” -de una “ontología hermenéutica”-, se debe concebir el comprender como un momento histórico-ontológico del acontecer de la mediación de la tradición. Es decir: no tanto como estrategia metódica de un sujeto cognoscitivo, cuanto como un modo de la experiencia del mundo que es consciente de su condicionalidad histórico-efectual y que, en el contexto de cada caso, adquiere su posible profundidad y su fierza en la medida en que responde a la “exigencia” de la tradición. De aquí se deduce, según Gadamer, que no puede existir un progresivo “entender mejor” considerado absolutamente, porque tampoco el comprender tiene un objeto que pueda investigar progresicamente, sino que más bien su tarea consiste en la automediación con la tradición (cambiante de situación en situación), justamente: en el acontecer del sentido y de la verdad.
Por consiguiente, parece que la corrección de la teoría de la alétheia no trae consigo ninguna consecuencia, en el sentido de una rehabilitación de la capacidad de progreso del comprender, para la hermenéutica. Puesto que, aunque admitamos la diferencia entre manifestación del sentido y adecuación objetiva, para el comprender hermenéutico -a diferencia de la ciencia natural- no puede haber referencia objetiva alguna que permita un progreso del conocimiento. Y esto es así -habría que añadir en el sentido de Gadamer- aunque se conciba el comprender como empotrado en la conexión estructural del entendimiento comunicativo sobre algo (¡sobre la cosa!). Pues incluso en ese caso permanece, al fin y al cabo, un acontecer del sentido y de la verdad, determinado en cada caso por la “fusión de horizontes” entre la perspectiva del intérprete, condicionada por su situación, y la del interpretandum. ¿Qué podemos decir a esto?

~
En primer lugar, quisiera aclarar que yo no considero que el ideal de objetividad de la ciencia natural, basado en la suposición de un objeto de conocimiento homogéneo -ya acabado, y que sólo hay que investigar progresivamente-, sea de hecho un modelo posible a la hora de pensar la referencia objetiva del comprender hermenéutico.
Esto vale incluso para la reconstrucción hermenéutica comprensiva de la historia de las ciencias naturales, que, de todos modos, depende del entendimiento histórico sobre el objeto de la ciencias de la naturaleza. En mi opinión, la referencia objetiva de todas las ciencias del espíritu históricas (incluida la “sociología comprensiva” en el sentido de Max Weber) no se determina mediante un objeto acabado que deba investigarse progresivamente, sino mediante el acontecer irreversible de la historia, que ellas mismas cooperan a constituir a través de la “prosecución de la tradición”.
¿Esta “concesión” significa que tengamos que considerar, con Gadamer, como absolutamente carente de sentido la posibilidad de progreso en las ciencias del espíritu comprensivas?
~
Sería inevitable hacerlo si tuviéssemos que equiparar el concepto de la validez intersubjetiva (que se corresponde con el concepto de verdad de las ciencias del espíritu) con el concepto de objetividad en el sentido del ideal de objetividad de las ciencias de la naturaleza no valorativas.
Sin duda, Kant sugería una equiparación semejante. Porque, ¿acaso no hablamos de la validez intersubjetiva de normas: normas éticas y normas que pueden guiar el comprender valorativo de las ciencias sociales y del espíritu crítico-hermenéuticas? La validez intersubjetiva de estas normas tendría que se fundada filosóficamente. Y esta fundamentación, por su parte, no podría realizarse recurriendo a los contenidos de la tradición dados históricamente -digamos, el ethos transmitido, en el sentido de Aristóteles o el concepto autoritativo de lo “clásico”. Puesto que se trata justamente de proporcionar criterios normativos también para el enjuiciamiento crítico de las pretensiones de validez de la tradición. Y habría que añadir que nosotros vivimos hoy por vez primera en una civilización mundial multicultural, donde únicamente las normas fundamentales interculturalmente válidas pueden posibilitar una vida y un trabajo responsable en común de las diferentes formas de vida condicionadas por su tradición.
No sólo Gadamer, sino en todos los filósofos que se autoconciben como pos-nietzscheanos, pos-heideggerianos o pos-wittgensteinianos, parece reinar actualmente una completa desorientación con respecto a la cuestión de la fundamentación de normas intersubjetivamente válidas, si es que en general reconocen la cuestión como significativa. En general se piensa que, si se quiere evitar el recurso a dogmas religiosos o metafísicos, tal fundamentación es imposible.
En este punto, quisiera apoyarme en la estructura del entendimiento comunicativo sobre algo, que también Gadaer reconoce como presuposición del comprender -aparte del acontecer de la tradición-, es decir, en la estructura del discurso argumentativo, que constituye la forma reflexiva del entendimiento comunicativo presupuesta por la filosofía -también por la “hermenéutica filosófica”- en relación a la justificación de validez. ¿Habría que seguir concibiendo esta misma forma reflexiva de todo diálogo dirigido al entendimiento sólo como un episodio dentro del acontecer, históricamente situado, del sentido y de la verdad? ¿O ella portaría, en tanto que condición de posibilidad y validez de su función filosófica reflexiva, una validez absolutamente intersubjetiva y, por tanto, ahistórica? Y, si esto último es verdad, ¿qué implicaciones tiene para la posibilidad de una fundamentación normativa de la validez del comprender en general?

~
















El a priori del discurso argumentativo como forma reflexiva, irrebasable históricamente, del entendimiento sobre algo y como condición normativa del comprender hermenéutico-crítico.

En el volumen colectivo Hermenetik und Ideologiekritik de 1971, Jürgen Habermas y yo sustuvimos -tal como hoy lo veo, sin razón- que la “pretensión de universalidad” de la “hermenéutica filosófica” de Gadamer podía ponerse en cuestión desde enfoques propios de las ciencias sociales, como el psicoanálisis y la crítica de las ideologías. Dicho con mayor precisión: desde la mostración de la posibilidad y la necesidad de suspender crítico-reflexivamente la “anticipación de perfección” hermenéutica por medio de la crítica (Hinterfragung) objetivante de la competencia comunicativa de los seres humanos socializados y, en esa medida, también de la “autoridad” de la tradición lingüística -y todo ello en el marco de una filosofía de la historia como disciplina omniabarcante-. Sin embargo, tanto Habermas como yo llegamos a desarrollar simultáneamente una filosofía discursiva que mostraba la imposibilidad de tal puesta en tela de juicio. Más exactamente: mostraba ral imposibilidad siempre que la “filosofía hermenéutica” (por ejemplo, la “hermenéutica trascendental” que yo defendí anteriormente) esté en condiciones de ocupar el lugar de una filosofía del discurso. ¿Qué quiero decir con esto?
No quiero decir que no sea posible y necesario criticar los resultados de las ciencias hermenéuticas del espíritu desde enfoques propios de las ciencias sociales (entendidas no sólo en el sentido de Freud y Marx, sino también en el sentido de Nietzsche y Foucault, o en el sentido del deconstructivismo de Derrida). Pensar que ello no es posible correspondería, en efecto, a un idealismo hermenéutico de las ciencias del espíritu, que precisamente no sería conciliable con la convicción de Gadamer de la superioridad del ser histórico frente a cualquier posible conciencia reflexiva del ser.
Pero, por otra parte, tendría también que quedar claro que la reflexión empíricamente autocrítica, que tanto el psicoanálisis como cualquier forma de crítica de las ideologías tienen que utilizar con sus “objetos” humanos, no puede confundirse con aquella reflexión -hermenéutico-trascendental o pragmático-trascendental que se refiere a las condiciones de posibilidad del discurso argumentativo (y, por lo tanto, también del discurso de las ciencias sociales críticas). Estaa última reflexión, que tiene lugar en el plano de la discusión filosófica, no puede ser sustituida por la crítica desenmascaradora, ni prohibida por principio. Sencillamente por lo siguiente: porque sólo ella puede tematizar las condiciones de posibilidad y validez precisamente de la crítica desenmascaradora. Sin duda, esto es algo que actualmente -siguiendo el modelo de Nietzsche- se tiende a ignorar en favor de la praxis, pretendidamente más radical, de la crítica total de la razón, que asume la autocontradicción permanente.
Ahora bien, desde la reflexión hermenéutico-trascendental o pragmático-trascendental puede decirse, en mi opinión, que la -irrebasable- pretensión de universalidad elevada por Gadamer para su “filosofía hermenéutica” resiste frente a cualquier ciencia social crítica -siempre que presupongamos que la “hermenéutica filosófica” se concibe de tal modo que pueda responder a la pregunta por las condiciones de posibilidad del comprender válido. Pero justamente es esto lo que no se puede esperar de la “ontología hermenéutica” del acontecer del sentido y de la verdad tal como Gadamer la concibe.

~




La posibilitación indirecta del “comprender mejor” crítico por medio del punto de vista reflexivo de la filosofía

¿Desde dónde se proyecta en realidad la concepción de Gadamer de una “ontología hermenéutica”? Con otras palabras: ¿qué relación guarda el discurso encaminado al entendimiento que se producen en el mundo de la vida o en las ciencias del espíritu, cuya estructura analiza Gadamer como acontecer del sentido y de la verdad? El lector de Verdad y método recibe sólo una respuesta indirecta a esta pregunta, que además, en mi opinión, es ambigua.
Por una parte, se tiene la impresión de que el propio Gadamer -de modo semejante al último Heidegger- no tomara realmente parte en discursos encaminados al entendimiento, sino que está en condiciones de hablar, desde una posición objetivista no reflexiva, de las condiciones del entendimiento y del comprender como de un acontecer temporal-histórico. (Heidegger todavía atribuía gran importancia al hecho de distinguir, en el sentido de la diferencia óntico-ontológica, entre el acontecer intramundano e intratemporal en el sentido usual -el acontecer empírico- y la “temporación” y “espaciamiento” del mundo mismo en un meta-acontecer epocal de la historia del ser. De esto, hasta donde yo puedo ver, ya no queda nada en Gadamer. De ahí procede la impresión de una objetivación intratemporal de eso que al menos en la ontología clásica griega -desde Parménides y Platón- no podía tener el carácter de un acontecer temporal: el sentido -Idea o Forma- y la verdad o la falsedad captables por el pensamiento).
Fue Hegel quien primero comenzó a objetivar lo espiritual como cayendo en el tiempo -claro que con la intención de superar (aufheben) a la vez, como “reflexión en sí”, el tiempo (y la historia) en su ser en sí y para sí, para lo cual recurría al “saber absoluto”. Evidentemente, éste es el cuasi-modelo que Gadamer ha tenido siempre ante los ojos. Pero, aunque le guarde gran admiración (cf. las numerosas alusiones a Hegel en Verdad y método), desde un principio declara que debe distanciarse de él en nombre de la finitud del ser ahí humano -en favor de la constatación objetivadora de un puro acontecer intratemporal: del comprender siempre sólo de modo diferente propio de la “acepción (Ansicht) del ser” de cada caso.
Pero, ¿constituye esto una alternativa legítima al sobredimensionamiento al que Hegel somete a la capacidad reflexiva del concepto filosófico? ¿Puede pensarse sin contradicción la pretensión de verdad de la propia filosofía que constata la relatividad a la situación -como quizá pueda pensarse la pretensión de verdad del arte o la de la religión- según el modelo del “espíritu objetivo” que surge intratemporalmente, es decir: como expresión de “la multiformidad de a vida” (Diltehy)? El mismo Gadamer se da cuenta de que Dilthey quedó envuelto en las “aporías del historicismo” al reducir completamente el “espíritu absoluto” al “espíritu objetivo”. Pero él mismo -como Heidegger- sólo logró una “superación” aparente del relativismo historicista. Él cree haber conseguido esa superación renunciando al ideal de objetividad de Dilthey y relativizando histórico-contextualmente desde un principio el comprender en su pretensión de validez. Pero, ¿acaso no es esto hacer virtud de la necesidad de Dilthey, cortando el nudo gordiano del relativismo historicista en vez de desatarlo?
Llegados a este punto, y teniendo en cuenta lo que dije en la “Introducción”, debo especificarr mis reparos en contra de Gadamer. No se trata, para mí, de defender el ideal de objetividad diltheyano del “comprender de nuevo de manera idéntica” el sentido manifestado; tan poco como de renovar la pretensión de Hegel y concebir la “autopenetración del espíritu” ligada a todo comprender en el sentido de la posibilidad de una total mediación de la forma de comprender (en tanto que la del “concepto”) y el contenido de la historia. Para mí se trata tan sólo de poder pensar la capacidad para la verdad del comprender reflexivo -y por ello también virtualmente crítico- mediante la idea regulativa de la validez absolutamente intersubjetiva; y en esa medida poder pensar un progreso posible y continuado.
Y esto teniendo sobre todo en cuenta la circunstancia de que el comprender siempre ya reflexivo no puede ser elevado a “saber absoluto”, pero que en la hermenéutica trascendental ha alcanzado ya siempre el plano de una autorreflexión formal con pretensión de validez universal. Es decir; los discursos encaminados al entendimiento, como momento de los cuales hay que concebir el comprender (también según Gadamer), no pueden objetivarse simplemente como “acontecer” intratemporal; puesto que, en el discurso filosófico, han alcanzado ya siempre una forma reflexiva, que no pueda ya -bajo pena de autocontradicción performativa- reducir su propia pretensión de validez a una perspectiva condicionada históricamente entre otras perspectivas finitas.
Naturalmente esta afirmación sólo es válida en la medida en que nosotros estemos, en el discurso filosófico, efectivamente en condiciones de hacer, en un lenguaje formal, enunciados universalmente válidos acerca del discurso, relativizando de ese modo las perspectivas comprensivas de los discursos particulares en el sentido de su “pertenencia histórica” (Gadamer). Con ello se abre a la vez también la posibilidad de una comparación empírica entre las diferentes perspectivas comprensivas (tanto sincrónica como diacrónicamente). Muchas ciencias históricas, antropológico-culturales y etnológicas hacen uso de ella hoy día. Hay que añadir que es asimismo la radicalización del comprender reflexivo la que hace posibles tanto a la “hermenéutica de la sospecha” (Ricoeur), esa que suspende la “anticipación de perfección”, como a los métodos -que recurren a explicaciones externas de motivos- de las ciencias sociales críticas anejos a la “hermenéutica de la sospecha” (no así de las ciencias cuasi-nomológicas del comportamiento, que están al servicio de la tecnología social.)

¿Acaso no es posible, incluso indispensable, concebir el rebasamiento formal de la sujeción del comprender a la perspectiva, alcanzado ya por la forma reflexiva del discurso filosófico, como la condición de posibilidad del acceso a nuevas y superiores perspectivas comprensivas, es decir: de nuevas formas de la precomprensión del mundo que posibilitan un comprender más profundo y que no son meras “prosecuciones” de tradiciones, sino más bien logros de la reflexión crítica?

Se entiende que también estas nuevas perspectivas comprensivas (o aperturas de sentido, si se prefiere) -mediadas por la reflexión crítica- se diferencian, en tanto que prespectivas que ponen en libertad “acepciones (Ansichten) materiales del mundo”, de la falta formal de punto de vista que los juicios filosóficos reflexivos poseen, y esto a causa de que ellas siguen siendo finitas y situadas. Con todo, eso no altera el hehco de que estén sujetas -en tanto que perspectivas comprensivas mediadas por la forma reflexiva del discurso filosófico- a la idea regulativa del comprender mejor y más profundamente.

Ésta es, pues, la respuesta -a la que hasta ahora sólo había aludido- de una hermenéutica trascendental reflexiva a la pregunta por las condiciones de posibilidad del comprender válido; respuesta que Gadamer bloqueó con su polémica -achacable sin duda a los “prejuicios malos”- contra la “filosofía de la reflexión”. Esta polémica le condujo, por desgracia, a conformarse explícitamente, siguiedo el ejemplo de Nietzsche, Heidegger y sus numerosos seguidores, con la contradicción performativa a que conduce -tal como él reconoce- la relativización histórica completa de todo comprender:

Por mucha claridad que se arroje contra la contradictoriedad interna de cualquier relativismo, las cosas no dejan de ser como las describe Heidegger: todas estas argumentaciones triunfales tienen siempre algo de ataque por sorpresa. Parecen tan convincentes, y sin embargo pasan de largo ante el verdadero núcleo de cosas. Sirviéndose de ellas se tiene razón, y sin embargo no expresan una perspectiva superior ni profunda. Es un argumento irrefutable que la tesis del escepticismo o del relativismo pretende ser verdad y en consecuencia se autosuprime. Pero ¿qué se logra con esto?
El argumento de la reflexión que alcanza este fácil triunfo se vuelve, sin embargo, contra el que lo emplea porque hace sospechoso el mismo valor de verdad de la reflexión. Lo que es alcanzado por esta argumentación no es la realidad del escepticismo o de un relativismo capaz de disolver cualquier verdad, sino la pretensión de verdad del argumentar formal en general.

Confieso que lo único que soy capaz de ver en esta apología de la aceptación de la autocontradicción es la capitulación de la razón y la interrupción del discurso argumentativo mediante un fallo inapelable.
Pero no es esta faceta de la “argumentación” de Gadamer lo que me parece interesante, sino la pregunta de si en este pasaje se ponen de manifiesto motivos que deben ser tomados en serio y comprendidos hermenéuticamente. ¿Acaso no hay que tomar en serio, por ejemplo, la alusión a la “realidad del escepticismo o de un relativismo capaz de disolver cualquier verdad”, que Gadamer subraya al señalar en la frase precedente al texto citado que “en 1920 Heinrich Rickert discutiendo por extenso la “filosofía de la vida” no fue capaz de conseguir ni de lejos el efecto de Nietzsche y de Dilthey, que entonces empezaba a ejercer su gran influencia”?

Mi respuesta sería: “sí y no”. “No” en la medida en que a la filosofía no le está permitido reconocer el “efecto real” de los argumentos en contra de su validez. “Sí” en la medida en que el gran efecto real de algunos argumentos erróneos nos serviría para explicar, mediante argumentos válidos, su procedencia (de los argumentos); y viceversa: los argumentos válidos podrían resultar prácticamente irrelevantes en lo que toca a su significación -y, en esa medida, a su posible productividad. Éste es evidentemente el motivo gadameriano que hay que tomar en serio. Queda aún más claro en otro pasaje, donde afirma:
La conciencia del condicionamiento no cancela éste de modo alguno. Es uno de los prejuicios de la filosofía de la reflexió el considerar como una relación entre frases cosas que realmente no están en el mismo nivel lógico.
Esta observación alude a una circunstancia que ya he considerado más arriba: que el discurso reflexivo-formal sobre los discursos, que sin duda “no está en el mismo nivel lógico” que los discursos de contenido y abridores de mundo sobre los que habla, no puede por de pronto -inmediatamente- abrir nuevas perspectivas sobre las cosas. A este respecto, aparentemente deja todo como está (tal como Wittgenstein afirma de la filosofía en general). No obstante, ya he intentado mostrar que esa impresión de improductividad es errónea, siempre que se piense la reflexión, por de pronto sólo formal-general, junto a sus consecuencias lógicamente posibles -las nuevas y superiores perspectivas del comprender que ella proporciona.
A continuación me gustaría hacer valer este punto de vista -dialéctico en el sentido de Hegel- más profundamente. Se tratará ahora de mostrar que la reflexión sobre las presuposiciones de la forma reflexiva filosófica de los discursos encaminados al entendimiento, lejos de ser improductiva, pone en libertad justamente aquellas normas intersubjetivamente válidas de la razón práctica y de la reconstrucción hermenéutico-crítica de la historia que la reflexión -”hermenéutica” en el sentido de Gadamer- sobre el acontecer del sentido y de la verdsad de comprender históricamente situado no está en condiciones de descubrir.
~


Para reparar estos déficits y pensar hasta el final de forma más radical la idea de la filosofía trascendental, es menester en mi opinión una nueva transformación de la metafísica: esta vez también de la forma kantiana de la filosofía trascendental. Tal transformación se apunta ya en Charles Peirce, el fundador del pragmatismo. Él fue el primero que concibió, en su “clasificación de las ciencias”, la necesidad que estoy postulando de dos transformaciones complementarias de la metafísica tradicional.
A saber: una metafísica hipotético-falibilista que presupone, por su parte, una transformación de la lógica trascendental de Kant en una lógica semiótica y normativa de la investigación.
Pero en mi reconstrucción de las aporías de la crítica de la metafísica, resta todavía una breve pero enérgica alusión a la forma hoy dominante de la crítica de la metafísica: la de la “destrucción”, “deconstrucción” o “torsión” (Verwindung) de la metafísica por medio de un “pensar” posmetafísico y acaso posracional.

Para esta versión de la crítica de la metafísica -la que más interés despierta en la actualidad- puede encontrarse cuando menos un punto de partida en la disolución de la ciencia en su papel de instancia crítica y de apelación independiente de la metafísica. Es decir, la idea hoy evidente de que la ciencia occidental no puede pensarse con independencia de la metafísica en Occidente, ni en sus hipótesis sustanciales globales de explicación del mundo, ni en sus presuposiciones lógico-trascendentales (no empíricas), esta idea, decimos, puede interpretarse, tal y como ha mostrado Heidegger, de un modo completamente distinto al de una rehabilitación o transformación crítica de la función imprescindible de la metafísica. De esta idea puede deducirse el motivo de una crítica radical de la ciencia y de la filosofía, a saber: la sospecha de que ha sido precisamente la forma de pensamiento de la metafísica occidental -la forma de pensamiento del ocultamiento del ser en la forma de ideas o conceptos referidos al logos- la que ha hecho posible el problemático saber de dominio de la ciencia moderna o, dicho de otro modo, la técnica.



~










filosofia 8

Wittgenstein y Heidegger, crítica al mentalismo de la filosofía moderna, el giro lingúístico crítico y hermenéutico de la filosofía



Aquí topamos con un déficit de reflexión en Wittgenstein, ligado a su predilección útil en muchos aspectos por la mera descripción de ejemplos. Ciertamente mediante el análisis de ejemplos se puede oponer un eficaz correctivo a los prejuicios apriorísticos y las generalizaciones precipitadas de la filosofía sistemática.
Pero de este modo no es posible hacer inteligible la pretensión específica de validez de toda proposición filosófica también de las proposiciones en que se sustenta la crítica del lenguaje o del sentido. Dicho de otro modo: no es posible hacer inteligible la función actual del juego del lenguaje filosófico que analiza los juegos del lenguaje siempre que nos lo representemos como un juego de lenguaje entre o al lado de otros juegos de lenguaje, es decir, como empotrado en una determinada forma de vida, con determinadas “convenciones”, “usos” y “costumbres”.
Puesto que el juego del lenguaje filosófico que Wittgenstein practica al describir determinados juegos del lenguaje eleva la pretensión de decir algo válido universalmente más allá del empotramiento de todo juego de lenguaje en determinadas formas de vida y, en esa medida, más allá de la facticidad y la contingencia de todo juego de lenguaje y toda forma de vida.
Sólo podremos hacer inteligible esta inevitable pretensión de universalidad si intentamos analizar la función del juego de lenguaje filosófico en una reflexión estricta sobre lo que, en tanto que filósofos, hacemos y presuponemos al describir determinados juegos del lenguaje y formas de vida. Sin embargo, un planteamiento metódico semejante era tabú para Wittgenstein desde el Tractatus -como si para el análisis pragmático de los juegos de lenguaje hubiera seguido valiendo la idea, propia de la semántica proposicional, de que una autorreflexión actual del lenguaje conduce necesariamente a antinomias semánticas.
Pero un cuestionamiento pragmático radical del paradigma semántico proposicional, tal como ya el propio Wittgenstein inició con su teoría de los juegos de lenguaje, conduce a la exigencia de analizar también -finalmente- la función pragmática actual del juego de lenguaje filosófico, esto es, de superar la tabuización semántico-proposicional de la autorreferencia de los actos de habla. Pues sólo así se estará en condiciones de entender la negación de la pretensión de validez universal específicamente filosófica como autocontradicción performativa y como autosupresión del juego de lenguaje filosófico.
Pero, tal como están hoy las cosas, precisamente la tematización unilateral e insuficiente del juego de lenguaje filosófico por parte de Wittgenstein -así como el análisis unilateral heideggeriano (“que se olvida de Logos”) de la “facticidad” del “ser en el mundo” como un “proyecto arrojado” histórico- ha reforzado la confusión general con respecto a la autocomprensión de la filosofía y ha dado origen, por así decirlo, a una era de inconsistencia pragmática de las proposiciones filosóficas. (Esto se puede ilustrar con dos pensamientos célebres de Wittgenstein: la argumentación contra la posibilidad de un “lenguaje privado” y la argumentación contra la posibilidad de una duda universal en Sobre la certeza).

~
la “destrucción” heideggeriana de la precomprensión del mundo y la idea de la verdad de la filosofía y la ciencia occidentales en general.



En Kant y el problema de la metafísica, Heidegger todavía intentó hacer compatibles su interpretación de la dependencia de la verdad válida universalmente con respecto a la comprensión del mundo del “ser ahí” humano y la filosofía trascendental de Kant -más exactamente: con la primera edición de la Crítica de la razón pura, pero no con la segunda edición-.
Pero, tras la vuelta (Kehre) de la interpretación del “ser ahí” humano y su “apertura” como el de un “proyecto arrojado” hacia la historia del ser, Heidegger radicalizó la tesis de la relatividad de la verdad qua apertura del mundo respecto del “ser ahí” temporal e histórico humano, de modo que esta relatividad pudiera también entenderse respecto de una determinada “época” de la historia del ser -por ejemplo, como relatividad del concepto de validez general de la verdad científica y filosófica respecto de la época de la metafísica fundada en Grecia y que hoy toca a su fin-. Aquí se muestra ya una dificultad interna de la filosofía de Heidegger, sobre la que todavía tendremos que volver: a saber, la contradicción pragmático-performativa entre la tesis relativista y su propia pretensión a la verdad universalmente válida. Pues la relativización de la verdad con validez universal que introduce la historia del ser obviamente será ella misma verdadera o universalmente válida como evidencia de la necesidad de la relativización -esto es, en un sentido no relativo-: por decirlo así, para todo sujeto cognoscitivo posible en el marco de una comunidad ideal de argumentación de los hombres como seres potencialmente racionales.
Aquí se pone de manifiesto que el hoy tan comentado pragmatismo del análisis del “ser ahí” en Ser y tiempo es también equívoco. Es posible que -como sugiere Richard Rorty- tenga algo en común con la reducción que llevaron a cabo William James y John Dewey de la verdad filosófica y científica a la utilidad práctica para la vida, en el sentido de las necesidades propias de hombres existentes y contingentes en tanto que “seres en el mundo” -indiviudales o colectivo-particulares-. Pero, desde luego, no tiene nada en común con el pragmatismo fundado por Charles S. Peirce, o con lo que Peirce denominó más tarde -como reaccion contra James y Dewey- “pragmaticismo”. Pues, ciertamente, Peirce interpretó el sentido de cualquier enunciado posible, verdadero o falso, en términos de praxis vital. Pero, al mismo tiempo, concibió la praxis argumentativa y experimental de la “ilimitada comunidad de los científicos”, orientada a la validez absolutamente intersubjetiva de los conocimientos, como el único contexto autorizado para la confirmación práctica. Así, a diferecia de Heidegger él no partió del “a priori de la facticidad” del “ser en el mundo” de cada caso como base última de la validez de la verdad, sino del a priori de la capacidad de consenso anticipada contrafácticamente acerca de la verdad para todos los seres humanos en tanto que seres racionales.
Hasta aquí sobre la “destrucción” heideggeriana de la precomprensión del mundo y la idea de la verdad de la filosofía y la ciencia occidentales en general.

~







la desmundanizacion de Heidegger y el lenguaje hace fiesta de Wittgenstein


Pues bien, ¿dónde reside la correspondencia anteriormente anunciada de la crítica del lenguaje y del sentido de Wittgenstein también con esta tendencia destructiva de la filosofía de Heidegger?
En primer lugar es muy fácil descubrir una correspondencia del análisis lingüístico de Wittgenstein con el análisis pragmático y hermenéutico-existencial del mundo de conformidad y del paso de la comprensión del mundo al modo deficiente de la desmundanización, del mero mirar fijamente lo ante los ojos.
Sólo hay que fijarse en que la absolutización -usual desde la fundación griega de la ontología- del juego de lenguaje de la denominación o de la designación de objetos e incluso estados de cosas, que el propio Wittgenstein llevó al extremo en la teoría de la figuración del mundo del Tractatus, fue puesta radicalmente en cuestión en su posterior concepción de los juegos del lenguaje. No es que el Wittgenstein posterior rechazase por completo la concepción de la donominación y de la correspondiente definición ostensiva. Sin embargo, cayó en la cuenta de que se trataba de un juego de lenguaje muy particular, que presupone ya siempre otros juegos del lenguaje, los cuales a su vez tienen que estar entretejidos con a praxis de una forma de vida.
Los siguientes pasajes de las Investigaciones lógicas remiten a estas presuposiciones:
“La definición ostensiva explica el uso -el significado- de la palabra cuando ya está claro qué papel debe jugar en general la palabra en el lenguaje. Tiene uno que que saber (o poder) ya algo para poder preguntar por la denominación” (ibid. I, parágrafo 30). Y: “Cuando se le muestra a alguien la pieza de rey en ajedrez y se dice 'Éste es el rey', no se le explica con ello el uso de esa pieza -a no ser que él ya conozca las reglas del juego salvo en este último extremo: la forma de una pieza del rey. Sólo pregunta por sentido por la denominación quien ya sabe servirse de ella” (ibid, I, parágrafo 31).
A este contexto pertenece también una observación de Wittgenstein en la que se subraya la correspondencia semiótica con la teoría heideggeriana de la “desmundanización”. Es decir, que pone de manifiesto que una teoría de la constitución del significado por medio de la denominación, desligada e independizada del contexto pragmático de los juegos de lenguaje entretejidos con formas de vida, es el correlato exacto del estadio, descrito por Heidegger, de la comprensión del mundo en el modo deficiente del mero “mirar fijamente” lo ante los ojos.

Wittgenstein lo formula de la siguiente manera:
Nombrar aparece como una extraña conexión de una palabra con un objeto. Y una tal extraña conexión de una palabra con un objeto. Y una tal extraña conexión tiene realmente lugar cuando el filósofo, para poner de manifiesto cuál es la relación entre el nombre y lo nombrado, mira fijamente a un objeto ante sí y a la vez repite innumerables veces un nombre o también la palabra “esto”. Pues los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje hace fiesta. Y ahí podemos figurarnos ciertamente que nombrar es algún acto mental notable, casi un bautismo de un objeto (ibid, I, parágrafo 38).
El caso límite que en Heidegger supone la “desmundanización”, en la que lo ante los ojos, meramente mirado con fijeza, deja de tener “significatividad” para nosotros, se corresponde en Wittgenstein con el caso límite en que el lenguaje “hace fiesta”, esto es, en que deja de estar, en su uso, entretejido con la praxis de la vida. En efecto, en este caso límite se sustituye meramente el deíctico “eso de ahí” por un nombre, que no lleva consigo ningún significado comprensible. Y naturalmente esto implica que bajo este supuesto es precisamente imposible comprender cómo se constituye la significación de los predicadores ligüísticos.
~

Así tampoco es posible como pretendía Russell fundar una teoría del significado lingüísitico -por así decirlo, universalmente válida- mediante la coordinación de “nombres propios lógicos” con los puros sense data en cuanto que elementos del mudo dado. Antes bien, el juego lingüístico de la denominación -o también el de la pregunta por la denominación correcta de algo dado- presupone ya siempre aquellos juegos de lenguaje en los cuales es el contexto de la praxis de la vida el que constituye el rol posible de las palabras en el juego de lenguaje y, en esa medida, su significado posible.






El concepto de “mundo de la vida”, las constituciones de sentido del “mundo de la vida” y de su validez intersubjetiva


Llegados a este punto, podemos resumir la reconstrucción de los logros filosóficos de Wittgenstein y Heidegger. Quisiera, al mismo tiempo, referirme al concepto de “mundo de la vida” del último Husserl y sostener la tesis de que ittgenstein y Heidegger descubrieron a su modo el mundo de la vida y lo pusieron en juego contra el concepto del mundo propio de la tradición filosófica mucho más radicalmente de lo que Husserl pudo hacerlo en la Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Pues Husserl vio, ciertamente, que las constituciones del objeto abstractivas e idealizantes propias de la ciencia (o ciencias) europea presuponen las constituciones de sentido propias del mundo de la vida (y que deben ser comprendidas filosóficamente a partir de ellas); pero sostuvo -en tanto que último clásico de la filosofía poscartesiana de la conciencia- que las constituciones de sentido del mundo de la vida y de su validez intersubjetiva pueden y deben ser retrotraídas en última instancia a los rendimientos intencionales de una conciencia del “yo pienso” entendida de modo “trascendental-solipsista”. No reflexionó sobre lo siguiente: que las constituciones de sentido del mundo de la vida están ya siempre, en tanto que públicamente válidas, mediadas lingüísticamente y que, en esa medida, pertenecen ya siempre a unas formas de vida condicionadas sociocultural e históricamente.

Así pues mientras que en Husserl hasta el final los rendimientos intencionales prelingüísticos de la conciencia del yo tienen que fundamentar las constituciones de sentido del mundo de la vida, en Wittgenstein y Heidegger este mismo mundo de la vida se sitúa en el lugar de lo irrebasable: en el caso de Heidegger, en la figura del “proyecto arrojado” históricamente condicionado dele “ser en el mundo”, y, en el caso de Wittgenstein, en la figura de las “formas de vida” que constituyen el “trasfondo” de los “juegos del lenguaje” que en cada caso utilizamos. De hecho, a esas figuras se vincula un reconocimiento del condicionamiento cuasi-trascendental de nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos, por detrás del cual no puede ya retroceder la filosofía actual. A este reconocimiento pertenecen, por una parte, la ya mencionada crítica del sentido a los problemas aparentes de la metafísica, que descansan en la falta de reflexión sobre el juego de lenguaje a priori de nuestro pensamiento, y, por otra parte, la correspondiente captación hermenéutico-existencial de la dependencia que nuestra comprensión positiva de la significatividad del mundo tiene respecto del “ser en el mundo” humano y, en conexión con ello, respecto de la apertura del mundo del lenguaje (o lenguajes) histórico.
El que, a la vista de esta precomprensión del mundo de la vida lingüística e históricamente condicionada, ya no nos sea posible retroceder hasta un punto cero del pensamiento donde éste se halle libre de prejuicios, hasta la presencia o autodonación de los fenómenos es algo en lo que hay unanimidad en un filosofar que ha efectuado, con Wittgenstein y Heidegger, el giro pragmático lingüístico y hermenéutico (de la Ilustración). Esto se muestra, no en último lugar, en el correspondiente giro de la filosofía de la ciencia que ha descubierto, a partir del análisis de Thomas Kuhn de la “estructura de las revoluciones científicas”, la dependencia que el pensamiento científico y su posible progresos tienen respecto de “paradigmas” de una precomprensión del mundo condicionados históricamente y del correspondiente acuerdo de la comunidad de científicos.
~
Pero la referencia a la filosofía de la ciencia de Kuhn, en la cual se encuentran motivos de Wittgenstein y de una hermenéutica inspirada por Heidegger (y por Gadamer), resulta apropiada también para señalar la propuesta más cuestionable del pensamiento de Wittgenstein y Heidegger: la absolutización del a priori de la contingencia del mundo de la vida, condicionado históricamente, que en cada caso es el nuestro: absolutización que no puede ser consensuable filosóficamente, puesto que pone en cuestión precisamente las condiciones de posibilidad de un consenso filosófico universalmente válido. Estoy aludiendo con ello a la exigencia de consistencia pragmática del filosofar, es decir, a la exigencia de evitar la autocontradicción performativa de la argumentación. Y les recuerdo que el propio Wittgenstein proporcionó un ejemplo de esta autosupresion de un juego de lenguaje filosófico, en su reductio ad absurdum del argumento cartesiano del sueño en Sobre la certeza.
Por lo que respecta a Heidegger, ya he señalado antes el peligro de autoinconsistencia pragmática que corre su destrucción de la idea de verdad de la metafísica occidental. Es natural preguntarse cuál es, a este respecto, su relación con la crítica radical del discurrir en vacío o de la “enfermedad” de los juegos filosóficos de lenguaje según Wittgenstein. Como es sabido, Wittgenstein no revocó propiamente e las Investigaciones filosóficas el veredicto de sinsentido pronunciado en el Tractatus contra las proposiciones de la filosofía en su conjunto -incluidas las proposiciones de la filosofía en su conjunto -incluidas las proposiciones del tractatus-; al menos, no lo hizo mostrando que el propio juego de lenguaje crítico de la filosofía, general, sus funciones y disfunciones y, así, “enseñar a la mosca la salida de la botella cazamoscas”, fuese posible y válido. Parece que a esa pregunta le da únicamente respuestas que se refieren al juego de leguaje especial, necesario para la terapia de la enfermedad; respuestas que, en cualquier caso, no reconocen que la caracterización de los problemas filosóficos en su conjunto como una enfermedad del funcionamiento del lenguaje utiliza ella misma una intuición específicamente filosófica -esto es, válida universalmente- (véase especialmente: Investigaciones filosóficas, I, parágrafos 133, 255, 209).
Ahora bien, si se pudiera mostrar que la prueba de la autosupresión del juego de lenguaje filosófico mediante la autocontradicción performativa representa la forma más radical de crítica del sentido o del lenguaje, entonces posiblemente, pensando con Wittgenstein contra Wittgenstein, podríamos poner límites al programa, que él cuando menos sugirió, de una total autoterapia de la filosofía considerada como una enfermedad. Y, entonces, sería también posible salir al paso de la absolutización del a priori de la contingencia de las diferentes formas de vida o del mundo de la vida históricamente condicionado que en cada caso es el nuestro con un argumento que, en definitiva, no recurre a un punto de vista metafísico más allá del lenguaje y el mundo, sino tan solo a la irrebasabilidad del juego de lenguaje de la filosofía en tanto que es el juego de lenguaje de la forma reflexiva de todo juego de lenguaje y forma de vida concebibles y, en esa medida, del mundo de la vida contingente históricamente.

~











¿Autocrítica o autosupresión de la filosofía?

La teoría de Thomas Kuhn de los “paradigmas” de la historia de la ciencia se puede utilizar, en mi opinión, con buenas razones, como un ejemplo particularmente instructivo de la convergencia de las historias efectuales de Wittgenestein y Heidegger. Pues el concepto de paradigma, que Kuhn introdujo con la doble función de condición positiva de posibilidad del progreso científico y, a la vez, de relativización histórica de ese mismo progreso, este concepto central y multifacético, decimos, puede ser iluminado tanto desde la perspectiva de los juegos del lenguaje de Wittgenestein y sus paradigmas de “certeza”, como desde la perspectiva de las fundaciones epocales iluminadoras-ocultadoras de mundos de la heideggeriana historia del ser.
Visto desde la perspectiva de Wittgenstein, los paradigmas “inconmensurables” de la ciencia y de su posible progreso aparecen como ilustraciones de la idea de que los juegos de lenguaje, en tanto que partes de “forma de vida”, están entretejidos con “actividades” y con formas de interpretación del mundo gramaticalmente condicionadas y válidas a priori; de que tales juegos de lenguaje, en esa medida, actúan como “mdelos” criteriales para el uso del lenguaje, la práctica experimental y el tipo de resultados de la investigación que pueden esperarse y acpetarse como verdaderos o falsos, y por ello, no pueden ser puestos en cuestión por la ciencia empírica, porque justamente tienen que ser ciertos a priori en tanto que condiciones de la posibilidad del funcionamiento del juego de lenguaje científico y de su praxis correspondiente. Lo principal del concepto Kuhniano de paradigma -lo que resulta provocativo para la representación tradicional del progreso lineal de la ciencia y de su racionalidad unificada- se alinea, en esa medida, junto a la sugerencia de Wittgenstein de que no es posible retroceder más allá de la pluralidad y la diversidad de los juegos del lenguaje y de las formas de vida que los sustentan, y de que, por lo tanto, hay que contar con que la diversidad de las formas de vida, en cuanto trasfondo de los diversos juegos de lenguaje, puede imposibilitar el entendimiento comunicativo por medio del lenguaje. (De tal modo que nosotros los hombres no podríamos entender, por ejemplo, a los leones, si es que ellos pudieran hablar. Y es lógico suponer una limitación semejante de la comprensión también a la hora de entender formas de vida humana extrañas -por ejemplo, las así llamadas culturas primitivas).
Ahora bien, este relativismo sincrónico que surge inmediatamente de la perspectiva de Wittgenstein se corresponde ampliamente con el relativismo diacrónico que surge inmediatamente de la iluminación epocal del mundo en Heidegger, la cual -tal como hemos mostrado anteriormente- se deriva de la reinterpretación radicalizadora que, desde la historia del ser, sufre el concepto, relativo al “ser ahí”, de verdad como “apertura”. Aquí es sobre todo la siguiente figura conceptual la que parece corresponderse con la función del concepto kuhniano de paradigma: en una observación tardía en Zur Sache des Denkens, Heidegger reconoció, por una parte, que era “inadecuado” hacer pasar su concepto de iluminación del mundo de ocultamiento desocultador (a-létheia) como el “concepto de verdad originario”; puesto que aquí falta el momento de la adecuación, en el sentido de la concordancia con algo dado previamente. Pero, por otra parte, subrayó de nuevo que con el concepto de “iluminación” se ponía en libertad una dimensión que precede sistemáticamente al concepto tradicional de verdad, puesto que se trata de una condición de posibilidad de los juicios o enunciados adecuados e inadecuados sobre lo ente.

el modo de mirar hermenéutico-lingüístico de Heidegger y el analítico de los juegos de lenguaje de Wittgenestein.



Obviamente, la correspondencia de esta figura conceptual con la función del paradigma kuhniano reside en que en ambos casos se relativiza, de modo unilateral, el posible proceso de progreso del conocimiento -también del proceso de verificación y de falsación- con respecto a una condición precedente: al paradigma de Kuhn, qe sirve de norma, corresponde la iluminación de Heidegger, que se puede entender como una apertura lingüísitica del mundo que libera originariamente el horizonte de sentido para las posibles preguntas de la ciencia; y los juicios adecuados o inadecuados, como ha mostrado Gadamer, deben entenderse como respuestas a preguntas actuales o cuando menos posibles. De este modo, es natural extraer la conclusión de que los resultados de la ciencia occidental dependen en su conjunto de horizontes paradigmáticos de preguntas o de sentido que en general no podrían arirse para culturas con una apertura lingüística del mundo diferente -por ejemplo, para los Hopi de Nuevo México-. En este punto se hace patente otra vez la convergencia entre el modo de mirar hermenéutico-lingüístico de Heidegger y el analítico de los juegos de lenguaje de Wittgenestein.
Una diferencia entre Heidegger, por un lado, y Kuhn o Wittgenstein, por el otro, reside en que Heidegger supone que las iluminaciones del sentido ocultadoras-desocultadoras de la historia occidental del mundo tienen que estar acuñadas en su conjunto esencialmente por el “acontecimiento”, que tuvo lugar en Grecia, de la fundación de la filosofía como metafísica. En esa medida, para Heidegger las fundaciones siguientes de los diferentes paradigmas de la ciencia no pueden ser, a este respecto, “inconmensurables”, puesto que todas ellas deben entenderse como consecuencias de la fundamentación de la metafísica. (El núcleo de esta suposición de Heidegger es la tesis de que ya en la desocultación metafísica del sentido del ser de cuño platónico -esto es, en la teoría de las ideas- está trazado el modo de desocultación de la objetivación del mundo en el sentido de la relación sujeto-objeto, y con ello también la de la “imposición” (Gestell) de la técnica científica o del a priori de la ciencia tecnificada propio de la modernidad europea).
Si la comparamos con esta visión heideggeriana -que se corresponde con los esfuerzos que realizó a lo largo de toda su vida por reconstruir y destruir la metafísica occidental- comprobamos que la idea wittgensteiniana de los ilimitados juegos de lenguaje y formas de vida está, por un lado, acuñada por un modelo conceptual ahistórico -en especial en el período de transición entre el Tractatus y las Investigaciones filosóficas- y por otro lado, se ilustra más bien recurriendo a ejemplos de la etnología y a la idea de una “historia natural”.

Sin embargo estas diferencias no han impedido que -como ya nos ha mostrado el anterior ejemplo de Kuhn- se haya dado una convergencia de las perspectivas de Heidegger y de Wittgenstein en el sentido de un giro relativista e historicista de la filosofía occidental en su conjunto. Con frecuencia se considera que esta caracterización es una tergiversación, una consecuencia de un pensamiento que sigue siendo él mismo metafísico, que no entiende todavía adecuadamente el nuevo punto de vista “más allá del relativismo y del objetivismo”. Al final de este trabajo quisiera salir al paso de esta interpretación.

~








el fenómeno de la autosupresión del juego del lenguaje filosófico.


Con este fin, quisiera considerar primero lo que a mi juicio constituye el desafío más poderoso para la filosofía procedente de la convergencia de las exigencias desmedidas de Wittgenstein y Heidegger. En Heidegger la exigencia más fuerte consiste, para mí, en que la iluminación del sentido y la verdad que depende de ella tiene que poder pensarse, en último término, como un acontecer del sentido o de la verdad. Esto es, expresándolo de la forma más radical: en que, según Heidegger, también la intelección o proposición (portadora de una pretensión filosófica de verdad) de que nuestra capacidad de preguntar depende, según la génesis de su sentido, de los acontecimientos iluminadores de la historia del ser debe, a su vez, ella misma depender, en su validez, de acontecer temporal de la historia del ser. El Logos de nuestro pensamiento y de nuestra argumentación, que fue entendido desde la fundación de la filosofía en Grecia como atemporal, tendría ahora que aprender a considerarse a sí mismo como dependiente de lo “otro de la razón” -del ser temporal-, y, sin embargo, esta intelección tendría que poder continuar expresándola en la forma de una tesis filosófica universalmente válida sobre la historia del ser. Esta exigencia que procedente de Heidegger, pasa al posmodernismo filosófico ¿resiste una crítica del sentido o conduce a una autosupresión del juego de lenguaje filosófico?

Al hacer esta pregunta estamos, hasta cierto punto, uscando refugio en el planteamiento crítico del sentido y del lenguaje de Wittgenstein. Pero hemos de admitir que en este punto Wittgenstein y los wittgensteinianos no nos son de mucha ayuda, sino que más bien completan y refuerzan la desmedida exigencia de Heidegger. En verdad, Wittgenstein atribuyó incansablemente la enfermedad de los problemas filosóficos aparentemente insolubles a malentendidos respecto de la función del lenguaje. Y, como hemos mostrado, analizó en este mismo sentido el fenómeno de la autosupresión del juego del lenguaje filosófico. No obstante, nunca aplicó ese tipo de análisis, en estricta reflexión, a los propios enunciados sobre la filosofía como enfermedad del uso del lenguaje. En general, desde la paradójica autosupresión del juego de lenguaje filosófico en el Tractatus, no llegó nunca a plantear la pregunta reflexiva por las condiciones lingüísticas de posibilidad del propio juego de lenguaje, es decir: la pregunta por los presupuestos no del pseudojuego de lenguaje de la metafísica, que él mismo disolvió, sino del juego de lenguaje de la propia filosofía crítico-terapéutica, esa que muestra “a la mosca la salida de la botella cazamoscas” y mitiga la enfermedad -mediante pensamientos formulados lingüísticamente y no, obviamente, administrando medicamentos.

Aquí es preciso señalar especialmente la siguiente circunstancia. Las conocidas afirmaciones de Wittgenstein sobre el método de la filosofía -como, por ejemplo: “No podemos proponer teoría ninguna. Toda explicación tiene que desaparecer y sólo la descripción ha de ocupar su lugar” (Investigaciones filosóficas, I, parágrafo 109), o: “La filosofía expone meramente todo y no explica ni deduce nada. Puesto que todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo que acaso esté oculto no nos interesa” (ibid, parágrafo 126)-, afirmaciones de este tipo, decimos, indican una peculiaridad de su método, pero no aclaran en modo alguno en qué medida esa peculiaridad hace posible que Wittgenstein lleve a cabo, mediante la exposición de ejemplos, esa cala (Einsicht) en el funcionamiento de nuestro lenguaje” (ibid, parágrafo 109) que nos ayuda a alcanzar una “claridad” tan “completa” que “haga desaparecer por completo los problemas filosóficos” (ibid, parágrafo 133). De ningún modo basta aquí simplemente con describir o exponer los juegos de lenguaje que funcionan en la vida cotidiana y, por otra parte, los juegos de lenguaje de la filosofía que discurren en vacío. Antes bien, es imprescindible cuando menos esbozar las razones -esto es, en último término las evidencias universalmente válidas de la filosofía- por las que se enfrentan unos juegos de lenguaje contra otros. El propio Wittgenstein sugiere, cuando menos, estas raznes en sus siempre renovados intentos por construir una teoría filosófica en el plano de un juego de lenguaje específicamente filosófico, en el cual él está obligado a participar tanto como cualquier otro filósofo. Pues, después de todo, Wittgenstein hacía uso de ese juego de lenguaje de la filosofía.

~

No hay comentarios: