jueves, 25 de noviembre de 2010

la ética de la responsabilidad en la era de la ciencia

La ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, la situación problemática

Jan. 11th, 2009 at 5:17 AM



En lo que sigue no quiero tomar partido de manera inmediata con respecto a los numerosos y actuales problemas de una evaluación, desde el punto de vista de una Ética de la responsabilidad, de las consecuencias y subconsecuencias de la ciencia: de la física atómica, de la biogenética y la medicina, del procesamiento electrónico de datos, etcétera. En mi opinión, las experiencias del presente más inmediato han mostrado que el mejor modo de tematizar tales problemas particulares es la cooperación interdisciplinaria entre los especialistas, juristas, teólogos y filósofos. Pero ¿en qué reside propiamente, en tales casos, la función racional de fundamentación, propia de una Ética filosófica de la responsabilidad? ¿Hay, en general, una tal función de fundamentación?




La razón de la necesidad de la cooperación interdisciplinaria me parece que reside ante todo en que a la luz de una Ética de la responsabilidad ha cobrado importancia decisiva la evaluación objetivamente adecuada de una situación, esto es, el establecimiento científicamente correcto de los hechos significativos y la averiguación de las consecuencias probables de las acciones (u omisiones). Este aspecto de las relaciones entre ciencia y ética ha de ser aclarado a su vez, sin embargo, por expertos científicos, y en la práctica adquiere por lo común un relieve tan grande que el aspecto propiamente ético de la evaluación -y de los criterios de evaluación- parecen algo que se da por sí mismo, en cuanto se han comprendido previamente de modo correcto los hechos que configuran la situación, y sus consecuencias. ¿Es efectivamente así?




Esta me parece ser una pregunta que se inscribe ya en mi propia temática filosófica, y la -provisoria- respuesta a ella puede conducir a que se precise más mi propia temática. En mi opinión, existen algunas respuestas significativas a la sugestiva pregunta de si la evaluación ética no se da por sí misma, en cuanto se comprenden previamente de modo correcto las circunstancias fácticas y sus consecuencias para la vida humana.




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La razón más profunda de esta posición reside, en mi opinión, e la convicción casi general de los filósofos modernos, de que es imposible por motivos lógicos aun tan sólo proponerse una fundamentación racional última de la Ética. Pues para este fin se debería -esta es la presuposición corriente- fundamentar como racional a la razón misma, con auxilio de la razón; y ello implicaría manifiestamente un círculo lógico (una petitio principii). Según ello, queda en todo caso, desde el punto de vista de la lógica, la posibilidad de derivar lógicamente las normas, o bien el principio normativo de la ética, a partir de hechos de la vida, conocidos científicamente. Pero tampoco esto es posible sin la presuposición -casi siempre tácita- de una premisa normativa, como ya lo advirtieron Hume y Kant.




Resultaría en un “paralogismo naturalista” como se dice en la filosofía analítica desde G. E. Moore. Y aún si fuese posible derivar el principio normativo de una ética a partir de circunstancias fácticas y de una premisa normativa -presuponiendo, por ejemplo, un fin último de la historia universal-, no habría allí ninguna fundamentación racional última; pues la premisa normativa supuesta -el admitido fin último del mundo- debería ser fundamentada racionalmente a su vez, es decir, debería ser deducida de una principio, y así ad infinitum.




Parece, por consiguiente, imponerse la conclusión de que presuponiendo la racionalidad lógica de la ciencia es imposible la fundamentación racional de un principio de la Ética. El popperiano Han Albert ha sistematizado esta tesis de la imposibilidad en su “trilema de Münchdhausen”: plantea, en efecto, que en el intento de fundamentación se produce una triple aporía:




o bien (1) un regreso infinito de la fundamentación a principios que a su vez requieren ser fundamentados;




o bien (2) un círculo lógico (como en el caso de la fundamentación racional del principio de la racionalidad);




o bien (3) una interrupción dogmática del procedimiento de fundamentación al llegar a un principio que se da por evidente en sí mismo, como en el caso de la metafísica tradicional.




Ahora bien, nosotros, por otra parte hemos comprobado que el problema de una evaluación de las consecuencias y subconsecuencias de la ciencia, desde el punto de vista de una Ética de la responsabilidad, no puede ser eliminado: no se lo puede reducir a algo trivial mediante el criterio obvio de la mera supervivencia, ni se lo puede resolver suficientemente mediante el recurso a un criterio a un criterio último tradicional, prerracional, es decir, de una Ética religiosa, ni se lo puede resolver en el sentido de Weber o de Popper, mediante una combinación de investigación racional de las consecuencias, despojadas de valoraciones, y una decisión valorativa irracional; pues esta decisión última, que hace de la moral una cuestión privada, tanto podría ser irresponsable como responsable, es decir, tanto podría ser moral como inmoral, según la presuposición de Weber y de Popper; en verdad deja, por tanto, sin respuesta la pregunta por el criterio de una evaluación responsable de la consecuencias y subconsecuencias de la ciencia; y en tal medida hasta condena al sin sentido la indagación científica de las consecuencias para la vida, pues esta indagación presupone siempre, en el contexto de una Ética de la responsabilidad, que hay un criterio obligatorio para la evaluación de las consecuencias.




Con ello se produce una situación problemática verdaderamente paradójica, y en ella reside, en mi opinión, el desafío para una Ética filosófica de la responsabilidad en la era de la ciencia. Si se la considera más exactamente, la paradoja de la situación se basa en un doble desafío de la ciencia a la ética filosófica: un desafío externo y un desafío interno.




El desafío externo reside manifiestamente en las consecuencias técnico-prácticas de la ciencia para la vida de la moderna sociedad industrial, inclusive hasta la crisis estratégico-nuclear y ecológica. Este desafío externo hace que por primera vez en la historia de la humanidad a esta se le aparezca como algo urgente algo así como una macroética de la responsabilidad solidaria, de extensión planetaria.




El desafío interno de la ciencia a la Ética filosófica reside en el modelo o paradigma de la racionalidad científica, que parece ser obligatorio también para la filosofía. Este paradigma de la racionalidad parece demostrar, sin embargo, que una fundamentación última racional de la evaluación ética de las consecuencias de la ciencia es imposible.




La paradoja de la situación problemática se basa, entonces, evidentemente, en la relación contradictoria entre el desafío externo y el interno. La estructura del desafío externo tiene aproximadamente este aspecto:




La racionalidad, en sí misma axiológicamente neutra, de la ciencia o de la técnica posibilita al hombre una eficacia de acción que exige con más urgencia que nunca la propuesta de metas razonables, o la evaluación racional de las posibles consecuencias y subconsecuencias de las acciones.




La estructura del desafío interno, empero, tiene este aspecto:




Si la racionalidad de la ciencia despojada de valoraciones (la lógica formal inclusive) es efectivamente el modelo o paradigma también de la racionalidad filosófica, entonces esta no puede servir de fundamento ni de criterio para una imposición razonable de metas ni para una evaluación de consecuencias. Por consiguiente, la misma ciencia que ocasiona una ética de la responsabilidad parece, como modelo absoluto de la racionalidad, demostrar la imposibilidad de una ética racional de la responsabilidad.




No puedo esperar que sea inmediatamente evidente esta característica dramática y extremada de modo paradójico de la situación problemática de la lógica filosófica. Incluso la estructura de la aparente paradoja es demasiado abstracta para que se la comprenda inmediatamente en su actual significación y en su actual gravedad. Por eso, intentaré reconstruir el origen de la situación problemática mencionada, y en primer lugar el origen del desafío externo de la era de la ciencia a la filosofía como ética de la responsabilidad; luego, el origen de la situación, aparentemente insoluble, de una ética bloqueada desde adentro por su racionalidad científica.




¿Hay una respuesta de la razón filosófica a este doble desafío? Mi respuesta a esta pregunta es: sí, con la condición de que la racionalidad de la razón filosófica, la racionalidad metódica de la fundamentación última, realizada en la reflexión trascendental, de aquello que es obligatorio normativamente, no sea idéntica a la racionalidad lógico-formal (libre de reflexión y, por tanto, inconsciente de sí misma) del “hacer científicamente disponible el mundo”. Pues entonces es posible responder, en primer término, al desafío interno que el paradigma de racionalidad de la ciencia presenta a la razón ética. Un problema adicional, mucho más urgente en la práctica, resulta entonces ciertamente cuando se trata de aplicar la norma fundamental de la Ética a la situación actual del mundo, caracterizada por el desafío externo que las consecuencias técnico-prácticas de la ciencia plantean a la razón ética.




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Karl-Otto Apel, “La globalización y una Ética de la responsabilidad”, ed. Prometeo, 2007, págs. 61 y ss.

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El planteo trascendental-pragmático para la fundamentación última de una Ética de la responsabilidad

Jan. 11th, 2009 at 9:29 PM



(1) La respuesta filosófica al desafío interno de la racionalidad de la ciencia a la razón práctica




Para empezar nuestra argumentación volvamos al que aparentemente era el más fuerte de los argumentos de la filosofía actual contra la posibilidad de una fundamentación última racional en general. El argumento de la imposibilidad decía: el punto de vista de la razón -ya sea en el sentido de la racionalidad teórica de la argumentación, ya en el sentido de su racionalidad ético-práctica- no puede ser fundamentado a su vez racionalmente, porque esto implicaría un círculo lógico (petitio principii).




Por consiguiente, en lugar de una fundamentación última racional debe ponerse una decisión última prerracional -y por tanto irracional- en favor de la razón; una decisión en “pro”, que en principio se puede denegar, por ejemplo, rehusándose a argumentar. Esto -me parece- es la quintaesencia del desafío, hoy significativo, de la racionalidad formal-lógica de la ciencia a la razón filosófica. ¿Qué se puede responder en nombre de la razón filosófica?




En primer lugar, lo siguiente: si “fundamentar” significa lo mismo que “deducir algo de otra cosa”, entonces el bosquejado argumento de la imposibilidad es efectivamente irrefutable. Pero este concepto de “fundamentación” podría ser ya un prejucio en el sentido de la racionalidad lógica de la ciencia objetivante. El que filosofa, empero, debería preguntarse si la razón, de la cual él se vale, requiere en general una fundamentación mediante deducción a partir de otra cosa, y si no es más bien algo que no puede ser trascendido argumentativamente en la reflexión. Pues por la reflexión sobre su propio obrar, él puede comprobar lo siguiente:




Quien argumenta seriamente -y esto significa, por ejemplo: quien plantea seriamente aunque sólo sea la pregunta de si hay algo así como normas de la moral universalmente válidas- ha admitido ya, necesariamente, el punto de vista de la razón: es decir, ha ingresado en el terreno del discurso argumentativo, y al impugnar la validez universal de las reglas del discurso incurriría en una autocontradicción pragmática (es decir, en una contradicción entre la proposición afirmada y la utilización realizativa de la validez de las reglas del discurso por el acto de argumentar).




Por consiguiente, la situación inicial presupuesta en el argumento de la imposibilidad no puede nunca darse: la situación en la cual, por una parte, se argumentase con seriedad y, por otra parte, se estuviese todavía ante la elección del punto de vista de la razón.




Pero si alguien se rehusase por principio a la argumentación (y por consiguiente, se rehusase a adoptar el punto de vista de la razón), entonces no podría, precisamente, argumentar. Sería, como lo ha expresado Aristóteles, “como una planta”, y esto quiere decir: su negativa a la argumentación carece de significación para la problemática de la posibilidad o imposibilidad de la fundamentación última (de modo semejante a la negativa a obedecer en la práctica a una norma fundamental de la posibilidad o imposibilidad de la fundamentación última (de modo semejante a la negativa a obedecer en la práctica a una norma fundamental de la ética, reconocida como válida).




Entiéndase bien: los que argumentan -y sólo ellos pueden formular teorías acerca de los demás- tienen todo el motivo para tomar por un problema pedagógico o psicopatológico muy serio una negativa de los hombres por principio a argumentar; pues quien se niega por principio a argumentar debe rehusarse también a sí mismo en el entendimiento consigo mismo en el sentido del pensamiento intersubjetivamente válido; y esto, según todas las experiencias de la psicopatología, conduce a la pérdida de la identidad del interesado. Por tanto, quizá haya que admitir que algo semejante a una decisión irracional contra la razón es posible como actitud autodestructiva.




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Pero en qué medida se puede ahora demostrar sobre la base de la argumentación de fundamentación última que acabamos de exponer, algo así como un principio de la Ética: una norma fundamental de la acción, independiente de hechos contingentes y, por tanto, obligatoria de modo indondicionado?




En el sentido de su intuición fundamental, la respuesta a esta pregunta se podría indicar más o menos de la siguiente manera:




Entre las presuposiciones indiscutibles (entre las condiciones normativas de la posibilidad) de la argumentación seria está el haber aceptado ya una norma fundamental en el sentido de las reglas de comunicación de una comunidad ideal e ilimitada de argumentación.




Este planteo fundamental de una fundamentación trascendental de la Ética era imposible en la época desde Descartes hasta Husserl si se presuponía el solipsismo metódico, es decir, era imposible mientras no se reconocía la estructura comunicativa (o estructura del discurso) del a priori intelectual (Denk- A priori).




De ahí los esfuerzos complicados, y al final inútiles, de Kant, por suministrar una fundamentación lógica-trascendental de su Ética, aáloga a la deducción trascendental de los principios del entendimiento en la Crítica de la Razón Pura.




Pero contra este planteo intuitivo de la ética trascendental del discurso se plantean las siguientes objeciones o reservas:




¿En qué medida le corresponde a una norma fundamental de la ética figurar entre las condiciones normativas de la argumentación (entre las reglas de comunicación necesariamente reconocidas de una comunidad ideal de argumentación)? ¿No se trata aquí sencillamente de las reglas de cooperación que se deben acordar implícitamente, por así decirlo, con todo interlocutor posible, si se lo quiere ganar como ayudante en la investigación de la verdad?




Según esto, las normas necesariamente reconocidas serían 1) meramente “hipotéticas” y no “categóricas” en el sentido de Kant; pues no tendrían validez incondicionada sino sólo en la medida en que se quiere alcanzar la verdad mediante el discurso argumentativo; 2) estas normas, las normas del discurso, concernirían no a normas concretas sino meramente a las reglas formales (reglas de procedimiento) de la argumentación correcta; y 3) estas reglas no tendrían nada que ver con normas morales, ya que no concernirían a la interacción moralmente significativa con los interlocutores, sino solamente a aquellas reglas (reglas de juego) que tienen importancia instrumental en la cooperación argumentativa.




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Karl-Otto Apel, “La globalización y una Ética de la responsabilidad”, ibid, págs. 69 y ss.

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