dignidad humana versus dignidad de la vida humana.-
El debate filosófico en torno a la admisibilidad de la investigación consumidora de embriones y el DPI se ha movido hasta ahora en la estela de la discusión sobre el aborto.
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Esta especie de controles de calidad deliberados (renunciar a la implantación del embrión si éste no cumple determinados estándares de salud) pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros. La decisión seleccionadora se orienta a una composición deseable del genoma. La decisión sobre la existencia o la no existencia se toma según el potencial ser así. La decisión existencial de interrumpir un embarazo tiene tan poco que ver con este hacer disponibles las marcas características, con este cribar la vida prenatal, como con el consumo de esta vida con fines investigadores.
A pesar de estas diferencias, hay una enseñanza que sí podemos extraer del debate sobre el aborto, un debate que se ha sostenido durante décadas con gran seriedad: el fracaso de todo intento de llegar a una descripción cosmovisivamente neutral (o sea, que no prejuzgue) del estatus moral de la vida humana incipiente, una descripción que sea aceptable para todos los ciudadanos de una sociedad secular. Una de las partes describe el embrión en un estadio de desarrollo temprano como un “montón de células”, contraponiéndolo a la persona del recién nacido, al cual sí corresponde la dignidad humana en un sentido moral estricto. La otra parte contempla la fecundación del óvulo humano como el comienzo relevante de un proceso de desarrollo ya individuado y regido por sí mismo. Viendo las cosas de esta manera, todo ejemplar biológicamente determinable como perteneciente a la especie debe ser considerado como potencial persona y portador de derechos fundamentales. Ambas partes parecen omitir que algo puede ser considerado como “indisponible” aunque no tenga el estatus de persona portadora de derechos fundamentales inalienables según la constitución. No sólo es “indisponible” lo que tiene de dignidad humana. Algo puede sustraerse a nuestra disposición por buenas razones morales sin ser “inviolable” en el sentido de tener derechos fundamentales ilimitados o absolutamente válidos (que son constitutivos dela “dignidad humana” según el artículo 1º de la Constitución).
Si el debate sobre la atribución de la “dignidad humana” garantizada constitucionalmente pudiera decidirse con razones morales que obligasen, las profundas cuestiones antropológicas que suscita la técnica genética no rebasarían el ámbito de las cuestiones morales corrientes. Ahora bien, los supuestos ontológicos fundamentales del naturalismo cientificista, según los cuales el nacimiento aparece como una cesura relevante, no son de ninguna manera más triviales o “más científicos” que los supuestos de fondo metafísicos o religiosos, que sugieren de hacer un corte tajante, moralmente relevante, en cualquier punto entre la fecundación o la fusión de núcleos celulares por una parte y el nacimiento por otra, tiene algo de arbitrario, ya que primero la vida sensitiva y después la personal se desarrollan con gran continuidad a partir del comienzo orgánico. Pero si no me equivoco, esta tesis de la continuidad más bien habla contra ambos intentos de sentar con enunciados ontológicos un comienzo “absoluto” vinculante también desde un punto de vista normativo. ¿Acaso no es arbitrario disolver la ambivalencia -justificada por un fenómeno- de nuestros sentimientos e intuiciones evaluativos -que cambian paso a paso según se refieran a un embrión en un estadio de desarrollo temprano y medio o a un feto en estadio avanzado- a favor de una u otra parte por medio de estipulaciones moralmente unívocas? Sólo sobre la base de una descripción cosmovisiva de los estados de cosas que las sociedades pluralistas debaten racionalmente, puede conseguirse llegar a una determinación precisa del estatus moral, ya sea en el sentido de la metafísica cristiana o en el del naturalismo. Nadie duda del valor intrínseco de la vida humana antes del nacimiento, se la denomine “sagrada” o se rechace esta “sacralización” de lo que es un fin en sí mismo. Pero la sustancia normativa de la protegibilidad de la vida humana prepersonal no encuentra una expresión racionalmente aceptable paa todos los ciudadanos ni en el lenguaje objetivante del empirismo ni en el lenguaje de la religion.
En el debate normativo de una esfera pública democrática sólo cuentan, al fin y al cabo, los enunciados morales en sentido estricto. Sólo los enunciados cosmovisivamente neutrales sobre lo que es por igual bueno para todos y cada uno pueden tener la pretensión de ser aceptables para todos por buenas razones. La pretensión de aceptabilidad racional diferencia los enunciados sobre la solución “justa” de los conflictos de acción de los enunciados sobre lo que es “bueno” “para mí” o “para nosotros” en el contexto de una biografía o de una forma de vida compartida. De todos modos, este sentido específico de las cuestiones que respectan a la justicia admite una conclusión sobre el “fundamento de la moral”. Considero que esta “determinación” de la moral es la clave apropiada para responder a la pregunta de cómo podemos determinar el universo de posibles portadores de derecho y deberes morales independientemente de determinaciones ontológicas controvertidas.
La comunidad de seres morales que se dan a sí mismos sus leyes se refiere a todas las circunstancias que requieren regulación normativa con el lenguaje de los derechos y los deberes, pero sólo los miembros de esta comunidad pueden obligarse recíprocamente y esperar los unos de los otros comportamientos conformes a normas. Los animales se beneficiaran de los deberes morales que tenemos que respetar al tratar con criaturas que pueden sufrir por mor de ellas mismas. Con todo, no pertenecen al universo de los miembros que se dirigen mutuamente mandatos y prohibiciones reconocidos intersubjetivamente. Como deseo mostrar, la “dignidad humana” en estricto sentido moral y legal está ligada a esta simetría de las relaciones.
No es una propiedad que se “posea” por naturaleza como la inteligencia o los ojos azules, sino que, más bien, destaca aquella “inviolabilidad” que únicamente tiene algún significado en las relaciones interpersonales de reconocimiento recíproco, en el trato que las personas mantienen entre ellas. No utilizo “inviolabilidad” como sinónimo de “indisponibilidad”, porque el precio a pagar por una respuesta posmetafísica a la pregunta de qué trato debemos dar a la vida humana prepersonal no puede ser la determinación reduccionista del ser humano y la moral.
Entiendo el comportamiento moral como una respuesta constructiva a las dependencias y necesidades derivadas de la imperfecta dotacion orgánica y la permanente fragilidad de la existencia humana (especialmente clara en los periodos de infancia, enfermedad y vejez). La regulación normativa de las relaciones interpersonales puede entenderse como una envoltura protectora porosa contra las contingencias a las que se ven expuestos el cuerpo (Leib) vulnerable y la persona en él encarnada. Los ordenamientos morales son construcciones quebradizas que, ambas cosas en una, protegen a la physis contra lesiones corporales y a la persona contra lesiones interiores o simbólicas. Pues la subjetividad, que es lo que convierte el cuerpo (Leib) humano en un recipiente animado del espíritu, se sustenta sobre las relaciones intersubjetivas con los demás. El sí mismo individual sólo se forja por la vía social del extrañamiento e, igualmente, sólo puede estabilizarse en el entramado de unas relaciones de reconocimiento intactas.
La dependencia de los demás explica la vulnerabilidad del uno con respecto a los otros. La persona, de la manera más desprotegida, se expone a ser herida en unas relaciones que necesita para desplegar su identidad y conservar su integridad (por ejemplo, en las relaciones íntimas de entrega a una pareja). En su versión destranscendentalizada, la “voluntad libre” de Kant ya no es una propiedad de seres inteligibles caída del cielo. La autonomía es más bien una conquista precaria de las existencias finitas, existencias que sólo teniendo presente su fragilidad física y su dependencia social pueden obtener algo así como “fuerzas”. Si éste es el “fundamento” de la moral, de él también se derivan sus “fronteras”. Lo que necesita y es capaz de regulaciones morales es el universo de posibles relaciones de reconocimiento reguladas legítimamente pueden los seres humanos desarrollar y mantener una identidad personal (a la vez que su integridad física).
Dado que el ser humano ha nacido “inacabado” en un sentido biológico y necesita la ayuda, el respaldo y el reconocimiento de su entorno social toda la vida, la incompletud de una individuación fruto de secuencias de ADN se hace visible cuando tiene lugar el proceso de individuación social. Lo que convierte, sólo desde el momento del nacimiento, a un organismo en una persona en el pleno sentido de la palabra es el acto socialmente individualizador de acogerlo en el contexto público de interacción de un mundo de la vida compartido intersubjetivamente. Sólo en el momento en que rompe la simbiosis con su madre el niño entra en un mundo de personas que le salen al encuentro, le dirigen la palabra y hablan con él. El ser genéticamente individuado en el claustro materno no es, como ejemplar de una sociedad procreativa, de ninguna manera “ya” persona. Sólo en la publicidad de una sociedad hablante el ser natural se convierte a la vez en individuo y persona dotada de razón.
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