la esperanza
Ya que la realidad no se muestra por entero, el hombre está sin saberlo partiendo siempre a su encuentro, a su descubrimiento. Y nada le es más fácil que el error en esta indeclinable empresa; nada más fácil que andar errante entre la realidad sin reconocer cuál es la realidad verdadera, detrás de qué apariencia se esconde, cuál de entre las voces es la del verídico destino.
La esperanza en este su primer paso guía a la sensibilidad, la orienta hacia aquellos aspectos de la realidad que se extiende para que encuentre en ella la verdad. Y hasta los mismos sentidos se agudizan en virtud de esta búsqueda de la verdad guiada por la esperanza. Las situaciones e las que tal acción tiene lugar se escalonan en una gama inmensa, pues lo mismo sucede en los casos en que el peligro reside únicamente en la suerte de la vida individual o colectiva, en función del destino entendido no como ciega fatalidad sino como realización, como cumplimiento de la promesa que anida en el fono del ser humano y de su historia. La libertad no es otra cosa que la transformación del destino fatal y ciego en cumplimiento, en realización llena de sentido. Y la esperanza es el motor agente de esta transformación ascensional.
El segundo paso que se nos presenta en este alto camino de la esperanza nos parece sea la actualización de esa llamada que alienta en el fondo de lo que llamamos corazón -usando esa metáfora, símbolo en verdad del corazón, que nos viene de las más antiguas tradiciones de la India, de Egipto, del Antiguo Testamento y aun de la Tragedia girega, vivificado, ya en nuestra tradición, por San Agustín, de cuyas Confesiones es el verdadero protagonista, y que penetrando en el recinto de la poesía, de la literatura y de las artes figurativas, llega hasta nosotros dotado de perenne vitalidad-. Alienta en el fondo del corazón de cada ser viviente una llamada que envuelta en el silencio necesita de voz y de palabra. Hay seres que atraviesan su vida mudos, pues que al no ser proferida esta llamada retiene las palabras más verdaderas, las más decisivas, las que podrían cambiar la suerte de estos seres. Es una suerte de esclavitud esta de estar preso de la palabra no dicha, del gemido que se acalla, de la súplica que no alcanza a salir, del don que vuelve como piedra sin darse: el silencio de lo que no se pide y de lo que no se ofrece.
Todo es correlativo en la vida: el ver es correlato del ser visto; el hablar del escuchar; el pedir del dar. Y el privado de esperanza no deja de vivir por ello entre estas parejas de vitales funciones. Mas las padece en angustia, en este caso. En la angustia, pues que se trata de una verdadera y gravísima inhibición. El psicoanálisis de Freud, extendido más allá del ámbito de su escuela, se dirige a la liberación del instinto de las fuerzas que lo mantienen inhibido, como es bien sabido. Sería más exacto decir, en vez de instinto, deseo, que en griego aparece con mayor claridad: la orexis, el apetito sin término. Mas nos resulta sumamente extraño que no se haya hablado de las inhibiciones causadas por el amortiguamiento de la esperanza o por su extinción. Que no haya surgido ningún Método encaminado abiertamente a liberar a la esperanza aprisionada en el fondo del corazón para que ella a su vez libere al corazón mismo donde yace como en un sepulcro. Que no otra cosa parece que sea el “corazón empedernido” del que el profeta Ezequiel anuncia que será arrancado a cambio de un “corazón nuevo”, de un “corazón de carne”. La “carne” en este lenguaje quiere decir la vida: se trata, pues, de un corazón viviente que sustituye al corazón de piedra.
Y se entiende fácilmente que un corazón sin esperanza se haga mudo y sordo; gravitando sobre sí mismo pesa más que ningún otro peso, es duro para fuera y para dentro; no cumple en función comunicante, vivificante. La esperanza encendida como fuego y como lámpara en el corazón hace de él el centro donde el entendimiento y la sensibilidad se comunican; es el centro donde se verifica esa operación vital tan indispensable que es la fusión de deseos y de los sentimientos, donde los deseos se purifican y los sentimientos se afinan, el vaso de la unificación de todo el ser.
Y así, movimientos que parecen contrarios, como el pedir y el ofrecer, el llamar y el escuchar, vienen a ser como la sístole y la diástole de corazón. Se descubre también que son convertibles: que el que pide muchas veces da, que el que ofrece recibe. Se establece la circulación de bienes, desde los bienes llamados materiales hasta los más invisibles, sutiles y luminosos bienes. La circulación que el movimiento del corazón establece trasciende por la esperanza todos los dominios de la humana vida.
Llevados por la metáfora del corazón hemos pasado del segundo paso, el de la llamada y la invocación, al tercero, el del don, ofrenda y, si llega el caso, sacrificio. De la palabra no dicha hemos pasado al ruego no formulado por falta de esperanza, al gemido que se acalla, al don que no se ofrece. Es como un paso más que se da insensiblemente sin grande esfuerzo. Pues que la esperanza va in crescendo, se alimenta de su propia labor y se re-crea en sus propias obras. Y su más cierta obra es la del ser que vive; prueba verídica del no-engaño de la esperanza.
La esperanza, y en sentencias bien clásicas, ha sido calificada de engañosa, de ciega. Mas los textos donde originalmente así se la presenta corresponden al pesimismo griego más acentuado, en que la esperanza se confunde con la hybris, con la arrogancia, ella sí, en verdad, ciega.
La esperanza puede aliarse también con la ilusión, puede dejarse vencer, apenas nacida, por la avidez de logro, por la impaciencia, y decaer convirtiéndose en ilusión, en la ilusión que se alimenta de espejismos en los que la propia ansia se refleja. Lo cual sucede cuando ese segundo paso que hemos señalado tiene una sola dimensión, la del recibir. Cuando de verdad la esperanza se dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad -en la noche oscura- o en la luz directa de la verdad no aparente. Y no esclava de la lauz refleja.
Pues que hay una esperanza que nada espera, que se alimenta de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae del vacío, de la adversidad, de la oposición, su propia fuerza sin por eso oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla, la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio que nada espera de inmediato mas que sabe gozosamente de su cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades.
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maria zambrano
Publicado por Ishtar Sylphide en 18:11 0 comentarios Enlaces a esta entrada
el logos embrionario
María zambrano.-
Es el suceso que acecha al feliz en cualquie forma en que la felicidad la haya llegado, la necesidad de descender a los inferos a derramar el agua de la felicidad sobre la sequedad y aun a darse en pasto a la autofagia que en los inferos inacabablemente campea, pues que hay algo en el allí confinado que resite, que subsiste, algo indestructible. Mas el modo en el que el filósofo que ha recibido a solas la respuesta de la felicidad se siente atraído por la entraña de la caverna es específico: él baja declarando, enunciando, baja con la palabra, con la razón, con el logos. Puede en la bajada desprenderse de él por darlo, por no saberlo dar, por no estar quizá mandado hasta ese punto. El poeta que procede igualmente no se diferencia, claro está, del filósofo, que, al fin, en esa acción son el mismo. Sólo que el poeta sabe más del silencio que el filósofo, su palabra ha querido romper el silencio apenas o no romperlo. El amigo del silencio, sea poeta o filósofo, que también los hubo _heráclito por caso-, desciende por los corredores mientras duermen los oscuros de la caverna. Y se introducen sigilosamente en el sueño de los hombres, en las entrañas dormidas, depositando en ellas un germen de la palabra, y no una palabra total o que pretende serlo. El filósofo-poeta entra en las entrañas del sueño salvándolo, por el pronto, de que sea mortal inspirando con un soplo de luz visiones, abriendo un átomo de tiempo en la atemporalidad del sueño y haciendo surgir una imagen de realidad -imagen, mas de realidad- que queda en la conciencia del durmiente cuando despierta.
Feliz del todo sería, bienaventurado, el que supiera conducir en la caverna, en sus entrañas, el suelo de la humana historia sin enunciar siquiera el decálogo de la felicidad, sin insinuar siquiera el logos de la felicidad. Lo cual sería ya más que la felicidad como respuesta, sería la bendición. Lejos se está de ella, es la réplica que inmediatamente una tal idea suscita. Y la respueta a la réplica, que quizá sea eso lo que se anda con mayor ahínco desde Hegel buscando, quizá sea eso “lo que se busca”: acción y saber, razón de nuevo, nuevamente quiciada, lo que desde la filosofía y desde la poesía se busca, la respuesta de la filosofía con la acción de la poesía. Y el acecho está desde el lado de la filosofía, el enquistarse de la pregunta en vez del enquiciarse de la respuesta; del lado de la palabra poética la impasibilidad inoperante, pago de su seguridad en el reino de la razón, asomada a su borde, mirando los inferos entrañables sin descender a ellos. Abandonado de este modo por las dos el logos embrionario.
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maria zambrano
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