domingo, 18 de octubre de 2009

tres objeciones al liberalismo y una objeción misteriosa contra estas tres lanzas

La objeción contra la igualdad liberal.-


En este capítulo voy a tratar de responder a una objeción especialmente poderosa contra la igualdad liberal. Desde la época de la Ilustración, en la que muchos de los ideales políticos del liberalismo se formaron, sus críticos han imputado a esos ideales el ser sólo adecuados para gente que no sabe cómo vivir.

Nietzsche y los iconoclastas románticos dijeron que la moralidad liberal era una prisión construida por los envidiosos para encerrar a los grandes.

Sólo las almas pequeñas, pensaban, se interesarían por la igualdad liberal; los poetas y los héroes, ocupados en inventar nuevas vidas y dominar nuevos mundos, la tratarían con desdén. Luego esta crítica se invirtió.

Los marxistas imputaron al liberalismo el ocuparse demasiado, no demasiado poco, de los triunfos individuales, y los conservadores dijeron que el liberalismo desatendía la importancia de la estabilidad y la raigambre sociales generadas por la moralidad convencional.

Esta tres lanzas críticas comparten, sin embargo, una objeción global que se presenta a menudo como un eslógan misterioso: el liberalismo presta demasiada atención a lo correcto (es decir, a los principios de justicia) y demasiado poca al bien (es decir, a la calidad y al valor de la vida que lleva la gente).

Los románticos piensan que el liberalismo es insensible a la importancia de la creatividad emprendedora de los individuos emancipados de una moral pequeña y mezquina. Los marxistas piensan que el liberalismo pasa por alto el carácter alienado y depauperado de la vida en las democracias liberales capitalistas.

Los conservadores sostienen que el liberalismo no acaba de entender que la vida sólo puede resultar satisfactoria cuando echa raíces en normas y tradiciones definidoras de la comunidad. Todos están de acuerdo en que el liberalismo lixivia la poesía de nuestra vida.

En esta retórica cabe distinguir tres imputaciones latentes. La primera declara que una genuina vida buena sería imposible en una sociedad liberal. Si esta objeción no se supera resulta mortal. Si la vida en una sociedad liberal lleva por fuerza a la mezquindad -lleva a todo el mundo por fuerza al fracaso más deseperante, a una vida atrofiada- entonces el liberalismo es una concepción política perversa, apta sólo para masoquistas y para personas ciegas éticamente.

La segunda objeción no acusa al liberalismo de impedir totalmente la posibilidad de una buena vida, sino de subordinar ese objetivo privado a la justicia social, al insistir en que la justicia siempre es previa, aun cuando ello signifique que algunas personas tienen que sacrificar la calidad y el éxito general de sus vidas. Ésta es una objeción menos amenazadora, pero sigue siendo importante, pues si los liberales la aceptan, tendrán que encontrar una justificación de su concepción política que sea lo suficientemente convincente como para explicar por qué las personas tienen que sacrificar a veces -incluso a menudo- lo que se les impone como su responsabilidad dominante, esto es, de suponer que una teoría de la justicia política se puede desarrollar con independencia de lo que se considere que es vivir bien.

Esta tercera objeción parece aún más débil: en realidad, los liberales proclaman a menudo que el liberalismo es éticamente neutral y que esto es una virtud, y no un defecto. Pero esta supuesta virtud trae consigo un coste práctico. Si resulta que casi cualquier teoría de la buena vida es compatible con el liberalismo, entonces el liberalismo no puede apelar a ninguna teoría semejante en su propia defensa: no puede hacer campaña a favor de un estado liberal basándose en que sólo en ese estado puede llevar la gente una vida buena y justa.

¿Es culpable el liberalismo de alguno de estos cargos? ¿Impide el liberalismo vivir bien, o acaso subordina ese objetivo a otros o los pasa por alto? No; pero no podremos entender por qué hasta que no reconozcamos que una teoría de la buena vida, como cualquier otro ámbito del pensamiento, es algo complejo y muy estructurado. En ciertos niveles de la ética, el liberalismo puede y debe ser neutral. Pero no puede ni debe ser neutral en los niveles más abstractos en los que hacemos el esfuerzo de pensar, no sobre los detalles de cómo hemos de vivir, sino sobre el carácter, la fuerza y la importancia de la pregunta misma sobre cómo debemos vivir.


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Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 259-261


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la igualdad liberal

Podemos distinguir al menos tres de esas ideas abstractas. Primero: ¿cuál es el origen de esa cuestión ética? ¿Por qé preocuparse sobre cómo hemos de vivir? ¿Existe alguna diferencia entre el hecho de que las personas vivan bien y que simplemente disfruten de a vida? Y si es así, ¿tan importante es que la gente viva bien y no sólo que disfrute de la vida? ¿Es importante sólo para la persona de cuya vida se trata? ¿O es importante en un sentido más amplio y objetivo, e forma que siga siendo importante incluso si, por alguna razón, no es importante para esa persona? ¿Es más importante que unas personas vivan bien en lugar de otras?

Segundo: ¿de quien es la responsabilidad de que la vida sea buena? ¿A quién se debe imputar que vele para que las personas vivan bien? ¿Es una responsabilidad social, colectiva? ¿ES parte de la responsabilidad de un estado bueno y justo que identifique la buena vida y que trate de inducir, o incluso forzar, a los miembros de ese estado para que lleven esa vida? ¿O es individual esa responsabilidad?

Tercero: ¿cuál es la métrica de una buena vida? ¿Mediante qué criterio se puede poner a prueba el éxito o el fracaso de una vida? ¿Hasta qué punto es cuestión de la diferencia que la vida de una persona marca sobre la de otra, o del acervo de conocimientos existentes, o del arte? ¿De qué otra forma o en qué otra dimensión se debe juzgar el éxito general o el valor de la vida de alguien?

Estos tres asuntos -el origen, la responsabilidad y la métrica- han generado mucha controversia, no sólo entre los filósofos, sino entre las distintas culturas y sociedades. Se trata, sin embargo, de cuestiones más abstractas que las cuestiones de detalle que tenemos presentes cuando decimos que las sociedades modernas son profundamente pluralistas en ética y moral. Cualquier conjunto admisible de respuestas a las cuestiones abstractas dejará abiertas nuevas respuestas sobre cómo debemo vivir, que dividen hoy en día a la gente en Estados Unidos, por ejemplo. Podríamos estar todos de acuerdo en que es objetivamente importante que las personas vivan bien, que asuman la principal responsabilidad, como individuos, respecto al éxito de sus propias vidas, y que vivir bien significa hacer que el mundo sea un lugar mejor, más valioso, sin que haya que ponerse del lado de aquellos que insisten en que una buena vida es, necesariamente, una vida religiosa, o del lado de aquellos que consideran que la religión no es más que una superstición peligrosa, entre los que insisten en que una vida valiosa echa raíces en a tradición y aquellos que creen que la única vida decente es la que se rebela contra la tradición.

No quiere decir que la respuesta a las cuestiones más abstracta no influya en las concretas. Al contrario, las teorías éticas abstracta exigen que las personas vean y pongan a prueba sus opiniones bajo un determinado enfoque. Quien acepte que es objetivamente importante el modo en que vive y que vivir bien significa mejorar el mundo no puede creer también que la mejor vida es la más placentera, a menos que piense que el pacer tiene valor intrínseco y objetivo, lo cual no puede resultarle admisible. Ni quiero decir tampoco que la gente, incluso en una misma sociedad, esté de acuerdo con las respuestas que hay que dar a las cuestiones abstractas. La gente muestra su desacuerdo sobre la ética abstracta -en concreto, como veremos, sobre su métrica-, incluso en las democracias occidentales. Pero ese desacuerddo no resulta tan impresionante ni tan acalorado como la mayoría de los deasacuerdos más concretos, y cabe esperar de forma más realista que se pueda transformar la opiniñon de la gente, mediante argumentos, respecto a esos asuntos abstractos que esperar que se transforme su opinión en relación con una serie de apasionantes temas concretos que dividen a las personas.

El hecho de que se identifiquen respuestas claramente liberales a las cuestiones éticas abstractas ¿le serviría de ayuda al liberalismo para replicar a las tres intrincadas objeciones que he descrito? Eso depende de cuán atractivas resulten esas respuestas liberales, una vez que se haya meditado sobre ellas. En la introducción aseguré que la igualdad liberal refleja y apoya dos principios que son ampliamente aceptados en las democracias occidentales actuales y que ofrecen respuestas atractivas a la cuestión del origen y la responsabilidad. El primero de esos principios sostiene que, en cuanto empezamos a vivir, es de una gran importancia objetiva que la vida prospere y que no se desperdicie, y que esto es importante por igual para todo ser humano. El segundo sostiene que la persona es la principal responsable de que su vida tenga éxito, y no puede delelgar esa responsabilidad. En este capítulo exploro la tercera cuestión abstracta que he identificado: la cuestión de la métrica. Distingo varios modelos de valor ético y defiendo uno de ellos, el modelo del “desafío”, que supone que una vida tiene éxito en la medida en que es una respuesta apropiada a las diversas circunstancias en que se vive. Considero que este modelo tiene más atractivo intuitivo que su principal rival, y nos ayuda a exponer lo que hay de verdad en la idea platónica de que la justicia no implica un sacrificio que impida a una persona ejercer su habiildad para tener éxito en la vida, sino más bien la precondición de ese éxito.

Sin embargo, he de admitir que creo que tenfo menos posibilidades de convencer a los lectores de que acepten el modelo del desafío de la étrica que de persuadirlos para que acepten el principio de la igual importancia objetiva y el de la responsabilidad individual que acabo de describir. Debo hacer hincapié, pues, en que si bien me parece convincente la defensa del modelo del desafío, y me parece, que se ajusta a mis intuiciones éticas y las explica, no pretendo que la defensa ética a favor de la igualdad liberal se apoye en este modelo. Creo que el argumento del libro que mencioné en la introducción, que no depende de respuesta alguna a la cuestión de la métrica, sino más bien de principios mucho menos controvertidos entre nosotros, es convincente en sí mismo. Si presiono a favor de la respuesta del reto a la cuestión de la métrica es, no obstante, por dos razones. En primer lugar, la cuestión de la métrica es importante en sí misma. Nuestras intuiciones comunes sobre cómo debemos vivir son confusas, como voy a tratar de demostrar, y creo que esa confusión refleja ambivalencia respecto a la respuesta correcta a esta cuestión. En segundo lugar, quiero mostrar el atractivo ético que se halla tras la perspectiva de Platón de que la justicia y la bondad no pueden estar en conflicto, y cómo esta perspectiva no sólo nos proporciona una poderosa defensa del liberalismo en general, sino de la igualdad liberal como la mejor concepción del liberalismo.

A lo largo de este capítulo asumo que se puede dar una respuesta positiva a la cuestión del origen que he descrito. Supongo que la pregnta ética en torno a cuál sería para mí una vida que tuviera éxito es una pregunta importante, genuina y diferente, al menos en su contenido (aunque quizá no lo sea la respuesta que invita a dar), a la pregunta psicológica sobre con qué vida disruto más o qué vida hallo más satisfactoria, y a la pregunta moral sobre las obligaciones o responsabilidades que tenemos hacia los demás. Rechazo sin comentarla aquí lo que en otro lugar he descrito como la perspectiva “externamente” escéptica de que la pregunta ética carece de sentido. Pero me tomo muy en serio la afirmación de los escépticos “internos” sobre la ética, que insisten en que, de hecho, ninguna vida es realmente buena o tiene éxito. No abordo por separado la pregunta sobre si la vida humana tiene sentido o es significativa, y cuándo lo tiene. No puedo entender esa pregunta de forma que no se considere que, esencialmente, es la misma pregunta que la que yo discuto, esto es, qué, cuándo y por qué una vida concreta es buena o tiene éxito.

Voy a finalizar esta sección introductoria con un reto distinto. Como he dicho, los diversos rivales de la igualdad liberal que son ahora populares -romanticismo posmoderno, conservadurismo económico, comunitarismo, perfeccionismo y otros- proclaman las elevadas razones de la ética. Denigran el liberalismo por su falta de autoridad ética. Pero sorprende que los trabajos de esas escuelas hayan prestado tan poca atención a los temas de la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica que he descrito y que en breve voy a abordar. Defenderé que la ética filosófica más admisible descansa en la fe liberal; que la igualdad liberal no impide, ni amenaza ni desatiende a la bondad de la vida de la gente, sino que más bien fluye y refluye a partir de una atractiva concepción de lo que es la buena vida. Los rivales del liberalismo deberían aceptar el reto de intentar dar respuesta a las profundas cuestiones de la ética que les alejan del liberalismo en la dirección que desean. Mientras no lo hagan, su acusación de que los liberales prestan poca atencion a la buena vida seguirá siendo una bravuconada.

Ronald Dworkin, Virtud Soberna, la teoría y la práctica de la igualdad, ibid, Pág. 261-264

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