jueves, 28 de octubre de 2010

El derecho materno belerofóntico y el patriarcado heracleo

El derecho materno belerofóntico y el patriarcado heracleo

El linaje es inmortal solamente con la sucesión de las generaciones. “Este crece y aquel desaparece”, se dice en la Ilíada. “La raza de los mortales camina como el reino vegetal, eternamente en círculo”. Virgilio cantó de una forma muy hermosa a las abejas, en cuyo Estado la naturaleza ha modelado el matriarcado más puro:

“Y aunque su vida sea tan breve, pues no pasa
del séptimo estío, su generación permanece
inmortal, y por muchos años dura la fortuna
del solar, y se enumera por abuelos de abuelos”.

La misma muerte es condición previa de la vida, y ésta se descompone de nuevo en aquélla, y con ello la generación mantiene su inmortalidad en el cambio eterno de dos polos. Esta identidad de la vida y de la muerte que volvemos a encontrar en infinitas formaciones mitológicas, ha conservado en Belerofonte su nítida expresión. El, que lleva en sí la fuerza engendradora de Poseidón, es al mismo tiempo, y debemos decirlo, justamente por eso, también servidor de la muerte y representante del principio destructor de la Naturaleza. Como tal lo señala su nombre Belerofonte o Laofonte. El, hijo del poderoso engendrador Poseidón, se llama “matador del pueblo”. La muerte involuntaria de su hermano, el emphýlios phónos, inaugura su carrera. La fuerza generadora es la misma que la destructora. Quien despierta la vida, trabaja para la muerte. Nacer y perecer caminan al mismo paso en la creación telúrica como hermanos gemelos. En ningún momento de la existencia terrenal se abandonan. En ningún instante, en ningún organismo telúrico se puede imaginar la vida sin la muerte. Lo que ésta quita, lo pone aquélla, y sólo allí donde desaparece lo antiguo puede originarse lo nuevo. Las antiguas filosofía y mitología no han expresado ninguna otra idea tan variadamente y con imágenes y símbolos tan profundos como ésta.

La trataremos en el curso del presente trabajo, y no dejaremos de ponerla de relieve una y otra vez. En el mito de Belerofonte, es evidente para el sensato que consienta leer los jeroglíficos de la leyenda.

El cambio de toda la vida telúrica entre ser y desaparecer, nacer y perecer, la muerte como condición previa y consecuencia de la vida, la decadencia como la ley más íntima de toda la creación terrestre, el odos ano kato de Heráclito, el skoteinos de Efeso, todo esto nos muestra a Belorofonte a la vez como poder engendrador y asesino del pueblo. Su mito tiene un contenido físico, como toda mitología, según Estrabón. El mismo debe perecer para encontrar tres hijos para que quede uno. En Isandro, Hipóloco y Laodomía hemos encerrado la repetición humana de la Quimera: dos hombres y una mujer, un león y un dragón, las imágenes del poder engendrador del fuego y del agua, y la cabra femenina, el animal de Esculapio que concibe y alimenta, imagen de la Tierra fecunda, lo mismo que un huevo encierra en su oscuro seno a Helena y los Dióscuros. La potencia telúrica de la Naturaleza se desarrolla hacia la triplicidad, por lo cual todas las potencias generadoras de la Naturaleza aparecen como triples.

En los tres dioses licios catatónicos de la vida y de la muerte, Arsalo, Drias y Trosobio (Plutarco, de Delph), lo mismo que en el antiguo nombre del pueblo licio de termilos o termilios y en la fiesta de los nueve días de Yóbates se repite el mismo número básico.

La representación exterior del poder se desmorona en una eterna ruina; solamente el propio poder permanece imperecedero. Lo mismo que la Quimera, también Belerofonte ha engendrado para la muerte un linaje triple. La misma ley a la que aquél sucumbe aprisiona también a éste. El padre no lo ha comprendido en la juventud, y así ahora debe experimentarlo en la vejez en su descendencia más próxima. Igual que Tetis, se siente impotente para ver provisto de inmortalidad lo que engendró el hombre inmortal.

En vano ha escapado a la emboscada que le tendió Yóbates, mientras que los hijos de Molione sucumbían a la de Heracles en Nemea. El descubre ahora que un destino, un fatum, la Necesidad de Diomedes, alcanza a la creación, alta o baja, que los dioses abarcan en la misma ira a todo lo terrenal. También el licio Dédalo, el creador masculino de la vida, fue muerto por la picadura de una serpiente del pantano, cuando se creía alejado de la muerte. Por esto Belerofonte acusa a los dioses de ingratitud. Por esto invoca la cólera de Poseidón sobre la tierra licia. El quiere ver castigada con la infecundidad a la materia física, que lo parió en vano, que sólo produce mortales, sólo da alimento a la muerte, y por eso lleva, como Pigmalión (Ovidio) una vida aislada. Ningún nacido, como tal, quiere la eterna descendencia.
¿Para qué sirve el trabajo eternamente inútil? ¿Para qué debe Ocno envejecer sobre la cuerda si la burra siempre la vuelve a devorar? ¿Para qué las Danaides siempre llenan de agua un tonel agujereado? La sal, de aquí en adelante no debe engendrar sino deteriorar, no hacer fructífera, sino estéril, la materia materna. Así suplica lleno de desesperación el frustrado sisífida. ¡El muy necio! No comprende la ley inherente a toda vida telúrica, la ley a la que él mismo está sometido, la ley que rige el seno materno.

Solamente en los espacio solares, a donde en vano busca elevarse, reina la inmortalidad y el ser inmortal; bajo la luna rige la ley de la materia, que asocia vida y muerte como hermanas gemelas. Pïndaro dice. “El que, dotado de poder, esté radiante de belleza ante los otros, gane premios en la lucha y muestre una fuerza heroica, que piense en esto: su hermoso cuerpo es botín de la muerte, y un manto de tierra lo cubrirá al fin”.
Más sabio que su padre es Hipóloco, progenitor de Glauco, que lleva el propio nombre de Poseidón (Ilíada). El es el que grita a Diomedes -que se enfrenta a él en la lucha-, a la pregunta sobre su ascendencia, el símil de la hojas, que Homero antepone a la explicación del mito de Belerofonte (Ilíada), como imagen de la ley que domina también a la raza de los hombres. Por su veracidad inherente, consiguió ya en la Antigüedad tanta celebridad que fue repetido por muchos, sobre todo por Plutarco y Luciano; así consiguió un doble significado, en relación con el mito licio-corintio y en boca de un hijo de Sísifo;
“Como hojas en el bosque, así es la raza de los hombres; el viento dispersa unas hojas por la tierra, otras vuelven a brotar en el bosque, cuando de nuevo renace la primavera; así es el linaje de los hombres, éste crece y aquél desaparece”.
Lo que Belerofonte no ha comprendido es lo que expresa aquí el hijo de Hipóloco de la forma más emocionante. Una ley domina la creación más elevada y la más baja; lo mismo que sucede con las hojas del árbol, así ocurre con el linaje de los hombres. Sísifo hace rodar eternamente una roca, que vuelve a bajar eternamente con infinita maldad en la morada de Hades. Así se renuevan las hojas, los animales, los hombres, en un trabajo de la Naturaleza, eterno, pero vano. Esta es la ley y el destino de la materia, que también Belerofonte finalmente reconoció como destino de todo ser nacido de mujer a la vista de las arrugas maternales.

En boca del licio, el símil tiene un doble significado. En él está contenido inequívocamente el fundamento del matriarcado licio. Aunque estas palabras del poeta son citadas a menudo, su conexión con la ginecocracia ha pasado siempre inadvertida. ¿Debo realizarla yo? Es suficiente indicarla para hacerla perceptible a todo el mundo. Las hojas del árbol no se originan unas de las otras, sino que todas surgen simétricamente del tronco. La hoja no es la generadora de la hoja, sino que todas las hojas son progenie colectiva del tronco. Así sucede con la raza humana según la concepción del Derecho materno. En ésta, el padre no tiene otro significado que el de sembrador, que cuando esparce la semilla en el surco, desaparece de nuevo. Lo engendrado pertenece a la materia materna, que lo cuida, que le ha dado el ser, y ahora lo alimenta. Pero esta madre es siempre la misma, en última instancia la tierra, cuyo lugar ocupa la mujer terrenal con la sucesión de madres e hijas. Lo mismo que las hojas no surgen unas de otras, sino del tronco, así también los hombres no nacen uno del otro, sino todos del poder originario de la materia, de Poseidón Phytálmios o Genésios, del tronco de la vida. Por esto, cree Glauco, Diomedes a obrado irreflexivamente cuando le preguntó por su linaje. El griego, en efecto, que, descuidando del punto de vista material, deducía al hijo del padre y sólo consideraba el poder despertador del hombre, partía de un modo de ver las cosas que explica y justifica su pregunta. Por el contrario, el licio le respondió desde el punto de vista del Derecho materno, que no diferencia al hombre del resto de la creación telúrica, y al igual que plantas y animales, lo juzga sólo a partir de la materia, de la que él manifiestamente procede.

El hijo del padre tiene una serie de antepasados a los que no le une una relación física perceptible; el hijo de la madre, a través de las diferentes generaciones, llega a una única antepasada, la Tierra Madre originaria. ¿Para qué sería útil enumerar la completa sucesión de hojas? Ellas tienen para la última hoja, que todavía verde cuelga del árbol, tan poco significado como la muerte de cada uno. El hijo surge únicamente de la madre y ésta es la representante de la Madre Tierra originaria. La oposición se aclarará mejor con las siguientes observaciones. En el sistema del patriarcado se dice de la madre: mulier familiae suae et caput et finis est. Es decir: aunque la mujer pueda haber tenido hijos, no funda ninguna familia, ella no se continúa; su existencia es puramente personal. En el Derecho materno, lo mismo vale para el hombre. Aquí es el padre el que sólo tiene para sí una vida individual, y no se perpetúa. Aquí aparece el padre y allí la madre, como una hoja dipersa, que cuando se seca no deja ningún recuerdo y ya no se nombra.

El licio que tiene que nombrar a su padre se asemeja al que quiere enumerar las hojas caídas y olvidadas de árbol. El permanece fiel a la ley matrial de la Naturaleza y opone al Fidida la verdad eterna de la misma en el símil del Arbol y sus hojas. Justifica la concepción licia en la que él prueba su concordancia con las leyes materiales de la Naturaleza y reprocha al patriarcado griego su desviación de las mismas.

Comparando ambas partes de nuestros argumentos -el que ha sido expuesto sobre la relación de Belerofonte con el matriarcado, y el aducido sobre su naturaleza material-, se manifiesta de inmediato la relación interna que existe entre ambos. El principio telúrico materno es el que forma la base común de ambas partes del mito. La caducidad de la vida material y el Derecho materno van de la mano. Por otra parte, el Derecho paterno se une con la inmortalidad de la vida supramaterial, que pertenece a las regiones luminosas. Tanto tiempo como la concepción religiosa reconozca que la sede del poder generador están en la materia telúrica, será válida la ley de la materia, la paridad del hombre con la creación que no se recuerda, y el Derecho materno en la generación tanto humana como animal. Pero este poder es separado de la materia terrestre y unido al sol, y así se llega a un estado superior. El Derecho materno pertenece a la generación animal, mientras que la humana pasa al Derecho paterno. Al mismo tiempo, la mortalidad se ve limitada a la materia, que regresa al seno materno del que procede, mientras que el espíritu, unido a la esencia de la materia a través del fuego, se eleva a las alturas luminosas, en cuya importancia e inmaterialidad vive.

Así, Beleronfonte es mortal y representante del Derecho materno y Heracles, por el contrario, es el fundador del Derecho paterno y compañero de mesa de los dioses olímpicos.

Todo esto nos lleva a una conclusión que encontramos corroborada en lo siguiente: el Derecho materno pertenece a la materia y a un nivel religioso que sólo conoce la vida corpórea, y por esto, como Belerofonte, llora desesperadamente la eterna descendencia de todo lo creado.

El Derecho paterno, por el contrario, pertenece a un principio vital supramaterial, y se identifica con el poder incorpóreo del sol y con el reconocimiento de un espíritu superior a todo cambio y penetrado por las luminosas alturas divinas.

El matriarcado es el principio belerofóntico y el patriarcado el heracleo; aquél representa el nivel cultural licio, y éste el helénico; aquél es el Apolo licio, que tiene como madre a Latona, que gobierna en el fondo del pantano, y sólo las mortales seis lunas de invierno permanecen en su país de origen (Esteban de Bizancio); éste es el dios helénico elevado a la pureza metafísica que gobierna las vitales lunas de verano sobre la sagrada Delos.

Para no dejar ningún punto oscuro -donde pueda introducirse la duda- en el mitio licio-corintio tan poco comprendido, pero tan rico en contenido, ahora hay que tocar una serie de puntos sueltos.

En el relato de Plutarco ya mencionado, Beleronfonte expulsa a las Amazonas de Licia, sobre las que ellas habían caído desde el Norte, al igual que sobre los restantes territorios de Asia Menor. Otros datos van todavía más lejos. Según la Ilíada, Píndaro, Apolodoro, los escolios a Píndaro, a Licofrón, de los que se nutre Eudocia, el ejército femenino de arqueras fue completamente destruído por el héroe y esta acción no es menor que la victoria sobre la monstruosa Quimera triforme, sobre el destructor jabalí o sobre las hordas de los solimios (Estrabón). Con esto parecen estar en desacuerdo los monumentos del arte plástico; aquí Belerofonte es ayudado por las Amazonas en su lucha contra la Quimera. De enemigas, se han convertido en compañeras de lucha. Así las vemos en el gran vaso Ruvese del Museo de Karlsruhe que procede de la colección Maler. Sus Amazonas unen sus esfuerzos con Belerofonte, sobre cuya cabeza aparece la corona de la victoria. Poseidón, Hermes y Atenea observan la lucha. Lo mismo se ve en el vaso también Ruvese, del que hay un grabado en los Annali del Instituto. Mientras dos de las jóvenes huyen, dos asisten denodadamente al héroe, que lucha desde las alturas del Eter, como en Píndaro, montando al caballo alado. Una escultura funeraria en el pórtico de una tumba de Tlos muestra a Belerofonte solo, montando a Pegaso y luchando con la Quimera. En un sarcófago de piedra de Cadianda aparece una Amazona montada luchando victoriosamente contra un guerrero a pie. Un relieve, asimismo licio, en Limira, muestra en el lado derecho de la puerta de la tumba una Amazona en pie con un gorro frigio, quitón y arco. Todas estas esculturas se encuentran reproducidas en las obras de Fellow sobre Licia.

En el primer lugar, aquí sólo tomaremos en consideración la representación del vaso Ruvese. Este paso de una relación hostil a una amigable, tal y como aparece aquí, se repite en los mitos de los grandes luchadores contra las Amazonas, especialmente en los de Dioniso y Aquiles. En los escultores, lo mismo que en los escritores, aparecen con mucha frecuencia en el séquito de los héroes con los que anteriormente habían combatido. En efecto, en muchas representaciones famosas, la lucha se convierte en una relación amorosa. La lucha finaliza con un acuerdo. Aquiles se queda prendado de su vencida enemiga a la vista de Pentesilea agonizando en sus brazos, conociendo por primera vez su perfecta belleza. La idea es la misma en todas estas representaciones modificadas de diferente manera. En el héroe victorioso la mujer reconoce el poder y la belleza superiores del hombre, y se doblega gustosamente ante él. Cansada de su heroica grandeza amazónica, en la que puede mantenerse sólo durante un corto tiempo, se rinde dócilmente al hombre, que le restituye su destino original. Reconoce que su destino no es el valor guerrero hostil a los hombres, sino el amor y la reproducción. Con este deseo sigue dócilmente a aquel que con su triunfo le trae la salvación. Protege al enemigo caído ante el reiterado ataque de sus enfurecidas hermanas, como vemos, representado con un contraste conmovedor, en un relieve del templo de Apolo en Basae. Al igual que la única Danaide que de entre todas sus hermanas protegió a su esposo, ahora la joven prefiere aparecer débil que terrible y valiente. La muchacha siente que la victoria del enemigo le devuelve su auténtica naturaleza y renuncia por ello al sentimiento de hostilidad que alentaba antes de la lucha. Ahora regresa dentro de los límites de la feminidad, y también provoca el amor del hombre, que sólo ahora reconoce su acabada belleza, y así la herida mortal que él se ve obligado a producirle le causa una profunda tristeza. Ni lucha ni muerte, no; amor y matrimonio deben reinar entre ellos. Así lo exige el destino natural de la mujer. En relación de Belerofonte con las Amazonas no hay ninguna contradicción con aquellas informaciones que nos lo muestran combatiendo. Antes bien, continúa, lo mismo que en acto final de la tragedia, el restablecimiento de la relación natural que ha encontrado en el amazonismo una violenta represión.

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