Reflexiones sobre la democracia
Como es obvio, el multiculturalismo puede suponer un problema, tanto a la hora de diseñar una ciudadanía política, como a la de esbozar un ideal de ciudadanía cosmopolita. Porque si afirmamos que en las democracias liberales existe una cultura dominante -la liberal- y las restantes se sienten relegadas, de suerte que los ciudadanos “de segunda” mal van a sentirse miembros suyos, el problema aumenta desmesuradamente cuando tenemos por referente la comunidad humana en su conjunto. ¿Cómo conseguir que se sientan ciudadanos de una misma comunidad humana aquellos cuya cultura es relegada, si no es que está en trance de extinción? ¿Qué sentido tiene una ciudadanía cosmopolita con una jerarquía de culturas, que condena algunas de ellas a ocupar el escalón último?
Hasta aquí la comparación entre los dos modelos de democracia que en la actualidad, sobre todo en los Estados Unidos, dominan la discusión entre los llamados “comunitaristas” y los “liberales”. El modelo republicano posee ventajas e inconvenientes. La ventaja la veo en que se atiene al sentido demócrata-radical de una autoorganización de la sociedad mediante ciudadanos unidos de manera comunicativa y en la que los fines colectivos no sólo se derivan de un deal entre intereses privados contrapuestos. El inconveniente lo veo en que resulta ser un modelo demasiado idealista y hace depender el proceso democrático de las virtudes de los ciudadanos orientados hacia el bien común. La política empero no consiste sólo y menos aún en primer lugar en cuestiones referentes a la autocomprensión ética. El error radica, pues, en el estrechamiento ético al que son sometidos los discursos políticos.
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El concepto de una política deliberativa sólo cobra una referencia empírica cuando tenemos en cuenta la pluralidad de formas de comunicación en las que se configura una voluntad común, a saber: no sólo por medio de la autocomprensión ética, sino también mediante acuerdos de intereses y compromisos, mediante la alección racional de medios en relación a un fin, las fundamentaciones morales y la comprobación de lo coherente jurídicamente. Así, aquellos dos tipos de política, que Michelman contrapone en cuanto tipos ideales, pueden compenetrarse y complementarse de forma racional. Si están suficientemente institucionalizadas las correspondientes condiciones de comunicación, la política dialógica y la política instrumental pueden entrelazarse en el medio que representan las deliberaciones. Todo depende, pues, de las condiciones de la comunicación y de los procedimientos que prestan su fuerza legitimadora a la formación institucionalizada de la opinión y de la voluntad común. El tercer modelo de democracia que yo quisiera proponer se apoya precisamente en las condiciones comunicativas bajo las cuales el proceso político tiene para sí la presunción de producir resultados racionales porque se lleva a cabo en toda su extensión de un modo deliberativo.
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Según la concepción liberal, esta separación del aparato estatal respecto de la sociedad no puede ser eliminada, sino sólo franqueada por medio del proceso democrático. Las débiles connotaciones normativas de un equilibrio regulado de poderes e intereses precisan, en cualquier caso, del complemento aportado por el Estado de derecho. La formación de la voluntad democrática, entendida en términos minimalistas, de los ciudadanos atentos a su propio interés sólo configura un elemento dentro de una constitución que disciplina el poder estatal mediante dispositivos normativos (como los derechos fundamentales, la división de poderes y la vinculación de la administración a la ley) y que a través de la competencia entre partidos políticos, por una parte, y entre gobierno y oposición, por otra, debe mover a la adecuada consideración de los intereses y orientaciones valorativas de la sociedad. Esta comprensión de la política centrada en el derecho puede renunciar a un supuesto poco realista de una ciudadanía capaz de actuar colectivamente. No se orienta por el input de una formación racional de la voluntad política, sino por el output de un balance exitoso de los rendimientos de la actividad estatal. El objetivo de la argumentación liberal se dirige contra el potencial perturbador de un poder estatal que entorpece la interrelación social autónoma de los particulares. El punto crucial del modelo liberal no es la autodeterminación democrática de ciudadanos que deliberan, sino la normativización, en términos de Estado de derecho, de una sociedad volcada en la economía que mediante la satisfacción de las expectativas de felicidad privadas de ciudadanos activos habría de garantizar un bienestar general entendido de manera apolítica.
La teoría discursiva, que asocia al proceso democrático connotaciones normativas más fuertes que el modelo liberal, pero más débiles que el modelo republicano, toma por ello elementos de ambas partes y los articula de una manera distinta. En concordancia con el republicanismo, la teoría discursiva coloca el proceso de formación de la voluntad y de la opinión políticas en el punto central, pero sin entender como algo secundario la constitución en términos del Estado de derecho; más bien, concibe los derechos fundamentales y los principios del Estado de derecho como una respuesta consecuente a la cuestión de cómo pueden ser institucionalizados los exigentes presupuestos comunicativos del procedimiento democrático.
La teoría discursiva no hace depender la realización de una política deliberativa de una ciudadanía capaz de actuar colectivamente, sino de la institucionalización de los procedimientos correspondientes. Ya no opera con el concepto de una totalidad social centrada en el Estado, que pudiera representarse como un macrosujeto que actúa orientado por fines. Tampoco la teoría discursiva localiza a esa totalidad en un sistema de normas constitucionales que regulen de manera inconsciente el equilibrio de poderes e intereses según el modelo desarrollado por el tráfico mercantil. Dicha teoría se despide completamente de las figuras de pensamiento típicas de la filosofía de la conciencia que, en cierto mdo, sugieren o bien atribuir la práctica de la autodeterminación de los ciudadanos a un sujeto social global o bien referir el imperio anónimo de la ley a sujetos particulares que compiten entre sí. En un caso, la ciudadanía es considerada como un actor colectivo en el que el todo se refleja y actúa por sí; en el otro caso, los actores individuales actúan como variables dependientes en los procesos de poder que transcurren de manera ciega, ya que más allá del acto individual de votar no puede darse ninguna decisión colectiva plenamente consciente (a no ser en un sentido meramente metafórico).
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La teoría del discurso cuenta, en cambio, con la intersubjetividad de orden superior que representan los procesos de entendimiento que se llevan a cabo, por una parte, en la forma institucionalizada de deliberaciones en las cámaras parlamentarias y, por otra parte, en la red de comunicación de la esfera política de la opinión pública. Estas comunicaciones no susceptibles de ser atribuidas a ningún sujeto, realizadas en el interior o en el exterior de las asambleas programadas para la toma de resoluciones, configuran escenarios donde pueden tener lugar una formación más o menos racional de la opinión y de la voluntad común sobre temas relevantes para el conjunto de la sociedad y sobre materias que requieren una regulación. La formación informal de la opinión desemboca en decisiones electorales institucionalizadas y en resoluciones legislativas por las que el poder producido comunicativamente se transforma en poder utilizable administrativamente. Como en el caso del modelo liberal, también en este modelo se respetan los límites entre el Estado y la sociedad, pero aquí la sociedad civil, como base social de una esfera pública autónoma, se diferencia tanto del sistema económico de acción como de la administración pública. De esta comprensión de la democracia se sigue normativamente la exigencia de un desplazamiento de centro de gravedad en relación a aquellos tres recursos que representan el dinero, el poder administrativo y la solidaridad, con los que las sociedades modernas satisfacen sus necesidades de integración y regulación.
Las implicaciones normativas resultan evidentes: el poder de integración social que posee la solidaridad que ya no cabe extraer sólo de las fuentes de la acción comunicativa, debería desplegarse a lo largo de los variados espacios públicos autónomos y de los procedimientos institucionalizados de formación democrática de la opinión y de la voluntad común típicos del Estado de derecho. Además, el poder de la solidaridad debería poder afirmarse frente a los otros dos poderes, a saber, el dinero y el poder administrativo.
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Con la teoría discursiva entra de nuevo en juego una idea distinta: los procedimientos y presupuestos comunicativos de la formación democrática de la opinión y de la voluntad funcionan como as más importantes esclusas para la racionalización discursiva de las decisiones de un gobierno y de una administración sujetos al derecho y a la ley. Racionalización significa más que mera legitimación, pero menos que constitución del poder. El poder disponible de modo administrativo modifica su propia estructura interna mientras se mantenga retroalimentado mediante una formación democrática de la opinión y de la voluntad común, que no sólo controle a posteriori el ejercicio del poder político, sino que, en cierto modo, también lo programe. A pesar de todo ello, únicamente el sistema político puede “actuar”. El sistema político es un subsistema especializado en la toma de decisiones colectivamente vinculantes, mientras que las estructuras comunicativas del espacio público conforman una red ampliamente expandida de sensores que reaccionan ante la presión de los problemas que afectan a la sociedad en su conjunto y que además estimulan la generación de opiniones de mucha influencia. La opinión pública transformación en poder comunicativo mediante procedimientos democráticos no puede “mandar” ella misma, sino sólo dirigir el uso del poder administrativo hacia determinados canales.
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El concepto de soberanía popular se debe a la apropiación y transvaloración republicanas de la noción de soberanía emprendida en los albores de la modernidad y vinculada, ante todo, al príncipe que gobierna de modo absolutista. El Estado, que monopoliza los medios de la aplicación legítima de la violencia, se presenta entonces como una concentración de poder capaz de someter a todos los demás poderes de este mundo. Rousseau transfirió a la voluntad del pueblo unido esta figura de pensamiento que se remonta hasta Bodino, la fundió con la idea clásica del autodominio de los sujetos libres e iguales y, finalmente, la sblimó en el concepto moderno de autonomía. A pesar de esta sublimación de carácter normativo, el concepto de soberanía permaneció ligado a la idea de su encarnación en el pueblo (en principio, presente también de una manera física). Según la concepción republicana, el pueblo, al menos potencialmente presente, es el portador de una soberanía que en principio no puede ser delegada: en su calidad de soberano, el pueblo no puede ser representado. El poder constituyente se basa en la práctica de la autodeterminación de los ciudadanos, no de sus representantes. A ello contrapone el liberalismo la concepción, más realista, de que en el Estado democrático de derecho el poder estatal que procede del pueblo sólo “se ejerce en las elecciones y referendos y mediante órganos especiales del poder legislativo, del ejecutivo y del judicial” (como reza, por ejemplo, el artículo 20.2 de la Ley Fundamental de Bonn).
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La razón de ser del Estado no radica primordialmente en la protección de iguales derechos subjetivos, sino en la salvaguardia de un proceso inclusivo de formación de la opinión y de la voluntad común, en el que los ciudadanos libres e iguales se entienden acerca de las metas y normas que serían de interés común para todos. Con esto a los ciudadanos repubicanos se les exige algo más que una orientación en función de sus propios intereses.
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Estas dos concepciones configuran ciertamente una vía alternativa completa sólo bajo la problemática premisa de un concepto de Estado y de sociedad que parta del todo y de sus partes, en donde el todo se configure o bien a través de una ciudadanía soberana bien mediante una constitución. Al concepto discursivo de la democracia le corresponde, por el contrario, la imagen de una sociedad descentralizada que, mediante la emergencia del espacio público, ciertamente se trasmutó en una plataforma diferenciada para la percepción, identificación y deliberación de los problemas de la sociedad en su conjunto. Si se prescinde de las categorías típicas de la filosofía del sujeto, la soberanía no necesita ser concentrada de una manera concreta en el pueblo, ni tampoco ser desterrada al anonimato de las competencias constitucionales. El “sí mismo” (das “Selbst”), el sujeto de la comunidad jurídica que se organiza a sí mismo se esfuma en las formas comunicativas sin sujetos que regulan el flujo de la formación discursiva de la opinión y de la voluntad, de modo que sus resultados falibles tengan a su favor la presunción de racionalidad.
Con ello, la intuición que va asociada a la idea de soberanía popular no queda desmentida, mas sí interpretada de manera intersubjetivista. Una soberanía popular, por anónima que resulte, se repliega sobre los procedimientos democráticos y la implementación jurídica de sus exigentes presupuestos comunicativos sólo para hacerse valer como poder generado comunicativamente. Expresado ahora con exactitud: la soberanía popular surge de las interacciones entre la formación de la voluntad común, institucionalizada con técnicas propias del Estado de derecho, y los espacios públicos movilizados culturalmente, que por su parte hallan una base en las asociaciones de una sociedad civil alejada por igual del Estado como de la economía.
Si bien es cierto que la autocomprensión normativa de la política deliberativa exige de la comunidad jurídica un modo discursivo de socialización, éste no abarca, sin embargo, a la sociedad en su totalidad que es en donde se encuentra empotrado el sistema político articulado en términos de Estado de derecho. También desde su propia autocomprensión, la política deliberativa se mantiene como parte integrante de una sociedad compleja que se substrae en cuanto totalidad a los modos de consideración de la teoría del derecho. A este respecto, la interpretación de la democracia realizada en términos de la teoría discursiva enaza con una distanciada consideración científico-social, según a cual el sistema político no es ni el centro ni la cúspide, ni tan siquiera el modelo de la sociedad que acuñara las estructuras de ésta, sino tan sólo un sistema de acción entre otros.
En la modernidad, las formas rígidas de vida sucumben a la entropía. Los movimientos fundamentalistas se conciben como el intento irónico de aportar ultraestabilidad al propio mundo de la vida con medios restauradores. La ironía estriba en una autocomprensión errada de un tradicionalismo que procede de la resaca de la modernización social e imita una sustancialidad desintegrada. Como reacción al avasallador empuje de la modernización, el mismo tradicionalismo representa un movimiento de renovación completamente moderno. También el nacionalismo puede transmutarse en fundamentalismo, pero no debe ser confundido con él. El nacionalismo de la Revolución Francesa estaba asociado con los principios universalistas del Estado democrático de derecho; en aquella época, el nacionalismo y el repubicanismo eran hermanos gemelos. De otro lado, también las democracias consolidadas de Occidente, y no solo las sociedades en cambio, han sido azotadas por los movimientos fundamentalistas. Todas las religiones universales han generado su propio fundamentalismo, aunque no todos los movimientos sectarios muestren estos rasgos.
Las investigaciones sociológicas sobre la democracia condujeron a principios del período de posguerra a la teoría del pluralismo, la cual supuso todavía un puente entre los modelos normativos de la democracia y los llamados planteamientos realistas de la teoría económica, por un lado, y de la teoría de sistemas, por otro. Si por el momento dejamos de lado la revitalización de planteamientos institucionalistas que se vienen observando en los últimos años, se impone la impresión de que en el curso de la evolución teórica el contenido idealista de las teorías normativas, entre las cuales sólo el modelo liberal, y por tanto el normativamente menos pretencioso, había ofrecido a la sociología un punto de contacto, de que ese contenido idealista de las teorías normativas, digo, se funde bajo el sol de los conocimientos sociológicos. La ilustración sociológica parece sugerir una consideración desencantada, si no ya puramente cínica, del proceso político. Dirige la atención sobre todo a los puntos en los que el poder “ilegítimo” (“ilegítimo” miradas las cosas normativamente) irrumpe en la circulación del poder regulado en términos de Estado social. Si se elige como punto de referencia el sistema de acción administrativo o “aparato estatal”, el espacio público-político y el complejo parlamentario constituyen el lado de input por el que el poder social de los intereses organizados penetra en el proceso de producción legislativa. Por su lado de output la Administración choca a su vez con la resistencia de los sistemas funcionales sociales y hacen valer su poder en el proceso de implementación. Esta autonomización del poder social frente al proceso democrático fomenta y promueve, a su vez, las tendencias endógenas hacia una autonomización del complejo de poder administrativo. Así, el poder administrativo que tendencialmente proprende a autonomizarse, forma bloque con un poder social, eficaz tanto por el lado de input como por el lado de output de la circulación democrática del poder, dando lugar a una contracirculación que se cruza, estorbándola, con la circulación de los procesos democráticos de decisión regulados y controlados por el poder comunicativo. Pero la mayoría de las descripciones de este movimiento en sentido inverso al de la circulación de los procesos democráticos de decisión regulados y controlados por el poder comunicativo. Pero la mayoría de las descripciones de este movimiento en sentido inverso al de la circulación democrática operan con unos conceptos empiristas de poder que neutralizan, e incluso anulan, las distinciones que hemos introducido desde un punto de vista reconstructivo. En especial el concepto de “poder comunicativo” tiene que aparecer como un constructo tendencioso cuando el “poder” es entendido o bien en términos de teoría de la acción como la capacidad que un actor tiene de imponerse contra la resistencia de la voluntad de los demás, o bien se lo divide en términos de teoría de sistemas en el código “poder” por el que se regula un determinado sistema de acción, a saber, el sistema político, por un lado, y en el poder general de organización, o mejor: en la capacidad autopoiética de organización de los subsistemas funcionales, por otro. Mostraré que este derrotismo normativo en el que por ambas líneas desemboca la sociología política, no sólo se debe a evidencias que nos curan de ilusiones, sino también a falsas estrategias de tipo conceptual. Pues con esas estrategias queda perdido lo específico que el poder político debe a su organización en términos de derecho.
Este tipo de dual politics lo observan Cohen y Arato sobre todo en los “nuevos” movimientos sociales que persiguen simultáneamente fines ofensivos y defensivos. “Ofensivamente” esos movimientos tratan de poner sobre la mesa temas cuya relevancia afecta a la sociedad global, de definir problemas y de hacer contribuciones a la solución de problemas, de suministrar nuevas informaciones, de interpretar de otro modo los valores, de movilizar buenas razones, de denunciar las malas, con el fin de provocar una revulsión en los estados de ánimo y en la manera de ver las cosas, que cale en una amplia mayoría, que introduzca cambios en los parámetros de la formación de la voluntad política organizada y ejerza presión sobre los parlamentos, los tribunales y los gobiernos en favor de determinadas políticas. “Defensivamente” tratan de mantener las estructuras asociativas existentes y las estructuras del espacio de opinión pública existente, de generar contra-espacios públicos de tipo subcultural y contra-instituciones de tipo subcultural, de fijar nuevas identidades colectivas y de conquistar nuevos terrenos en forma de una ampliación de los derechos y de una reforma de las instituciones: “Conforme a esta explicación el efecto “defensivo” de los movimientos implica la preservación y el desarrollo de la infraestructura comnicativa del mundo de la vida. Esta formulación recoge los aspectos duales discutidos por Touraine, así como la idea de Habermas de que los movimientos sociales pueden ser los portadores de los potenciales de la modernidad cultural. Esto es condición sine qua non para que tengan buen suceso los esfuerzos por redifinir las identidades, reinterpretar las normas y desarrollar formas asociativas, igualitarias y democráticas. Los modos expresivos, normativos y comunicativos de acción colectiva... implican, pues, esfuerzos por asegurar cambios institucionales dentro de la sociedad civil que se correspondan con los nuevos sentidos, identidades y normas que se han creado”. En el modo de reproducción autorreferencial del espacio de la opinión pública y esa política de doble haz, enderezada tanto hacia el sistema político como hacia la autoestabiización del espacio de la opinión pública, viene inserto un espacio para la ampliación y la radicalización dinámicas de los derechos existentes: “La combinación de asociaciones, públicos, y derechos, cuando vienen sustentados por una cultura política en la que iniciativas y movimientos independientes mantienen una opción política legítima y siempre renovable, representa, en nuestra opinión, un efectivo conjunto de baluartes en torno a la sociedad civil dentro de cuyos límites puede reformularse buena parte del programa de democracia radical”.
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Los planteamientos económicos y políticos de hoy día -los planes del Consenso de Washington y la “guerra contra el terror”- están condenados a fracasar por la misma razón: ambos olvidan las experiencias históricas- que dieron lugar a la riqueza y la democracia. La estructura económica de países como Somalia y Afganistán se caracteriza por actividades con rendimientos decrecientes en las que está ausente el ben comune sinérgico y todavía reina la dinámica de suma cero que describí al principio. Las estructuras políticas naturales son tribales, con líderes que solemos llamar “señores de la guerra”. Controlar la capital significa controlar las rentas que llegan del campo, pero la capital no le devuelve nada en forma de producción con rendimientos crecientes; es una capital “parásita”. Cuanto más “natural” es la riqueza del país, por ejemplo en forma de petróleo, mayor es el botín que se deriva de controlar la capital. El hecho de que los poderes coloniales dibujaran sus fronteras sin tener en cuenta las viejas fronteras tribales empeora aún más la situación.
En la economía anterior a Adam Smith la puesta en marcha de la industria se incluyó en la misión más amplia de civilizar la sociedad. El capitalismo se presentaba como un argumento para reprimir y contener las pasiones de la humanidad, para canalizar las energías de los seres humanos hacía algo creativo. El economista italiano Ferdinando Galiani (1728-1787) afirmó que “de la industria se puede esperar que cure los dos principales males de la humanidad, la superstición y la esclavitud”. Sobre este principio se basó la política económica europea, que fue industrializando uno tras otro los países de Europa durante un largo periodo. Construir la “civilización”, construir un sector industrial, y más tarde construir la democracia, se consideraban partes inseparables del mismo proceso. Esta “ortodoxia” fue mencionada también por el estadista y político francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) en 1855: “No creo que se pueda mencionar a una sola nación industrial y comercial, desde los tirios hasta los florentinos e ingleses, que no haya sido también libre. De lo que se deduce que existe una estrecha y necesaria relación entre libertad e industria.”
Ante la vida y la muerte de Sócrates.-
En una época de crisis política de Atenas, tras la
guerra del Peloponeso y la derrota frente a Esparta; es la democracia que
sigue a los treinta tiranos la que condena a Sócrates, el justo.
A la caída de los valores morales y tras el paso al relativismo ético de
los sofistas Platón busca una respuesta a tales problemas. Sale en defensa de la memoria de Sócrates, elabora la teoría de las ideas, establece la justicia “en sí”, eleva el eros a categoría ideal, los valores y las virtudes los busca más allá de toda convencionalidad.
Presenta a la figura del filósofo por encima de intereses mezquinos y preparado para la muerte, como modelo del ser humano. Pero a diferencia de Platón todavía en Sócrates no existe un sistema de pensamiento. El diálogo y el discurso sofista es la base histórica donde se instala su pensamiento y que él acoge asumiéndola.
Para Sócrates, lo agradable y lo doloroso no son fines en sí mismos sino medios para un fin bueno o malo. Los sabios son los que conocen los fines o el bien, mientras que los que conocen los medios (los “técnicos”) pueden ser implementados tanto hacia el bien como hacia el mal.
La virtud y el saber coinciden. El sabio es virtuoso y el virtuoso es sabio.
Diotima en el diálogo platónico a través de las palabras de Sócrates se expresa y cuenta que
el Eros es como un enlace intermedio entre la divinidad y los hombres, que es el Demon, y de ahí el deseo de amar, sin que el demon sea necesariamente lo bueno y lo bello, pero surge como el impulso de amor a lo bello y lo bueno, y surge además como el deseo de hacerlo suyo, el deseo de poseerlo.
Lo que importa es la conquista de la autoestima, la satisfacción con el demon propio, a lo que se une el hálito de la ilustración francesa a través de la filosofía saintsimoniana, que añade a esta autoestima la autodeterminación y la emancipación humana.
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Principios de List:
-Un país primero se industrializa y luego se integra poco a poco económicamente con países del mismo nivel de desarrollo.
-Las condiciones previas de la riqueza, la democracia y la libertad política son las mismas: un sector industrial diversificado con rendimientos crecientes (lo que históricamente se refería a la industria, pero que hoy día también incluye los servicios intensivos en conocimiento). Éste fue el principio promovido por el primer secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton, sobre el que se construyó la economía de Estados Unidos y que fue redescubierto por George Marshall en 1947.
-El bienestar económico es un resultado de las sinergias. El canciller florentino del siglo XIII Brunetto Latini (1210-1294) explicaba la riqueza de las ciudades como un ben comune.
Principios neoclásicos.-
El objetivo per se es el libre comercio, incluso antes de que se alcance el nivel de industrialización requerido. La ampliación de la UE en 2004 iba directamente contra los principios de List. Primero, los antiguos países comunistas de Europa oriental (con excepción de Hungría) sufrieron una desindustrialización, desempleo y subempleo dramáticos. Esos países se vieron bruscamente integrados en la UE, creando enormes tensiones económicas y sociales. Desde el punto de vista de Europa occidental, la nivelación del factor precio prometido por la teoría del comercio internacional resultó ser una nivelación a la baja.
-Todas las actividades económicas son cualitativamente equivalentes, de forma que no importa lo que se produzca. La ideología se basa en la “ventaja comparativa” sin reconocer que es de hecho posible que un país se especialice en ser pobre e ignorante, se dedique a actividades económicas que requieren pocos conocimientos, y opere bajo una competencia perfecta con rendimientos decrecientes, carente de conomías de escala y sin cambios tecnológicos.
-”No existe la sociedad, sólo los individuos” (Margaret Thacher, 1987).
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Si se quiere desarrollar África y otros países pobres, deben abandonarse los actuales principios económicos neoclásicos en favor de los viejos principios de List, lo que exige reconocer diferencias cualitativas entre distintas actividades económicas, diversidad, innovaciones, sinergias y sucesión histórica de procesos, todos ellos puntos ciegos evidentes de la economía estándar.
Los economistas de la corriente actualmente prevaleciente, cuyo instrumental les impide entender las propuestas de List, buscan a tientas explicaciones de la agravación de la pobreza. Retoman factores que ya fueron estudiados y descartados como la raza y el clima, y se deslizan teóricamente por la pendiente de las pistas falsas aunque en la práctica el movimiento apunta hacia el “colonialismo del bienestar”.
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Tras abrazar una teoría económica que ha dejado fuera las principales fuerzas impulsoras del progreso humano -lo que Nietzsche llamaba el Geist- und Willens-Kapital (“el capital del ingenio y la voluntad”), que incluye todas las fuerzas del cambio: nuevos conocimientos, cambios tecnológicos y espíritu empresarial- entran en escena la estructura económica de África y de crear riqueza, su solución es -en buena medida- dejar a las regiones más pobres de África “a cargo de la beneficencia”.
“Los buenos y los justos” vuelven así al juego de suma cero anterior al Renacimiento que describimos al principio del libro: la economía trataría para ellos de la distribución de la riqueza ya creada, más que de la creación de nueva riqueza. La única solución que pueden concebir “los buenos y los justos”, incapaces de entender la relación existente entre la estructura económica colonial y la pobreza, consiste en asignar parte de la riqueza creada en los países ricos a los pobres. Para Nietzsche, “el bueno y el justo” simplemente anteceden al peor de todos los especímenes humanos, el “hombre más despreciable”, encarnación del declive: el “último humano” (der letzte Mensch), o el embotado posthumano que contamina la tierra al final de los tiempos. ¿Qué es la creación? se pregunta el último hombre, y parpadea”. Ese casi humano es la proyección sombría que Nietzsche nos presenta del decadente animal humano de la modernidad, el último despojo del proceso histórico por el que la humanidad se condena a sí misma al estancamiento y al declive abrazando la confortable mediocridad del status quo en lugar de crear algo nuevo. El último Hombre personifica la extinción final de la voluntad y la creatividad humanas, el homo oeconomicus neoclassicus dedicado al trueque.
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Del mismo modo que podemos evitar una gran devastación desviando adecuadamente una corriente cerca de su fuente, una dialéctica oportuna en las ideas fundamentales de la filosofía social nos puede ahorrar indecibles daños y sufrimientos.
Herbert S. Foxell, economista inglés, 1899.
Junto con las pistas falsas y callejones sin salida teóricos descritos en el capítulo anterior, el Fin de la Historia propició un intento de erradicar la pobreza -o más bien de eliminar los síntomas de la pobreza-, presentado como un gigantesco y ambicioso proyecto denominado Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). A primera vista los ODM parecían propósitos muy nobles para un mundo urgentemente necesitado de una acción sustancial capaz de resolver acuciantes problemas sociales. Incluían valiosas metas como la reducción a la mitad de la proporción de personas que viven con menos de un dólar al día y de las que pasan hambre, la reducción de las enfermedades y de la mortalidad infantil, así como objetivos educativos y ambientales. Sin embargo, los ODM se basan en principios totalmente nuevos con efectos a largo plazo que no están bien concebidos ni entendidos. En este capítulo trataré de explicar por qué la atención primordial a la reducción de la pobreza es errónea y por qué los ODM no representan una buena política social a largo plazo. El texto se basa en una presentación realizada en un encuentro sobre los ODM organizado en Nueva York en 2005 por el Departamento de Economía y Asuntos Sociales de la ONU.
Una novedad del planteamiento de los ODM es el énfasis puesto en la financiación exterior de las medidas sociales y de redistribución adoptada por cada país en desarrollo, en lugar de depender de la financiación interna. El alivio de los desastres naturales, que solía ser de naturaleza temporal, encuentra ahora una forma más permanente en los ODM. En países en los que más del cincuenta por 100 del presupuesto estatal se financia mediante la ayuda extranjera, se planean enormes transferencias adicionales de recursos. Esto hace preguntarse hasta qué punto ese planteamiento hará depender permanentemente a un gran número de países de la “beneficencia” internacional, en un sistema parecido al “colonialismo del bienestar”.
La adopción de los ODM parece indicar que las instituciones de las Naciones Unidas, tras varias décadas de desarrollo fallido, han abandonado el intento de tratar de remediar las causas de la pobreza y se han concentrado por el contrario en atacar sus síntomas. La situación apremiante de África parece en muchos sentidos una versión gigantesca del caso de los pastores de renos saami. Del mismo modo que a esos pastores, a los africanos se le ha impedido incorporarse a los sectores que generan procesamiento, industria, empleo y desarrollo, y se ven sometidos a lo que he denominado “la falacia escandinava” (porque al parecer nació allí): en lugar de atacar los orígenes de la pobreza desde dentro modificando el sistema de producción -como solía pretender la economía del desarrollo- se palian los síntomas enviando dinero a espuertas desde el exterior.
En este capítulo argumentaré que esa economía paliativa ha sustituido en buena medida a la economía del desarrollo (esto es, tratar de modificar radicalmente la estructura productiva de los países pobres) y la economía paliativa (esto es, aliviar el sufrimiento derivado de la miseria económica) es vital para evitar efectos negativos a largo plazo. Es importante señalar que ese cambio a peor se ha producido al mismo tiempo que la responsabilidad del desarrollo en el mundo se ha desplazado de las organizaciones de la ONU a las instituciones de Washington.
Cómo se afrontaron en el pasado los problemas del desarrollo.- Qué hacer entonces.-
Keynes dijo en una ocasión. “Cuanto peor es la situación, peor funciona el laissez-faire”. Si insistimos en abandonar la política industrial porque la desviación de la competencia perfecta hará que algunos empresarios poco escrupulosos se hagan ricos, no hemos entendido nada de la naturaleza del capitalismo. Después de todo, el distanciamiento de la competencia perfecta es inherente al capitalismo. Lo más importante que enseñan las buenas escuelas empresariales es cómo escapar de la situación de competencia perfecta que los economistas suelen dar por supuesta.
Los problemas derivados de la teoría económica actualmente dominante no se limitan a los países del Tercer Mundo. En el caso de la Unión Europea, los países más desarrollados han experimentado crecientes desigualdades económicas internas. Los mismos problemas se constatan así a tres niveles: globalmente, dentro de la Unión Europea y en los países más desarrollados. Las causas son esencialmente las mismas: el abandono de teorías que funcionaron eficazmente durante siglos.
Aunque en los textos actuales de economía apenas se mencione al economista alemán Friedrich List (1789-1846), sus principios económicos no sólo sirvieron para industrializar la Europa continental durante el siglo XIX, sino que también facilitaron la integración europea desde principios de la década de 1950 hasta la incorporación de España y Portugal a la CE en 1986. Hasta el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1987 no se abandonaron los principios de List en favor del tipo de economía que ahora domina el Consenso de Washington. El resultado ha sido un creciente desempleo y pobreza en los viejos países del centro, que ha enconado el debate y ha dado lugar al rechazo de la Constitución propuesta. A continuación presento tres de los principios clave de List confrontados con los textos estándar de economía:
Principios de List:
-Un país primero se industrializa y luego se integra poco a poco económicamente con países del mismo nivel de desarrollo.
-Las condiciones previas de la riqueza, la democracia y la libertad política son las mismas: un sector industrial diversificado con rendimientos crecientes (lo que históricamente se refería a la industria, pero que hoy día también incluye los servicios intensivos en conocimiento). Éste fue el principio promovido por el primer secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton, sobre el que se construyó la economía de Estados Unidos y que fue redescubierto por George Marshall en 1947.
-El bienestar económico es un resultado de las sinergias. El canciller florentino del siglo XIII Brunetto Latini (1210-1294) explicaba la riqueza de las ciudades como un ben comune.
Principios neoclásicos.-
El objetivo per se es el libre comercio, incluso antes de que se alcance el nivel de industrialización requerido. La ampliación de la UE en 2004 iba directamente contra los principios de List. Primero, los antiguos países comunistas de Europa oriental (con excepción de Hungría) sufrieron una desindustrialización, desempleo y subempleo dramáticos. Esos países se vieron bruscamente integrados en la UE, creando enormes tensiones económicas y sociales. Desde el punto de vista de Europa occidental, la nivelación del factor precio prometido por la teoría del comercio internacional resultó ser una nivelación a la baja.
-Todas las actividades económicas son cualitativamente equivalentes, de forma que no importa lo que se produzca. La ideología se basa en la “ventaja comparativa” sin reconocer que es de hecho posible que un país se especialice en ser pobre e ignorante, se dedique a actividades económicas que requieren pocos conocimientos, y opere bajo una competencia perfecta con rendimientos decrecientes, carente de conomías de escala y sin cambios tecnológicos.
-”No existe la sociedad, sólo los individuos” (Margaret Thacher, 1987).
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