sábado, 24 de abril de 2010

María Zambrano, Freud y Nietzsche

María Zambrano:
Suele caracterizarse a nuestra época como irreligiosa. Más acertado sería descubrir las religiones que la pueblan clandestinamente. Clandestinamente, porque tienen por carácter estas solapadas religiones que sus fieles no las aceptan como tales; sus creyentes no quieren del todo creer en ellas y las sirven, a pesar suyo, sin voluntad, sin conciencia, sin responsabilidad. Pasamos por un momento de Dioses extraños, que en vez de mostrar su rostro como han hecho o permitido siempre los Dioses, lo ocultan y desfiguran. Oscuras religiones y dioses, que no osan mostrarse, que necesitan de toda la debilidad de la conciencia actual para vivir. Dioses a los que el hombre despierto, se avergüenza de servir. De ahí, que la mayor parte de las energías de los hombres se vayan en simular, en preparar los argumentos encubridores de la falsedad en que viven. Pues viven en mentira, no solamente por adorar falsos dioses, sino por tener el valor suficiente para confesarlo.
Uno de esos cultos o religiones es el freudismo, sin duda. Su fundador, Sigmund Freud, tuvo el valor de seguir sus pensamientos hasta el final, de pensar enteramente lo que pensaba, de confesar, hasta lo último, lo que creyó benéfica verdad para los hombres.
(Era, al fin, hombre de ciencia a estilo “antiguo”, es decir, cuando se pensaba para encontrar la verdad, aunque fuera falsa, y no para agradar a determinados déspotas, entre los cuales se encuentra también la opinión pública.)
El freudismo:
No así el movimiento “freudista” que le ha seguido, caído ya casi plenamente en el terreno de la impostura. No así, en los fieles de esa enmascarada relgión que paradójicamente quiere desnudar al hombre. Intentar analizar la contextura y origen de este movimiento y mostrar algunas de sus graves consecuencias, no parece ocioso en este momento. Se trata de algo muy de nuestra época, que hunde sus raíces en el propio corazón de ella. Aparte de lo que significa en sí mismo, es un testimonio de lo que quiso curar precisamente, de la enfermedad que nos aqueja.
~
la enfermedad de la época:
Cada época tiene sus males, hasta en lo físico. Es sabido que no siempre la humanidad ha padecido los mismos azotes. La Edad Media sufrió el castigo de la lepra. El Romanticismo, el terror y la atracción de la tubercolosis. Siempre hay una lepra y una tubercolosis. Pero el alma moderna tiene la particularidad extraña de amar sus enfermedades más que a sus bienes; de sentirse atraída por sus males, casi hechizada por ellos.
Lo que estaba enfermo era el alma, se ocurre decir. Pero ¿no estaba el alma desvirtuada como realidad científica? La ciencia competente, la Psicología, en el siglo XIX parecía coincidir en todas sus tendencias (excepto la neoescolástica y Brentano), en no concebir la realidad del interior del hombre como en los siglos anteriores. Descartes definió la conciencia como la esencia del hombre. La conciencia, los hechos de conciencia, sin embargo eran los que constituían la realidad del interior del hombre, de ese interior tan problemático.
~
Sigmund Freud era médico, en el siglo pasado, en una de las ciudades más bellas del mundo, en esa Viena, hoy reducida a capital de provincia. La gente que acudía a su consulta pertenecía a la clase acomodada, pues sabido es que los pobres no pueden tener esas enfermedades, y si las tienen, se les confunden con los mil dolores propios de su estado y condición. Gentes de un medio selecto de la ciudad más encantadora del mundo, a quien ningún órgano, ni vísceras daban motivo de inquietud, vivían desasosegados e infelices: estaban enfermos de lo mismo que poco antes se había creído la esencia de lo bello, del “no sé qué”. No sabían lo que les pasaba; no les pasabaa en apariencia nada, pero una inquietud constante les dominaba, se sentían presos de una angustia intensa que les privaba de los goces que ante sí tenían. Eran lso “nervios”, la “neurastenia”, “la psicosis”. Una verdadera plaga que el médico Freud quiso curar. Pero ¿cómo curar un mal tan extenso, tan profundo y tan vago? ¿Cómo curar el alma humana? Y aquí justamente estaba la cuestión más grave, el saber la naturaleza y condición de lo que era menester curar.
~









los sueños:
Desde antiguo, los sueños han sido materia de conocimiento, ocasión de revelaciones. Pero, antiguamente, no se creía que el hombre no anduviera solo por el mundo, desprendido de todo. En la Biblia aparecen algunos sueños proféticos, donde se revelaba el porvenir. Hay otros, en los que el presente cobra la plenitud de su sentido. Son sueños “inspirados” como era inspirado todo conocimiento. El hombre por sí mismo, no tenía capacidad de conocer la verdadera realidad, que no es la conformación de las cosas, sino los designios divinos sobre ellas. Todo saber es revelación.
El racionalismo que nació en Grecia, se fue enseñoreando de Occidente, a través de diferentes etapas. El resultado de todas ha sido el racionalismo, cada vez más absoluto, es decir, más desarraigado. Imposible dar cabida dentro de él a los sueños como materia de conocimiento. El racionalismo se alza, precisamente, en oposición contra la revelación, y en algunas de sus más extremas formas, hasta contra la humilde revelación diaria de la intuición. El hombre es dueño de su conocimiento. Y esto “el hombre es dueño de su conocimiento”, se complementa con el afán de método que domina a la mente moderna. Muestra la doble cara de la confianza y la desonfianza: confianza en la razón propia; desconfianza en las cosas, en la realidad.

Freud mantuvo el juego de confianza y desconfianza, mas de diferente manera. Siguió desconfiando de la realidad, en su caso, de la psíquica. Y desconfió también un poco, bastante más de lo usual, en la razón. Sin duda, su astucia y su saber tradicional bíblico, le hizo conceder a los sueños, un valor de revelación. Como hombre moderno no creyó que la revelación fuera divina, sino psicológica; manera de transparentarse el misterio de la psique humana. Y todavía más, este valor de revelación tenía que ser obtenido metódicamente. Elevó a método de investigación científica lo que a través de los siglos, seguía siendo algo que sobrecogía el ánimo; a veces, el ánimo más templado.
~
En la Edad Media se creía muy seriamente que algunos seres estaban poseídos por el Demonio o por los demonios de menor cuantía. Freud nos avisa que podemos, si no vivimos en claro con nosotros mismos, caer en esclavitud, ser poseídos de lo que hemos creído vencer, de las realidades rechazadas.
El lugar psíquico donde tales verdades humilladas se instalan para atacarnos se llama subconsciencia. Nos atacan no solamente en los sueños, sino en las menudas equivocaciones de la vida diaria, en las gaffes, en los faux passes. Su nombre mismo indica que es lugar subordinado, sombrío y sobre el cual no ejercemos ningún dominio. Y esto que no podemos ejerce control sobre él, es lo que le hace sumamente peligroso, pues nuestra vida de gentes civilizadas, “dueñas de su conocimiento”, pasa a ser juguete de sombras.
~
Pero no se detuvo aquí, sino que se lanza a definir esa subconsciencia dogmáticamente, y en seguida, va a definir al hombre por ella. No se conforma con afirmar los derechos de la realidad sojuzgada, sino que la erige en absoluta, la afirma como realidad única, avasalladora de todas las demás.
Y así, Freud desemboca en una clase típica de teoría, las teorías de la “superestructura”, según las cuales, lo claro, lo aparentemente victorioso no es sino algo aparencial y derivado que descansa sobre la profunda y única realidad de una sustancia o fuerza única escondida bajo ella y, que suele ser una realidad desconocida, o de inferior rango, hasta el momento. Todas estas teorías deshacen la trascendencia, dejan la vida humana reducida a la pura inmanencia.
Freud define la totalidad de la subconsciencia por algo que ha encontrado en ella y que llama “libido”. Libido no es sino la fuerza ciega, oscura y sin límites del apetito sexual. Por lo visto no somos otra cosa. Y esto nos extraña... y nos desespera. ¿Cómo es posible?
El cristianismo había dicho que no somos nada; ceniza, polvo, barro, si nos atenemos a nuestra propia sustancia haciendo abstracción del aliento divino. Freud nos dice que tenemos un ser propio, que es la “libido”, fuerza animal y más que animal, cósmica. Oscura y ciega, y como ciega, trágica, terriblemente trágica. Resulta que la psicosis que no es sino la manifestación de la esencia trágica de la vida que, la moral y la razón, el “sentido común” ha mantenido por siglos encadenada.
Y surge así una definición cínica del hombre. El hombre europeo, el de la cultura cristiana de Occidente, “hecho a imagen y semejanza de Dios”, de un Dios creador, se va a definir como oscuro, informe furor sexual; demonio insaciable perpetuamente insatisfecho, devorador de todo.
Desamparo del hombre moderno
Pero si ha sido posible llegar a formular esta desolada y estéril definición que significa el suicidio de toda la cultura occidental, es por algo muy grave. Por una situación de desamparo, porque el hombre ha perdido el apoyo de aquellos principios que le elevaban por encima de la simple naturaleza, que le hacían ser más que la suma de sus instintos, que le hacían soporte de una trascendencia que rebasan su simple vida. Es porque el hombre ha caído y se encuentra solo, solo entre la terrible naturaleza.
Si ahora se dice esto, antes se había dicho homo homini lupus, otro género de cinismo.
~
La doctrina de Freud significa algo, que partiendo del punto de vista cartesiano venía a destruirlo. Freud concibe la sustancia como aquello que cae de la conciencia, especie de abandonado desván de la conciencia, que es la casa. La conciencia originalmente es lo primario, puesto que es el lugar donde nos ponemos en contacto con las cosas. Luego, resulta que lo otro, la subconsciencia hecha con los residuos, es lo real de la vida humana, lo único real. La conciencia ha sido destronada, el hombre ya no es conciencia, ni razón.
Es un caso típico del “naturalismo” del siglo XIX, un caso más de naufragio de la conciencia en un mar extraño y enemigo que la ahoga. Se creía que todo era razón y apareció este mar primario, estas fuerzas primitivas indomeñadas, y el hombre, al mirarse al espejo de una definición, vovió a encontrarse con algo que había relegado. Según Descartes, e hombre es el claro, limpio espejo de la conciencia: Leibniz dijo en días de optimismo: “El hombre es el espejo consciente de la vida universal”. Pero ahora en este espejo, la imagen de la vida universal se ha borrado y al asomarse el hombre a sus profundas aguas, ha encontrado algo nada nuevo ya... En la Edad Media el hombre se veía siempre acompañado, por lo menos de un Ángel y un demonio; ahora el ángel se ha esfumado. Freud nos tiende un espejo en el que sólo vemos la simiesca imagen de un demonio; el demonio furioso del sexo.
~


La destrucción de la Filosofía en Nietzsche.-
Nietzsche como los místicos ortodoxos, devora toda ciencia y hasta se dispone devorarse a sí mismo en ese infinito tormento con que se flagela. Pero como tantos hombres “modernos” presenta la faz del autou-timousemeno de la pasión vuelta contra sí misma. Y contrariamente la avidez del místico es amor legítimo sin narcisismo.
La mística moderna, parece nacer de una fuente enturbiada, donde un Narciso intenta contemplar su rota imagen. Y es avidez que todo puede destruirlo, todo, menos ese sutil velo del amor propio, débil membrana engañadora, pues parece nada estorbar y se interpone siempre confinando, al amor y al entendimiento en sí mismos, haciéndolos revolverse contra sí. La destrucción no ha coseguido la trascendencia, sino que imantada vuelve a su punto de origen y allí devora el propio sujeto. El amor se vuelve sobre sí y es pasión de sí, hambre viciada, que no acepta más alimento que aquel que tiene a mano. El vuelo ascensional cae, se convierte en “eterno retorno”, símbolo bien claro de una avidez y de un amor rebeldes ante el objeto.
Y como un fatal resultado de este drama que Nietzsche nos presenta, claro espejo del hombre moderno, tenemos el mundo fantasmal que hoy nos rodea: un mundo pre-racional después de que la razón lo ha habitado. Mundo pre-lógico después de un largo periodo de ejercicio del logos en todas sus formas. Y esto: un mundo de “antes” en el “después” ¿no es la imagen más verídica del horror?
El horror es siempre del instante, porque surge una coincidencia de seres o de situaciones que no concuerdan.
Y ahora, es horror del anacronismo de un mundo mágico en el que hemos recaído después de haber llegado a la plenitud de un mundo modelado por el logos. El mundo que precede al descubrimiento del pensar -del ser y de la identidad- aspira a ese descubrimiento y lo anuncia. La situación de hoy es más intrincada porque la reaparición de ese mundo mágico se verifica como recaída, como retorno en medio de los restos de un pensamiento sin brío creador.

El “eterno retorno” es, más que una idea, un espejismo creado por el horror. Como otras ideas de la Filosofía moderna es más que una idea, un estado de ánimo. Nietzsche sucumbió a su horror por no adentrarse todavía más en la destrucción. Pues la vida abandonada a sí misma, bien pronto vuelve a descubrir el pensamiento. La inteligencia nació requerida por la vida, que si shubiera podido sobrevivir sin ella no la hubiese perseguido tan ahincadamente. La filosofía, en verdad, ha sido vital siempre, logro y realización en sus momentos afortunados de esa necesidad que la vida padece ver, de esa aspiración hacia la transparencia que si encontró su expresión más pura en la Filosofía y en ciertas filosofías, es reconocible siempre en todas las tormentas de la historia.
~
Nietzsche vivió dentro de la Filosofía el doble anhelo por el origen que reside en la Filosofía misma y el otro, el del hombre que sueña verse más allá de su propio ser. En el Idealismo alemán, con rigor extremadamente filosófico, el afán de saber originario desembocó en el “Ser absoluto” proclamado por Hegel; saber originario de un sujeto puro y absoluto.
Ambos anhelos se unen íntimamente y quizá sea uno solo. El anhelo de encontrarse a sí mismo, de descubrir el que se era cuando todavía no se era, hunde sus raíces en la Religión. El afán de un “Saber absoluto” que se baste a sí mismo, es lo que la Filosofía conserva de la Religión de donde saliera. El “Saber absoluto” lleva consigo el ser absoluto; el ser en estado de pureza.
~
Pero lo que tiene de radical “idealismo” inquiere implacablemente toda doctrina. Como Hegel, tampoco acepta una Filosofía “edificante”. Sabido es el camino que recorre; sin vacilar se dirige a Sócrates, como Lutero a Aristóteles. Es la idea de “el bien y el mal” lo que Nietzsche encuentra como pretexto de toda la Filosofía. Y en consecuencia, Sócrates es el gran embaucador, el que desvía sutilmente los valores introduciendo el del bien, para hacer de la Filosofía la “ancilla” irremediable. La idea del ser es el cimiento. Y basta proceder al derrocamiento de estos valores para que aparezcan los valores “verdaderos” de la vida. En el lugar de la idea del ser ya no irá ninguna idea, sino la vida, suprema realidad.
La Filosofía comenzó en un momento dado porque al hombre no le basta con vivir y cuando solamente vive, ni vive tan siquiera. ¿Podrá destruir el último fundamento de la idea de ser; podrá prescindir en “su vida” de lo que en ella va contenido: inmutabilidad, transparecnia, identidad?
Mas, no es este el problema fundamental que levanta la contra-filosofía nietzscheana. La moral fue su Circe, el foco mágico que hechizó su pensamiento y, como todo encantamiento, reaparecía detrás de cada acción del proceso destructor. Pretendió ir más allá del “bien y del mal”, mas sólo lo trasmutó en una exigencia más fiera; el ascetismo socrático en otro ascetismo más implacable, en que la vida tiene que renunciar más aún a lo inmediato, a la espontaneidad graciosa. La moral que quiso destruir para que la vida libre brotara, se le convirtió en un laberinto lleno de encantos. Al destruir la Filosofía regresó al mundo mágico, en que por no haber horizonte ni objetividad, los objetos son peligrosos hechizos, focos de enajenación.
~
Zen y europeo

Pero esta exigencia de descubrir los orígenes inherentes a la Filosofía, viene a unirse con un anhelo que ha dominado hasta devorar al hombre en Occidente; el de encontrar su yo originario. Una plegaria de la secta budista japonesa llamada Zen, dice: “Señor, haz que yo vea mi rostro tal como era antes de que yo naciese”. Poética expresión de uno de los más hondos, irrefrenables anhelos del ser humano. Pero el europeo ha sentido ese anhelo de modo distinto del que expresa la plegaria budista. Es partiendo de su propio yo presente y actual, porque el europeo es más creyente en la actualidad inmediata que el oriental. Contemplarse tal como se es originariamente, en estado de pureza absoluta; descubrir este yo puro, vivo, invulnerable ha sido, sin duda, la inspiración de la Filosofía de más largo aliento del mundo moderno, es decir, del Idealismo alemán.

~
Mundo mágico

Se adentró en el mundo mágico, en ese que la Filosofía griega -ser e identidad, bien y mal- había reducido a medida humana. Fue el poeta que la habitaba quien alcanzó sus mejores instantes en esos linderos, en los que la palabra no puede decir ya nada. El “logos” de la Filoso´fia traza sus propios límites dentro de la luz. El de la poesía, en cambio, cobra su fuerza en los peligrosos límites en que la luz se disuelve en las tinieblas, más allá de lo inteligible. Pero la poesía nació como ímpetu hacia la claridad desde esas zonas oscuras, por eso precede a la Filosofía, lenguaje meramente inteligible, y le ayuda a nacer. Sin poesía previa la razón no hubiera podido articular su claro lenguaje. La primera conciencia que el hombre adquiere es la que podríamos llamar “conciencia poética” en que la enajenación toca una cierta identidad. La embriaguez poética primera es ímpetu, espiración -como quizá toda embriaguez lo sea- a una identidad superior.
Mas en Nietzsche la poesía ha tenido que aguardar a que el lenguaje racional, en su arquitectura de siglos, haya sido destruido. ¿No habrá sido el poeta asfixiado por el filósofo, quien en el complejo corazón de Nietzsche obligara a esa disolución sin tregua que la razón hace de sí misma? Pues la poesía en él se siente libertada y vive sus mejores días cuando ya la razón desciende. Y así, se nos aparece esta ambigua personalidad con los rasgos de un cierto misticismo. Misticismo que por lo demás, no es inusitado, ciertamente, en muchos de sus coetáneos. La exigencia implacable que le ordenaba ir siempre más allá, semeja avidez de una realidad suprema y transmutadora de una realidad escondida que sólo se muestra a los que todo lo han destruido, a los que todo lo han consumido “toda ciencia trascendiendo”.
~

No hay comentarios: