martes, 5 de octubre de 2010

Calixto y Melibea, por María Zambrano

Calixto y Melibea

Con ello el enigma de la obra no queda aclarado. Melibea no se aparece a Calixto como una mujer de raza diferente, la judía. Ni Calixto se le aparece a Melibea separado por ese abismo.
Ni ese obstáculo ni ningún otro se presenta para la posible boda de los jóvenes enamorados. Puesto que todo obstáculo se presenta ante un querer declarado y oculto. Y esa legítima unión no se hace presente ni como sueño, ni como anhelo en él, ni en ella; lo que no deja de ser un poco extraño en doncella, cuyo destino no podía ser otro que el de casarse.

El “sueño de obstáculo” al que nos hemos ido refiriendo como el contenido último de la tragedia, no parece existir aquí. Puesto que en verdad sólo se le presentan dificultades para satisfacer el ansia de amor que con vehemencia tanta ha prendido en Melibea tanto o más que en Calixto. Dificultades que se allanaron con la intervención de Celestina, quien ciertamente no tuvo tanto penar para ello.
No parece haber obstáculo en verdad y por eso no parece que haya sueño, ese que es la sustancia de toda tragedia, su verídico argumento.
Y sin embargo el obstáculo está ahí, no alzándose entre los enamorados, sino planeando sobre el amor mismo. Envuelve la naturaleza del sueño mismo que la obra tan moderna contiene en forma tal de hacerlo irrecognoscible. Y aun antes que irrecognoscible, desapercibido. Que a tanto llega el poder del autor y de la época histórica, a través de esa Celestina.

Es Melibea la portadora de algo original, extraño, irreductible a los cánones de esa y de toda época, para doncella tan cabal. Fue raptada por un sueño; un remoto sueño de amor que la ha sacado de sí y de la realidad que habita. De ella son los acentos de la que se sabe sin remedio. El sueño es suyo, de ella a solas. El sueño la ha elegido y hecho suya: el sueño de amor de la doncella y el pájaro. El pájaro, imagen real del amor, amor puro o puro amor, amor sin más. Irrumpe en un instante cuando ella está sosegada en su huerto. Entra el pájaro y detrás llega Calixto a recogerlo, puesto que suyo era, un ave de presa, un halcón.
No era nupcial el sueño que visitó a Melibea, pues de haberlo sido habría habido nupcias aun en la muerte. No era de casarse el sueño. Y los sueños no pueden cambiarse. Pueden desvanecerse, renaciendo en otro sueño.
Melibea es así la doncella elegida por el amor solamente. Y su suerte un ejemplo -uno- de lo que tal destino puede traer.
Y todo elegido, según se sabe, lo es para el sacrificio, que en todo caso tiene una modalidad. Y es esta modalidad del sacrificio la que señala la especie, el tipo o la singularidad última del personaje, de elección.
La figura que el sacrificio toma en esta doncella elegida, es el de la instantánea muerte. Puesto que Melibea no fue elegida para ir más allá de sí misma, para trascenderse, como la doncella Antígona, que acabamos de dejar. Melibea no tenía más “Ser” que el de ser doncella. El amor la eligió para consumirlo enteramente, en un instante. Amor y muerte estaban unidos en el simbólico pájaro cuya visión la raptó. Y así, en cierto modo, murió en la doncellez, en el instante en que se consumía. El amor se cumplió en la virginidad junto con la muerte. Éste fue un sueño originario, al que el autor dio un alargamiento, un margen, como después se verá.

Mas en verdad, todo lo que sucedió, la muerte de Calixto, el discurso de Melibea a su padre, su suicidio, al ejemplificar una moral humanizan el misterioso sueño -lo despoetizan también. Melibea debió de morir en su huerto, sin saber. Y sin haber de darse la muerte, porque la muerte la había tomado ya para sí. Y no como aliada del amor siquiera, sino como el último fondo del amor que no suelta su presa: una virgen a quien no le permite vivir habiendo dejado de serlo.
Calixto murió primero; se retiró como un pájaro que desaparece en la muerte, tal como había aparecido en la vida, al modo de un pájaro de presa de la muerte que, para ser completa, necesita saciarse en el amor. Calixto está desposeído por el sueño de la muerte cazadora que ha de cobrar su pieza completa, en la plenitud de su vida, henchida de amor.
Él, Calixto, estuvo desde el principio bajo la muerte, fue arrastrado por ese sueño de mortal cacería, por el pájaro que tenía como suyo, al huerto de Melibea. Y desatado en ella el sueño del amor, en él tuvo que desempeñar su papel, siendo a su vez cazado.
De la muerte Calixto nada sabía, o quizás allá muy en secreto, la desafiaba. Su sueño bien pudo ser el del cazador que al dar la muerte se entra en ella. Mas era un doncel, que por la caza despierta a la virilidad. Y su sueño resulta tan remoto entonces, como el de Melilbea, un sueño iniciativo de virilidad correspondiente a un antiquísimo rito.
Los dos sueños, el de Calixto y el de Melibea, fatalmente se entrelazan, se conjugan.
En la fábula pura correspondiente a tan remoto y misterioso sueño, por ello jeroglífico -palabra inicial- no hubiera aparecido la tapia de la que Calixto cae estrellándose. La noche y su sola estrella, la suspensión del tiempo en el amor bastaban. Ese tiempo que se abre ya en la muerte. Sólo eso.

Y así Calixto y Melibea quedaron enlazados por el sueño de cada uno, que resultaban ser las dos mitades de un sueño único. Un sueño de iniciación: de virginidad-amor-muerte, en ella; de iniciación viril-muerte-amor, en él. Que los más indisolubles lazos humanos quizás se anuden por los sueños, por los sueños de ser -sueños iniciativos y de creación.

La simple fábula quizás ruede en un país de cazadores. De cazadores que llegan a una ciudad donde hay huertos, ríos, alusiones al mar. Puesto que algo tenía que ver con el mar, Melibea. Podría sugerir con su canto en el huerto en espera de su amado, ser la sirena cazada ya por la tierra.
Mas el cantar de Melibea en su huerto no lleva descubrir por sí mismo un desdoblamiento de la fábula. En esta segunda noche de amor en que Melibea canta en la espera, es el tiempo que el autor ha dado a la protagonista verdadera de la fábula inicial. Tiempo no arbitrario, ni de aventurada recreación. El tiempo justo para que el ser del personaje se abra por un instante, y deje oír su alma. Ese tiempo en que todos los seres cantarían, dejarían oír su oculta melodía, esa que no sólo calla, sino que no llega a nacer siquiera. Tiempo nocturno en que todo se suspende y el alma de cada ser se asoma, se descubre, acudiendo a la llamada remota del ser a que pertenece, y que cuando se actualiza en un ser determinado, se hace perentoria esta llamada y se nombra destino. Surge entonces la melodía, el canto del alma en este tiempo de vísperas en su, en un modo u otro, boda. Canto nupcial siempre, que revela lo que de insecto musical hay, de abeja, de cigarra, en toda alma. Y más si es femenina.
Sea en la vida, sea en la obra poética, se produce siempre en este tiempo del canto que precede y anuncia la consumación del sacrificio. Canto que es llanto, a veces, como en Juana de Arco; lamento que debió de ser dicho como una salmodia, por Antígona, mientras encaminaba viva hacia el sepulcro. Fernando de Rojas dio también, revelándose en ello verdadero autor este tiempo a Melibea, abeja en su huerto.
Y por este tiempo que el autor le ha concedido se revela un fondo aún más íntimo, más remoto de esta arcaica fábula de Melibea. Aparece ese remotísimo animal que el protagonista verdadero de tragedia lleva consigo. Lo que se manifiesta todavía en cierto tipo de sueño, iniciativo, o creador.

El sueño de Melibea ya señalado, revela así contener otro más lejano, que su nombre, su ser sorprendida en el huerto, su dulce canto en la noche en el huerto donde el sacrificio se consumara da a conocer, gracias a ese poco de tiempo dádole por el autor. El sueño de la abeja sola que al libar es libada enteramente.

¿Qué hace Celestina?La entrometida está ahí, y no solamente como la conciencia de la época, que es como se nos aparece ante todo. Esa conciencia que tanto suele entrometerse en los sueños de más allá de la historia, problematizándolos, según la conciencia hace; historiándolos en un exceso de celo, de celosa apropiación. Y ya con esto sería bastante para la condenación del sueño de amor de Melibea. Puesto que el sueño de Calixto, al ser de cacería mortal, la historia le guarda mayor respeto, como es sabido.
Pero Celestina está ahí no sólo como encarnación de la conciencia de la época, sino también como un extraño personaje que participa de la condición del autor. Es el autor que quiere contar su propia fábula, y así se aprovecha de ser el autor para ello, y va y viene de personaje a autor. Ir y venir que perfectamente se aviene con su oficio de entrometida.

Celestina personifica la singular tragedia del devorado, no por un sueño, sino por el ansia de ser personaje sin haber recibido el sueño correspondiente. Y ha de irlo a buscar en los demás, entrometiéndose en sus sueños, bajo pretexto de prestar ayuda para que los realicen; mas en realidad para entretenerse su hambre con ellos y destruirlos a un tiempo. Ansia de personajía que se mezcla con su inextinguible ser de juventud, y aun de conocimiento. El espíritu faústico habita en ella.
Y así aun la cordura de que tanto hace muestra, la devora y devora, como todo en ella. El saber, ese saber que Celestina tiene, no apacigua ni limita el delirio sin fin que la vive, más que vivirlo ella. Un delirio que la ha hecho su presa, y que parece no tener fin, porque se alimenta no sólo de ella, sino de los ajenos sueños, que ella aguijoneada por este tábano, le procura. Por su oficio encontró el modo de encender este delirio en los ajenos sueños, y de alimentarlo con la ajena realidad, que en sí no tiene. Merodeadora, lampante en acecho del ajeno vivir, y su sustancia.

Capitanea sin duda entrometida entre todas, el enjambre de las mujeres oscuras como sombrías abejas sin panal; esas que van y vienen traen y llevan de uno a otro lado atisban, clavan el aguijón del escozor. De las que esparcen el rumor, engendradoras de rumores que ocupan el lugar del silencio y de la música. Nunca mujeres veras, claro. Puesto que en ellas la femineidad se ha abismado y yace, debe yacer condenada a sufrir sobre sí misma, esa nube formada por la proliferación de ensueños, degradación quizás de un sueño primero destruido. Sometidas a la ley de la proliferación, que deshace la palabra en locuacidad. Y aun callando, Celestina es locuaz.

Y el pensar se hace urdir, tramar, maquinear, tejer y aun zurcir en esta situación en que la femeneidad condenada se sufre a sí misma como una pesadilla. Y la virtud de la hilandera se tuerce y retuerce el hilo del pensamiento.

Todo ello Celestina lo arrastra en su delirar sin fin.
Un delirar de criatura que se ha quedado sin su autor. Y como esto no puede ser un suceso originario, “real”, en criatura alguna, da a pensar que aconteca por haberse la criatura encumbrado en ansia de ser, ella, el autor, de haberse alzado a ser autor sin haber sido para ello elegida. En el delirio sin fin de Celestina hay algo del delirio del autor en busca de sus criaturas, cuando ellas, como en los autores verdaderos sucede, no vienen a buscarlos. O cuando, todavía con mayor pureza no se has han dado. Y así, el infierno del ávido del amor y por el amor no elegido, se une aquí con el infierno de la avidez del autor no visitado por el personaje.

Y así las enigmáticas palabras con que Celestina conjura al señor de la profundidad infernal para que venga en su ayuda a seducir a Melibea -para que Melibea no sea otra cosa que “una seducida”- dejan entrever su recóndito sentido: “Heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras”, le dice. Habla sin saberlo, como el autor poético, puesto que es él quien llega con la luz hasta las oscuras cárceles donde el conflicto gime, y él quien saca a la luz el sueño el no nacido personaje. Mas Celestina, llevada de su ansia, sin retención alguna, habla como el que dispone de la luz y del ser en sí.
Sin un sueño propio, Celestina se aparece como la sombra del sueño del autor, desligada ya, autónoma. El otro que el autor, “el otro” del autor. Y en esta fábula que al fin le cayó en suerte, el otro que del amor, “el otro” del amor que no es la muerte. Y dentro del argumento, en el desenlace final, ella es la otra muerte que se precipita; la otra muerta. Eso tercero que se come el tiempo de los más inocentes, simples sueños humanos; el tercero que no deja tiempo a las más poéticas historias en vías de pasar de sueño a realidad. Pues con un poco de tiempo, quién sabe si Melibea y Calixto no se hubieran casado al fin. Era cuestión de tiempo, del tiempo de soñar un nuevo sueño a la altura de los tiempos, donde el arcaico sueño, desplegándose, hubiera perdido la quimera y ganado la verdad, transfigurado el pajaro de la muerte en quieta paloma.

Autor sólo será el que rescate, dejando fluir el sueño, reviviéndole, dándole tantos tiempos como necesite para su consumación total. Y que el autor ha de pagar a sus criaturas ante todo con tiempo.

El autor trágico, al modo de Sófocles en su máxima pureza, capta el infierno del personaje -del ser que nace. Y del sacrificio que es tal momento, rescata no la vida, ni la suerte del personaje, sino la trascendencia de su ser, el horizonte de su libertad.

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