lunes, 24 de enero de 2011

Razón y positividad: sobre el entrelazamiento de derecho, política y moral.-

Razón y positividad: sobre el entrelazamiento de derecho, política y moral.-

Si queremos entender por qué la diferenciación del derecho de ningún modo disuelve por completo el interno entrelazamiento de éste con la política y con la moral, lo más adecuado es echar una mirada retrospectiva sobre el nacimiento del derecho positivo. Este proceso abarca en Europa desde fines de la Edad Media hasta las grandes codificaciones del siglo XVIII. También en los países de la Common Law el derecho consuetudinario queda recubierto y rearticulado por el derecho romano mediante el influjo ejercido por juristas de formación académica; en ese proceso el derecho va quedando sucesivamente adaptado a las condiciones de tráfico de la economía capitalista emergente y a la dominación burocratizada de los Estados territoriales que entonces nacen. Este complicado proceso, rico en variantes y difícil de abarcar, me limitaré aquí a focalizarlo hacia un punto que reviste especial importancia en el contexto de nuestras consideraciones relativas a filosofía del derecho. Pues lo que la positivación del derecho filosóficamente significa puede entenderse mejor sobre el trasfondo de la estructura trimembre del sistema jurídico medieval, que entonces se derrumba.

Desde una cierta distancia cabe reconocer en nuestras propias tradiciones jurídicas correspondencias con aquellos tres elementos que, según los planteamientos de sociología jurídica comparada, habrían conformado la cultura jurídica de los imperios antiguos. El sistema jurídico queda situado en esas culturas premodernas bajo la cúpula de un derecho sacro que se encargan de adminitrar e interpretar especialistas en teología y en derecho. La pieza nuclear de ese sistema jurídico la constituye el derecho burocrático, “puesto” por el rey o emperador (quien es al mismo tiempo juez supremo) en concordancia con las tradiciones jurídicas santificadas. Y ambos tipos de derecho se encargan de envolver, organizar y dar forma a un derecho consuetudinario, por lo general no escrito, que en última instancia proviene de las tradiciones jurídicas de cada etnia. En el derecho canónico de la Iglesia católica supuso un mantenimiento ininterrumpido de la alta técnica jurídica y conceptual del derecho romano clásico, mientras que el derecho burocrático que representaban los edictos y capitulares imperiales, incluso antes del redescubrimiento del corpus justinianum, conectaba al menos con la idea romana de imperium. Incluso el derecho consuetudinario se debía a la cultura jurídica mixta romano-germánica de las provincias occidentales del imperio y desde el siglo XII fue objeto de transmisión escrita. Pero en los rasgos esenciales se repite la estructura que nos es conocida por todas las culturas superiores o civilizaciones: la ramificación en derecho sacro y derecho profano, quedando el derecho sacro integrado en el orden del cosmos o en una historia de salvación, desde la perspectiva de una de las grandes religiones universales. Este derecho divino o “natural” no está a disposición del príncipe, sino que representa más bien el marco legitimador dentro del cual el príncipe, mediante sus funciones de administración de justicia y de “posición” (producción) burocrática del derecho, ejerce su dominación profana. En este contexto, Max Weber habla del “doble reino de la dominación tradicional”.

También en el medievo se conserva este carácter tradicional del derecho. Todo derecho debe su modo de validez al origen divino del derecho “natural” interpretado en términos cristianos. No puede crearse nuevo derecho si no es en nombre de la reforma o restauración del buen derecho antiguo. Pero esta comprensión tradicional del derecho contiene ya una interesante tensión que se da entre los dos momentos del derecho del príncipe. Como juez supremo, el príncipe está sometido al derecho sacro. Pues sólo así puede transmitirse la legitimidad de ese derecho al poder profano. De este respeto transido de pietas hacia un orden jurídico intangible recibe su legitimación el ejercicio del poder político. Pero al mismo tiempo, el príncipe, que está situado en la cúspide de una administración organizada conforme a una jerarquía de cargos, hace también uso del derecho como un medio que otorga a sus mandatos (por ejemplo, en forma de edictos y decretos) un carácter vinculante para todos. Por este lado, el derecho, como medio del ejercicio de poder burocrático, sólo puede cumplir empero funciones de orden mientas mantenga, por el otro, en forma de tradiciones jurídicas sacras, su carácter no instrumental, ese carácter que lo pone por encima del príncipe y que éste ha de respetar cuando administra justicia. Entre estos dos momentos, el del carácter no instrumental del derecho presupuesto en la regulación judicial de los conflictos, y el carácter instrumental del derecho puesto al servicio del ejercicio de la dominación, se da una tensión irresoluble. Esa tensión permanece oculta mientras no se ataquen los fundamentos sacros del derecho y el pedestal que representa el derecho consuetudinario consagrado por la tradición se mantenga firmemente anclado en la práctica cotidiana.

Pues bien, si se parte de que en las sociedades modernas cada vez pueden cumplirse menos estas dos condiciones, puede uno explicarse la positivación del derecho como una reacción a tales cambios. A medida que las imágenes religiosas del mundo se disuelven en convicciones últimas de tipo subjetivo y privado y las tradicines de derecho consuetudinario quedan absorbidas por el derecho de especialistas, que hacen un usus modernus de él, queda rota la estructura trimembre del sistema jurídico. El derecho se reduce a una sola dimensión y sólo ocupa ya el lugar que hasta entonces había ocupado el derecho del príncipe. El poder político del príncipe se emancipa de la vinculación al derecho sacro y se torna soberano. A él le compete la tarea de llenar por su propia fuerza mediante una producción política de normas el vacío que deja tras de sí ese derecho natural administrado por teólogos. Finalmente todo derecho habrá de tener su fuente en la voluntad soberana del legislador político. Producción, ejecución y aplicación de las leyes se convierten en tres momentos dentro de un proceso circular único, regulado y controlado políticamente; y lo siguen siendo, aun después de diferenciarse institucionalmente y constituirse en poderes del Estado.

Con ello cambia la relación que guardaban entre sí aquellos dos momentos que eran el carácter sacro del derecho, por un lado, y la instrumentalidad del derecho, por otro. Cuando se han diferenciado suficientemente los papeles, y en ello radica el signifcado de la división de poderes, las leyes anteceden a la adminitración de justicia; pero ¿puede un derecho político, que es susceptible de cambiarse a voluntad, irradiar todavía ese tipo de autoridad que irradiaba antaño el derecho sacro?, ¿conseva todavía el derecho positivo un carácter obligatorio, es decir, el carácter de un “deber-ser”, cuando ya no puedo recibir su autoridad de un derecho previo y superior, como sucedía antaño con el derecho del príncipe en el sistema jurídico tradicional? A estas preguntas el positivismo jurídico ha dado siempre respuestas insatisfactorias. En una variante del positivismo jurídico, el derecho en general queda despojado de su carácter normativo y queda definido exclusivamente como mandato de un soberano (Austin). Desaparece así el momento de no-instrumentalidad o de no-instrumentaizabilidad como un residuo metafísico. La otra variante del positivismo jurídico se atiene a la premisa de que el derecho sólo puede cumplir su función nuclear de regulación judicial de los conflictos mientras las leyes que se aplican sigan conservando un momento de aquella incondicionalidad que tenían antaño, es decir, sigan poseyendo normatividad en el sentido de una validez deontológica, no susceptible de quedar reducida a una interpretación imperativista. Pero ese momento sólo puede radicar ya en la propia forma del derecho positivo, no en contenidos recibidos del derecho natural (Kelsen). Desde este punto de vista, el sistema jurídico, separado de la política y de la moral, con la administración de justicia como núcleo institucional, es el único lugar que queda, en donde el derecho puede por su propia fuerza mantener su forma y con ella su autonomía. (Ya conocemos esta tesis en la versión que le da Luhmann). En ambos casos el resultado es que de la garantía metasocial de validez jurídica que antaño había representado el derecho sacro, puede prescindir sin necesdiad de buscar sustituto.

Pero los orígenes históricos, así del derecho tradicional como del derecho moderno, hablan en contra de esta tesis. Como sabemos por la Antropología, el derecho antecede al nacimiento de la dominación políticamente organizada, es decir, de la dominación estatalmente organizada, mientras que el derecho sancionado estatalmente y el poder estatal organizado jurídicamente surgen simultáneamente en forma de dominación política. Según todas las apariencias, es la evolución arcaica del derecho la que empieza posibilitando el surgimiento de un poder político, en el que el poder estatal y el derecho estatal se constituyen recíprocamente. Habida cuenta de esta constelación, es difícil imaginar que alguna vez el derecho pudiera ser absorbido totalmente por la política o quedar escindido por completo del sistema político. Además, puede mostrarse que determinadas estructuras de la conciencia moral desempeñaron un papel importante en la aparición de la simbiosis entre derecho y poder estatal. Un papel similar es el que desempeña la conciencia moral en la transición desde el derecho tradicional al derecho positivo de carácter enteramente profano, es decir, al derecho positivo asegurado por el monopolio estatal del poder y puesto a disposición del legislador político. Ese momento de incondicionalidad, que incluso en el derecho moderno constituye un contrapeso a la instrumentalización política del medio que es el derecho, se debe al entrelazamiento y simbiosis de la política y del derecho con la moral.

Esta constelación se establece por primera vez en las primeras grandes culturas con la simbiosis entre derecho y poder estatal. En las sociedades tribales neolíticas operan típicamente tres mecanismos de regulación de los conflictos internos: las prácticas de autoexilio (alianzas y venganzas de sangre), la apelación ritual a poderes mágicos (oráculos y duelos rituales) y la mediación arbitral como equivalente pacífico de la violencia y la magia. Pero tales mediadores carecen todavía facultades para decidir de forma vinculante y autoritativa las disputas de las partes o para imponer sus decisiones incluso contra las lealtades dictadas por el sistema de parentesco. Junto con esta característica de coercibiidad, se echan también en falta los tribunales de justicia y los procesos y procedimientos judiciales. Además, el derecho permanece todavía estrechamente hermanado con la costumbre y las representaciones religiosas, de suerte que apenas puede distinguirse entre fenómenos genuinamente jurídicos y otros fenómenos. La concepción de la justicia subyacente en todas las formas de regulación de los conflictos está entretejida con la interpretación mítica del mundo. La venganza, la represalia, la compensación y la indemnización sirven al restablecimiento de un orden perturbado. Este orden, construido de simetrías y reciprocidades, se extiende por igual, así a las personas particulares y a los grupos de parentesco, como a la naturaleza y a la sociedad en conjunto. La gravedad de un delito se mide por las consecuencias del hecho, no por las intenciones del agente. Una sanción tiene el sentido de una compensación del daño causado, de un restablecimiento del statu quo ante, no el sentido de un castigo infligido a un malhechor que se ha hecho culpable de la vulneración de una norma.

Estas ideas concretistas de justicia no permiten todavía una separación entre cuestiones de derecho y cuestiones de hecho. En los procedimientos jurídicos arcaicos confluyen juicios normativos, ponderación inteligente de intereses y afirmaciones concernientes a hechos. Faltan conceptos como el de imputabilidad y el de culpa; no se distingue entre el propósito, intención o designio, y el comportamiento descuidado. Lo que cuenta es el perjucio objetivamente causado. No hay separación entre el derecho privado y el derecho penal; todas las transgresiones jurídicas son en cierto modo delitos que exigen indemnizaciones. Tales distinciones sólo resultan posibles cuando surge un nuevo concepto que revoluciona el mundo de representaciones morales. Me refiero al concepto de norma jurídica, independiente de la situación, que queda por encima tanto de las partes litigantes como del juez imparcial, es decir, de una norma jurídica previa y que se considera vinculante para todos. En torno a este núcleo cristaliza loq ue L. Kohlberg llama conciencia moral “convencional”. Sin tal concepción de la norma y sin tal concepto de la norma, el juez arbitral sólo puede tratar de convencer a las partes de que lleguen a un compromiso. Para ello puede hacer valer como influencia el prestigio personal que debe a su status, a su riqueza o a su edad, pero le falta todavía poder político; no puede apelar todavía a la autoridad de una ley que de forma impersonal obligue a todos, ni a la conciencia moral de los implicados.

Propongo el siguiente experimento mental: supongamos que antes de haber surgido algo así como una autoridad estatal, se desarrollan ideas jurídicas y morales “convencionales” (en el sentido de L. Kohlberg). Entonces un jefe, a la hora (por ejemplo) de resilver un conflicto, puede apoyarse ya en el carácter vinculante de normas jurídicas reconocidas; pero al carácter moralmente vinculante de normas jurídicas reconocidas; pero al carácter moralmente vinculante de su juicio no puede añadir todavía el carácter fácticamente coercitivo de un potencial de sanción estatal. Y sin embargo su papel de jefe que hasta ese momento descansaba sobre su influencia y prestigio fácticos, debió sufrir un cambio importante al introducirse en la actividad judicial el concepto de norma moralmente obligatoria. Tal jefe, en tanto que protector de normas intersubjetivamente reconocidas, participa, en primer lugar, del aura del derecho que él administra. La autoridad normativa del derecho se transferiría de la competencia del juez al poder de mando del jefe, poder de mando ligado a la competencia del juez por vía de identidad personal. El poder fáctico del influyente se transformaría entonces gradualmente, y casi sin notarse, en el poder dotado de autoridad normativa de alguien que puede dar órdenes y tomar decisiones colectivamente vinculantes. Pero a consecuencia de ello transformaríase también, en segundo lugar, la cualidad de las decisiones judiciales. Tras las normas jurídicas moralmente obligatorias, no estaría ya sólo la presión que en la vida cotidiana de una tribu se ejerce sobre los individuos para que éstos se conformen a las normas, o el poder fáctico de una persona prominente, sino la sanción con que amenaza un príncipe dotado de poder político legítimo. Habría surgido así el modo de validez en que se funden reconocimiento y coerción. Pero con ello, y en tercer lugar, el príncipe se habría hecho con un medio con cuya ayuda puede crear una organización de cargos y ejercer burocráticamente su dominación. Como medio de organización el derecho recibe entonces junto a su aspecto de incondicionalidad de derecho objetivo, también un aspecto instrumental.

Aun cuando estas consideraciones tienen también un contenido empírico, lo que ante todo me importa es la aclaración de relaciones conceptuales. Sólo en las imágenes del mundo que se vuelven más complejas se forma una conciencia moral de nivel convencional (siempre en el sentido de L. Kohlberg); sólo una conciencia de, y ligada a, normas ancladas en la tradición y moralmente obligatorias introduce un cambio en la administración de justicia y hace posible la transformación del poder fáctico en un poder normativo; y sólo cuando se dispone de poder legítimo cabe imponer políticamente normas jurídicas; sólo el derecho coercitivo puede utilizarse para la organización del poder estatal. Si se analiza en detalle este entrelazamiento de moral inserta en una imagen religiosa del mundo, poder jurídicamente legitimado y administración estatal organizada en forma jurídica, resulta clara la sostenibilidad de los dos conceptos positivistas de derecho a los que me he referido anteriormente.


La reducción de las normas jurídicas a mandatos de un legislador político implica que el derecho se disuelve, por así decir, en política. Pero con ello se descompone el concepto mismo de lo político. En todo caso, bajo esta premisa la dominación política ya no puede entenderse como poder legitimado jurídicamente; pues un derecho que queda a completa disposición del sistema político pierde su fuerza legitimadora. En cuanto la legitimación se entience como operación propia del sistema político, como algo que el propio sistema político se encarga de producir y operar, estamos abandonando nuestros conceptos de derecho y política. La misma consecuencia se sigue de la otra idea, a saber, de que el derecho positivo podría mantener su autonomía por sus propias fuerzas, es decir, mediante las continuas aportaciones que la dogmática jurídica se encargaría de hacer a un sistema judicial fiel a la ley y autonomizado frente a la política y frente a la moral. En cuanto la validez jurídica quedase privada de toda referencia moral a los aspectos de justicia, en cuanto quedase privada de toda referencia moral que transcendiese la pura decisión del legislador, el derecho acabaría perdiendo su propia identidad. Pues entonces faltarían los puntos de vista legitimadores, desde los que el sistema jurídico pudiera ser obligado a conservar una determinada estructura del medio que representa el derecho.

Si damos por sentado que las sociedades modernas no pueden renunciar al derecho (ni con el pseudónimo de “derecho” pueden sustituirlo por otro equivalente funcional, es decir, por una práctica de tipo completamente distinto) la positivación del derecho plantea un problema, incluso ya por razones conceptuales. Pues al derecho sacro desencantado -y a un derecho consuetudinario vaciado, que ha perdido su sustancia- hay que buscarle un equivalente que permita al derecho positivo mantener un momento de incondicionalidad. Y en efecto, tal equivalente empezó presentándose en el mundo moderno en forma de “Derecho natural racional”, el cual no sólo fue importante para la filosofía del derecho, sino que, en lo que a aspectos de dogmática jurídica se refiere, tuvo una importancia directa para las grandes codificaciones y para el desarrollo del derecho por parte de los jueces. Pero en nuestro contexto quisiera llamar la atención sobre dos puntos: a) En el derecho natural racional se articula una etapa nueva, postradicional, de la conciencia moral, en la que el derecho se hace depender de principios y queda asentado sobre el terreno de una racionalidad procedimental. b) Unas veces fue la positivación del derecho como tal y otras la necesidad de fundamentación nacida de esa positivación lo que quedó en primer plano como fenómeno necesitado de explicación; correspondientemente, las teorías del “contrato social” se desarrollaron en dos direcciones opuestas. Pero en ninguno de los dos casos lograron establecer una relación plausible entre los momentos de incondicionalidad e instrumentalidad, que caracterizan al derecho.

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El derecho natural reacciona al hundimiento del derecho natural basado en la religión y en la metafísica y a la “desmoralización” de una política interpretada crecientemente en términos naturalistas y guiada principalmente por intereses de autoafirmación. En cuanto el Estado monopolizador de la violencia, logra, en su papel de legislador soberano, convertirse en fuente exclusiva del derecho, este derecho rebajado a medio de organización corre el riesgo de perder toda relación con la justicia y con ello su genuino carácter de derecho. Con la positividad de un derecho que se vuelve dependiente del sosberano estatal, no desaparece la problemática de la fundamentación, sino que no hace más que desplazarse hacia la base ahora mucho más estrecha que representa una ética profana, de tipo postmetafísico, y desligada de las imágenes religiosas del mundo. La figura fundamental del derecho privado burgués es el contrato. La autonomía del contrato o autonomía contractual capacita a las personas jurídicas privadas para generar derechos subjetivos. Pues bien, en la idea de contrato social, esa figura de pensamiento es objeto de una interesante interpretación, destinada a justificar moralmente el poder ejercido en forma de derecho positivo, es decir, destinada a justificar moralmente la “dominación legal racional” (en el sentido de Weber). Un contrato que cada individuo autónomo concluye con todos los demás individuos autónomos sólo puede tener por contenido algo que todos puedan racionalmente querer por se de interés de todos y de cada uno. Por esta vía sólo resultan aceptables aquellas regulaciones que puedan contar con el asentimiento no forzado de todos. Esta idea básica delata que la razón del derecho natural moderno es esencialmente razón práctica, la razón de una moral autónoma. Esta exige que distingamos entre normas, principios justificatorios y procedimientos conforme a los cuales podamos examinar si las normas, a la luz de principios válidos, pueden contar con el asentimiento de todos. Como con la idea de contrato social se pone en juego un procedimiento de ese tipo para la fundamentación de las formas de dominación política organizadas jurídicamente, el derecho positivo queda sometido a principios morales. Desde la perspectiva de una lógica evolutiva (en el sentido de J. Piaget) viene a quedar confirmada la hipétesis de que en el tránsito a la modernidad es de nuevo un cambio de la conciencia moral el que marca la pauta de la evolución del derecho.

El derecho natural racional aparece en versiones distintas. Autores como Hobbes se sienten más bien fascinados por el fenómeno de que el derecho puede cambiarse a voluntad. Autores como Kant se sienten fascinados por el déficit de fundamentación de ese nuevo derecho que se ha vuelto positivo. Como es sabido, Hobbes desarrolla su teoría bajo premisas que despojan, así al derecho positivo, como al poder político, de todas sus connotaciones morales; el derecho establecido por el soberano ha de arreglárselas sin un equivalente racional del derecho sacro desencantado. Pero, naturalmente, al desarrollar una teoría que no hace sino ofrecer a sus destinatarios un equivalente racional de aquel derecho sacro, Hobbes se ve envuelto e una contradicción realizativa (en el sentido que da a esta expresión K.-O. Apel). El contenido manifiesto de su teoría, la cual explica cómo el derecho totalmente positivado funciona de forma ajena a toda moral, cae en contradicción con el papel pragmático de la teoría misma, que trata de explicar a sus lectores por qué podrían tener buenas razones como ciudadanos libres e iguales para decidir someterse a un poder estatal absoluto.

Kant hace después explícitos los supuestos normativos que la teoría de Hobbes lleva implícitos y desarrolla desde el principio su teoría del derecho en el marco de una teoría moral. El principio general del derecho en el marco de una teoría moral. El principio general del derecho, que objetivamente subyace en toda legislación, resulta para Kant del imperativo categórico. De este principio supremo de la legislación se sigue a su vez el derecho subjetivo original de cada uno a exigir de todos los demás miembros del sistema jurídico el respeto a su libertad en la medida en que esa libertad sea compatible con la igual libertad de todos conforme a leyes generales. Mientras que para Hobbes el derecho positivo es, en última instancia, un medio de organización del poder político, para Kant cobra un carácter esencialmente moral. Pero tampoco en estas versiones más maduras logra el derecho natural racionala resolver la tarea que él mismo se propone de explicar racionalmente las condiciones de legitimidad de la dominación legal. Hobbes sacrifica la incondicionalidad del derecho a su positividad. En Kant el derecho natural o moral, deducido a priori de la razón práctica, cobra tal predominio que el derecho amenaza con disolverse en moral: el derecho queda rebajado a un modo deficiente de moral.

Kant inserta de tal suerte el momento de incondicionalidad en los fundamentos morales del derecho, que el derecho positivo queda subsumido bajo el derecho natural racional. En este derecho, integralmente prejuzgado por el derecho natural racional, no queda espacio alguno para el aspecto instrumental de un derecho del que el legislador político ha de servirse en las tareas de dirección y planificación que le competen. Tras hundirse el baldaquino del derecho natural cristiano, quedaron como ruinas las columnas que eran una política interpretada en términos naturalistas, por un lado, y un derecho sustentado por el poder de decisión política, por otro. Kant reconstruyó el edificio destuido procediendo a una simple sustitución: el derecho natural racional, fundamentado ahora en términos de autonomía, fue el encargado de ocupar el puesto vacante que había dejado el derecho natural de tipo religioso y metafísico. Con ello, en comparación con la estructura trimembre del derecho tradicional, cambia, ciertamente, la función mediadora de la administración de justicia, que había transmitido la legitimación sacra al príncipe y a su dominación burocrática; ahora la administración de justicia queda por debajo del legislador político y se limita a administrar los programas de éste. Pero ahora los poderes del Estado, en sí diferenciados, quedan bajo la sombra de una res publica noumenon deducida de la razón, que debe encontrar en la res publica phanomenon una reproducción lo más fiel posible. La positivación del derecho, en tanto que realización de principios del derecho natural racional, queda sometida a los imperativos de la razón.

Pero si la política y el derecho pasan a desempeñar el papel subordinado de órganos ejecutores de las leyes de la razón práctica, la política pierde su competencia legisladora y el derecho su positividad. De ahí que Kant tenga que recurrir a las premisas metafísicas de su doctrina de los “dos reinos” para distinguir entre sí, de forma altamente contradictoria, legalidad y moralidad.

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