lunes, 18 de octubre de 2010

Hegel y la producción de la autoesclavización, por Judith Butler


Hegel y la producción de la autoesclavización.-

En la Fenomenología de Hegel los cuerpos casi nunca aparecen como objeto de reflexión filosófica, mucho menos como lugares de experiencia, sino que siempre son presentados indirectamente como sólo el envoltorio, la ubicación o la especificidad de la conciencia. Con el amo y el esclavo se nos da a entender que estas figuras discrepantes están posicionadas de manera diferente con respecto a la vida corporal. El esclavo aparece como un cuerpo instrumental cuyo trabajo provee al amo de las condiciones materiales de su existencia y cuyos productos materiales reflejan tanto su subordinación como la dominación del amo.
En cierto sentido, éste actúa como un deseo incorpóreo de autorreflexión, el cual no sólo exige la subordinación del esclavo con la categoría de cuerpo instrumental, sino que de hecho exige que el esclavo sea el cuerpo del amo, pero de tal manera que éste olvide o niegue su propia contribución a la producción de aquél, una producción que llamaremos proyección.
Esta artimaña conlleva una doble negación y una exigencia de que el “otro” se vuelva cómplice de ella. Para que el amor pueda no ser el cuerpo que presumiblemente es y para que el esclavo pueda actuar como si el cuerpo que es le perteneciese -en lugar de ser un proyección instrumentada por el amo- debe haber algún tipo de intercambio, un pacto o trato, que instituya y tramite la artimaña. En efecto, la exigencia que se le impone al esclavo se puede formular del siguiente modo: sé tú mi cuerpo para mí, pero no dejes que me entere de que el cuerpo que eres es mi propio cuerpo. Aquí se cumple un mandato y un contrato de manera tal que las maniobras que garantizan el cumplimiento se encubren y olvidan inmediatamente.

Al final se ve al esclavo trabajando afanosa y repetitivamente con objetos que pertenecen al amo. Se asume que de entrada ni si trabajo ni sus productos son suyos, que han sido expropiados.

Y sin embargo el “contrato” por el cual el esclavo sustituye al amo se vuelve trascendente; la misma sustitución se vuelve formativa del esclavo y para el esclavo.

Su trabajo, su actividad, que pertenece desde el principio al amo, le devuelve al esclavo el reflejo de su propio trabajo, un trabajo que emana de él, aunque parezca emanar del amo.

¿Puede decirse entonces que en ultima instancia el trabajo que se le refleja le pertenece? Recordemos que el amo ha negado su propio ser trabajador, su cuerpo como instrumento de trabajo, y ha asignado al esclavo la función de ocupar su cuerpo por él.
Es decir, el esclavo trabaja como sustituto al servicio de la negación; sólo mediante la imitación y el encubrimiento del carácter mi mimético de su trabajo del esclavo y por tanto como ejemplo del mismo como solidificación y reflejo de él. Pero entonces ¿qué es o que refleja el objeto? ¿La autonomía del esclavo? ¿O e disimulado efecto de autonomía que resulta del contrato suscrito por el amo y el esclavo? En otras palabras, si el esclavo conquista la autonomía gracias a la imitación del cuerpo del amo, una imitación que se le mantiene oculta a éste, entonces dicha autonomía es el efecto creíble del disimulo. Por consiguiente, el objeto de trabajo refleja la autonomía del escalvo en la medida en que también encubre el disimulo implícito en su actividad.

Pero aquí surge una pregunta: ¿La actividad del esclavo queda completamente constreñida por el disimulo que la provoca? ¿O el disimulo produce efectos que escapan al control o dominio del amo?

El trabajo es para Hegel un tipo de deseo que idealmente suprime el carácter transitorio del deseo; en sus palabras: “el trabajo es apetencia reprimida, desaparición contenida”. Trabajar un objeto es darle forma y darle forma es darle una existencia que trasciende lo transitorio. El consumo del objeto es la negación del efecto de permanencia; el consumo del objeto es su deformación. La acumulación de la propiedad exige, sin embargo, que los objetos formados sean poseídos en lugar de consumidos; sólo como propiedad pueden conservar su forma y “contener su desaparición.” Sólo como propiedad pueden cumplir la promesa teológica con la que están investidos.
El miedo del esclavo se basa, entonces, en la experiencia de ver expropiado aquello que parece ser su propiedad.
La experiencia de sacrificar lo que ha hecho le muestra dos cosas: una, que lo que es está encarnado o significado en lo que hace, y dos, que lo que hace lo hace bajo la obligación de sacrificarlo.

La expropiación del trabajo no niega el sentido de sí mismo como ser trabajador que tiene el esclavo, pero implica que todo lo que hace también lo pierde. La cosa determinada que hace el esclavo lo refleja a él como cosa determinada. Pero puesto que el objeto es entregado, él se convierte en algo que puede ser confiscado.

La confrontación con la muerte al final recuerda la lucha a vida o muerte del principio. La estrategia de dominación tenía como finalidad sustituir la lucha a vida o muerte. Pero en la versión anterior la muerte se producía por la violencia del otro; la dominación era un modo de obligar al otro a morir dentro del contexto de la vida. El fracaso de la estrategia de dominación reintroduce el miedo a la muerte, pero presentando a ésta como el destino inexorable de todo ser cuya conciencia esté determinada y encarnada no ya como una amenaza planteada por otro.

La conciencia desventurada emerge aquí en el movimiento por el cual el terror es acallado mediante una resolución obstinada o mejor mediante la acción por la cual el terror a la muerte corporal es despazado por una suficiencia y una obstinación que serán redefinidas como sentimiento piadoso.
Este yo piadoso no está exento de terror, su reflexividad es autoaterrorizante. Al final el cuerpo del esclavo que era emblema de instrumento de trabajo, se transforma en un objeto transitorio, sujeto a la muerte.

¿Cuál es la forma que adopta el autosometimiento en la conciencia desventurada? En primer lugar es una forma de obstinación (eigensinnigkeit). Tiene un “sentido propio” o una “obstinación” que sin embargo es todavía una forma de servidumbre. La conciencia se aferra o se vincula a sí misma, y este aferrarse a la conciencia es al mismo tiempo una negación del cuerpo, que parece reflejar el terror a la muerte, el miedo absoluto. La conciencia desventurada exige y pone en práctica esta vinculación recurriendo a un imperativo. El miedo es acallado legislando una norma ética. Por consiguiente, el imperativo de aferrarse a uno mismo está motivado por el miedo absoluto y la necesidad de rechazarlo. En la medida en que se trata de un mandato ético, dicho imperativo representa el rechazo desarticulado del miedo absoluto.

La conciencia desventurada explica la génesis del ámbito de lo ético como una defensa contra e miedo absoluto. La fabricación de normas a partir del (y en contra del) miedo y su imposición reflexiva sujetan la conciencia desveturada en un doble sentido: el sujeto se ve subordinado a las normas y éstas son subjetivadoras, es decir, confieren forma ética a la reflexividad del sujeto emergente. El sometimiento que se produce bajo el signo de lo ético es una huida del miedo, y por tanto se constituye como una especie de huida y negación, una huida y negación, una huida temerosa del miedo, que lo encubre primero con la obstinación y luego con el sentimiento piadoso. Mientras más absoluto se vuelve el imperativo ético, mientras más obstinada o eigensinning se vuelve la aplicación de su ley con más fuerza se articula y a la vez se rechaza el carácter absoluto del miedo que lo motiva. El miedo absoluto es desplazado pues por la ley absoluta, la cual paradójicamente reconvierte el miedo en miedo a la ley.

El miedo absoluto amenazaría a todas las cosas determinadas incluyendo la coseidad determinada del esclavo. La huida de ese miedo, del miedo a la muerte, vacía el carácter de cosa del sujeto. Ello implica desalojar el cuerpo y aferrarse a lo que parece más incorpóreo: el pensamiento. Hegel presenta el estoicismo como una especie de vinculación defensiva que separa la actividad del pensamiento de cualquier contenido.

Para Hegel, el estoico se retira a una existencia subjetiva y racional que tiene como finalidad suprema la retirada absoluta de la existencia, incluida la suya propia. Esta tarea, por supuesto, lleva implícita una contradicción, puesto que incluso la contradicción con uno mismo exige un yo persistente que ponga en práctica la retirada de su propia existencia. Puesto que el acto conceptual de negación presupone la insuperabilidad del sujeto pensante. Para el escéptico el yo es una actividad perpetuamente negadora, que refuta activamente la existencia de todo al postularlo coo actividad constitutiva suya.

El escéptico niega el ámbito de la otredad intentando demostrar que cualquier determinación de necesidad lógica se convierte en su opuesto y por tanto no es lo que es. El escéptico rastrea y enfoca la constante desaparición de las apariencias determinadas sin tomar en cuenta la lógica dialéctica que instrumenta y unifica las diversas oposiciones. Por consiguiente, nada es lo que es y no existe ningún fundamento lógico o empírico accesible que permita al escéptico conocer el ámbito de la otredad de manera racional. El pensamiento del escéptico se convierte en un esfuerzo frenético por hacer que desaparezca toda determinación, convirtiéndose en otra, de tal modo que las constantes apariciones o desapariciones no siguen ningún orden o necesidad.
Hegel argumenta que esta producción de desorden es placentera en la medida en que el escéptico se encuentra siempre en condiciones de minar la posición de sus oponentes filosóficos.

Este tipo de refutación incesante y placentera es todavía una forma de obstinación o eigensinnigkeit: “es en realidad una disputa entre muchachos testarudos (eigensinniger Jungen) que contradiciéndose cada uno de ellos consigo mismo se dan la satisfacción (die Freude) de permanecer en contradicción el uno con el otro”.

El escéptico pasa por alto su propio carácter contradictorio a fin de obtener satisfacción obligando a los demás a ser testigos de sus contradicciones. Pero esta satisfacción que es una forma de sadismo, dura poco, ya que los obstinados y persistentes esfuerzos del escéptico se verán inevitablemente puestos a prueba cuando se encuentre con alguien como él. Si otro escéptico le descubre sus contradicciones se verá obligado a confrontar su propio carácter contradictorio, y ello iniciará para él una nueva modalidad de pensamiento. En este punto el escéptico se vuelve autoconsciente de la contradicción constitutiva de su propia actividad de negación y la conciencia desventurada emerge como una forma explícita de reflexividad ética.

En cierto sentido la satisfacción obstinada y pueril que obtiene el escéptico al ver caer a otros se convierte en profunda desventura cuando es obligado por así decir a contemplarse a sí mismo incurrir en interminables contradicciones. Aquí la distancia otorgada por la contemplación parece esencialmente vinculada al sadismo del placer y a la actitud del escéptico por la cual mediante la distancia visual se exime a sí mismo de la escena que presencia. Bajo la modalidad de la desventura, el placer sádico de contemplar a otro se convierte en contemplación desagradable de sí mismo. El acto de presenciar conlleva una reduplicación mimética del yo y su “desapasionamiento” es desmentido por la pasión del mimetismo.

El sadismo dirigido contra el otro se vuelve ahora contra la conciencia misma (aplazaremos por el momento la cuestión de si el placer del sadismo se desvía también contra la conciencia). Al ser una estructura dual, la conciencia desventurada se toma a sí misma como su propio objeto de desprecio.

La conciencia filosófica de este desprecio adopta la siguiente forma: la conciencia se halla ahora dividida en dos parte, la “esencial” e “inmutable” por un lado y la “inesencial” y “cambiante” por el otro. El yo que contempla, el cual se define como una especie de yo testigo despectivo, se diferencia del yo al que constantemente observa incurrir en la contradicción.
La contemplación se convierte en un modo de restablecer la distancia visual entre un sujeto apartado de la escena y el sujeto en contradicción. En este caso, sin ebargo el yo testigo despectivo no puede negar que el yo contradictorio es su propio yo; sabe que el yo contradictorio es él mismo, pero para poder apuntalar una identidad por encima y en contra de él, convierte a este yo contradictorio en una parte inesencial de sí mismo. Por consiguiente se separa de sí mismo a fin de purgarse de la contradicción.

Como resultado la conciencia desventurada se censura constantemente erigiéndose a una parte de sí en un juez puro, ajeno a la contradicción, que menosprecia a su parte cambiante como inesencial, aunque esté inexorablemente ligado a ella. Significativamente la actividad que comenzó como sadismo pueril en el escepticismo se convierte en autoenjuiciamiento ético en el contexto de la conciencia desventurada: la conciencia inmutable “emite juicio” sobre la conciencia cambiante, como lo haría un adulto sobre un niño. Sin embargo, la estructuración dual del sujeto lleva implícita una relación entre pensamiento y corporeidad; puesto que lo inmutable ha de ser una especie de pensamiento no contradictorio, el pensamiento puro anhelado por los estoicos, el ámbito contradictorio, el ámbito contradictorio será entonces el de las cualidades mudables, el ámbito cambiante de las apariencias, lo que pertenece al propio ser fenoménico del sujeto. El niño que “contempla” se transfigura en el juez que “emite juicio” y el aspecto del yo sobre el cual emite juicio se halla inmerso en el mundo cambiante de las sensaciones corporales.

La conciencia desventurada busca superar la dualidad encontrando un cuerpo que encarne la pureza de su parte inmutable; busca entrar en contacto con “lo Inmutable en su forma corpórea o encarnada”. Para conseguirlo el sujeto subordina su propio cuerpo al servicio del pensamiento de lo inmutable; este esfuerzo de subordinación y purificación es el recogimiento devoto (Andacht). Sin embargo ta como era de prever, el esfuerzo por colocar el cuerpo al servicio del pensamiento de lo inmutable se revela infructuoso. El recogimiento devoto resulta ser puro sentir interior, lo que Hegel describe despectivamente como el “informe resonar de las campanas o un cálido capor nebuloso, un pensamiento musical”. En tanto que sentir interior se trata del sentir del cuerpo que ha sido obligado a significar lo trascendente e inmutable, pero que pese a todo permanece instalado en el sentir corporal que se propone trascender. De hecho, el sentir interior se refiere única e incesantemente a sí mismo (es una forma trascendente de eigensinnigkeit), y es por tanto incapaz de suministrar conocimiento sobre nada que no sea él mismo. Por consiguiente, el recogimiento devoto que persigue instrumentalizar el cuerpo al servicio de lo inmutable, termina siendo una inmersión en el cuerpo que imposibilita el acceso a cualquier otra cosa, una inmersión que toma al cuerpo por lo inmutable y al hacerlo cae en la contradicción.

Aunque el recogimiento devoto parece ser una forma de inmersión en uno mismo es también una continuación de la autocensura en forma de automortificación. Precisamente porque no logra alcanzar lo inmutable, el sentir interior se vuelve él mismo objeto de mofa y juicio, señalando la continuada insuficiencia del yo en relación con su medida trascendente. Lo trascendente es lo que nunca se alcanza y por tanto habita a la conciencia como emblema de lo permanentemente inaccesible, lo para siempre perdido. Por consiguiente, bajo la modalidad del recogimiento devoto: “ante la conciencia sólo se hace presente el “sepulcro de su vida”.

El recogimiento devoto que empezó siendo un intento de subordinar el cuerpo a un objeto trascendente, termina pues tomando el cuerpo es decir, el sentir interior como objeto de culto, y dejando morir el espíritu inmutable.

Podríamos concluir que cieta forma de absorción en uno mismo entendida como reformulación de una insuperable eigensinnigkeit representa un narcisismo del sujeto que frustra el abnegado proyecto del recogimiento devoto.

El sujeto que estaba dispuesto a subordinar su cuerpo a un ideal, a obligarlo a encarnar una idea, encuentra que es mucho más autónomo que ese ideal y que lo sobrevive por completo.

La caída de recogimiento devoto en el narcisismo si es que podemos llamarlo así significa que es imposible separarse del cuerpo dentro de la vida. Obligado pues a aceptar la premisa de la inexorabilidad del cuerpo, emerge un nuevo tipo de sujeto, claramente kantiano. Si hay un mundo de apariencias para el cual el cuerpo es esencial, entonces tiene que haber un mundo de noúmenos donde no tenga cabida el cuerpo; el mundo se dividirá en seres para-sí y seres en-sí.

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En una forma que pefigura las Migajas filosóficas de Kierkegaard, Hegel afirma que el mundo inmutable cede o sacrifica una forma corpórea, que el en-sí entrega al mundo cambiante una versión corpórea de sí mismo para que sea sacrificada.
Cristo es concebido como una encarnación que constantemente da gracias, en su deseo y en sus obras esta conciencia encarnada busca dar gracias por su propia vida, sus capacidades, facultades, habilidades. Éstas le son dadas; su vida es experimentada como un don; y vive toda su vida bajo la modalidad de la gratitud. Todos sus actos se los debe a otro; acaba concibiendo su vida como una especie de deuda eterna.


Precisamente porque este ser viviente le debe la vida a otro ser, no es el asiento u origen de sus propias acciones. Sus acciones remiten a las de otro; y al no ser el fundamento de sus propias acciones, no es responsable de lo que hace. Por otro lado sus acciones deben interpretarse como una perpetua renuncia a sí mismo, por lo cual el yo prueba o demuestra su gratitud. La demostración de gratitud se convierte, entonces, en una especie de autoengrandecimiento lo que Hegel denominará “el extremo de la singularidad”.
La renuncia a que el yo sea el origen de las propias acciones debe hacerse repetidamente y nunca puede conseguirse de manera definitiva, aunque sólo sea porque la demostración de la renuncia constituye en sí misma una acción voluntaria, que anula retóricamente lo mismo que había de demostrar.


El yo se convierte en un intérprete constante de la renuncia, pero al tratarse de una acción, su interpretación contradice la declaración de inacción que pretende significar. Paradójicamente, la interpretación se convierte en la ocasión de una acción grandiosa e interminable que efectivamente aumenta y otorga singularidad al yo que se propone negar.
Al igual que la del estoico esta conciencia busca saberse y mostrarse como “nada”; sin embargo, se convierte inevitablemente en una acción de nada. Aquí el placer que antes residía en el sadismo pueril del escéptico se vuelve contra el yo: Hegel sostiene que el goce de la “acción de nada”... deviene en el “sentimiento de su desventura”. Esta mezcla de placer y dolor es el resultado de la renuncia a un yo que nunca puede realizar del todo esa renuncia puesto que al tratarse de una realización incesante, trae consigo la placentera afirmación del yo. El ensimismamiento de la conciencia no se traduce en autocongratulación o simple narcisismo. Por el contrario, aparece como narcisismo negativo, como absorción en lo más degradado y corrupto de sí misma.


Aunque el yo al que se ha de renunciar es representado nuevamente como un yo corpóreo, como “este singular real” en sus “funciones animales”. Hegel parece aludir a la defecación como objeto de la absorción del yo: “Como este enemigo se produce en su derrota, la conciencia, al fijarlo, en vez de ser liberada de él, permanece siempre en relación con él y se siente siempre maculada”.
Este enemigo por así decir es descrito como “lo más vil y lo más singular” y funciona desafortunadamente como objeto de identificación para la conciencia caída. Aquí en su suprema abyección la conciencia se ha convertido en semejante a mierda, perdida en una analidad autorreferencial, en un círculo de su propia creación. En palabras de Hegel: “vemos nosotros solamente a una personalidad limitada a sí misma y a su pequeña acción y entregada a ella, una personalidad tan desventurada como pobre”.


Al verse a sí misma como nada, como una acción de nada, con una función excrementicia y al verse por tanto como excremento esta conciencia se reduce efectivamente a las características mudables de sus funciones y productos corporales. Sin embargo, como se trata de una experiencia de desventura existe cierta conciencia que hace inventario de estas funciones sin identificarse del todo con ellas. Significativamente, es aquí, en el esfuerzo por diferenciarse de sus funciones excretoras, de su misma identidad excretora, cuando la conciencia se apoya en un “mediador” lo que Hegel llamará “el sacerdote”. Con el fin de reconectarse con lo puro e inmutable, la conciencia corpórea ofrece todas sus “obras” a un sacerdote o ministro. Esta instancia mediadora libera a la conciencia abyecta de la responsabilidad de sus propias acciones. A través de la institución de la consulta y el consejo, el sacerdote ofrece la razón de las acciones de la conciencia abyecta. Todo lo que ofrece la conciencia abyecta es decir todas sus externalizaciones incluyendo el deseo, el trabajo y el excremento, deben interpretarse como ofrendas como penitencias.
El sacerdote instituye el autosacrificio corporal como precio de la santidad, elevando el gesto sacrificial del excremento a una práctica religiosa por la cual el cuerpo entero es purgado ritualmente. La santificación de la abyección tiene lugar mediante rituales de abstinencia y mortificación (fasten und kastein). Ya que el cuerpo no puede ser completamente negado, como pensaban los estoicos, debe ser renunciado de manera ritual.


Mediante sus abstinencias y moritificaciones, la conciencia desventurada se niega los placeres del consumo, pensando quizás que podrá frustrar así la inevitabilidad del momento excrementicio. En tanto que actos corporales autoinfligidos, la abstinencia y la mortuficación son acciones reflexivas movimientos del cuerpo contra sí mismo. En el límite de la automortificación y la renuncia a sí misma, la conciencia abyecta parece fundamentar sus acciones en los consejos del sacerdote y sin embargo esta fundamentación no hace sino ocultar los orígenes reflexivos de su autocastigo.


En este punto Hegel se desvía de la línea de argumentación que había seguido hasta ahora, por la cual mostraba la postura de autonegación como postura, como fenomenización que refuta la misma negación que pretende instituir. En su lugar, Hegel afirma que a través de las acciones autosacrificiales del penitente opera la voluntad del otro. No refuta el autosacrificio con el argumento de que constituye en sí mismo una actividad voluntaria; por el contrario, afirma que en el autosacrificio se pone en práctica la voluntad de otro. Podría esperarse que el penitente apareciese deleitándose en sí mismo, autoengrandeciéndose, narcisista, que sus autocastigos culminasen en una afirmación placentera del yo. Pero Hegel elude esta explicación y al hacerlo rompe con la línea de argumentación en favor de una solución religiosa a través del Espíritu.
De hecho en este punto podríamos imaginar una serie de transiciones de cierre para “La conciencia desventurada” distintas de la que ofrece Hegel y que sin embargo resultarían más hegelianas que Hegel mismo. El penitente rechaza el acto como suyo, reconociendo que a través de su autosacrificio opera la voluntad de otro, el sacerdote, y más aún, que la voluntad del sacerdote está determinada por la de Dios. Instalada así en una gran cadena de voluntades, la conciencia abyecta ingresa en una comunidad de voluntades. Aunque su voluntad es determinada se halla sin embargo ligada a la del sacerdote; en esta unidad se vislumbra por primera vez la noción del Espíritu.
El mediador o sacerdote indica al penitente que su dolor será retribuido con la abundancia eterna, que su desventra será recompensada con la felicidad eterna; la desventura y el dolor anuncian una futura transformación en sus contrarios. En este sentido, el ministro reformula la inversión dialéctica y establece la inversión de valores como principio absoluto. Mientras que en todos los ejemplos anteriores de autonegación el placer se concebía como inherente al dolor (el placentero engrandecimiento del estoico, el placentero sadismo del escético), aquí el placer se separa temporalmente del dolor, se proyecta como su futura compensación. Para Hegel la transformación escatológica del dolor de este mundo en el placer del siguiente marca la transición de la autoconciencia a la razón.
Y el reconocimiento por parte de la autoconciencia de ser parte de una comunidad religiosa de voluntades cumple la transición de la autoconciencia al Espíritu.
Pero ¿cómo hemos de interpretar esta transición final teniendo en cuenta la relación inmanente entre placer y dolor presentada en las transiciones precedentes?


Antes de la introducción del mediador y el sacerdote, el capítulo sobre la conciencia desventurada parecía contener una crítica mordaz de los imperativos éticos y los ideales religiosos, una crítica que prefiguraba el análisis de Nietzsche sesenta años despues. Toda tentativa de reducirse a la inacción o la nada, de subordinar o moritifcar el propio cuerpo, culminaba en la involuntaria producción de la autoconciencia como agente autoengrandecedor en busca de placer. Toda tentativa de vencer el cuerpo, el placer y la potencia demostraba no ser sino la afirmación de esos mismos rasgos del sujeto.
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