lunes, 31 de mayo de 2010

economía del otro Canon y colonialismo del bienestar

Desde finales del siglo XV sólo el tipo de economía del Otro Canon -con sus insistencia en que existen actividades económicas cualitativamente diferentes como portadoras del crecimiento económico- ha podido sacar de la pobreza a un país tras otro. Una vez alcanzado el crecimiento económico, los países hegemónicos han ido pasando sucesivamente de la economía basada en la metáfora de la biología a la economía basada en la física, tal como hicieron Inglaterra a finales del siglo XVIII y Estados Unidos a mediados de siglo XX. Para entender cómo funcionaba su política y por qué tuvieron éxito esas naciones habrá que explorar con cierto detalle el Otro Canon.

Me referiré conjuntamente como “el Otro Canon” a la economía alternativa basada en la experiencia, metodología todavía empleada en la Escuela Empresarial de Harvard. Se trata de un concepto con el que se pretende unir enfoques y teorías económicas que emplean hechos observables, experiencias y lecciones extraídas de ellas como punto de partida para la teorización sobre la economía.

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Al no ser capaz de formalizar las principales fuerzas impulsoras del capitalismo según Sombart -de reducirlas a números y símbolos- simplemente se abandonaron. Este es otro ejemplo del avance de la economía por la vía de menor resistencia matemática y alejándose de la pertinencia. Como en el caso de la sangría, los más perjudicados por el régimen de los modelos simplistas fueron los pobres y los débiles. En lugar de emplear el inglés o cualquier otra lengua, la comunicación se redujo cada vez más a la pura matemática, con lo que perdió elementos cualitativos clave: cuanto más “dura” era la ciencia, más “científica” se hacía. La economía se apartó de las ciencias sociales “blandas” como la sociología y ganó prestigio acercándose a ciencias más “duras” como la física. Sin embargo, los economistas utilizaban un modelo de equilibrio que la Física había dejado atrás en la década de 1930. Los economistas perdieron paulatinamente su anterior capacidad de moverse entre los modelos teóricos y el mundo real y de corregir los modelos cuando contravenían obviamente el sentido común ordinario. Los países y razas lejanos que carecían de poder político fueron las víctimas de esa evolución. En países como Estados Unidos los políticos cuidaban que la teoría no se utilizara si contravenía los intereses de su propio país; en casa dominaba el pragmatismo, y la teoría abstracta quedaba para los tratos con el extranjero.

Todo esto, combinado con un desconocimiento general de la historia, condujo a lo que Thosrstein Veblen diagnosticó como contaminación de los instintos: una formación insuficiente lleva a la incapacidad para comunicarse con lo que la gente práctica entiende como “sentido común”. Aunque parezca sorprendente, en 1991 un comité de la Asociación Económica Americana señalaba el problema de que las universidades produzcan economistas “cultos pero idiotas”: Los programas de estudios (en Economía) pueden dar lugar a una generación de demasiados idiots savants, hábiles en las técnicas pero ignorantes de las cuestiones económicas reales”. Según el informe, en una “importante” universidad -de la que no se daba su nombre-, los licenciados no podían “adivinar por qué salarios de los barberos habían ido aumentando con el tiempo”, pero podían “resolver un modelo de equilibrio general entre dos sectores con progreso técnico no incorporado en uno de ellos”. Ésta fue la generación de los economistas que las instituciones de Washington enviaron a los países en desarrollo.

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Entre instrumentos de la economía, elementos como la capacidad e iniciativa empresarial, política gubernamental y la totalidad del sistema de escala y sinergias, resultaban imposibles de cuantificar y de reducir a números y símbolos. Las únicas cosas cuantificables eran lo que Sombart consideraba simplemente factores auxiliares: capital, mercados y mano de obra. Los teóricos de la economía neoclásica formal dejaron de estudiar las fuerzas impulsoras del capitalismo y se dedicaron a estudiar tan sólo los factores auxiliares. Como suele ser habitual, la política práctica necesitó algún tiempo para ponerse al día con el desarrollo de la teoría, algo que no sucedió hasta la caída del Muro de Berlín. En su libro en defensa de la globalización, Martin Wolf menciona efectivamente a Werner Sombart, pero lo desecha en una sola frase, calificándolo a la vez de marxista y de fascista.

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El desarrollo de la teoría llevó a lo que Schumpeter llamaba “la opinión pedestre de que el capital impulsa de por sí el motor capitalista”. Occidente comenzó a pensar que enviando capital a un país pobre sin empresariado, sin política gubernamental y sin sistema industrial podría generar el capitalismo. El resultado es que hoy día atiborramos prácticamente de dinero a países sin estructura productiva -en la que se pudiera invertir rentablemente el dinero- porque no se les permite seguir la estrategia industrial que siguieron todos los países actualmente ricos. A los países en desarrollo se les conceden créditos que no se conceden créditos que no se pueden utilizar rentablemente, y todo el proceso de financiación del desarrollo se va pareciendo a los esquemas de Ponzi del tipo “pirámide” o cartas encadenadas. Más pronto o más tarde la cadena se interrumpe, el sistema se viene abajo y los que lo diseñaron, que están lo bastante cerca de la salida cuando todos se precipitan hacia ella, obtienen grandes beneficios financieros, mientras que los perdedores son los países pobres involucrados a su pesar. Esto forma parte del mecanismo que a menudo crea grandes influjos de fondos desde los países pobres hacia los ricos más que al revés, un modelo que Gunnar Myrdal llamó “efectos perversos” de la pobreza.

Vale la pena señalar que, según la definición de Sombart, la agricultura no forma parte del capitalismo. Las colonias también quedaron fuera (uno de los criterios principales para distinguir una colonia era si se permitía o no su industrialización) y por esa misma razón se vieron condenadas a seguir siendo pobres. Según la definición sombartiana del capitalismo, el problema de la pobreza es por tanto muy diferente del que señala Martin Wolf: a los países de Africa y otros países pobres nunca se les permitió ni se les dio la oportunidad de optar por el capitalismo como sistema productivo.

La definición de Sombart de las fuerzas impulsoras del capitalismo está totalmente ausente en las dos definiciones del capitalismo que hemos heredado de la Guerra Fría. La definición liberal no incluye al empresario, ni al Estado, ni sus instituciones dinámicas, ni los procesos tecnológicos y maquínicos. Esa definición no capta realmente el capitalismo como sistema de producción, sino como un sistema comercial, deficiencia heredada de Adam Smith; en lugar de concentrarse en la producción, lo hace en el papel del mercado como mecanismo de coordinación de los artículos ya producidos. La definición de Marx se concentra, como ya he dicho, en la propiedad de los medios de producción. Lo que tienen en común las concepciones del capitalismo de los liberales y de los marxistas superficiales de hoy día es que esos polos opuestos en el eje derecho y en el izquierdo excluyen al empresario, el papel del Estado y el propio proceso de producción. La larga tradición del Otro Canon económico de la que provenía Sombart -mucho más antigua que el liberalismo de Adam Smith y David Ricardo- se desvaneció después de la segunda guerra mundial.

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A principios del siglo XX los economistas del continente seguían entendiendo el desarrollo económico como el resultado de efectos no pretendidos de medidas cuyas intenciones difícilmente se podían considerar nobles. Pero ya desde el siglo XVI las innovaciones y el cambio tecnológico aparecían relacionados en gran medida con la demanda del gobierno en dos áreas: la guerra (pólvora, metales para espada y cañones, buques de guerra y su equipo) y el lujo (seda, porcelana, objetos de vidrio, papel). En 1913 Werner Sombart pubicó dos libros en los que caracterizaba esos elementos como fuerzas impulsoras del capitalismo, Guerra y Capitalismo y Lujo y Capitalismo (que en su segunda edición de 1922 fue atrevidamente rebautizada como Amor, Lujo y Capitalismo, el título que deseaba originalmente su autor). El rey Christian V de Dinamarca y Noruega (1670-1699) describía sus “principales pasiones” de una forma muy acorde con el esquema de Sombart: “la caza, la vida amorosa, la guerra y los asuntos navales”. Una gestión financiera austera solía considerarse recomendable para poder atender a los intereses de la guerra y a las amantes reales.

En cuanto se entiende el capitalismo como sistema de competencia imperfecta y consecuencias no pretendidas, y no como un sistema de mercados perfectos, se puede aprovechar esa caraterización para modelar políticas económicas juiciosas.

Hacia finales del siglo XV -en la época en que Colón llegó a América- los venecianos crearon, a partir de la comprensión del progreso como un subproducto de la guerra y el gasto público, una nueva institución: las patentes. Al conceder a quien inventaba algo su monopolio durante siete años -el periodo normal para el aprendizaje de un artesano- los inventores podían gozar de los beneficios de los nuevos conocimientos obtenidos hasta entonces principalmente como subproducto de inversiones públicas muy meditadas. El progreso era la consecuencia de una competencia dinámica imperfecta. Una institución gemela de las patentes, conscientemente creada poco más o menos en aquella misma época, era la protección arancelaria, destinada a facilitar que las invenciones arraigaran en nuevas áreas geográficas.

El mecanismo vicios privados-beneficios públicos puede funcionar también a la inversa; vicios públicos-beneficios privados. Los vicios del gobierno -excesivo nacionalismo y belicosidad- inducían a menudo indirectamente beneficios privados a largo plazo. Muchos nuevos inventos importantes para la vida civil nacieron como subproducto de la guerra: los alimentos enlatados (guerra napoleónicas), la producción en masa con piezas estandarizadas (armas durante la guerra civil americana), el bolígrafo (fuerza aérea estadounidense durante la segunda guerra mundial), las alarmas antirrobo (guerra de Vietnam), los satélites de comunicación (el programa de “guerra de las galaxias”), etc. Si esto se entiende adecuadamente, se puede generar progreso económico evitando vías indirectas. Una vez que aceptemos que un factor importante del desarrollo económico es una gestión de recursos que exige rendimientos al borde de lo que es tecnológicamente posible, podremos invertir más dinero directamente en el sector sanitario, por ejemplo, y evitar totalmente la guerra.


También se puede observar la tercera alternativa: vicios privados-virtudes públicas: lo que en primera instancia aparecen como virtudes públicas pueden de hecho convertirse en vicios sistémicos. Como veremos la ayuda sistemática al desarrollo puede convertirse en “colonialismo del bienestar” y en un instrumento para “gobernar a distancia” mediante el ejercicio de una forma particularmente sutil de control social neocolonial, no ostentosa y generadora de dependencia. Los objetivos de Milenio constituyen un caso paradigmático a este respecto. Recordemos el caso de Etiopía: dejando a un lado la intención inicial de apoyar generosamente a un gobierno, cuando éste deja de gozar del favor de los países donantes éstos tienen en sus manos la posibilidad de dejar de suministrar alimentos al país pobre. Sea un efecto pretendido o no, la virtud de ayudar a los pobres -impidiéndoles a la vez incorporarse a un capitalismo productivo- ha generado un sistema que puede alimentar vicios privados de corrupción y beligerancia. El colonialismo del bienestar impide la autonomía local mediante políticas bien intencionadas y generosas, pero en último término moralmente equivocadas. Crea en los países periféricos dependencias paralizantes del centro, un centro que ejerce el control mediante incentivos que crean una dependencia económica total, obstaculizando así la autonomía y la movilización política.

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