La segunda estrecha relación histórica nos lleva a la época de los primeros Ptolomeos y es altamente instructiva mediante las circunstancias particulares que nos comunica sobre la elección del Serapis de Sínope y su introducción en Egipto y especialmentee mediante la distinción de la omisión premeditada de la divinidad délfica y su paternidad completamente exenta de contacto femeninio para el conocimiento del punto de vista que la dinastía griega desde un principio tomó como firme argumentación de su hegemonía.
No se puede negar tampoco que los datos de la política coinciden enteramente con los de la Historia de las religiones. El principio espiritual de Apolo délfico no le pudo comunicar su fisonomía a la vida del mundo antiguo ni dominar las concepciones materiales de la relación entre los sexos. La Humanidad debe la duradera garantía de la paternidad a la idea estatal romana, que le proporcionó una severa forma jurídica y una consecuente ejecución en todos los campos de la existencia, toda la vida fundada sobre ella, y su total independencia de la decadencia de la religión, supo apartarla del influjo de costumbres corruptoras y de la recaída del espíritu del pueblo en concepciones ginecocráticas. El Derecho romano ha ejecutado victoriosamente su principio ante todos los obstáculos y peligros que le presentaba Oriente, que se asociaban al poderoso avance del culto materno de Isis y Cibeles e incluso a los misterios dionisíacos y también pudo luchar victoriosamente contra los cambios de la vida, que eran inseparables de la pérdida de la libertad, contra el principio introducido por Augusto en la legislación sobre la fertilidad de la mujer, contraa el influjo de las mujeres y de las madres imperiales, que burlándose del antiguo espíritu aspiraron a apoderarse no sin éxito de los fasces y signa y finalmente contra la preferencia de Justiniano por la expresión totalmente natural de la relación sexual, por sostener la igualdad de derechos de las mujeres y el respeto por la maternidad; y también luchó con éxito en las provincias de Oriente contra la oposición nunca extinguida hacia el desprecio romano del principio femenino. La comparación de esta fuerza de la idea estatal romana con la capacidad de oposición de un principio puramente religioso es apropiada para traernos a la conciencia la debilidad de la naturaleza humana abandonada a sí misma, no protegida por formas severas. La Antigüedad ha saludado a Augusto, que como hijo adoptivo vengó el asesinato de su padre espiritual, como un segundo Orestes y asociado a su aparición el comienzo de una nueva era, la apolínea. Pero la Humanidad no debe el mantenimiento de este elevado nivel al poder intrínseco de aquella idea religiosa, sino esencialmente a la formación estatal de Roma, que modificó las ideas básicas sobre las que descansa, pero nunca pudo abandonarlas completamente.
Mi idea encuentra una curiosa confirmación en la observación de las relaciones de cambio que dominan la propagación del principio legal romano y la del culto materno egipcio-asiático. En la misma época en que se completaba la sumisión de Oriente con la caída de la última Candace, la maternidad vencida en el campo estatal se elevaba a un nuevo triunfo con doble fuerza, para volver a ganar en el terreno religioso en Occidente lo que vio irremediablemente amenzadado en el de la vida civil.
Así, la lucha finalizada en un campo, se trasladó a otro superior, para volver más tarde al inicial.
Las nevas victorias que el principio materno supo lograr sobre la manifestación de la paternidad puramente espiritual muestran qué duro fue para los hombres de todas las épocas y bajo la hegemonía de distintas religiones, vencer el peso de la Naturaleza la existencia terrestre a la pureza del principio paterno divino.
El círculo de ideas en el que se mueve el siguiente trabajo encuentra su conclusión material en una última consideración. No son arbitrarias, sino dadas, las fronteras ante las cuales la investigación se queda en silencio. Asimismo independiente de la libre elección es el método de investigación e interpretación sobre el que debo en último lugar una explicación al lector.
Una investigación histórica que lo reúne todo por primera vez, lo examina, lo une, es necesaria para colocar lo particular en primer plano y sólo progresivamente elevarlo a puntos de vista globalizadores. Todo el éxito depende de la presentación lo más completa posible del material y de la apreciación imparcial puramente objetiva del mismo. Con esto se dan los dos puntos de vista que determinan el curso del siguiente estudio. Ordena la materia según los pueblos que conforman el superior principio de clasificación y abre cada capítulo con la consideración de datos particulares especialmente significativos.
Es natural a este procedimiento que se pueda informar del círculo de ideas del matriarcado en un desarrollo lógico, sino que más bien capte según el contenido de la noticia este aspecto de un pueblo y aquél de otro, y también que deba aparecer muy a menudo la misma pregunta.
En un campo de la investigación que ofrece tanto de nuevo y desconocido, no se debe lamentar ni censurar ni la separación ni la repetición. Ambas son inseparables de un sistema que se reitera en rasgos distintos.
En todo lo que ofrece la vida de los pueblos domina la riqueza y la variedad. Bajo el influjo de relaciones locales y un desarrollo individual, las ideas básicas de un período cultural determinado reciben expresiones variables según los distintos pueblos. La semejanza de aspecto retrocede cada vez más, domina lo particular, y con el concurso de miles de situaciones distintas aquí va a menos un aspecto de la vida y allí encuentra el más rico desarrollo. Es evidente que sólo la observación por separado de los distintos pueblos puede preservar esta abundancia de formaciones históricas de la atrofia, y a la propia investigación de la parcialidad dogmática.
No la producción de una estructura de ideas superior, sino el conocimiento de la vida, de su movimiento y sus múltiples manifestaciones, puede ser la meta de una investigación que busca enriquecer el campo de la Historia y la extensión de nuestro conocimiento histórico. Son puntos de vista de gran valor, pero así sólo aparecen en todo su significado sobre la base de un rico detalle, y sólo donde se une correctamente lo general con lo especial, el carácter global de un período cultural con el de los pueblos particulares, la doble necesidad del alma humana se libera mediante la unidad y la multiplicidad. Aquélla de los pueblos que se muestra en el ciclo de nuestra investigación suministra nuevos rasgos a la imagen total de la ginecocracia y de su historia, o nos muestra los ya conocidos desde otro aspecto antes poco observado.
Así con la investigación aumenta el conocimiento, se llenan los vacíos; las primeras observaciones se confirman, se modifican, se amplían con las nuevas; el saber se cierra paulatinamente, la comprensión obtiene una cohesión interna; se producen puntos de vista cada vez más elevados; finalmente todos encuentran su punto de contacto en la unidad de una idea superior. Mayor que la alegría por el resultado es la que acompaña la consideración de su formación gradual. La interpretación no debe perder este atractivo de la investigación, y tampoco se debe considerar preferente comunicar el resultado, sino exponer su obtención y su desarrollo progresivo.
El siguiente estudio exige por esto cooperación y tiene cuidado de que su autor no aparezca molestando entre el lector y la materia ofrecida, y así desvíe hacia sí la atención del tema, al que únicamente le corresponde. Sólo lo conseguido por uno mismo tiene mérito, y nada repele más a la Naturaleza humana que lo ya hecho. El presente libro no lleva consigo ninguna otra reivindicación en el público que someter a la investigación una nueva materia de reflexión nada fácil de delimitar. Necesita este poder de estímulo y así se colocará en la modesta posición de un nuevo trabajo previo, y también todos los intentos de menosprecio por parte de los sucesores y los juicios hechos solamente considerando los defectos e imperfecciones se someterán con serenidad al destino normal.
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J. J. Bachofen
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