viernes, 22 de octubre de 2010

El matriarcado, por J. J. Bachofen, el principio dionisíaco y el demetríaco

el matriarcado.-

el principio dionisíaco:


Todas las grandes Madres de la Naturaleza en las que ha tomado nombre y forma corpórea la potencia concibiente de la materia, reúnen en sí los dos grados de la maternidad, el más profundo, puramente natural, y el superior, ordenado por el matrimonio, y sólo en el curso del desarrollo y bajo el influjo de las relaciones popular-individuales alcanza la preponderancia aquí uno y allí el otro. Esto último se asocia firmemente a la serie de pruebas para el carácter histórico de un nivel vital prematrimonial. La sucesiva purificación de la idea de divinidad muestra una decidida mejora de la vida y sólo puede realizarse una unión con ésta, lo mismo que a la inversa, toda recaída en las circunstancias profundas más sensuales encuentra su expresión correspondiente en el campo de la religión. Lo que las figuras divinas siempre llevan en sí dominó una vez la vida, y prestó su fisonomía a un período de la cultura humana.
No se puede dejar de pensar en una contradicción; la religión basada en la contemplación de la Naturaleza es necesariamente la verdad de la vida, y por lo tanto su contenido es la historia de nuestra raza. Ninguna de mis concepciones básicas encontrará en el curso de la investigación una confirmación más radical y frecuente, y ninguna arroja una luz más clara sobre la lucha del hetairismo con la ginecocracia matrimonial. Aparecen enfrentados dos niveles vitales y cada uno de ellos descansa sobre una idea religiosa y se nutre de concepciones cultuales. La Historia de los locrios epicefirios es más adecuada que la de cualquier otro pueblo para confirmar en toda su corrección histórica el ciclo de ideas que he expuesto hasta aquí. En ningún otro se muestra de forma tan curiosa la sucesiva elevación victoriosa de la ginecocracia demetríaca sobre el originario ius naturale afrodítico; en ninguno es tan evidente la dependencia de todo el esplendor del Estado de la subordinación del hetairismo, pero tampoco en ningú otro se demuestra de forma tan instructiva el poder imperecedero de las ideas religiosas más primitivas y su surgimiento en épocas tardías.

Se opone a nuestra manera de pensar actual ver que las circunstancias y testimonios que nosotros asignamos al oscuro y secreto círculo de la vida familiar ejercen un influjo tan considerable en la vida del Estado, en su florecimiento y en su caída.

También se ha apreciado la no escasa atención en la investigación del desarrollo interno de la antigua Humanidad a aquel aspecto cuya consideración nos ocupa. Y sin embargo es justamente por la conexión de la relación entre los sexos y del grado de su concepción profunda o elevada con la vida y el destino de los pueblos para lo que la siguiente investigación entra en relación inmediata con las grandes preguntas de la Historia.

El primer gran encuentro del mundo asiático y el griego se representa como una lucha entre el principio afrodítico-hetáirico y el heraico-matrimonial, la causa de la guerra de Troya se reduce a la violación del tálamo y continuando la misma idea, la victoria completa final dee la Juno matronal sobre la madre de Eneas, Afrodita, trasladada a la época de la Segunda Guerra Púnica, por lo tanto a aquel período en el que la grandeza del pueblo romano está en su punto álgido. No se puede dejar de ver la conexión de estos fenómenos, y ahora es totalmente comprensible.

La Historia ha asignado a Occidente la tarea de llevar a la victoria el superior principio demetríaco vital mediante la disposición natural más pura y más casta de sus pueblos, y así liberar a la Humanidad de las cadenas del más profundo telurismo en el que la retenía la virtud mágica de la Naturaleza oriental. Roma debe a la idea política del imperium con la que irrumpe en la Historia del mundo, que se pueda llevar a cabo este proceso de la antigua Humanidad.

Lo mismo que los locrios epicefirios perteneciente de origen al matriarcado hetáirico de la Afrodita asiática, en una relación con la lejana patria, incluso en la religión, más estrecha que el mundo helénico completamente emancipado, puesta en relación con las concepciones de la cultura etrusca completamente maternal por la familia real de los Tarquinios, y en las épocas de apuro, advertida por el oráculo de que le falte la madre -que sólo Asia podía dar-, la ciudad, determinada al vínculo con el antiguo mundo y con el nuevo, nunca se enfrentaría victoriosamente a la maternidad material y su concepción asiático-natural sin la ayuda de su idea de soberanía política, nunca se desataría completamente del ius naturale, del que preserva solamente el armazón, y tampoco nunca podría celebrar el triunfo sobre la seducción de Egipto que en la muerte de la última Candace completamente afrodítico-hetáirica y en la contemplación por Augusto de su cuerpo exánime recibe su glorificación y en cierto modo su representación plástica.

En la lucha del principio hetáirico con el demetríaco, la difusión de la religión dionisíaca produce un nuevo cambio y un dañino contratiempo en la civilización de la Antigüedad. En la historia de la ginecocracia, este suceso ocupa un lugar muy destacado. Dioniso aparece a la cabeza de los grandes luchadores contra el Derecho materno, especialmente contra el aumento amazónico del mismo. Enemigo irreconciliable de la degeneración antinatural en la que había caído la existencia femenina, asocia su reconciliación, su benevolencia, al cumplimiento de la ley del matrimonio, al regreso al destino maternal de la mujer y al reconocimiento de la gloria sobresaliente de su propia naturaleza fálico-masculina. Según esta disposición, la religión dionisíaca parece llevar en sí un fomento de la ley demetríaca del matrimonio, y además ocupar uno de los primeros lugares entre las causas promotoras de la victoriosa fundación de la teoría de la paternidad. Y en efecto no se puede negar el significado de ambas relaciones. Sin embargo, el papel que nosotros asignamos al culto báquico como el más poderoso aliado de la tendencia hetáirica de la vida y la mención del mismo está bien fundado en esta relación y completamente justificado mediante la historia de su influjo en la tendencia vital del mundo antiguo.

La misma religión que la ley del matrimonio elevó a su punto central ha promovido más que ninguna otra el regreso de la existencia femenina a la completa naturalidad del afroditismo; la misma que prestaba al principio masculino un desarrollo superior a la maternidad ha contribuido a la degradación del hombre e incluso a su caída bajo la mujer.

Entre las causas que cooperan esencialmente a la rápida y victoriosa difusión del nuevo dios, ocupan un lugar muy significativo la exageración amazónica de la antigua ginecocracia y el salvajismo de toda la existencia amazónica de la antigua ginecocracia y el salvajismo de toda la existencia inseparable de ella. Cuanto más estrictamente actúa la ley de la maternidad, tanto menos le es dado a la mujer mantener la grandeza antinatural de su tendencia vital amazónica. El dios doblemente seductor por la asociación del esplendor físico y metafísico, debió encontrar en todas partes una acogida tanto más amistosa para arrastrar tan irresistiblemente al sexo femenino a su culto.
En un rápido cambio, la ginecocracia estrictamente amazónica pasó de la firme oposición al nuevo dios a la entrega igualmente firme al mismo; las mujeres guerreras, anteriormente luchando con Dioniso, aparecen ahora como su irresistible grupo de heroínas y muestran en la rápida sucesión de los extremos cuánto le cuesta a la naturaleza femenina en todas las épocas mantenerse en un justo medio. Regresan siempre con el mismo carácter entre los distintos pueblos, y están en una contradicción tan firme con el espíritu dionisíaco posterior dirigido sobre todo al placer pacífico y al embellecimiento de la existencia que una ficción sólo ahora activa es imposible.
El poder encantador con el que el sueño fálico de la exuberante vida de la Naturaleza arrastra por nuevos caminos al mundo de las mujeres, se manifiesta en fenómenos que no sólo sobrepasan las fronteras de nuestra experiencia, sino también las de nuestra fantasía, pero que manifestaría remitir al terreno de la poesía a insignificante intimidad con las oscuras profundidades de la naturaleza humana, con el poder de una religión que satisface proporcionalmente las necesidades físicas y metafísicas, con la excitabilidad del mundo femenino de sentimientos tan indisolublemente unidos a lo terreno y lo ultraterreno, pero fundamentalmente manifestaría un reconocimiento total de la subyugadora magia de la abundancia de la Naturaleza meridional. El culto dionisíaco ha conservado en todos los nivles de su desarrollo el mismo carácter con el que entró en la Historia. A través de su sensualidad y del significado que otorga al mandamiento del amor sexual, intrínsecamente unido a la condición femenina, entra en relación preferentemente con el sexo femenino, le da a su vida una orientación completamente nueva, en él ha encontrado su más fiel partidario, su más devoto sirviente, y ha fundado en su entusiasmo todo su poder.

Dioniso es en todo el sentido de la palabra, un dios de las mujeres, la fuente de todas sus esperanzas terrenas y sobrenaturales, el eje de su existencia, y por esto ellas reconocen primero su hegemonía, se manifiesta a ellas, lo divulgan y lo conducen a la victoria. Una religión que funda las máximas esperanzas en el cumplimiento del mandamiento sexual y asocia la felicidad de la existencia ultraterrena con la satisfacción de la terrenal, debe necesariamente minar cada vez ás la rigurosidad y disciplina del matronazgo demetríaco mediante la tendencia erótica que comunica a la vida femenina, y finalmente hacer regresar la existencia a aquel hetairismo afrodítico que reconoce su modelo en la total espontaneidad de la vida de la Naturaleza.

La Historia apoya la exactitud de esta conclusión a través del peso de sus testimonios. La relación de Dioniso con Deméter fue relegada cada vez más a un segundo plano por la unión con Afrodita y otras Madres de la Naturaleza; los símbolos de la maternidad reguladora de los cereales, la espiga y el pan, ceden ante el racimo báquico, el exuberante fruto del poderoso dios; leche, miel y agua, los castos sacrificios de la época antigua, ceden ante el vino que provoca el deseo sensual, el vértigo creciente, y la región del más profundo telurismo, la creación palustre con todos sus productos -tanto animales como vegetales-, obtiene en el culto una preponderancia sobre la agricultura y sus dones. De que la formación de la vida sigue completamente el mismo camino, nos convence ante todo el aspecto del mundo funerario, que se transforma mediante una conmovedora oposición a la fuente de nuestro conocimiento de la tendencia erótico-sensual de la vida femenina dionisíaca. De nuevo reconocemos el profundo influjo de la religión en el desarrollo de la civilización total. El culto dionisíaco ha traído a la Antigüedad la más elevada formación de una civilización completamente afrodítica, y le ha otorgado aquel esplendor que oscureció el perfeccionamiento y todo el arte de la vida moderna. Ha solucionado todas las trabas, abolido las diferencias y dirigiendo el espíritu de los pueblos a la materia y el embellecimiento de la existencia corporal, reducido la vida a las leyes de la materia. Este progreso de la representación de la existencia coincide con la liquidación de la organización política y la decadencia de la vida estatal. En el lugar de una rica articulación se hace visible la ley de la democracia, de la masa indiferenciada y aquella libertad e igualdad que distinguía la vida estatal ante la civil-ordenada, y que pertenecía al aspecto corporal-material de la naturaleza humana.

Los antiguos son completamente claros sobre esta relación, la ponen de relieve en los dichos más firmes, y nos muestran en datos históricos significativos la emancipación física y política como hermanas gemelas necesaria y eternamente unidas. La religión dionisíaca es al mismo tiempo la apoteosis de placer afrodítico y la de la fraternidad general, y por lo tanto querida por las categorías serviles y favorecida especialmente por los tiranos -los Pisistrátidas, Ptolomeos, César-, en interés de su dominación fundada sobre el desarrollo democrático.

Todos estos fenómenos surgen de la misma fuente, son sólo aspectos distintos de ella, de lo que ya los antiguos llamaban era dionisíaca. Resultado de una civilización esencialmente femenina, ponen de nuevo en manos de la mujer aquel cetro que en el Estado de las aves de Aristófanes lleva Basileia, favorecen sus esfuerzo de emancipación, como representan en Lisístrata y La Asamblea de las mujeres en circunstancias reales de la vida ático-jonia, y fundan una ginecocracia nueva, la dionisíaca, que se hace valer menos en formas legales que en el poder silencioso de un afroditismo que domina toda la existencia.

Una comparación de esta ginecocracia tardía con la originaria es especialmente adecuada para arrojar una luz más clara sobre la singularidad de cada una. Aquélla lleva el carácter demetríaco de una vida fundada en la costumbre y la estricta disciplina y ésta descansa esencialmente sobre la ley afrodítica de la emancipación carnal. Aquélla aparece como la fuente de las más altas virtudes y de una existencia, si bien limitada por un estrecho círculo de ideas, bien ordenada y sólidamente asentada, y ésta oculta bajo el esplendor de una vida muy desarrollada materialmente y espiritualmente móvil la decadencia de la fuerza y una corrupción de las costumbres que ha promovido más que ninguna otra causa la decadencia del mundo antiguo.

La valentía de los hombres va de la mano con la antigua ginecocracia, pero la dionisíaca le prepara un debilitamiento y un envilecimiento del que la propia mujer al fin se aparta con desprecio. No es dato insignificante para la fuerza interna de la nacionalidad licia y élide que de entre todos los pueblos originariamente ginecocráticos estos dos pudiesen conservar intacta durante tanto tiempo la pureza demetríaca de su principio materno frente al influjo disolvente de la religión dionisíaca. Cuanto más estrechamente la doctrina esotérica órfica, a pesar del alto desarrollo que presta al principio fálico-masculino, se asocia al antiguo predominio mistérico de la mujer, tanto más cerca está el riesgo de ruina. Entre los locrios epicefirios y los eolios de la isla de Lesbos podemos observar la transición y abarcar más claramente sus consecuencias.

Pero en especial lo es el mundo asiático y africano que dejó a su ginecocracia hereditaria convertirse en parte de un completo desarrollo dionisíaco. La Historia confirma repetidamente la observación de que las circunstancias más primitivas de los pueblos, de nuevo se abren paso hacia la superficie al final de su desarrollo. El ciclo vital lleva lo final al principio.

La siguiente investigación ha efectuado la desagradable tarea, esta triste verdad, mediante una nueva serie de pueblos fuera de toda duda. Los fenómenos en los que se manifiesta esta ley pertenecen especialmente a los países orientales, pero de ninguna manera se limitan a ellos. Cuanto más progresa la disolución interna del mundo antiguo, tanto más resueltamente se coloca de nuevo en primer plano el principio materno-material, tanto más decididamente su expresión afrodítico-hetáirica se eleva sobre la demetríaca.
Una vez más vemos lograr prestigio a aquel ius naturale que pertenece a la esfera más profunda de la existencia telúrica, y después de que se haya puesto en duda la posibilidad de su realidad histórica incluso para el nivel inferior de desarrollo humano, justamente éste mismo se introduce de nuevo en la vida del último con una deificación consciente del aspecto animal de nuestra naturaleza; la doctrina esotérica lo eleva a punto cnetral y es alabado como ideal de toda perfección humana. Al mismo tiempo se distinguen un gran número de fenómenos en los que los rasgos enigmáticos de la antigua tradición tienen paralelos completamente análogos. Lo que nosotros al comienzo de nuestra investigación encontramos con una envoltura mítica, se reviste al final con la historicidad de una época muy reciente, y se muestra por medio de esta conexión como totalmente legítimo; a pesar de toda la libertad del tratamiento se efectúa el progreso del desarrollo humano.

El amazonismo
He destacado repetidamente en la interpretación recién expuesta de los distintos niveles del principio materno y de su lucha, el aumento amazónico de la ginecocracia y de este modo he señalado el importante papel que proporciona a este fenómeno en la historia de las relaciones entre los sexos.
El amazonismo está, en efecto, en la más estrecha relación con el hetairismo. Ambos curiosos aspectos de la vida femenina se necesitan y se explican recíprocamente. La manera en que debemos imaginar su relación de cambio tiene que ser indicada en contacto con las tradiciones conservadas. Clearco asocia al aspecto amazónico de Onfale la observación general de que tal crecimiento del poder femenino, dondequiera que se encuentre, siempre supone un envilecimiento precedente de la mujer, y debe ser explicado por el necesario cambio de los extremos. Varios de los mitos más conocidos, los crímenes de las mujeres lemnias y de las Danaides e incluso el asesinato de Clitemnestra, se asocian para confirmarlo.

Por todas partes, aparece el ataque al Derecho de la mujer, que provoca su resistencia y arma su brazo, primero para defenderse y luego para vengarse sangrientamente. Según esta ley, fundada en la estructura de la naturaleza humana y especialmente femenina, el hetairismo debe conducir necesariamente al amazonismo. Envilecida por el abuso del hombre, la mujer siente primero el anhelo de una posición más segura y una existencia más pura. El sentimiento de la afrenta sufrida, el furor de la desesperación, la llevan a la resistencia armada y la elevan a aquella grandeza guerrera que mientras parece traspasar las fronteras de la feminidad, arraiga solamente en la necesidad de elevación. De esta interpretación resultan dos conclusiones y ambas tienen el respaldo de la Historia. El amazonismo se representa como un fenómeno completamente general. No arraiga en las condiciones físicas o históricas de una determinada tribu, sino más bien en circunstancias y aspectos de la existencia humana. Comparte con el hetairismo un carácter de universalidad. La misma causa provoca el mismo efecto en todas partes. Aspectos amazónicos están entretejidos en los orígenes de todos los pueblos. Se pueden seguir desde el interior de Asia hasta Occidente, desde el Norte escítico hasta Africa occidental; al otro lado del Océano no son menos numerosos menos seguros, y fueron observados en épocas muy cercanas al séquito de sangrientas venganzas contra el sexo masculino. La legitimidad de la naturaleza humana asegura a los niveles más primitivos de desarrollo un carácter típico-general. Un segundo hecho se asocia al primero. El amazonismo a pesar de su salvaje degeneración, señala una mejora esencial de la civilización humana. Degeneración y recaída en medio de niveles culturales más tardíos son, en su primera formación, progreso de la vida hacia una formación más pura, y un punto de inflexión no sólo necesario, sino también de benéficas consecuencias, del desarrollo humano. En él el sentimiento del superior Derecho del matriarcado se opone a las reivindicaciones sensuales de la fuerza física, en él está el primer germen de aquella ginecocracia que basa la civilización estatal de los pueblos en el poder de la mujer. Justamente para esto la Historia suministra las confirmaciones más instructivas.

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