jueves, 5 de agosto de 2010

la sierpe y la promesa de un cuerpo nuevo, por María Zambrano


María Zambrano.-

Entiendo por Utopía la belleza irrenunciable, y aún la espada del destino de un ángel que nos conduce hacia aquello que sabemos imposible.
Mas ahora renace en mí el temblor del nacimiento, como si lo estuviese escribiendo ahora, y sólo me atrevo a hacerlo por creer que lo nacido debe ser recogido, respetado. ¿Quién puede juzgar algo así? Yo no quiero escabullir mi responsabilidad. Se debe a un condescendimiento, no a la búsqueda de una altura. Sabido es que lo más difícil no es ascender, sino descender. Mas he descubierto que el condescendimiento es lo que otorga legitimidad, más que la búsqueda de las alturas. La virtud de la virgen maría fue no el encumbrarse, sino el condescender; eso sí, no sola. Yo no pretendo que en mí se cumpla, ni en este libro especialmente, la virginal virtud. No podría ser. Pero sí veo claro que vale más condescender ante la imposibilidad, que andar errante, perdido, en los infiernos de la luz. Júzgueme pues el eventual lector, desde este ángulo; que he preferido la oscuridad que en un tiempo ya pasado descubrí como penumbra salvadora, que andar errante, solo, perdido, en los infiernos de la luz. Es mi justificación. Júzgueme, pues, el amor, y si de tanto no soy todavía digna, júzgueme pues la com-pasión. Y no digo más, creo que sea bastante, para el inverosímil, pero no imposible, lector.
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María Zambrano.- Los bienaventurados.-


Ciega va la vida derramándose, dándose en sobre abundancia. Buscando en su indigencia -tiene sobre todo sed- se cruza a sí misma, interpone su cuerpo ávido al derramarlo. Cada rama aquejada de la misma ansia que la primera se interpone con mayor ahínco ante el cuerpo buscado, el “cuerpo perseguido” -según la expresión clave de la poesía de Emilio Prados-. Mas este entrecruzamiento le inflige y le ofrece una nueva dirección. Una dirección inédita repite el reptar de las raíces bajo la luz al seguir la dirección hacia arriba, hacia la luz contraria a las raíces que ahora soportan ya algo también inédito para ellas: un peso.

Un peso, una carga -en términos humanos una invisible responsabilidad, tributo de lo escondido bajo la luz a lo que va hacia ella-. ¿Podría ocurrir esta transformación sin que soportar encuentre resistencia, sin que la inédita, revolucionaria, dirección hacia la luz despierte en las adormidas, somnolientas sierpes de abajo ansia alguna de erguirse ellas a su vez o de sacudirse el peso para seguir yaciendo en la libertad de su somnolencia, sepulcro primero de libertad?

Y en esta encrucijada se establecerá una diferencia decisiva entre los cuerpos de la vida a quienes sus raíces se negaron a soportar, a quienes se les negó el cuerpo nuevo, y aquellos otros que de modo y manera más o menos cumplida lograron o pudieron al menos mantener su pretensión.

Queda el tallo blando, viscoso siempre, que por un momento se yergue o se disfraza de lo que se puede erguir: impotencia que se resuelve en falacia aspirante a ese mimetismo que se logra al fin en la planta parásita.

Las raíces negadas a la función de soportar peso, pierden el ser fundamento. Avidas ellas, por mimetismo, arrastradas por el vicio de la repetición, devoran el cuerpo que habían dejado salir, se enredan en él, se confunden con él, son él. Y siguen, prosiguen su reptar apegándose hasta penetrar a un cuerpo nuevo, al cuerpo prometido que se alza sostenido por la docilidad de su raíz, que se hace así como madre, pues sólo hay propiamente madre cuando nace un cuerpo nuevo, un cuerpo hacia la luz que cumple su promesa. Sólo hay madre en el cumplimiento de una promesa de la vida a la luz.
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¿Depende todo ello del sueño, del sueño de las raíces sierpes? La sierpe de la vida, la sierpe de la vida -¿alguna otra sierpe habrá enroscada en este universo?- acecha, irrumpe y desaparece como la primera insuficiente materialización de un sueño. Sombra de un cuerpo en busca de un lugar, a punto de borrarse pero indestructible en su levedad y, como los sueños, sin nacimiento. La sierpe de la vida ha salido a la luz como una firma imborrable, como una advertencia de alguien a quien le costará muy caro, pues que tendrá que dejarla proseguir e irla dotando incansablemente, pues eso es lo que la sierpe pide: dote. Y más tarde esposo y ya desde el comienzo algo así como amor, amor que repare el descuido y que lo eleve. Si todos los cuerpos celestes giran, si el universo astro gira, ella, la sierpe de la vida aparecida aquí, obedece, sigue este movimiento y se enredará siempre en su movimiento originario, anillo desprendido de la frente de algún astro o de algún ser más alto, más luciente y oculto que todos los astros imaginarios y habidos.

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Se hunde la sierpe en el suelo como absorbida por alguna hendidura, por alguna de esas grietas por las que la tierra muestra ser al par ávida y madre; una madre que no siempre deja salir lo que traga. La tierra tiene bocas, gargantas, hondanadas y desfiladeros que solamente cuando se les ve allá abajo el oscuro fondo se sienten como abismo, lugar de caída y de despeñamiento; si no, lo que por ella desaparece parece haya sido llamado para ser guardado y, en último término, regenerado. Y si es eso que repta, parece que vaya a salir por algún otro lugar, irguiéndose irreconociblemente blanco y consistente, logrando al salir nuevamente de la tierra el cuerpo nuevo que en su reptar andaba buscando, extenuándose en ello, dejando la piel, su valía después de todo, su piel manchada, estigmatizada por sombra y luz.

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¿Busca la sierpe las entrañas, raíces de la tierra, en anhelo de renovarse o exhausta, acabada ya, anhela borrarse, embeberse? ¿ Tiene acaso la tierra sed de beber vida? La sierpe, desprendida de la tierra sólo metafóricamente, afirma que viene de la Tierra Madre, que la Tierra es Madre. De su parte, la sierpe vegetal y todo lo que se sostiene sobre su propio nacimiento, todo lo nacido por alto que vaya y distinto que sea, sin ruptura ni separación, afirma la materna condición de la tierra, la ostenta y la corona llegando a glorificarla. Balada de la yerba, canto de ciertas enramadas, himno de los concertados árboles.

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¿Busca la sierpe las entrañas, raíces de la tierra, en anhelo de renovarse o exhausta, acabada ya, anhela borrarse, embeberse? ¿Tiene acaso la tierra sed de beber vida? La sierpe, desprendida de la tierra sólo metafóricamente, afirma que viene de la Tierra Madre, que la Tierra es Madre. De su parte, la sierpe vegetal y todo lo que se sostiene sobre su propio nacimiento, todo lo nacido por alto que vaya y distinto que sea, sin ruptura ni separación, afirma la materna condición de la tierra, la ostenta y la corona llegando a glorificarla. Balada de la yerba, canto de ciertas enramadas, himno de los concertados árboles.

Y en estas sierpes vegetales se ve y se siente que todas un día, y aún más aquellas en que el cuerpo nuevo ha sido alcanzado, todas un día, por sequedad o por abatimiento, por abandono de no se sabe qué, aunque se presienta, irán a parar a la tierra. Mas raramente irán a hundirse dentro de ella, tan sólo el prado florido que cuando llega el invierno no ha dejado ni rastro, tal si hubiese sido retirado por la tierra que lo guarda para sacarlo a la hora justa un tanto imprevisible. Caerá todo sobre la tierra sin adentrarse en ella. Y como ello sucede por violencia, esa violencia de los elementos que parecen venir a barrer la gala de la Madre Tierra -¿envidia, furia ante su ostentación?, condena también-, o por la violencia de la mano humana, ofrece un cierto carácter de sacrificio; de un sacrificio no exigido por la tierra, por la madre, sino de sacrificio primario y primero de la vida. La violencia que envuelve una oscura, indescifrable finalidad de que todo lo vivo que la Madre Muerte da a la luz sea abatido, desnudado bajo la luz. Y al ser desnudado se queda en corteza, en polvo, en tierra, en otra vez sólo tierra.
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El tiempo eje, quicio, mediador, guardará la huella de esta vuelta, de este retirarse hacia dentro, diríamos los mortales. Y así, la vida, toda la vida, seguiría la procesión del tiempo creador, sucesión de fatigas en la vida de acá que conocemos, para acabar. Y luego esa retirada, esa calma del creador en lo creado, sería, a través de la muerte, entrada en la quietud primera. Mas eso si se mira solamente al cesa de las fatigas del viviente. Hay otra versión vital: el salirse de la procesión, el derramar el tiempo en que todavía se está durante el ciclo de la vida, el salirse para derramarse y encontrarse en la vida sin más, en la vida toda. El gozo de la vida y su canto.
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Publicado por Ishtar Sylphide

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