Técnicas de genética humanas.-
Desde esta perspectiva, las dos controvertidas innovaciones ya nos muestran, desde su estadio inicial, cómo podría cambiar nuestro modo de vida si las intervenciones de técnica genética modificadoras de marcas características (emancipadas del contexto terapéutico de acciones dirigidas a particulares) fueran algo acostumbrado. Entonces ya no podría excluirse que con intervenciones eugenésicas perfeccionadoras hubiera intenciones “ajenas”, y fijadas genéticamente, que tomaran posesión de la biografía de la persona programada. En tales intenciones, hechas realidad instrumentalmente, no se expresarían personas respecto a las cuales las personas efectadas pudieran adoptar la posición de alguien a quien se ha dirigido la palabra. Por eso nos inquieta la pregunta de si, y cómo, un acto cosificador de este tipo afectaría a nuestro poder ser sí mismo y a nuestra relación con los demás. ¿Podríamos entendernos todavía como personas que se comprenden como autores indivisos de sus vidas y que salen al encuentro de todos los demás sin excepción como personas de igual condición? Dos presupuestos esenciales para la ética de la especie y para nuestra autocomprensión moral están en juego.
Esta circunstancia sólo agudizará esta controversia mientras aún tengamos un interés existencial en pertenecer a una comunidad moral. No es obvio que deseemos asumir el estatus de miembro de una comunidad que exija el mismo respeto para cada cual y responsabilidad solidaria para todos. Que debemos actuar moralmente está incluido en el sentido mismo de la moral (concebida deontológicamente). Pero ¿por qué deberíamos querer ser morales si la biotécnica calladamente se deslizara en nuestra identidad como especie? Una valoración de la moral en total no es ella misma un juicio moral sino un juicio ético, un juicio de ética de la especie.
Sin el motor de los sentimientos morales de la obligación y la culpa, y el reproche y el perdón, sin el liberador respeto moral, sin el gratificante apoyo solidario y la presión de la prohibición moral, sin la “amabilidad” de un trato civilizado con el conflicto y la contradicción, el universo habitado por seres humanos nos resultaría, así lo vemos todavía hoy, insoportable. Una vida en el vacuum moral, en una forma que ni siquiera conociera el cinismo moral, no merecería vivirse. Este juicio expresa simplemente el “impulso” de preferir una existencia digna de seres humanos a la frialdad de una forma de vida a la que no afecten las contemplaciones morales. El mismo impulso explica el tránsito histórico al nivel postradicional de la consciencia moral, tránsito que se repite en la ontogenesia.
Una vez las imágenes religiosas y metafísicas del mundo perdieron su fuerza de vinculación general, si no nos convertimos (o la mayoría de nosotros) en fríos cínicos o en relativistas indiferentes después del tránsito a un pluralismo cosmovisivo tolerado, fue porque nos atuvimos -y quisimos atenernos- firmemente al código binario de los juicios morales correctos y los juicios morales equivocados. Hemos trasladados las prácticas del mundo de la vida y de la comunidad política a premisas de la moral racional y de los derechos humanos porque ofrecen una base común para una existencia humanamente digna más allá de las diferencias cosmovisivas. Quizá la resistencia afectiva a una temida modificación de la identidad de la especie se deba a motivos parecidos (y justificados).
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Tengo la impresión de que todavía no hemos reflexionado lo bastante a fondo. El nexo, sobre todo, entre la indisponibilidad de un comienzo contingente de la biografía y la libertad de configurar la vida éticamente requiere una penetración analítica más profunda.
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dignidad humana versus dignidad de la vida humana.-
El debate filosófico en torno a la admisibilidad de la investigación consumidora de embriones y el DPI se ha movido hasta ahora en la estela de la discusión sobre el aborto.
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Esta especie de controles de calidad deliberados (renunciar a la implantación del embrión si éste no cumple determinados estándares de salud) pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros. La decisión seleccionadora se orienta a una composición deseable del genoma. La decisión sobre la existencia o la no existencia se toma según el potencial ser así. La decisión existencial de interrumpir un embarazo tiene tan poco que ver con este hacer disponibles las marcas características, con este cribar la vida prenatal, como con el consumo de esta vida con fines investigadores.
A pesar de estas diferencias, hay una enseñanza que sí podemos extraer del debate sobre el aborto, un debate que se ha sostenido durante décadas con gran seriedad: el fracaso de todo intento de llegar a una descripción cosmovisivamente neutral (o sea, que no prejuzgue) del estatus moral de la vida humana incipiente, una descripción que sea aceptable para todos los ciudadanos de una sociedad secular. Una de las partes describe el embrión en un estadio de desarrollo temprano como un “montón de células”, contraponiéndolo a la persona del recién nacido, al cual sí corresponde la dignidad humana en un sentido moral estricto. La otra parte contempla la fecundación del óvulo humano como el comienzo relevante de un proceso de desarrollo ya individuado y regido por sí mismo. Viendo las cosas de esta manera, todo ejemplar biológicamente determinable como perteneciente a la especie debe ser considerado como potencial persona y portador de derechos fundamentales. Ambas partes parecen omitir que algo puede ser considerado como “indisponible” aunque no tenga el estatus de persona portadora de derechos fundamentales inalienables según la constitución. No sólo es “indisponible” lo que tiene de dignidad humana. Algo puede sustraerse a nuestra disposición por buenas razones morales sin ser “inviolable” en el sentido de tener derechos fundamentales ilimitados o absolutamente válidos (que son constitutivos dela “dignidad humana” según el artículo 1º de la Constitución).
Si el debate sobre la atribución de la “dignidad humana” garantizada constitucionalmente pudiera decidirse con razones morales que obligasen, las profundas cuestiones antropológicas que suscita la técnica genética no rebasarían el ámbito de las cuestiones morales corrientes. Ahora bien, los supuestos ontológicos fundamentales del naturalismo cientificista, según los cuales el nacimiento aparece como una cesura relevante, no son de ninguna manera más triviales o “más científicos” que los supuestos de fondo metafísicos o religiosos, que sugieren de hacer un corte tajante, moralmente relevante, en cualquier punto entre la fecundación o la fusión de núcleos celulares por una parte y el nacimiento por otra, tiene algo de arbitrario, ya que primero la vida sensitiva y después la personal se desarrollan con gran continuidad a partir del comienzo orgánico. Pero si no me equivoco, esta tesis de la continuidad más bien habla contra ambos intentos de sentar con enunciados ontológicos un comienzo “absoluto” vinculante también desde un punto de vista normativo. ¿Acaso no es arbitrario disolver la ambivalencia -justificada por un fenómeno- de nuestros sentimientos e intuiciones evaluativos -que cambian paso a paso según se refieran a un embrión en un estadio de desarrollo temprano y medio o a un feto en estadio avanzado- a favor de una u otra parte por medio de estipulaciones moralmente unívocas? Sólo sobre la base de una descripción cosmovisiva de los estados de cosas que las sociedades pluralistas debaten racionalmente, puede conseguirse llegar a una determinación precisa del estatus moral, ya sea en el sentido de la metafísica cristiana o en el del naturalismo. Nadie duda del valor intrínseco de la vida humana antes del nacimiento, se la denomine “sagrada” o se rechace esta “sacralización” de lo que es un fin en sí mismo. Pero la sustancia normativa de la protegibilidad de la vida humana prepersonal no encuentra una expresión racionalmente aceptable paa todos los ciudadanos ni en el lenguaje objetivante del empirismo ni en el lenguaje de la religion.
En el debate normativo de una esfera pública democrática sólo cuentan, al fin y al cabo, los enunciados morales en sentido estricto. Sólo los enunciados cosmovisivamente neutrales sobre lo que es por igual bueno para todos y cada uno pueden tener la pretensión de ser aceptables para todos por buenas razones. La pretensión de aceptabilidad racional diferencia los enunciados sobre la solución “justa” de los conflictos de acción de los enunciados sobre lo que es “bueno” “para mí” o “para nosotros” en el contexto de una biografía o de una forma de vida compartida. De todos modos, este sentido específico de las cuestiones que respectan a la justicia admite una conclusión sobre el “fundamento de la moral”. Considero que esta “determinación” de la moral es la clave apropiada para responder a la pregunta de cómo podemos determinar el universo de posibles portadores de derecho y deberes morales independientemente de determinaciones ontológicas controvertidas.
La comunidad de seres morales que se dan a sí mismos sus leyes se refiere a todas las circunstancias que requieren regulación normativa con el lenguaje de los derechos y los deberes, pero sólo los miembros de esta comunidad pueden obligarse recíprocamente y esperar los unos de los otros comportamientos conformes a normas. Los animales se beneficiaran de los deberes morales que tenemos que respetar al tratar con criaturas que pueden sufrir por mor de ellas mismas. Con todo, no pertenecen al universo de los miembros que se dirigen mutuamente mandatos y prohibiciones reconocidos intersubjetivamente. Como deseo mostrar, la “dignidad humana” en estricto sentido moral y legal está ligada a esta simetría de las relaciones.
No es una propiedad que se “posea” por naturaleza como la inteligencia o los ojos azules, sino que, más bien, destaca aquella “inviolabilidad” que únicamente tiene algún significado en las relaciones interpersonales de reconocimiento recíproco, en el trato que las personas mantienen entre ellas. No utilizo “inviolabilidad” como sinónimo de “indisponibilidad”, porque el precio a pagar por una respuesta posmetafísica a la pregunta de qué trato debemos dar a la vida humana prepersonal no puede ser la determinación reduccionista del ser humano y la moral.
Entiendo el comportamiento moral como una respuesta constructiva a las dependencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotacion orgánica y la permanente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los periodos de infancia, enfermedad y vejez). La regulación normativa de las relaciones interpersonales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo (Leib) vulnerable y la persona en él encarnada. Los ordenamientos morales son construcciones quebradizas que, ambas cosas en una, protegen a la physis contra lesiones corporales y a la persona contra lesiones interiores o simbólicas. Pues la subjetividad, que es lo que convierte el cuerpo (Leib) humano en un recipiente animado del espíritu, se sustenta sobre las relaciones intersubjetivas con los demás. El sí mismo individual sólo se forja por la vía social del extrañamiento e, igualmente, sólo puede estabilizarse en el entramado de unas relaciones de reconocimiento intactas.
La dependencia de los demás explica la vulnerabilidad del uno con respecto a los otros. La persona, de la manera más desprotegida, se expone a ser herida en unas relaciones que necesita para desplegar su identidad y conservar su integridad (por ejemplo, en las relaciones íntimas de entrega a una pareja). En su versión destranscendentalizada, la “voluntad libre” de Kant ya no es una propiedad de seres inteligibles caída del cielo. La autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como “fuerzas”. Si éste es el “fundamento” de la moral, de él también se derivan sus “fronteras”. Lo que necesita y es capaz de regulaciones morales es el universo de posibles relaciones de reconocimiento reguladas legítimamente pueden los seres humanos desarrollar y mantener una identidad personal (a la vez que su integridad física).
Dado que el ser humano ha nacido “inacabado” en un sentido biológico y necesita la ayuda, el respaldo y el reconocimiento de su entorno social toda la vida, la incompletud de una individuación fruto de secuencias de ADN se hace visible cuando tiene lugar el proceso de individuación social. Lo que convierte, sólo desde el momento del nacimiento, a un organismo en una persona en el pleno sentido de la palabra es el acto socialmente individualizador de acogerlo en el contexto público de interacción de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente. Sólo en el momento en que rompe la simbiosis con su madre el niño entra en un mundo de personas que le salen al encuentro, le dirigen la palabra y hablan con él. El ser genéticamente individuado en el claustro materno no es, como ejemplar de una sociedad procreativa, de ninguna manera “ya” persona. Sólo en la publicidad de una sociedad hablante el ser natural se convierte a la vez en individuo y persona dotada de razón.
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Habermas.-
Así pues, el tema queda circunscrito a la pregunta de si la indisponibilidad de los fundamentos biológicos de la identidad personal puede fundamentar la protección de la integridad de unas disposiciones hereditarias no manipuladas. La protección jurídica podría encontrar expresión en un “derecho a una herencia genética en la que no se haya intervenido artificialmente”. Este derecho, exigido también por la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, no decidiría de antemano la admisibilidad de una eugenesia negativa fundamentada médicamente. Dado el caso, ésta podría limitar legalmente el derecho fundamental a una herencia no manipulada, si la ponderación moral y la formación democrática de la voluntad llevaran a tal resultado.
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La limitación temática a la modificación de los genes deja fuera otros temas biopolíticos. Desde la óptica liberal, las nuevas técnicas reproductivas, así como el transplante de órganos o la muerte asistida médicamente, aparecen como un incremento de la autonomía personal. Muchas veces, las objeciones de los críticos no van dirigidas contra las premisas liberales sino contra determinados aspectos de la reproducción colaborativa, contra las prácticas dudosas en la determinación del momento de la muerte y la extracción de órganos, y contra los efectos colaterales indeseados que tendría sobre la sociedad la organización legal de una eutanasia que quizá sería mejor dejar a la apreciación profesional éticamente regulada. También se discute, por buenas razones, la aplicación institucional de test genéticos y el uso que personalmente se haga del saber que ofrece el diagnóstico genético predictivo.
Es indudable que estas importantes cuestiones bioéticas van asociadas al aumento de la agudeza diagnóstica y al dominio terapéutico de la naturaleza humana, pero lo que constituye un nuevo tipo de desafío es la técnica genética tendente a la selección y modificación de marcas características, así como la consiguiente investigación científica dirigida a futuras terapias genéticas que requiere (y en la que apenas puede distinguirse todavía entre investigación básica y aplicación médica). Ambas ponen a disposición aquella base física “que somos por naturaleza”. Lo que Kant todavía consideraba el “reino de la necesidad” se ha transformado desde la óptica de la teoría de la evolución en un “reio de la casualidad”. Y ahora la técnica genética desplaza las fronteras entre esta base natural indisponible y el “reino de la libertad”. Esta “ampliación de contingencia” que concierne a la naturaleza “interior” se distingue de similares ampliaciones de nuestro espacio de opciones por el hecho de que “modifica la estructura entera de nuestra experiencia moral”.
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Ronald Dworkin.-
Ronald Dworkin lo fundamenta en el cambio de perspectiva que la técnica genética causa en las condiciones, dadas por inamovibles hasta hora, del juicio moral y la acción moral: “Se diferencia entre lo que la naturaleza, evolución incuida, ...ha creado y lo que nosotros hacemos en el mundo con la ayuda de estos genes. En cualquier caso esta diferenciación traza una frontera entre lo que somos y el trato que bajo nuestra propia responsabilidad damos a esa herencia. Esta decisiva frontera entre casualidad y libre decisión constituye la espina dorsal de nuestra moral... Nos da miedo la expectativa de que el ser humano proyecte otros seres humanos porque esta posibilidad desplaza las fronteras entre casualidad y decisión que subyacen en los criterios de nuestros valores”.
Que las modificaciones genéticas eugenésicas puedan modificar la estructura entera de nuestra experiencia moral es una afirmación fuerte. Interprétese como que la técnica genética nos enfrentará en algunos aspectos con cuestiones prácticas que tocan a los presupuestos del juicio moral y la acción moral. El desplazamiento de las “fronteras entre casualidad y libre decisión” afecta a la autocomprensión en total de personas que actúan moralmente y están preocupadas por su existencia. Nos hace ser conscientes de los nexos que hay entre nuestra autocomprensión moral y un trasfondo ético referido a la especie. Que nos contemplemos como autores responsables de nuestra propia biografía y nos respetemos recíprocamente como personas “de igual condición”, también depende en cierta manera de cómo nos comprendamos antropológicamente en tanto que miembros de una especie. ¿Podemos contemplar la autotransformación genética de la especie como un incremento de la autonomía particular o estamos socavando con ello la autocomprensión normativa de personas que guían su propia vida y se muestran recíprocamente el mismo respeto?
Si se trata de la segunda alternativa, no obtenemos inmediatamente un argumento moral contundente pero sí una orientación mediada por la ética de la especie que aconseja la cautela y la abstención. Pero antes de seguir este hilo desearía aclarar por qué es necesario dar un rodeo. El argumento moral (de discutible constitucionalidad) de que el ebrión goza “desde el comienzo” de dignidad humana y protección absoluta de su vida, interrumpe una discusión que no podemos pasar por alto si nos queremos poner políticamente de acuerdo sobre las cuestiones fundamentales con la atención constitucionalmente debida al pluralismo cosmovisivo de nuestra sociedad.
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Lo crecido y lo hecho
Nuestro mundo de la vida está concebido en cierto sentido “aristótelicamente”. En la vida cotidiana diferenciamos sin pensarlo dos veces la naturaleza inorgánica de la orgánica, las plantas de los animales y la naturaleza animal, a su vez, de la naturaleza racional-social del ser humano. La pertinencia de esta división categorial, a la que ya no va unida ninguna pretensión ontológica, se debe al entrecruzamiento de perspectivas y formas de habérselas con el mundo (cruce que puede analizarse siguiendo el hilo de los conceptos aristotélicos fundamentaes). Aristóteles separa la actitud teórica del observador desinteresado de otras dos actitudes: la técnica del sujeto productor, que actúa orientado a metas y que interviene en la naturaleza valiéndose de medios y consumiendo material, y la práctica de las personas prudentes o que actúan éticamente.
Estas últimas salen al encuentro en contextos interactivos, bien en la actitud objetivante de un estratega que juzga las decisiones anticipadas de sus contrincantes desde la óptica de las propias preferencias, bien en la actitud performativa de un agente comunicativo que, en el marco de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente, desea entenderse con una segunda persona respecto a algo en el mundo. A su vez, la praxis del campesino que cuida el ganado y labra la tierra, la praxis del médico que diagnostica enfermedades para curarlas y la praxis del criador que criba y perfecciona con arreglo a sus propios fines las propiedades hereditarias de un apoblación, exigen otras actitudes. Lo que todas estas prácticas cláscias de cuidar, curar y criar tienen en común es el respeto por la dinámica propia de una naturaleza que se autorregula. Por ella deben guiarse las intervenciones cultivadoras, terapéuticas o seleccionadoras si no quieren salir mal.
La “lógica” de estos procederes, que en Aristóteles todavía se ceñían a determinadas regiones del ente, ha perdido la dignidad ontológica de abrir los diversos sectores específicos del mundo. En esa pérdida, las ciencias empíricas modernas desempeñaron un importante papel. Al unir la actitud objetivante del observador desinteresado con la actitud técnica de un observador que interviene con la aspiración de que sus experimentos generen efectos, suprimieron el cosmos de la mera contemplación, y habiendo “desanimado” nominalísticamente a la naturaleza, la sometieron a otra clase de objetivación. Tal reconversión de la ciencia, dedicada ahora ahacer disponible técnicamente una naturaleza objetivada, tuvo consecuencias para el proceso de modernización social. La mayor parte de las praxis recibieron en el cuerso de su cientifización la impronta de la “lógica” de la aplicación de tecnologías científicas y fueron reestructuradas.
Es indudable que la adaptación de las formas de producción e intercambio social a los avances científicos-técnicos ha comportado la predominancia de los imperativos de un único proceder: el instrumental. No obstante, la arquitectónica misma de los procederes ha quedado intacta. Hasta ahora, en las sociedades complejas, la moral y el derecho mantienen sus funciones de conducción normativa de la praxis. Claro que el abastecimiento y reactivación de un sistema sanitario dependiente de la industria farmacéutica y la medicina tecnificada, así como la mecanización de la agricultura (racionalizada con criterios económicos-empresariales) han conducido a crisis. Pero éstas, más que liquidar la lógica de la acción médica y del trato ecológico de la naturaleza, la han traído a la memoria. La fuerza legitimadora de los procederes “clínicos” en sentido amplio crece mientras decae su relevancia social. Hoy, la investigación y el desarrollo de la técnica genética se justifican a la luz de objetivos biopolíticos como la nutrición, la salud y la prolongación de la vida. Por eso, suele olvidarse que la revolución tecnogenética de la praxis cultivadora ya no se realiza en el modo clínico de la adaptación a la dinámica propia de la naturaleza. Más bien sugiere la desdiferenciación de una distinción fundamental también constitutiva de nuestra autocomprensión como especie.
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