De la paganización: María Zambrano
La muerte en Historia sucede de varias maneras, como en la vida personal, pero le lleva la ventaja de ser visible, mientras que en la muerte de la persona lo que más nos interesa queda sustraído a nuestros ojos. Aunque existe una historia no hecha de la muerte de alguien y es el curso que se produce en las vidas de los que le eran allegados: la memoria del que ha muerto no pasa por ese proceso simple que va desde el vivo, insoportable dolor, al olvido. Toda muerte deja una herencia, lo que en vida fue suyo y que aparecía ante los ojos de los qaue le amaban en diversa forma como algo cierto -casi “una cosa”- al desaparecer el soporte personal, pasa, se infiltra en consanguíneos, que toca a lo más íntimo y sustancial de la vida, a lo que nos lleva a ver en la persona viviente, algo así como una sustancia. Y las cualidades morales e intelectuales y el “estilo” que aparece en quienes lo amaron; incorporadas, transformadas a veces. Toda muerte va seguida de una lenta resurrección, si se mira desde la persona viviente desaparecida, como una parcial, y hasta grotesca supervivencia mezclada con la destrucción. Fascinadora historia no perseguida por ningún novelista, como si solamente la memoria superficial de los hechos del que se ha ido, fuera su herencia.
En la historia la muerte se ha llamado “decadencia” y su proceso ha sido seguido sólo desde el punto de vista de la desintegración, de la caída del protagonista, en un sentido lineal de una sola dimensión como si fuese un simple debilitamiento, una pérdida de poder y nada más.
La fascinación ejercida por el Imperio Romano ha creado sin dudas esta simple imagen de tan pocos rasgos de la “decadencia”. Pues lo visible y lo increíble resulta ante sus asombrados hijos el hecho de sus caídas, de la venida a tierra de su triunfador poder. Y como siempre que una unidad se alza ante los ojos humanos.
La aparición del pasado lo mata violentamente, la visión del futuro precipita la muerte. Y el pensamiento que define lo que va a ser, decreta, al mismo tiempo, la muerte de lo sido; sentencia inapelable que los hombres de acción y algunas formas de Filosofía, han realizado en toda su violencia.
Lo que llamamos pueblo es el receptáculo del pasado en un perpetuo presente; depositario de la continuidad. Algo así como el espacio, como el lugar y la materia, donde el tiempo muerde apenas; el lugar donde viene a recaer lo que ha sido un día el más avanzado producto, la creación o la creencia de una audaz minoría.
Mas por pasivo que sea el pueblo, por exacta que sea la metáfora del espacio materia, su participación en la Historia no es simplemente inerte. Pues la misma materia puede ser inflamada, puede pasar y pasa por diferentes estados en los cuales su pasividad queda modificada y hasta llega el punto de ser redimida. Y así el pueblo, desde su “eternos presente” participa en los momentos de creación y es como tomado por el entusiasmo. No pierde por ello su condición espacial pues viene a ser como ese ancho espacio imprescindible para la manifestación de la gloria; ese eco, ese movimiento tan parecido a las ondas marinas; esa respuesta que parece provenir de algo tan cercano a la misma naturaleza.
Mientra dura esa participación entre el pueblo y la minoría creadora o directora, se vive desde el presente hacia el futuro. Cuando el abismo, ese instante en que las creencias fundamentales se hacen pasado, se rompe también la participación entre el pueblo y la minoría. Entonces, replegado en su presente el pueblo es el receptáculo del pasado.
La unidad de una sociedad se marca en la unidad del tiempo; la plenitud en una vida personal o en la vida histórica lleva consigo la absorción del pasado que parece como líquido, sin peso; el pasado no pesa; mientras que del futuro se ve aparecer una perspectiva ilimitada e indeterminada, como si el tiempo solo tuviera que correr, seguir hacia delante. Más que futuro, es porvenir, porque todo parece asegurado. Las tres dimensiones del tiempo: pasado presente porvenir, aparecen fundidas y ninguna de ellas sobrepasa a la otra. No se vive solo de porvenir, ni del pasado; tampoco, extasiado en el presente sino en una fluencia donde insensiblemente todo pasa y va quedando. Y así, la ruptura de este fluir del tiempo es el que avisa antes que nada, que la “decadencia” o la muerte se insinúa. Y la sociedad al desintegrarse queda escindida en grupos que viven del futuro, previendo tiempos cargados de acontecimientos decisivos, en espera... y en grupos que nada quieren saber y se limitan al diario acontecimiento -que es propio de las “élites” que todavía siguen alentando- y los que insensiblemente van quedando unidos a un pasado.
Mas, antes de recaer en el “pasado” hay un instante de tránsito que es el todavía... La duración, resonancia de este tiempo fluido que parece remansarse antes de estancarse. Porque es el tiempo, las diferentes maneras como el tiempo es sentido y vivido lo que marca las diferentes situaciones de la vida humana y de la vida histórica hasta llegar a esa situación límite: la muerte, en la cual todo de golpe se hace pasado.
Y volviendo al Imperio Romano y a su “decadencia”, diríamos que esta estalló en el instante en que lo divino, con respecto a lo cual la vida del hombre ha medido hasta ahora, se escindió en dos dimensiones del tiempo: el tiempo que corresponde al Dios que creaba el futuro imprevisible, y el pasado de los Dioses.
LAS ETAPAS DE LA PAGANIZACION
Todo lo que en la vida se hunde y ella misma se hunde, se hunde en el tiempo, en un abismo temporal. Y antes de que una vida se convierta en pasado hay un revivir, un último esplendor; un despertar, un volver. En la paganización este momento está dado con absoluta nitidez, su protagonista es el Emperador Juliano, llamado el Apóstata, porque se volvió hacia el pasado. Tras de él y solamente tras de ese momento es cuando puede verdaderamente decirse: los dioses han muerto.
Y al llegar aquí se presenta la conmovedora pregunta: ¿Cómo los Dioses pueden morir? ¿Mueren alguna vez definitivamente?
Los Dioses que han cesado de presidir la vida de una cultura, los Dioses destituidos al persistir en las creencias populares, no pueden ser ya los mismos; algo de su presencia se ha volatilizado y de ellos queda algo, un residuo. Y en el caso de un politeísmo como el pagano, no todos los dioses han debido pervivir en igual medida.
¿Fueron los Dioses de la ciudad, los que presidían desde su mansión celeste la vida ciudadana, los que persistieron? O por el contrario aquellos otros nacidos de la vegetación, de la vida más simple, los del vino, el trigo, que también presiden y guían el sufrimiento, las pasiones, la pasión? ¿Cuál fue el proceso del lento agonizar de los Dioses paganos hasta llegar a ser ese simple mojón -límite de los campos- ese hito, esa piedra que separa y divide lo que a los hombres más separa y divide: la propiedad? ¿Cuál es el precipitado de la caída de los Dioses?
Cuando los Dioses caen lo primero que debe de advenir es la pérdida o evaporación de lo más celeste, divino de su condición. Lo divino ha ido apareciendo lentamente por obra de la poesía y de la filosofía griega. Sólo por la palabra humana en su más alto esplendor y por un esfuerzo de abstracción, lo divino se ha ido liberando de sus primeras manifestaciones. Mas antes de ser divinos los Dioses, no eran humanos.
Pues lo humano ha emergido paralelamente a lo divino y bajo ello. El hombre se fue manifestando en su condición humana, liberándose al par que lo divino se manifestaba por obra del pensamiento filosófico, a partir de la poesía, sí, aunque riñera batalla contra ella. Los Dioses no podían ser a imagen del hombre, sino en una estación muy avanzada de la cultura, cuando ya el hombre se había atrevido a mostrarse, a creer en su propia existencia. Y esto aconteció que sepamos con la poesía homérica, testimonio de que el hombre recogía sus propias acciones como no indignas de los Dioses, y aun en rivalidad con ellos. Este inicial orgullo, fue la base primera para que el hombre se manifestara, buscara su definición y se preguntara más tarde ¿qué son las cosas?, las cosas naturales y para que, intentado su explicación, llegara a liberar lo divino que las movía y hacía ser.
Difícil saber, precisar qué comenzaron siendo los Dioses antes de que Homero les diera su forma poética tan leve y transparente. Pero sin duda alguna cuando llegó la hora de su retirada, cuando fueron destituidos no recayeron en aquel estadio primario, sino más bien todo lo contrario.
¿De qué pueden nacer los Dioses? Sería un grave error plantear así el problema. Los Dioses no nacen, no se manifiestan un día, sino que están y ahí han estado siempre; es su forma la que le viene dada por el hombre. Su presencia oscura preexistía a su imagen que es lo que el hombre griego, tan dotado para la expresión, tan necesitado de forma, les dio. La estancia de lo sagrado preexiste a cualquier invención, a cualquier manifestación de lo divino. Preexiste y persiste siempre.
Para abrazar la nueva fe, el Imperio Romano se extendía hacia el porvenir. Una prodigiosa, nunca igualada capacidad de trascenderse a sí mismo, denegarse para proseguir se mostró en ello. La victoria hubiera sido completa si lo “otro” indomable, que no podía ser ni vencido ni absorbido, no hubiera irrumpido ciegamente en medio de tanta sutil sabiduría. Frente a esta acometida sin razones, el Imperio Romano se ruralizó.
¿Hubiera advenido la paganización sin la acometida de los bárbaros? ¿Cuál hubiera sido el proceso por el cual, los antiguos dioses abandonados del poder, destituidos de su función civil, hubieran ido disolviéndose en la vida, sobreviviendo bajo el Dios triufante? Su muerte hubiera sido tal vez más efectiva. Pues ante la avalancha, ante la muerte violenta advenida con el triunfo de los bárbaros, lo que quedaba del Imperio en el pueblo, su base y su sostén quedó apegado a sus viejos dioses, sin tiempo para que llegara hasta ellos desde las alturas del poder y desde las minorías dirigentes de la sociedad, las verdades de la nueva fe, la nueva estructura anímica, correspondiente a la nueva religión. Un proceso único en la Historia, quedó así frustrado: el tránsito de una cultura; su conversión.
Arruinado bajo los bárbaros, sometido por primera vez, el pueblo romano se “paganizó”.
LA PAGANIZACIÓN
¿A qué se fueron reduciendo los dioses destituidos, sin función histórica? De esa unidad del Dios pagano, forma y energía, la forma era lo inalterable, como en todo. Mas, la forma que había surgido en cirtud de una función y que la comportaba, al ser vaciada de ella, tenía que tornarse enigmática. Y así fueron aproximándose a la esfinge, prototipo de una forma cuya función, se ha perdido; forma superviviente.
Arrojados de la historia los dioses, quedaba para ellos el ámbito de la intimidad. Mas la intimidad con los dioses paganos era un tanto extraña, pues ¿cómo podían encontrar refugio en el corazón de quienes no sabían tenerle? El hombre pagano no tenía propiamente intimidad. Vivía abierto enteramente a su ciudad, a su función... La intimidad era el don del cristianismo al abrir en el interior del hombre, una perspectiva infinita... Sin intimidad donde entrar y sin exterioridad vigente que las prohijara, los dioses quedaron en eso que después se ha creído que eran: en esa zona de las fuerzas inmediatas de la naturaleza. Y así cuando a hacerse cuestión de ello, al preguntarnos en momentos nada lejanos del presente ¿qué son los dioses? nos hemos contestado con lo que eran cuando ya no eran dioses; cuando andaban vagando en busca de una sede destituidos de su función. Ni la vigencia histórica, ni el corazón del hombre; entre uno y otra su presencia era pura exterioridad, era pura imaginación y más que comunicar, se interponían entre el hombre y su confusa realidad. Su forma no era ya una definición y seguirles no traía consigo un modo de vida. Sin sede ni espacio vital alguno, sus rostros habían de aparecer despertando una vaga recriminación, un reproche. El culto tributado debía de ser más bien como un apaciguamiento de su rencor; algo así como lo que se ofrece a un amante cuyo imperio ha pasado. Se teme despertar su ira y hay que mantener apaciguado su recelo.
Recelo que el mismo hombre había de sentir en su nueva situación. ¿De quién fiarse? Unos dioses vencidos, no pueden inspirar confianza. Unos dioses doblemente vencidos, por otro dios y por otro pueblo que ha derrotado el imperio que los guardara. Habían mostrado su ineficiencia, su inanidad.
Es el momento en que lo divino se hace negativo, momento supremo de negatividad en la vida humana, en que ninguna acción aparece dotada de sentido y la comunidad se ha disuelto. Se vive a la defensiva y lo que aparece enseñoréandose es el recelo.
Una ancha profunda desconfianza apareció. Y todo hombre, no ligado al mismo terruño, a la familia, era un extranjero, un extraño. Los dioses venían a ser un secreto incomunicable, un peso, algo que daba cuidado y un vago remordimiento. Nada más. Vivir era seguir el hábito heredado, convertido en petrificado gesto vacío de toda significación. La inspiración se había hecho imposible y solo las razones servían. Es la vida en la desconfianza, la vida rural.
Y bien pronto comenzó el descuido en el culto, el ahorro en el más modesto de los dispendios que ya no reportaran fortuna. Un desolador ateísmo descendió sobre la vida de los campos, que persistirá en nuestro mundo occidental en la medida en que no haya penetrado el cristianismo.
Los antiguos dioses actúan al modo de una resistencia.
La paganización hace imposible la aparición de la angustia, pues no deja al hombre solo frente a su incertidumbre, le ofrece una certidumbre natural y la resistencia atea para dejarse llevar por lo divino en su última manifestación. Será la resistencia que preservará al pagano, al hombre apegado a la tierra de la historia y de sus laberintos; resistencia que aparecerá como positiva en los momentos de crisis histórica.
Las gentes rurales vivirán así protegidas bajo esta negatividad de lo que un día le abrió la naturaleza y ahora la recluye en ella. Su vida habrá quedado definida para siempre y por eso presentará la faz más cercana al ateísmo. Pues el hombre más ateo es el que ya se cree ser y ofrece a la divinidad que permanentemente le llama, la resistencia de su “naturaleza” ya definida para siempre.
Mas paradójicamente en este ateísmo se esconde la antigua piedad. El recinto donde el hombre se esconde es el espacio ganado por los antiguos Dioses, su don, que celosamente conservan. El soplo de lo divino petrificado, hecho modo de ser, casi mateira, pues como ella solo cuenta con su inerte resistencia. Tal es el extraño aspecto de la paganización, fondo último, sustrato material de la vieja cultura del Mediterráneo.
De los Dioses algo más quedó, es cierto. Mas esta es otra historia; la historia de un proceso inverso, en que lejos de cristalizarse el don de los dioses ha seguido el camino contrario: no el de la estabilidad, -que en el camino del hombre sobre la tierra no parece haberla-. Pues lo que no se materializa, es que ha sido asumido, libre de su forma, pura inspiración. El logro último del esfuerzo humano para ayudar a lo divino a revelarse, la luz ganada y que inextinguible seguirá iluminando; sería otra historia a sorprender más que en parte alguna en la Historia de aquella actividad nacida de la colaboración más estrecha del hombre con los Dioses: en el Arte.
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