abogados de una determinada concepción de la racionalidad sistemática funcional: desde Maquiavelo y Bodino
Versus
una filosofía de la historia- de objetivos a largo plazo a partir de principios éticos universales
Sólo desde aquí me parece que es posible enfrentar la en mi opinión mayor dificultad que está vinculada con la norma básica de la ética discursiva y justamente también con la complementación estratégica de esta norma básica. Más arriba la hemos indicado, bajo la forma del segundo presupuesto idealizante de la función de la norma: La capacidad de lograr consenso de las normas depende, dentro del marco de una ética de la responsabilidad, de la capacidad de lograr consenso de las consecuencias de las normas que hay que aceptar y con ello, en las praxis, de la posibilidad de una predicción suficiente de las consecuencias esperables. Pero esta condición designa exactamente la dificultad ante la que tenían que fracasar la filosofía especulativa del siglo XIX y los planes sociales utópicos en ella basados. Y aquí no se trata tan sólo de la imposibilidad de los “pronósticos incondicionados” del “historicismo” (Popper) si no, como hoy lo vemos con mayor claridad, también de a imposibilidad de una planificación que, en estricta analogía con la técnica basada en las ciencias naturales, quería apoyarse en experimentos sociales repetibles y en esta medida en “pronósticos condicionados” (Popper). La “heteronomía” de las consecuencias, y en esta medida también de los posibles fines de nuestras acciones, no es, en última instancia, eliminable ya sólo porque nuestras intelecciones científicas en la legalidad de la naturaleza y, en un caso dado, en las regularidades cuasinaturales de los procesos sociales influyen en la marcha de la historia de una forma no predecible e irreversible.
Desde el punto de vista de la teoría de la racionalidad, la imposibilidad de la planificación de la historia se expresa sobre todo en el hecho de que la racionalidad teleológica de nuestras acciones en el nivel de los sistemas sociales -por ejemplo, en el nivel del sistema económico, pero también, en el sistema educativo- puede transformarse en irracionalidad funcional, contrastada, por así decirlo, irónicamente por el hecho conocido desde Mandeville y Adam Smith, de que viceversa las acciones irracionales -especialmente también las acciones moralmente dudosas- pueden contribuir a la llamada “racionalidad sistemática”, por ejemplo, de la economía. Este problema de ninguna manera queda superado renunciando a su solución en el sentido de la “astucia del espíritu universal” hegeliana; pues precisamente después del fracaso de esta “superación” positiva del conflicto entre racionalidad de la acción y racionalidad sistemática funcional queda, por así decirlo, la intelección dolorosa en la siempre eficaz astucia negativa del espíritu universal.
Expresamente no he distinguido aquí entre racionalidad teleológica (inclusive la racionalidad estratégica) y racionalidad consensual-comunicativa como formas de la racionalidad de la acción. En efecto, ambas formas, en el nivel de la “racionalidad sistemática” funcional pueden convertirse en irracionalidad, dicho más exactamente: tanto acciones directamente racionales estratégico-teleológicas de los individuos y de os grupos de intereses, como acciones teleológicas que fueron coordinadas consensual-comunicativamente sobre la base de la racionalidad discursiva. Si no me equivoco, esto tiene como consecuencia que los individuos, en su actuar estratégico (pero también en su contribución a los cuasidiscursos) se convierten en abogados de una determinada concepción de la racionalidad sistemática funcional: desde Maquiavelo y Bodino, por ejemplo, en abogados de la “razón del Estado”, y en la actualidad además en abogados de diferentes concepciones competitivas de la racionalidad sistemática de la economía. (Quizás uno debería hablar de “racionalidad sistemática” sólo en la medida en que las personas, en tanto actores y hablantes en el discurso, pueden convertirse en abogados de esta racionalidad funcional.)
¿En qué medida puede suponerse que uno puede solucionar más fácilmente las dificultades que están vinculadas con los posibles conflictos entre la racionalidad de la acción y la “racionalidad sistemática”, bajo las condiciones que hemos indicado de la ética discursiva y su complementación estratégica? Me parece que una respuesta también a esta pregunta resulta de la reflexión sobre el fracaso de la filosofía especulativa de la historia (la “superación” historicista de la utopía social) y de todas las formas de la tecnología social cientificista en las cuales la sociedad tiene que ser dividida en sujetos y objetos del “social engineering”. Si uno ve claramente las aporías -en no poca medida éticas- de estas concepciones de la planificación social, se infiere, según mi opinión, que sólo una forma de la teleología referida a la historia es hoy plausible: la fundamentación -ya insinuada por Kant en sus escritos sobre filosofía de la historia- de objetivos a largo plazo (como, por ejemplo, una sociedad jurídica de ciudadanos del mundo) a partir de principios éticos universales que en tanto tales, independientemente del éxito o del fracaso de intentos particulares de realización histórica, son susceptibles de obtener consenso.
Justamente porque la marcha de la historia no puede ser predicha ni en pronósticos “incondicionados” ni “condicionados”, las personas necesitan objetivos a largo plazo que puedan apoyar en todo momento. Me parece que estos objetivos no deben ser inferidos de “imperativos sistemáticos” funcionales -por ejemplo, de política del poder o económicos- porque a través de ellos tendencialmente los sujetos humanos de la acción son degradados a meros medios. Naturalmente, en una “ética de la responsabilidad”, las personas transitoriamente tienen que transformarse también en abogados de la racionalidad funcional de los “sistemas”: pues manifiestamente la supervivencia de la comunidad real de comunicación humana depende de la autoafirmación de sistemas sociales funcionales. Pero el desarrollo a largo plazo de aquella racionalidad consensual-comunicativa que -desde el surgimiento del lenguaje y del pensamiento- está dada en el mundo de la vital de todos los hombres y que caracteriza el objetivo por lo menos del entendimiento no violento sobre fines y objetivos, tiene que conservar prioridad teleológica frente a una “colonización del mundo vital” a través de estructuras y mecanismos y de conducción tendencialmente anónimos de la llamada racionalidad sistemática.
Se trata aquí de la complementación de la norma básica ética de la racionalidad discursiva a través de un principio de racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de una tal complementación de la racionalidad estratégica, que a su vez se encuentra bajo un telos ético. La necesidad de un tal complementación de la racionalidad teleológica discursiva con la racionalidad estratégica resulta de la circunstancia de que todavía no es posible solucionar todos los conflictos entre las personas (sus sistemas de autoafirmación, cuasinaturales) a través de discursos prácticos. Con todo, nuestra época está caracterizada por la circunstancia -en modo alguno evidente- de que casi todas las empresas primariamente estratégicas de comunicación (por ejemplo, las egociaciones comerciales y políticas) de mayor importancia deben por lo menos, pretender ante el pñublico satisfacer las normas procesales de un discurso sobre los intereses de todos los afectados. Es, por así decirlo el excedente estratégico -ante el público en gran medida silenciado- más allá de las normas procesales de la racionalidad discursiva, que es subordinado también a un telos ético a través de la exigida estrategia ética a largo plazo.
La diferencia entre comunicación estratégicamente distorsionada y comunicación transujetivamente orientada (y por lo tanto: interacción proporcionada a través de la comunicación) no debe ser pero, al mismo tiempo, tiene que ser tenida en cuenta en todo momento como un hecho por parte de una ética de la responsabilidad. De aquí resulta, en mi opinión, el deber de una estrategia ética a largo plazo de ocntribuir (políticamente, en el más amplio sentido de la palabra) a la creación de tales situaciones sociales -y con ello de condiciones reales de acción- en las cuales son exigibles las normas de la ética discursiva (por ejemplo, entre otras, de situaciones jurídicas a nivel internacional, tales como las que ya exigiera Kant en su escrito “Sobre la paz perpetua”).
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Kar-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 102-105
sobre neutralidad ideológica
La aspiración a un valor de neutralidad ideológica en el discurso funcional de la norma en tanto que discurso universal debería estar presente, así como la neutralidad ideológica de la propia labor investigativa nuestra, no obstante, a su vez, venimos señalando los diferentes límites que tiene la racionalidad, dentro de sus límites ideales y de los que son funcionales, a veces trascienden meros aspectos de oportunidad de la ley, la racionalidad responde a una objetivación de la realidad, por tanto tendremos que postularla a partir de ella, en contextos cada vez más objetivos del lenguaje y a través de un procedimentalismo ético.
Un procedimentalismo discursivo nos permite a su vez movernos a través de unas reglas y exigencias, donde surgen unas mínimas condiciones de parámetros de universalidad, de condiciones de libertad externa e interna, es decir, libre de compulsiones o afecciones exógenas. Asímismo este procedimentalismo pregonaría una regla de reconocimiento interno y otra de reconocimiento externo propia del discurso institucional de la norma y el derecho, así como los requisitos no sólo de libertad sino de igualdad procesal entre las partes, como exigencias de oportunidad e interés del discurso para las partes que se encuentran afectadas o dirimen pretensiones en él.
A veces los peligros que contiene una teoría de la racionalidad es que al encontrar sus límites las diferentes cargas valorativas penetran desde la visión judicializadora hacia la norma, la propia convicción personal penetra en la regla del derecho, o bien puede suceder también que no sólo se depositan en el juicio de la racionalidad los valores implícitos a la propia norma sino que puede entrañar otro peligro cual sería el de la propia “logificación” del discurso del derecho y la norma, lo que nos llevaría al peligro de dogmatización del discurso jurídico. Ello sucedería así cuando se toman como realidades entes que son conceptos lógicos del derecho, de este modo se toman como presupuestos de hecho determinados valores que son presunciones racionales pero carentes de valor real, por lo que se objetiva el discurso, se produce una predeterminación de la realidad en la propia predeterminación de la norma.
Se estaría aquí en un supuesto de cierta disfuncionalidad racional y moral de la norma, que no consigue ajustar o adecuar la pretensión racional a la norma y que en sus casos más problemáticos pueden producir la propia desinstitucionalización del derecho o de la norma. Manifestaciones de desórdenes colectivos, de desobediencia civil, procesos de cambios de valores estarían en la vertebración problemática de estos procesos de institucionalización y desinstitucionalización, tenemos el precedente político en nuestro país del cambio de sistema político del régimen absolutista a la democracia, donde los presupuestos de la racionalidad y los valores cambian, así como los procedimientos para crear una ética participativa y ciudadana. La equiponderancia de los diferentes intereses y las diversas pretensiones sociales serían el fundamento de la vertebración de una sociedad que no sería dogmática ni cerrada al discurso. La razón del interés preponderante en el discurso público, del interés social, vuelven a introducir un fundamento ético en el discurso que se mueve en función de los cambios de la sociedad. Asímismo encontramos un principio ético universal en el fundamento de la protección de la infancia y de la juventud en nuestras sociedades democráticas que velan por salvaguardar ciertos aspectos de las libertades públicas dentro de este control institucional y de su protección con esta función educativa fundamental.
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Ishtar
la necesidad de conciliación de la racionalidad comunicativo-consensual y estratégica de interacción
Jan. 18th, 2009 at 3:29 AM
Después de esta defensa de la racionalidad discursiva como fundamento de la razón no-estratégica de la ética, tengo ahora por último que indicar un problema que nos obliga, una vez más, a conciliar las formas de racionalidad de la comunicación consensual-comunicatica y de la interacción estratégica, hasta ahora distinguidas ideal-típicamente, justamente en nombre de la razón ética. Para aclarar el problema al que aquí me refiero puedo referirme a la concepción weberiana de la “ética de la responsabilidad” y en este contexto también al núcleo de verdad hasta ahora no considerado que se encierra en la referencia de Karl Heinz Ilting a las condiciones del “actuar real” y a la pregunta acerca de la “exigibiidad” de las normas morales.
El problema planteado por Max Weber recurriendo al ejemplo de la política -y que se refiere a la incondicionabilidad de la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”- afecta, en mi opinión, no sólo a la aporética racional de una ética del Sermón de la Montaña, del pacifismo o del anarcosindicalismo sino también -así opina igualmente Max Weber- justamente la ética racional de Kant. Los kantianos ortodoxos suelen no dar mucha importancia a esto, indicando que en Kant el concepto de la (únicamente) “buena voluntad” naturalmente no significa sólo la “mera convicción” sino la seria intención de actuar de acuerdo con la máxima distinguida por la ley ética. Pero esta indicación deja de lado el problema aquí planteado. Pues es justamente el actuar de acuerdo con la máxima distinguida por el imperativo categórico el que, según Max Weber, puede entrar el conflicto con el actuar responsable.
La razón de ello reside en la circunstancia de que el criterio formal de la adecuabilidad de la máxima para transformarse en ley universal -a diferencia del principio de la responsabilidad- es concilizable con y hasta obliga a prescindir de la averiguación y evaluación de las consecuencias concretas que han de esperarse de la acción. (Según Kant, esta evaluación de las consecuencias es hasta moralmente reprochable cuando se trata de consecuencias -y en ello piensa Kant casi exclusivamente- beneficiosas o perjudiciales para el propio actor).
Parecería ahora obvio ver en el principio básico de la ética discursiva -en el principio de la capacidad de las consecuencias de todas las normas que han de ser fundamentadas discursivamente de lograr el consenso de todos los afectados- una reconstrucción y transformación del imperativo categórico, que lo convierte también en principio de la ética discursiva y tambie´n bajo el presupuesto (1) de que todos siguieran el principio de la ética discursiva y también bajo el presupuesto (2) de que pudiéramos prever suficientemente las consecuencias de nuestras acciones- es básicamente posible superar el abismo entre el principio formal de la justicia del experimento mental, al que invita el imperativo categórico a todo individuo, y el principio del bien común del utilitarismo clásico. El principio de superación o de puente reside en el hecho de que todos los individuos afectados en el discurso de fundamentación de las normas, averiguan sus intereses y, en la medida en que son universalizables, los exponen como pretensiones de validez normativamente obligatorias. En realidad yo creo -al igual que Habermas- que aquí reside una idea regulativa de la razón que, frente al imperativo categórico que universaliza la reciprocidad de las pretensiones humanas sin exigir averiguación y conciliación discursiva, representa una nueva y más alta grada de la conciencia moral.
(El principio de la ética discursiva desigma no sólo, como se indicara, la idea regulativa de la mediación entre el principio abstracto de la justicia y el principio abstracto del utilitarismo, sino también una mediación entre Kant y Hegel. Me parece que hay que conceder a Hegel que la “eticidad substancial” de las instituciones históricamente desarrolladas no puede ser inferida a partir del imperativo categórico sino que prácticamente tiene que preceder a su aplicación; porque ella representa ya siempre exactamente la comprensión convencional de las pretensiones de reciprocidad de las personas de una época, que Kant presupone irreflexivamente en el imperativo categórico (por ejemplo, la comprensión de la pretensión de que se respete la propiedad privada en el sentido de la sociedad burguesa de la Época Moderna). Sin embargo, el principio de la formación de consenso de la ética discursiva ofrece la idea regulativa según la cual las normas de la “eticidad subjetiva” no sólo tienen que ser concebidas como “racionales” -a partir de la comprensión especulativa de la historia sustentada por Hegel- sino que han de ser reconstruidas críticamente y legitimadas como susceptibles de lograr consenso o -en un caso dado- hasta revisadas.
Finalmente, el principio de la ética discursiva es también adecuado para reflejar desde el comienzo como tales las distorsiones estratégicamente condicionadas, de la relación de reciprocidad entre las personas y, denunciarlas como obstáculo para la aplicación de la normas de la comunicación consensual. En esta medida, Benjamín Constant, por ejemplo, estaba en el camino correcto cuando -en contra de Kant- objetaba la exigencia de veracidad, también frente al asesino presunto: “Allí donde no hay ningún derecho tampoco hay ningún deber. Decir la verdad es pues un deber; pero sólo frente a quien tiene un derecho a la verdad. Pero nadie tiene derecho a una verdad que perjudica a los demás”. (I. Kant)
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Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 96-98
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conciliacion interaccion, racionalidad consensual-comunicativa, racionalidad teleologico-estrategica
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los procedimientos democráticos como puros procedimientos decisionistas de compensación de intereses
Jan. 16th, 2009 at 9:19 PM
Así pues, nuestra investigación sobre el tipo de racionalidad éticamente relevante de la comunicación consensual, que fuera provocada por la monopolización weberiana de la (entre otras estratégica) racionalidad teleológica, ha llegado a un resultado que, en parte, da la razón a Max Weber aun cuando rechaza su irracionalismo ético: El “proceso de desencantamiento” que está vinculado con el “proceso de racionaliación occidental”, afecta en realidad la autoridad de todos los sistemas de normas metafísico-religiosos de la moral. En realidad, éstos pueden ejercer su decisiva función de orientación ya sólo a nivel de las decisiones privadas de conciencia.
En cambio en el nive de la opinión pública -por ejemplo, en el análisis de los “valores fundamentales” que están establecidos en una Constitución democrática- no pueden ya pretender ninguna validez intersubjetivamente obligatoria sino que, en todo caso, tienen sólo es status de trasfondos subjetivos de certeza para las constribuciones a la discusión.
Sin embargo, de esta constatación no se infiere que los procedimientos relevantes de fundamentación de normas de una democracia liberal excluyan la obligatoriedad intersubjetiva de absolutamente todas las normas morales, por ejemplo, porque los procedimientos democráticos de votación tuvieran que ser considerados como puros procedimientos decisionistas de compensación de intereses. (Desde Max Weber, los autodesignados defensores de la democracia liberal han inferido siempre esta conclusión y no pocas veces la han vinculado con la sugestión de que la “neutralidad ideológica” del Estado moderno en cierto modo obliga a todos los buenos demócratas a un fundamental escepticismo o pluralismo normativo. La analogía a nivel internacional reside, por ejemplo, en la actualmente muy difundida opinión de que la superación del imperialismo cultural eurocentrista implica el necesario reconocimiento del relativismo ético de normas culturalmente condicionadas).
Pero el recurso a la racionalidad discursiva de la fundamentación comunicativo-consensual -en dos gradas- de las normas muestra que las consecuencias que se acaban de indicar se deben a una falacia; dicho más exactamente: al no tomar en cuenta una premisa que resulta de la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de acuerdos obligatorios a nivel nacional e internacional. Este descuido se muestra, por ejemplo, ya en el notorio desconocimiento del principio moral y “iusnaturalista” “pacta sunt servanda” por parte de los iuspositivstas. Por una parte, este principio presenta una condición necesaria de todos los acuerdos obligatorios -y con ello también justamente de los procedimientos democrático-liberales de fundamentación de normas-; pero justamente por ello no puede él mismo ser fundamentado (puesto en vigencia), a través de acuerdos sino que manifiestamente tiene siempre que ser reconocido ya como intersubjetivamente válido en tanto elemento de una racionalidad discursiva no-estratégica.
Pero, en un sentido más profundo, esto vale manifiestamente también para la exigencia de procurar, en caso de conflicto, en principio un acuerdo obligatorio en el sentido de la norma básica de la formación discursiva de consenso; y ya se ha subrayado que todas las limitaciones pragmáticamente necesarias de la realización institucional de esta idea regulativa (por ejemplo, la limitación temporal del discurso, la limitación temática, la limitación de participantes en el sentido de la representación de intereses o de la elección de expertos, etc.) están sometidas ellas mismas al postulado de la posibilidad de lograr consenso y por ello son, en principio, revisables. Me parece que, a partir de esta intelección, es posible comprender los elementos “cuasidecisionistas” de los procedimientos democráticos de formación de la voluntad y de la toma de resoluciones, sin que uno tenga que negar que los procedimientos democráticos del equilibrio de intereses -a diferencia, por ejemplo, de los que sucede en los Estados totalitarios- están también sujetos a la idea regulativa del discurso argumentativo. Que tal opinión, se muestra clarísimamente en el ámbito de la “opinión pública razonante”, que e Estado democrático se permite también como instancia de la autocrítica y en la que libera, por así decirlo, de coacciones pragmáticas al principio discursivo que en él está ínsito. Efectivamente, todos aquellos críticos desilusionados de la utopía de la “comunicación libre de dominación” (Habermas), que quieren ver en el Estado democrático sólo procedimientos especiales del equilibrio del pder entre grupos de intereses, recurren ellos mismos siempre a este ámbito. Es, por así decirlo, la representación del discurso ideal sancionada por la función de dominación del propio Estado democrático, en la realidad social.
Me parece que desde el punto de vista de la teoría de la racionalidad, puede inferirse como resumen que no solamente la racionalidad teleológico-estratégica del equilibrio de intereses sino también -como limitación básica de la persecución puramente estratégica de intereses competitivos- el principio formal de la racionalidad discursiva comunicativo-consensual han sobrevivido al “proceso de desencantamiento” weberiano. Esto se muestra en el hecho de que, a nivel de la democracia liberal y a nivel internacional o intercultural, no es el relativismo normativo sino sólo la norma básica universalmente válida de la fundamentación consensual-normativa de las normas, la que puede posibilitar la convivencia de las personas o de pueblos y culturas con diferentes intereses y tradiciones valorativas de mundos vitales. Justamente el reconocimiento intersubjetivo del principio de la racionalidad discursiva como metanorma es la condición de posibilidad del tantas veces invocado pluralismo valorativo del mundo moderno.
Karl-Otto Apel, Estudios éticos, ibid, Págs. 92-95
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decisionistas, escepticismo, neutralidad ideologica, pluralismo normativo, procedimientos democraticos, racionalidad consensual-comunicativa, racionalidad teleologico-estrategica
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La respuesta a la objecion a las reglas de juego de cooperación abstractivamente limitada discursiva
Jan. 11th, 2009 at 11:53 PM
Es cierto que el discurso argumentativo -a diferencia, por ejemplo, de la comunicación en el mundo de la vida, comunicación mediante la cual se coordinan acciones- está “eximido de acción” de una manera particular.
(Precisamente por eso el discurso argumentativo no se puede separar de la reflexión trascendental sobre la validez, reflexión efectuada por el pensar solitario; sino que acompaña a esta reflexión, por así decirlo, en todos los posibles distanciamientos de las circunstancias).
Esto quiere decir, entre otras cosas, lo siguiente: en el plano del discurso la racionalidad estratégica de la acción , racionalidad con la cual los hombres, como sistemas individuales de autoafirmación y como miembros de sistemas sociales de autoafirmación, persiguen sus intereses también en el contexto de la acción comunicativa, debe ser separada de la racionalidad consensual-comunicativa. Esta separación forma parte de las condiciones normativas del discurso argumentativo, que debemos haber reconocido necesariamente; pues podemos comprender a priori que, por ejemplo, no podríamos resolver nuestro actual problema de la fundamentación de la Ética negociando abiertamente (es decir, por ejemplo, intercambiando ofrecimientos y amenazas) ni intentando persuadirnos mediante el uso estratégico el lenguaje.
(En esto se diferencia la retórica buena de la mala, y las llamadas “estrategias de la argumentación” están naturalmente, a priori, al servicio de la investigación consensual-comunicativa de la verdad).
Por tanto, nosotros no somos, en efecto, como argumentantes, idénticos sin más a los hombres cuyos intereses pueden entrar en conflicto y hacen necesario algo así como normas morales, cuya función posible condicionan. Como argumentantes que cooperan en la busca de la verdad nos encontramos a una distancia reflexiva respecto de la autoafirmación propia del mundo de la vida. Esto parece hablar en favor de la tercera objeción.
Pero aquí hay que considerar lo siguiente: la función de discurso argumentativo serio no es la de un mero juego, sino que consiste precisamente en resolver auténticos problemas del mundo de la vida, por ejemplo, el de arreglar sin violencia conflictos entre individuos o grupos. Pues una resolución pacífica de conflictos es posible sólo si se mantiene la comunicación entre los hombres orientada hacia un entendimiento, (comunicación que reposa ya siempre en la fuerza cohesiva de las pretensiones de validez), y si se la mantiene como una comunicación tal, que esté separada del comportamiento estratégico; y esto quiere decir: si se la mantiene como discurso argumentativo acerca de la propiedad que tienen las pretensiones de validez de poder ser satisfechas.
(Hay que advertir aquí especialmente que el arreglo de un conflicto mediante negociaciones estratégicas no está libre de violencia, puesto que puede contener amenazas de violencia; precisamente por eso no puede producir decisión alguna sobre la propiedad que tienen las pretensiones de validez de poder ser satisfechas. Hay que diferenciar bien de ello la posibilidad y necesidad de resolver mediante compromisos justos, conflictos entre pretensiones de validez que no reposan en intereses universalizables).
Para la relación del discurso argumentativo con los problemas de importancia moral propios del mundo de la vida, es esencial que hayamos reconocido ya, necesariamente, también precisamente la función (que acabamos de indicar) que el discurso argumentativo desempeña en la vida, cuando hay una argumentación seria.
¿No hemos reconocido ya, con ello, que las normas del discurso ideal deben establecer el principio ideal operacional para la fundamentación de las normas morales destinadas al mundo de la vida?
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Karl-Otto Apel, “La globalización y la Ética de la responsabilidad”, ibid, págs. 73 y ss.
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